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Un honrado médico rural de sólidos principios y su sobrina Mary provocan una honda conmoción en la clase alta rural de Barchester, representada por las ostentosas familias Gresham y De Courcy. La mansión de los Gresham atraviesa problemas, el mayor de los cuales es el empeño de Frank, el heredero, en casarse con Mary. Animosa, leal y sincera, Mary no posee nada de valor, salvo ella misma. A su alrededor girarán las damas de ambas familias, que contrastan por su esnobismo. Ante los altibajos del amor en la joven pareja, el doctor Thorne aporta su integridad y su fidelidad a los propios principios.
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Seitenzahl: 979
Veröffentlichungsjahr: 2022
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El doctor Thorne
Anthony Trollope
Segunda edición
EDICIONES RIALP
MADRID
Título original: Doctor Thorne
© 2022, de la versión española realizada por M.ª CRISTINA GRAELL,
by EDICIONES RIALP, S. A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid.
www.rialp.com
Realización eBook: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6079-0
ISBN (edición digital): 978-84-321-6080-6
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Índice
Portada
Portada interior
Créditos
Presentación
1. Los Gresham de Greshamsbury
2. Hace mucho, mucho tiempo
3. El doctor Thorne
4. Lecciones de Courcy Castle
5. El primer discurso de Frank Gresham
6. Los primeros amores de Frank Gresham
7. El jardín del médico
8. Perspectivas matrimoniales
9. Sir Roger Scatcherd
10. El testamento de Sir Roger
11. El médico se bebe el té
12. Cuando un griego se encuentra con otro griego, estalla la guerra
13. Los dos tíos
14. Sentencia de exilio
15. Courcy
16. La señorita Dunstable
17. Las elecciones
18. Los rivales
19. El Duque de Omnium
20. La proposición
21. El señor Moffat tiene problemas
22. Sir Roger pierde su escaño
23. Retrospectiva
24. Louis Scatcherd
25. Sir Roger muere
26. La guerra
27. La señorita Thorne va de visita
28. El médico se entera de algo que le conviene
29. El burro trota
30. La sobremesa
31. Por ahí se empieza
32. El señor Oriel
33. Una visita matutina
34. El baronet llega a Greshamsbury
35. Sir Louis sale a cenar
36. ¿Volverá?
37. Sir Louis se va de Greshamsbury
38. Los preceptos De Courcy y la práctica De Courcy
39. Lo que la sociedad afirma de la sangre
40. Los dos médicos intercambian pacientes
41. El doctor Thorne no interviene
42. ¿Qué da a cambio?
43. La raza de los Scatcherd se extingue
44. Sábado por la noche y domingo por la mañana
45. Negocios legales en Londres
46. Nuestro zorro halla su cola1
47. Cómo se recibió a la novia y a quién invitaron a la boda
Autor
Presentación
Anthony Trollope, uno de los más celebrados novelistas del XIX, nació el 24 de abril de 1815 en Londres, y murió también en Londres en 1882.
Su padre, que había sido fellow del New College de Oxford, se casó con Frances, escritora, y podría haber sido la suya una tranquila familia de clase media; pero ni como abogado ni como granjero pudo el padre salir adelante. Esos fracasos llevaron a la familia a tener que vivir pobremente. Sin embargo, pudieron soslayar los efectos más devastadores de la pobreza gracias al prodigioso trabajo de Frances como autora. Aunque empezó a escribir con más de cincuenta años, creó mucho –114 obras–, y con éxito.
Su hijo Anthony ingresó en el cuerpo de Correos en 1834 y fue trasladado a Irlanda en 1841. Desempeñando misiones postales, viajó también a Egipto, las Indias Orientales y los Estados Unidos. En 1844 se había casado con Rose, con la que tuvo dos hijos. En 1867 Trollope dejó el cuerpo de Correos para presentarse a las elecciones al Parlamento por los Liberales, pero no tuvo éxito.
Trollope también quiso seguir la estela de su madre, la citada novelista Frances Trollope, y escribió más de 25 novelas, varios relatos de viajes y su Autobiography, publicada póstumamente en 1883, donde Trollope describe las estrecheces económicas de su infancia, los esfuerzos de su madre por mantener a la familia con la pluma, y los años que él pasó en las escuelas de Harrow y Winchester, antes de ingresar en el cuerpo de Correos.
En los viajes que realizó por Inglaterra e Irlanda aprovechó sus observaciones para ambientar las novelas que empezó a publicar a partir de 1847.
Sus dos primeros relatos, localizados en Irlanda, tuvieron una fría acogida. Tampoco tendría mucho éxito The Warden, la primera de las seis novelas de Barchester, inspiradas en la vida de esa ciudad; sin embargo, Trollope alcanzó la fama con las demás novelas de esa serie, que son las que siguen gozando de más popularidad hoy en día. La más destacada es El doctor Thorne.
Entre sus otras novelas cabe mencionar las que tratan de la vida política, tales como Phineas Redux o The Prime Minister.
La actitud que Trollope adopta ante la literatura es la de un artesano: rechaza el concepto de la inspiración espontánea e insiste en que la creación literaria es más fruto del trabajo y la constancia.
Su mejor cualidad es el extraordinario talento que posee para crear personajes convincentes, y cuya autenticidad se mantiene sin altibajos a través de sucesivas novelas. Una vez creados por Trollope, estos personajes parecen cobrar vida y evolucionar por sí solos. Las fisonomías morales de esos personajes, que son su punto fuerte, las retrata desde tres puntos de vista: por lo que hacen y dicen, por lo que dicen que hacen y dicen, y mediante comentarios humorísticos o irónicos del autor.
Estos personajes son en su gran mayoría tipos medios. Gran parte de la popularidad de las novelas de Trollope se debe a que sus lectores podían reconocerse en ellas e identificarse con los sentimientos y motivaciones de sus protagonistas.
De las seis novelas de Barchester, El doctor Thorne es la más completa. El autor describe la conmovedora historia de un honrado médico rural de sólidos principios, y su sobrina Mary. Ella se enamora de Frank Gresham, heredero de la muy hipotecada fortuna de Greshamsbury, pero Frank se ve condicionado en su elección por la necesidad de casarse por dinero para recuperar la riqueza de la familia. Las vicisitudes del amor entre Mary y Frank son contadas con la agudeza y la ironía propias del mejor Trollope.
En esta comedia de corte social, plena de humor inteligente, el autor nos introduce en las grandilocuentes familias Gresham y De Courcy, cuya ostentación sitúa a sus miembros entre las creaciones más felices y logradas del autor, al igual que la realista heredera señorita Dunstable y el deplorable Sir Roger Scatched, que suscitan muchos momentos de comicidad. El doctor Thorne aporta a ese mundo lo mejor de sí mismo: su integridad y su disponibilidad.
Trollope nos presenta un rico retrato de la vida de la clase alta en el campo a mediados del siglo XIX, con todos sus elementos, aparentemente, en su orden tradicional. Él ama ese mundo, pero sabe, también, que los entornos bellos no respetan más la felicidad humana que los sórdidos y feos. La mansión de los Gresham está llena de problemas, y el mayor de todos es la imperiosa necesidad de que el heredero haga una boda por dinero, cuando él insiste en casarse con Mary, que es ilegítima y pobre.
Mary Thorne es el tipo de mujer más valorado por Trollope —intrépida, animosa, leal y sincera—. No posee nada de valor salvo ella misma, y lo sabe. A su alrededor, giran las damas de Courcy y Gresham, en sus diversos grados de esnobismo y estupidez, y sirviendo como contraste a la gran valía y dignidad de Mary. Ella sabe amar de verdad, y eso es lo que de verdad importa.
