El crimen de la calle de Fuencarral - Benito Pérez Galdós - E-Book

El crimen de la calle de Fuencarral E-Book

Benito Pérez Galdòs

0,0

Beschreibung

«Una pieza de literatura criminal, en el más amplio sentido, a cargo de uno de los grandes novelistas de nuestra lengua, poco posterior a la obra inaugural de Edgar Allan Poe, coetánea a la de Conan Doyle y anterior a la de Dashiell Hammett».  Lorenzo Silva El 2 de julio de 1888 por la mañana, en el 2º Izquierda del número 109 de la madrileña calle de Fuencarral, la policía, alarmada por los vecinos, encontró el cuerpo sin vida de Luciana Borcino ardiendo en una habitación cerrada. Justo en el cuarto de al lado, la sirvienta, Higinia Balaguer Ostalé, dormía bajo el efecto de un narcótico acompañada por el bulldog de la propietaria. Lo estereotipado de los sospechosos —la criada explotada y maltratada, y el hijo de la víctima, señorito casquivano y derrochador— provocó que el asesinato fuera el centro de todas las conversaciones y llenara páginas y más páginas en todos los diarios de la época. Cuando sucedió el crimen, Benito Pérez Galdós colaboraba como corresponsal para La Prensa de Buenos Aires, y en forma de cartas dirigidas a su director, publicaría el seguimiento del caso desde su inicio hasta mayo de 1889, en que se dictó sentencia. Son esos artículos, de radical vigencia y modernidad, lo que aquí se ofrece a los lectores: el primer true crime de la narrativa de género policiaco española.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 76

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Edición en formato digital: marzo de 2024

En cubierta: © rawpixel

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Del prólogo, Lorenzo Silva

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10183-12-4

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

PRÓLOGO. Lorenzo Silva

EL CRIMEN DE LA CALLE DE FUENCARRAL

PrólogoEl deber de corregir el amor a lo inverosímil:Galdós ante la huella del crimen

En la madrugada del 2 de julio de 1888, en un piso de la calle Fuencarral de Madrid, se descubre el cadáver medio carbonizado de Luciana Borcino, una viuda acaudalada, en lo que a primera vista parece —o se quiere que parezca— un trágico incendio. Pronto esa hipótesis deja paso a la de la muerte criminal, y todas las sospechas se dirigen al punto a la sirvienta que vivía con ella, Higinia Balaguer, presente en la casa la noche de autos.

Así arranca la historia del crimen de la calle de Fuencarral, que será importante por varios motivos. El primero, porque en torno al suceso se desata una verdadera fiebre popular, alimentada por el sensacionalismo y por las rivalidades políticas y empresariales de los diarios de la época, que gracias a esta historia consiguen llegar a despachar decenas de miles de ejemplares al día.

En segundo lugar, es la muerte de la viuda Borcino uno de los primeros crímenes enjuiciados conforme a las nuevas leyes del proceso penal, que reemplazan el viejo modelo inquisitivo por el moderno principio acusatorio y dan carta de naturaleza a la ya entonces polémica acción popular. Es esta una institución que hunde sus raíces en la tradición jurídica española —nada menos que en Las Partidas—, pero que produce aquí una gran distorsión, al ser el medio legal del que se sirven los periódicos para sostener en el juicio las acusaciones que, según su peculiar «investigación» de los hechos, la fiscalía estaría omitiendo por negligencia o por razones oscuras de connivencia con individuos poderosos.

Y en tercer lugar, el crimen de la calle de Fuencarral resulta trascendente porque en él fija su mirada y su pluma el escritor primero de su siglo en España, el canario-madrileño Benito Pérez Galdós, para a partir de él legarnos el ejemplar ejercicio narrativo, reflexivo, testimonial y cívico contenido en las páginas que a quien escribe estas líneas se le otorga el privilegio de prologar.

Por no estropear indebidamente el disfrute al lector que por primera vez se enfrente con el caso, de los hechos que aborda el relato daremos aquí solo una muy sucinta noticia. Baste decir que la investigación se complicará principalmente por los sucesivos cambios en la versión que de los hechos da la principal acusada y más tarde autora confesa del crimen, Higinia Balaguer, y por las sospechas que inspira el hijo de la víctima, José Vázquez Varela, un joven de vida disipada, enfrentado con la madre por culpa del dinero que esta le niega y que la noche de autos estaba preso en la Cárcel Modelo de la ciudad por un delito anterior, aunque hay indicios de que a veces podía burlar el encierro con la connivencia del director de la cárcel, José Millán Astray —padre del fundador de la Legión—. Enturbia el asunto, en fin, la implicación de otras personas de dudosa catadura relacionadas con Higinia Balaguer, que podrían haberla ayudado o, según su declaración, incluso instigado a cometer el crimen por un móvil económico.

