El Conde - F. C. Speziale - E-Book

El Conde E-Book

F. C. Speziale

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Beschreibung

Tras una ola de terribles asesinatos, los habitantes de la Isla de Lugh están cada vez más preocupados. Nadie sospecha que los autores de los crímenes son El Conde Hofer y su mayordomo. Al no ser descubiertos por la inteligencia local, el Parlamento del reino contrata a un detective privado para que se encargue del caso, pues los cruentos homicidios no dejan de suceder.

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Carnero Speziale, Facundo

El Conde / Facundo Carnero Speziale. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: online

ISBN 978-987-761-855-6

1. Narrativa. I. Título.

CDD A863

Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: [email protected]

Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Nota del autor

Este libro corresponde a una obra de ficción, la cual está situada en un contexto ficticio, habitado por personajes imaginarios. Así pues, el contenido y los hechos de la presente novela no están exentos de pertenecer a tal fantasía. Por lo tanto, nada de lo que usted pueda leer a continuación es necesariamente real.

Y si usted se pregunta por qué cometemos esta clase de crímenes, le diré que, simplemente, no hacemos más que ser honestos con nosotros mismos.

I

Casa en llamas

Eran las tres de la mañana cuando el conde Hofer y su mayordomo Vincent accedieron a la residencia del señor Jackson, un reconocido juez de la Isla de Lugh.

Lo cierto fue que, a esa misma hora, la señora Jackson despertó sobre su cama junto a su marido, quien dormía plácidamente. Al no poder reanudar el sueño, la mujer se dirigió al salón mientras sujetaba una linterna con su mano derecha.

—¡Conde Hofer! —dijo sorprendida la señora Jackson en cuanto abrió la puerta de aquel sector de la casa.

El conde y su sirviente Vincent, quienes sostenían una linterna cada uno, se encontraban de pie en medio del salón.

—Señora Jackson, venga, por favor —habló el conde, el cual vestía una refinada capa de color negro.

Era un ser alto y pálido. Sus cabellos eran oscuros y se hallaban peinados hacia atrás. Aparentaba una edad próxima a los cuarenta y cinco. Su sirviente Vincent, en cambio, era más bajo y un tanto mayor. En ese momento, llevaba una peluca nevada, camisa blanca y chaleco de color azabache.

—¿Qué lo trajo aquí? —preguntó intrigada la mujer mientras se acercaba al conde. Pero detuvo sus pasos en cuanto se vio a dos metros de él.

—Antes de responderle, le ruego que me responda usted a mí. ¿Qué es lo último que hará usted esta noche? —preguntó el conde a la señora Jackson.

—¿Cómo dice? —dijo ella.

—¿Qué es lo último que hará usted esta noche? —repitió el conde y se acercó a la esposa del juez—. Lo último que hará usted esta noche será morir. —Y estranguló a la señora Jackson con una sola mano, apretando la garganta de la dama hasta que su boca se empapó de sangre.

La única hija de los Jackson despertó en su lecho con una almohada sobre su rostro, que le impedía respirar.

—En verdad eres un experto en asfixiar niñas con la almohada, mi fiel Vincent —dijo el conde, de pie junto a la cama de la pequeña muchacha, mientras la inocente criatura trataba de quitarse la almohada de encima.

—Al parecer, creo que mi talento se debe, más que nada, a una mera cuestión de instinto, señor —acotó Vincent, apretando con la almohada el joven rostro de la niña.

—Instinto o no, dejemos que este tierno espécimen femenino se junte con su madre —concluyó el conde, y apuñaló a la hija de los Jackson con una filosa daga.

Cuando el señor Jackson despertó, el conde y su mayordomo estaban a pocos metros de él, sosteniendo cada uno su linterna.

—Si intenta agredirme, le dispararé —dijo el conde al señor juez, apuntándolo con una pistola.

—¡¿Q… Q… Qué es todo esto?! ¡¿D… Dónde está mi esposa?! —preguntó inquieto el juez, sentado a noventa grados sobre su cama.

—No se altere, señor juez. Su esposa está junto a su hija —contestó el conde Hofer.

—¿Q… Qué le ha hecho a mi familia? —dijo el señor Jackson.

—Vincent… —habló el conde, y su sirviente, quien tenía la mano derecha detrás de la espalda, estiró el brazo de inmediato.

