El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte - Karl Marx - E-Book

El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte E-Book

Karl Marx

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Beschreibung

Esta deslumbrante crónica escrita por Marx entre diciembre de 1851 y marzo de 1852 muestra una vigencia indiscutible hoy, cuando la celebración o la impugnación del pasado aplasta la imaginación de otros futuros. Salpicada de imágenes poderosas que son parte de nuestro lenguaje político aun sin que lo sepamos ("la historia sucede dos veces: una vez como tragedia y otra como farsa", "la tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos"), se trata de una pieza magistral tanto para pensar los efectos del miedo y el descontento de los pueblos como para dilucidar los resortes de la política, sus liderazgos y sus derivas populistas. Las revoluciones europeas de 1848 fueron un acontecimiento extraordinario. En esa "Primavera de los Pueblos", la aparición del proletariado como clase independiente parecía ratificar las profecías optimistas del Manifiesto Comunista. En El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Marx sigue paso a paso el curso turbulento de la Segunda República francesa (1848-1852), descifrando cómo pudo suceder que las barricadas populares fueran traicionadas y reprimidas por las distintas fracciones de la burguesía hasta que el golpe de Estado de Luis Bonaparte restauró el orden imperial. ¿Cómo explicar que un desclasado, un individuo desprestigiado y sin respaldo partidario ni parlamentario, acaparara el poder absoluto en cuestión de meses? ¿Y que la burguesía industrial, llamada a conducir los destinos del Estado, pudiera ser humillada por ese don nadie que saqueó el fisco, clausuró la Asamblea Nacional y se proclamó emperador? ¿Cómo comprender la anomalía del "bonapartismo"? ¿Fue de verdad un "rayo en cielo sereno"? Esta nueva edición de El Dieciocho Brumario, al cuidado de Horacio Tarcus, lo confirma como una obra fundamental de Marx, en la que reformula sus propias concepciones del Estado y de la ideología para explicar de qué modo los espectros del pasado pueden condicionar a los actores políticos y sofocar las energías del porvenir.

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Portada

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Imaginarios de la revolución. Una invitación a la lectura de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (por Horacio Tarcus)

Cronología de hechos político-institucionales mencionados

El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte

Prólogo del autor a la segunda edición (1869)

El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte

I

II

III

IV

V

VI

VII

Karl Marx

EL DIECIOCHO BRUMARIO DE LUIS BONAPARTE

Introducción y notas de

Horacio Tarcus

Marx, Karl

El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte / Karl Marx.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo Veintiuno Editores, 2023.

Libro digital, EPUB.- (Biblioteca del Pensamiento Socialista)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-801-165-3

1. Socialismo. 2. Historia. 3. Filosofía Política. I. Título.

CDD 306.345

Título original: Der 18te Brumaire des Louis Napoleon [Der Achtzehnte Brumaire des Louis Bonaparte, desde la 2ª ed.]

© 2023, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

<www.sigloxxieditores.com.ar>

Traducción del Instituto de Marxismo-Leninismo del PCUS –a partir del texto de la 2ª ed.: Hamburgo, Otto Meissner, 1869–, revisada por Horacio Tarcus y Luciano Padilla López

Corrección: Héctor Di Gloria

Diseño de cubierta: Ariana Jenik

Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina

Primera edición en formato digital: marzo de 2023

Hecho el depósito que marca la ley 11.723

ISBN edición digital (ePub): 978-987-801-165-3

Imaginarios de la revolución

Una invitación a la lectura de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte

Horacio Tarcus

Las revoluciones republicanas y democráticas que en 1848 se expandieron por Europa occidental sacudieron el poder de las monarquías de la Santa Alianza y luego de dos o tres años concluyeron con graves derrotas del movimiento popular. Si bien Europa ya no sería la misma después de la “Primavera de los Pueblos”, hacia 1852 el ciclo revolucionario se había cerrado con una reafirmación del orden imperial en el plano político y una expansión vigorosa del sistema capitalista en buena parte del continente.

El proceso político francés apareció a los ojos de los contemporáneos como fuente de una serie de paradojas. La tan anhelada Segunda República no llegó siquiera a cumplir cuatro años de vida, frustrando a lo largo de su desarrollo todas las expectativas populares. El triunfador de la primera elección presidencial de la historia francesa, celebrada en diciembre de 1848 bajo el régimen del sufragio universal masculino, no fue el general Louis-Eugène Cavaignac, representante de los republicanos moderados (cosechó apenas el 19% de los votos), ni mucho menos Alexandre-Auguste Ledru-Rollin, exponente de los demócratas-socialistas que habían llevado a cabo la Revolución de Febrero de 1848 (este dirigente alcanzó un escaso 5%). Quien conquistó una victoria arrasadora (con el 74% de los votos) en esa primera elección republicana fue Luis Napoleón, sobrino de Napoleón I y último heredero de una dinastía imperial, los Bonaparte.

