El corazón de una jirafa es increíblemente grande - Sofia Chanfreau - E-Book

El corazón de una jirafa es increíblemente grande E-Book

Sofia Chanfreau

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Beschreibung

Vega tiene diez años y vive con su padre en la Isla Jirafa. La vida transcurre como de costumbre, lo cual en el caso de Vega significa cualquier cosa menos normal. Ella ve cosas que nadie percibe y tiene animales imaginarios que le hacen compañía. El cuarto de baño es el hogar de un oso gris cuyo pelaje está enjabonado y de camino a la escuela siempre se encuentra con Atle, el castor del asfalto, y la cebra del paso de peatones, Zacharias. Pero Vega no conoce a su madre y cada vez que les pregunta a su padre y a su abuelo Hektor sobre ella, le responden de forma misteriosa. Cuando el padre de Vega comienza una relación con una novia para nada simpática y Vega conoce inesperadamente a una amiga por correspondencia, ella decide emprender una aventura para saber más acerca de su madre. Influida por una atmósfera cercana al realismo mágico, El corazón de una jirafa es increíblemente grande es una aventura, tierna, divertidísima y bellamente ilustrada sobre el deseo de formar parte de una familia, encontrar tu lugar en el mundo y ser amado por lo que eres. «Estas dos hermanas han creado una historia que estimula la imaginación, donde la fantasía brota de las páginas del libro, y rememora a autores como Shaun Tan y Tormod Haugen». Revista BTJ «Este libro inspira a los lectores a examinar la vida con asombro y el corazón abierto. No me sorprendería que se convirtiera en un clásico». Periódico Österbottens Tidning «El corazón de una jirafa es increíblemente grande habla maravillosamente del derecho de una niña a ser ella misma, con todos sus rasgos distintivos y peculiaridades únicas». Blog de literatura Lastenkirjahylly

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Seitenzahl: 229

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Para Moffa

El fundador de la primera parafernalia.

Por todas las historias, invenciones y cacerías de dragones, y los abrazos enormes que nos abarcaban a todos.

1

LA JIRAFA NO TIENE CUERDAS VOCALES

¿SABÍAS QUE LAS JIRAFAS no tienen cuerdas vocales? Sus cuellos son muy largos y delgados en relación con el cuerpo, porque no hay cuerdas vocales que necesiten espacio para vibrar de un lado a otro. Si las jirafas tuvieran cuerdas vocales, tendrían los vozarrones más graves y profundos del mundo. Con excepción de los dinosaurios de cuello largo, por supuesto. Sus voces habrían sido tan graves que el suelo habría temblado cuando se hablaran el uno al otro… en caso de que hayan tenido cuerdas vocales. Pero eso no importa, porque los dinosaurios ya no existen y parece irreal que alguna vez hayan caminado por aquí, pisando el mismo suelo donde ahora hemos construido calles y casas y parques de atracciones.

Las jirafas, por otro lado, con su piel de lunares, sus grandes corazones palpitantes y sus cuellos larguiruchos —sin cuerdas vocales— son tan reales como cualquier cosa que puedas ver y tocar a tu alrededor.

Muy lejos, mar adentro —bien podría ser el mar en el que estás pensando—, hay una isla —bien podría ser la isla en la que estás pensando. La isla tiene la forma de una jirafa, por lo menos, si la ves desde muy arriba o en un mapa, y si usas un poco de imaginación. Tiene tres patas y una colita, un cuerpo grande y un cuello largo que termina en una cabeza. En el centro del cuerpo, hay un gran lago que se llama Corazón de la Jirafa. El agua del lago es dulce como una gaseosa, y la superficie casi siempre yace quieta como un espejo, aunque una tormenta esté levantando las olas en las aguas saladas que rodean la Isla Jirafa. Desde el cuerpo de la jirafa, el alargado Istmo del Cuello lleva a la cabeza de la jirafa y allí, en el centro de la cabeza, está la ciudad más grande de la isla —y la única—, que muy acertadamente se llama La Capital. Puede parecer extraño nombrar La Capital a una ciudad a menos que sea la capital del país, pero el nombre tan sólo resultó demasiado apropiado como para no llamarla así. La verdadera capital, la que está en Tierra Firme y es mucho más grande que la ciudad de la Isla Jirafa, tuvo que cambiar de nombre, después de varios malentendidos, y ahora se llama Ciudad Real.

