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El engaño de las gemelas Christine Rimmer Los rumores afirmaban que el hijo de Lori Lee Billingworth era el resultado de una aventura de una noche. Poco sospechaba el abogado Tucker Bravo que él era el padre. Igual que no imaginaba que Lori Lee y su hermana gemela se habían hecho pasar la una por la otra la noche del baile de graduación y nadie, excepto Lori, sabía que había pasado una noche increíble con el chico del que llevaba toda la vida enamorada. Tucker sentía algo por la hermana de su novia de la adolescencia y adoraba a su hijito. Pero en cuanto descubrió la verdad, se sintió bloqueado… Viaje al paraíso Christine Rimmer La fiesta en la que se celebraba la elección de la novia del pueblo estaba siendo un éxito, hasta que la bibliotecaria Katie Fenton descubrió que la habían emparejado con un desconocido. Así fue como la mujer más bella del pueblo se encontró frente a frente con el guapísimo empresario Justin Caldwell. Después de la falsa boda, entre los «novios» se encendió la chispa de la pasión… que no hizo más que aumentar cuando se quedaron atrapados por la nieve.
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Seitenzahl: 372
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 148 - febrero 2022
© 2005 Christine Rimmer
El engaño de las gemelas
Título original: Lori’s Little Secret
© 2005 Christine Rimmer
Viaje al paraíso
Título original: Stranded With the Groom
Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1105-523-9
Créditos
El engaño de las gemelas
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Viaje al paraíso
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
LORI Lee Billingworth Taylor se sentía culpable y desgraciada y sabía que era una cobarde.
¿Cuántas probabilidades había de tropezar siempre con el mismo hombre? Dado que el pueblo de Tate’s Junction, en el estado de Texas, donde aparecía continuamente el hombre en cuestión tenía casi dos mil habitantes y que Lori no intentaba encontrarse con él adrede, las probabilidades no debían de ser muchas.
Y sin embargo, Lori Lee no dejaba de tropezar con Tucker Bravo.
Como en ese momento.
Oh, sí, sabía muy bien que Tucker Bravo era el tipo de hombre con el que debía tropezar. Por desgracia, también era el hombre al que no soportaba mirar a la cara.
Pero lo haría. Claro que lo haría.
Después de la boda de su hermana gemela.
La primera vez había sido en la gasolinera.
Lori y Brody, su hijo de diez años, acababan de llegar a Tate’s Junction desde San Antonio para pasar tres semanas de vacaciones. Y antes de que llevaran cinco minutos en el pueblo, allí estaba él.
Más tarde se preguntaría por qué había parado a echar gasolina. Podía haber seguido perfectamente hasta casa de sus padres, en Pecan Street. Le quedaba más de la cuarta parte del depósito y podía haberlo llenado más adelante. Pero vio la tienda y los surtidores al salir de la autopista y le pareció lo más sencillo usarlos en ese momento.
Brody, ocupado con su Game Boy en el asiento de atrás, levantó la vista cuando ella paró el coche.
—Seguro que aquí tienen helados.
Ella se volvió y lo miró con cariño.
—No.
—Pero mamá…
Lori tomó su bolso y se inclinó para pulsar el botón que abría el depósito.
—En diez minutos estaremos en casa de la abuela.
—La abuela no tiene helados.
—Quédate ahí —ella se desabrochó el cinturón y abrió la puerta.
—¡Ah, mamá…! —protestó el chico.
Pero Lori lo miró y vio que volvía a estar inmerso en la Game Boy. Sonrió y pensó que no les iba mal, a pesar de que Henry…
Henry…
La inundó una oleada de tristeza. Henry había muerto poco más de un año antes. Los dos lo echaban de menos, pero el tiempo iba haciendo su trabajo. Lori había pasado lo peor: la desesperación primera, el agujero vacío en el centro de su mundo. Ahora, a menudo, cuando pensaba en él lo hacía con una especie de tristeza amorosa. Habían vivido juntos seis años maravillosos, siete si contaba el año antes de la boda. Lori siempre tendría los recuerdos reconfortantes de esos años. Era una mujer afortunada, tenía un hijo sano y había conocido la alegría del amor firme y seguro de un hombre bueno.
Salió del coche, cerró la puerta tras ella y buscaba su cartera en el bolso cuando oyó un gemido.
Levantó la vista. Al lado de la rueda trasera estaba sentado el perro más feo y adorable que había visto jamás; sus ojos marrones la miraban suplicantes y su cuerpo peludo temblaba.
Le sostuvo la mirada y gimió más alto, al tiempo que se levantaba y movía el cuerpo con agitación apenas contenida, como si llevara toda la vida esperando encontrar a alguien como ella.
Lori no pudo evitar echarse a reír.
—¿De dónde sales tú?
El perro no necesitó nada más. Se acercó a ella jadeante y se tumbó de espaldas.
—Está bien, está bien —Lori se acuclilló a rascarle la tripa. El perro gimió con la lengua colgando—. Sí, eres lo más simpático que he visto nunca —declaro ella, que seguía rascándolo—. Pero no, no puedo llevarte a casa.
—No es fácil creerlo viéndolo así, pero ya tiene casa —dijo una voz masculina detrás de ella, una voz profunda y firme, preñada de regocijo.
Lori volvió la cabeza y allí estaba él, al sol, más allá de la sombra del tejado que protegía los surtidores, con los brazos grandes cruzados, las piernas un poco separadas y el pelo castaño brillando a la luz del intenso sol de Texas.
Tucker.
Era… más grande de lo que recordaba. Su cuerpo, antes delgado, hablaba ahora de fuerza muscular. Sus ojos oscuros habían perdido la mirada anhelante y salvaje de otro tiempo.
