El Diablo en el cuerpo - Raymond Radiguet - E-Book

El Diablo en el cuerpo E-Book

Raymond Radiguet

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Beschreibung

Por lo impactante de su historia y por la fuerte carga crítica y erótica que posee —entre otros elementos—, "El Diablo en el cuerpo" se ha convertido, sin dudas, en un clásico no solo de la literatura francesa, sino de las letras universales de todos los tiempos. Un joven de dieciséis años conoce a una mujer dos años mayor que él. Ambos viven una relación apasionada, intensa y arriesgada, que va en contra de la moral de la época, a pesar de estar ella comprometida primero, y luego, casada. ¿El final de la historia? La más sorprendente e inesperada. Con una prosa ágil y directa, esta novela complacerá todos los gustos pero sobre todo sorprenderá y cautivará —como lo ha hecho a lo largo del tiempo— a los lectores de diversas generaciones por una gran razón: asombra cómo su autor publicó esta obra tan joven y supo abordar, con inusitada madurez, los misterios del alma humana ante los recovecos del amor.

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Título de la obra original en francés: Le diable au corps

 

 

Edición y corrección: Yoel Manuel L. Vázquez

Diagramación: Lino A. Barrios Hdez.

Diseño de cubierta: Lisvette Monnar Bolaños

Versión Ebook: Rubiel A. González Labarta

 

 

 

Primera edición, 1970

Segunda edición, 2001 (Oficina de Publicaciones y Proyectos Especiales)

© Sobre la presente edición:

Editorial Arte y Literatura, 2017

 

 

 

ISBN: 9789590308321

 

 

 

Colección HURACÁN

Editorial Arte y Literatura

Instituto Cubano del Libro

Obispo no. 302, esq. a Aguiar, Habana Vieja

CP 10 100, La Habana, Cuba

e-mail: [email protected]

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

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ELDIABLOENELCUERPO

 

 

 

 

Voya exponerme a grandes reproches. Pero, ¿qué le voy a hacer? ¿Acaso tuve yo la culpa de haber cumplido doce años algunos meses antes de la declaración de la guerra?1. Los trastornos que me deparó aquel periodo extraordinario fueron, sin lugar a dudas, de una índole que no suele nunca experimentarse a tal edad; pero como nada es capaz de hacernos madurar a pesar de las apariencias, habría de comportarme como un niño en una aventura en la que hasta un adulto se hubiera encontrado en apuros. No soy el único. Mis compañeros guardarán de aquella época un recuerdo que no corresponde con el de sus mayores. Que aquellos que ya están en contra mía traten de imaginar lo que la guerra supuso para muchos chicos: cuatro años de grandes vacaciones.

 

 

Vivíamos en F..., a orillas del Marne2.

Mis padres reprobaban la amistad entre chico y chica. La sensualidad, que nace con nosotros y se manifiesta todavía a ciegas, en lugar de desaparecer por ello, aumentó.

Nunca he sido un soñador. Lo que a los demás, más crédulos, parece ensoñación, a mí me parecía tan real como el queso le parece al gato, aun a través de la campana de cristal. Sin embargo, la campana existe.

Si la campana se rompe, el gato se aprovecha, incluso si los que la rompen son sus amos y se cortan las manos.

 

 

Hasta los doce años no me recuerdo en amorío alguno, excepto el de una niña llamada Carmen a la que hice llegar, por medio de un muchacho más joven que yo, una carta en la que le declaraba mi amor. Me permitía solicitarle una cita en nombre de ese amor. Mi carta le había sido entregada por la mañana, antes de que fuera a clase. Había elegido a la única niña que se me parecía porque era muy limpia y siempre iba al colegio acompañada de una hermana pequeña, igual que yo del mío. Con el fin de que aquellos dos testigos guardaran silencio, pensé en casarlos, de algún modo. Añadí, pues, a mi carta, otra para la señorita Fauyette de parte de mi hermano, que aún no sabía escribir. Expliqué a mi hermano mi proceder, y nuestra posibilidad de encontrarnos con dos hermanas de nuestra misma edad y provistas de tan excepcionales nombres de pila. Pude comprobar tristemente que no me había equivocado respecto a la buena educación de Carmen cuando volví a clase, después de haber almorzado con mis padres, que me mimaban y nunca me reñían.

