El corazón bondadoso - Dalai Lama - E-Book

El corazón bondadoso E-Book

Dalai Lama

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Beschreibung

Sobre El corazón bondadoso se ha escrito: "El mejor libro sobre diálogo interreligioso publicado hasta la fecha. Uno no dice estas cosas a la ligera, pero realmente este es un libro santo."  Huston Smith, autor de Las religiones del mundo "El Dalai Lama se establece a sí mismo como una auténtica presencia respetuosa de las tradiciones cristianas... Este es un libro fascinante que merece toda la atención en estos tiempos de intercambio multicultural." Publishers Weekly "El corazón bondadoso deja constancia de un extraordinario e histórico encuentro interreligioso. Es refrescante y estimulante oír al Dalai Lama reflexionar sobre los Evangelios, recordándonos a los cristianos que se trata de un Verbo vivo."  Diana Eck, Profesora de religión comparada y estudios indios "Agudeza y compasión marcan estas penetrantes percepciones del Dalai Lama acerca de los fundamentos espirituales de dos de las tradiciones religiosas más grandes del mundo. Muy recomendable." Library Journal "Una magnífica aportación al cuerpo literario creciente sobre el debate cristiano-budista." Shambhala Sun

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Dalai Lama

EL CORAZÓN BONDADOSO

Una visión budista de las enseñanzas de Jesús

Introducción y contexto cristiano de Laurence Freeman

Traducción del tibetano y notas de Geshe Thupten Jinpa

Traducción del inglés de David González Raga

Edición y Prólogo de Robert Kiely

Título original:THE GOOD HEART

© His Holiness the Dalai Lama 1996

© World Community for Christian Meditation 1996

© de la edición en castellano:

2004 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Katrien van Steen

Primera edición en papel: Mayo 2004

Primera edición digital: Noviembre 2013

ISBN en papel: 978-84-7245-570-2

ISBN epub: 978-84-9988-291-8

ISBN Kindle: 978-84-9988-292-5

ISBN Google: 978-84-7245-831-4

Depósito legal: B 26.886-2013

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

SUMARIO

Agradecimientos del editor

Nota al lector

Prólogo

Introducción

1. Un deseo de armonía

2. Ama a tu enemigo (Mateo 5:38-48)

3. El sermón de la montaña: las bienaventuranzas (Mateo 5:1-10)

4. La ecuanimidad (Marcos 3:31-35)

5. El reino de Dios (Marcos 4:26-34)

6. La transfiguración (Lucas 9:28-36)

7. La misión (Lucas 9:1-6)

8. La fe (Juan 12:44-50)

9. La resurrección (Juan 20:10-18)

El contexto cristiano de las lecturas del Evangelio

Glosario de términos cristianos

El contexto budista

Glosario de términos budistas

Notas

El Tibet desde la ocupación china en 1950

Biografías

Los seminarios John Main

AGRADECIMIENTOS DEL EDITOR

El editor agradece a la Gere Foundation su generosa contribución a la publicación de este libro. Durante muchos años, Richard Gere ha apoyado los esfuerzos realizados por Su Santidad el Dalai Lama para recuperar su tierra natal, que hoy se halla en poder de China, y acabar con el sufrimiento del pueblo tibetano. La ayuda de Richard también ha sido muy valiosa para expandir el mensaje de responsabilidad, compasión y paz universal de Su Santidad y apoyar a Wisdom Publications en la edición de varios libros escritos por Su Santidad. Por ello queremos ahora reconocer su esfuerzo y su apoyo.

Los editores también dan las gracias a los doctores Pendred E. Noyce y Leo X. Liu por su apoyo a Wisdom Publications para que este libro acabase viendo la luz.

Mención especial merece también el agradecimiento de Wisdom Publications a Dom Laurence Freeman (OSB) [Orden de San Benito] y a la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana por encomendarles la publicación de este importante libro.

NOTA AL LECTOR

Este libro explora los Evangelios de la mano del Dalai Lama y los participantes en el John Main Seminar de 1994. Además de contener el relato del encuentro, el libro también incluye un importante material contextual de las tradiciones cristiana y budista que puede servir para facilitar futuros diálogos interreligiosos.

El cuerpo principal de El corazón bondadoso gira en torno a los comentarios realizados por Su Santidad el Dalai Lama en torno a varios pasajes de los Evangelios. Cada uno de los distintos capítulos que configuran El corazón bondadoso empieza con la lectura y el comentario de un determinado pasaje del Evangelio de la versión de la New English Bible (University of Oxford Press, 1970), la versión preferida del difunto John Main.

El prólogo de Robert Kiely evoca el talante y el clima en el que se desarrolló el encuentro y la introducción de Laurence Freeman proporciona una visión general del diálogo interreligioso, en general, y del diálogo entre el budismo y el cristianismo, en particular.

De vez en cuando el lector advertirá, en el cuerpo del texto, la voz queda de Robert Kiely aclarando, a modo de narrador, algunos aspectos del seminario, interludios narrativos que aparecen en cursiva para que el lector no tenga dificultad alguna en diferenciarlos del cuerpo del diálogo. Al final de algunos capítulos también se incluye un debate en los que los distintos ponentes –claramente identificados– compartieron sus intereses y conocimientos con el Dalai Lama.

La última parte de El corazón bondadoso presenta información adicional que puede fomentar el entendimiento entre estas dos grandes tradiciones espirituales. El padre Laurence Freeman ha escrito el capítulo titulado «El contexto cristiano de las lecturas del Evangelio» en el que ofrece una interpretación cristiana de los pasajes del Evangelio comentados por Su Santidad y también incluye un glosario de los términos cristianos mencionados en el diálogo.

