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¿Cómo podría amar a la mujer que lo había engañado durante años? Los rumores afirmaban que el hijo de Lori Lee Billingworth era el resultado de una aventura de una noche. Poco sospechaba el abogado Tucker Bravo que él era el padre. Igual que no imaginaba que Lori Lee y su hermana gemela se habían hecho pasar la una por la otra la noche del baile de graduación y nadie… excepto Lori sabía que había pasado una noche increíble con el chico del que llevaba toda la vida enamorada. Tucker sentía algo por la hermana de su novia de la adolescencia y adoraba a su hijito. Pero en cuanto descubrió la verdad, se sintió bloqueado. Sentía rencor por la mujer que lo había engañado y un amor completamente sincero por el niño inocente que había resultado de aquel engaño. Pero no podía amar a su madre porque eso sería inconcebible… ¿o no?
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Seitenzahl: 198
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Christine Rimmer
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El engaño de las gemelas, n.º 1607- marzo 2022
Título original: Lori’s Little Secret
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-580-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Si te ha gustado este libro…
LORI Lee Billingworth Taylor se sentía culpable y desgraciada y sabía que era una cobarde.
¿Cuántas probabilidades había de tropezar siempre con el mismo hombre? Dado que el pueblo de Tate’s Junction, en el estado de Texas, donde aparecía continuamente el hombre en cuestión tenía casi dos mil habitantes y que Lori no intentaba encontrarse con él adrede, las probabilidades no debían de ser muchas.
Y sin embargo, Lori Lee no dejaba de tropezar con Tucker Bravo.
Como en ese momento.
Oh, sí, sabía muy bien que Tucker Bravo era el tipo de hombre con el que debía tropezar. Por desgracia, también era el hombre al que no soportaba mirar a la cara.
Pero lo haría. Claro que lo haría.
Después de la boda de su hermana gemela.
La primera vez había sido en la gasolinera.
Lori y Brody, su hijo de diez años, acababan de llegar a Tate’s Junction desde San Antonio para pasar tres semanas de vacaciones. Y antes de que llevaran cinco minutos en el pueblo, allí estaba él.
Más tarde se preguntaría por qué había parado a echar gasolina. Podía haber seguido perfectamente hasta casa de sus padres, en Pecan Street. Le quedaba más de la cuarta parte del depósito y podía haberlo llenado más adelante. Pero vio la tienda y los surtidores al salir de la autopista y le pareció lo más sencillo usarlos en ese momento.
Brody, ocupado con su Game Boy en el asiento de atrás, levantó la vista cuando ella paró el coche.
—Seguro que aquí tienen helados.
Ella se volvió y lo miró con cariño.
—No.
—Pero mamá…
Lori tomó su bolso y se inclinó para pulsar el botón que abría el depósito.
—En diez minutos estaremos en casa de la abuela.
—La abuela no tiene helados.
—Quédate ahí —ella se desabrochó el cinturón y abrió la puerta.
—¡Ah, mamá…! —protestó el chico.
Pero Lori lo miró y vio que volvía a estar inmerso en la Game Boy. Sonrió y pensó que no les iba mal, a pesar de que Henry…
Henry…
La inundó una oleada de tristeza. Henry había muerto poco más de un año antes. Los dos lo echaban de menos, pero el tiempo iba haciendo su trabajo. Lori había pasado lo peor: la desesperación primera, el agujero vacío en el centro de su mundo. Ahora, a menudo, cuando pensaba en él lo hacía con una especie de tristeza amorosa. Habían vivido juntos seis años maravillosos, siete si contaba el año antes de la boda. Lori siempre tendría los recuerdos reconfortantes de esos años. Era una mujer afortunada, tenía un hijo sano y había conocido la alegría del amor firme y seguro de un hombre bueno.
Salió del coche, cerró la puerta tras ella y buscaba su cartera en el bolso cuando oyó un gemido.