Esta absorbente historia, es pues, una novela sobre dinero y clase y poder; sobre privilegios y riqueza versus lealtad y cálidos sentimientos, pero sobre todo, es una novela sobre la grandeza de ser fiel a los propios principios.
C. G. A.
1. Los Gresham de Greshamsbury
Antes de presentar al lector al modesto médico rural que va a ser el protagonista de esta historia, vale la pena conocer algunos pormenores en cuanto a los habitantes y al lugar en que nuestro médico ejercía su profesión.
Hay un condado al oeste de Inglaterra, no tan lleno de vida ni de tanto renombre como algunos del norte conocidos por su industria, pero que es, no obstante, muy querido por quienes lo conocen bien. Los verdes pastos, el ondeante trigo, las veredas anchas, umbrías y —añadamos— sucias, los senderos y cercas, las iglesias rurales, de color oscuro y bien construidas, las avenidas de hayas y las frecuentes mansiones Tudor, la tradicional caza, la elegancia social y el aire general de clase que lo impregna, lo han convertido para sus propios habitantes en la privilegiada tierra de Gosen[1]. Es eminentemente agrícola, agrícola en su producción, agrícola en su pobreza y agrícola en sus placeres.
Como es natural, hay ciudades en él, almacenes que guardan semillas y provisiones, donde se sitúa el mercado y se celebran los bailes, adonde regresan los miembros del Parlamento, en general —y a pesar de proyectos de reforma pasados, presentes y venideros— nombrados gracias al dictado de algún terrateniente poderoso; de donde proceden los carteros rurales y donde se localiza el suministro de caballos de posta necesarios para los visitantes. Sin embargo, estas ciudades no añaden nada a la importancia del condado, pues, con la excepción de la ciudad principal, consisten en una serie de calles vacías, carentes de actividad. Todas poseen dos fuentes, tres hoteles, diez tiendas, quince cervecerías, un vigilante y un mercado.
En realidad, la población de las ciudades no cuenta en absoluto por lo que respecta a la importancia del condado, con la excepción, como antes se ha dicho, de la ciudad principal, que es además ciudad catedralicia. Existe una aristocracia clerical, que no sería nada si no se le concediera la debida importancia. El obispo residente, el deán también residente, el arcediano, tres o cuatro capellanes y todos los numerosos vicarios y adjuntos, conforman una sociedad lo bastante poderosa como para tener peso en la aristocracia rural del condado. En otros aspectos, la grandeza de Barsetshire depende en su totalidad de sus poderosos hacendados.
Barsetshire, no obstante, no es ahora un todo como lo era antes de que el Proyecto de Reforma lo dividiera. Hay en la actualidad un Barsetshire del este y un Barsetshire del oeste, y la gente entendida en las cosas de Barsetshire declara que se puede percibir cierta diferencia de sentimientos y cierta división de intereses. El este del condado es más conservador que el oeste. Hay, o hubo, algo de peelismo[2] en este último. Por consiguiente, la residencia de magnates whig como el Duque de Omnium y el Conde de Courcy en cierto modo ensombrece y quita influencia a los caballeros que viven en las cercanías.
Es en Barsetshire del este donde nos detendremos. Cuando se contempló por vez primera la división arriba mencionada, en esos días tormentosos en que hombres bizarros combatían las reformas ministeriales, si no con esperanzas sí con valor, libró batalla más valiente que nadie John Newbold Gresham de Greshamsbury, miembro del Parlamento por Barsetshire. Los hados, sin embargo, y el Duque de Wellington[3] fueron adversos y en las siguientes elecciones parlamentarias John Newbold Gresham fue miembro sólo por Barsetshire del este.
Si era o no cierto, como se dijo en su tiempo, que le partió el corazón el aspecto de los hombres con quienes se tuvo que relacionar en St. Stephen’s[4], no nos incumbe dilucidar. Es auténticamente cierto que no vivió para ver el primer año del Parlamento ya reformado. El entonces señor Gresham no era un anciano en el momento de su muerte, y su hijo mayor, Francis Newbold Gresham, era un hombre muy joven, pero, a pesar de su juventud y a pesar de otros impedimentos que se alzaban en medio del camino para su nombramiento, y que deben relatarse, fue elegido para ocupar el cargo de su padre. Los servicios prestados por el padre eran demasiado recientes, demasiado apreciados, demasiado en armonía con el sentir de los allegados como para permitir otra elección y, de este modo, el joven Frank Gresham se halló siendo miembro por Barsetshire del este, aunque los mismos hombres que le votaron sabían que tenían motivos poco convincentes para confiar en él.
Frank Gresham, aunque entonces sólo contaba veinticuatro años de edad, era un hombre casado y padre de familia. Había elegido esposa y su elección había dado motivos de desconfianza a los hombres de Barsetshire del este. Se había casado nada menos que con Lady Arabella de Courcy, hermana del gran conde whig que vivía en Courcy Castle, en el oeste: del conde que no sólo votó a favor del Proyecto de Reforma, sino que, con infamia, había contribuido activamente a convencer a otros jóvenes nobles para que votaran igual, y cuyos nombres, por tanto, apestaban ante las narices de los incondicionales señores tory del condado.
No sólo se había casado así Frank Gresham, sino que, habiendo elegido una esposa de un modo tan inapropiado y tan poco patriótico, había agravado su pecado haciéndose imprudentemente íntimo de los parientes de su esposa. Es verdad que aún se llamaba a sí mismo tory, que pertenecía al club del que su padre había sido uno de los más honorables miembros y, en los días de la gran batalla, se abrió una brecha en la cabeza en el lado derecho; pero, no obstante, para la buena gente de Barsetshire del este que le era leal, un residente constante de Courcy Castle no podía considerarse como un consistente tory. Sin embargo, cuando su padre murió, su cabeza partida le fue útil: sacó partido a la herida por la causa y esto, junto al mérito de su padre, inclinó la balanza a su favor, y se decidió unánimemente, en una reunión en el George and Dragon de Barsetshire que Frank Gresham ocuparía el puesto de su padre.
Pero Frank Gresham no ocupó el puesto de su padre. Le quedaba demasiado grande. Se convirtió en miembro por Barsetshire del este, pero fue tal miembro —tan poco entusiasta, tan indiferente, tan propenso a relacionarse con los enemigos de la buena causa, tan poco inclinado a entablar el buen combate—, que pronto decepcionó a aquellos que más respetaban la memoria del anciano señor.
Courcy Castle en aquellos tiempos tenía grandes encantos para un joven, y todos esos encantos conquistaban al joven Gresham. Su esposa, que era uno o dos años mayor que él, era una mujer elegante, con gusto y aspiraciones completamente whig, como digna hija del gran conde whig. Le importaba la política, o pensaba que le importaba, más que a su esposo: pues uno o dos meses previos al compromiso, estuvo metida en asuntos políticos, porque le habían hecho creer que muchas de las leyes inglesas dependían de las intrigas políticas de las mujeres de Inglaterra. Era de las que de buena gana haría algo si supiera cómo, y su primer e importante intento fue convertir a su respetable y joven marido tory en un whig de segunda categoría. Como esperamos que el carácter de esta dama se muestre en las páginas siguientes, no es necesario describirla con más detalle.