Apenas mis compañeros se habían sentado en sus pupitres —mientras que yo, como primero de la clase, me hallaba en la tarima del aula, agachado para coger de un armario los libros para la lectura en voz alta—, entró el director. Los alumnos se levantaron. Llevaba una carta en la mano. Me flaquearon las piernas, se me cayeron los libros, y los fui recogiendo mientras que el director hablaba con el profesor. Los alumnos de los primeros bancos se volvían ya hacia mí, ruborizado en el fondo del aula, pues oían que se cuchicheaba mi nombre. Por fin, el director me llamó y para reprenderme con delicadeza, sin despertar, creía él, ningún recelo entre los alumnos, me felicitó por haber escrito una carta de doce líneas sin ninguna falta. Me preguntó si la había escrito yo solo, y después me pidió que le acompañase a su despacho. No llegamos hasta allí. Me reprendió en el patio, bajo el aguacero. Lo que más confundió mis principios morales fue que considerase tan grave el haber comprometido a la niña (cuyos padres le habían informado de mi declaración), como el hecho de haber sustraído una hoja de papel de cartas. Me amenazó con enviar aquella carta a mi casa. Le supliqué que no lo hiciera. Cedió, pero advirtiéndome que guardaría la carta, y que a la primera reincidencia no podría ocultar por más tiempo mi mala conducta.

Aquella mezcla de descaro y de timidez desconcertaba y engañaba a los míos, del mismo modo que en la escuela mi gran facilidad, auténtica pereza, me hacía pasar por un buen alumno.

Volví a clase. El profesor, irónico, me llamó Don Juan. Me sentí sumamente halagado, sobre todo de que aludiera a una obra que yo conocía y mis compañeros no. Su «Buenos días, Don Juan» y mi sonrisa cómplice cambiaron la opinión de la clase sobre mí. Seguramente ya se habían enterado de que había encargado a un niño de primaria que llevase una carta a una «tía», como dicen los colegiales en su rudo lenguaje. Aquel niño se llamaba Messager3; no lo había elegido por su nombre, pero, en cualquier caso, semejante nombre me había inspirado confianza.

A la una había suplicado al director que no dijera nada a mi padre; a las cuatro ardía en deseos de contárselo todo. Aunque nadie me obligaba a ello, haría aquella confesión en honor a la franqueza. Sabiendo que mi padre no se enfadaría, me sentía encantado de que se enterara de mi proeza.

Se lo confesé, pues, añadiendo con orgullo que el director me había prometido una total discreción (como a una persona mayor). Mi padre quería saber si no me había inventado de cabo a rabo aquella historia de amor. Fue a ver al director. Durante aquella visita habló incidentalmente de lo que él consideraba una farsa.—¿Qué?, dijo entonces el director, sorprendido y muy molesto, ¿se lo ha contado? Me había suplicado que me callara, diciéndome que usted le mataría.

Aquella mentira del director suponía una excusa, lo que aumentó mi orgullo de hombre. Me gané al mismo tiempo el aprecio de mis compañeros y los guiños del profesor. El director ocultaba su rencor. Aquel infeliz ignoraba lo que yo ya sabía: mi padre, molesto con su conducta, había decidido dejarme terminar el año escolar y sacarme del colegio. Estábamos entonces a comienzos de junio. Mi madre, que no quería que aquello influyera sobre mis premios, sobre mis coronas, esperaba el reparto para dar la noticia. Llegado el día, y gracias a una injusticia del director, que temía confusamente las consecuencias de su mentira, fui el único de la clase que recibió la corona de oro y, por lo tanto, también el premio extraordinario. Cálculo desafortunado: el colegio perdió a sus dos mejores alumnos, pues el padre del premio extraordinario sacó a su hijo.

Alumnos como nosotros servíamos de reclamo para atraer a otros.

 

 

Mi madre me consideraba demasiado joven todavía para ir al Henri IV4. En su interior, ello significaba tomar el tren. Me quedé dos años en casa trabajando solo.

