El eterno soltero - Diana Palmer - E-Book

El eterno soltero E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Nick Reed, exagente del FBI, esperaba que el súbito viaje de vuelta a su hogar familiar fuese un breve descanso de su trabajo como detective en la Agencia Lassiter, hasta que su antigua vecina, Tabitha Harvey, se presentó en su puerta acusada de un robo que no había cometido. La única persona que podía ayudar a Tabitha era Nick…, el único hombre al que había amado.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1992 Diana Palmer.

Todos los derechos reservados.

El eterno soltero, Nº 9A - septiembre 2021

Título original: The Case of Confirmed Bachelor

Publicada originalmente por Silhouette® Books

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-706-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

1

 

 

 

 

 

Era un día perezoso de finales de primavera. Nick Reed se sentía inquieto otra vez. Trabajar para la agencia de detectives de Dane Lassiter en Houston había resultado excitante al principio, y él había disfrutado con el trabajo. Pero las ganas de conocer mundo lo llamaban a través de la ventana abierta desde el parque situado al otro lado de la calle.

Observó a una joven particularmente esbelta que paseaba con un pequeño perro peludo y sonrió, porque su figura coqueta le recordó a Tabby.

Tabitha Harvey. Sombras del pasado, pensó mientras se recostaba en la silla. Había evitado pensar en ella durante los últimos meses, debido a lo ocurrido cuando su hermana Helen y él habían volado a su casa familiar en Washington D.C. por negocios. El viaje había sido justo antes de Año Nuevo, y Tabby había estado allí. Eso era natural, ya que Helen y ella habían sido amigas desde siempre. Habían sido invitados todos a una fiesta.

Aquella noche Nick había observado que Tabby lo miraba con un interés inusual. Había regresado al cuenco del ponche varias veces, igual que él. Pero el ponche llevaba alcohol y Tabby no lo sabía. Había acorralado a Nick en una habitación vacía y había empezado a besarlo.

Aún podía sentir su boca ardiente y temblorosa bajo los labios. Durante unos segundos le había devuelto los besos con toda su pasión. Pero entonces la había detenido y le había pedido una explicación.

Torpemente ella le había explicado que sabía que él había ido hasta allí solo para verla, que sabía que por fin estaba preparado para sentar la cabeza. Serían muy felices, le dijo con anhelo y una sonrisa etílica.

Nick no tenía ni idea de dónde había sacado esa conclusión. Si alguna vez había pensado en Tabby de manera romántica, había sido años atrás. Sus comentarios habían salido de la nada, y él había reaccionado con rabia. Le había dicho algunas cosas crueles y sarcásticas que habían hecho que ella saliese huyendo. Nick había regresado a casa con Helen y había hecho la maleta para abandonar Washington. Nunca le había contado a Helen lo que había sucedido, pero imaginaba que Tabby sí. Tabby y él no habían tenido contacto desde entonces. Aunque tampoco lamentaba las cosas que le había dicho; las disculpas eran difíciles para él.

Estaba recordando aquello cuando Helen llamó a la puerta de su despacho y entró.

–¿Lo has meditado? –preguntó ansiosa.

Nick la miró con el ceño fruncido y echó la silla hacia atrás con una de sus largas y fuertes piernas. Su pelo rubio brillaba como el oro con la luz de la ventana. Sus ojos, oscuros como los de su hermana, tenían un brillo duro.

–Sí.

–¿Y vas a hacerlo? –preguntó Helen con una sonrisa, apartándose el pelo de la cara.

–Sí, lo he meditado. Y no, no voy a hacerlo –aclaró él.

–¡Nick, por favor!

–No lo haré –insistió Nick con firmeza–. Tendrás que conseguir la información de otra manera.

–La sangre es más espesa que el agua, ¿recuerdas? –persistió Helen Reed esperanzada–. Soy la única hermana que tienes. Estamos solos los dos. ¡Oh, Nick, tienes que hacerlo!

