El griego implacable - Trish Morey - E-Book

El griego implacable E-Book

Trish Morey

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Beschreibung

Adjudicada… una noche con la princesa. Trece años atrás, Yannis Markides echó de su cama a una joven princesa. Todavía ahora a Marietta se le sonrojaban las mejillas al recordar su juvenil intento de seducción. Rechazar a una Marietta ligera de ropa fue el último acto de caballerosidad del melancólico griego. El escándalo que siguió destruyó su vida y destrozó a su familia. Ahora ha reconstruido su imperio, ha recuperado el buen nombre de los Markides… ¡y está listo para hacerle pagar a la princesa! Marietta está en deuda con él. Y su virginidad es el precio que debe pagar…

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Seitenzahl: 191

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 2009 Trish Morey

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El griego implacable, n.º 2005 - agosto 2022

Título original: The Ruthless Greek’s Virgin Princess

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-121-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

París

 

Tenía una tormenta en la cabeza, un sabor desagradable en la boca y una mujer desnuda en la cama. Esto último bastaba para hacerle olvidar todo lo demás. Era suave, su piel desnuda parecía seda bajo aquellas manos suyas que resultaban demasiado torpes. Las manos pequeñas de ella calmaban su frustración, encendiendo su excitación con dedos sabios que parecían seguir el rastro de su piel mientras su boca prendía fuego a otros puntos… el ángulo de su mandíbula, la juntura del cuello, y más abajo.

Él trató de abrazarla con brazos de plomo, todavía pesados por el alcohol y el sueño, pero ella se rió con picardía y escapó de él. Estaba demasiado oscuro para ver, así que él volvió a caer sobre las almohadas. La neblina de su cabeza se agudizó mientras trataba de encontrarle sentido a las cosas. Pero no podía pensar con ella atacándole desde una dirección diferente. Su boca era un círculo de fuego en el interior de una rodilla, su lengua fuego en la piel de su muslo.

Aquellas sensaciones se abrieron un hueco en su dolor de cabeza, pequeñas fisuras de recuerdos que cobraban vida. Recuerdos de su llegada a París siguiendo las órdenes de su padre, de los gritos de su padre, de su contestación y del golpe que sintió en el estómago cuando se dio cuenta de que no tenía opción…

Sentía la lengua dormida, la boca seca y el poco familiar sabor del whisky en el aliento. ¿Cuánto había bebido?

La sangre se le agolpó en los oídos, retumbándole por el cráneo, que le dolía más a cada latido del corazón, un latido que le bombeaba la sangre hacia el sur, hasta que otra parte de él comenzó a latir. Sintió dos manos pequeñas abrazándole, y la respiración se le quedó retenida en los pulmones. Manos frías. Manos suaves. Manos fascinantes.

Y entonces, cuando creía que ya no podía seguir soportándolo, ella le pasó la lengua por la punta. Fue sólo un roce, pero se retorció debajo de ella como si le hubieran dado una descarga eléctrica.

Se llevó la mano al corazón, que le latía a toda prisa, convencido de que el cráneo se le debía de estar hinchando a cada martilleo. ¿Aquello era idea de su padre para sellar el acuerdo y que no hubiera marcha atrás?

Desde las pútridas profundidades de su cerebro confundido por el alcohol, todo parecía posible. Ambos se habían mostrado firmes en que el compromiso debía seguir adelante. Así que habían puesto a Elena desnuda en su cama para que lo sedujera y para que tal vez concibiera un hijo, lo que significaría que no habría posibilidad de escapar, ninguna opción de evitar el destino que su padre había labrado para él.

Se rascó la frente sudorosa con una mano y deseó poder pensar con claridad, deseó poder disipar la niebla que llenaba su cerebro, pero sabía que podía ser cierto. Después de aquella noche, sabía que sus padres eran capaces de cualquier cosa. Su destino estaba sellado. No había vuelta atrás.

Entonces Elena lo montó a horcajadas sin dejar de sujetarlo con una mano, y él retiró el brazo y volvió a abrir los ojos, luchando contra el dolor que le atravesó la frente mientras trataba de enfocar la mirada en la oscuridad.

Elena se movió encima de él, guiándole a través de la capa de vello de su entrada, y el fuego volvió a encenderse cuando lo colocó en aquel dulce y húmedo punto. Pero un latigazo de rebeldía le atravesó el cerebro.