No está mal ser hijo político de un poderoso conde, miembro del Parlamento por un condado, poseedor de un escaño inglés con solera y de una fortuna inglesa también con solera. Como hombre muy joven, Frank Gresham halló bien agradable la vida en que se vio inmerso. Se consoló como mejor pudo de las miradas recelosas con que le saludaban los de su propio partido, y se tomó la revancha haciendo buenas migas con sus adversarios políticos. De un modo frívolo, como una mariposa alocada, se acercó a la luz brillante y, como las mariposas, se quemó las alas. A principios de 1833 se convirtió en miembro del Parlamento y en el otoño de 1834 llegó la disolución. Los miembros jóvenes de veintitrés o veinticuatro años no piensan en algo como la disolución, olvidan las ilusiones de sus electores y se enorgullecen demasiado del presente para preparar el futuro. Así sucedió con el señor Gresham. Su padre fue durante toda su vida miembro por Barsetshire y él deseaba para sí una prosperidad semejante, como si eso fuera parte de su herencia, pero fracasó a la hora de encaminarse hacia el escaño de su padre.
En el otoño de 1834 llegó la disolución, y Frank Gresham, y con él su honorable esposa y todos los De Courcy, halló que había ofendido mortalmente al condado. Para su disgusto, surgió otro candidato en calidad de compañero del difunto colega y, a pesar de que presentara valientemente batalla y gastara diez mil libras en el empeño, no pudo recuperar su puesto. Un alto tory con grandes intereses whig detrás apoyándole no es una persona popular en Inglaterra. Nadie puede confiar en él, aunque haya quien desee colocarle, con cierta desconfianza, en un lugar elevado. Este era el caso del señor Gresham. Eran muchos los que querían, por motivos familiares, que continuara en el Parlamento, pero nadie pensaba que fuera el adecuado para estar allí. Como consecuencia, sobrevino una pugna encarnizada y costosa. Frank Gresham, cuando le gastaban la broma de que era whig, maldecía a la familia De Courcy y luego, cuando le ridiculizaban por haber sido abandonado por los tories, maldecía a los amigos de su padre. Así, entre ambos frentes, se hundió y, como político, jamás volvió a resurgir.
Jamás volvió a resurgir, pero en dos ocasiones hizo un gran esfuerzo por lograrlo. Por variadas causas, las elecciones en Barsetshire del este se sucedían con rapidez en aquellos días y, antes de cumplir los veintiocho años de edad, el señor Gresham ya había sido derrotado tres veces. En honor a la verdad, se daba por satisfecho con la pérdida de sus primeras diez mil libras, pero Lady Arabella tenía mayores aspiraciones. Se había casado con un hombre poseedor de buena casa y fortuna. Sin embargo, no se había casado con un plebeyo ni había renunciado a su alta cuna. Para ella, su esposo debía por derecho ser miembro de la Cámara de los Lores y, si no, era esencial que obtuviera un escaño en la cámara baja. Si se sentaba a esperar, acabaría por caer en la nada como esposa de un mero señor rural.
Estimulado así, el señor Gresham repitió tres veces la lucha infructuosa y la repitió cada vez con un alto coste. Perdió dinero, Lady Arabella perdió los nervios y las cosas no continuaron en Greshamsbury con la misma prosperidad que en los días del anciano señor.
Durante los primeros doce años llegaron los niños con rapidez al cuarto infantil de Greshamsbury. El primero en nacer fue un niño y en esos días felices, cuando aún vivía el anciano señor, fue grande la dicha por el nacimiento del heredero de Greshamsbury. Se encendieron hogueras por todo el campo, se asaron bueyes enteros y se llevaron a cabo las celebraciones de júbilo acostumbradas entre los ingleses con esplendoroso brillo. Pero cuando llegó al mundo la novena niña y el décimo bebé, la manifestación externa de júbilo ya no fue tan grande.
Luego surgieron otros problemas. Algunas de las niñas eran enfermizas. Lady Arabella tenía sus defectos, tales que perjudicaban en extremo la felicidad del esposo y la suya propia. Pero el de mostrarse indiferente como madre no se contaba entre ellos. A diario y durante años echaba en cara al marido que no estuviera en el Parlamento, le echaba en cara que no amueblara la casa de Portman Square, le echaba en cara que no admitiera en invierno a más invitados en Greshamsbury Park a pesar de que la casa los podía acoger; pero ahora cambiaba de asunto y le preocupaba con que Selina tosiera, con que Helena tuviera fiebre, con que la columna vertebral de la pobre Sophy fuera endeble y con que el apetito de Matilda hubiera desaparecido.
Dicho sea que era perdonable preocuparse por estos motivos. Así era; pero apenas era perdonable el modo. La tos de Selina no era del todo atribuible a los muebles anticuados de Portman Square, ni la columna vertebral de Sophy se beneficiaría materialmente porque su padre obtuviera un escaño en el Parlamento, y, aun así, si se oyera a Lady Arabella discutir estos asuntos en reuniones familares, se creería que ella esperaba tales resultados.
Tal y como estaban las cosas, sus pobres hijas iban y venían de Londres a Brighton, de Brighton a unos baños alemanes, de los baños alemanes a Torquay, y de allí —en lo concerniente a las cuatro que hemos nombrado— adonde ya no se podía viajar más bajo las instrucciones de Lady Arabella: la muerte.
Al único hijo varón y heredero de Greshamsbury lo llamaron como a su padre, Francis Newbold Gresham. Habría sido el héroe de nuestra historia si no hubiera ocupado ese lugar el médico del pueblo. Aquellos que gusten, que lo contemplen así. Es él quien va a ser nuestro personaje masculino favorito, quien va a realizar escenas de amor, quien va a sufrir pruebas y dificultades y quien va a ganar o no, según sea el caso. Ya soy demasiado mayor para ser un autor duro de corazón. Por eso no es probable que muera con el corazón partido. Los que no aprueben como héroe a un médico rural soltero de mediana edad, pueden considerar que lo es el heredero de Greshamsbury y pueden titular el libro, si así quieren, como «Los amores y las aventuras del joven Francis Newbold Gresham».
Y el señor Frank Gresham no se adaptaba mal para desempeñar el papel de héroe. No compartía con sus hermanas la debilidad de salud y, aunque era el único muchacho de la familia, superaba a todas sus hermanas en cuanto al aspecto personal. Desde tiempo inmemorial los Gresham era apuestos. Eran de frente ancha, ojos azules, pelo rubio, nacidos con un hoyuelo en la barbilla y con ese gesto agradable, aristocrático y peligroso en el labio superior que tanto puede expresar buen humor como desprecio. El joven Frank era de cabo a rabo todo un Gresham y era el ojo derecho de su padre.
Los De Courcys nunca habían sido gente corriente. Había demasiada grandeza, demasiado orgullo, casi se puede afirmar con justicia que demasiada nobleza en sus andares y en sus modales, e incluso en sus rostros, para permitir que se les considerara corrientes, pero no constituían una familia moldeada por Venus o Apolo. Todos eran altos y delgados, de pómulos elevados, frente grande y ojos grandes, dignos, fríos. Las muchachas De Courcy tenían todas buen cabello y, como también poseían modales nada afectados y facilidad para la conversación, conseguían pasar ante el mundo como bellezas hasta que las absorbía el mercado matrimonial y, de este modo, a la larga al mundo ya no le importaba si eran bellezas o no. Las señoritas Gresham estaban creadas en el molde De Courcy y no eran por ello menos queridas por su madre.
Las dos mayores, Augusta y Beatrice, vivían y al parecer era probable que vivieran. Las cuatro siguientes se apagaron y murieron una tras otra, todas el mismo triste año. Las enterraron en el cementerio nuevo y bien cuidado de Torquay. Venía luego un par de florecillas, nacidas a la vez, débiles, delicadas, frágiles, de pelo oscuro y ojos también oscuros, de rostro delgado, alargado y pálido, de manos largas y huesudas y pies largos y huesudos, a quienes la gente contemplaba como si fueran a seguir con pasos rápidos la suerte de las otras hermanas. Sin embargo, ni la siguieron ni sufrieron como habían sufrido sus hermanas, y ciertas personas de Greshamsbury lo atribuían al hecho de que en la familia había habido un cambio de médico.