–La verdad es que no –respondió él con una indiferencia exasperante y una sonrisa.

Helen pensaba que, en ocasiones, le gustaría verlo ahorcado. Pero entonces se quedaría sola en el mundo, salvo por Harold, con quien estaba prometida.

–Eres el único exagente del FBI que tenemos en la Agencia Lassiter –le recordó ella–. Tienes contactos en los lugares apropiados. Lo único que tienes que hacer es una llamada telefónica –insistió.

Y lo miró con aquellos ojos grandes y marrones enmarcados por su larga melena castaña. Salvo por su pelo rubio, ambos se parecían mucho. Tenían la misma barbilla testaruda, la misma nariz elegante y los mismos ojos oscuros e intensos. Pero Nick era mucho más introvertido y reservado. Había sido así siempre, desde que vivían en Washington, donde ella fue a la universidad y él trabajó para el FBI.

Con los años Nick había viajado mucho y ella no lo había visto en meses, a veces en años, hasta que había recibido la oferta de trabajo de Richard Dane Lassiter. Había conocido a Dane en un caso justo antes de que lo cosieran a balazos. Cuando Lassiter fundó su propia agencia de detectives privados, convenció a Nick para que dejase el FBI y Nick ofreció a Helen como asistente legal, y sus dos años en la facultad la habían avalado. Había ido volando desde Washington para estar con su hermano. Sus padres habían muerto hacía tiempo y a ella le había gustado la idea de estar cerca del último miembro de su familia.

Al principio, echaba mucho de menos a Tabitha Harvey, pues habían sido amigas desde niñas. Aún seguían escribiéndose, aunque Tabby se cuidaba de no preguntar cómo estaba Nick. Obviamente los recuerdos que tenía eran dolorosos.

–No –repitió él–. No pienso llamar al FBI por ti.

Helen sonrió y juntó las manos.

–Lo contaré.

–¿Contarás qué?

–Que estabas con una rubia despampanante cuando se suponía que debías estar en una operación de vigilancia para Dane.

–Pues cuéntaselo. Ella era mi contacto. Yo no voy tonteando en mi trabajo.

–Claro que tonteas –dijo Helen, de pronto muy seria–. Nunca te tomas en serio a las mujeres.

Nick se encogió de hombros.

–No me atrevo. No estoy preparado para fumar en pipa, llevar zapatillas y tener hijos. Me gusta viajar y el trabajo peligroso, y una hermosa rubia ocasional cuando no estoy en una operación especial.

–Es una pena –dijo su hermana con una sonrisa–. Estarías bien, cubierto de confeti.

–¿Y quién podría conseguir algo así de mí?

Helen tuvo que morderse la lengua para no mencionar el nombre de Tabby. Ya lo había hecho una vez y se había puesto furioso. Nick no había visto a Tabby desde Nochevieja, cuando fue con Helen a encargarse de la casa de sus padres en un barrio residencial de Washington llamado Torrington. El padre de Tabby había muerto dos años antes, pero ella seguía viviendo en su casa. Estaba junto a la de los Reed. Nick nunca había discutido sobre lo ocurrido cuando Tabby y él se quedaron hablando una noche mientras estaban en Torrington, pero desde entonces se enfurecía al oír su nombre.

–Ya sabes que los inquilinos se han ido de casa de papá –dijo ella de pronto–. No puedo volar allí y encargarme de todo esta vez. ¿Puedes hacerlo tú?

–¿Por qué no puedes? –preguntó Nick.

–Porque estoy prometida, Nick –dijo, exasperada–. Tú no lo estás. Además, te deben vacaciones, ¿no? Podrías matar dos pájaros de un tiro.

–Supongo que sí –respondió él, reticente, y sus ojos se oscurecieron durante un instante. Entonces miró por encima de la cabeza de su hermana y arqueó las cejas–. Ahí viene el jefe.