Este actor que poco tiempo antes había quedado por fuera del juego político –había vivido casi treinta años fuera de Francia– regresó al país no bien se dio la Revolución de Febrero. No estaba nucleado en ninguno de los partidos en pugna ni contaba con un órgano de prensa, pero no tardó en instalarse en el centro de la escena pública. En plena crisis política, el carácter difuso de su ideología contribuyó a que diversos sectores sociales y fuerzas políticas se vieran representados en él. Mientras se enfrentaba a una Asamblea Nacional dominada por sectores conservadores que buscaban retornar al voto censitario (sistema electoral que restringía el derecho de voto a los propietarios y dejaba fuera a 3.000.000 de franceses), el sobrino de Napoleón Bonaparte conquistó la adhesión de numerosos artesanos y trabajadores. Su oposición a la nueva ley de educación –conocida como Ley Falloux, sancionada por la Asamblea y favorable a la enseñanza religiosa– le granjeó la simpatía de la burguesía anticlerical, a la vez que su defensa del orden y la tradición tras los tiempos agitados de la Revolución le valieron el apoyo de los católicos. Los campesinos –la Francia rural–, en gran medida ajenos al torbellino de la trama política que se libraba en París e incapaces de construir su propia representación política, ante todo vieron en Luis Bonaparte a un protector, el heredero natural de una Francia gloriosa, mientras que los republicanos moderados, que no lograron postular a uno de sus propios hombres, confiaron en su propia capacidad para mantenerlo bajo control.

Una vez conquistada semejante concentración de poder, Luis Bonaparte fue incluso más lejos. Enfrentado a la Asamblea Nacional –contraria a una reforma constitucional que permitiera prolongar el mandato presidencial mediante la reelección–, el 2 de diciembre de 1851 encabezó una suerte de autogolpe militar. Antes de la madrugada, las tropas comandadas por el mariscal Saint-Arnaud tomaron posesión de la capital, ocuparon las imprentas para impedir que aparecieran periódicos opositores, cerraron los cafés (espacios de deliberación política por excelencia) y realizaron las primeras detenciones de los líderes montagnards[1] y republicanos que pudieran liderar una resistencia. Como las fuerzas armadas sitiaban el edificio de la Asamblea, dos centenares de legisladores se reunieron en la alcaldía del distrito X de París, pero fueron detenidos unas horas después. Unos 60 diputados montagnards y republicanos conformaron un Comité de Resistencia y recorrieron los barrios populares llamando al pueblo a levantarse contra el golpe. Al día siguiente se alzaron unas 70 barricadas en el Faubourg Saint-Antoine y otros enclaves del centro de París, pero los insurgentes fueron rápidamente derrotados. Luis Napoleón decretó el estado de sitio y ordenó unas 26.000 detenciones de republicanos, incluido el propio Adolphe Thiers, varias veces primer ministro bajo el reinado de Luis Felipe. Algunos miles fueron condenados a la deportación en Argelia, algunas decenas a la prisión de Belle-Île-en-Mer, en la Haute-Boulogne, y otros tantos a Cayena, en la Guayana francesa. Muchas figuras de la oposición, como Victor Hugo o Edgar Quinet, marcharon entonces al exilio.

A las 6 de la mañana del 2 de diciembre, los muros de las calles de París ya estaban embadurnados con carteles que llevaban la firma de Luis Napoleón Bonaparte. En ellos, el presidente apelaba directamente “Al Pueblo Francés”, por encima de las clases y los partidos en pugna. Enumeraba allí, entre otras reformas, la restauración del sufragio universal masculino, y convocaba a la ciudadanía a un plebiscito para los días 20 y 21 de diciembre para que se legitimase su dictadura. Menos de un año después, el 2 de diciembre de 1852, tras otro plebiscito en coincidencia con el aniversario del golpe, instauró el Segundo Imperio, convirtiéndose en “Napoleón III, emperador de los franceses”.

Estos acontecimientos –una República que nació democrática y devino reaccionaria cediendo su lugar a un Imperio liberal– constituyeron un desafío para la comprensión de los contemporáneos. ¿Cómo explicar que el Segundo Imperio naciera de las entrañas de la República cuando esta misma apenas se había puesto en marcha? ¿Cómo entender el repentino encumbramiento de un actor que, según vimos, hasta entonces no había tallado en el juego político de la República? ¿Cómo interpretar el reiterado apoyo popular a una figura que a los ojos de sus opositores no era más que un aventurero sin escrúpulos? ¿Cómo definir la ideología política de Luis Napoleón, a caballo entre el republicanismo y la monarquía, el liberalismo y la restauración imperial, la modernización industrial y el tradicionalismo, la centralización autoritaria y el cesarismo plebiscitario? Y, sobre todo, ¿por qué este ciclo que iba a extenderse durante veinte años (1850-1870) de intenso desarrollo industrial, modernización urbana y afirmación imperial nacía con el “pecado original” de un golpe de Estado que había privado del poder a los representantes políticos y periodísticos del orden burgués? Este es el enigma que intenta descifrar Karl Marx en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.