Levantó la vista. Al lado de la rueda trasera estaba sentado el perro más feo y adorable que había visto jamás; sus ojos marrones la miraban suplicantes y su cuerpo peludo temblaba.
Le sostuvo la mirada y gimió más alto, al tiempo que se levantaba y movía el cuerpo con agitación apenas contenida, como si llevara toda la vida esperando encontrar a alguien como ella.
Lori no pudo evitar echarse a reír.
—¿De dónde sales tú?
El perro no necesitó nada más. Se acercó a ella jadeante y se tumbó de espaldas.
—Está bien, está bien —Lori se acuclilló a rascarle la tripa. El perro gimió con la lengua colgando—. Sí, eres lo más simpático que he visto nunca —declaro ella, que seguía rascándolo—. Pero no, no puedo llevarte a casa.
—No es fácil creerlo viéndolo así, pero ya tiene casa —dijo una voz masculina detrás de ella, una voz profunda y firme, preñada de regocijo.
Lori volvió la cabeza y allí estaba él, al sol, más allá de la sombra del tejado que protegía los surtidores, con los brazos grandes cruzados, las piernas un poco separadas y el pelo castaño brillando a la luz del intenso sol de Texas.
Tucker.
Era… más grande de lo que recordaba. Su cuerpo, antes delgado, hablaba ahora de fuerza muscular. Sus ojos oscuros habían perdido la mirada anhelante y salvaje de otro tiempo.
Lori sintió un nudo en la garganta. Tragó saliva y sonrió ampliamente. Se levantó y lo miró.
—Lori Lee —sonrió también él, sin confundirla con su hermana, Lena Lou—. Sabía que eras tú en cuanto has salido de ese coche.
Lori pensó que no era sorprendente que la recordara a simple vista, ya que en otro tiempo había estado enamorado de Lena Lou. Lena era la más ingeniosa, la más popular. Todos los chicos estaban locos por ella. Lori era más callada, mejor estudiante y un poco tímida. Aunque eran idénticas, nadie en el pueblo tenía dificultad para diferenciarlas.
Excepto por una noche mágica y especial… en la que ella no iba a pensar en ese momento.
—¡Cuánto tiempo! —exclamó Tucker.
Lori asintió.
—¿Cómo estás? —preguntó.
Antes de que él pudiera contestar, el perro soltó un aullido de impaciencia.
—Fargo, sinvergüenza, ven aquí —le ordenó Tucker.
El perro soltó otro gemido, pero se acercó a su amo y se dejó caer al lado de su bota.
—Estoy bien, muy bien —repuso Tucker.
Lori mantuvo la sonrisa en su sitio, aunque le costó un esfuerzo sobrehumano. Se sentía mareada, desorientada… y aterrorizada. De pronto nada parecía real; era como si, al volverse para mirarlo, hubiera entrado en un sueño extraño, un sueño que bordeaba la pesadilla.
—Ah… me enteré de que conseguiste hacer lo que tanto ansiabas. Viajar por todo el país e incluso por Europa… España, Italia, Inglaterra…
—Es verdad —él se inclinó a rascar al perro detrás de la oreja y ella pensó en todas las veces que había intentado ponerse en contacto con él en los primeros años.
Siempre que conseguía reunir el valor suficiente para hacerlo, él se había mudado a otra parte. En Austin le abrió la puerta un desconocido. Las cartas torturadas que le había escrito explicándoselo todo le fueron siempre devueltas sin otra dirección.
Tucker volvió a enderezarse.
—Y mírame ahora. Aquí, en Tate’s Junction, donde juré que no acabaría nunca —sonrió—. Lo creas o no, conseguí estudiar Derecho durante mis años de vagabundeo.
—¡Ah! —exclamó ella, por decir algo.
—Tengo toda el ala sur de la casa de mi mezquino abuelo y un despacho en Center Street con un cartel en la puerta que dice: Hogan y Bravo, Abogados. Y también tengo a Fargo —sonrió al perro—. ¿Y sabes qué?