Luego venía la más joven del rebaño, cuyo nacimiento hemos dicho que no fue saludado con demasiado júbilo, pues, cuando vino al mundo, otras cuatro, de sienes pálidas, mejillas y constitución también pálidas y apagadas, brazos blancos, esperaban el permiso para abandonarlo.
Tal era la familia cuando, el año 1854, el hijo mayor cumplía la mayoría de edad. Había sido educado en Harrow y ahora estaba en Cambridge, pero, como es natural, ese día se hallaba en casa. La mayoría de edad debe de ser una fecha señalada para un joven nacido para heredar muchos acres y mucha riqueza. Las múltiples felicitaciones; los cálidos ruegos con que los mayores del condado dan la bienvenida a un hombre más; el afectuoso cariño maternal de las madres de los alrededores que le han visto crecer desde la cuna, o de madres que tienen hijas, tal vez, lo bastante bellas, buenas y dulces para él; los saludos dichos en voz baja, medio tímidos pero tiernos de las muchachas, que ahora, quizás por primera vez, le llaman por su apellido, enseñadas por el instinto más que por la obligación de que ha llegado el momento de abandonar el familiar Charles o John; los jóvenes afortunados nacidos en buena cuna felicitándolo al oído mientras le dan una palmada en la espalda y le desean que viva mil años y que nunca muera; los gritos de los arrendatarios; los buenos deseos de los viejos granjeros que vienen a retorcerle la mano; los besos que recibe de las esposas de los granjeros y los besos que él da a las hijas de los granjeros, todas estas cosas contribuyen a hacer agradable al joven heredero su veintiún cumpleaños. No obstante, para un joven que se siente responsable y que no hereda ningún privilegio, es muy posible que el placer no sea tan intenso.
Se supone que el caso del joven Frank Gresham está más cerca de lo primero que de lo segundo, pero, con todo y con eso, la ceremonia de su mayoría de edad no era en absoluto como la habría celebrado su padre. Ahora el señor Gresham era un hombre en aprietos y, aunque la gente no lo supiera, o, al menos, no supiera que estaba en una situación muy difícil, no tuvo el valor para abrir de par en par la mansión y el parque para recibir a la gente del condado a manos llenas como si las cosas le fueran del todo bien.
Nada le iba bien. Lady Arabella no dejaba que nada a su alrededor fuera bien. Ahora todo resultaba una contrariedad. Ya no era un hombre alegre, feliz, y la gente de Barsetshire del este no esperaba una gran fiesta para la mayoría de edad del joven Gresham.
En cierto modo sí hubo una gran fiesta. Era julio y las mesas se hallaban distribuidas bajo los robles para los arrendatarios. Se hallaban distribuidas las mesas y la carne, la cerveza y el vino, y Frank, mientras las recorría y estrechaba la mano a los invitados, expresaba el deseo de que su trato con cada uno de ellos durara mucho y fuera mutuamente provechoso.
Ahora debemos dedicar unas palabras al lugar de la acción. Greshamsbury Park era una casa solariega inglesa; era y es. Pero es más fácil decirlo en tiempo pasado, pues hablamos de ella refiriéndonos a una época pasada. Hemos mencionado Greshamsbury Park. Había un parque así llamado, pero en general se conocía a la mansión como Greshamsbury House, y no se hallaba en el parque. Quizás la describiremos mejor si decimos que el pueblo de Greshamsbury consistía en una calle larga y extensa, de una milla de longitud, cuyo centro se redondeaba, de modo que media calle se unía en ángulo recto con la otra mitad. En este ángulo se alzaba Greshamsbury House, y los jardines y terrenos a su alrededor llenaban el espacio creado. Había una entrada con una gran verja a ambos extremos del pueblo y cada verja estaba custodiada por la efigie de dos enormes figuras paganas con una especie de garrotes que sostenían el blasón familiar. Conducían a la casa desde cada entrada dos calles anchas, muy rectas, que recorrían una majestuosa avenida de tilos. Se construyó con el más rico, quizás debiéramos decir en el más puro estilo Tudor. Aunque Greshamsbury es menos acabada que Longleat[5], menos magnífica que Hatfield[6], puede afirmarse en cierto sentido que es el más bello ejemplo de arquitectura Tudor que puede darse en pleno campo.
Se alza en medio de un extenso y bien dispuesto jardín y un terraplén construido en piedra, separados entre sí: a nuestra mirada no es esta vista tan atrayente como la amplia extensión de hierba que suele rodear nuestras casas de campo; no obstante, el jardín de Greshamsbury es célebre desde hace dos siglos y se creería que cualquier Gresham que lo modificara destruiría uno de los paisajes familiares más conocidos.
Greshamsbury Park, así llamado con propiedad, se extiende hacia lo lejos, hasta el otro lado del pueblo. Frente a las dos grandes verjas que conducen a la mansión había dos pequeñas verjas, una daba al establo, a la perrera y a la hacienda, y la otra al parque de ciervos. Este último constituía la entrada principal a las tierras solariegas, una gran y pintoresca entrada. La avenida de tilos que a un lado llevaba a la casa, al otro se extendía un cuarto de milla y parecía terminar en una elevación abrupta del terreno. A la entrada había cuatro salvajes con cuatro garrotes, dos en cada puerta, y todo, con las sólidas verjas de hierro, coronado con un muro de piedra en donde se erigía el escudo de armas familiar, las casas del guarda construidas en piedra, las columnas dóricas, recubiertas de hiedra, los cuatro ceñudos salvajes y el extenso terreno a través del cual se abría la carretera y que lindaba con el pueblo; todo era lo bastante imponente y daba a entender la grandeza de la antigua familia.
Quien las examinara más de cerca vería que bajo las armas había una voluta que presentaba el lema de los Gresham y que se repetían las palabras en letra más pequeña debajo de cada salvaje. En los días de elección del lema, algún experto en heráldica y armas había escogido Gardez Gresham como leyenda apropiada que representaba los peculiares atributos de la familia. Pero ahora, desafortunadamente, no se ponían de acuerdo en cuanto a la idea que significaba. Algunos declaraban, con mucho entusiasmo heráldico, que iba dirigido a los salvajes, a los que se llamaba para que cuidaran de su señor, mientras que otros, con quienes me siento inclinado a estar de acuerdo, aseveraban con igual certeza que era un consejo a la gente en general, en especial a aquellos que tienden a rebelarse contra la aristocracia del condado: «Guárdate de los Gresham». Este último significado presagiaría su fuerza, afirman los que sostienen tal opinión, mientras que para los anteriores equivaldría a debilidad. Los Gresham siempre han sido gente fuerte y nunca dada a la falsa humildad.
No pretendemos dilucidar la cuestión. Por desgracia, ambos pareceres no encajaban por igual con la suerte familiar. Tantos cambios habían tenido lugar en Inglaterra, que los Gresham no hallaron ningún salvaje que pudiera protegerlos. Debían protegerse a sí mismos como el pueblo llano, o vivir sin protección. En la actualidad no era necesario que los vecinos temblaran de aprensión cuando un Gresham frunciera el ceño. Sería deseable que el actual Gresham fuera indiferente al ceño de algunos de sus vecinos.