Marx más allá del marxismo

Volvamos tres años atrás, al estallido de la Primavera de los Pueblos. Alentado por la expansión de la revolución, Marx había retornado a Alemania en 1848. Desde la ciudad de Colonia editó un periódico, la Neue Rheinische Zeitung [Nueva Gaceta Renana] y formó parte del ala democrático-radical del movimiento republicano. El rey de Prusia, no bien retomó el control de la situación, clausuró la publicación y lo expulsó del país. En mayo de 1849, Marx se trasladó con su esposa Jenny y sus tres hijos pequeños a Londres, que se convertiría en su ciudad de residencia hasta sus últimos días. Su esposa debió empeñar las joyas de la dote familiar para costear el viaje y, una vez en Londres, fue vendiendo por lotes la vajilla de plata en el montepío.

Las revoluciones europeas de 1848 constituyeron un acontecimiento extraordinario que puso a prueba la primera formulación de la concepción materialista de la historia elaborada por Marx y Engels en el manuscrito de La Ideología Alemana (1845-1846) y luego en el Manifiesto del Partido Comunista (1848). La crisis económica de 1847 y su transformación en crisis política, que habían precedido el estallido revolucionario, parecían confirmarla. La extensión europea del conflicto también era congruente con la tesis de la expansión capitalista, y otro tanto sucedía con el llamado a una organización de los trabajadores que excediera las fronteras nacionales. La teoría de las clases en lucha se mostraba como una herramienta imprescindible para explicar los acontecimientos de la coyuntura crítica del quinquenio 1848-1852, y la aparición del proletariado como clase independiente –que incluía en su programa la reivindicación de la República social, más allá de los límites de la República liberal preconizada por la burguesía– parecía ratificar la profecía del Manifiesto.

Sin embargo, acontecimientos impensados antes de 1848 obligaban a Marx a reformular su modelo teórico. El nacionalismo emergente en las revoluciones populares se convirtió en un punto ciego desde la perspectiva del Manifiesto, según la cual “los obreros no tienen patria”.[2] Además, el modelo suponía una burguesía unificada en sus fracciones, liderada por los capitalistas industriales y rectora del Estado. Con todo, la hegemonía política de la aristocracia terrateniente fue persistente en la mayor parte de Europa, incluso en países como Inglaterra y Alemania,[3] mientras que la experiencia fallida de la Segunda República demostró la incapacidad política de la burguesía francesa. Finalmente, a pesar de que la vanguardia obrera había librado luchas heroicas, el proletariado histórico no respondió al modelo marxiano de su “desideologización en acto”: para el Marx del Manifiesto, la realidad de la explotación capitalista concluiría revelándose para el proletariado en su verdad, en la medida que se le tornara evidente la creciente polarización social e insoportable la experiencia directa de su propia explotación.[4] Si Marx quería explicar los procesos abiertos en 1848, debía reformular sus concepciones de la política, el Estado y la ideología.

Entonces, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte no entraña una mera “aplicación” de su concepción de la historia a la coyuntura de la Segunda República francesa (1848-1852). En cambio, es resultado de un esfuerzo por reformular el modelo teórico para que fuera capaz de explicar procesos de otro modo inexplicables.

El reflujo de las luchas proletarias y populares podía explicarse en los términos materialistas clásicos por la prosperidad económica recobrada a fines de 1848, pero ¿cómo entender que no fuese la burguesía industrial aquella que finalmente hegemonizara el proceso político y conquistara el aparato de Estado, sino que el propio Estado adquiriera tan alto grado de autonomía frente a la burguesía? ¿Cómo explicar que la crisis política fuera resuelta por un desclasado, un individuo hasta hacía muy poco desprestigiado y exterior al sistema político como Luis Bonaparte? ¿Cómo entender que la burguesía industrial, la clase llamada a conducir los destinos del Estado francés, pudiera ser humillada por un don nadie en un acto que irrumpía a la vez como grotesco e irracional: un golpe de Estado que le permitió clausurar la Asamblea Nacional, dar por terminada la República burguesa y proclamarse emperador? En suma: ¿cómo comprender la anomalía del “bonapartismo”?[5]