En el cuerpo de la jirafa, Tierra del Cuerpo, no vive nadie. Pero hay alces y arándanos, y la gente de la ciudad a veces viene a dispararles o a recogerlos, aunque son sobre todo los cazadores, los turistas y los idiotas quienes se dedican a eso. Nadie sabe cómo llegaron los alces a la Isla Jirafa. Hay teorías de que nadaron desde Tierra Firme o que cruzaron el mar congelado caminando. Uno se pregunta si los alces en verdad son tan curiosos como para meterse al agua y nadar tan sólo para averiguar qué hay más allá del horizonte.

Porque si estás en Tierra Firme mirando al mar, no ves la Isla Jirafa, sin importar si eres alce, humano o jirafa. Y desde la Isla Jirafa tampoco puedes ver algo más que el mar en todas las direcciones, por muy buenos que sean tus binoculares.

Si observaras la Isla Jirafa desde arriba, como si estuvieras sentado en un avión —o quizás en el lomo de un albatros—, todas las casas de La Capital se verían como pequeños caramelos coloridos, esparcidos entre los bosques y los rojos peñascos. Luego, si bajaras un poco en tu avión —o en tu albatros—, podrías ver a los humanos, del tamaño de hormigas, saliendo y entrando en sus casitas de caramelo, desplazándose en sus pequeños autos de hormiga y quejándose de sus diferentes problemitas de hormiga. Claro, todo se vería así si lo observaras desde una gran distancia. En realidad, las casas no eran pequeños caramelos, sino verdaderas casas, ni las hormigas eran hormigas, sino verdaderos humanos de tamaño normal, con verdaderos problemas humanos de tamaño normal de qué quejarse.

En uno de los edificios más altos de La Capital, vivía una niña. Ella vivía en la planta más alta: el tercer piso. En La Capital, no está permitido construir casas de más de tres pisos, porque entonces podrían tapar la vista de las otras casas más pequeñas, que nunca crecerán. La niña se llamaba Vega y solía sentarse en una de las ventanas del tercer piso y soñar con lo que había al otro lado del agua. Su papá le había regalado unos binoculares para su cumpleaños y a ella no le importaba que a través de los binoculares no se viera más que el mar, porque para Vega un mar podía verse de todas las maneras posibles. A veces, a Vega la saludaban los peces y los delfines; otras veces, las sirenas y los caballitos de mar que resoplaban en el agua. Cuando el cielo estaba despejado y el mar cabrilleaba, todo se veía tan hermoso como si todas las perlas y joyas de una señora rica se hubieran derramado sobre la superficie marina.

Dentro de poco, Vega cumpliría diez años. Durante su corta vida —nueve años y siete meses—, Vega había hecho muchas cosas emocionantes que los otros niños de nueve años ni siquiera podrían imaginar. Todo aquello que para los demás era algo cotidiano para Vega eran cosas raras, chispeantes. Las tareas de matemáticas bailaban, el salón de clase se transformaba en un castillo, a la comida le crecían patas con las que corría maratones mientras Vega miraba el plato sin ganas de comer. Además, estaban las cebras, los leones, los caballitos de mar, los hipopótamos y todos los otros animales. Era casi imposible ponerles un nombre a varios de ellos, pero de cualquier forma aparecían a tiempo y a destiempo. La mayoría de las veces era algo divertido. Lo único que no resultaba tan divertido era el hecho de que nadie más pareciera ver las mismas cosas. Sobre todo, el papá de Vega. Él siempre estaba preocupado por ella. Se notaba en su voz cuando le preguntaba a Vega cómo había sido su día, cuando le preguntaba por qué había llegado tarde a casa después de la escuela, o por qué reía tanto al lavarse los dientes. Obviamente, Vega se reía del oso gris que se estaba bañando a su lado con la piel cubierta de champú espumoso, apretujado en una tina que sin duda le quedaba demasiado pequeña. ¿Quién no se reiría ante semejante espectáculo? Pero papá no podía ver al oso gris, ni a ningún otro animal tampoco, a pesar de que abundaban en el departamento y Vega jugaba con ellos todo el tiempo. Las cejas de papá siempre estaban inclinadas como un tejado a dos aguas y sobre su cabeza circulaban oscuros nubarrones. A veces, comenzaba a llover, pero por lo general las nubes tan sólo flotaban por encima de él, pesadas y grises.

