El Diablo De La Botella - Robert Louis Stevenson - E-Book

El Diablo De La Botella E-Book

Robert Louis Stevenson

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Beschreibung

<p>Keawe era hawaiano que siente la necesidad de conocer otras tierras, por lo que se dirige a San Francisco. Allí descubre una casa hermosa cuyo dueño parece algo triste y asustado. Al entablar conversación con él preguntarle el motivo de su tristeza, el anciano le enseña una botella de vidrio, con un contenido blanco, lechoso. Asombrado, el viejo le cuenta que en esa botella habita un demonio rodeado por el fuego del infierno que puede conceder cualquier deseo, excepto uno: alargar la vida a una persona. Para eso, el dueño de la botella debe cumplir una serie de requisitos: debe vender la botella a otra persona antes de morir y vender la botella a menos costo del que la compró o irá al infierno donde habita el mal.</p><p><br></p><p>Keawe cree que fue estafado por este hombre, pero lo piensa bien y termina con la botella en su poder, resignado desea ser el dueño de una gran mansión en Kona Hawai. El deseo se cumple: su tío fallece y su único primo muere ahogado, y él hereda una gran fortuna, con la cual puede construirse su nueva casa. Tras haber visto cumplido su sueño, Keawe vende la botella a Lopaka, un amigo y vive feliz en la que él llama “la casa resplandeciente”. Conoce a una bellísima mujer, llamada Kokua, y se declara a ella. Sin embargo, ella al principio no le corresponde. Keawe se enferma del Mal chino, mejor conocido como lepra, y por eso debería renunciar, no sólo a Kokua, si no a la casa para ir a vivir a una colonia de leprosos. Para evitar tal pesadilla, el hawaiano busca la botella de nuevo y descubre que ahora solo cuesta un centavo: si la compra él se convierte en el último dueño y, por tanto, vaya al infierno. Asumiendo esto, decide comprarla, puesto que con una mujer así valía la pena ir al infierno.</p><p><br></p><p>La esposa, al darse cuenta de la situación de su marido, propone una solución: viajar a una isla francesa, donde cuatro céntimos son poco menos que un centavo, y vender allí la botella. Pero, a su llegada, descubren que los supersticiosos habitantes del lugar rehúsan comprar tal cosa porque creen que son brujos y les mienten. Llegados a este punto, ella decide sacrificarse y convence a un anciano para que la compre por cuatro céntimos y ella, en secreto, se la comprará por tres. Cuando Keawe descubre esto decide comprar la botella otra vez y salvar a su mujer. Keawe le pide a un contramaestre que era delincuente, que estaba bebiendo con él, que acepte a comprarle la botella a su mujer, para liberarla del demonio, y Keawe se la comprará de vuelta. El marino compra la botella, pero se rehúsa a venderla de nuevo, sabiendo que iría al infierno, de una manera u otra, por todo lo que había pasado en su vida, y la botella le concede su deseo de más licor, prefiere quedársela. Liberados de toda maldición, el matrimonio regresa a la 'Casa Reluciente' y continúan con su maravillosa vida. Que fue para bien y triunfo por todos los años restantes de su vida y disfrutó día a día de su larga vida. Y al final se quedó sufriendo en el infierno.</p>

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Robert Louis Stevenson

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Índice

El Diablo De La Botella

El Diablo De La Botella

Había un hombre en la isla de Hawaii al que llamaré Keawe; porque la verdad es que aún vive y que su nombre debe permanecer secreto, pero su lugar de nacimiento no estaba lejos de Honaunau, donde los huesos de Keawe el Grande yacen escondidos en una cueva. Este hombre era pobre, valiente y activo; leía y escribía tan bien como un maestro de escuela, además era un marinero de primera clase, que había trabajado durante algún tiempo en los vapores de la isla y pilotado un ballenero en la costa de Hamakua. Finalmente, a Keawe se le ocurrió que le gustaría ver el gran mundo y las ciudades extranjeras y se embarcó con rumbo a San Francisco.

San Francisco es una hermosa ciudad, con un excelente puerto y muchas personas adineradas; y, más en concreto, existe en esa ciudad una colina que está cubierta de palacios. Un día, Keawe se paseaba por esta colina con mucho dinero en el bolsillo, contemplando con evidente placer las elegantes casas que se alzaban a ambos lados de la calle. « ¡Qué casas tan buenas!» iba pensando, «y ¡qué felices deben de ser las personas que viven en ellas, que no necesitan preocuparse del mañana!». Seguía aún reflexionando sobre esto cuando llegó a la altura de una casa más pequeña que algunas de las otras, pero muy bien acabada y tan bonita como un juguete, los escalones de la entrada brillaban como plata, los bordes del jardín florecían como guirnaldas y las ventanas resplandecían como diamantes. Keawe se detuvo maravillándose de la excelencia de todo. Al pararse se dio cuenta de que un hombre le estaba mirando a través de una ventana tan transparente que Keawe lo veía como se ve a un pez en una cala junto a los arrecifes. Era un hombre maduro, calvo y de barba negra; su rostro tenía una expresión pesarosa y suspiraba amargamente. Lo cierto es que mientras Keawe contemplaba al hombre y el hombre observaba a Keawe, cada uno de ellos envidiaba al otro.

De repente, el hombre sonrió moviendo la cabeza, hizo un gesto a Keawe para que entrara y se reunió con él en la puerta de la casa.

— Es muy hermosa esta casa mía—dijo el hombre, suspirando amargamente—. ¿No le gustaría ver las habitaciones?

Y así fue como Keawe recorrió con él la casa, desde el sótano hasta el tejado; todo lo que había en ella era perfecto en su estilo y Keawe manifestó gran admiración.

— Esta casa—dijo Keawe—es en verdad muy hermosa; si yo viviera en otra parecida, me pasaría el día riendo. ¿Cómo es posible, entonces, que no haga usted más que suspirar?

— No hay ninguna razón—dijo el hombre—para que no tenga una casa en todo semejante a ésta, y aún más hermosa, si así lo desea. Posee usted algún dinero, ¿no es cierto?

— Tengo cincuenta dólares—dijo Keawe—, pero una casa como ésta costará más de cincuenta dólares.

El hombre hizo un cálculo.

— Ciento que no tenga más —dijo—, porque eso podría causarle problemas en el futuro, pero será suya por cincuenta dólares.

— ¿La casa?—preguntó Keawe.

— No, la casa no—replicó el hombre—, la botella. Porque debo decirle que, aunque le parezca una persona muy rica y afortunada, todo lo que poseo, y esta casa misma y el jardín, proceden de una botella en la que no cabe mucho más de una pinta. Aquí la tiene usted.

Y abriendo un mueble cerrado con llave, sacó una botella de panza redonda con un cuello muy largo, el cristal era de un color blanco como el de la leche, con cambiantes destellos irisados en su textura. En el interior había algo que se movía confusamente, algo así como una sombra y un fuego.

— Esta es la botella—dijo el hombre, y, cuando Keawe se echó a reír, añadió—: ¿No me cree? Pruebe usted mismo. Trate de romperla.

De manera que Keawe cogió la botella y la estuvo tirando contra el suelo hasta que se cansó; porque rebotaba como una pelota y nada le sucedía.

— Es una cosa bien extraña—dijo Keawe—, porque tanto por su aspecto como al tacto se diría que es de cristal.