Para descifrar el enigma y comprender este fracaso inesperado de 1851, Marx ofreció en El Dieciocho Brumario un fresco histórico de los acontecimientos que se iniciaron en la Revolución de Febrero de 1848 y desembocaron en el golpe de Estado de diciembre. Por cierto, la respuesta de Marx al enigma no fue la única, sino acaso la más perdurable de todas. Uno entre muchos intérpretes contemporáneos, Marx señaló en el prólogo a la segunda edición (1869) de su libro que ese ensayo había buscado evitar los riesgos de otras dos obras que aparecieron en la misma época: Napoléon le Petit de Victor Hugo y La révolution sociale démontrée par le coup d’État du 2 Décembre de Pierre-Joseph Proudhon.[6] En la primera, el acontecimiento parecía “un rayo que cayese de un cielo sereno[:] un acto violento de un solo individuo”; en la segunda, como el desenlace necesario de un proceso histórico previo. El futuro autor de Los Miserables dirigía su invectiva contra Bonaparte, sin advertir que “lo que hace es engrandecer a este individuo, en vez de empequeñecerlo”. Proudhon, por su parte, creía que el movimiento social de 1848 entrañaba una necesidad tan poderosa de realizarse que Luis Napoleón, a falta de un proyecto propio, se vería obligado a asumir el programa de la República social de Febrero. De este modo, su texto terminaba por convertirse en “una apología histórica del héroe del golpe de Estado”. Marx se propuso evitar la unilateralidad de esas perspectivas: aquella que ponía el foco sobre la acción (en definitiva, determinante) de un pequeño-gran hombre (Victor Hugo) así como aquella que hacía de ese hombre un mero exponente de las circunstancias históricas (Proudhon). El propósito de su ensayo –según explica el propio Marx en 1869– fue mostrar “cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”.

Retengamos los términos de esta formulación, que es el modo en que el autor resume el meollo de El Dieciocho Brumario en 1869. En principio, observemos que no escribe que la lucha de clases en Francia había creado las circunstancias y condiciones para que un personaje menor se convirtiera en héroe, sino para que representara el papel de héroe. Y he aquí el signo distintivo de El Dieciocho Brumario: la problemática de la representación. Y no solo porque aborda la cuestión de la representación política en sentido lato (la relación entre las clases sociales y sus exponentes políticos e ideológicos), sino también porque pone en juego la dimensión imaginaria en los procesos de construcción de las identidades políticas.

Tal como ensayó en obras anteriores, Marx intenta una explicación de los acontecimientos en términos de la lucha entre las clases y las fracciones de clase, sus exponentes intelectuales y periodísticos al igual que sus representantes políticos, los partidos. Pero necesita ir más allá de esta inscripción de la ideología y la política en la estructura de las clases en lucha, precisamente porque la acción y la conciencia de los sujetos políticos no se correspondía punto por punto con sus supuestos intereses estructurales de clase. ¿De qué modo explicar, entonces, que los monárquicos de la Asamblea Nacional aparecieran como ardientes republicanos, que el futuro emperador fungiera como el demócrata defensor del sufragio universal (masculino) y el campeón del laicismo, que el proletariado y el artesanado francés no votaran masivamente por los candidatos de la República social?

Para resolver el enigma del bonapartismo (la creciente y desconcertante aprobación plebiscitaria que conquista el vástago de una dinastía incierta entre las más diversas clases y sectores sociales), Marx se ve obligado a indagar en el complejo universo que media entre las posiciones estructurales de clase y las representaciones políticas. El carácter innovador de esta obra –con respecto a sus producciones previas– está dado por la significación social que otorga al juego propio de las representaciones, al espesor de los imaginarios colectivos, a la inercia de la memoria, al peso de los muertos obsesionando el espíritu de los vivos.[7]El Dieciocho Brumario concibe una opacidad de los procesos políticos reales para la conciencia de los actores sociales y políticos que contrasta con el optimismo cognoscitivo del Manifiesto Comunista (1848). Incluso las expectativas revolucionarias todavía latentes en La lucha de clases en Francia (1850), escrito apenas un año y medio antes, ya no tienen lugar en esta obra de 1852: el optimismo político de Marx por las luchas sociales de su presente aparece desplazado como optimismo histórico. Según entiende Marx mismo, las revoluciones que estallen en el próximo ciclo sabrán corregir las ilusiones de las revoluciones fallidas de la primera mitad del siglo XIX.