Vega sabía que las nubes pesadas y las cejas de tejado a dos aguas de papá tenían que ver con ella, pero no sabía qué hacer para hacerlas desaparecer. Las cosas empeoraron cuando Vega le contó a papá de los animales, como si papá les tuviera miedo. Por mucho que Vega intentara explicarle que los animales no querían hacerle daño y que ella los quería a todos, papá parecía no comprender. Por ejemplo, es bastante difícil explicarle a alguien que jamás haya visto un mamut, que el pequeño mamut peludo que vivía en el armario en realidad era muy amigable. Dejaba que Vega colgara su ropa en los colmillos y, cuando Vega despertaba por la noche por culpa de una pesadilla, la dejaba acurrucarse junto a él en el armario. Por la mañana, cuando papá la encontraba dormida en el armario, las cejas de tejado a dos aguas se inclinaban más y llovía a cántaros. Vega intentaba consolarlo y hacer que acariciara la piel suave del mamut, pero papá se negaba. No le parecía que el mamut fuera amigable ni suave; le parecía que no existía.

Vega tenía un cuaderno donde dibujaba todo lo que veía. El cuaderno estaba lleno de animales de colores alegres y otros seres divertidos que vivían en el departamento o en la escuela o en la ciudad. Algunos tenían nombre, por ejemplo, Attle, el castor asfáltico, o Celestino, la cebra de paso. Era más difícil darles un nombre a otros; mucho más fácil dibujarlos. Vega guardaba su cuaderno y un estuche lleno de lápices de colores en su mochila, que todos los días llevaba a la escuela. Le gustaba tener el cuaderno a mano por si conocía a un nuevo animal al que quisiera retratar. Además, ella no quería dejar el cuaderno en casa y correr el riesgo de que papá lo encontrara. Quizás a él no le gustaría ver a todas las criaturas extrañas con las que Vega se topaba durante el día. Ella no quería que los nubarrones de papá llovieran más de lo que ya lo hacían.

Cuando Vega era pequeña, la habían mandado con una anciana para hablar. La señora se llamaba doctora Wrynck. Le hacía preguntas raras a las que Vega respondía de la manera más sincera posible: ¿Te sientes sola? ¿Tienes amigos? Es normal tener amigos imaginarios cuando eres una niña pequeña, no es nada fuera de lo normal. Pero ya no eres tan pequeña. ¿Sientes que eres alguien fuera de lo normal? Vega no sabía muy bien qué significaba ser alguien fuera de lo normal, pero para nada se sentía sola: tenía una muchedumbre de animales acompañándola. Todo el tiempo, la doctora Wrynck anotaba en su libreta y hacía señas con la cabeza, con los arrugados labios fruncidos y tensos como un elástico. También había hecho preguntas sobre la mamá de Vega: ¿Tienes algún recuerdo de tu mamá? ¿Piensas con frecuencia en tu mamá? ¿Crees que ella piensa en ti? ¿Crees que tu mamá está muerta? ¿Extrañas una figura materna? Esto último a Vega le pareció algo que se podría crear de plastilina y, al llegar a casa, lo hizo.

La verdad es que Vega no sabía dónde estaba su mamá y no tenía ningún recuerdo de ella. Hasta donde ella sabía, sólo había vivido con papá. A veces le preguntaba a papá cómo era su mamá, por qué no vivía con ellos y dónde se encontraba, pero las respuestas de papá eran secas y de pocas palabras, y nunca parecían decir la verdad. Además, siempre que se tocaba el tema de la mamá de Vega, los nubarrones sobre la cabeza de papá empezaban a tronar y soltar gotas de lluvia. Por eso, Vega ya no le preguntaba con tanta frecuencia.