Lori sintió un nudo en la garganta. Tragó saliva y sonrió ampliamente. Se levantó y lo miró.
—Lori Lee —sonrió también él, sin confundirla con su hermana, Lena Lou—. Sabía que eras tú en cuanto has salido de ese coche.
Lori pensó que no era sorprendente que la recordara a simple vista, ya que en otro tiempo había estado enamorado de Lena Lou. Lena era la más ingeniosa, la más popular. Todos los chicos estaban locos por ella. Lori era más callada, mejor estudiante y un poco tímida. Aunque eran idénticas, nadie en el pueblo tenía dificultad para diferenciarlas.
Excepto por una noche mágica y especial… en la que ella no iba a pensar en ese momento.
—¡Cuánto tiempo! —exclamó Tucker.
Lori asintió.
—¿Cómo estás? —preguntó.
Antes de que él pudiera contestar, el perro soltó un aullido de impaciencia.
—Fargo, sinvergüenza, ven aquí —le ordenó Tucker.
El perro soltó otro gemido, pero se acercó a su amo y se dejó caer al lado de su bota.
—Estoy bien, muy bien —repuso Tucker.
Lori mantuvo la sonrisa en su sitio, aunque le costó un esfuerzo sobrehumano. Se sentía mareada, desorientada… y aterrorizada. De pronto nada parecía real; era como si, al volverse para mirarlo, hubiera entrado en un sueño extraño, un sueño que bordeaba la pesadilla.
—Ah… me enteré de que conseguiste hacer lo que tanto ansiabas. Viajar por todo el país e incluso por Europa… España, Italia, Inglaterra…
—Es verdad —él se inclinó a rascar al perro detrás de la oreja y ella pensó en todas las veces que había intentado ponerse en contacto con él en los primeros años.
Siempre que conseguía reunir el valor suficiente para hacerlo, él se había mudado a otra parte. En Austin le abrió la puerta un desconocido. Las cartas torturadas que le había escrito explicándoselo todo le fueron siempre devueltas sin otra dirección.
Tucker volvió a enderezarse.
—Y mírame ahora. Aquí, en Tate’s Junction, donde juré que no acabaría nunca —sonrió—. Lo creas o no, conseguí estudiar Derecho durante mis años de vagabundeo.
—¡Ah! —exclamó ella, por decir algo.
—Tengo toda el ala sur de la casa de mi mezquino abuelo y un despacho en Center Street con un cartel en la puerta que dice: Hogan y Bravo, Abogados. Y también tengo a Fargo —sonrió al perro—. ¿Y sabes qué?
Lori lo sabía. Lo adivinaba con sólo mirarlo.
—Eres feliz.
—Puedes apostar a que sí.
Lori oyó que se abría la puerta de atrás del coche.
—¿Mamá? —Brody vio al perro y salió inmediatamente del vehículo. El animal enseguida le lanzó uno de sus gemidos esperanzados.
Lori carraspeó.
—Brody…
Pero el chico corría ya hacia el perro.
—Hola, perrito…
Fargo aulló de contento y Brody se acuclilló allí mismo, a los pies de Tucker. El perro le lamió la cara y el chico lo abrazó y le rascó detrás de ambas orejas.
Lori levantó la vista y descubrió que Tucker la miraba. Un escalofrío recorrió su cuerpo.
—Mi hijo —dijo, y no podía creer que no le temblara la voz—. Brody Taylor.
—Hola, Brody —dijo Tucker.
—Hola —el chico apenas levantó la vista, seguía ocupado acariciando al perro—. ¿Cómo se llama?
—Fargo.
Lori miró a su hijo, a Tucker y de nuevo a su hijo. Ella sí veía a Tucker en Brody, en su modo de inclinar la cabeza… en la forma de la mandíbula…
En el hoyuelo de la barbilla…
Cerró los ojos y respiró con fuerza. Cuando volvió a abrirlos, vio que Tucker la miraba con el ceño fruncido.
—¿Estás bien?
—Sí, sí, muy bien.
—¿Seguro?
—Sí. O sea, que te gusta vivir aquí después de todo.
—Sí, me gusta. ¿Venís por la boda?
«Y para hablarte de Brody. Te lo contaré antes de irme».
—Sí, claro. Por la boda.
Lena Lou había conocido al fin al hombre con el que quería casarse. Se llamaba Dirk Davison y vendía coches, igual que Heck Billingworth, el padre de Lori. Tenía dos concesionarios en las afueras de Abilene y había pedido la mano de Lena un año atrás.
—Esa boda va a ser todo un acontecimiento —comentó Tucker.
—Oh, sí —su hermana preparaba la boda más elegante y cara que se había visto nunca en Tate’s Junction—. Y nosotros tenemos que irnos.
Sacó una tarjeta de crédito de la cartera.
—Me alegro de verte —le aseguró Tucker.
—Igualmente —repuso ella con una sonrisa forzada—. Brody, vuelve al coche.
Lori introdujo la tarjeta en la ranura del surtidor y Tucker chasqueó la lengua al perro.
—Hasta la vista, Brody —dijo. El perro echó a andar a su lado.
—Adiós, Fargo —el niño los vio alejarse.
Lori respiró aliviada. Había sobrevivido a un encuentro con Tucker. Él incluso había visto a Brody y no había ocurrido nada terrible, aunque sentía las piernas de mantequilla y tuvo que apoyarse en el capó del coche.
—¿Estás bien, mamá?
—Sí.
—Deberíamos tener un perro.
—Me parece que no —repuso ella, para cortar el tema cuanto antes—. ¿Me ayudas a echar la gasolina?
—Sí.