Por su parte, Geshe Thupten Jinpa, el intérprete del Dalai Lama, se ha ocupado de la elaboración de la sección titulada «El contexto budista», que aspira a proporcionar una visión global de los principales conceptos budistas a quienes no estén familiarizados con él. Asimismo, Thupten Jinpa también se ha encargado de compilar un glosario de términos budistas.

A lo largo de todo El corazón bondadoso –y especialmente en la última sección– se utilizan términos budistas tanto sánscritos como tibetanos. En la mayor parte de los casos, los términos sánscritos se presentan en su forma erudita, con excepción de los nombres individuales, que se han visto transliterados, para que el lector no tenga dificultades en recordar su pronunciación y la misma transcripción fonética se ha aplicado también a los términos tibetanos. El lector interesado podrá encontrar en el glosario budista la transcripción erudita de todos esos términos.

La tabla que incluimos a continuación permitirá que los lectores poco familiarizados con la transcripción al inglés puedan reconocer fácilmente la pronunciación de los términos sánscritos incluidos en este volumen. Los lectores interesados en este punto también pueden leer el libro Teach yourself sanskrit, de Michael Coulson (Kenty: Hodder and Stoughton, 1992). En cualquiera de los casos, conviene recordar que el glosario proporciona una explicación muy clara de muchos de los términos.

EQUIVALENTES INGLESES APROXIMADOS DE LOS SONIDOS DEL SÁNSCRITO

Sánscrito

Inglés

Sánscrito

Inglés

a

“but”

ā

“father”

i

“fit”

ī

“see”

u

“who”

ū

“boo”

ṛ y ṝ

“crust”

ḷ y ḹ

“slip”

“mom”

“ring”

c y ch

“chain”

ñ

“Bunyan”

ṭ, ṭh, t y th

“top”

“do”

“no”

ś y ṣ

“she”

El libro, por último, concluye con una breve biografía de los distintos participantes, el Dalai Lama, el padre Laurence, Geshe Thupten Jinpa, Robert Kiely y el resto de los ponentes que participaron en este diálogo interreligioso.

PRÓLOGO

Una de las facetas más tranquilizadoras de Tenzin Gyatso, Su Santidad el decimocuarto Dalai Lama, es que sólo parece capaz de permanecer quieto mientras está meditando. El día en que habló ante una audiencia de trescientos cincuenta cristianos y un puñado de budistas en el auditorio de la Middlesex University de Londres a mediados de septiembre de 1994, su rostro y su cuerpo eran el vivo reflejo de la doctrina budista del cambio perpetuo. Su Santidad no sólo acompañaba sus comentarios con gestos, sonrisas, levantamientos de cejas y grandes carcajadas, sino que plegaba y desplegaba de continuo los bordes de su hábito granate, sujetaba del brazo a alguno de los ponentes, saludaba a algún amigo presente u hojeaba el programa, mientras el intérprete estaba traduciendo un largo parlamento suyo.

El evento –que no dudaría en calificar de histórico– que llevó hasta Londres al Dalai Lama en otoño de 1994 fue el John Main Seminar, un encuentro patrocinado por la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana1 en memoria de John Main, un monje benedictino irlandés que enseñó meditación en la tradición de Juan Casiano y los padres del desierto y fundó centros de meditación cristiana que, en la actualidad, se hallan diseminados por todo el mundo. Cada año, centenares de meditadores cristianos de diversas confesiones procedentes de todos los rincones del planeta se reúnen para hablar de ética, espiritualidad y sagradas escrituras y fomentar así el diálogo y la oración interconfesional. En los encuentros celebrados en años anteriores han participado el filósofo canadiense Charles Taylor, el monje benedictino inglés Bede Griffiths, escritor y fundador de un ashram en la India y Jean Vanier, fundador de la comunidad cristiana de L’Arche, dedicada a vivir con los discapacitados.2

La idea de invitar públicamente al Dalai Lama a comentar por vez primera los Evangelios surgió de Dom Laurence Freeman (OSB), licenciado en literatura por Oxford y monje del priorato olivetano benedictino de Cockfosters de Londres, el más activo e influyente maestro de la comunidad desde la muerte de Main, acaecida en 1982.

Los pasajes del Evangelio que el Dalai Lama debía comentar del modo que le pareciera más apropiado fueron los siguientes: el sermón de la montaña y las bienaventuranzas (Mateo 5), la parábola del grano de mostaza y el reino de Dios (Marcos 4), la transfiguración (Lucas 9) y la resurrección (Juan 20). También se le dijo que la audiencia sería cristiana (formada por católicos romanos, anglicanos y protestantes)3 fundamentalmente angloparlantes, procedentes de todos los continentes y que casi todos ellos practicaban cotidianamente la meditación silente.

Puesto que el Dalai Lama no es tan sólo un líder religioso, sino también un jefe de estado, muchos de los presentes aguardaban ansiosamente sus comentarios y se preguntaban si podría romper las inevitables barreras impuestas por la prensa, las cámaras y los colaboradores y transmitir realmente lo que estaba en su mente y en su corazón.