Todas las mañanas, papá conducía hasta el trabajo, al otro lado de la ciudad. Se quedaba allí todo el día mirando números y textos, ordenando papeles en montones de diferentes tamaños, contestando el teléfono, usando palabras aburridísimas que no tenían sentido ni le interesaban a nadie. Vega sabía esto porque una vez estuvo todo un día en el trabajo de papá. Fue decisión de la escuela: “Saborear el pan de todos los días de tus padres”, así habían nombrado ese día, en que todos los niños de la escuela visitaron durante toda una jornada el trabajo de uno de sus padres para después hacer una presentación ante el resto del salón. Vega no tuvo que elegir, pues sólo tenía a su padre. Pero habría apostado que su mamá —en caso de que ella existiera, claro— tendría un trabajo más divertido que el de papá. Vega estuvo todo el día en la oficina de papá jugando a tres en raya con dos hienas. Las hienas reían todo el tiempo. Si papá las hubiera podido ver, también habría reído y habría lanzado su corbata y todos los papeles al aire en lugar de pedirle a Vega que estuviera en silencio.

Después del trabajo, papá siempre llegaba a casa a tiempo para prepararle la cena a Vega. Para Vega, la cena era el mejor momento del día. Ese rato era sólo para papá y para ella. Los dos habían trazado un círculo en el piso alrededor de la mesa del comedor y papá había explicado que de esta manera sería más fácil poner límites a lo que no era bienvenido. Dentro del círculo, no estaban permitidas las cosas raras; ningún animal ni ninguna otra cosa los podía acompañar. Funcionaba bien: todos los animales se quedaban esperando en el recibidor y dejaban que papá y Vega comieran en paz. Al servir la comida, papá siempre le preguntaba a Vega cómo había sido su día y Vega sabía exactamente qué responder:

—Señorita, ¿cómo estuvo tu día?

—Como cualquier otro día. Todo normal.

—¿No pasó nada raro?

—No, para nada. Sólo cosas no raras.

—¿Y cómo te fue en el examen de matemáticas?

—Súper. Dejé que el pulpo lo hiciera; escribe muy rápido con todos sus brazos.

Las cejas de tejados a dos aguas de papá se inclinaron.

—Lo que quiero decir es que el pulpo estuvo sentado a mi lado. Claro que fui yo quien escribió. Acerté a todo, creo.

Los tejados se nivelaron un poco.

—Muy bien. En fin.

Los tenedores rasparon los platos. Papá le sonrió a Vega y las nubes alrededor de su cabeza se aligeraron.

Desde que Vega tenía uso de razón, era así: los lunes, espagueti; los martes, sopa de betabel; los miércoles, pescado; los jueves, gratinado de coliflor; los viernes, guisado de curry. La siguiente semana, lo mismo. Una canción para dormir y la lámpara se apagaba a la misma hora todas las noches. Papá era como un reloj. Vega sabía exactamente qué esperar de él, y eso era mucho más de los que se podía decir del resto de su vida.

Pero unas semanas atrás, algo había cambiado. El verano se convirtió en otoño y ya habían empezado las clases. Te esperas este tipo de cambios, pero algo había pasado con el comportamiento de papá, así, de la nada, como si el viento hubiera cambiado de dirección y, de pronto, todo hubiera terminado patas arriba —en la Isla Jirafa, el viento cambiaba todo el tiempo y el gratinado de coliflor de papá jamás había caído patas arriba. Hasta ahora.

Varias noches seguidas, papá llegó tarde del trabajo. Todo empezó con que se le hizo tarde para la cena. La sopa de betabel estaba fría y el espagueti, casi crudo. Papá parecía no darse cuenta. Las nubes arriba de su cabeza —blancas y azules y grises— se movían según patrones desconocidos. Papá comía rápido mientras murmuraba, miraba el plato, miraba por la ventana. Estaba prestando atención a algo fuera del círculo, pero no a Vega. Ni siquiera le preguntó a Vega cómo había sido su día, como acostumbraba. De todos modos, Vega le respondió:

—Hoy fue un día normal, papá.

—Mmm.

—Una cebra me ayudó con el dictado y nos fue muy bien.

—Mmm. Qué bueno.

Las nubes no se alteraron.

—De hecho, la cebra fue quien escribió todo el dictado —continuó Vega—. Es muy buena para la ortografía, sólo que cambió todas las S por C. Las palabras se veían más divertidas con la C, así que no pasaba nada. La cerpiente cilba ciempre.