La clausura de un ciclo revolucionario

Sí, apenas un año y medio antes, Marx había ensayado magistralmente esta perspectiva en una serie de artículos sobre el decurso de la revolución francesa de 1848. Habían aparecido durante 1850 en un proyecto que Marx redactaba desde Londres y se imprimía en Hamburgo: la Neue Rheinische Zeitung –subtitulada Politisch-ökonomische Revue [Revista Económico-Política] en esa etapa–. Años después de la muerte de Marx, Engels recopiló estos artículos en lo que a comienzos del siglo XX se convertiría en un punto de referencia dentro de las obras marxianas: La lucha de clases en Francia.[8] En el momento en que Marx redactaba estos artículos, se hacía evidente que la Revolución de Febrero había sido derrotada. Sin embargo, lo que el articulista de la Neue Rheinische Zeitung se proponía sostener era que “lo que sucumbía en estas derrotas no era la revolución”, sino “los tradicionales apéndices prerrevolucionarios, las supervivencias resultantes de relaciones sociales que aún no se habían agudizado lo bastante para tomar una forma bien precisa de contradicciones de clase”. En estas condiciones, el joven proletariado francés –que no estaba libre de “ilusiones”– “era todavía incapaz de llevar a cabo su propia revolución”. Con la experiencia de sus luchas, sus conquistas y sus derrotas, finalmente comprendería que el advenimiento de la República no consistía en la esperada emancipación del trabajo, sino apenas en la conquista del “terreno para luchar por su emancipación proletaria”. La tan ansiada República no era otra que la República burguesa, la forma política adecuada mediante la cual iba a “completar[se] la dominación de la burguesía, incorporando a la esfera del poder político, junto a la aristocracia financiera, a todas las clases poseedoras”.[9] Sin embargo, la dialéctica propia de la contrarrevolución burguesa “preparaba el mecanismo de la revolución”: “Los campesinos, los pequeños burgueses, las capas medias en general”, viéndose “empujados a una oposición abierta contra la república oficial y tratados por esta como adversarios”, se iban “colocando junto al proletariado”. Los más diversos partidarios de reformas sociales –en especial, quienes expresaban las pretensiones más modestas de clases medias– se veían de pronto “obligados a agruparse en torno a la bandera del partido revolucionario más extremo, en torno a la bandera roja”.[10]

Así, La lucha de clases en Francia es una obra con final abierto. De su texto se desprendía la posibilidad (si no la necesidad) de que las graves confrontaciones entre las dos grandes fuerzas políticas que tensionaban a la Segunda República francesa (el Ejecutivo en manos de Luis Bonaparte y la Asamblea parlamentaria dominada por las diversas fracciones burguesas que componían el Partido del Orden) se resolvieran por medio de una revolución proletaria. Semejante salida aparece cancelada en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, escrito después del golpe de Estado de diciembre de 1851 y en vísperas de la proclamación del Imperio.

El Ejecutivo había ganado la partida por sobre los partidos burgueses y la gran prensa nacional que los sostenía, llevando la autonomización del Estado a un nivel impensado por el autor de los artículos de La guerra civil en Francia. Lo que hasta entonces tenía visos de anomalía transitoria –el abrumador triunfo electoral del “príncipe-presidente” en las elecciones del 10 de diciembre de 1848, en cuya figura cada una de las clases y facciones de clase habían proyectado imaginariamente su representación– se afirmaba como una sólida realidad. Como vimos, Luis Napoleón no solo había consumado un golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851, sino que inmediatamente lo legitimaba con un plebiscito el 21 de ese mes. Incluso un año después, un nuevo plebiscito le permitía poner fin a la república y proclamarse emperador, humillando a la poderosa burguesía francesa. Quien en 1848 aparecía como un simple advenedizo terminó por demostrar que había llegado para quedarse.

A partir del golpe de Estado, Marx entendió que no bastaba con añadir un capítulo final a la serie de artículos de La lucha de clases en Francia. Era necesario reescribirla, dando mayor espesor explicativo a las representaciones y autorrepresentaciones políticas, y sobre todo a los procesos de formación de los imaginarios colectivos. Esta nueva obra nos presenta a los actores de este drama histórico atrapados en el juego de sus estrechos intereses y de sus ilusiones, y también expone cómo el Estado, que hasta el Manifiesto era concebido por Marx como “una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”, podía alcanzar semejante autonomía frente a esta misma clase.

En los artículos de La lucha de clases en Francia, Marx ya había puesto en juego la dialéctica entre lo real y lo imaginario, el contenido y la frase, lo profano y lo sagrado, el rostro y la máscara, la persona y el ropaje. Sin embargo, como Pierre Ansart ha señalado agudamente, en aquellos artículos esperanzados de 1850 la línea descendente que iba desde la explosión popular de Febrero al encumbramiento de Luis Napoleón –señalada en el texto mismo de El Dieciocho Brumario– se cruzaba con una línea ascendente en la cual la realidad lograría manifestarse en su verdad, disipando las ilusiones y las frases, las supersticiones y las máscaras. Según Ansart, “este movimiento en que emerge lo real no sería otro que el partido revolucionario en tren de realizar la revolución social mediante la destrucción de lo imaginario”. Para el Marx de La lucha de clases en Francia, esta dimensión imaginaria asumía un papel efectivo en el juego de las representaciones, pero reducido aún al estatuto de lo inesencial, al nivel de lo ilusorio, que bastaría simplemente con denunciar para poner al descubierto la resistencia suficiente de lo real.[11]

Sin lugar a duda –prosigue Ansart–, la explicación de tan inesperada situación debía buscarse, “en última instancia”, en la prosperidad económica recobrada a fines de 1848 y acrecentada desde entonces. Pero si el nuevo ciclo económico expansivo permitía entender el eclipse del descontento popular y el aislamiento de los jefes revolucionarios, era necesario explicar la extraña “farsa” en la que, tras tantas luchas y convulsiones, la sociedad no se había mostrado capaz de erigir un nuevo Estado, sino que el Estado mismo parecía volver a la antigua forma de dominación militar-imperial. “Es entonces cuando Marx propone buscar las causas de este fracaso en la relevancia de los imaginarios colectivos y, particularmente, en el peso de los recuerdos que obsesionan el espíritu de los vivos”.[12]