Brody desenroscó la tapa de la gasolina y Lori se dijo que no necesitaba volver a pensar en Tucker hasta después de la boda, cuando se viera obligada a llamar y pedirle una cita para decirle lo que debería haberle dicho años atrás.
Al día siguiente, domingo, volvió a ocurrir.
Y precisamente en la iglesia, lo que hizo que Lori se sintiera más cobarde y culpable que nunca.
En la iglesia, el último lugar donde esperaba encontrárselo. El Tucker Bravo que ella recordaba nunca iba a la iglesia.
Sonaba música de órgano y la gente se colocaba en los distintos bancos. A la derecha de Lori estaban Brody, su madre, Enid y su padre, Heck, que saludaban a los amigos y vecinos que pasaban por allí camino de sus asientos.
Lena estaba a la izquierda de Lori, con Dirk al otro lado. Su cabello rojizo le caía en ondas suaves hasta los hombros y su rostro parecía resplandecer de felicidad. Dirk y ella se daban la mano y se miraban continuamente con adoración.
Lori no lo habría creído si no lo hubiera visto con sus propios ojos, pero era evidente que Lena, por primera vez en sus 28 años, estaba enamorada. Desde su capricho por Tucker en el instituto, no había dedicado tantas sonrisas brillantes y miradas encantadoras a un hombre. Y con Tucker había habido tantas muecas y enfurruñamientos como sonrisas.
Con Dirk, todo eran ojos brillantes y sonrisas felices. Dirk Davison era, sin duda alguna, el hombre que llevaba toda su vida esperando.
El prometido de Lena era un hombre grande y fuerte de treinta y cinco años que curiosamente se parecía mucho a Heck Billingworth. Los dos tenían una sonrisa abierta y rápida de vendedor. Los dos reían a carcajadas y con fuerza y a veces hacían que uno se preguntara si oían algo de lo que decía.
—Es igual que papá —le había susurrado Lori a su hermana el día anterior, después de que le presentaran al jovial Dirk.
—Igualito —repuso Lena, que parecía encantada.
Lori no lo entendía. ¿Cómo era posible que su hermana se enamorara de un hombre que tanto se parecía a su padre?
Pero, por otra parte, Lena no tenía los problemas con su padre que tenía ella. Después de todo, su hermana no se había quedado embarazada a los diecisiete años de un amante misterioso cuyo nombre se negaba a revelar.
Cuando Heck se enteró de que estaba embarazada, le gritó, la amenazó y le dio todo tipo de ultimátums, pero Lori no le dijo quién era el padre. No podía soportar decírselo a nadie… por distintas razones.
Y cuando Heck comprendió que no se lo diría nunca, la envió con su hermana Emma a San Antonio, como si vivieran todavía en la Edad Media y fuera una gran deshonra que su hija tuviera un niño sin estar casada.
Con el tiempo, Lori encontró la felicidad en San Antonio. Entró a trabajar para Henry, se casó con él y Henry siempre trató a Brody como a un hijo. Y aunque Lori no había vuelto mucho por Tate’s Junction, su padre y ella habían hecho más o menos las paces.
Pero eso no quería decir que pudiera casarse con un hombre como él. Ni en un millón de años.
Lena, sin embargo, iba a hacer precisamente eso y parecía feliz.
A Lori, el amor de su hermana por el vendedor de coches le parecía una prueba más de lo muy distintas que eran. Miró de soslayo a los enamorados. Dirk se llevó la mano de Lena a los labios y Lori apartó la vista con pudor. Y en ese momento apareció Tucker en el pasillo, directamente en su línea de visión. El corazón le dio un vuelco. Parpadeó. Tucker la vio… y le guiñó un ojo.
—Mamá —Brody le dio con el codo—. Mira —susurró—. Es el hombre del perro. Tucker.
—Sí —contestó ella, con una calma que no sentía—. Es Tucker —lo saludó con la mano.
Él le devolvió el saludo y se alejó.
Lori lo siguió con la mirada, admirando a su pesar la amplitud de sus hombros y el modo orgulloso en que se movía. Se sentó en uno de los primeros bancos con su hermano Tate y Molly, la esposa de éste. La familia de ella también estaba allí: su madre, el marido de su madre, su abuela y un hombre alto y mayor al que Lori no reconoció.
Después de la iglesia, los Billingworth fueron a comer al restaurante Denny’s y Tucker también apareció allí con Tate y Molly y se sentaron en la mesa de al lado.
Molly se inclinó hacia Lori y le sonrió.
—Hola, me alegro de verte.
—Hola.
Molly había ido tres cursos por delante de ella en el instituto y uno por delante de Tucker. Sonrió a Brody.
—¿Es tu hijo?
—Sí. Éste es Brody.
Molly le estrechó la mano. Ella tenía una peluquería, era la alcaldesa de Tate’s Junction y madre de mellizos, niño y niña.
Tate y Tucker procedían, por el lado materno, de la familia más importante de la zona, los Tate. Durante generaciones, el primer hijo Tate había recibido el nombre de pila de Tucker, pero Penelope Tate Bravo, la madre de Tate y Tucker, había sido hija única del último de una larga línea de Tuckers Tate y había nombrado Tate a su primer hijo y Tucker al segundo para prolongar los nombres de la familia con sus hijos. A su muerte, todo había ido a parar a sus hijos. Los dos hermanos poseían al menos una parte de casi todos los negocios del pueblo, además de un rancho llamado el Doble T que tenía una casa del tamaño de un palacio.
Molly, en cambio, había nacido en una caravana y procedía de dos generaciones de madres solteras. Era la última persona con la que nadie habría pensado que se casaría Tate Bravo.