Me prometía alegrías sin límite, porque, al conseguir hacer en cuatro horas el trabajo que mis antiguos condiscípulos no hubieran realizado en dos días, me quedaba libre más de la mitad del día. Paseaba solo a orillas del Marne, río que era ya tan nuestro que mis hermanas decían, refiriéndose al Sena, «un Marne». Llegaba incluso a subir a la barca de mi padre, a pesar de su prohibición; pero no me atrevía a remar, sin querer confesarme que mi temor no era a desobedecerle, sino miedo, a secas. Leía, tumbado en la barca. Entre 1913 y 1914 desfilaron por allí doscientos libros. Y no eran de los que se consideraban malos libros, más bien al contrario, de los mejores, cuando no por el pensamiento, sí al menos por el mérito. Por eso, mucho más tarde, a la edad en que la adolescencia suele despreciar los libros de la Biblioteca rosa5, tomé gusto a su encanto infantil, mientras que en aquella época no los hubiera querido leer por nada en el mundo.

El inconveniente de aquellos recreos alternados con el trabajo era que todo el año se transformaba para mí en unas falsas vacaciones. Así, mi trabajo diario era cuestión de poca cosa, pero como, aun trabajando menos tiempo que los demás, lo seguía haciendo durante las vacaciones, aquella poca cosa era como un corcho atado a la cola de un gato durante toda la vida, cuando sin duda sería preferible arrastrar una sartén durante un mes.

 

 

Las verdaderas vacaciones se acercaban, pero yo me ocupaba bien poco de ellas, puesto que para mí continuaba el mismo régimen. El gato seguía mirando el queso bajo la campana. Pero llegó la guerra. Y la campana se rompió. Los amos tuvieron otros gatos para fustigar, y el gato se alegró de ello. A decir verdad, todo el mundo estaba contento en Francia. Los niños, con sus libros de premios bajo el brazo, se apiñaban ante los carteles. Los malos estudiantes se aprovechaban del desconcierto familiar.

Todos los días íbamos, después de comer, a la estación de J..., a dos kilómetros de casa, para ver pasar los trenes militares. Nos llevábamos campánulas y se las echábamos a los soldados. Señoras en bata servían vino tinto en las cantimploras y derramaban litros y litros sobre el andén tapizado de flores. Todo aquello me deja un recuerdo de fuego de artificio. Nunca hubo tanto vino desperdiciado, tantas flores muertas. Tuvimos que engalanar las ventanas de casa.

Pronto dejamos de ir a J... Mis hermanos y mis hermanas comenzaban a hartarse de la guerra, les parecía demasiado larga. Les estropeaba la playa. Acostumbrados a levantarse tarde, ahora tenían que ir a comprar el periódico a las seis de la mañana. ¡Vaya distracción! Pero hacia el veinte de agosto, esos jóvenes monstruos recobran la esperanza. En vez de irse, se quedan a la mesa, donde se entretienen las personas mayores, para oír a mi padre. Sin duda no habría ya medios de transporte. Tendríamos que ir en bicicleta hasta muy lejos. Mis hermanos gastan bromas a mi hermana pequeña. Las ruedas de su bicicleta apenas miden cuarenta centímetros de diámetro: «Te dejaremos sola en la carretera.» Mi hermana solloza. ¡Pero con qué entusiasmo se saca brillo a las bicicletas! Ni rastro de pereza. Me proponen reparar la mía. Se levantan de madrugada para enterarse de las noticias. Mientras todos se asombran, descubro por fin el móvil de semejante patriotismo: ¡un viaje en bicicleta!, ¡hasta el mar!, un mar más lejano, más bello que de costumbre. Hubieran quemado París con tal de salir antes. Lo que aterrorizaba a Europa se había convertido para ellos en la única esperanza.

¿Acaso el egoísmo de los niños es tan diferente del nuestro? Durante el verano, en el campo, maldecimos la lluvia, mientras que los labradores la reclaman.

