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Tras una impetuosa aventura, el multimillonario griego Jax Antonakos dejó desolada y embarazada a Gemma Dixon, aunque él no lo sabía. En ese momento, ella estaba decidida a llevar una vida nueva con su hijita, pero cuando Jax volvió a irrumpir en su mundo, no pudo disimular la reacción instantánea a su cautivador atractivo. A Jax le compensaba luchar por una heredera caída del cielo, sobre todo cuando le garantizaba que se quedaría con aquella arrebatadora mujer. Estaba decidido a recordarle la afinidad insaciable que tenían en la cama para reclamar su cuerpo, y a su hija.
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Seitenzahl: 223
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Lynne Graham
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El dueño de mi corazón, n.º 142 - julio 2018
Título original: Sold for the Greek’s Heir
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-690-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
JAX Antonakos, una vez en el box, se bajó del coche con la adrenalina recorriéndole todavía las venas por la emoción de la carrera. Solo había sido una carrera de exhibición por un motivo benéfico, se recordó a sí mismo mientras lo rodeaba una multitud ruidosa.
Se quitó el casco y dejó al descubierto el pelo moreno y despeinado y unos ojos tan verdes como esmeraldas. Se oyó el habitual murmullo de las mujeres, los fotógrafos dispararon sus cámaras, los periodistas le hicieron preguntas y las mujeres hermosas intentaron acercarse a él, pero todo eso era lo normal en el mundo que vivía.
No obstante, no hizo caso y fue a saludar al ganador de la carrera y vigente campeón del mundo.
–¡Me lo has puesto difícil para llevar tantos años sin pilotar! –reconoció Dirk–. A lo mejor deberías seguir corriendo y dejar de hacer cuentas detrás de una mesa.
–Ni hablar, Jax es un genio de los negocios –intervino una morena mientras lo rodeaba con los brazos antes de que él pudiera hacer algo–. Gracias por participar en el último momento cuando me falló Stefan. Ya sabes cuánto te lo agradezco…
–Kat…
Jax frunció el ceño cuando se dio cuenta de que, probablemente, los habrían fotografiado como a una pareja, pero no eran una pareja por mucho que la prensa y sus familias quisieran que lo fuesen solo porque eran jóvenes y muy ricos y estaban solteros.
Se apartó de ella con una sonrisa. Kat le caía bien, siempre le había caído bien, pero su padre iba a llevarse una desilusión si todavía esperaba que se casaran para que así se unieran sus inmensos imperios empresariales. Desgraciadamente, las fotos solo conseguirían que se hiciera falsas esperanzas.
–Vamos a beber algo –Kat lo agarró de la cintura–. Te agradezco de verdad que hayas venido aunque te lo dijera con tan poca antelación.
–Era por una buena causa y eres una amiga…
–Una amiga que podría ser algo más –susurró Kat.
–Me he divertido con la carrera –comentó Jax para pasar por alto lo que le había dicho ella.
Al fin y al cabo, no había una manera amable de decirle por qué estaba perdiendo el tiempo al perseguirle y sería una hipocresía decírselo con la fama de mujeriego que tenía. Todavía recordaba con agrado lo desenfrenada que era Kat cuando eran más jóvenes, pero seguía sin querer casarse con una mujer que se había acostado con casi todos sus amigos. Sería un doble rasero, pero no podía evitarlo.
En cualquier caso, no quería casarse con nadie ni estaba preparado para tener los nietos que Heracles Antonakos, su padre, ansiaba tanto. Jax sabía mejor que nadie que ser padre era como un campo de minas, porque su infancia había sido muy infeliz y había estado llena de cambios y dramas sentimentales constantes.
Sus padres se habían divorciado cuando él era muy pequeño y su padre se había olvidado prácticamente de la existencia de su hijo menor durante los siguientes veinticinco años. Argo, el hijo mayor de Heracles, había nacido de su primer matrimonio. Al quedar viudo, se había casado otra vez, precipitadamente, y nunca le había perdonado a su segunda esposa, a la madre de Jax, su infidelidad. Él había pagado el precio de la aventura extramatrimonial de su madre de más de una manera. No había tenido dónde refugiarse de las repercusiones por las relaciones rotas de su madre y no había tenido respaldo paternal. Había sobrellevado solo los divorcios de su madre, sus intentos de suicidio y sus entradas y salidas de centros de rehabilitación.