La danza de los espectros y las labores de zapa

El encumbramiento definitivo de Luis Napoleón fue un duro golpe para los exiliados alemanes, entre quienes Francia seguía siendo el epicentro de las expectativas revolucionarias.[13] En un principio Marx concibió su ensayo para ellos, a pedido de su amigo Joseph Weydemeyer, un exoficial prusiano que había tomado parte activa en las revoluciones de 1848. Emigrado por razones económicas a Estados Unidos, Weydemeyer estaba por lanzar en la ciudad de Nueva York un periódico en idioma alemán, Die Revolution [La Revolución], destinado a la numerosa comunidad germana migrante.[14]

Marx tenía abundante material a disposición. Había estudiado a los historiadores de la Revolución durante sus tres estadías en París (octubre de 1843-febrero de 1845, marzo-abril de 1848 y junio-agosto de 1849). Incluso fuera de Francia, no había dejado de seguir los acontecimientos políticos del país, leyendo la prensa francesa primero desde Colonia y luego en Londres. Los diarios londinenses le ofrecían además una cobertura detallada del golpe de diciembre.[15] Pero si quería hacer su propia cobertura periodística de un acontecimiento reciente, Marx debía enviar en lo inmediato al menos tres artículos, uno por semana.

A pesar del apremio con que lo escribió, en El Dieciocho Brumario Marx hace gala de una prosa deslumbrante, equiparable a la que había desplegado en Sobre la cuestión judía, la Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel o el Manifiesto Comunista (y que volverá a exhibir en algunos tramos de El capital). Aparecen aquí una serie de frases epigramáticas que terminarán por desgajarse del texto original para convertirse en verdaderas sentencias de uso universal, tales como

La historia sucede dos veces, pero primero como tragedia y luego como farsa.

La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.

Los hombres hacen la historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas que les han sido legadas por la tradición.

La revolución no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir.

O el dictum shakespeariano “¡Bien has cavado, viejo topo!”. Por medio de este último, Marx trama una vez más un juego intertextual con la obra de Hegel, aunque solo lo cite explícitamente una vez en El Dieciocho Brumario. (Enseguida veremos en detalle esa remisión a Shakespeare).

Es ya célebre el párrafo con el que Marx da inicio a El Dieciocho Brumario:

Hegel señala, en alguna parte, que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, por así decir, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa. Caussidière por Danton, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del 18 Brumario!”.[16]

Como ya había sucedido en otras oportunidades, una carta de su amigo Friedrich Engels dio pie al texto de Marx. Su amigo, al día siguiente del acontecimiento, le ofrecía no solo el leitmotiv de la reiteración farsesca del golpe del 9 de noviembre de 1799 (18 Brumario del año VIII, según el calendario republicano) con que Napoleón Bonaparte puso fin al Directorio durante la Primera República francesa, sino que también aportaba el tenor entre despectivo y burlesco que Marx iba a adoptar en su ensayo político. Escribía Engels desde Mánchester el 3 de diciembre:

¿Se puede imaginar algo más divertido que esta parodia del 18 Brumario, realizada en tiempo de paz por el hombre más insignificante del mundo con ayuda de soldados descontentos, sin oposición alguna, en la medida en que ha sido posible juzgar? ¡Y cuán bellamente se han visto atrapados todos los viejos imbéciles! ¡El zorro más astuto de toda Francia, el viejo Thiers, y el abogado más astuto del barreau [el foro parisino], Monsieur Dupin, atrapados en la trampa que les tendió el buey más famoso del siglo; capturados tan fácilmente como la obstinada virtud republicana de Monsieur Cavaignac y como el bravucón de Changarnier! Y para completar el cuadro, un Parlamento a la defensiva con Odilon Barrot como el león de hojalata, ¡el mismo Odilon exigiendo ser arrestado por dichas infracciones contra la Constitución pero incapaz de marchar a Vincennes![17]

Y líneas más abajo añadía:

Pero después de lo que vimos ayer, no hay nada que decir a favor del peuple [pueblo], y realmente parece como si el viejo Hegel guiara la historia desde su tumba como un Espíritu universal donde todo pudiera ser hilado concienzudamente dos veces, la primera como gran tragedia, y la segunda como una pésima farsa. Caussidière por Danton, L[ouis] Blanc por Robespierre, [Emmanuel] Barthélemy por Saint-Just, [Ferdinand] Flocon por Carnot, y el tonto [Luis Napoleón] con la primera docena de lugartenientes entrampados que encontró a mano, por el Pequeño Cabo [Napoleón Bonaparte][18] y su Tabla Redonda de mariscales. Vemos entonces cómo hemos llegado al 18 Brumario.[19]