—Mmm. Bien.

—Durante el recreo, salté a la cuerda con dos monos de hule. Me divertí mucho hasta que uno de los monos tropezó con la cuerda y le sangró la rodilla. Tuve que quedarme en el patio para ayudarle a ponerse una bandita adhesiva, y me perdí la clase de geografía.

—Hum. Qué simpático.

Los animales en el recibidor se asomaron con grandes signos de interrogación metidos entre el pelaje: ¿qué estaba pasando? Cuando incluso el hipopótamo de rayas verdes y amarillas opina que algo es extraño, entonces puedes estar seguro de que algo anda mal.

Al poco tiempo, papá empezó a llegar a casa aún más tarde, mucho después de la hora de la cena. Se ingeniaba una excusa, en un santiamén sacaba comida congelada del congelador y la descongelaba en el horno. La comida sabía a una mezcla de nada con aserrín. La canción para dormir se volvió apenas un murmullo o no se cantaba. A Vega no le importaba tanto el sabor de la comida ni el hecho de que la cena se retrasara (además, un avestruz gruñón ya le había servido sándwiches) y la canción para dormir la podía cantar ella sola; era el comportamiento de papá lo que le preocupaba a Vega. De alguna manera, él estaba muy lejos, lo cual es una forma rara de describir a alguien que está sentado frente a ti en la mesa del comedor, pero era la mejor descripción que se le ocurría a Vega. Cada día, papá se alejaba más y más. Y ni Vega ni los animales en casa comprendían por qué.

2

EL PULPO TIENE TRES CORAZONES

SI VAS POR EL SENDERO que pasa a un lado de la planta de tratamiento de aguas residuales hasta el Monte de los Pilotos de Puerto, pasando por la Cabaña del Piloto de Puerto, donde creció la famosa banjista Ylva Cuerda, y sigues a lo largo del acantilado con el bosque a un lado y la caída libre al mar al otro, por fin, llegarás a una valla amarilla. Para llegar aquí, también podrías seguir en auto el camino de grava que está al otro lado del monte —es más rápido y fácil—, pero para llegar a casa de Héctor, Vega prefería ir por el sendero que pasaba por la Cabaña del Piloto de Puerto. Los animales con los que se encontraba en el monte eran emocionantes y diferentes, y muchas veces estaban disfrazados de piedras o árboles. De pronto, las peñas se estremecían para dar a luz a una manada de leones de piedra cubiertos de musgo, y debajo de las ramitas de abeto lentamente salían unos erizos verdes del tamaño de perros San Bernardo.

Héctor era el abuelo materno de Vega. En su compañía siempre pasaban cosas fantásticas. Cuando se sentía más alegre o triste o más enojada de lo normal, Vega iba a casa del abuelo después de las clases. No importaba cómo se sintiera, porque en la compañía de Héctor ella podía ser exactamente cómo quería. No tenía que mentir ni fingir. Y Héctor siempre creía todo lo que ella decía. Él se reía tanto que las muelas de oro resplandeciente se hacían visibles, y descubría sus orejas grandes ocultas por su cabello rizado para escuchar mejor lo que Vega tenía que decir. Le preguntaba por los animales que había conocido en el transcurso del día, quería saber cómo estaban y le pedía que la próxima vez que los viera los invitara a tomar café en su casa.

Héctor nunca estaba preocupado por Vega. No había nubes arriba de su cabeza y sus cejas jamás se inclinaban como tejados a dos aguas. La nariz del abuelo era grande como el pico de un águila, sólo que la punta estaba ligeramente curvada, como un tobogán. Héctor era un anciano, pero casi no tenía arrugas, salvo por los abanicos que flanqueaban sus ojos cada vez que reía, algo que hacía casi todo el tiempo. Tenía una mata de cabello en la cabeza, como si llevara un casco de rizos dorados y, aunque la mata diera la impresión de ser muy suave, Vega sabía que su cabello era tan tupido que era imposible pasar la mano por ella.