Lori lo sabía. Lo adivinaba con sólo mirarlo.
—Eres feliz.
—Puedes apostar a que sí.
Lori oyó que se abría la puerta de atrás del coche.
—¿Mamá? —Brody vio al perro y salió inmediatamente del vehículo. El animal enseguida le lanzó uno de sus gemidos esperanzados.
Lori carraspeó.
—Brody…
Pero el chico corría ya hacia el perro.
—Hola, perrito…
Fargo aulló de contento y Brody se acuclilló allí mismo, a los pies de Tucker. El perro le lamió la cara y el chico lo abrazó y le rascó detrás de ambas orejas.
Lori levantó la vista y descubrió que Tucker la miraba. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
—Mi hijo —dijo, y no podía creer que no le temblara la voz—. Brody Taylor.
—Hola, Brody —dijo Tucker.
—Hola —el chico apenas levantó la vista, seguía ocupado acariciando al perro—. ¿Cómo se llama?
—Fargo.
Lori miró a su hijo, a Tucker y de nuevo a su hijo. Ella sí veía a Tucker en Brody, en su modo de inclinar la cabeza… en la forma de la mandíbula…
En el hoyuelo de la barbilla…
Cerró los ojos y respiró con fuerza. Cuando volvió a abrirlos, vio que Tucker la miraba con el ceño fruncido.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, muy bien.
—¿Seguro?
—Sí. O sea, que te gusta vivir aquí después de todo.
—Sí, me gusta. ¿Venís por la boda?
«Y para hablarte de Brody. Te lo contaré antes de irme».
—Sí, claro. Por la boda.
Lena Lou había conocido al fin al hombre con el que quería casarse. Se llamaba Dirk Davison y vendía coches, igual que Heck Billingworth, el padre de Lori. Tenía dos concesionarios en las afueras de Abilene y había pedido la mano de Lena un año atrás.
—Esa boda va a ser todo un acontecimiento —comentó Tucker.
—Oh, sí —su hermana preparaba la boda más elegante y cara que se había visto nunca en Tate’s Junction—. Y nosotros tenemos que irnos.
Sacó una tarjeta de crédito de la cartera.
—Me alegro de verte —le aseguró Tucker.
—Igualmente —repuso ella con una sonrisa forzada—. Brody, vuelve al coche.
Lori introdujo la tarjeta en la ranura del surtidor y Tucker chasqueó la lengua al perro.
—Hasta la vista, Brody —dijo. El perro echó a andar a su lado.
—Adiós, Fargo —el niño los vio alejarse.
Lori respiró aliviada. Había sobrevivido a un encuentro con Tucker. Él incluso había visto a Brody y no había ocurrido nada terrible, aunque sentía las piernas de mantequilla y tuvo que apoyarse en el capó del coche.
—¿Estás bien, mamá?
—Sí.
—Deberíamos tener un perro.
—Me parece que no —repuso ella, para cortar el tema cuanto antes—. ¿Me ayudas a echar la gasolina?
—Sí.
Brody desenroscó la tapa de la gasolina y Lori se dijo que no necesitaba volver a pensar en Tucker hasta después de la boda, cuando se viera obligada a llamar y pedirle una cita para decirle lo que debería haberle dicho años atrás.
Al día siguiente, domingo, volvió a ocurrir.
Y precisamente en la iglesia, lo que hizo que Lori se sintiera más cobarde y culpable que nunca.
En la iglesia, el último lugar donde esperaba encontrárselo. El Tucker Bravo que ella recordaba nunca iba a la iglesia.
Sonaba música de órgano y la gente se colocaba en los distintos bancos. A la derecha de Lori estaban Brody, su madre, Enid y su padre, Heck, que saludaban a los amigos y vecinos que pasaban por allí camino de sus asientos.
Lena estaba a la izquierda de Lori, con Dirk al otro lado. Su cabello rojizo le caía en ondas suaves hasta los hombros y su rostro parecía resplandecer de felicidad. Dirk y ella se daban la mano y se miraban continuamente con adoración.