La respuesta no se hizo esperar porque cada mañana, antes del desayuno, antes incluso de cualquier otra actividad incluida en el programa, Su Santidad llegaba a la sala apenas iluminada con sus monjes y se sentaba a meditar con los cristianos congregados en perfecto silencio durante media hora. En ese silencio, roto tan sólo por algún que otro carraspeo o tos ocasional, la ansiedad desaparecía y se veía reemplazada por una mezcla de confianza y apertura. Finalmente inclinaba respetuosamente su cabeza rapada y, siguiendo el texto con un dedo como si fuera un rabí, leía: «Bienaventurados los pobres de espíritu… Bienaventurados los limpios de corazón… Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia…» y, mientras leía, era imposible no sentirse emocionado por el poder de esas conocidas frases pronunciadas por una voz tibetana y una sensibilidad budista.

Consciente de la devastación a la que los chinos han sometido a la cultura y al pueblo tibetano y consciente también del sufrimiento del Dalai Lama por su condición de exilado, la audiencia no podía sino sentirse conmovida por aquella lectura. Pero, por más sorprendente que fuera la dimensión política de aquel encuentro de tres días, más todavía lo fue su significado, porque la mente de los presentes albergaba la expectativa de hallarse ante un maestro espiritual y todos sabían que estaban asistiendo a un acontecimiento profundamente religioso que, si bien tenía una gran trascendencia histórica, iba mucho más allá del ámbito de la historia.

El marco del seminario fue lo suficientemente flexible y sencillo como para proporcionar un clima informal a todos los actos que se celebraron. El programa empezaba con una meditación y luego proseguía con una lectura en inglés de los pasajes de las escrituras llevada a cabo por Su Santidad y su posterior comentario, un diálogo entre los presentes, cánticos y oraciones que finalizaban con una interrupción para la comida, para volver luego a meditar y repetir el mismo proceso durante la tarde. Soy muy consciente de que esta descripción no transmite el talante y el clima emocional en el que discurrió el encuentro. Durante las lecturas y los comentarios, el Dalai Lama se sentaba detrás de una mesa baja flanqueado por dos acompañantes. A su izquierda se hallaba Laurence Freeman con su hábito blanco de benedictino olivetano tomando notas, asintiendo levemente con la cabeza, sonriendo y contemplando curiosamente lo que sucedía, actuando inconscientemente, en suma, como un espejo en el que se reflejaba lo que estaba ocurriendo en la audiencia. A su derecha se sentaba el joven y levemente corpulento Geshe Thupten Jinpa ataviado con sus ropajes granate de monje tibetano, que actuaba como intérprete. Sereno, atento, concentrado y eficaz, traducía casi simultáneamente en un inglés fluido las palabras de Su Santidad. Su modestia, su gracia y su atención al maestro –completamente despojados de todo servilismo– fueron un recordatorio y un ejemplo constante para la audiencia de una concentración y dignidad desinteresada casi perfecta.

Esta disposición y tal vez también el modo de ser y de expresarse del Dalai Lama convirtió un aparente monólogo en un diálogo y, con mucha más frecuencia, en una conversación de tres vías. Ni Dom Laurence ni Jinpa interrumpieron el discurso, pero se vieron espontáneamente integrados cuando Su Santidad se dirigía en una u otra dirección, buscando una reacción, corrigiendo una frase, preguntando inquisitivamente con una elevación de cejas o relajando la tensión con alguna que otra risa. El formato establecido para los diálogos en que se invitaba a subir al estrado a un par de miembros de la audiencia y a formular preguntas, favoreció la interconexión entre pensamientos, idiomas, acentos, edades, géneros, temperamentos y creencias religiosas diferentes sin caer nunca, por ello, en la confusión. En tanto que maestro budista y exiliado, el Dalai Lama se encuentra a gusto con el cambio y tiene la facultad de calmar el nerviosismo con el que los occidentales suelen enfrentarse a los cambios y las situaciones poco familiares. Y, como sucede con todos los grandes maestros, también posee un considerable talento para percatarse de una buena idea que pasa inadvertida para la mayoría y resaltarla.

Se dice que el Dalai Lama es un hombre muy sencillo pero, aunque esta etiqueta pueda parecer un cumplido, resulta difícil disociarla de la actitud condescendiente con que Occidente contempla las religiones y culturas orientales como tradiciones exóticas y filosóficamente primitivas. Su Santidad es muy terrenal, directo, cordial y simpático* y, en ese sentido, puede ser considerado como un hombre muy “sencillo” pero, desde cualquier otra perspectiva, es una persona muy sutil, compleja, rápida, inteligente e instruida. Su presencia enriqueció el diálogo espiritual con tres cualidades muy especiales –tan extrañas en algunos círculos cristianos contemporáneos que estimularon la comprensión y la gratitud de buena parte de los presentes–, como son la valentía, la claridad y la risa. Es por ello que, si en él hay un aspecto benedictino, también debemos resaltar una faceta franciscana salpicada de algún que otro toque jesuita.4

Desde el mismo comienzo del encuentro, el Dalai Lama tranquilizó amablemente a sus oyentes diciéndoles que lo último que quería era “sembrar la menor semilla de duda” entre los cristianos. Una y otra vez, nos recomendó valorar y profundizar en nuestra propia tradición, subrayando que las sensibilidades y las culturas humanas son tan diferentes que no resisten el intento de asumir un enfoque “único” a la Verdad. En este sentido, refutó amable, firme y reiteradamente la idea de que el budismo y el cristianismo sean lenguajes diferentes para referirse a las mismas creencias esenciales. Es cierto que admitió la existencia de similitudes en lo relativo a la ética y al énfasis en la compasión, la fraternidad y el perdón pero, en la medida en que el budismo no reconoce la existencia de ningún Dios Creador ni de un salvador personal, alertó en contra de quienes se denominan “cristianos budistas” afirmando que «no debería tratar de ponerse la cabeza de un yak sobre el cuerpo de una oveja».