Así, el señor Jackson pudo ver lo que Vincent sostenía con una de sus manos: las cabezas de la señora Jackson y de su hija.

—¡Maldito! —gritó el juez y trató de abalanzarse sobre el conde, mas este último le disparó en la pierna, y el señor Jackson, llorando cual niño, cayó sobre el suelo.

—Llévalo abajo, Vincent: sé que te gusta hacerlo a tu manera —ordenó el conde, y se retiró del cuarto.

Acto seguido, Vincent dejó caer las dos cabezas y, tomando del cabello al señor Jackson, lo arrastró por el piso y por las escaleras hasta llegar al salón. Posteriormente, el conde y su sirviente ataron al señor Jackson a un piano de cola, por lo que el juez quedó acostado boca arriba e inmovilizado sobre el instrumento. Luego, mientras Vincent rociaba la casa con un líquido inflamable, el conde se sentó a una silla, prendió un puro y comenzó a hablar.

—Si usted está pensando lo que creo, le diré que tiene toda la razón, señor Jackson. En efecto, Vincent y yo somos los incógnitos y célebres asesinos de la Isla de Lugh. Y si usted se pregunta por qué cometemos esta clase de crímenes, le diré que, simplemente, no hacemos más que ser honestos con nosotros mismos.

—¡Malditos despiadados! —exclamó la víctima.

—Y eso que aún no ha visto la última parte, señor juez —concluyó el conde.

Dicho esto, fue a buscar las cabezas de la esposa e hija del señor Jackson y las depositó sobre el pecho del juez al tiempo que el señor Jackson agonizaba de horror, maldecía al conde, lloriqueaba enloquecidamente y agitaba su cuerpo cual lunático, atado al piano de cola. Luego, el conde y Vincent caminaron en dirección a la salida.

—Disfrute los últimos segundos que le restan como humano, señor Jackson. Y, si es que en verdad cree en la vida después de la muerte, no se preocupe demasiado: pronto se unirá a su adorable esposa y a su encantadora hija —comunicó el conde, y arrojó el puro sobre el suelo.

Así, la casa comenzó a arder en llamas.

—Ha sido una linda velada. ¿No lo crees, Vincent? —preguntó a los pocos segundos, una vez que él y su mayordomo se encontraban en exteriores, cada uno en su respectivo caballo.

—Así es, señor —contestó Vincent, y ambos abandonaron la zona cual rayo.

Anexo primero

—Datos preliminares—

El señor Hofer, cuyo nombre completo era Thomas Henry Hofer, era una persona excéntrica y solitaria —no porque le costase hablar, sino porque pocas personas eran de su agrado—. Tanto era así que el mayordomo Vincent, su sirviente más querido, leal y cercano, parecía ser su único amigo verdadero. No obstante, a la hora de hacer sociales con personas indeseadas, Henry demostraba adquirir un particular desempeño.

Ciertamente, el conde poseía una extraña fascinación por el arte, en especial, por la pintura y la música, si bien la escultura y la arquitectura no dejaban de asombrarlo.

En cuanto a su condición de asesino, nadie —o casi nadie— sospechaba de él ni de Vincent; y a pesar de que los residentes de la isla sabían que se trataba de una persona algo extraña y a la que le agradaba la soledad, el nombre de Thomas Henry Hofer se mantenía, hasta el momento, fuera de sospecha —al menos, para el común de los habitantes de la isla y para la inteligencia que intentaba sin éxito descubrir a los artífices de los homicidios—.

II

Los amantes

Mary Susan Darling, esposa del ministro de la Isla de Lugh, se preparaba para encontrarse con su único amante. La señora Darling era una bella y pelirroja mujer de cuarenta años que poseía un encanto difícil de explicar. Mientas pensaba en el hombre que vería dentro de unos momentos, se imaginaba cómo sería su vida junto a él.

—Es hora de irme —dijo, sentada frente al tocador, para luego retirarse de su mansión y cabalgar solitariamente rumbo a destino.

Era una noche hermosa.