Pero se habían casado el verano anterior y parecían muy felices juntos.
Lori se alegraba por ellos.
Aunque le hubiera gustado que no se sentaran en ese momento en la mesa de al lado.
¿Y por qué tenía que estar sentada enfrente de él? Le suponía un esfuerzo no mirarlo todo el rato.
Molly preguntó por la boda y Lena se lanzó a enumerar una larga lista de cosas que le quedaban por hacer, y que iban desde arreglos florales a las últimas pruebas de los vestidos de las damas de honor o cambios en el menú del club de campo donde pensaban invitar a cenar a trescientos comensales. Recordó a Molly que quería que ella la peinara ese día.
Mientras las mujeres hablaban de preparativos de boda, los hombres lo hacían de Cadillacs. Al parecer, Tate, que ya tenía unos cuantos, quería comprarle uno nuevo a Heck y Dirk ofrecía su consejo de experto.
Tucker guardaba silencio, al igual que Brody y Lori, ajenos los tres a los dos temas de conversación; se miraban pero estaban muy separados para iniciar una conversación propia.
La camarera les llevó la comida y Lori, aunque tenía el estómago lleno de nudos, se alegró de tener algo que hacer que no fuera mirar los ojos marrones aterciopelados y el rostro atractivo de Tucker.
Brody dio un par de mordiscos a su hamburguesa con queso y la dejó en el plato.
—¿Dónde está Fargo? —preguntó a Tucker en voz tan alta que hizo morir las conversaciones paralelas sobre la boda y los Cadillacs.
Heck se echó a reír.
—Fargo —frunció el ceño—. ¿Se refiere a ese perro tuyo tan feo, Tucker?
El interpelado asintió.
—Eso me temo. No es bien recibido en la iglesia ni en el restaurante —explicó al niño—. Aunque no sé por qué. Le gusta un buen sermón tanto como al que más.
—Porque sus modales en la mesa dejan mucho que desear —señaló Tate.
—Me gusta mucho ese perro —Brody miró a su madre con cautela.
—El chico quiere un perro —le dijo Heck a Lori, como si ésta no hubiera captado ya la indirecta.
—Lo sé —repuso ella.
La respuesta le salió más seca de lo que era su intención, pero entre el estado de nervios de tener a Tucker enfrente y que su padre siempre conseguía que se sintiera como si no fuera buena madre…
Bueno, no estaba en su mejor momento.
Su padre habló con gentileza… y su reproche era evidente.
—Vamos, Lori; es bueno que un chico tenga un perro.
—Sí —asintió Brody enseguida—. Tengo diez años, ya soy bastante mayor. Y yo puedo ocuparme de todo, mamá. Le daré de comer y lo sacaré y limpiaré lo que ensucie. Tú no tienes que hacer nada.
Lori dejó el tenedor en su plato sin comer la patata que había pinchado. Lanzó una mirada de advertencia a su padre.
—Brody. Hablaremos de eso más tarde.
—Pero mamá, yo…
—Más tarde.
Brody captó al fin el mensaje. Tomó su hamburguesa y empezó a comer.
Hubo un momento de un incómodo silencio, pero pronto los hombres volvieron a su conversación de los coches y Lena al tema de su boda.
—No puedo creer que ya esté encima. Faltan menos de dos semanas.
—Menos mal —comentó Heck, entrando un momento en la conversación—. Mi chequera no puede soportar mucho más tiempo de esto.
Lena se echó a reír.
—¡Oh, papá! Haré que te sientas muy orgulloso de mí.
—Ya lo has hecho, cariño. Siempre lo has hecho.
Lori miró su plato y comprendió que le sería imposible dar un mordisco más. La conversación fluía a su alrededor… y ella no quería levantar la vista.
Pero no podía mirar su plato eternamente.
Levantó la mirada.
Y se encontró con los ojos de Tucker.
Éste levantó la comisura de la boca en una media sonrisa que era al mismo tiempo una pregunta.
Lori le devolvió la sonrisa sin pensar.
Aquello no era posible.
Y sin embargo, ocurría.
Tucker Bravo coqueteaba con ella.
ESA noche, Tucker hizo un esfuerzo claro y calculado por quedarse a solas con su cuñada.
Cenó con la familia en la parte central de la casa del rancho, donde vivía Molly con Tate y los mellizos y después de cenar tomó una copa de brandy con su hermano mientras ella iba a preparar a los niños. Después los hombres se reunieron con ella para la tarea importante de acostar a los mellizos.
Tate y Molly les cantaron nanas y Tucker, que disfrutaba con su papel de tío, participaba siempre que recordaba la letra. Le gustaba aquella vida familiar. Le gustaba mucho. En su opinión, era lo más inteligente que había hecho nunca su hermano.
A las ocho, los niños estaban al fin metidos en su cuna, con la niñera en una habitación cercana y Tate anunció, como todas las noches, que tenía algunas cosas pendientes y desapareció en su estudio.
Tucker aprovechó la oportunidad para preguntar a Molly:
—¿Tienes un momento?
Ella asintió.
—Claro que sí. ¿Quieres un café?
—Muy bien —Tucker la siguió a la cocina.
Molly le sirvió una taza de café y se sentó enfrente de él con una infusión.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
Tucker decidió ir al grano.
—Dime todo lo que sepas de Lori Lee Billingworth.
Su cuñada lo miró por encima del borde de su taza.
—Taylor. Su apellido es Taylor. Se casó.
—Pero ahora es viuda.
Su cuñada lo miró con curiosidad.
—Mejor para ti, ¿eh?
—¡Vamos, maldita sea! ¿No puedes ayudarme un poco?
Molly dejó su taza en la mesa.