A lo largo de las muchas sesiones, lecturas y comentarios sobre complejas cuestiones teológicas y en sus respuestas a las preguntas ocasionalmente difíciles formuladas por los presentes, el Dalai Lama no perdió ni un momento su asombrosa lucidez mental. En cierta ocasión describió las prácticas meditativas a que suele recurrir el budismo mahayana como disciplinas para alejar la conciencia de la “dispersión” y el “letargo” y mantenerla despierta y concentrada. La singularidad de su atención fue precisamente una de las formas en que expresó su respeto por la audiencia. Es extraño que una figura pública, por más que se trate de una figura religiosa, no disponga de comentarios “preparados de antemano”, aunque lo más probable es que haya ocasiones en que el Dalai Lama tampoco sea, en este sentido, ninguna excepción. En cualquiera de los casos, sin embargo, el encuentro puso claramente de relieve a los presentes su compromiso con los Evangelios y una perseverancia e intensidad mental y emocional de las que pocas personas son capaces. Cuando se le preguntó lo que personas de diferentes confesiones podían hacer juntas sin mezclar yaks con ovejas, recomendó el estudio, la meditación y el peregrinaje. Entonces fue cuando se refirió a su visita a Lourdes y relató una experiencia muy singular en la que llegó a arrodillarse espontáneamente y pedir a “todos los seres santos” por la conservación del poder curativo del lugar. Hubo varios momentos como ése, en los que casi podía sentirse latir al unísono a la audiencia, tal vez por el placer y el asombro de una manifestación tan clara del respeto y la firmeza de que es capaz la tradición budista.

En sus reflexiones sobre la transfiguración, Su Santidad esbozó brevemente la visión que sostiene el budismo sobre los milagros y las emanaciones sobrenaturales. Sin el menor indicio de dogmatismo ni de piedad sentimental, evocó una antigua tradición que, durante mucho tiempo, ha logrado integrar un sistema de autodisciplina y de psicología sumamente racional con relatos de experiencias que trascienden los límites usuales de la razón y de la naturaleza. Y, aunque señaló modestamente no haber tenido jamás ese tipo de experiencias, también advirtió que no dudaba de su autenticidad, comentarios que relativizaron siglos de disputas cristianas en torno a los milagros y sus posibles explicaciones.

Su lectura del encuentro entre María Magdalena y Jesús en el relato de la resurrección de san Juan hizo saltar las lágrimas a muchos de los presentes. Y es que, aunque resulte difícil de explicar, algunos dijeron que fue como si hubieran escuchado esas palabras por vez primera, como si un mensajero inesperado les hubiera infundido vida y les hubiera ayudado a cobrar conciencia de la ternura, el misterio y la belleza que ocultan en su interior.

Cuando se les pregunta sobre alguna paradoja filosófica o religiosa inexpresable, los occidentales tienden a asumir una actitud excesivamente grave, pero los budistas disponen de un abanico mucho más amplio de respuestas, entre las que cabe destacar la risa. Al Dalai Lama le gusta contar chistes sobre monjes, yaks, reencarnaciones y visiones pero, muy a menudo, un gesto, una expresión o una simple pausa en el flujo del discurso –que expresa algún tipo de dificultad– le hace estallar de risa. Al finalizar el seminario, cuando casi todo el mundo empezaba a sentir la fatiga de tanta emoción contenida, su excelente intérprete, Jinpa, el joven monje que había mantenido una compostura sobrehumana día tras día, estalló en una risa que sacudió incontrolablemente todo su cuerpo, mientras trataba de traducir una anécdota que acababa de contar Su Santidad. En respuesta a la observación de que algunas personas dicen que no meditan porque están demasiado ocupadas, Su Santidad narró la historia de un monje que había prometido a su discípulo ir un día al campo, pero que siempre estaba demasiado ocupado para cumplir su promesa. Cierto día en que vio un séquito funerario portando un cadáver preguntó a su discípulo: «¿A dónde van?». La respuesta de éste, que Jinpa tardó cinco minutos en poder verbalizar –el tiempo que necesitaron ambos para recuperar la compostura–, fue: «Al campo».

Para muchos cristianos, ir a la iglesia y asistir a congresos ecuménicos no tiene nada que ver con “ir al campo”, pero es evidente que los festejos y las celebraciones forman parte del simbolismo y de la realidad del cristianismo, como de cualquier otra religión. Es por ello por lo que escuchar los comentarios del Dalai Lama en torno a los Evangelios fue un auténtico festín. Lo que más impresionó y sorprendió a los presentes fue la facilidad con la que “ese extranjero” llegaba a su corazón, como si el exilio hubiese conferido a alguien que no tiene más autoridad sobre los cristianos que la que dimana del Espíritu, la capacidad de enseñar a personas de cualquier confesión las riquezas de su propia tradición.

ROBERT KIELY

Cambridge, Massachusetts

INTRODUCCIÓN

En septiembre de 1994, Su Santidad el Dalai Lama dirigió en Londres un acontecimiento espiritual de periodicidad anual y de alcance internacional en honor al monje benedictino John Main, a quien el padre Bede Griffiths calificó en cierta ocasión como el principal maestro espiritual de la Iglesia actual.