Marx hizo suya la lectura perspicaz de Engels, que incluso le proporcionó el título de su obra. Pero fue más allá de su amigo, al atribuirle al bonapartismo una entidad teórico-política que excedía una mera farsa.[20]

Otra de las imágenes poderosas de El Dieciocho Brumario hace gala del recién mencionado juego intertextual entre Hegel y Shakespeare, que José Sazbón reseñó en un ensayo deslumbrante.[21] Cuando Marx señala que el ciclo revolucionario abierto en 1848 ya se ha clausurado, se vale de la imagen hegeliana del “viejo topo” de la historia para expresar asimismo que el ciclo de las revoluciones modernas apenas si había comenzado. Por debajo de la positividad de la historia visible, Marx apela a esa metáfora para poner de manifiesto el trabajo subterráneo de la negatividad histórica. La Revolución de 1848 había llevado a la perfección el sistema parlamentario para terminar derrocándolo; el bonapartismo estaba llevando ahora la centralización y la concentración del poder del Estado burgués a su máxima expresión, facilitando así las condiciones para la toma del poder político que llevaría a cabo la futura revolución proletaria. “Y cuando la revolución haya llevado a cabo esta segunda parte de su labor preliminar” –escribe Marx–, “Europa se levantará, y gritará jubilosa: ‘¡Bien has cavado, viejo topo!’”.[22]

Ya Hegel había tomado prestada la metáfora de Hamlet (Well said, old mole!, esto es, “¡Bien dicho, viejo topo!”) para referirse al incesante movimiento subterráneo del espíritu fantasmal de su padre, el Espectro, que con sus señales va guiándolo en su empeño vindicador.[23] Pero Marx escinde y contrapone en El Dieciocho Brumario la labor negativa del topo del espectro de la Revolución de 1789 que los revolucionarios inexpertos hicieron vagar todavía en 1848. En Hegel, el topo pasa a ser la imagen del trabajo invisible del Espíritu, “que cava, no pocas veces, bajo tierra […] completando así su obra”.[24] En Marx, el trabajo del topo es una metáfora del decurso irreversible de las revoluciones modernas: estas prosiguen su camino subterráneo a pesar de la estabilización transitoria del orden burgués. El topo cava sus galerías ya no en el terreno de las formas del pensamiento, sino en el de las formas políticas. Quien “se abre paso en la realidad” ya no es el Filósofo, sino el moderno Proletariado.[25]

Vicisitudes de una edición

Marx empezó a escribir el primer capítulo en el mismo mes de diciembre de 1851. Según carta de Jenny Marx a Friedrich Engels del 17 de ese mes, “apenas el Moro [Marx] regresó del Museo [Británico], comenzó a quemarse los dedos con el asunto francés”.[26] Pero un ensayo como el que estaba redactando requería un tiempo de elaboración que hacía imposible que los artículos llegaran a tiempo a Nueva York para ser publicados en enero de 1852 en el periódico de los emigrados alemanes. Como ya le había sucedido en el pasado, y volvería a acontecerle en el futuro, Marx se vio obligado a darle explicaciones a su editor. No solo se demoraba en los plazos de entrega, sino que su ensayo iba creciendo en extensión más allá de lo previsto. En carta a Weydemeyer del 19 de diciembre, Marx le informaba a su amigo que era imposible remitirle el primer capítulo ese mismo día: “Estoy sentado y trabajando en el ensayo para ti. Tu pedido se realizó demasiado tarde para cumplirse hoy”. Prometía concretar el primer envío cuatro días después, el martes 23 de diciembre, con un título que le había sugerido la citada carta de Engels: El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte.[27]

En una nueva carta, el 16 de enero Marx le explicaba a Weydemeyer que no había podido despachar el tercer capítulo de su obra porque un malestar lo había tenido dos semanas en cama.[28] El 23 de enero le anunciaba el envío de dos nuevos capítulos (el III y el IV) en los días siguientes.[29] Una semana después, despachaba el cuarto artículo a Nueva York[30] y el 17 de febrero, el quinto. Pero la obra –concebida inicialmente en tres capítulos, luego extendida a dos más– no concluiría allí: Marx le explicaba a Weydemeyer que “la cosa parece crecer por sí sola, de modo que recibirás dos nuevos artículos”, el sexto y el séptimo.[31]El 20 de febrero volvió a escribirle avisándole que sus problemas económicos le habían impedido concluir esos dos capítulos finales, y se comprometía a enviarlos el martes 24 y el viernes 27 de ese mes, respectivamente.[32] Llegada esta última fecha, Marx se disculpaba con Engels por remitirle esta vez una carta breve: “Estoy ocupado dictando un artículo para We[ydemeyer], y enviando y corrigiendo las restantes contribuciones para él”.[33] Finalmente, el último capítulo fue despachado el 25 de marzo.[34]

Estas demoras en la redacción hicieron que las primeras colaboraciones de Marx no llegaran a tiempo para ser incluidas en el periódico, que por otra parte solo había alcanzado a publicar dos números (el 6 y el 13 de enero). Así, en carta del 20 de febrero, Marx le sugería a Weydemeyer publicar el texto completo como folleto.[35] Ayudado por otro emigrado alemán (el arquitecto Adolf Cluss), Weydemeyer lanzó el 1º de mayo de 1852 una revista con el mismo nombre del periódico, Die Revolution, en cuyo primer número se publicó íntegro el ensayo de Marx bajo el título Der 18te Brumaire des Louis Napoleon [El Dieciocho Brumario de Luis Napoleón]; con un breve prólogo del editor, alcanzaba las 62 páginas.