El conde Hofer se encontraba en el castillo en el que residía, pero no en cualquier sector de este, sino en uno muy especial. Se trataba de su museo de arte personal, cuyas obras habían sido trasladadas allí cuando había comenzado a residir en semejante morada, conocida oficialmente como Castillo de Lugh. Maravillado por lo que veía, disfrutaba de su colección predilecta. Se trataba de un conjunto de obras realizadas por un enigmático artista llamado William Blake, el pintor y grabador favorito del conde, mas cada vez que visitaba su museo personal, volvía a conmocionarse al observar las mismas obras.

—¡Cuán grandioso sería si me viese eternamente invadido por semejante irradiación de belleza! —dijo mientras examinaba una de sus obras preferidas, titulada El Ángel de la Revelación.

De pronto, alguien golpeó la puerta de la sala.

—Puedes entrar, Vincent. —Y su mayordomo accedió al recinto.

—La señora Darling acaba de llegar, señor —informó el sirviente, quien llevaba puesta su habitual peluca de color blanco.

—Dime, Vincent, ¿cómo me veo?

—Se ve estupendo, señor.

—¿Lo dices en serio?

—Absolutamente.

—Bien… Iré, pues, al encuentro de mi invitada de honor.

El castillo en el que residía el conde Hofer ostentaba un lujo y elegancia extraordinarios. No obstante, era un lugar que despertaba cierto misterio debido a la excéntrica y lúgubre atmósfera que lo engalanaba.

La señora Darling esperaba a su amante en un opulento salón de aquel gigantesco castillo cuando, de pronto, una de las puertas se abrió con extrema delicadeza. Era él.

—Mi querida Mary —saludó el conde, quien vestía una levita oscura y una camisa blanca. Sus negros cabellos, como de costumbre, se hallaban peinados hacia atrás.

—Henry… —saludó ella.

—Déjame decirte que tienes un encanto especial esta noche —apreció mientras se acercaba a la dama.

—Henry… —volvió a decir la señora Darling, y ambos se besaron tiernamente.

—¿Sigues tomando el mismo atajo despejado para venir a mi castillo? —preguntó él.

—Que yo sepa, el castillo le pertenece a toda la familia Hofer —corrigió ella.

—Por lo cual también me pertenece a mí.

—En parte.

—Es verdad. Pero, actualmente, soy el único de mi familia que vive aquí, el único Hofer que reside en el prestigioso Castillo de Lugh.

—En otras palabras, estás cumpliendo la misma función que cumplía tu tío Edgar, el antiguo conde de la isla.

—¿A qué función te refieres, Mary? ¿A la que conoce todo el mundo… o a la más importante?

—A ambas. De hecho, quizá me esté refiriendo a alguna más, a alguna que ni siquiera yo conozca.

—Indagas demasiado, Mary.

—No me culpes por querer saber lo que no sabe todo el mundo, Henry.

—¿Qué es lo que sabe todo el mundo?

—Pues… todo el mundo está enterado de que tu tío Edgar era el antiguo conde de la isla y de que luego tú has tomado su lugar. También sabe todo el mundo que, al morir tu tío, su esposa regresó a la ciudad de Wyrd.

—¿Sabías que mi tío Edgar falleció el mismo día en que me separé de mi esposa?

—Ya me lo habías dicho. Pero ¿cómo seguía la historia?

—La conoces perfectamente, Mary.

—Tienes toda la razón. Después de que la esposa de tu tío Edgar regresó a la ciudad de Wyrd, fuiste nombrado conde de la Isla de Lugh. Y luego…

—Y luego vine aquí, únicamente con mi séquito, para instalarme en esta bendita isla y vivir junto a mis leales sirvientes.

—Supongo que debe ser una lástima para tu exesposa no haber podido convertirse en condesa, dado que has sido nombrado conde luego de divorciarte de ella.

—Mientras mi exesposa esté cerca de nuestros hijos, ella estará bien.

—¿Y tú?

—Digamos que me sienta muy bien la soledad.

—No obstante, me pregunto por qué habrás aceptado venir aquí.

—¿Por qué no habría de haberlo hecho? Recién me había separado de mi esposa, y mis dos hijos ya habían formado su familia.

—Pero, luego de separarte de tu esposa, bien podrías haberte quedado en la ciudad de Wyrd.

—Es cierto, mas no tenía motivos para quedarme allí.

—Pero sí para venir aquí, ¿no es verdad?

—Presiento que mis hijos están mejor cuando se hallan lejos de su padre.

—Pero sé perfectamente que esa no es la razón por la que has venido a esta isla.