El Dalai Lama y Dom John Main sólo se cruzaron en un par de ocasiones. La primera de ellas tuvo lugar en 1980 en la catedral católica de Montreal (Quebec), donde se le había encomendado la misión de dar la bienvenida a Su Santidad con ocasión de un largo encuentro interconfesional. Recuerdo que, durante la preparación del evento, el padre John había insistido en la inclusión de un período sustancial de meditación en silencio. En el encuentro, en el que participaron multitud de líderes religiosos, desde arzobispos hasta medicine men de la iglesia nativa americana, se habló de buena voluntad y se recitaron hermosas plegarias. Hubo coros, cánticos y toda la belleza visual del arte y de la estructura cristiana encarnados por la misma arquitectura de la catedral. Los organizadores del acontecimiento contemplaron con cierta suspicacia la inclusión de un período de veinticinco minutos de silencio en una ceremonia pública tan larga, pero el padre John insistió y acabó consiguiendo su objetivo.

Al concluir la ceremonia, el Dalai Lama buscó al monje benedictino que le había dado la bienvenida y le dijo que estaba muy impresionado ante la experiencia para él inusual de haber podido meditar en una iglesia cristiana. Aquel día, junto a ellos, pude sentir la afinidad que existía entre ambos y advertir, más allá de las palabras, la presencia de un nivel de diálogo mucho más profundo y silencioso. El padre John invitó entonces al Dalai Lama a visitar nuestra pequeña y flamante comunidad dedicada a la práctica y enseñanza de la meditación en la tradición cristiana. Entonces ocupábamos una pequeña casa en los suburbios de la ciudad y la comunidad de laicos vivía en apartamentos sitos en los alrededores. Se trataba de una nueva forma de monacato urbano cristiano basado en el redescubrimiento de la tradición meditativa cristiana.

Recuerdo haberme preguntado lo que pensaría el Dalai Lama de todo ello evocándole, como le evocaría, imágenes de monasterios europeos medievales. No me extrañó que su secretario recusara la invitación diciendo que, lamentablemente, la agenda de Su Santidad estaba demasiado colmada, pero me sorprendió la firmeza y amabilidad con que el Dalai Lama insistió en la necesidad de aceptarla y en que ya encontraría el modo de ajustar los problemas de agenda. Finalmente ambos intercambiaron una mirada, sonrieron y se separaron.

El domingo siguiente, pocas horas después de que la comitiva de limusinas escoltada por la policía montada del Canadá se detuviera ante el edificio de la comunidad benedictina, Su Santidad se unió a nosotros para la meditación del mediodía en una salita y luego compartimos el almuerzo con la comunidad que, como siempre, tuvo lugar en silencio. Después de la comida se celebró un pequeño encuentro y luego el padre John y el Dalai Lama se retiraron para hablar a solas. Al final de la visita le obsequiamos con una copia de La regla de San Benito y él entregó al padre John la tradicional bufanda blanca tibetana en señal de respeto.5 Luego el Dalai Lama se marchó y el padre John volvió a su trabajo en la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana y no volvieron a verse hasta aquella noche de otoño de 1980.

Las cosas cambiaron mucho entre este encuentro y nuestra invitación a que Su Santidad dirigiera el John Main Seminar de 1993 ya que, en 1982, el padre John murió a la edad de cincuenta y seis años. En aquella época, la enseñanza de la meditación cristiana impartida por la Comunidad Mundial empezaba a difundirse por toda la Iglesia y contribuyó a profundizar la vida espiritual de muchos cristianos. Se establecieron veinticinco centros y se crearon cerca de mil pequeños grupos de meditación semanal alentando la práctica individual en más de cien países. El Centro Internacional de la Comunidad Mundial para la Meditación Cristiana, que se había establecido en New Harmony (Indiana) durante el seminario de 1991, dirigido por el monje benedictino y pionero en el diálogo interconfesional Bede Griffiths, acabó trasladándose a Londres. Los seminarios anteriores habían sido dirigidos por la especialista en sánscrito Isabelle Glover, el filósofo Charles Taylor, el crítico literario Robert Kiely, la psicóloga y hermana de san José Eileen O’Hea, el erudito John Todd, el fundador de L’Arche, Vanier de Dril y el erudito y teólogo jesuita William Johnston.6

Para mi sorpresa y deleite, no tardé en recibir una pronta respuesta personal del Dalai Lama, en la que recordaba su encuentro con John Main trece años antes, se mostraba complacido por la expansión de la comunidad y decía sentirse feliz y honrado de poder dirigir el seminario. Así pues, el breve encuentro entre ambos monjes que había tenido lugar muchos años atrás acabó proporcionándonos una oportunidad realmente excepcional. ¿Seríamos capaces de aprovecharla?

Varias fueron las razones que nos llevaron a invitar a un monje no cristiano como Su Santidad a dirigir el seminario. Su encuentro con Dom John Main, aunque breve, había tenido un gran impacto y había puesto de manifiesto la importancia de la meditación para profundizar el diálogo entre las distintas tradiciones religiosas. Es como si el hecho de compartir el silencio profundo nos permitiera establecer contacto con una dimensión a la que las palabras pueden referirse, pero jamás expresar. Por otra parte, Su Santidad ha acabado convirtiéndose en uno de los maestros espirituales más estimados y accesibles del mundo actual. La agonía del pueblo tibetano que siempre le acompaña, le ha convertido en una persona que expresa gozosamente el valor de una espiritualidad global en la que desempeñan un papel muy importante los valores religiosos universales de la paz, la justicia, la tolerancia y la no violencia. Todo esto quedó bien patente en el momento en que, en la primera sesión del seminario, Su Santidad leyó en voz alta las bienaventuranzas y todos los presentes nos dimos cuenta de que, más allá de las palabras, el Dalai Lama estaba transmitiéndonos sus propias comprensiones personales.