Aunque no había nada que pudiera hacer respecto a aquel matrimonio, no permitiría que lo tomaran como si fuera un trofeo de guerra.

Si alguien se dedicaba al pillaje, ése sería él. Y Elena iba a enterarse de ello.

Soltando un gruñido que retumbó en su cabeza como un cañonazo, se incorporó sujetándole los brazos y colocándola debajo de él antes de que su grito de sorpresa se extinguiera. Le latía la cabeza ante aquel movimiento brusco y su estómago se revelaba, pero tenía cosas más importantes en la cabeza. Por un instante permitió que sus manos subieran por el dulce cuerpo de Elena. Esta vez, atrapada debajo de él, no escaparía. Le cubrió los senos, que eran más pequeños de lo que había esperado, pero no era la primera vez que la realidad no se ajustaba a las expectativas. Además, eran firmes y estaban erectos, y en medio de la niebla que cubría su cerebro, no tenía intención de protestar. Además, eran lo mejor que había sentido en toda la noche. Y si podía sentir algo, lo que fuera, a través de la zona de guerra que era su cabeza, lo haría.

Aun así, la haría pagar por jugar aquel papel en el sórdido acuerdo de negocios de sus padres. Inclinó la cabeza y se introdujo uno de sus senos tirantes en la boca. El cuerpo de Elena se arqueó bajo el suyo, estremeciéndose cuando su mano le sujetó el otro pecho y lo apretó con fuerza y no poca rabia.

¿Cómo se atrevía a intentar atraparle? Había accedido a casarse con ella, ¿no era así? En su interior creció un fuego, alimentado por el whisky, el deseo y aquella mujer de carnes firmes que se había metido donde no debía.

Él había dado su palabra a sus padres. ¡Maldita fuera, pagaría por esto!

A través de su cerebro cubierto de niebla y del fuerte latido de la sangre, la escuchó gritar, trató de entender la razón y finalmente le soltó el seno que tenía fuertemente agarrado entre los dientes apretados. Era un milagro que no le hubiera hecho sangre. Ella se relajó al instante, y él le quitó el resto de la tensión lamiendo y succionando hasta que volvió a acurrucarse como un gatito, enredando sus piernas de seda alrededor de las suyas en muda y ancestral invitación.

Había terminado de jugar con ella. Elena estaba a punto, él lo sabía, así que se retiró trazando círculos indolentes alrededor del manojo de terminaciones nerviosas que la llevaron a gritar de placer mientras él se colocaba en su apretada entrada.

Otra sorpresa. Consideraba a Elena una mujer de mundo. Tenía cuatro años más que él, estaba convencido más allá de toda duda de que había tenido una buena cantidad de amantes. Y sin embargo…

Empujó contra su piel húmeda pero que a la vez se resistía extrañamente, y sintió cómo se ponía tensa debajo de él, notó cómo contenía el aliento.

«No puede serlo», pensó. Sólo estaba borracho y torpe, y esta vez…

Entonces la escuchó gritar, y hubo algo familiar y al mismo tiempo inesperado en su voz que provocó que se le helara la sangre. Se apartó, luchando contra la llamada de su cuerpo para aliviarse. Su cabeza protestó contra aquellos movimientos bruscos mientras él buscaba enloquecido el interruptor que sabía que tenía que estar por algún lado. La luz inundó la habitación e hizo explosión en su cabeza. Unos arponazos de dolor le atravesaron los ojos, pero no tuvo más remedio que ignorarlos para poder averiguar si lo que se temía era cierto.

Y entonces se giró, y el insoportable dolor de cabeza fue la última de sus preocupaciones. Marietta Lombardi, la hermana adolescente de su mejor amigo, estaba desnuda en su cama con los ojos abiertos de par en par y asustada como un conejito atrapado por la luz. Tenía el largo y rubio cabello enredado alrededor de la cabeza, y movía las blancas piernas con incomodidad sobre la ropa de cama.

–¿Qué diablos estás haciendo aquí? –cada palabra chocaba contra su cabeza como un disparo. El efecto que tuvieron en ella resultó todavía más devastador. Parecía mortalmente herida cuando se apoyó contra el cabecero de la cama, subiendo las rodillas al pecho y rodeándolas con los brazos.

–Quería darte algo –le temblaba el labio inferior, un labio inferior que él se había sentido tentado a besar con frecuencia, aunque nunca lo había hecho y nunca lo haría–. Vine a… entregarme a ti.