—¿A qué viene esto? ¿Tuviste a una de las hermanas y ahora quieres completar la pareja?
Tucker dio un respingo. Negó con la cabeza.
—Eres muy directa.
—Eso me han dicho. Contesta a mi pregunta.
—No —repuso él—. No es eso. Esto no tiene nada que ver con Lena. Lena y yo… bueno, eso fue hace mucho tiempo.
Molly lo miraba con aire de duda.
—¿Quieres decir que es agua pasada?
Tucker asintió con la cabeza.
—Lena es feliz ahora. Quiere a Dirk. Y yo me alegro por ella. De verdad.
—Pero tú la quisiste, ¿no?
¿La había querido? Tucker no estaba seguro.
—Estaba loco por ella, sí, ¿pero quererla? Éramos unos críos. Ella quería vivir aquí, quería que hiciéramos la gran boda que va a hacer ahora y nos instaláramos en el rancho, donde se dedicaría a tener dos o tres hijos y me ayudaría a gastar el dinero del abuelo.
—Sigues dolido con ella.
—No —contestó él—. No es verdad. Sólo te digo cómo era aquello. Lena quería una vida tranquila aquí y yo quería marcharme. Rompimos y eso hizo posible que los dos tuviéramos lo que queríamos. Casarnos habría sido un desastre. Ella lo sabe y yo lo sé. No hay más que hablar.
Excepto por una noche que…
Tucker había ido a casa desde la universidad, donde suspendía todo, para llevar a Lena al baile de graduación. La noche antes del baile, ella le había dicho que todo había acabado entre ellos, que querían cosas distintas y que lo suyo no funcionaba.
Él se mostró de acuerdo. Hacía ya un tiempo que pensaba que había llegado el momento de terminar, pero no sabía cómo decírselo. Y recordaba todavía la sensación de alivio que se apoderó de él cuando ella le dijo que ya no quería ser su chica.
Y entonces le dijo que tenían que ir de todos modos juntos al baile y Tucker pensó que era lo menos que podía hacer para agradecerle que le hubiera devuelto la libertad.
La noche que él tanto temía acabó siendo especial.
Acababan de romper y, sin embargo… ella lo atrapó en su magia y él se sintió más enamorado que nunca. Ella lo conquistó, lo dejó sin palabras.
¿Pero ahora?
No. Todo eso había acabado hacía mucho. Cuando veía ahora a Lena sólo sentía un vago aprecio. Le gustaba. Era una mujer sonriente y alegre, demasiado pendiente de sí misma, pero con encanto. Eran amigos, aunque no íntimos. Cuando la veía, le resultaba imposible pensar que era la chica a la que había tenido en sus brazos aquella noche hermosa e inolvidable.
Miró a su cuñada.
—¿Qué sabes de Brody? El marido de Lori no podía ser su padre, ¿verdad?
Molly suspiró… y al fin empezó a hablar.
—No. El chico no es de su marido. Él era dentista y mayor que ella. Se casó con él hace seis o siete años, cuando Brody tenía dos o tres. Se rumorea que nadie excepto Lori sabe quién es el padre.
—Aparte del padre, claro.
Molly frunció el ceño.
—Puede que no.
—¿Crees que el padre del niño no sabe que es su padre?
—¿Cómo voy a saberlo? Yo sólo sé lo que dice la gente.
—Y eso es lo que quiero que me digas.
Molly miró su taza y después a él.
—Se rumorea que fue un forastero que pasó por el pueblo a finales del último curso de Lori. Ella desapareció una noche de mayo en uno de los coches de Heck. No era propio de ella marcharse así. Ya sabes cómo era. Callada, tímida, salía poco con chicos. A Heck le preocupaba que la hubieran secuestrado y llamó a la policía para que la buscaran. La encontraron en el arroyo Creek, con el coche aparcado al lado de la orilla, mirando el agua y llorando. Dijo que no había hecho nada malo y que no le había pasado nada, que sólo había conducido.
Pero cuando un par de meses más tarde se supo que estaba embarazada, todos en el pueblo asumieron que tenía que haber sido la noche de su desaparición, que debió conocer a alguien que la dejó embarazada y se marchó para no volver.
—Y cuando Heck se enteró de que estaba embarazada, la envió a San Antonio.
—Así es. Y tengo entendido que allí vive bien. Viene muy poco por aquí.
Tucker se levantó a servirse otra taza de café.
—¿Ahora te gusta la hermana de tu antigua novia? —le preguntó Molly—. ¿Quieres intentar convencerla de que venga por aquí más a menudo… o, mejor aún, de que se quede aquí?
Tucker no contestó. No había necesidad. En los ojos de Molly leía que ella sabía que sí quería.
Y era cierto.
—Papá te pone histérica, ¿verdad?
Lena se tumbó boca arriba en la cama de Lori, en la vieja habitación de ésta. Era después de cenar y los demás veían la tele abajo. Lena se había quedado un rato antes de retirarse a su apartamento en Oak Street porque quería hablar con Lori.
Ésta se sentó en el borde de la cama.
—Sí. A veces sí. Cuando intenta imponer su punto de vista con Brody.
Lena se quitó los zapatos, tomó un cojín y se lo puso debajo de la cabeza.
—Nunca os habéis entendido —suspiró y miró a su hermana—. No puedo creer que te hayas teñido de rojo, rojo.
Lori se pasó una mano por el pelo.
—Sí, me gusta.
Lena asintió.
—A mí también. Te queda muy bien.
Lori le lanzó una mirada amenazadora.
—No se te ocurra copiarme.
—Pero si a ti te queda bien, a mí tiene que quedarme de fábula.