 

 

1

 

 

 

 

 

Noes usual que un cataclismo se produzca sin fenómenos que lo anuncien. El atentado austriaco6, el escándalo del proceso Caillaux7, propagaban una atmósfera irrespirable, propicia a la extravagancia. Así pues, mi verdadero recuerdo de guerra precede a la guerra. Esto es lo que ocurrió:

Mis hermanos y yo solíamos burlarnos de uno de nuestros vecinos, un tipo grotesco, enano de perilla blanca tocado con capucha, concejal de Ayuntamiento, que se llamaba Maréchaud. Todo el mundo le llamaba el tío Maréchaud. Aunque éramos vecinos, no le saludábamos, cosa que le daba tanta rabia, que un día, no aguantando más, nos abordó en la calle y nos dijo: «¿Conque no se saluda a un concejal, eh?» Nos largamos de allí a toda prisa. A partir de aquella impertinencia, las hostilidades fueron manifiestas. Pero, ¿qué podía hacer contra nosotros un concejal? Al ir y al volver del colegio, mis hermanos llamaban a su timbre, con tanta más audacia cuanto que el perro, que podía tener mi edad, no era de temer.

La víspera del 14 de julio de 19148, cuando salía yo al encuentro de mis hermanos, cuál no sería mi sorpresa al ver un grupo de gente delante de la verja de los Maréchaud. Unos cuantos tilos podados dejaban ver su villa al fondo del jardín. Desde las dos de la tarde, su joven criada, que se había vuelto loca, se había subido al tejado y se negaba a bajar. Los Maréchaud, horrorizados por el escándalo, habían cerrado los postigos, de manera que el trágico efecto de ver a aquella loca sobre el tejado aumentaba, al parecer que la casa estaba abandonada. Algunas personas gritaban, indignadas de que los señores no hicieran nada para salvar a esa desgraciada. Ella titubeaba sobre las tejas, sin llegar a dar la impresión de estar borracha. Me hubiera gustado quedarme allí para siempre, pero nuestra criada, enviada por mi madre, vino a devolvernos a nuestros deberes. Si no, me quedaría sin fiesta. Me fui de allí con el alma en los pies, rogando a Dios que la criada siguiese todavía sobre el tejado cuando fuera a buscar a mi padre a la estación.

Y seguía en su puesto, pero los escasos transeúntes que volvían de París se apresuraban para llegar pronto a cenar y no perderse el baile. No le concedían más que un minuto de indiferencia. Tan sólo le dirigían una mirada distraída.

Por lo demás, para la criada sólo se trataba hasta entonces de un ensayo más o menos público. Debía debutar por la noche, según la costumbre, con los surtidores luminosos a modo de verdaderas candilejas. Estaban encendidos tanto los surtidores de la avenida como los del jardín, pues los Maréchaud, pese a su ausencia fingida, no se habían atrevido, como notables que eran, a dejarlo a oscuras. A lo fantástico de aquella casa del crimen, sobre cuyo tejado se paseaba, como sobre el puente de un navío empavesado, una mujer de cabellos ondulantes, contribuía mucho la voz de esa mujer: inhumana, gutural, de una dulzura que ponía la carne de gallina.

Como los bomberos de un pequeño municipio son «voluntarios», durante todo el día se ocupan de lo que no son bombas de incendio. Se trata del lechero, del pastelero, del cerrajero, quienes, una vez terminado su trabajo, irán a apagar el fuego, si es que no se ha extinguido por sí solo. Desde la movilización, nuestros bomberos habían formado, además, una especie de milicia misteriosa que hacía patrullas, maniobras y rondas nocturnas. Por fin llegaron esos valientes, abriéndose paso entre la multitud.

Una mujer se acercó a ellos. Era la esposa de un concejal, adversario de Maréchaud, y que, desde hacía algunos minutos, se compadecía ruidosamente de la loca. Dio algunos consejos al capitán: «Trate de cogerla con dulzura; está tan privada de ella, la pobre, en esta casa donde se la maltrata. Y sobre todo, si lo que le hace obrar así es el miedo a ser despedida, de encontrarse sin trabajo, díganle que la emplearé en mi casa. Que le doblaré el sueldo.»

Esa caridad tan ruidosa produjo escaso efecto en la multitud. Aquella señora les molestaba. Tan sólo se pensaba en la captura. Los bomberos, seis en total, escalaron la verja y rodearon la casa, trepando por todos sitios. Pero apenas uno de ellos apareció sobre el tejado, la multitud, como los niños en el guiñol, se puso a vociferar para prevenir a la víctima.