–Será mejor que te esfumes si no quieres pasar a engrosar la lista del paro.

Nick salió del despacho y la dejó con Dane.

–¿Algún problema, Helen? –preguntó Dane.

–Ninguno, jefe –le aseguró–. Nick y yo solo hablábamos de trabajo.

–De acuerdo. ¿Cómo va la investigación Smart?

Helen frunció el ceño.

–Necesito cierta información que no puedo conseguir –respondió–. No logro que nadie me hable sobre el breve periodo de Kerry Smart en el FBI.

–¿Le has preguntado a tu hermano? Él tiene contactos en el FBI.

–No quiere llamar a nadie.

–Bueno, no puedo obligarlo –le recordó Dane–. Nick es muy reservado sobre sus días en el FBI. Nunca habla de ese periodo de su vida. Tal vez no quiera tener ningún contacto con la agencia.

–Supongo. Bueno, iré a ver a Adams. Antes tenía algún confidente.

–Bien.

–¿Cómo están Tess y el bebé?

–Ella está genial, y el bebé nunca duerme. El médico dice que algún día lo hará –añadió–. Mientras tanto, es solo otra cosa más que podemos hacer juntos; estar despiertos con el bebé.

–Sabes que te encanta –le recordó Helen.

–La verdad es que sí. Podría vivir más fácilmente sin respirar que sin mi familia.

–Y tú que eras un soltero convencido… –dijo ella–. ¡Cómo caen los todopoderosos!

–Ándate con ojo –amenazó él–, antes de que te despida.

–Yo no, jefe. Pienso ser aún más valiosa que Nick, si me das unos días libres para trabajar para el FBI y ¡hacer contactos que poder usar cuando los necesite! –gritó la última frase para que Nick pudiera oírla. Pero no funcionó. Su hermano la miró con una ceja arqueada y le dio la espalda.

–Algún día te la devolverá, Nick –dijo Dane–. Hermana o no, apoya la igualdad de la mujer.

–Lo sabe, lo tengo acostumbrado –musitó ella.

–Le diré que has dicho eso, a ver qué opina.

–¡Oh, qué miedo! –exclamó Helen, estremeciéndose en broma–. ¿Sabes? No puedes imaginar lo que le dijo a Harold el otro día sobre lo que hice cuando tenía dos años.

–Tendrás que asegurarte de que Harold y él no se vean con demasiada frecuencia.

–¡Eso es lo que dice Harold! –confesó ella.

Recogió sus cosas y deseó tener tiempo para ir a ver a Tess y al bebé. Pero ahora que Tess se había casado con Dane y los dos habían tenido un bebé, se habían distanciado un poco. Seguían comiendo juntas de vez en cuando, pero Tess estaba más unida a su amiga Kit que a ella.

Así que finalmente fue a ver a Adams, que de hecho tenía un contacto en la oficina del FBI, hizo una llamada y le consiguió la información que necesitaba.

–¡Buen trabajo! ¡Gracias! –exclamó ella con entusiasmo.

Adams se aclaró la garganta.

–Si Harold no va a invitarte a una pizza, te invito yo a una cerveza –le ofreció–. Algo informal, claro. Sé que estás prometida.

Ella sonrió. Adams era agradable. Grande, corpulento y algo barrigudo, pero agradable.

–Gracias, Adams –respondió con sinceridad–. ¿Lo dejamos para otro día?

–Claro –dijo él. Sonrió y salió por la puerta. Siempre parecía estar solo. Helen sentía un poco de pena por él, pero era el tipo de hombre que se encariñaba con la gente y después no podía superarlo. A Helen le daba miedo ese tipo de relación. Bueno, con cualquiera salvo con Harold.

–¿De qué has hablado con Adams? –le preguntó Nick tras ella cuando salió por la puerta.

Ella se quedó con la boca abierta y después se rio.

–¡No te había oído!

–Claro que no –dijo él–. Soy detective privado. Nos entrenan para seguir a la gente sin que nos vean.