Las dos se echaron a reír.
—Hazlo si quieres —cedió Lori.
—Puede que lo haga —Lena miró el techo—. Tucker te miraba hoy mucho en el restaurante. Y no se te ocurra decirme que no te has dado cuenta.
Lori no sabía qué decir.
—Es increíble las vueltas que da la vida —Lena levantó la mano derecha y se observó la manicura—. A Tucker le interesas. Se nota. ¿Qué piensas tú?
Lori apartó la vista.
—No pienso nada. Hacía siglos que no lo veía. Ya no lo conozco.
—Vamos, Lori. He visto cómo lo mirabas tú y me ha parecido que también te gustaba. Y no me digas que no. Es verdad que fue novio mío, pero de eso hace siglos. Y te aseguro que no fue nada como lo que tengo con Dirk, y nunca me acosté con él. No me gustaría imaginarte con un hombre con el que hubiera estado yo, pero así…
—Lena.
—¿Hum?
—No necesito tanta información.
Lena le dio una palmada en el muslo.
—Oh, vamos. Eres demasiado introvertida. Siempre lo has sido. Tienes que abrirte un poco.
—Gracias por el consejo.
—¡Eh!, no te pongas tonta. Sabes que lo que digo es cierto. Y te echo de menos, te vemos muy poco. Casi parece que no quieras venir por casa. A veces pienso que si no te llamáramos mamá y yo y te diéramos tanto la lata, no te veríamos jamás.
Lori le tomó la mano a su hermana y entrelazó los dedos con ella.
—Sé que no vengo mucho —musitó. Y se prometió en silencio hacer un esfuerzo para mantener el vínculo con su familia.
Lena suspiró.
—¿Sabes una cosa? Yo nunca me disculpé con Tucker por lo del baile de graduación. ¿Tú sí?
Lori parpadeó y sintió un nudo en el estómago. Soltó la mano.
—¿Y cuándo podría haberlo hecho?
—Tranquila. Es sólo una pregunta. Pero piénsalo. El pobre sigue pensando que fue al baile conmigo. Ya sé que no tiene importancia, pero deberíamos decírselo uno de estos días. Cuando pienso en aquella noche, a veces me pregunto qué se me pudo pasar por la cabeza para hacerle eso.
Lori recordaba muy bien lo que pasaba por la cabeza de Lena.
—Estabas furiosa. Rompiste con él y viniste a verme llorando porque decías que habías visto que se sentía aliviado con la ruptura. Dijiste que odiabas ser tan perfecta y que todo el mundo esperara verte feliz y que te gustaría ser yo para que la gente no esperara tanto de ti.
Lena dio un respingo.
—¡Qué grosería! Yo no dije eso.
—Sí lo dijiste. Y después dijiste que no podrías ir al baile con una sonrisa cuando lo que querías era darle un puñetazo a Tucker por no quererte lo suficiente para casarse contigo y vivir aquí. Dijiste que querías quedarte en casa a ver películas antiguas y comer palomitas y llorar a gusto.
Lena asintió con la cabeza.
—Y tú dijiste que te gustaría ir al baile…
El acompañante de Lori, un amigo estudiante de biología, se había puesto enfermo y a ella además le gustaba Tucker en secreto desde mucho antes de que empezara a salir con Lena.
Lena sonrió.
—Sí. Y entonces se nos ocurrió, ¿te acuerdas? —soltó una risita—. Todavía me admira lo bien que nos salió.
Lori estaba de acuerdo en ese punto.
—A mí también.
Para ser dos gemelas tan distintas, resultaba sorprendente lo bien que se habían metido las dos en la piel de la otra.
—Engañamos incluso a papá y mamá —comentó Lena—. Papá no dejaba de hacerte fotos con mi vestido y decirte lo hermosa que estabas.
Lori sonrió.
—Y tú te pasaste la noche con mi pijama.
Lena se echó a reír.
—Mamá no dejaba de venir a verme para decirme que perderme el baile de promoción no era el fin del mundo. Y yo lloraba un poquito y dejaba colgar la cabeza como hacías tú en esa época y le decía que prefería estar sola. Y a ti te hicieron reina del baile.
—No, te coronaron a ti.
Lena hizo una mueca.
—Debo admitir que me puse un poco celosa cuando me enteré de que había ganado y no estaba presente en la coronación.
—¿Tú celosa? Jamás.
—Y tú volviste casi al amanecer. Y no me gustó que salieras con mi novio y te lo pasaras tan bien que no quisieras volver a casa.
Lori sintió un vacío interior, causado por la suma de tantas mentiras. Aquella mañana le había dicho a Lena que había ido a desayunar con Tucker y, como su hermana jamás habría podido imaginar que se hubiera ido a un motel con Tucker, la mentira había funcionado. Pero Lori sabía que había traicionado a su hermana; aunque Tucker y ella se hubieran separado, aquélla era una raya que ella no tenía derecho a cruzar.
Pero la había cruzado. Y a la mañana siguiente, todo empeoró aún más. Tucker volvió a la casa a suplicarle a Lena que volviera con él… y Lori sabía que lo hacía por lo ocurrido la noche anterior.
Lena le dijo que no.
—Y a la noche siguiente tú te llevaste el coche de papá y desapareciste —Lena la miró con reproche—. Nunca me contaste qué pasó aquella noche con el padre de Brody; cómo lo conociste, cómo…
Lori levantó una mano.
—No puedo. Todavía no.
Ésa era otra promesa que se había hecho Lori. Le contaría también a Lena la verdad, pero sólo después que a Tucker.
Y esperaría a después de la boda para ambas cosas.