Lori no lo habría creído si no lo hubiera visto con sus propios ojos, pero era evidente que Lena, por primera vez en sus 28 años, estaba enamorada. Desde su capricho por Tucker en el instituto, no había dedicado tantas sonrisas brillantes y miradas encantadoras a un hombre. Y con Tucker había habido tantas muecas y enfurruñamientos como sonrisas.
Con Dirk, todo eran ojos brillantes y sonrisas felices. Dirk Davison era, sin duda alguna, el hombre que llevaba toda su vida esperando.
El prometido de Lena era un hombre grande y fuerte de treinta y cinco años que curiosamente se parecía mucho a Heck Billingworth. Los dos tenían una sonrisa abierta y rápida de vendedor. Los dos reían a carcajadas y con fuerza y a veces hacían que uno se preguntara si oían algo de lo que decía.
—Es igual que papá —le había susurrado Lori a su hermana el día anterior, después de que le presentaran al jovial Dirk.
—Igualito —repuso Lena, que parecía encantada.
Lori no lo entendía. ¿Cómo era posible que su hermana se enamorara de un hombre que tanto se parecía a su padre?
Pero, por otra parte, Lena no tenía los problemas con su padre que tenía ella. Después de todo, su hermana no se había quedado embarazada a los diecisiete años de un amante misterioso cuyo nombre se negaba a revelar.
Cuando Heck se enteró de que estaba embarazada, le gritó, la amenazó y le dio todo tipo de ultimátums, pero Lori no le dijo quién era el padre. No podía soportar decírselo a nadie… por distintas razones.
Y cuando Heck comprendió que no se lo diría nunca, la envió con su hermana Emma a San Antonio, como si vivieran todavía en la Edad Media y fuera una gran deshonra que su hija tuviera un niño sin estar casada.
Con el tiempo, Lori encontró la felicidad en San Antonio. Entró a trabajar para Henry, se casó con él y Henry siempre trató a Brody como a un hijo. Y aunque Lori no había vuelto mucho por Tate’s Junction, su padre y ella habían hecho más o menos las paces.
Pero eso no quería decir que pudiera casarse con un hombre como él. Ni en un millón de años.
Lena, sin embargo, iba a hacer precisamente eso y parecía feliz.
A Lori, el amor de su hermana por el vendedor de coches le parecía una prueba más de lo muy distintas que eran. Miró de soslayo a los enamorados. Dirk se llevó la mano de Lena a los labios y Lori apartó la vista con pudor. Y en ese momento apareció Tucker en el pasillo, directamente en su línea de visión. El corazón le dio un vuelco. Parpadeó. Tucker la vio… y le guiñó un ojo.
—Mamá —Brody le dio con el codo—. Mira —susurró—. Es el hombre del perro. Tucker.
—Sí —contestó ella, con una calma que no sentía—. Es Tucker —lo saludó con la mano.
Él le devolvió el saludo y se alejó.
Lori lo siguió con la mirada, admirando a su pesar la amplitud de sus hombros y el modo orgulloso en que se movía. Se sentó en uno de los primeros bancos con su hermano Tate y Molly, la esposa de éste. La familia de ella también estaba allí: su madre, el marido de su madre, su abuela y un hombre alto y mayor al que Lori no reconoció.
Después de la iglesia, los Billingworth fueron a comer al restaurante Denny’s y Tucker también apareció allí con Tate y Molly y se sentaron en la mesa de al lado.
Molly se inclinó hacia Lori y le sonrió.
—Hola, me alegro de verte.
—Hola.
Molly había ido tres cursos por delante de ella en el instituto y uno por delante de Tucker. Sonrió a Brody.
—¿Es tu hijo?
—Sí. Éste es Brody.
Molly le estrechó la mano. Ella tenía una peluquería, era la alcaldesa de Tate’s Junction y madre de mellizos, niño y niña.
