El despertar de Lázaro - Julieta Pinto - E-Book

El despertar de Lázaro E-Book

Julieta Pinto

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Beschreibung

La obra narrativa de Julieta Pinto, una de las autoras mayores de las letras hispanoamericanas, abunda libro a libro en la denuncia cívica de una sociedad en crisis. En El despertar de Lázaro, reescribe uno de los mitos fundadores de la cristiandad para brindarnos una historia memorable sobre el aniquilamiento del ser humano y el desgarro de la separación. Tomando como motivo la resurrección de Lázaro de Betania, Pinto nos sitúa ante la vertiente más humana del personaje bíblico, prescindiendo de consideraciones teológicas para hurgar con honestidad en su conciencia e iluminar así los intersticios que se solapan entre la vida y la muerte. Alternando pasado y presente en un relato dinámico que, no obstante, apenas si se desvía de los escritos bíblicos y que atrae desde el inicio la atención del lector, Lázaro, convertido en cronista involuntario de la persecución que Pilato ha orquestado contra Jesús, reprochará a su maestro que le haya resucitado y dará testimonio -un testimonio crítico y escéptico, construido en los márgenes- de sus últimos días antes de caer en el hondo vacío existencial en que le sume su inesperado regreso. Con sencilla elegancia y un lenguaje cargado de tensión poética, Pinto firma en El despertar de Lázaro, Premio Aquileo J. Echeverría 1994 (máximo galardón literario del país centroamericano otorgado a una obra), una de sus novelas más personales y conmovedoras, nunca hasta ahora aparecida en España. Con su publicación, Firmamento pretende rubricar la vigencia y el valor de una autora capaz de ahondar en los estratos más profundos de la psique humana.

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Julieta Pinto

El despertar de Lázaro

El despertar de Lázaro

Primera edición digital: Febrero de 2023

© del texto: Julieta Pinto, 1994, 2021

© de esta edición: Firmamento Editores s.l., 2021

[email protected]

www.firmamentoeditores.com

rrss: @firmamentoed

isbnepub: 978-84-126630-5-1

diseño y composición: Firmamento

Este libro no puede ser reproducido sin

la autorización expresa del editor.

Todos los derechos reservados.

¡fue declarado culpable! Ayer lo escuché por boca de Caifás, el Sumo Pontífice. Nadie reparó en el reflejo sumiso, propio de mi rostro, ni en mi cuerpo reclinado en una columna. Las palabras, terriblemente breves, ahogaron mis oídos y quedé sordo al clamor de los demás: gritos, alborozo, llantos, perjurios, misericordia y asombro; asombro de que se le pudiera condenar. Nadie quedó insensible a la sentencia. En mí se mezclaron el odio y el amor y fui sacudido por los espasmos del llanto y de la risa.

noches enteras sin dormir. Noches que me recuerdan los días de mi lucha entre el ser y la ausencia de ser.

La oscuridad es profunda. Se han ido los brillos del cielo desde que fue declarado culpable. Deseo levantarme, ir a la cárcel, interrumpir sus pensamientos y arrojarme a sus pies en busca de perdón. Desearía su ira, pero sé que escucharé sólo palabras compasivas y esa sonrisa triste que conozco tan bien me hará estremecer de dolor. Permanezco recostado, los ojos abiertos a las tinieblas, oyendo el lento gotear del tiempo.

¿Y si el Procurador Pilato lo perdona? Ostenta el poder de Roma. Su esposa tuvo un sueño donde vislumbró nefastas consecuencias para el imperio y su familia por la muerte de Jesús. Pilato no cree en sueños ni vaticinios, pero los ruegos de su mujer podrían conmoverlo y quizá lo indulte a fin de recuperar la paz del hogar. Su único deseo es regresar a Roma y evitar el contacto con nosotros los judíos. Desprecia y envidia nuestra fe, necesita estar cerca del centro del imperio para sentirse seguro. Lo vi un día en la calle, con su túnica blanca recogida por temor a ensuciarla y una mueca de asco en su boca. Sus ojos miraban al frente para no contemplar la miseria a su alrededor; un pañuelo perfumado cubría su nariz. Él tiene la vida de Jesús en sus manos; él, que no es de nuestra sangre, no debería inmiscuirse en nuestros asuntos. Los sacerdotes lo instigan a condenarlo a muerte.

Yo vi a Jesús cuando, lleno de furia, expulsó a los mercaderes del Templo. Tomó un látigo en la mano y dijo: «Mi Casa es de oración, mas vosotros la tenéis convertida en una cueva de ladrones», y restallando el látigo gritó: «¡Fuera todos!». Salieron espantados por el atrevimiento de ese hombre; oí que los sacerdotes juraban venganza.