–¿De verdad? –preguntó con una sonrisa–. Eso no lo sabía.

Nick la fulminó con la mirada.

–¿Qué estabas haciendo ahí? –señaló hacia el escritorio vacío de Adams–. ¿Trabajar con el pesado de Adams?

–¡No digas eso! Me cae bien.

–Claro. Y a mí, pero es una garrapata. Si se te pega, tendrás que quemarle la cabeza con una cerilla para que se suelte.

Helen se echó a reír.

–¡Eres un animal! –exclamó.

–Sabes que llevo razón. Pero no es mal tipo.

–Tú tampoco lo eres, a veces.

–¿Tienes lo que necesitabas?

Ella asintió.

–No gracias a ti.

Él se encogió de hombros.

–Es bueno enseñarte a ser autosuficiente. Yo no estaré siempre aquí.

A Helen le preocupó la manera de decirlo.

–Nick… –comenzó a decir.

–No me estoy muriendo ni nada –dijo él al ver su expresión–. Quiero decir que estoy inquieto, con ganas de un cambio. Puede que en breve siga con mi vida.

–¿Otra vez las ganas de ver mundo? –preguntó ella.

Nick asintió.

–Me aburro siempre en el mismo lugar.

–Vete a casa –sugirió ella–. Tómate unas vacaciones. Relájate.

–¿En Washington? ¡Qué graciosa!

–Encontrarás la manera. Es una calle tranquila. Sin traficantes ni tiroteos. Solo paz y tranquilidad.

–Y tu amiga Tabby en la puerta de al lado.

–Tabby sale con un historiador de su universidad –le dijo ella–. Creo que va en serio. Así que no tendrás que esconderte de ella mientras estés allí.

–No estaba saliendo con nadie cuando estuvimos allí a principios de año –respondió él. Sonaba como si creyera que ella lo hubiese traicionado.

–Eso era entonces –le recordó ella–. En pocos meses pueden ocurrir muchas cosas. Tabby tiene veinticinco años. Ya es hora de que se case y tenga hijos. Tiene estabilidad y un buen trabajo.

Nick no respondió. Parecía angustiado. Se sentía angustiado. Así que cambió de tema sin parecer evasivo.

–Entonces, ¿has conseguido la información que necesitabas gracias a Adams? –preguntó.

–Sí. Por fin podré terminar mi caso –dijo ella–. Antes Dane ha estado preguntándome por él. El cliente necesitaba esa información. Espera que eso lo ayude a librarse de los tribunales.

–Entiendo –Nick deslizó los dedos por la nariz de su hermana, a modo de broma–. Supongo que no se te ha ocurrido que yo podría tener una buena razón para no querer hablar con la gente que conozco de la agencia.

Helen se quedó mirándolo con curiosidad. Su hermano tenía una estructura ósea que sería la envidia de cualquier artista; desde los pómulos marcados hasta la nariz recta y una boca masculina perfectamente cincelada.

–Te has quedado mirándome. Y no me has respondido –dijo él.

–Estaba pensando en el buen partido que eres –respondió ella con una sonrisa–. Te pareces a papá. No me extraña que las mujeres amenacen con tirarse por una ventana cuando las dejas. Nunca hablas del tiempo que pasaste en el FBI y nunca he sabido por qué. Siempre he creído que lo echabas de menos.

–A veces sí –confesó Nick–. No con frecuencia. Pero nunca es buena idea abrir viejas heridas. A veces sangran.

–Sí –convino ella–. Supongo que sí.

–De acuerdo. Tómate un sándwich conmigo y hablaremos de lo que vamos a hacer con la casa de papá. Estoy cansado de alquilarla. Es un fastidio. Quiero hablar contigo sobre la posibilidad de venderla.

–¿Vender nuestro legado? –preguntó ella.

Nick suspiró.

