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Aquí encuentras los cuentos de siempre, los que narran los abuelos antes de dormir o los que nos invitan a jugar. Son los cuentos de antaño narrados con el lenguaje de hoy, que nos invitan a reír y a crear nuevas historias. Carlos Luis Sáenz, llamado con absoluta propiedad por María Eugenia Dengo "el poeta de los niños", nos entrega esta obra cumbre de su madurez: maestría narrativa en relatos breves que hacen soñar a las generaciones de todas las edades. Son cuentos que albergan recuerdos que ni siquiera el Gato Tiempo puede devorar.
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Veröffentlichungsjahr: 2019
Tres pajaritos conversan en un árbol.
Dice el primero: —Ya me voy, desde aquí vuelo.
Dice el segundo, cuando se fue el primero: —Ya me voy, desde aquí vuelo.
Dice el tercero, cuando se fueron el segundo y el primero: —Ya me voy, desde aquí vuelo.
Y el árbol se quedó solo porque los tres pajaritos se fueron.
Entonces llegó desde muy lejos, muy lejos, el alegre Pájaro Misterio: pico de oro, alas de fuego, y dijo con canto color veranero:
—¿Árbol, árbol, estás solo?
—Estoy solo y muy triste porque mis tres pajaritos piquitos pintitos, volaron y se fueron; y me arranca las hojas el viento, y quien me cante, no tengo; y me suben por el tronco hormigas del hormiguero, y no hay quien me despierte cuando llega el sol mañanero.
—Yo soy el sol mañanero, yo, el Pájaro Misterio, ¡y en tus ramas a vivir me quedo!
El Pájaro Misterio anidó en las ramas del árbol y su canción de oro despertó a los otros árboles del bosque, que estaban durmiendo.
Y entonces, volando y cantando, los tres pajaritos que se habían ido, volvieron.
Colibrí Rondaflor en su nidito de algodón.
Pensaba el colibrí: hace frío, las vacas echan vaho, tiemblan las hojas cubiertas de gotitas; ¡qué bueno tener un nido caliente como este que yo tengo aquí, en el árbol de poró que está lleno de cuchillitos rojos!
Desde mi nido, sin ningún temor, veo el mundo que se extiende de la montaña hasta las playas del mar. ¡Qué lindo es! ¡Y aún sería más lindo si en él no hubiera malas gentes!
El sol tibio es bueno, el agua del arroyo canta su canción cristalina, el viento lleva y trae las mariposas, las mariposas me enseñan el camino de las flores que guardan miel. ¡Cuando revientan sus frutos, el arbolito de algodón me regala sus motas blancas para que yo haga mi nido!
Arrastrándose, arrastrándose, la culebra verde se acercaba al pie del poró. La culebra verde come huevos y come pajaritos...
La culebra verde se enroscó al pie del árbol, levantó la cabeza, sacó su lengüecita partida, y clavó la mirada de sus ojos malos en Colibrí Rondaflor acurrucado en su nido de algodón.
Cuando el pajarito descubrió a su enemiga, no supo qué hacer: si por escapar volando dejaba el nido, la maligna de los ojos de mirada fija se comería los huevitos que él estaba empollando; si se quedaba en el nido, la culebra verde lo atraparía.
Estando en esta congoja oyó en el cercano paredón cubierto de helechos, las cantaditas alegres del zoterrecillo.
—¡Zoterrecillo, zoterrecillo! –silbó Colibrí Rondaflor–, ¡venga y ayúdeme!, ¿no ve que la culebra verde me quiere comer? Está allí abajo y me tiene puestos los ojos. ¡Venga, por Dios!
El zoterré se asomó, se dio cuenta del apuro en que estaba su amigo el rondaflor y le gritó:
—Colibrí, colibrí, espere echado en el nido; no se le ocurra dejarlo porque la culebra lo atrapará luego, luego. Vuelo a pedir socorro a un amigo que yo me sé –y voló hacia el bosque de eucaliptos que estaba allí nomás.
De pronto, el colibrí quedó sorprendido al notar que la culebra lo había dejado de paralizar con su mirada fría, y que se iba desarrollando y empezaba a arrastrarse sobre la hojarasca. ¿Qué sucedía?
Que el zoterré había vuelto y cantaba:
—¡Aquí está el gavilán, aquí está el gavilán!
En el cielo, volando en círculos, el gavilán cazador de culebras lanzó su grito de ataque: ¡croac, croac, croac! y, como una flecha cayó sobre la culebra verde: la agarró por medio cuerpo, se remontó velozmente, llevándosela alto, bien alto, y desde arriba la soltó. Al caer al suelo, el golpazo mató a la culebra verde.
Colibrí Rondaflor estaba a salvo y el zoterré de los paredones con helechos lo celebraba cantando: ¡chirigüí, chirigüí, chirigüí!