Uno de sus primeros recuerdos era haberse escondido en un armario cuando su madre tuvo un arrebato inducido por las drogas. Debía de tener unos tres años, pero ya sabía que lo patearía y le daría un puñetazo si lo encontraba antes de que se le hubiese pasado la furia. Su madre era una impresionante estrella del cine adorada en público y un monstruo ofuscado por las drogas de puertas para adentro. Su padre lo había dejado en manos de esa mujer cuando era un niño indefenso.
Entonces, cuando tenía veintiséis años, todo había cambiado milagrosamente. Argo, su medio hermano, había muerto en un atraco fallido en plena calle y Heracles Antonakos, olvidándose muy deprisa del duelo, había empezado a interesarse por el hijo más joven que había desdeñado durante años. Naturalmente, su madre ya había fallecido por entonces, pero él seguía sin poder entender el repentino cambio de actitud de su padre. No obstante, por fin había encontrado el apoyo y reconocimiento paternal que había anhelado desde su más tierna infancia. Naturalmente, seguía preguntándose hasta cuándo duraría el cambio de actitud de su padre y se había encontrado con toda una serie de complicaciones nuevas porque la vida del heredero Antonakos no era un camino de rosas.
Jax, como hijo único de uno de los hombres más ricos del mundo, no sabía qué hacer con tanto dinero. Lo fotografiaban y lo trataban como a una celebridad fuera donde fuese. Auténticas hordas de mujeres manipuladoras y rapaces lo perseguían como si fuese un trofeo de caza mayor. Sin embargo, tenía infinidad de proyectos estimulantes en el terreno empresarial que le permitían utilizar su brillante cerebro.
Uno de sus guardaespaldas le llevó el teléfono con una expresión seria y él apretó los labios al aceptar la más que probable llamada de su padre. Efectivamente, Heracles se subía por las paredes por su imprudencia al correr el riesgo de conducir a una velocidad endiablada en un circuito de coches. Él no dijo nada porque, después de dos años, ya había aprendido que discutir o intentar tranquilizarlo solo servía para alargar esos sermones apasionados. Desde la espantosa muerte de Argo, a Heracles le daba un miedo desproporcionado que el único hijo que le quedaba participara en cualquier actividad que pudiera hacerle daño y lo habría envuelto entre algodones si hubiese podido. Si bien valoraba el aparente apego de su padre, aunque no se fiaba de él, detestaba que interfiriera para limitarlo.
Había aceptado los cinco guardaespaldas, que no necesitaba y lo acompañaban a todos lados, solo para que hubiera paz, pero seguía siendo tan independiente como lo había sido toda su vida y, cuando necesitaba aliviar el estrés se iba a bucear mar adentro, a escalar montañas o a volar. También seguía acostándose con mujeres… inadecuadas, el tipo de mujeres con las que ni su padre esperaría que se casara.
¿Por qué? Le encantaba ser soltero y libre como el viento porque no podía soportar que nadie le dijera lo que tenía que hacer. La única vez que se salió de ese sendero acabó en una relación desastrosa y ya no tenía relaciones siquiera, solo tenía relaciones sexuales y sin complicaciones. Una vez se había escapado con la prometida de otro hombre y había estado a punto de no vivir para contarlo.
Franca se había metido en su cama una noche, cuando estaba medio borracho, y la traición se había consumado antes de que reconociera siquiera con quién estaba haciéndolo. Naturalmente, Franca solo lo había utilizado para escapar de una vida que ya no le agradaba, pero él no lo había captado. Se había tragado el anzuelo de «damisela en apuros» antes de que se diera cuenta de que estaba tratando con una alcohólica muy manipuladora y destructiva. Había traicionado la amistad de su antiguo socio, Gio, pero había acabado pagándolo con creces. Sin embargo, ¿había aprendido? No. Su segundo mayor error lo cometió después de Franca… y fue otro error con forma de mujer.
Por eso, no quería ni esposa ni hijos y nada iba a cambiarlo, ni siquiera el deseo de complacer a su padre tanto tiempo ausente, reflexionó con escepticismo mientras Kat Valtinos se acercaba con unas bebidas y una sonrisa triunfal…
–No soporto que trabajes así –murmuró Kreon Thiarkis cuando su hija le llevó una bebida–. Es degradante.