–Sabía que reaccionarías así. Vamos. Comamos algo. Podremos pelear durante el postre.

La llevó a una bonita marisquería. Helen se había esperado una hamburguesa, y se detuvo tímidamente en la puerta, nerviosa con su vieja falda negra y su blusa de cuadros blancos y negros, y su pelo suelto y desarreglado.

–¿Ahora cuál es el problema? –preguntó él.

–Nick, no voy vestida para un lugar como este –respondió ella–. ¿No podemos ir a un lugar menos caro?

–¿Perdón?

–Un sitio de comida rápida –explicó–. Envases de plástico, bolsas de papel, vasos de cartón…

–Basura no biodegradable –murmuró él–. Ni hablar. Vamos.

La agarró del brazo y la condujo al interior. Se rio al sentarla a una mesa.

–Espero que no seas una fanática de la pizza, porque aquí no tienen de eso.

Helen sonrió.

–Harold y yo estamos un poco cansados de pizza, si te digo la verdad –confesó cuando Nick se sentó frente a ella. La mesa tenía una vela roja metida en un vaso de cristal. La iluminación era acogedora, igual que la atmósfera, con la música clásica sonando de fondo.

–Me gusta el servicio –dijo él–. Servicio a la antigua y buena comida. Aquí tienen ambas cosas.

Mientras hablaba, una rubia esbelta se detuvo junto a la mesa y les entregó las cartas. Se quedó mirando a Nick mientras este pedía las bebidas para tener tiempo a decidir qué comer.

–Gracias, Jean –dijo amablemente.

La mujer le devolvió la sonrisa y se alejó tras dirigirle una mirada de envidia a Helen.

–Le gustas –dijo ella.

–Lo sé. Ella a mí también. Pero nada más –añadió muy serio al devolverle la mirada a su hermana–. Deja de jugar a la casamentera. No haces más que complicar las vidas ajenas.

Parecía increíblemente amargado.

–¿Estás intentando decirme algo? –preguntó ella.

–Me juntaste con Tabby en la fiesta de Nochevieja la última vez que estuvimos en casa. No mencionaste que le habías dicho que volé desde Houston solo para verla.

No habían hablado de eso antes. Helen se sintió culpable por su tono.

–No creí que te molestaría –dijo.

Pero él la interrumpió.

–Pensó que mis sentimientos habían cambiado y quería tener una relación con ella. No me lo esperaba y reaccioné mal. Ella lloró. Desde que conocemos a Tabby, nunca la había visto llorar. Eso me afectó mucho.

Helen conocía a Nick lo suficiente como para saber lo que había ocurrido después.

–Perdiste los nervios –imaginó.

–Ya te he dicho que no me lo esperaba. Estaba hablándome sobre un descubrimiento que estaban estudiando en el departamento de antropología y de pronto comenzó a hablar del futuro.

–El ponche llevaba alcohol –dijo ella–. Yo no lo sabía. Le serví dos vasos.

–Ya me di cuenta de que iba como una cuba, pero aquella súbita muestra de afecto me pilló por sorpresa –respondió él. Se metió las manos en los bolsillos. Parecía incómodo–. Me entró el pánico. Tabby es una mujer muy dulce, pero no es mi tipo.

–¿Y quién lo es? Haces que los solteros convencidos parezcan hombres casados. Podrías acabar con alguien mucho peor que Tabby.

–Y ella podría acabar con alguien mucho mejor que yo –respondió él–. Yo no estoy ahorrando para comprarme una casita con verja blanca. Quiero navegar alrededor del mundo. Quiero explorar. Mientras tanto, me gusta ser investigador, aunque este trabajo esté empezando a cansarme.

–Tabby es investigadora, ¿lo sabías? Busca las soluciones a los misterios ancestrales. Como antropóloga, descubre las culturas de civilizaciones antiguas y su funcionamiento.

–Sí, pero ninguna momia de dos mil años de antigüedad va a levantarse del sarcófago y a apuntarla con una pistola.