Tate y Tucker procedían, por el lado materno, de la familia más importante de la zona, los Tate. Durante generaciones, el primer hijo Tate había recibido el nombre de pila de Tucker, pero Penelope Tate Bravo, la madre de Tate y Tucker, había sido hija única del último de una larga línea de Tuckers Tate y había nombrado Tate a su primer hijo y Tucker al segundo para prolongar los nombres de la familia con sus hijos. A su muerte, todo había ido a parar a sus hijos. Los dos hermanos poseían al menos una parte de casi todos los negocios del pueblo, además de un rancho llamado el Doble T que tenía una casa del tamaño de un palacio.
Molly, en cambio, había nacido en una caravana y procedía de dos generaciones de madres solteras. Era la última persona con la que nadie habría pensado que se casaría Tate Bravo.
Pero se habían casado el verano anterior y parecían muy felices juntos.
Lori se alegraba por ellos.
Aunque le hubiera gustado que no se sentaran en ese momento en la mesa de al lado.
¿Y por qué tenía que estar sentada enfrente de él? Le suponía un esfuerzo no mirarlo todo el rato.
Molly preguntó por la boda y Lena se lanzó a enumerar una larga lista de cosas que le quedaban por hacer, y que iban desde arreglos florales a las últimas pruebas de los vestidos de las damas de honor o cambios en el menú del club de campo donde pensaban invitar a cenar a trescientos comensales. Recordó a Molly que quería que ella la peinara ese día.
Mientras las mujeres hablaban de preparativos de boda, los hombres lo hacían de Cadillacs. Al parecer, Tate, que ya tenía unos cuantos, quería comprarle uno nuevo a Heck y Dirk ofrecía su consejo de experto.
Tucker guardaba silencio, al igual que Brody y Lori, ajenos los tres a los dos temas de conversación; se miraban pero estaban muy separados para iniciar una conversación propia.
La camarera les llevó la comida y Lori, aunque tenía el estómago lleno de nudos, se alegró de tener algo que hacer que no fuera mirar los ojos marrones aterciopelados y el rostro atractivo de Tucker.
Brody dio un par de mordiscos a su hamburguesa con queso y la dejó en el plato.
—¿Dónde está Fargo? —preguntó a Tucker en voz tan alta que hizo morir las conversaciones paralelas sobre la boda y los Cadillacs.
Heck se echó a reír.
—Fargo —frunció el ceño—. ¿Se refiere a ese perro tuyo tan feo, Tucker?
El interpelado asintió.
—Eso me temo. No es bien recibido en la iglesia ni en el restaurante —explicó al niño—. Aunque no sé por qué. Le gusta un buen sermón tanto como al que más.
—Porque sus modales en la mesa dejan mucho que desear —señaló Tate.
—Me gusta mucho ese perro —Brody miró a su madre con cautela.
—El chico quiere un perro —le dijo Heck a Lori, como si ésta no hubiera captado ya la indirecta.
—Lo sé —repuso ella.
La respuesta le salió más seca de lo que era su intención, pero entre el estado de nervios de tener a Tucker enfrente y que su padre siempre conseguía que se sintiera como si no fuera buena madre…
Bueno, no estaba en su mejor momento.
Su padre habló con gentileza… y su reproche era evidente.
—Vamos, Lori; es bueno que un chico tenga un perro.
—Sí —asintió Brody enseguida—. Tengo diez años, ya soy bastante mayor. Y yo puedo ocuparme de todo, mamá. Le daré de comer y lo sacaré y limpiaré lo que ensucie. Tú no tienes que hacer nada.
Lori dejó el tenedor en su plato sin comer la patata que había pinchado. Lanzó una mirada de advertencia a su padre.
—Brody. Hablaremos de eso más tarde.
—Pero mamá, yo…
—Más tarde.
Brody captó al fin el mensaje. Tomó su hamburguesa y empezó a comer.
Hubo un momento de un incómodo silencio, pero pronto los hombres volvieron a su conversación de los coches y Lena al tema de su boda.