Un seminario de tres días de duración en el que el Dalai Lama se reuniría con meditadores cristianos y de otras tradiciones era una ocasión única que no debíamos desaprovechar. Cuando informé a Su Santidad de que nuestro seminario no se limitaría al intercambio verbal, sino que cada día dispondríamos de tres períodos dedicados a la meditación, aceptó al punto la propuesta. La dificultad, no obstante, fue la de determinar el tema en torno al cual giraría nuestro debate.

Cuando consideramos la posibilidad de centrarnos en el tipo de cuestiones habituales en los diálogos entre cristianos y budistas, llegamos a la conclusión de que de ese modo desaprovecharíamos una oportunidad preciosa. Entonces fue cuando decidimos ofrendar a Su Santidad lo que es más precioso, sagrado y profundo para nosotros, en tanto que cristianos, y le solicitamos que nos comentase los Evangelios, una propuesta que aceptó sin la menor vacilación, señalando únicamente –en un claro ejemplo de confianza y humildad– que era un tema con el que estaba muy poco familiarizado.

Dos o tres años atrás, el Dalai Lama había sorprendido al público londinense por la claridad de su presentación de la filosofía budista, un logro del que cualquier académico estaría orgulloso. Ahora estaba dispuesto a presentarse ante una audiencia compuesta por cristianos contemplativos para hablar de algo de lo que, según dijo sonriendo, sabía muy poco. Una vez que aceptó nuestra propuesta, todos aguardábamos expectantes el momento de comenzar el seminario que, para ambas partes, representó una auténtica aventura. Todos sabíamos que el tiempo dedicado a la meditación y la presencia en conjunto merecería la pena, porque cualquiera que conozca al Dalai Lama sabe que su presencia infunde paz, profundidad y alegría pero, a pesar de ello, ignorábamos cuál podría ser el resultado de nuestro proyecto.

El John Main Seminar de 1994 sobre El corazón bondadoso fue un éxito que nadie hubiera podido prever, un verdadero acontecimiento histórico sobre el que ahora quisiera reflexionar en voz alta. Los comentarios de Su Santidad en torno al Evangelio constituyen el núcleo de este libro y estoy seguro de que las implicaciones de sus palabras prefiguran el diálogo que deberá entablarse el próximo milenio entre las distintas tradiciones religiosas. Este libro subraya la importancia de ese diálogo para el futuro del mundo, al tiempo que proporciona un modelo de diálogo que puede resultar muy interesante para afrontar el reto de establecer la paz mundial y la cooperación universal en las próximas décadas.

La presencia

Bien podríamos decir que el origen del John Main Seminar fue el resultado de la cualidad especial de la presencia que caracterizó el encuentro entre el Dalai Lama y Dom John Main, una presencia que, en opinión del Dalai Lama, también experimentó en sus diálogos con Thomas Merton.7 Así pues, fue la química de la presencia la que posibilitó el interesante diálogo del John Main Seminar de 1994 (hasta el punto de que, en palabras del mismo Dalai Lama, no había aprendido tanto sobre el cristianismo desde sus conversaciones con Thomas Merton acaecidas treinta años atrás).

La presencia es una de las lecciones más importantes que puede enseñarnos El corazón bondadoso tanto a los budistas como a los cristianos y a los seguidores de cualquier otra confesión que estén interesados en el mejor modo de responder al reto contemporáneo que supone el diálogo. Tal vez nos parezca una afirmación vaga y difusa, pero el rasgo fundamental de la presencia es de tipo no verbal y no conceptual. Tengamos en cuenta que lo primero que experimentamos en cualquier diálogo, por más difícil que resulte de describir, es el modo en que nos perciben los demás. Es la presencia, en suma, la que determina el éxito de un diálogo hasta el punto de que, en su ausencia, todo diálogo aboca a la incomprensión y el fracaso.

En sus palabras de apertura, el Dalai Lama subrayó la importancia de las distintas modalidades de diálogo que suelen entablarse entre las distintas religiones. Y es que, desde su punto de vista, por más eficaz –por usar un término netamente budista– que sea el diálogo erudito e intelectual, palidece ante el hecho de compartir las diferentes prácticas en el entorno propiciado por las distintas confesiones.

Ésta es una idea común tanto a los pensadores cristianos como a los budistas. Los primeros padres de la tradición monástica cristiana concedían mucha más importancia a praktike (el conocimiento que brota de la experiencia) que al conocimiento conceptual. Por su parte, el cardenal Newman8 advirtió del peligro que supone limitarse a vivir la fe como un mero “asentimiento conceptual” despojado de toda corroboración experiencial. La insistencia de John Main en la necesidad de que los cristianos recuperen la dimensión contemplativa de la fe se derivaba de su idea de la necesidad de «verificar experiencialmente las verdades de nuestra propia fe». En este sentido, El corazón bondadoso no se centra exclusivamente en la profundización de la propia tradición religiosa, sino que trata de aplicarlo también al diálogo interconfesional… y ahí, precisamente, radica su novedad.