Pero los viejos símbolos permanecían y muchos de tales símbolos siguen permaneciendo entre nosotros. Son todavía apreciados y dignos de ser apreciados. Nos hablan de emociones auténticas y viriles de otros tiempos, y para quien sepa leerlos explican más verdadera y plenamente que la historia escrita cómo se han convertido los ingleses en lo que son. Inglaterra ya no es un país comerciante en el sentido en que este adjetivo se usa. Esperemos que no lo sea. Podría calificarse de feudal o caballeresca. En la civilizada Europa del oeste existe una nación en la cual hay grandes señores, quienes, con los propietarios de las tierras, constituyen la genuina aristocracia, la aristocracia que se juzga mejor y más adecuada para gobernar, siendo esa nación la inglesa. Elijamos diez hombres de cada pueblo europeo grande. Escojámoslos de Francia, de Austria, Cerdeña, Prusia, Rusia, Suecia, Dinamarca, España, y luego seleccionemos diez de Inglaterra cuyos nombres sean tan célebres como los de sus gobernantes. El resultado mostrará en qué país aún existe una unión inextricable, y la más sincera confianza, entre el feudalismo y los ahora denominados intereses de los hacendados.
¡Inglaterra un país comerciante! Sí, como lo fue Venecia. Inglaterra supera a otros pueblos en el comercio, pero, aun así, no es de lo que más se enorgullece, no es en lo que sobresale. Los mercaderes no son los primeros entre nosotros, aunque tienen el camino abierto, apenas abierto, para convertirse en uno de ellos. Comprar y vender es bueno y necesario; es muy necesario y es posible que sea muy bueno, pero no es el trabajo más noble para el hombre. Esperemos que en nuestra época no se considere el trabajo más noble para un inglés.
Greshamsbury Park era muy grande. Se alzaba en el ángulo externo formado por la calle del pueblo y se extendía a ambos lados sin límite aparente o frontera visible desde la carretera del pueblo o desde la casa. De hecho, el terreno estaba tan dividido por abruptas colinas, montículos de forma cónica cubiertos de robles, visibles si se asomaba uno, que la verdadera extensión del parque se agrandaba ante la mirada. Era muy posible que un desconocido entrara y hallara difícil salir por alguna de las verjas ya conocidas. Así era la belleza del paisaje: un enamorado del panorama se sentiría tentado de perderse en él.
He dicho que a un lado estaba la perrera, lo que me dará la oportunidad de describir aquí un episodio especial, un episodio largo, en la vida del actual señor. Una vez había representado a su condado en el Parlamento y, cuando lo dejó, aún sentía la ambición de relacionarse de modo peculiar con la aristocracia del condado, aún deseaba que los Gresham de Greshamsbury fueran algo más en Barsetshire del este que los Jackson de Grange, o los Baker de Mill Hill o los Bateson de Annesgrove. Todos ellos eran amigos y muy respetables caballeros rurales, pero el señor Gresham de Greshamsbury debía ser más que eso: era tanta su ambición como para ser consciente de tal deseo. Por consiguiente, en cuanto se dio la ocasión se aficionó a la cacería.
Para esta ocupación estaba bien dotado, a menos que fuera un asunto de finanzas. A pesar de que en sus años de mocedad había ofendido su indiferencia a la política familiar, y a pesar de que en cierto modo había fomentado el recelo luchando en el condado y contraviniendo los deseos de los demás señores, no obstante, ostentaba un apellido querido y popular. La gente lamentaba que no hubiera sido lo que deseaba que fuera, que no hubiera sido como había sido el anciano hacendado, pero, cuando se descubrió que no haría gran cosa como político, todavía se deseaba que destacara en otra cosa, si estaba dotado para ello, en nombre de la grandeza del condado. Ahora se le conocía como gran jinete, como completo deportista, como entendido en perros y tierno como una madre que cría una camada de zorros. Cabalgaba por el condado desde los quince años, tenía buena voz para saludar la presa, conocía por su nombre a cada perro de caza y podía hacer sonar el cuerno con la música que anuncia la cacería. Es más, residía en su propiedad, como era bien sabido en todo Barsetshire, con unos ingresos netos de catorce mil libras al año.
Así es que, en cuanto se localizó al cazador mayor, un año después del último intento de presentarse al Parlamento por el condado, pareció a todos que era un arreglo bueno y racional que los perros se quedaran en Greshamsbury. En verdad era bueno para todos salvo para Lady Arabella, y racional, quizás, para todos salvo para el mismo señor.
Durante esta época ya estaba considerablemente endeudado. Había gastado mucho más de lo debido, y lo mismo su esposa en esos dos espléndidos años en que habían figurado como grandes entre los grandes. Catorce mil libras al año bastan para que un miembro del Parlamento, con una esposa joven y dos o tres hijos, viva en Londres y mantenga la casa solariega. Pero entonces los De Courcy eran muy poderosos y Lady Arabella eligió vivir como estaba acostumbrada y como vivía su cuñada la condesa: Lord de Courcy tenía mucho más de catorce mil libras al año. Luego llegaron las tres elecciones, con su coste inmenso, y después esos dispendios a los que los caballeros se ven obligados a incurrir porque han vivido por encima de sus ingresos y hallan imposible reducir la servidumbre para vivir con más ahorro. Así es que cuando llegaron los perros a Greshamsbury, el señor Gresham ya era un hombre pobre.
Lady Arabella se opuso a su llegada, pero Lady Arabella, a pesar de que era difícil decir de ella que estuviera sometida al marido, no tenía derecho a jactarse de que él sí lo estuviera con respecto a ella. Llevó a cabo su primer gran ataque en cuanto al mobiliario de Portman Square y fue entonces cuando se le informó de que dicho mobiliario no era asunto de importancia, pues en el futuro no haría falta trasladar allí la residencia de toda la familia durante la temporada social de Londres. La clase de diálogo que se entabló a partir de este principio puede imaginarse. Si Lady Arabella hubiera preocupado menos a su esposo, quizás él habría considerado con mayor frialdad el disparate de un incremento del gasto tan enorme. Y si él no hubiera gastado tanto dinero en la caza, de la que no disfrutaba su esposa, quizás ella habría reprimido su censura ante su indiferencia por los placeres de Londres. Tal y como estaban las cosas, llegaron los perros a Greshamsbury y Lady Arabella fue a Londres cierto tiempo al año, de modo que los gastos familiares no se redujeron en absoluto.
Sin embargo, la perrera estaba ahora vacía. Dos años antes de la época en que nuestra historia empieza, se habían llevado los perros a la casa de un deportista más rico. El señor Gresham lo sintió más que cualquier otra desgracia que le hubiera acontecido. Había sido cazador mayor durante diez años y esa tarea la había desempeñado bien. El prestigio como político que había perdido entre los vecinos lo había recuperado como deportista y de buena gana habría sido autocrático si hubiera podido. Pero permaneció así mucho tiempo y al fin se fueron, no sin señales y sonidos de visible alegría por parte de Lady Arabella.
Hemos dejado esperando bajo los robles a los arrendatarios de Greshamsbury demasiado tiempo. Sí, cuando el joven Frank cumplió la mayoría de edad aún quedaba bastante de Greshambsbury, «aún» significa suficiente, a disposición del señor, para encender la lumbre y asar, con toda la piel, un toro. La mayoría de edad no le llegaba a Frank de modo discreto, como llegaría la del hijo del párroco o la del hijo del abogado. Aún se informaba en el conservador periódico de Barsetshire Standard de que «Las barbas se mueven»[7] en Greshamsbury, como lo habían hecho durante muchos siglos en similares ocasiones. Sí; así se informó. Pero esto, como muchas otras informaciones, tenía una pequeña parte de verdad. «Se sirvió licor», es verdad, a los que allí estaban; pero las barbas no se movieron como solían moverse antaño. Las barbas no se moverán para la narración. El hacendado estaba que se volvía loco por culpa del dinero, y los arrendatarios lo sabían. Se les había aumentado el alquiler; se había acabado la gallina de los huevos de oro; el abogado de la hacienda se estaba enriqueciendo; los comerciantes de Barchester, mejor dicho, del mismo Greshamsbury empezaban a murmurar, y hasta el señor había dejado de ser feliz. En estas circunstancias, la garganta de un arrendatario aún tragará, pero no se le moverá la barba.