Esta primera edición, de unos 1000 ejemplares, apenas tuvo circulación. En un principio, porque la revista no pasó de ese número inicial. Además, porque la escasez de recursos obligó a imprimirla en un cuerpo tipográfico pequeño. Engels le señaló al editor que la lectura se hacía incómoda y Marx se quejó de la cantidad de erratas.[36] Por añadidura, las dificultades financieras de Weydemeyer le impidieron retirar de la imprenta la mitad del tiraje.[37] Alrededor de 150 ejemplares fueron vendidos por Weydemeyer y Cluss a suscriptores de Die Revolution dispersos entre Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Richmond, Cincinnati, Washington y otras ciudades de los Estados Unidos. Otros 300 ejemplares debían ser despachados a Europa, de los cuales 50 se venderían en una librería de Londres y 250 debían distribuirse en Alemania. Marx mismo comprometió a Nikolaus Trübner, editor y librero, para que recibiera algunos ejemplares en su local de Londres y enviara otros tantos a Alemania por intermedio del distribuidor Julius Campe.[38] Pero unos y otros se demoraban en llegar. El 15 de mayo Marx le pedía a Cluss que intercediera ante Weydemeyer para que enviase los 300 “brumarios” pactados, pues había conseguido un librero en Colonia dispuesto a venderlos.[39] El 11 de junio Engels había recibido unos pocos ejemplares en Mánchester y le reclamaba nuevamente a Weydemeyer el envío de los 300 prometidos.[40] El 2 de septiembre Marx le informó a Engels que apenas había recibido 10 copias.[41] Por otra carta del 25 de octubre sabemos que Marx recibió 130 ejemplares despachados por Cluss.[42] De una carta posterior de Marx a Cluss se deduce que al menos cierta porción de los 300 finalmente arribó a Europa, pero ya en una ocasión inoportuna: entretanto, había comenzado el proceso a los comunistas de Colonia.[43] Marx señala escuetamente en el prólogo a la segunda edición: “Algunos cientos de ejemplares de este cuaderno salieron camino de Alemania, pero sin llegar a entrar en el comercio de libros propiamente dicho”.[44]

Pocos años después, esta edición se había convertido en una rareza bibliográfica. El socialista Wilhelm Liebknecht visitó a Marx en Londres en 1863 y llevó algunas copias de El Dieciocho Brumario a Berlín, pero sus esfuerzos para que la obra se reeditara en Alemania fueron vanos.[45] Tampoco dieron resultado las tentativas de Marx para que otro editor –F. Streit en Cobourg, Inglaterra, o Jakob Lukas Schabelitz en Basilea– lanzara una nueva tirada, e igual de infructuoso fue el intento de que un librero de Londres emprendiera una edición en inglés.[46] Marx finalmente consiguió que en 1869 Otto Meissner publicara en Hamburgo una segunda edición, en la que hizo algunas correcciones, omitió algunos tramos y añadió un prólogo. Además, el título fue reemplazado por el definitivo. La de Weydemeyer y la de Meissner fueron las únicas ediciones publicadas en vida de Marx.

En 1885, dos años después de la muerte de su amigo, Engels hizo publicar una tercera edición en alemán, a la que añadió un prefacio. La primera traducción italiana apareció en Roma en 1896 y la primera versión al inglés, en Nueva York en 1898, mientras que en ruso el texto vio la luz en 1894 en Ginebra por iniciativa de los exiliados. La primera traducción francesa, realizada por un joven líder del naciente Partido Obrero Francés, apareció en Lille en 1891. Una segunda versión francesa fue publicada en París en 1900 por una editorial de divulgación científica en un volumen compartido con La lucha de clases en Francia. El libro ingresó definitivamente en el canon marxista cuando David Riazánov lo incluyó en la edición crítica de las obras de Marx-Engels conocida como MEGA (Marx-Engels-Gesamtausgabe) y luego fue traducido por Jules Molitor para la edición popular de Œuvres de Marx y Engels que realizó en pequeños volúmenes Alfred Costes durante las décadas de 1920 y 1930. La primera versión castellana apareció en Buenos Aires en 1934, bajo el sello de Claridad, meses antes de que apareciera en Madrid la primera edición española.[47]