Ahora Él necesita que lo defiendan de la intriga, y ninguna voz se levanta a su favor; ha predicado sobre un mundo de amor donde no debe existir la violencia, aunque se condene a un justo. La rebelión fue un día espuela para sacudir el dominio de Roma, ahora las enseñanzas de Jesús domestican al rebelde. Sus seguidores no pueden oponerse al Imperio ni a los sacerdotes; sólo queda la esperanza de la esposa de Pilato. Dicen que fue a la cárcel y le ofreció la oportunidad de irse lejos, donde no lo alcancen la envidia de los sacerdotes ni las leyes de los romanos. Jesús rehusó alejarse: «He de cumplir el deseo de mi Padre», le contestó. Ella salió llorando de la prisión y llorando se arrodilló a los pies de Pilato implorando la libertad del rebelde.

llegué hasta la cárcel, pero el temor me paralizó. No pude entrar y mis pasos iniciaron el regreso. Caminé hasta llegar fuera de la ciudad, lejos del sitio donde permanece encerrado.

El miedo no me abandona. Hay brazos que tratan de detenerme. Las noches sin estrellas convocan espíritus maléficos en la soledad de los caminos, y están a mi alrededor, tejiendo una red para atraparme. Pero no debo temer; he alternado con ellos en la tumba y me desprecian.

El ejercicio me ha agotado y mis pensamientos discurren velozmente. Si Él tenía el poder de conservar mi vida, ¿por qué me dejó morir? Yo quería vivir y absorber el aire y la luz de todas las mañanas, calentarme con soles de verano y durante las noches reposar mi cabeza en un regazo tibio. Quería tener un hogar y envejecer junto a una larga mesa rodeada de hijos. Ahora las mujeres bajan los ojos cuando las encuentro en mi camino y se niegan a escucharme si llamo a sus casas. A nadie le gusta un hombre que aún conserva en su mirada las costras del sepulcro y en su piel la pestilencia de la tumba.

Quería ocupar un sitio en la Sinagoga para difundir la necesidad de armonía y unión en el pueblo judío; solamente así podríamos conseguir algún día la libertad; oí a Jesús y su mensaje me convirtió en el discípulo que deseaba ser partícipe de su sueño. Después de levantarme del sepulcro soy un hombre diferente y no me importan los demás. Ya no entiendo el lenguaje de los hombres ni su carga de sufrimiento.

Cuando Él engañó a mis hermanas diciéndoles: «Pedid y recibiréis para que vuestro gozo sea colmado», frustró mi vida. Le pidieron mi resurrección y no sólo complació su fe sino que aprovechó la oportunidad para demostrar que le había sido otorgada la gracia de Dios. Pudo haberme sanado cuando me debatía en el horror de la agonía, cuando mi cuerpo hacía esfuerzos desesperados por vencer la invasión de la muerte y mis ojos y labios imploraban la vida. Si realmente me hubiera amado, mi juventud no se habría destrozado al caer en el profundo tiempo del dolor, entre la duda de vivir o de morir. Lo odio por todo ese daño irreparable, aunque mi odio se atenúa cuando recuerdo sus palabras: «¿Por qué no me has perdonado tu resurrección?». Me las dijo la tarde que nos encontramos a la orilla del río. Perdido en mis meditaciones, no escuche su llegada. Sus palabras me sobresaltaron. Callé, como he callado siempre. No puedo hablar de lo que está oculto, de lo que yo mismo no descubrí sino hasta que la vida fue un recuerdo y los hechos pasados se presentaron con toda nitidez.

Yo creía en la vida con la inocencia del que no pregunta nada porque todo le ha sido otorgado. La muerte me dio la conciencia de lo fugaz, mi libertad se paralizó y las ataduras que envolvían mi cadáver se trasladaron a mi espíritu. ¿Cómo decirle que no puedo perdonarle este retorno a la vida ahora que ya conozco la muerte?

Cuando niño, con trozos de madera, me gustaba fabricar perros, reptiles y pájaros; la sorpresa de mis hermanas y amigos me colmaba de alegría. Con el correr del tiempo me dediqué a grabar cuadros y adquirí fama, no sólo en Betania, sino en Jerusalén; al desgastar la madera, mis pensamientos, concentrados en el trabajo, permanecían serenos.

El día que Jesús se hospedó en mi casa escuché sus palabras por primera vez. Habló en parábolas. Eso fue un reto para mi comprensión; quise aprender sus enseñanzas y reforzar mis argumentos para cuando llegara a la Sinagoga. Desde ese día asistí con Él a todas las reuniones y escuché todos sus mensajes. No sé si ésa fue la razón por la que me escogió entre sus seguidores, a fin de acrecentar la gloria del Padre, pero sí sé que arruinó mi vida desde que me arrancó de la muerte.