—Recuerdo bien —dijo el granjero Oaklerath a su vecino— cuando el hacendado cumplió la mayoría de edad. ¡Que Dios le bendiga! Ya lo creo que nos divertimos. Se bebió más cerveza que la que hay en la casa desde hace dos años. El viejo señor era uno de los bebedores.
—Yo recuerdo cuando nació el hacendado; lo recuerdo bien —dijo el granjero que se sentaba enfrente—. ¡Qué días aquellos! No hace tanto tiempo de eso. El señor aún no ha cumplido los cincuenta, no, ni está cerca, aunque lo parezca. Las cosas han cambiado en Greshamsbury —decía con la pronunciación de la región—. Han cambiado tristemente, vecino Oaklerath. Bueno, bueno; pronto me marcharé, pronto, así que es inútil hablar, pero después de pagarles una libra y quince peniques durante cincuenta años, creo que no me despedirán por cuarenta chelines.
Así era la clase de conversaciones que se desarrollaban en las distintas mesas. Lo cierto es que tenían otro tono cuando nació el señor, cuando cumplió la mayoría de edad y cuando, dos años después, nació su hijo. En cada uno de estos momentos hubo parecidas fiestas campestres y el hacendado, en esas ocasiones, frecuentaba la compañía de sus invitados. En primer lugar, lo había paseado su padre seguido de una serie de damas y niñeras. En segundo lugar, había frecuentado la compañía de los demás gracias a los deportes, el más alegre entre los alegres, y todos los arrendatarios se habían empujado unos a otros para coger sitio en la hierba y poder contemplar a Lady Arabella, quien, como ya se sabía, iba de Courcy Castle a Greshamsbury para ser su señora. Poco les importaba ahora Lady Arabella. En tercer lugar, él mismo había llevado a su hijo recién nacido en brazos como su padre lo había llevado a él. Su orgullo entonces estaba en todo su apogeo y, aunque los arrendatarios murmuraban que se mostraba algo menos familiar con ellos que antes, que se había contagiado algo de los aires de los De Courcy, aún era su señor, su amo, el hombre rico en cuyas manos se encontraban. Cuando el anciano hacendado desapareció, se sintieron orgullosos del joven y de su esposa a pesar de su hauteur. Ahora ya nadie se sentía orgulloso de él.
Anduvo por entre los invitados y pronunció unas palabras de bienvenida en cada mesa. Mientras, los arrendatarios se levantaban para inclinarse y desear salud al anciano señor, felicidad para el joven y prosperidad para Greshamsbury. No obstante, todo era aburrido.
Había otros visitantes, de buena cuna, que honraban la ocasión, pero no eran una multitud, a diferencia de antaño, cuando se reunía la aristocracia de la mansión y la vecina en las fiestas de gala. En realidad, la fiesta de Greshamsbury no era muy grande. Se componía principalmente de Lady de Courcy y su comitiva. Lady Arabella aún mantenía, en la medida de lo posible, una estrecha relación con Courcy Castle. Allí iba en cuanto podía, a lo que nunca se oponía el señor Gresham, y siempre que podía llevaba consigo a sus hijas , aunque, por lo que respectaba a las dos mayores, a menudo lo impedía el señor Gresham y, no infrecuentemente, las propias hijas. Lady Arabella estaba orgullosa de su hijo, aunque no fuera su favorito. Sin embargo, él era el heredero de Greshamsbury, hecho del que iba a sacar partido, y era un joven apuesto, afectuoso, al que cualquier madre querría. Lady Arabella le quería mucho, aunque sentía una especie de decepción con respecto a él, al ver que no era tan De Courcy como debería. Le quería mucho y, por consiguiente, cuando cumplió la mayoría de edad, hizo que se reunieran en Greshamsbury su cuñada y todas las Ladies, Amelia, Rosina, etc. También, con cierta dificultad, persuadió al honorable Georges y al honorable John por ser igualmente superiores. El mismo Lord de Courcy se hallaba en la corte —al menos dijo eso— y Lord Porlock, el hijo mayor, sencillamente dijo a su tía cuando le invitaron que jamás se aburría con este tipo de eventos.
Luego estaban los Baker y los Bateson, y los Jackson, quienes vivían cerca y regresaron a casa por la noche. Ahí estaba el Reverendo Caleb Oriel, el rector de la Iglesia anglicana conservadora, con su bella hermana, Patiente Oriel. Ahí estaba el señor Yates Umbleby, abogado y representante. Ahí estaba el doctor Thorne y su modesta y tranquila sobrina, la señorita Mary.
[1] Tierra de promisión en Egipto destinada por José a los israelitas (Génesis, 45, 10-11).
[2] Relativo a Sir Robert Peel, quien, siendo Primer ministro, ocasionó la división del partido tory al introducir la abrogación de la Ley del cereal en 1846, contra los intereses de los terratenientes.
[3] En 1832 Wellington suscitó el odio de los opositores a la Reforma parlamentaria al retirar su oposición al Proyecto de Reforma en la Cámara de los Lores.
[4] Es la capilla del Palacio de Westminster donde se reunían los comunes desde 1550 hasta el incendio de 1834.
[5] Mansión del Marqués de Bath en Wiltshire, construida en 1567-80 por Sir John Thynne y calificada por John Aubrey como «la casa más augusta de toda Inglaterra».
[6] Hatfield House, mansión construida en 1611 por Robert Cecil, primer conde de Salisbury, para el rey Jaime I.
[7] Casi un proverbio de Thomas Tusser.
2. Hace mucho, mucho tiempo
Como el doctor Thorne es nuestro héroe —o debería decir mi héroe, dejando al lector el privilegio de elegir por sí mismo—, y como Mary Thorne es nuestra heroína, aspecto cuya elección no queda en manos de nadie, es necesario presentarlos, justificarlos y describirlos de un modo apropiado y formal. Casi siento que es mi deber pedir disculpas por empezar una novela con dos largos y aburridos capítulos llenos de descripciones. Soy perfectamente consciente del peligro de tal proceder. Al hacerlo así peco contra la regla de oro que nos exige hacerlo lo mejor posible. La sabiduría de esta regla la reconocen los novelistas, yo entre ellos. Apenas puedo esperar que nadie avance en esta ficción que ofrece tan poco encanto en sus primeras páginas. Pero por retorcido que sea, no lo sé hacer de otro modo. No puedo hacer que el pobre señor Gresham se revuelva inquieto en el sillón de una manera natural hasta que haya dicho que se siente inquieto. No puedo hacer que el doctor hable libremente ante la aristocracia hasta haber explicado que esto concuerda con su carácter. Esto no es artístico por mi parte y muestra falta de imaginación, además de falta de habilidad. Si puedo o no expiar esta culpa a través de la narración directa, sencilla y llana, esto, verdaderamente, es muy dudoso.