Para muchos practicantes, esto supone un reto muy inquietante, porque sugiere la existencia de un nivel subyacente y universal de verdades comunes a las que puede accederse a través de las distintas tradiciones religiosas. Cuando personas de diferentes confesiones entablan un diálogo experiencial y suspenden deliberadamente la exclusividad de su propia perspectiva, pueden llegar a experimentar la verdad. ¿No significa ello acaso que las distintas fes no son más (¡ni menos!) que puertas diferentes de acceso a la misma verdad? Éste es un tema al que el Dalai Lama responde, como veremos en breve, de un modo muy sutil y muy directo.

Baste, por el momento, con resaltar la importancia de la presencia –una presencia humana, sencilla, afectuosa, amable y confiada– para esta forma pionera de entender el diálogo. Eso fue, precisamente, lo que experimentaron las cuatrocientas personas que se hallaban reunidas en la sala durante la ceremonia de apertura del seminario en el momento en que Su Santidad hizo acto de presencia. No deberíamos, por tanto, subestimar la importancia de la presencia en el moderno diálogo interreligioso e intercultural y en modo alguno deberíamos desdeñarlo como un elemento secundario que se halle subordinado al dominio de las ideas. Si, como cree el Dalai Lama, la prueba de la autenticidad de una religión consiste en el desarrollo de las cualidades innatas de la compasión y la tolerancia que tanto contribuyen a la consolidación de un corazón bondadoso, bien podríamos aplicar el mismo criterio al ámbito del diálogo, que ha acabado convirtiéndose en una de las actividades principales de todas las religiones.

En el pasado, la actividad religiosa solía circunscribirse a los dominios de la celebración o exploración de las propias creencias y rituales. Hoy en día, sin embargo, la apertura respetuosa a otras creencias y rituales ha expandido el ámbito de la actividad religiosa, sin que ello suponga, no obstante, la necesidad de adoptarlas como propias. Y el fruto de esta nueva actitud hacia sensibilidades religiosas desconocidas y hasta desdeñadas como blasfemas por las generaciones anteriores, es el mismo que el del resto de las religiones, la compasión y la tolerancia. Así pues, el diálogo nos sólo debería hacernos sentir mejor con los demás, sino tornarnos también más conscientes de nosotros mismos y más sinceros con nuestra propia bondad esencial. Y es que, en muchos sentidos, el diálogo nos convierte en mejores personas.

No quisiera concluir este punto hablando en abstracto. El diálogo no sólo exige una cierta claridad mental y un conocimiento de la propia actitud y de la actitud de los demás, sino que también conlleva un compromiso personal. La objetividad, el desapego y la organización intelectual necesarias para el diálogo no son fines en sí mismos y cualquier relación entre grupos diferentes debería ir más allá de los motivos ligados al beneficio y la eficacia. De este modo, la apertura intelectual que requiere el diálogo contribuye a eliminar y contener la tendencia natural al egoísmo y nos ayuda a descubrir los niveles más profundos de la conciencia en los que el diálogo abre las puertas a la verdad a través de una experiencia que va completamente más allá de la mente conceptualizadora.

La amistad

La cualidad de la presencia del Dalai Lama contribuyó muy positivamente al éxito del seminario. Su confianza y su soltura, a pesar del riesgo que asumía, alentó la participación y puso de relieve que lo único que podemos perder son nuestros miedos, al tiempo que sentó las bases de una amistad que acabó convirtiéndose en el mejor fundamento de un diálogo realmente provechoso. En cualquiera de los casos, el diálogo contribuye a eliminar el miedo y promueve la amistad, hasta con personas que antes considerábamos amenazadoras. Así pues, la amistad o, cuanto menos, la predisposición a la amistad, constituye un requisito imprescindible de todo diálogo provechoso. La amistad promueve la confianza y la vulnerabilidad, nos invita a asumir el riesgo de compartir algo que para nosotros es precioso y también, tal vez, a sentirnos decepcionados cuando ese precioso regalo no es adecuadamente valorado o se ve incluso desdeñado. En este sentido debo decir que, en la medida en que fueron pasando los días, la amistad entre los distintos participantes fue profundizándose hasta el punto de irradiar –según comentaron algunos de ellos– tanto del Dalai Lama como de sus interlocutores cristianos, que sentían que el diálogo les resultaba muy grato y que el riesgo que habían asumido bien merecía la pena.

La amistad ocupa un lugar fundamental en el pensamiento y en la tradición cristiana. El ideal cristiano de la amistad se asienta en la tradición occidental clásica que no la entendía, como hacemos hoy, como una forma diluida de intimidad. Cicerón o san Agustín no comprenderían a los periodistas modernos que, refiriéndose a una pareja, dicen que “no son más que amigos”, como si las relaciones realmente interesantes sólo fueran las que van “más allá” de la amistad. Para ellos y para muchas de las generaciones que les precedieron y sucedieron, la amistad era el objetivo de todas las experiencias formativas de las relaciones humanas. Desde esa perspectiva, la educación, entendida en un sentido amplio, constituye un entrenamiento para el logro de una amistad que nos permite compartir con los demás nuestras dimensiones más profundas y verdaderas.