–Trabajar mucho no es degradante, papá –contestó Gemma con una sonrisa tranquilizadora que le formó unos hoyuelos–. No seas esnob, no soy ni la mitad de pija que tú y no lo seré nunca. Kreon se tragó una réplica cortante porque no quería ofenderla cuando solo llevaba seis meses en su vida y le daba miedo ahuyentarla si actuaba como un padre estricto. Al fin y al cabo, Gemma no había tenido un padre que la orientara, se dijo a sí mismo con remordimiento. Sin embargo, aunque era muy independiente y orgullosa a los veintiún años, había tenido muy mala suerte para tener que acabar presentándose ante él con su nieta en brazos, las dos desastradamente vestidas y medio muertas de hambre. Ya era mayor, pero el corazón se le ablandó al pensar en la pequeña Bella, la niña más adorable y la luz que iluminaba su vida y la de su esposa Iola, porque Iola y él se habían conocido y se habían casado demasiado tarde como para tener hijos. Le encantaba que las dos estuvieran en su casa, pero estaba convencido de que su hija necesitaba un marido que las cuidara cuando él ya se hubiese marchado.
Su hija era una muchacha muy hermosa, y eso habría sido muy fácil de conseguir si Gemma no fuese tan insegura y recelosa. Los hombres se daban la vuelta para mirarla en el bar donde trabajaba. Tenía una melena rojiza y ondulada que le llegaba hasta media espalda, una piel muy blanca y los ojos azules y enormes, era una belleza clásica y delicada como una muñeca. Sacaba más propinas que cualquier otra camarera del hotel y era muy importante para ellos, le había asegurado el propietario del hotel, que era amigo suyo.
Gemma siguió con su trabajo aunque sabía que ese trabajo que se había empeñado en aceptar le molestaba a su padre. Desgraciadamente, ser madre soltera era muy caro, aunque su padre y su madrastra la hubiesen ayudado maravillosamente durante los últimos meses. Estaba muy agradecida porque había ido a Grecia para conocer por fin a su padre y él y su esposa las habían aceptado con amor y comprensión. Su padre era hijo de un griego, pero se había casado con una inglesa y se había criado en Londres. Era un padre y un abuelo muy protector que había recibido a Gemma y a su hija sin un solo reproche aunque no le había hablado de Bella cuando la invitó a ir a Grecia.
Si bien ella estaba dispuesta a aceptar el alojamiento gratis y la ayuda de Iola para ocuparse de Bella, estaba decidida a no convertirse en una carga permanente y a no aprovecharse demasiado de la generosidad de las dos personas mayores. Reconoció que necesitaba ayuda cuando llegó a Atenas, pero ya estaba intentando por todos los medios ser independiente. No ganaba mucho, pero el sueldo le permitía pagarse ciertas necesidades, como su ropa y la de su hija, y, por el momento, eso bastaba para satisfacerle el orgullo.
Andreus, su jefe y propietario del hotel, se dirigió hacia ella mientras se alejaba de un cliente.
–Mañana, a las once de la mañana, se va a celebrar una reunión muy importante en la sala del fondo –le explicó él–. Me gustaría que tú sirvieras las bebidas y los entremeses. Solo te necesitaré un par de horas, pero te pagaré un turno completo.
–Lo comentaré con Iola, pero no creo que haya ningún inconveniente porque no suele salir por la mañana –contestó Gemma antes de ir a atender a un cliente que la llamaba con la mano.
El cliente intentó que le diera su número de teléfono, pero ella se limitó a sonreír con cortesía porque no tenía ni el más mínimo interés en salir con nadie ni en llegar a algo más físico, aunque sabía que algunos hombres creían que sería dada a los… encuentros esporádicos porque tenía un hijo. Ya había pasado por eso, ya lo había hecho y tenía una hija a cambio. Desdichadamente, a los diecinueve años era una virgen que no sabía nada de la vida y no se había enterado de que era una aventura esporádica hasta que fue demasiado tarde para prepararse y ya la habían dejado tirada como a una colilla. En realidad, todavía llevaba grabada en el alma esa humillación, que el padre de Bella la tratara con ese desprecio e indiferencia devastadores, y por eso no pensaba en ello, ni en él, casi nunca.
Además, ¿de qué servía sufrir por los errores del pasado, por no decir nada de los rechazos inhumanos que había padecido? Sufrir no cambiaba nada. Ella lo había aprendido por las malas, una y otra vez, cuando era una niña vulnerable que se había criado en casas de acogida, que había estado a expensas de los caprichos de los demás y que no había podido decidir ni dónde ni con quién vivía. En ese momento, se traducía en que le costaba confiar en los demás y en que se sentía atrapada e impotente si no tenía cierta independencia y capacidad para decidir.