—Sin embargo, aquí estoy. Después de todo, alguien tiene que cuidar del castillo, ¿no lo crees?

—O de algo que se esconda en este.

—Preguntas demasiado para ser mi amante, hermosa Mary.

—Que yo sepa, en mi oración anterior no he formulado ninguna pregunta.

—Ninguna pregunta explícita, querrás decir, puesto que, para preguntar, no hace falta utilizar signos de interrogación.

—De hecho, en el lenguaje verbal no se utilizan signos, Henry, sino que se pronuncian palabras y oraciones, las cuales, en todo caso, poseen sus respectivas entonaciones.

—Cada vez que tu esposo se encuentra fuera de la isla, te vuelves aún más pretensiosa de lo que usualmente eres. ¿Cuál de todas será la Mary más auténtica?

—Quizá sea esta.

—Y… ¿por cuánto tiempo lo seguirá siendo?

—Si estás intentando preguntarme cuándo volverá mi esposo, será la semana próxima. Tú eres el conde de la isla, deberías saberlo.

—En mi caso, al igual que como ocurrió con mi tío Edgar, el título de conde me fue otorgado, más que nada, como título de honor. Ha sido un mero acto simbólico y protocolar.

—Oficialmente hablando, puede que sí. Pero… tú no estás aquí solamente para habitar el castillo y ser un mero individuo con un título honorífico, y tu tío Edgar tampoco lo estaba.

—El cargo político más importante de la isla continúa perteneciéndole al ministro, que es tu esposo, por cierto.

—Lo cual no significa que mi esposo sea la persona de mayor poder en la isla.

—En efecto; pero ha sido él quien ha viajado a la capital del reino para concretar en un ridículo concilio cómo resolver el problema de los asesinatos que aquejan a la isla desde hace tiempo.

—¿Se te ha ocurrido últimamente algún sospechoso?

—De momento, ninguno. Pero no tengo duda de que tu esposo sabrá resolverlo —dijo irónicamente el conde.

—Dejemos todo en manos de la política, ¿no es así? —bromeó ella.

—¿Qué mejor que la política para resolver los problemas que aquejan a este mundo? —bromeó él.

—Algo me dice que no debo creerte.

—Será porque me conoces bien.

—“La política es el increíble arte del engaño”. ¿Sabes de qué boca he escuchado eso?

—De la mía.

—Mas yo agregaría que la política es también el arte del poder. ¿No lo crees, Henry?

—Yo no resumiría el poder a una mera cuestión política.

—La política no se ejerce solamente dentro del Estado, mi querido Henry. De hecho, las operaciones más estratégicas tienen su origen fuera de este.

—Eres todo un encanto, por eso te he elegido como amante, mi hermosa Mary.

—Tú también eres un encanto, Henry, pero algo perverso.

—Por eso he reservado el mejor vino para la cena de hoy.

—¿Cuál vino?

—Tu preferido.

—¿Puedes decirme cuál es?

—¿Acaso me estás poniendo a prueba, Mary?

—Quizá…

—Pues continúa haciéndolo: estoy seguro de que seguirás aprobándome.

—¿Por la cena de hoy?

—Así es, entre otras cosas.

—¿Y qué cena has preparado para tu adorable Mary?

—Tu pasta predilecta con salsa especial.

—¿Debo pensar que la has amasado tú?

—Y también he preparado la salsa. De lo contrario, sería un insulto.

—¿Hacia mi persona?

—Hacia tu persona y hacia la mía, efectivamente.

—Siempre tan atento, mi querido Henry.

—Lo hago con gusto.

—Lo sé.

—En fin, mi hermosa Mary, la cena está lista.

Minutos más tarde, ambos estaban sentados a una elegante mesa, disfrutando de la comida y del vino. Los atendía solamente Vincent, dado que él era el único que estaba al tanto del clandestino romance entre el conde y la señora Darling.

—Vincent… —dijo el conde en algún momento de la cena, sentado a la mesa.

—Imagino que querrá…

—Así es —afirmó el conde.

—Como guste —acotó Vincent, de pie junto a ellos, y se sentó en el banco de un cercano piano de cola de color negro.

Al instante, el fiel sirviente comenzó a interpretar un apasionante Nocturno opus nueve, número dos, en mi bemol.