La boda significaba mucho para su hermana. Si se sabía antes que Tucker Bravo era el padre de Brody, habría muchos cotilleos. Y eso ensombrecería el día importante de Lena.
Lori no quería que ocurriera eso. Tucker había vivido muchos años sin saber que era padre y podía esperar dos semanas más.
—¿Todavía no? —rió Lena—. Eso es un progreso. Antes te negabas en redondo.
—Bueno, estoy en ello.
Lena le dio un abrazo.
—Pues ya era hora.
El martes, Lori se topó accidentalmente con Tucker en Center Street, delante del bufete de él. Se saludaron y él le preguntó si disfrutaba de su visita al pueblo.
—Mucho —repuso ella. Miró su reloj—. Oh, llevo prisa, tengo que irme.
—Hasta luego, entonces.
—Sí, hasta luego.
Y se alejó apresuradamente. No podía creer que hubiera tropezado con Tucker cuatro veces en cuatro días.
Aquello empezaba a parecer obra del destino. Como si sus remordimientos y su cobardía conspiraran para ponerlo en su camino a la más mínima oportunidad para darle ocasión de decirle lo que tenía que decirle.
El miércoles, Lori, Lena y Brody fueron a pasar la tarde al lago Longhorn. Lori miraba a su hijo jugar cerca del agua y sabía que se acercaba el momento de decir la verdad.
¿Cuánto tiempo querría pasar Tucker con él? ¿Cómo se tomaría Brody la noticia?
Esas preguntas, y las otras mil que la atormentaban, no tendrían respuesta hasta que hablara con Tucker.
Y eso no sería hasta después de la boda.
Decidió, por lo tanto, olvidar el tema por el momento y disfrutar de sus vacaciones.
El jueves por la mañana, estaba sola en la cocina tomando una taza de café cuando sonó el teléfono. Contestó sin pensar.
—¿Diga?
—Justo la mujer con la que quería hablar.
Lori se quedó en blanco.
—Ah… ¿Tucker?
—Así es. Y tú eres Lori, ¿no?
—Ah. Sí. Soy yo.
Él soltó una risita y Lori apretó con fuerza el auricular.
—¿A Brody y a ti os gustaría venir esta tarde al rancho? Haremos una barbacoa y Brody puede jugar con Fargo. Y en los establos hay un pony de buen carácter al que puede montar. Prometo esforzarme para que lo pase bien.
Lori sintió un vacío interior de nuevo. ¿Por qué había hecho él a Brody el centro de su invitación? ¿Era posible que hubiera adivinado la verdad? El corazón le dio un vuelco.
Pero no. Nadie lo sabía. Excepto Henry. A él había tenido que decírselo antes de que se casaran.
Sólo lo sabía Henry. Y estaba muerto.
¿Por qué, entonces, Tucker ponía tanto énfasis en que Brody se lo pasara bien?
Lori sabía por qué.
Ella era madre y, si un hombre quería acercarse a ella, tenía que dejar claro que entendía que Brody era una parte importante de su vida y sería una parte importante de la vida de cualquier hombre al que ella tomara en serio.
Cerró los ojos y respiró hondo.
—Lori. ¿Sigues ahí?
—Ah. Sí. Sí. Estoy aquí.
—¿Y qué me dices?
Ella tragó saliva y se arriesgó a preguntar.
—Llamas por Brody, ¿eh?
Él se echó a reír.
—Bueno, no del todo. También llamo por ti. ¿Quieres venir al rancho sobre las cinco?
Ella sabía que debía decirle la verdad ya.
O rechazar la propuesta.
Lo sabía.
Pero lo que dijo fue:
—Sí, iremos.
VAMOS, Fargo, ven aquí!
Brody salió de la piscina y corrió por los azulejos hasta el césped, que se extendía hasta la hilera de robles y nogales que bordeaban el jardín del rancho. Brody corría por la hierba, mojado y riendo. Fargo lo perseguía ladrando animadamente.
El sol había empezado ya a bajar detrás de los árboles. Lori y Tucker estaban sentados al lado de la piscina.
—Creo que se lo ha pasado bien —comentó él.
Ella sonrió y tomó un sorbo de su margarita.
—Más que bien. Le ha encantado montar en pony y se ha comido un kilo de costillas.
—Eso no es mérito mío. Las costillas son la especialidad de Miranda.
Miranda Coutera era el ama de llaves del rancho.
Tucker levantó su vaso.
—Y los margaritas también.
Lori chocó su vaso con el de él.
—Por Miranda.
—Por Miranda —repitió Tucker con suavidad.
Se encendieron las luces de la piscina y un mosquito zumbó cerca del oído de Lori.
Ella se dio un manotazo en el cuello y se echó a reír.
—Una noche de verano en Texas. No hay nada igual.
—¡Eh! Por lo menos no hace cuarenta grados de calor húmedo —sonrió él—. Todavía.
Se miraron a los ojos. Ella carraspeó.
—Eso es algo que me gusta de San Antonio. No es tan húmedo como esto.
—No me has dicho en qué trabajas.
—Soy ayudante de dentista. Es un curso de dos años. Me lo pagó mi padre cuando nació Brody.
—Creo que alguien me dijo que tu marido era dentista…
Lori asintió.
—Conocí a Henry cuando empecé a trabajar para él. Yo llevaba la consulta. Entré de ayudante y resultó que se me daba bien ocuparme de la parte económica. Soy buena contable y tengo talento para invertir —la realidad era que ella había triplicado sus bienes en los años que había pasado con Henry—. Cuando mi marido se puso muy enfermo para trabajar, vendí la consulta, así que, aparte de ocuparme de mis inversiones, podríamos decir que estoy entre trabajo y trabajo.