Sin embargo, la vida estaba mejorando porque, por primera vez desde hacía años, estaba atreviéndose a echar raíces. Hacía años que no era tan feliz y esperaba encontrar la manera de mejorar su panorama profesional por el bien de Bella. Lo más probable era que aceptara la oferta que le había hecho su padre de pagarle algún tipo de formación que le permitiera salir de los empleos mal pagados. Quizá hubiese llegado el momento de tomar algunas decisiones a largo plazo y de pensar como una adulta responsable.
Hacía dos años, en España, el padre de Bella le había dicho que valía para algo más que para ese trabajo mecánico. Haber tenido sueños y habérselos creído no le dio muy buenos resultados, se recordó a sí misma mientras recogía un pedido en la barra. Su amiga de entonces, otra camarera que se llamaba Tara, había sido mucho más realista sobre aquella relación.
–Se acostará contigo y se deshará de ti en cuanto se aburra –le había vaticinado Tara–. Los hombres como ese no se quedan con chicas como tú. Nosotras solo les servimos para divertirse un par de noches.
Notó el sudor en el labio superior y quiso abofetearse a sí misma por haberse metido, aunque hubiese sido un instante, en ese sendero de recuerdos. Retrospectivamente, se avergonzaba cada vez más de lo ingenua y necia que había sido. Entonces, ya sabía cómo eran los hombres y no se había criado precisamente entre algodones como si fuese una princesa protegida y querida. Debería haber estado prevenida y, aun así, tenía que perdonarse su atolondramiento.
Sin embargo, cuando acabó el turno y llegó a la cómoda casita de su padre, entró sigilosamente en el cuarto que compartía con su hija y se dio cuenta de que las cosas no eran tan blancas o negras. Bella estaba dormida en la cuna, con el pelo rizado y moreno sobre la ropa de cama blanca y con las largas pestañas que le enmarcaban los resplandecientes ojos verdes. Era maravillosa, era como un angelito y, si bien podía arrepentirse de todo lo demás, no se arrepentía ni lo más mínimo de la existencia de Bella.
–Ven a cenar con nosotros el sábado por la noche –le propuso Iola durante el desayuno. Era una morena de cuarenta y muchos años con unos ojos oscuros muy sonrientes–. A tu padre le encantaría.
Gemma se puso roja mientras le limpiaba la cara a su hija. Sabía que a Kreon le gustaría que saliera a cenar con ellos, pero también sabía que tendría que sortear las proposiciones de al menos dos jóvenes, que, en ese momento, el objetivo principal de su padre en la vida era encontrarle un novio aceptable. En ese sentido, Kreon era un hombre anticuado porque consideraba inviable que Gemma eligiera seguir siendo madre soltera.
–¡Mamá! ¡Mamá! –exclamó con alegría Bella cuando la bajaron de la trona y la dejaron en el suelo para que gateara.
Gemma levantó a su hija cuando estuvo a punto de caerse sobre la caja de juguetes y le revolvió los rizos. Unos rizos indomables cuando el clima era húmedo y como una explosión cuando se los lavaban, iguales que los de ella, menos por el color. Miró con remordimiento a su madrastra porque le parecía que era una desagradecida por resistirse a hacer lo que su padre quería que hiciera.
–Es que no me interesa conocer a nadie en este momento, pero es posible que no piense lo mismo dentro de unos meses –alegó Gemma sin mucha convicción.
–Tuviste un comienzo desafortunado y has pasado por muchas cosas sola desde entonces –reconoció Iola con delicadeza–, pero tu padre es un hombre y no lo entiende. He intentado explicarle que, en este momento, tienes que cicatrizar…
–¡Eso es! –le interrumpió Gemma dándole un abrazo repentino–. No estoy preparada en este momento y tampoco sé si llegaré a estarlo alguna vez.
–No todos los hombres son como el padre de Bella. También hay hombres íntegros y cariñosos –le recordó Iola–. Yo lo sé mejor que nadie. Besé a muchos sapos antes de conocer a Kreon.