El doctor Thorne pertenecía a una familia en cierto sentido tan buena y en otro sentido tan antigua como la del señor Gresham, y mucho más antigua, según estaba dispuesto a jactarse, que la de los De Courcy. Se menciona primero este rasgo de su carácter pues era su debilidad más llamativa. Era primo segundo del señor Thorne de Ullathorne, un señor de Barsetshire que vivía en la población de Barchester y que se jactaba de que su hacienda hubiera permanecido más años en manos de su familia, pasando de Thorne a Thorne, que cualquier otra hacienda o cualquier otra familia del condado.
Pero el doctor Thorne no era más que un primo segundo y, por consiguiente, aunque tuviera derecho a hablar de la sangre familiar, no tenía derecho a reclamar ninguna posición en el condado que no fuera la que ganase por sí mismo si escogía establecerse ahí. Era un hecho del que no había nadie más consciente que el propio médico. Su padre, primo hermano de un anterior señor Thorne, había sido una autoridad clerical en Barchester, pero había muerto hacía muchos años. Había dejado dos hijos, uno formado como médico y otro, el menor, que había recibido formación para ser abogado, y no tuvo ninguna vocación satisfactoria. Este hijo había sido primero suspendido en Oxford y luego expulsado y, de regreso a Barchester, fue causa de sufrimiento para su padre y su hermano.
El anciano señor Thorne, el clérigo, murió cuando ambos hermanos eran aún jóvenes y no les dejó nada más que la casa y otras propiedades cuyo valor ascendía a dos mil libras, que legaba a Thomas, el hijo mayor, mucho más que lo que había gastado en saldar las deudas contraídas por el menor. Hasta entonces había reinado la armonía entre la familia Ullathorne y la del clérigo; pero uno o dos meses antes de la muerte del médico —el período del que hablamos se remonta veintidós años antes del principio de nuestra historia— el entonces señor Thorne de Ullathorne dio a entender que ya no recibiría más a su primo Henry, a quien consideraba la desgracia de la familia.
Los padres tienen derecho a ser más indulgentes con sus hijos que los tíos con los sobrinos o los primos entre sí. El doctor Thorne aún tenía esperanzas de reformar a su oveja negra y pensaba que el cabeza de familia manifestaba severidad innecesaria interponiendo obstáculos. Y si al padre le entusiasmaba apoyar al hijo pródigo, al aspirante a médico aún le entusiasmaba más apoyar al hermano pródigo. El joven doctor Thorne no era un libertino, pero quizás, por su juventud, no aborrecía lo bastante los vicios de su hermano. De todas formas, permaneció valientemente junto a su hermano y, cuando al final se indicó que no se consideraba deseable la compañía de Henry en Ullathorne, el doctor Thomas Thorne mandó decir al señor que, en tales circunstancias, cesarían sus visitas.
No fue una resolución muy prudente, pues el joven galeno había decidido establecerse en Barchester, principalmente por contar con la ayuda que podría darle su parentesco con los Ullathorne. Sin embargo, el enfado le impidió pensar. No se supo nunca si, en su juventud o en su vida adulta, consideró esta cuestión, que merecía mayor consideración. Tal vez esto tuvo una importancia menor, ya que sus enfados no eran duraderos, desaparecían con frecuencia antes de que le salieran las palabras de enojo de la boca. Con la familia de Ullathorne, no obstante, la pelea fue permanente y de perjuicio vital para su futuro como médico.
Y luego murió el padre. Los dos hermanos pasaron a vivir juntos con muy pocos medios. En esa época vivía en Barchester una familia cuyo apellido era Scatcherd. Sólo nos importan, de esta familia, dos miembros, un hermano y una hermana. Ocupaban una posición baja en la sociedad, pues el primero era albañil y la segunda, aprendiz de sombrerera. Sin embargo, eran, en cierto sentido, gente muy notable. La hermana tenía fama en Barchester de ser un modelo de belleza del tipo fuerte y robusto, y aún tenía mejor reputación como muchacha de buen carácter y conducta honesta. Su hermano se sentía orgulloso tanto de su belleza como de su prestigio, y aún se sintió más cuando la pidió en matrimonio un decente comerciante de la ciudad.
Roger Scatcherd también tenía fama, pero no por su belleza o por la propiedad de su conducta. Se le conocía como el mejor albañil de los cuatro condados y como quien, en determinadas ocasiones, podía beber más alcohol en todo ese territorio. Como trabajador, en realidad, su fama era insuperable: no sólo era un albañil rápido y bueno, sino que además tenía la capacidad de convertir a los demás en albañiles. Tenía el don de saber lo que alguien podía y sabía hacer. Y, gradualmente, le enseñaba lo que cinco, diez y veinte y, finalmente, mil y dos mil hombres podrían realizar entre todos. Esto lo sabía hacer sin la ayuda de papel y lápiz, con los que no estaba familiarizado, ni lo estaría. Tenía otros dones y otras inclinaciones. Podía hablar de manera peligrosa para sus adentros y para los demás. Podía convencer sin saber que lo hacía y, al ser en extremo demagogo, en los días ajetreados anteriores al Proyecto de Reforma, originó una barahúnda en Barchester, de la que ni él mismo tuvo noción.
Entre sus otros defectos, Henry Thorne tenía uno que sus amigos consideraban peor que los demás y que quizás justificaba la severidad de la familia de Ullathorne: le encantaba relacionarse con gente de posición social inferior. No sólo bebía —eso podría perdonarse— sino que bebía en garitos con gente vulgar; eso decían sus amigos y eso decían sus enemigos. Él negaba la acusación al estar hecha en plural y declaraba que el único compañero de juerga vulgar era Roger Sactcherd. Con Roger Scatcherd se relacionaba y se volvió tan demócrata como el propio Roger. En cambio, los Thorne de Ullathorne eran tories de la clase más alta.
Si Mary Scatcherd aceptó enseguida la oferta del respetable comerciante, no lo sé decir. Después de que ocurrieran ciertos sucesos que deben ser contados con brevedad, ella declaró que nunca lo hizo. Su hermano afirmaba que ella sí lo hizo. El respetable comerciante rehusó hablar del asunto.
Es cierto, sin embargo, que Scatcherd, quien hasta entonces había guardado silencio sobre su hermana en esas horas de relaciones sociales que pasaba con sus amigos, se jactaba del compromiso cuando, según decía, se hizo, y también se jactaba de la belleza de la muchacha. Scatcherd, a pesar de su ocasional intemperancia, tenía sus aspiraciones en esta vida, y el futuro matrimonio de su hermana era, a su juicio, conveniente para sus ambiciones familiares.
Henry Thorne había oído hablar y había visto a Mary Scatcherd, pero, hasta entonces, ella no había caído en sus garras. No obstante, en cuanto él oyó contar que se iba a casar decentemente, el diablo le tentó e hizo que él la tentara a ella. No hace falta contar toda la historia. Resultó para todos claro que él le hizo varias promesas de matrimonio, incluso se las llegó a dar por escrito. Después de haber compartido con ella los días de fiesta —domingos o tardes de verano— él la sedujo. Scatcherd le acusó abiertamente de haberla intoxicado con sus drogas, y Thomas Thorne, quien se ocupó del caso, creyó al final la acusación. Se supo en todo Barchester que Mary tuvo un hijo y que el seductor era Henry Thorne.
Roger Scatcherd, cuando le llegó la noticia, se emborrachó totalmente y juró que mataría a ambos. Con gran cólera, sin embargo, se dirigió armado primero al encuentro de él. No llevaba consigo más que sus puños y un gran palo cuando salió en busca de Henry Thorne.