Con estos sabrosos ingredientes —nótese, además, que la sirvienta, Higinia, había trabajado antes en la casa de Millán Astray y que este tenía cierta relación con Eugenio Montero Ríos, en esos momentos presidente del Tribunal Supremo—, el guiso para los muy hambrientos periódicos de la época estaba servido, y cada uno se aplicó a sacarle a la historia la sustancia que le convenía, de acuerdo con su particular adscripción política. Gobernaba por aquellos días, dentro del turno establecido en la Restauración por Cánovas y Sagasta, el Partido Liberal, pero amén de las rencillas existentes entre los dos partidos monárquicos, secundadas por sus diarios afines, había periódicos de ideario republicano, como El País, que fueron singularmente activos en el seguimiento del caso y en su narración con los tintes más truculentos e inquietantes. En este panorama efervescente y enrarecido, Galdós, fogueado en su día como joven periodista en los lances revolucionarios de la Gloriosa, y que por aquel entonces era ya un escritor prestigioso, decide ofrecer su perspectiva personal del caso, de la investigación que de él hace el juez instructor y del juicio subsiguiente. Lo hace a través de unas cartas que remite para su publicación al diario bonaerense La Prensa. Esas seis cartas componen su relato, que queda incompleto, en la medida en que no llega hasta el desenlace del procedimiento judicial, con la confirmación de la sentencia condenatoria y la posterior ejecución de Higinia Balaguer.

Interesa sobre todo al que suscribe subrayar aquí la radical modernidad —y me atrevería a decir la rabiosa actualidad— de la aproximación de Galdós al crimen y a su impacto en la sociedad en que sucede y en el desempeño de quienes se echan a la espalda la delicada tarea de narrarlo a sus conciudadanos. En ese sentido, y mucho antes de que Truman Capote se lanzara al ejercicio de A sangre fría, tenemos aquí a un gran autor español afrontando los dilemas y los riesgos del hoy denominado entre nosotros, bajo un anglicismo poco menos que imbatible, true crime, género literario y audiovisual de moda y por ello expuesto a excesos varios. Pero también nos encontramos con una pieza de literatura criminal, en el más amplio sentido, a cargo de uno de los grandes novelistas de nuestra lengua, poco posterior a la obra inaugural de Edgar Allan Poe, coetánea a la de Conan Doyle y anterior a la de Dashiell Hammett. Y esto, junto a precedentes anteriores —como El clavo, de Pedro Antonio de Alarcón— o muy anteriores —como La fuerza de la sangre, de Miguel de Cervantes—, y posteriores —como las narraciones del detective Selva de Emilia Pardo Bazán—, da pie a reivindicar para la narración criminal en español una tradición que va más allá de la usual subordinación a la anglosajona.

Tiene enorme interés la forma en la que Galdós aborda la cuestión: como buen periodista —también cabría decir como buen contador de historias, sea cual sea el medio elegido—, combina el acopio y el análisis de testimonios con la observación directa que le resulta accesible, a través del acto del juicio, que le brinda la oportunidad de examinar a los actores del drama, en sus gestos, su forma de expresarse, la coherencia de su discurso, el carácter que sus reacciones dejan traslucir. En honor a la verdad, también pierde algún tiempo y algunas líneas en estudios fisonómicos de los sospechosos que hoy se consideran totalmente superados, pero cada uno es hijo de su siglo y nuestro autor no hace otra cosa que echar mano de las corrientes científicas de la época. Y finalmente, con todos los materiales así acarreados, construye su propia interpretación crítica, tanto de lo dicho y atestiguado por los protagonistas como de los otros relatos que a propósito del crimen se van postulando desde los periódicos, a los que achaca con no poco fundamento una multitud de vicios de los que el siglo y medio transcurrido dista de habernos curado. Antes bien, cabe apreciar que todos ellos —la manipulación interesada, la falta de cuestionamiento de los indicios que respaldan la propia teoría, la magnificación de los que la abonan o proyectan sobre el hecho una luz más escandalosa o espectacular, el subrayado gratuito de los aspectos más escabrosos, la apuesta insensata por versiones infundadas o incluso descabelladas para ganar audiencia— se reiteran de manera casi fatídica cuando un hecho criminal llama a la puerta con la fuerza suficiente para captar la atención del público en nuestra moderna sociedad del entretenimiento.

Frente a esos vicios, Galdós representa un tipo de narrador mucho más sobrio y responsable, que tiene como premisas de su labor la búsqueda de la verdad plausible, a partir de los hechos contrastados, y una comprensión lo más profunda posible de la compleja condición humana, que es, en definitiva, el manantial del que acaba brotando, por razones que no tienen nada de esotérico, la conducta criminal. Galdós examina las pruebas, hace juicios de verosimilitud, intenta entender qué conjeturas resultan más lógicas, incluso ahí donde varias explicaciones podrían coexistir, y rechaza como reprobables supercherías, especialmente cuando quien las propala lo hace para ganancia propia o perjuicio ajeno, las interpretaciones que obedecen al puro voluntarismo o al afán de provocar una conmoción en el público más allá de la rigurosa búsqueda de la verdad. Al igual que sucede cuando se acerca a los hechos históricos a lo largo de sus Episodios Nacionales, o a las cuestiones de su tiempo en el resto de sus novelas, Galdós se revela como un narrador atento, por encima de todo, a trasladarle al lector la humanidad de sus personajes, ya sean estos trasunto de seres existentes o que existieron, o se trate de criaturas nacidas de su imaginación, siempre nutrida por el empeño constante del autor en la observación y la escucha de sus semejantes.