Gemma se rio porque su madrastra entendía lo que le pasaba. Unos minutos después, salió de la casa y fue a dando un paseo hasta el pequeño y selecto hotel Palati, donde trabajaba. Estaba en un barrio exclusivo de Atenas y, sobre todo, recibía una clientela que se hospedaba allí por motivos de trabajo.
Su padre había conocido a Iola cuando la contrató de secretaria en una empresa de alquiler inmobiliario que había acabado quebrando. Hasta entonces, Kreon había vivido intermitentemente entre la ruina y la fortuna y se había divorciado una vez por infidelidad. Ella había agradecido su sinceridad e, incluso, había sido dolorosamente franco sobre el asunto de su difunta madre. No había edulcorado sus defectos ni había ocultado que tenía antecedentes penales porque participó en una trama piramidal cuando era joven. Sin embargo, a pesar de tanta sinceridad, no entendía bien cómo se pagaba su padre la vida tan cómoda que llevaba.
Sabía que Kreon apostaba de una forma casi profesional y que siempre estaba metido en algún negocio que esperaba que fuese lucrativo. Aun así, no le habría sorprendido que sus asuntos rozasen el límite de lo ilegal. Sin embargo, ella cerraba los ojos y se ocupaba de sus propios asuntos porque Iola y él les habían dado, a su hija y a ella, el hogar y el amor que no había conocido jamás.
Al fin y al cabo, siempre había sombras grises entre el blanco y el negro de lo que estaba bien y lo que estaba mal. Ni nada ni nadie eran perfectos. Ella se había dado cuenta de que Jax tenía defectos y era humano incluso cuando su apasionamiento por él estaba en su punto más alto. Él había sido malhumorado, dominador y arrogante y se habían peleado como el perro y el gato cada dos por tres porque si bien medía poco más de un metro cincuenta centímetros y era poca cosa, también era dura de roer. En el fondo, era obstinada, corajuda e irascible. No habría salido bien aunque Jax no la hubiese abandonado de aquella manera tan espantosa, se dijo mientras sofocaba ese pequeño desgarro del corazón que todavía sentía por dentro. Le habían roto el corazón como se lo habían hecho a Iola y a miles de hombre y mujeres más. Eso solo había conseguido que fuese más resistente y menos necia e ingenua.
El director el hotel la acompañó hasta la sala del fondo, que habían redecorado unos meses antes para que gustara a los clientes más exigentes. Algunas veces, cuando soñaba despierta, se preguntaba si, en el caso de haber tenido unos orígenes más afortunados, se habría convertido en una de esas jóvenes elegantes y bien formadas que veía por el hotel. Desgraciadamente, su nacimiento la había marcado desde el primer momento de su vida. El matrimonio de sus padres se había roto después de que su madre hubiese tenido una aventura.
–Annabel siempre creyó que había un hombre mejor esperándola a la vuelta de la esquina –le había contado Kreon sobre su madre–. Yo no era rico y sobrevivía gracias a mi ingenio, pero ella tenía grandes ideas. Vivíamos en Londres y ella estaba buscando financiación para montar una guardería. Por entonces, mi padre ya había vuelto a Grecia después de que mi madre muriera y se puso enfermo. Tuve que ir con él. Cuando me marché de Londres, no sabía que Annabel estaba embarazada y cuando le llamé para decirle que iba a volver con ella, me dijo que habíamos terminado porque había conocido a otro hombre. Ahora, a juzgar por lo que me has contado, es posible que se hubiese enterado de que tenía esa enfermedad espantosa y que no quería tenerme cerca aunque estuviese esperando a mi hija. No puedo entenderlo, nunca lo entenderé.
Gemma tampoco podía entenderlo porque se daba cuenta de que Kreon había amado a su madre y había pensado volver a Londres con ella. Sin embargo, cuanto más había hablado Kreon de la belleza de su madre, de su amor fogoso y de lo mucho que necesitaba la atención de distintos hombres, más había sospechado que había habido otro hombre y que Annabel había quemado todos los puentes con Kreon poco antes de que la enfermedad se la llevara sin compasión.
Ella tenía dos años cuando hospitalizaron a Annabel y su hija fue a una casa de acogida. Lo único que recordaba de su madre era a una pelirroja muy guapa tumbada en una cama y que le gritaba a ella, de modo que no sabía si se había perdido gran cosa. Kreon la había descrito como inconsistente y egoísta, poco dispuesta a hacer los sacrificios que tenía que hacer una madre. Además, para su asombro infinito, Kreon le había contado que Annabel había tenido otras dos hijas que había criado su propia madre, la abuela de las niñas, en el norte de Inglaterra.