—No puedo creer que ya esté encima. Faltan menos de dos semanas.
—Menos mal —comentó Heck, entrando un momento en la conversación—. Mi chequera no puede soportar mucho más tiempo de esto.
Lena se echó a reír.
—¡Oh, papá! Haré que te sientas muy orgulloso de mí.
—Ya lo has hecho, cariño. Siempre lo has hecho.
Lori miró su plato y comprendió que le sería imposible dar un mordisco más. La conversación fluía a su alrededor… y ella no quería levantar la vista.
Pero no podía mirar su plato eternamente.
Levantó la mirada.
Y se encontró con los ojos de Tucker.
Éste levantó la comisura de la boca en una media sonrisa que era al mismo tiempo una pregunta.
Lori le devolvió la sonrisa sin pensar.
Aquello no era posible.
Y sin embargo, ocurría.
Tucker Bravo coqueteaba con ella.
ESA noche, Tucker hizo un esfuerzo claro y calculado por quedarse a solas con su cuñada.
Cenó con la familia en la parte central de la casa del rancho, donde vivía Molly con Tate y los mellizos y después de cenar tomó una copa de brandy con su hermano mientras ella iba a preparar a los niños. Después los hombres se reunieron con ella para la tarea importante de acostar a los mellizos.
Tate y Molly les cantaron nanas y Tucker, que disfrutaba con su papel de tío, participaba siempre que recordaba la letra. Le gustaba aquella vida familiar. Le gustaba mucho. En su opinión, era lo más inteligente que había hecho nunca su hermano.
A las ocho, los niños estaban al fin metidos en su cuna, con la niñera en una habitación cercana y Tate anunció, como todas las noches, que tenía algunas cosas pendientes y desapareció en su estudio.
Tucker aprovechó la oportunidad para preguntar a Molly:
—¿Tienes un momento?
Ella asintió.
—Claro que sí. ¿Quieres un café?
—Muy bien —Tucker la siguió a la cocina.
Molly le sirvió una taza de café y se sentó enfrente de él con una infusión.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Tucker decidió ir al grano.
—Dime todo lo que sepas de Lori Lee Billingworth.
Su cuñada lo miró por encima del borde de su taza.
—Taylor. Su apellido es Taylor. Se casó.
—Pero ahora es viuda.
Su cuñada lo miró con curiosidad.
—Mejor para ti, ¿eh?
—¡Vamos, maldita sea! ¿No puedes ayudarme un poco?
Molly dejó su taza en la mesa.
—¿A qué viene esto? ¿Tuviste a una de las hermanas y ahora quieres completar la pareja?
Tucker dio un respingo. Negó con la cabeza.
—Eres muy directa.
—Eso me han dicho. Contesta a mi pregunta.
—No —repuso él—. No es eso. Esto no tiene nada que ver con Lena. Lena y yo… bueno, eso fue hace mucho tiempo.
Molly lo miraba con aire de duda.
—¿Quieres decir que es agua pasada?
Tucker asintió con la cabeza.
—Lena es feliz ahora. Quiere a Dirk. Y yo me alegro por ella. De verdad.
—Pero tú la quisiste, ¿no?
¿La había querido? Tucker no estaba seguro.
—Estaba loco por ella, sí, ¿pero quererla? Éramos unos críos. Ella quería vivir aquí, quería que hiciéramos la gran boda que va a hacer ahora y nos instaláramos en el rancho, donde se dedicaría a tener dos o tres hijos y me ayudaría a gastar el dinero del abuelo.
—Sigues dolido con ella.
—No —contestó él—. No es verdad. Sólo te digo cómo era aquello. Lena quería una vida tranquila aquí y yo quería marcharme. Rompimos y eso hizo posible que los dos tuviéramos lo que queríamos. Casarnos habría sido un desastre. Ella lo sabe y yo lo sé. No hay más que hablar.
Excepto por una noche que…