—¡Callaos! —gritaba la señora, lo cual excitaba aún más los «¡ahí va uno!» del público. Ante los gritos, la loca, armándose de tejas, lanzó una sobre el casco del bombero que había llegado a la techumbre. Los otros cinco bajaron rápidamente.

Mientras que, en la plaza del Ayuntamiento, los propietarios de los tiros al blanco, de los tiovivos, de las barracas, se lamentaban de ver tan poca clientela, en una noche en la que los ingresos debían ser fructíferos, los golfos más atrevidos escalaban los muros y se aglomeraban en el césped para presenciar la caza. La loca decía cosas que he olvidado, con esa profunda melancolía resignada que confiere a la voz ese convencimiento de que se tiene razón, de que todo el mundo está equivocado. Los golfos, que preferían ese espectáculo a la feria, querían, sin embargo, compaginar las diversiones. Por eso, temerosos de que apresaran a la loca en su ausencia, corrían a dar rápidamente una vuelta en los caballitos. Otros, más sensatos, instalados en las ramas de los tilos como para la parada de Vincennes, se contentaban con quemar luces de Bengala y cohetes.

Puede imaginarse la angustia del matrimonio Maréchaud, en su casa, encerrado en medio del ruido y de los resplandores.

El concejal marido de la señora caritativa improvisaba, subido al pequeño muro de la verja, un discurso sobre la cobardía de los propietarios. Se le aplaudió.

Creyendo que era a ella a quien aplaudían, la loca saludaba con un montón de tejas en cada brazo, arrojando una cada vez que brillaba un casco. Agradecía, con su voz inhumana, que al fin se la hubiese comprendido. Tuve la imagen de una mujer, capitán pirata, que permanece sola en su barco a medio hundir.

La multitud se dispersaba ya, un poco cansada. Yo había querido quedarme con mi padre, mientras mi madre, para satisfacer esa necesidad de mareo que tienen los niños, llevaba a los suyos de los tiovivos a las montañas rusas. En realidad, yo sentía esa extraña necesidad más vivamente que mis hermanos. Me gustaba que mi corazón latiera rápida e irregularmente. Aquel espectáculo, de una profunda poesía, me satisfacía más. «Qué pálido estás», había dicho mi madre. Encontré el pretexto de las luces de Bengala. Me daban, dije, un color verde.

—De todos modos, temo que esto le impresione demasiado —le dijo a mi padre.

—¡Oh! —respondió él—, no conozco a nadie más insensible. Puede contemplar lo que sea, salvo ver desollar a un conejo.

Mi padre decía eso para que me quedara. Pero sabía que el espectáculo me trastornaba. Yo notaba que también le afectaba a él. Le pedí que me subiera en sus hombros para ver mejor. En realidad, iba a desvanecerme, mis piernas ya no me sostenían.

Ahora ya no quedaban más de veinte personas. Oímos las cornetas. Anunciaban el desfile de las antorchas.

Cien antorchas alumbraban de repente a la loca, como cuando, tras la delicada luz de las candilejas, el magnesio estalla para fotografiar a una nueva estrella. Entonces, agitando sus manos en señal de despedida y creyendo que era el fin del mundo, o, simplemente, que la iban a coger, se arrojó del tejado, rompió la marquesina en su caída, con un estrépito espantoso, para venir a aplastarse contra los escalones de piedra. Hasta entonces había tratado de soportarlo todo aunque me zumbaran los oídos y el corazón me fallara. Pero cuando oí que algunos gritaban: «Todavía vive», me caí de los hombros de mi padre, sin conocimiento.

Cuando volví en mí, me llevó a la orilla del Marne. Nos quedamos allí hasta muy tarde, en silencio, tendidos sobre la hierba.

A la vuelta, me pareció ver detrás de la verja una silueta blanca, ¡el fantasma de la criada! Era el tío Maréchaud con el gorro de dormir contemplando los desperfectos, su marquesina, sus tejas, su césped, sus macizos, sus escalones cubiertos de sangre, su prestigio destruido.

Si insisto sobre un episodio semejante es porque hace comprender mejor qué cualquier otro el extraño periodo de la guerra, y cómo me impresionaba, más que lo pintoresco, la poesía de las cosas.