—O sea, que eres libre de ir adonde quieras —comentó él.
Lori asintió. Era libre… aunque no tenía planes de moverse. Le gustaba San Antonio y había sido feliz allí.
Y empezaba a oscurecer. Había llegado el momento de despedirse. Dejó su vaso en la mesa.
—Es tarde y…
Tucker levantó un frasco de spray que había en la mesa.
—Prueba esto. Es natural. De citronela, creo. Te vuelves invisible para los mosquitos.
—Pero creo que debemos…
—Vamos. Pruébalo.
Lori miró a Brody, que rodaba por la hierba riendo mientras Fargo intentaba lamerle la cara, y tomó el spray.
—Gracias.
—De nada. Ponte también en los tobillos. A los mosquitos les encantan los tobillos.
Lori se echó por las piernas, los brazos y el cuello.
—¿Mejor? —preguntó él con voz ronca cuando ella devolvió el frasco a la mesa.
—De momento, sí —repuso ella.
Tucker se recostó en su sillón de hierro.
—Con mosquitos o sin ellos, esto es muy hermoso —miró la hilera de árboles.
Lori observó un momento su perfil fuerte y pensó que era muy atractivo. Siguió luego su mirada hacia el cielo amplio y despejado de Texas, donde se veía todavía un brillo naranja y púrpura, el final de un glorioso atardecer.
—Hermoso, sí…
—Yo he visto los arrecifes de coral de Bora Bora, he subido a la torre Eiffel y he estado a los pies de la Esfinge, pero antes no era capaz de ver la belleza de mi jardín. Me refiero a cuando era niño.
Lori sabía por qué.
—Por el viejo Tuck, ¿verdad?
Tucker lanzó un gruñido.
—El abuelo y yo nacimos para no entendernos —su abuelo había sido famoso por su inflexibilidad, tanto en los negocios como con la familia. Había dirigido el rancho Doble T con mano de hierro.
—Tu abuelo era algo aparte —comentó ella.
Tucker se encogió de hombros.
—Con Tate no se portaba mal, a su modo mandón, claro, pero a mí no me soportaba. Estaba seguro de que yo tenía que haber nacido de una aventura de mi madre con un forastero. Y eso de tener que criar al hijo ilegítimo de su voluble hija lo volvía loco. Es una pena que ya hubiera muerto cuando nos enteramos de la verdad —sonrió. Su abuelo había muerto cuatro años atrás y la verdad sobre su padre la habían descubierto el verano anterior—. Yo no soy más bastardo que Tate. Si yo lo soy, Tate también.
Lori pensó en aquella palabra. «Bastardo». Era una palabra fea, que ya tenía poco significado… excepto para tradicionalistas como el viejo Tuck o Heck Billingworth…
—Nuestro padre se casó más de una vez —siguió hablando Tucker—, aunque todavía no sabemos con quién se casó primero.
Lori no lo escuchaba. Miraba a su hijo rodar por la hierba. Tucker siguió la dirección de su mirada.
—Perdona. No pretendía ofenderte.
Era uno de esos momentos, y había habido varios durante la velada, en los que podía haberle dicho que Brody era su hijo.
—No me has ofendido —repuso.
Tucker la miró a los ojos.
—¿Seguro?
Lori asintió.
—No sé si tu madre o Lena te han contado lo que descubrimos el año pasado sobre Blake Bravo.
—Me lo contaron las dos. Creo que todo el pueblo habló de eso.
La historia era que Blake Bravo, el secuestrador del hijo de su hermano, era también el padre de Tate y Tucker. Se suponía que Blake había muerto justo después de concebir a Tate, pero no había sido así. En realidad había vivido treinta años más, oculto en Oklahoma. Y él era el hombre con el que se había fugado Penelope Tate Bravo cuando se quedó embarazada de Tucker.
—Imagínate —dijo éste con ojos brillantes—. Tengo familia que no sabía que tenía. Un montón de primos Bravo en Wyoming y una en Hill Country, casada con un veterinario. Tengo medio hermanos en Nevada y otro en Oklahoma. Dos primas en el norte de California y la rama más famosa de la familia, los Bravo de Los Ángeles. Son más ricos que nosotros, muy ricos. Y no olvidemos a Dekker, el bebé Bravo al que secuestró mi padre hace tantos años. Ahora tiene treinta años y es detective privado en Oklahoma City.
—Eso es mucha familia —asintió ella.
—Y eso no es todo. Tengo un tío abuelo, James, que tuvo siete hijos. Y Blake tuvo más hijos. Tate, mi medio hermano Marsh y yo estamos casi seguros —parecía complacido consigo mismo.
—Te encanta —sonrió ella—. Te gusta tener tanta familia.
—Sí. A Tate al principio le costó aceptar que nuestro padre fuera tan embustero, pero a mí no. Para mí fue muy importante saber al fin quién era y saber que tengo familia por todos los Estados Unidos me hace sentir… no sé, como que tengo vínculos. Después de todo, todos estamos aquí para algo.
—¿Para qué? —sonrió ella—. ¿Para qué estamos aquí?
Tucker se inclinó hacia ella, que hizo lo mismo sin pensar. Él le miró la boca y después los ojos.
—Yo volví el año pasado al pueblo para buscar algo… algo que llevaba toda mi vida buscando.
—¿Y ese algo es…?
—No me metas prisa —susurró él—. Ya voy.
—Bien.
—En los dos últimos años empecé a pensar que vagar por el mundo no me llevaba a ninguna parte, que estaba buscando lo que tenía justo aquí, de donde había partido.
—¿Y qué era? —no pudo evitar preguntar ella.
Él sonrió.
—No tenía ni la más remota idea.