Jesús parecía adivinar mis pensamientos, porque dijo: «Crecer es la prueba más dura que me impuso el Padre. Salir de la niñez y encontrar la duda. ¿Acaso era yo en verdad el Elegido? Los milagros ocurrían día tras día: ciegos que recuperaban la vista, paralíticos sin muletas; cada uno de ellos constituía un paso hacia la certidumbre de mi destino. Recuerdo el día en que estaba frente a una multitud hambrienta: sólo había unos pocos panes y peces; deseaba aplacar el hambre de todos, pero había demasiada gente. La tentación se hizo tan violenta que me obligó a partir el pan invocando al Padre. Peces y panes se multiplicaron y desde ese momento conocí el terror de ser el Elegido».

Lo escuché en silencio. Ese día estuve ahí y supuse que había más alimentos de lo que Él pensaba. Nunca he creído en los milagros.

La voz de Jesús continuó en un murmullo: «Hubo un tiempo en que tuve la esperanza de que todo fuera un sueño y no se hubieran multiplicado los panes, ni sanado los enfermos». Se hizo un silencio doloroso y su cara fue invadida por una infinita tristeza: «Cada milagro es un paso hacia mi muerte y sé que hay un fragmento de tiempo que oculta la rebelión de todo mi ser. Sentiré la ausencia del Padre».

Entonces me atreví a decirle: «Si sabes lo que va a suceder, ¿por qué no cambias el curso de tu vida?».

Surgió una pausa tan larga que creí que no me contestaría, pero luego su voz, apenas perceptible, continuó diciendo: «Porque solo mi muerte hará nacer la esperanza en el hombre y borrará su soledad. Sentirá mi presencia y mi dolor calmará su dolor».

Me invadió la cólera, y no fui capaz de seguir preguntando. ¿Por qué hacer algo a costa de tanto dolor? ¿Para qué ser el Elegido si no podía cambiar su destino? ¡Qué absurdo morir por los demás cuando la propia vida es lo más importante que se tiene! Yo no quise morir, ni tampoco resucitar. No quiero formar parte de algo que no entiendo.

Y una vez más me llegó su voz desfallecida: «Tienes otra oportunidad de vida. Nadie, absolutamente nadie, ha vivido dos veces en un mismo cuerpo; sólo tú».

Continué silencioso. No deseaba hablar de vida cuando aún estaba intacto el recuerdo de mi agonía y la sensación de desprendimiento entre mi cuerpo y mi espíritu. En esas horas crecieron mi amor y mi apego a la vida con una urgencia desesperada y todas mis fibras se unieron para luchar. Sentí que circulaban corrientes de lumbre en mis venas, se esparció la esperanza en mis pensamientos y nació el júbilo ante el supuesto triunfo de mi cuerpo. Creí que estaba curado y sonreí por mi regreso a la salud, a la vida, a los viejos muros de piedra, a las aguas herrumbradas del Jordán y al afecto de mis hermanas. Amé esta tierra con pasión y comprendí sus secretos ocultos bajo las arenas seculares. No fue fácil morir; desprenderme del aire, del color, del sonido y caer en la nada me provocó el terror de no ser; me aferré a la agonía durante muchas horas. Fue una lucha de todo mi ser que solo se aquietó al sucumbir.

Su voz ronca interrumpió mis reflexiones: «Sé de esa agonía, pues pronto tendré que padecerla. Es una prueba más en mi camino». Una prueba, pensé; es evidente que no ha pasado por ella. Sólo yo, yo, soy el único en el mundo entero que sabe lo que es agonizar. Pero no dije nada. Él jamás entendería mi desesperanza, mi terror de tener que morir otra vez.

Desde ese día me dediqué a observar a Jesús. Lo seguía de pueblo en pueblo, oía las palabras que dirigía a las multitudes esperando encontrar una clave que me develara el misterio de su estúpida resignación por la vida que le había correspondido vivir, y por el destino que, Él mismo aseguraba, le esperaba en la cruz. Cada vez entendía menos su razonamiento y me enojaba su incapacidad de sublevarse. Si tenía el poder del Padre, ¿por qué no lo usaba? Si conocía el amor, ¿por qué no se lo aplicaba a sí mismo? Dar la vida por los demás es algo incomprensible. Yo no lo haría nunca porque nunca quise morir; nunca quise sacrificar mi única vida. Fue injusto habérmela arrebatado y más injusto darme otra, mustia y quebrada. ¡Maldito sea! ¡Maldito quien me causó semejante daño! Por esta razón, desde el instante en que Judas me indicó con la mirada que ya lo había traicionado, comencé a sentir la angustia y el rencor que ahora ya no me abandonan ni un momento.

¡será crucificado!

¿Continúo soñando en la oscuridad de mi tumba y no entiendo las palabras de los hombres? Muchas veces regreso a la angustia de esos días de desconcierto, cuando mi cuerpo abandonado por las fuerzas vitales comenzaba su descomposición, y una fuerza dentro de mí, libre de imposiciones y costumbres, buscaba algo desesperadamente y no sabía qué. Creía ver, oír, pero eran reflejos de sensaciones perdidas, jirones de recuerdos desaparecidos, escenas formadas por trozos de una realidad que aún latía en las células que ya comenzaban a dispersarse.