–Probablemente no viva al borde del peligro, como tú –convino ella–. Pero a los dos os gusta excavar hasta encontrar la verdad.

Nick se pasó una mano por la nuca.

–No me gustó hacerle daño de esa forma –dijo abruptamente–. Le dije algunas cosas muy crueles.

–Bueno, pero eso es agua pasada –le recordó ella–. Ahora sale con alguien y parece que va en serio, así que no tendrás que preocuparte por posibles complicaciones mientras decides qué deberíamos hacer con la casa de papá.

–Supongo que no –dijo él, pero no tenía ganas de volver a ver a Tabby. Se sentía mal por haberla tratado así, y ella no se iba a alegrar de verlo. Tabby, al igual que él, odiaba perder el control.

–No pasará nada –insistió Helen.

–Es tu frase favorita. Pero ¿y si pasa?

–¡Por el amor de Dios, piensa en positivo! –exclamó ella–. Cómprate un billete de avión y vete a Washington.

–Supongo que lo haré. Pero sigo teniendo dudas.

 

 

Dos días más tarde, con la bendición de Dane Lassiter, Nick iba por Oak Lane de camino a la vieja casa de su padre en Torrington.

Todo seguía igual, pensaba mientras avanzaba lentamente con su coche alquilado. Los robles eran un poco más viejos, como él, pero la calle seguía tranquila y majestuosa, como casi toda la gente mayor que vivía en ella.

Se le fueron los ojos involuntariamente hacia la fachada de la casa de ladrillo rojo donde Helen y él habían crecido. Había arbustos florecientes a su alrededor, y los cornejos y cerezos estaban verdes, habiendo perdido ya las flores a finales de primavera. El clima era cálido sin resultar abrasador, y todo parecía verde y apacible. No se había dado cuenta antes de lo cansado que estaba. Probablemente aquellas vacaciones fueran una buena idea después de todo, aunque hubiera peleado como un tigre para no tomárselas.

Era viernes, y aún no era la hora de salir de trabajar, así que no esperaba ver a Tabby en la casa de su familia. Pero en su imaginación la vio, con su pelo largo y castaño hasta la cintura, y esos ojos grandes y oscuros que lo seguían a todas partes cuando pasaba frente a su casa en el camino de vuelta de la escuela. Era alta, muy delgada, con unas curvas que no se notaban. Eso no había cambiado. En la actualidad llevaba el pelo recogido con un moño. Usaba poco maquillaje y ropa estilosa, pero nada sexy. Su cuerpo seguía tan esbelto como en la adolescencia, nada que llamase la atención de ningún hombre a no ser que la amase. Pobre Tabby. Sentía pena por ella y estaba enfadado con Helen por haber orquestado aquel encuentro en Nochevieja y haberle hecho pensar que él sentía algo por ella.

Sentía algo, pero de una manera fraternal, principalmente porque era así como siempre había interpretado la actitud de Tabby hacia él. Ella nunca había parecido desear una relación física con él. Al menos hasta Nochevieja, y además en esa ocasión iba borracha. Tal vez el hombre con el que estuviera saliendo sí que la amase y la hiciese feliz. Eso esperaba.

La vida en una buhardilla no era para él. Ya estaba pensando en echar la solicitud para la Interpol, o intentar convertirse en inspector de aduanas en el Caribe. Una existencia insulsa le llamaba tanto la atención como la idea de morir ahogado.

Aparcó frente a la casa de su padre y se quedó allí sentado, observándola durante largo rato. Su casa. Nunca había pensado en lo que significaba realmente tener un lugar al que regresar. Era extraño que, con su necesidad de libertad, se sintiera tan bien allí. El sentimiento de posesión era algo nuevo para él, como el vacío que había experimentado desde las vacaciones de Navidad. La soledad no era algo a lo que estuviese acostumbrado. Se preguntaba por qué debería sentirse así, como si estuviese perdiéndose algo en la vida, cuando su vida era tan excitante y plena.