Al parecer, tenía dos medio hermanas en algún lado, y que habían nacido de aventuras previas de su madre. Pensaba ahondar algún día en ese asombroso descubrimiento, pero no sabía ni por dónde empezar porque no tenía dinero ni unos nombres que le sirvieran de pista. Naturalmente, después de tantos años, Kreon no recordaba los detalles sobre la familia y la historia de Annabel. Al fin y al cabo, no había llegado a conocer a la madre de Annabel, quien le había dado largas cuando le había pedido conocerla. Solo recordaba que Annabel jamás había ido a visitar a esas dos hijas y él le había contado que ya entonces le había parecido que Annabel solo sentía un apego superficial por los demás.
Gemma se había considerado afortunada por no ser igual de superficial porque adoraba a Bella y habría dado su vida por ella. Bella le parecía una de las pocas cosas buenas que le habían pasado en una vida que no había sido ni fácil ni feliz. Por otro lado, si Jax le hubiese importado menos, no la habría dejado tan devastada cuando desapareció. Se había quedado completamente desgarrada y había hecho auténticas estupideces, recordó con tristeza. La habían expulsado del yate del padre de él y los guardias de seguridad le habían advertido de que no querían volver a verla por el paseo marítimo. Le habían gritado, le habían llamado de todo y la habían humillado mientras perseguía infructuosamente a Jax. Todo, porque era estúpida de los pies a la cabeza, se reconoció con arrepentimiento.
Había sido un disparate por su parte llegar a creerse que para Jax significaba algo más que una aventura sexual esporádica. Además, cuando él acababa con una mujer, acababa para siempre. El tripulante del yate la había llamado ramera barata mientras la bajaba a empujones por la pasarela. Se había caído y se había dañado por esa brutalidad, y, además, ya estaba embarazada. Por eso no le había contado a su padre toda la verdad sobre quién era el padre de Bella y había preferido que él creyera que era el fruto de una aventura de una noche en España. Sabía que Kreon buscaría venganza y desagravio si le contaba toda la historia.
En cierto sentido, guardar silencio era proteger a su padre y evitar que hiciera algo precipitado. Kreon era exageradamente protector y se pondría furioso si se enteraba de que su hija no había tenido un techo cuando el padre de Bella era un hombre rico que podría haberlas ayudado fácilmente… un hombre rico que también era griego.
Sin embargo, hacía mucho tiempo que ella había decidido que los ricos eran intocables, al contrario que el resto de la humanidad. Los muy ricos tenían el poder y el dinero que les permitía mantener al resto de la humanidad a raya, y lo confirmaba cada vez que veía a Jax en la prensa. Siempre iba rodeado de guardaespaldas y mujeres hermosas, nunca iba solo, nunca estaba al alcance de la mano, estaba tan protegido y alejado de la gente normal y corriente como una obra expuesta en la vitrina de un museo. Jax Antonakos, afamado empresario y multimillonario por méritos propios y con un padre que también tenía miles de millones.
Le temblaron las manos mientras dejaba la vajilla de porcelana en el carrito. En ese momento, odiaba a Jax con la misma pasión con la que llegó a amarlo una vez. Él le había dado falsas esperanzas y le había falseado muchas cosas, pero nunca jamás podría perdonarle que, intencionadamente, la dejara tirada en España sin una casa ni un empleo ni una forma de sobrevivir. Que además se hubiese quedado embarazada era mala suerte, pero no sabía qué era la buena suerte.
Un grupo de hombres trajeados entró y les sirvió café, quedándose junto a la pared para esperar a que llegaran más personas. Entonces, se oyeron por la puerta entreabierta unos murmullos y muchos pasos precipitados que cruzaban el pasillo con suelo de baldosas. La puerta se abrió de par en par y entraron dos hombres con auriculares que empezaron a comprobar las salidas de emergencia y las ventanas. Ese despliegue de seguridad le indicó que alguien muy importante iba a aparecer. Los guardaespaldas se colocaron de espaldas a una pared y entraron otros dos que fueron hasta la pared opuesta. Ella casi se rio ante ese alarde casi militar y que parecía desproporcionado para una pequeña reunión de trabajo. Hasta que Jax cruzó la puerta y las ganas de reírse se le quitaron de golpe, y sintió una opresión en el pecho que le impidió respirar.