San Elredo de Rievaulx, un monje de Yorkshire del siglo XIII, escribió La amistad espiritual, un tratado en el que reformula, desde una perspectiva cristiana, el ideal clásico de la amistad expuesto en el gran libro de Cicerón La amistad. En ese libro, Elredo habla de la preparación disciplinada y de la prueba mutua que precede a la maduración plena de la amistad, cuando la inefable dulzura de la sinceridad, la confianza y la intimidad entre los amigos trasciende su relación y llega a irradiar incluso al mundo que les rodea. Es importante señalar que, según Elredo, tal amistad sólo puede derivarse de la bondad. Dicho de otro modo, la amistad no puede basarse en el odio ni en el deseo de explotar a los demás, porque esas cualidades negativas traicionan la naturaleza humana y los cómplices de un crimen jamás podrán ser buenos amigos. La amistad es la perfección de la naturaleza humana ya que, en opinión de san Elredo: «El verdadero amigo no ve más que el corazón de su amigo».9 Luego pasa a describir sin pudor varios ejemplos de amistad procedentes de su vida personal y subraya la alegría que experimentaba cuando, paseando por su claustro, se daba cuenta de que no había allí nadie a quien no amase y nadie por quien no se sintiera amado. Para Elredo, la perfección de amistad humana constituye una epifanía de la presencia real de Cristo, a quien considera como tercero entre nosotros. Desde la perspectiva cristiana, pues, toda amistad verdadera «empieza en Cristo, continúa en Cristo y se perfecciona en Cristo»,10 una visión muy hermosa y profunda de la humanidad del Jesús ascendido a los cielos.

Según esta visión de la naturaleza humana, Cristo no es un obstáculo ni una barrera intelectual que nos separe. No es ninguna cosa que debamos analizar ni nada de lo que tengamos que hablar, sino la presencia en que podemos hacernos presentes a los demás. Podremos nombrarle o no pero, hagamos lo que hagamos, su realidad no mengua ni crece un ápice por ello. Desde la perspectiva teológica, la noción de la amistad también es esencial para el cristianismo. Cuando, durante la Última Cena, Jesús se dirigió a sus discípulos, lo hizo tratándolos como sus amigos: «Ya no os llamo siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su señor, sino que os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer»11 El Espíritu Santo, que se vierte en el reino de la conciencia humana desde el cuerpo glorioso de Jesús, también se describe en las imágenes de la amistad. Él es nuestro defensor, alguien que está de nuestro lado para recordarnos aquello de lo que nos hemos olvidado y reparar así los estragos causados por nuestra distracción. La moderna teología feminista ha reconocido la importancia del símbolo de la amistad en la fe cristiana y la ha rescatado para convertirla en una metáfora fundacional de la relación humana con lo divino.

Esta visión ideal de la amistad nos ayuda a reconciliar lo absoluto con lo personal. Podemos disentir sobre el diseño de una alfombra y, sin embargo, seguir siendo amigos, y un budista y un cristiano pueden ser amigos sin que nadie tenga que convertir al otro. En este sentido, la amistad puede respetar y aun disfrutar de las diferencias. En cambio, en las relaciones despojadas de amistad, las diferencias pueden acabar convirtiéndose en fuente de divisiones étnicas, religiosas o ideológicas, en cuyo caso demonizamos al otro amenazador, proyectamos sobre él nuestra sombra y entramos en conflicto. La amistad es la expresión suprema de la compasión y de la tolerancia que afirma la primacía de la verdad sobre todas las tendencias subjetivas. Pero la amistad también nos recuerda que la objetividad de la verdad no debe rechazar lo subjetivo, sino integrar los detalles con lo universal en una coincidentia oppositorum (es decir, en una reconciliación de los opuestos). No olvidemos que, según Nicolás de Cusa, cardenal, estadista, matemático y místico del siglo XV, Dios se encuentra «más allá de la conciliación de los opuestos».

Existe una prueba muy sencilla para determinar si la búsqueda de la verdad ha perdido el contacto con la piedra de toque de la amistad. ¿Qué es lo que entendemos cuando escuchamos en las noticias que han disparado a un católico en Belfast, que un soldado israelí ha muerto en un atentado terrorista, que varias niñas chinas han desaparecido de un orfanato o que muchos tibetanos han sido asesinados? ¿Nos damos cuenta de que se está hablando de personas concretas o sólo oímos hablar de grupos étnicos o religiosos? ¿Consideramos al soldado judío o al manifestante palestino asesinados como un judío o como un árabe, o acaso les vemos como seres humanos que casualmente también son judíos o árabes? ¿Cómo nos impactan, en fin, todos esos casos, como tragedias individuales o como estadísticas que están siendo empleadas como armas políticas?

En los comentarios realizados por el Dalai Lama durante todo el John Main Seminar, Su Santidad no se refirió a la ocupación china del Tibet, como tampoco suele hacerlo en sus enseñanzas espirituales. Por muy profundamente clavada que lleve consigo la espina que está crucificando al pueblo tibetano, no permite que su dolor personal interfiera en el resto de sus actividades. A pesar de ello, sin embargo, todos los participantes del seminario expresaron su apoyo incondicional a la causa de la emancipación del pueblo tibetano que tan bien encabeza y lo hicieron del modo más libre posible, porque ese apoyo brotaba de la amistad personal. En mi opinión, el hecho de que el Dalai Lama no se sirva de la amistad para aprovecharse políticamente es una de las cualidades que le convierten en un político y en un líder espiritual tan ejemplar. Es ese especial talento para la amistad el que le ha convertido en una persona tan querida y respetada en todo el mundo y tal vez incluso sea la clave de su gran capacidad para el diálogo y de su respeto por las diferencias sin dejar, por ello, de buscar la unidad. Desde esta perspectiva, el calor de la amistad no disminuye un ápice la intensidad de la búsqueda de la verdad, algo que no se limita a ser una idea bien expresada que, despojada del calor de la amistad, acabaría convirtiéndose en una pálida sombra de la realidad.