Los brazos de Héctor estaban llenos de lunares, igual que los brazos de muchos otros ancianos. Sin embargo, en uno de sus brazos había una mancha especial. A primera vista, era igual a cualquier otro lunar, pero mirándolo más de cerca, y al revés, parecía una pequeña jirafa borrosa sin orejas. Este lunar era muy especial, porque en uno de sus brazos Vega tenía uno casi idéntico, un poco más pequeño que el de Héctor.

—Así se sabe que soy tu abuelo —decía Héctor—. Sólo la gente loca como nosotros tiene lunares tan bonitos.

Entrar por la puerta de la valla amarilla era como entrar en otro mundo: desde el monte con los pinos bajitos y torcidos y las matas de arándanos enmarañadas hasta el jardín más frondoso que puedas imaginar. El jardín de Héctor era increíble y, al mismo tiempo, sabiendo cómo era Héctor, muy creíble. Allí había pérgolas cubiertas de moras y setos de mango, frutos de lilas y flores de manzano, arbustos de mariposas y árboles de navidad, arboledas de plátanos y pinos de azalea, regaliz vivaz y hojas de rubí, arce de plancton y sauces de papaya. Todo daba fruto al mismo tiempo y todo el tiempo.

En el jardín de Héctor, también había animales, animales muy extraños: conejos sin orejas, ratones con rayas, caballos del tamaño de gatos y escarabajos grandes como cuyos. Por no hablar de todos los animales que eran completamente imposibles de describir, como los afablerópteros y las cucharanallas, los alículos y los trespiés. Además, los que no tenían nombre, pero que Vega dibujaba en su cuaderno.

Héctor regaba todo el jardín con limonada y colocaba recipientes con jugo para los animales.

En el centro del jardín, estaba la casa de Héctor. Por fuera, casi siempre parecía una caja plana, pero cuando llovía, el agua hacía que todas las superficies se expandieran, el tejado se estirara hasta tomar la forma de una cúpula y las esquinas pintadas de blanco crecieran como torres y pináculos que aspiraban llegar al cielo. Dentro de la casa, las paredes se extendían hacia arriba y los rincones se redondeaban, escaleras caracol brotaban de la nada y llevaban a nuevos pisos. En un instante, y con un sonido crujiente similar a cuando el hielo se rompe en primavera, todas las superficies se pintaban de oro y la casa se convertía en un palacio.

—Bueno, es el enfadoso clima húmedo —se quejaba Héctor mientras le servía a Vega tarta de manzana y té, en el porche de cristal recién nacido.

En cambio, cuando brillaba el sol, la casa tomaba una forma completamente diferente. Los muros se secaban y se encogían, se resquebrajaban y se abrían grandes grietas. En un instante, todos los muros estaban llenos de cavidades y, al final, quedaban sólo unas cuantas varillas dispersas. El techo caía y se hacía trizas, y la casa parecía tan sólo una pequeña choza.

—Bueno, es el enfadoso clima seco —se quejaba Héctor mientras Vega y él se sentaban en el jardín.

Héctor caminaba con una andadera con ruedas que empujaba delante de él. Al frente, había una silla y, en la parte superior, un estante. Héctor decía que el estante era muy práctico, porque así podía guardar algunas cositas que quería tener a mano, por ejemplo, un rollo de cinta adhesiva, un foco, banditas, pastillas para la garganta, calcetines de lana y un sombrero.

—La vida es demasiado corta para andar buscando tu sombrero todo el tiempo —decía Héctor—, por eso un estante ingenioso como éste es algo muy útil.

Héctor recibía muchas visitas. Varias veces al día, por el camino aburrido al otro lado del monte, subía un auto y de éste se bajaban un par de ágiles figuras, vestidas de batas blancas.

—¡Ah, ahí vienen mis agentes de nuevo! Es hora del informe de la tarde —decía Héctor mientras empujaba su andadera hasta la puerta principal para abrirles.

—Buenos días, señor —decían los agentes de bata blanca.

Vega pensaba que era muy astuto por parte de los agentes llevar batas blancas. Jamás te imaginarías que fueran agentes si no lo supieras.

—Ya estamos aquí otra vez. ¿Cómo se encuentra, Héctor?

—Muy bien —respondía Héctor—. Excelente, igual que la vez pasada. Y ustedes están trabajando duro por lo que veo. Espero que avancen en su investigación.