En ese tiempo los dos hermanos se alojaban en una hacienda cerca del pueblo. No era el hogar deseable para un médico, pero el joven doctor no logró establecerse convenientemente desde la muerte de su padre y, como deseaba controlar a su hermano, se instaló allí. A esta hacienda llegó Roger Scatcherd una bochornosa noche de verano. La furia relucía en su mirada enrojecida, la rabia se convertía en locura a medida que daba pasos rápidos desde la ciudad. Su vehemente estado de ánimo estaba conmocionado.
Justo en la puerta del corral, de pie, plácidamente, con el cigarro en la boca, encontró a Henry Thorne. Había pensado buscarlo por toda la casa, reclamar a su víctima con grandes gritos y dirigirse a él a pesar de todos los impedimentos. En lugar de eso, ahí estaba el hombre, ante él.
—Y bien, Roger, ¿qué hay? —preguntó Henry Thorne.
Estas fueron las últimas palabras que pronunció. Le respondió un golpe dado con un palo de un árbol. Sobrevino una pelea, que terminó con el cumplimiento de su palabra por parte de Scatcherd, como correspondía al ofensor. Nunca pudo determinarse con exactitud cómo el golpe dio en la sien: un médico afirmó que se había dado en una pelea con un palo pesado; otro pensaba que se había usado una piedra; un tercero sugirió que podría haber sido con un martillo de albañil. Sea como fuere, se probó que no había sido un martillo y el mismo Scatcherd insistió en declarar que en sus manos no hubo más arma que el palo. No obstante, Scatcherd estaba bebido y, aunque pretendiese decir la verdad, podía haberse equivocado. Sin embargo, estaba el hecho de que Thorne había muerto, de que Scatcherd había jurado matarle una hora antes y de que había cumplido su amenaza sin más dilación. Lo arrestaron y juzgaron por asesinato. Todas las desagradables circunstancias del caso salieron a relucir en el juicio: le encontraron culpable de asesinato y le condenaron a seis meses de prisión. Quizás a nuestros lectores les parezca demasiado severo el castigo.
Poco después del fallecimiento de Henry Thorne llegaron al lugar Thomas Thorne y el granjero. Al principio el hermano se puso furioso y deseoso de vengar el crimen de su hermano, pero, vistos los hechos, cuando se enteró de la provocación y de cuáles eran los sentimientos de Scatcherd al salir de la ciudad, decidido a castigar a quien había arruinado la vida de su hermana, se operó un cambio en su corazón. Fueron días de prueba para él. A él le correspondía hacer lo que pudiera por impedir las injurias que merecía la memoria de su hermano; también le correspondía salvar o intentar salvar del castigo indebido al desdichado que había derramado la sangre de su hermano; y también le correspondía, o al menos así lo creía, cuidar a la pobre mujer caída cuya desgracia no desmerecía a la de su hermano.
Y él no era la clase de persona que haría algo así a la ligera o con la tranquilidad con que en otra situación habría actuado. Pagaría por la defensa del prisionero; pagaría por la defensa de la memoria de su hermano, y pagaría por el bienestar de la pobre muchacha. Haría todo esto y no dejaría que nadie le ayudara. Se hallaba solo en el mundo e insistía en seguir así. El anciano señor Thorne de Ullathorne se volvió a ofrecer con los brazos abiertos, pero él había concebido la disparatada idea de que la severidad de su primo había conducido a su hermano a ese final trágico y, en consecuencia, no aceptó la bondad de Ullathorne. La señorita Thorne, la hija del anciano señor —una prima considerablemente mayor que él, con quien había tenido mucho trato—, le envió dinero y él lo devolvió en un sobre blanco. Ya tenía bastante para el desdichado propósito que tenía en mente. En cuanto a lo que pudiera suceder después, le era indiferente.
El asunto fue sonado en el distrito y lo siguieron muy de cerca muchos magistrados del condado y alguien en particular: John Newbold Gresham, que estaba vivo entonces. Al señor Gresham le conmovió la energía y el sentido de la justicia mostrados por el doctor Thorne en tal ocasión y, cuando acabó el juicio, lo invitó a Greshamsbury. La visita acabó con el establecimiento del doctor en el pueblo.
Debemos regresar un momento con Mary Scatcherd. Se libró del necesario enfrentamiento con la ira de su hermano, pues su hermano se hallaba bajo arresto por asesinato antes de que pudiera reclamarle algo. Su suerte inmediata, no obstante, era cruel. Por profunda que fuera la causa de su rabia contra el hombre que tan inhumanamente la había tratado, aun así era natural que pensara en él más con amor que con aversión. ¿En quién más podía buscar amor en semejante situación? Cuando, por consiguiente, se enteró de que lo habían matado, se le partió el corazón, volvió el rostro a la pared y deseó morir: morir una doble muerte, la suya y la del hijo sin padre que crecía rápido en su interior.
Pero, de hecho, la vida aún le ofrecía mucho, tanto a ella como a su hijo. A ella, el destino la enviaba a una tierra lejana para ser la digna esposa de un buen marido y la madre feliz de muchos hijos. Para el bebé, su destino era... No lo digamos con tanta rapidez: para describir su destino se ha escrito el presente volumen.
Incluso en esos días de amargura, Dios templó el viento que envolvía a la oveja abandonada. El doctor Thorne estuvo junto a su lecho poco después de que la noticia fatídica hubiera llegado a oídos de la joven, e hizo por ella más de lo que habría hecho su amante o su hermano. Cuando nació el bebé, Scatcherd aún estaba en prisión y aún le quedaban tres meses más de reclusión. Se habló mucho de la historia de la gran equivocación de la joven y del cruel trato que recibió. Los hombres decían que alguien que había sido tan herido no debería considerarse pecador.
Así pensaba, en cierto modo, un hombre. A la luz del crepúsculo, al anochecer, le sorprendió al doctor Thorne la visita de un modesto comerciante de productos de ferretería de Barchester, a quien no recordaba haberse dirigido ni una vez tan siquiera. Era el primer amor de la pobre Mary Scatcherd. Fue a hacer una propuesta, que era la siguiente: si Mary consentía en abandonar el país de inmediato, abandonarlo sin despedirse de su hermano, ni hablar del asunto, él vendería todo lo que tenía, se casaría y emigrarían los dos. Sólo había una condición: ella debía abandonar el bebé. El hombre podía encontrar generosidad en su corazón, podía ser generoso y leal a su amor, pero no poseía la suficiente generosidad para convertirse en el padre de la hija del seductor.
—Nunca lo podría soportar, señor, si procedemos así —decía—. Y ella... ella, con el tiempo, verá que es lo mejor.
Al alabar su generosidad, ¿quién podría censurar tal muestra de prudencia? Él aún podía convertirla en su esposa, por muy deshonrada que estuviera ante la mirada de la sociedad, pero ella tenía que ser la madre de sus propios hijos, no la madre de la hija de otro.
De nuevo el doctor tenía una tarea a la que enfrentarse. Vio de inmediato que era su deber servirse de su autoridad para inducir a la pobre muchacha a aceptar tal ofrecimiento. A él le gustaba el hombre y ante ella se abría un camino que habría sido el deseado incluso antes de la desgracia. Pero es duro convencer a una madre de que se separe de su primer bebé; más duro aún, tal vez, cuando el bebé ha nacido sin que la vida le haya sonreído las primeras horas. Ella, al principio, rehusó de modo tenaz. Envió mil gracias, sus deseos de lo mejor, su profundo reconocimiento de la generosidad del hombre que tanto la quería, pero la naturaleza, decía, le impedía dejar a su niña.
—Y ¿qué harás por ella estando aquí? —preguntaba el médico. La pobre Mary le respondía con un torrente de lágrimas.