Al abrir la puerta y meter la maleta dentro de la casa, aspiró el aroma de la madera, del barniz y del ambientador, pues una mujer había ido a limpiar cada semana desde que el lugar estaba vacío. Las cosas de sus padres estaban bien guardadas, igual que lo estaban cuando Helen y él eran niños. Los olores y las imágenes eran las de su infancia. Cosas familiares que le daban sensación de seguridad.

Frunció el ceño al fijarse en la barandilla de la escalera que conducía a los tres dormitorios del segundo piso. Acarició la madera casi sin darse cuenta. Vender la casa le había parecido la opción más lógica, pero ya no estaba tan seguro.

Y a medida que avanzaba el día, fue estando menos seguro. Habían dado la electricidad a principios de semana, y el frigorífico y los fogones funcionaban perfectamente. Encontró una cafetera guardada bajo el fregadero. Fue a comprar provisiones y volvió a casa justo cuando un pequeño coche azul aparcaba en la casa de al lado.

Nick se detuvo en los escalones con las dos bolsas de la compra en un solo brazo, observando mientras una mujer salía del coche. Ella no lo miró ni una vez. Caminó con un porte correcto, casi regio, hacia la puerta de su casa, metió la llave en la cerradura y desapareció en el interior.

Tabby. Nick se quedó mirando sin moverse durante un minuto. Ella no había cambiado. No esperaba que hubiese cambiado. Pero resultaba diferente mirarla ahora, y eso le desconcertaba. No lograba determinar cuál era la diferencia.

Entró en casa y puso en marcha la cafetera antes de freírse un filete y prepararse una ensalada para cenar. Mientras comía, reflexionó sobre la falta de interés de Tabby en su presencia. Tenía que haber visto el coche en la entrada, y a él ir hacia la puerta. Pero no había girado la cabeza, no había dicho nada.

De pronto se sintió deprimido y lamentó aún más el muro que había alzado entre ellos en Nochevieja. Eran viejos amigos. Casi familia. Habría sido agradable sentarse con ella y hablar de los viejos tiempos, cuando jugaban juntos siendo niños. Pero no creía que Tabby quisiera hablar con él.

Tras terminar de cenar y lavar los platos, se sentó en el salón con una novela de detectives. La televisión no funcionaba. Tampoco le importaba. Últimamente había un entretenimiento exagerado, con infinidad de canales y docenas de programas para elegir. El bombardeo constante a veces le ponía de los nervios, así que apagaba la tele y leía. Nada como un buen libro para cultivar lo que el héroe de Agatha Christie, Hércules Poirot, denominaba «materia gris».

Estaba inmerso en la novela de misterio cuando llamaron a la puerta.

Fue a abrir lleno de curiosidad.

Tabby estaba allí, seria, con el pelo recogido y las gafas en la punta de la nariz; parecía cansada y preocupada. Llevaba un traje con una blusa blanca, y obviamente lo había llevado durante todo el día. Eran las nueve de la noche y no se había cambiado de ropa.

–Hola –dijo él. Se sentía más alegre, así que sonrió.

Tabby no le devolvió la sonrisa. Tenía las manos apoyadas a la altura de la cintura.

–No te habría molestado –dijo–, pero no conozco a ningún otro detective. Me ha parecido casi una señal que vinieras a casa hoy.

–¿De verdad? ¿Por qué? –preguntó Nick.

Ella tragó saliva.

–Estoy bajo sospecha por robo –respondió. El labio inferior le tembló ligeramente, pero solo un instante hasta que recuperó el control. Levantó la cabeza un poco más con orgullo–. No he robado nada y tampoco me han acusado formalmente, pero solo yo tenía acceso al objeto que ha desaparecido. Es un pequeño jarrón con escritura cuneiforme que data del imperio sumerio. Y creen que yo lo he robado.