—Bueno —reía una de las figuras vestidas de blanco—. Se podría decir que sí. Héctor, ¿hoy se ha acordado de tomar su medicina?

—Ah, ¡mis pastillas para la visibilidad! Sí, me las tomé hace rato. Antes de hacerlo, tal vez no haya estado del todo invisible, pero sí un poco borroso. Pasen para que me den el informe. Vega, ¡espérame aquí! ¡Volveremos enseguida!

Héctor estaba muy ocupado. A pesar de ser un anciano, tenía varias investigaciones secretas en marcha, cuidaba su maravilloso jardín con todos los animales y, al mismo tiempo, sabía todo lo que se pueda saber del mundo entero. Se sabía todas las historias y las leyendas de la Isla Jirafa y cada vez que las narraba se volvían más emocionantes. A veces, el abuelo contaba del hombre sin rostro, que vivió en las afueras de La Capital y que cada día antes de salir a la calle se pintaba ojos, nariz y boca en la cabeza. Otras veces, contaba del caballero de la barba verde, que plantó todos los bosques de la Isla Jirafa usando los pelitos de su propia barba. Luego, contaba de Patatorpe, la criatura gigante que era casi imposible de divisar, pero que, según Héctor, vagaba por esos mismos bosques. Héctor había visto sus huellas como grandes estanques en el musgo. A veces, Héctor contaba del Corazón de la Jirafa, el lago más hermoso del mundo. El agua del lago era dulce como gaseosa, algo que pocas personas sabían. El Corazón de la Jirafa era tan poco profundo que el agua sólo llegaba a las rodillas al cruzarlo y, al mismo tiempo, tan profundo que nadie jamás había encontrado el fondo, decía Héctor. A veces, la historia contenía un monstruo marino y una ciudad submarina. Otras veces, no había nada vivo en el Corazón de la Jirafa, y simplemente era como una bañera gigante. Nadie lo sabía con certeza, aseguraba Héctor.

Los conocimientos de Héctor eran ilimitados. Vega podía preguntarle cualquier cosa. De vez en cuando, no estaba del todo claro lo que Héctor quería decir, pero siempre tenía una respuesta, y algo más:

—¿Héctor?

—Sí, pequeño fruto de mi imaginación.

—¿Por qué la Isla Jirafa se llama así?

—¡Porque se parece a una jirafa! Sobre todo, si la ves en un mapa.

—¿Por qué en el mapa la dibujaron en forma de una jirafa?

—Porque los que dibujan los mapas tienen métodos especiales para saber cómo se ven las extensiones de la tierra desde arriba. Ellos tienen una gran bandada de albatros sobrevolando toda la tierra y gracias a los diferentes aullidos de los albatros pueden determinar la forma de la tierra.

—Entonces, ¿los albatros gritaron que la isla se parece a una jirafa?

—Exactamente. Una vez presencié la elaboración de un mapa con una bandada de albatros. Es una tecnología muy avanzada. Naturalmente, funcionaría mucho mejor con águilas, pero aquí no hay.

—¿Cómo es Tierra Firme?

—Tierra Firme es como cualquier otra tierra firme. Me parece que tiene la forma de una anciana encorvada, si no mal recuerdo. Pero allá sólo tienen pájaros carboneros para elaborar el mapa, así que quién sabe cómo es.

—¿Alguna vez estuviste allá?

—Tal vez. Me parece que debo haber estado allá, sí.

—¿No recuerdas?

—Sí, claro que recuerdo.

—¿Recuerdas algo de mi mamá también?

—Pues, sí, muchas cosas. Mmm… a ver, ella se parecía a la de allá —Héctor señaló una foto amarillenta que colgaba en la pared encima de la chimenea. Era la foto de una niña que se parecía a Vega: cabello negro y rizado, ojos oscuros y preocupados que miraban directamente a la cámara. La niña llevaba puesto un abrigo verde que le quedaba grande; las mangas cubrían sus manos y la parte baja del abrigo se arrastraba por el suelo. En la cabeza llevaba un enorme sombrero de copa alta. Siempre que Vega preguntaba por su mamá, Héctor señalaba la misma fotografía.

—Héctor, por favor, mi mamá no puede verse así ahora. La de la foto es una niña.