–¡No! –bramó él levantándose de la cama y arrastrando la colcha de damasco con él para cubrir su desnudez hasta que pudiera alcanzar su bata.

Era la hermana pequeña de su mejor amigo. Era virgen. Y aunque él había pensado que tal vez algún día, en el futuro… pero ahora ya no cabía aquella posibilidad. Nunca. No después de aquella noche.

–¿En qué diablos estabas pensando?

–Estaba pensando en que quería hacerte un regalo de cumpleaños.

Allí estaba otra vez aquel temblor del labio. Y entonces vio en su seno la marca de sus dientes allí donde la había mordido en su rabia, y la visión de aquella marca roja en su piel perfecta le provocó una nueva punzada de dolor.

Oh, Dios, aquello estaba mal en muchos sentidos. Había estado a punto de tomarla, de hundirse en ella, de castigarla como si hubiera hecho algo mal.

Y le había hecho daño.

Se pasó las manos por el pelo.

–Tienes que irte.

–Pero… Yannis…

–¡Tienes que irte!

–Ibas a hacerme el amor. Es verdad. ¿Por qué te detuviste?

Él gruñó.

–¡Porque no sabía que eras tú!

–¿Y quién creías que era? –Marietta tuvo el valor de indignarse, y él estuvo a punto de reírse. A punto. Porque aquello no tenía nada de gracioso.

–Sal de aquí.

–Pero te quiero.

–Tienes dieciséis años. No puedes quererme.

–Pero tú me quieres. ¡Me lo dijiste!

Yannis se dio la vuelta bruscamente con los puños apretados en la frente, luchando contra la agonía interior, contra la injusticia y la insensatez que acompañan el recuerdo de un día lleno de prados verdes, margaritas, cielo azul y una joven que siempre le había parecido perfecta para él.

Sintió su mano en el hombro y se giró. Marietta estaba desnuda y temblorosa, con la blanca piel de gallina, los rosas pezones erectos y duros. Ella le tomó la mano y se la colocó en un seno de modo que el duro pezón sobresaliera en su palma y sus dedos se curvaran sobre su carne firme, provocando que su cuerpo volviera a cobrar vida de nuevo.

–Te deseo –dijo con una osadía que Yannis no había visto nunca en ella con anterioridad. Tenía las mejillas teñidas de rojo, y aquella osadía la llevó a extender la mano hacia el lugar donde él seguía hinchado–. Por favor, hazme el amor.

Yannis se sintió tentado. Ella se acercó más, tomando su silencio por un sí, apretándole los senos contra el pecho, succionándole la piel mientras una nueva agonía cruzaba la dolorida mente de Yannis. Podría tomarla ahora y nadie lo sabría nunca. Nadie lo sospecharía. Una noche perfecta antes de casarse con Elena. ¿Era mucho pedir?

Le pasó los dedos por la cortina de su cabello, acariciándoselo con los pulgares, apretándole los labios contra el pelo. Y ella lo miró con tal expresión de adoración en los ojos, con tanto amor y confianza, que Yannis se sintió enfermo por haberlo siquiera considerado. ¿Cómo iba a hacerle aquello a Marietta, acostarse con ella una noche y luego anunciar su compromiso con otra mujer al día siguiente?

Eso no podía suceder.

No podía permitir que sucediera.

Ni ahora, ni nunca.

–Márchate –le dijo apartándole los brazos de su cuerpo, apartando de sí la tentación–. No te quiero aquí.

La confusión iluminó las facciones de Marietta.

–No hablas en serio.

–¡Vístete y sal de aquí!

–Pero te quiero. Y tú me quieres a mí.

–¡Como a una hermana! –le espetó Yannis. Aquella mentira surgió debido a la certeza de que una ruptura limpia podría ser cruel, pero era el único camino–. ¿No lo entiendes? Te quiero como a una hermana. Nada más.

El hermoso rostro de Marietta se arrugó. Los ojos se le llenaron de unas lágrimas que le resbalaron por las mejillas.

–Pero tú dijiste…

–¡No importa lo que dijera! ¿No lo entiendes? Nunca podré quererte de otra manera. Y ahora márchate y regresa a tu habitación antes de que alguien te vea.

–Pero Yannis…

–¡Vete!

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Isla de Montvelatte, trece años después

 

Estaba cerca, podía sentirlo.

No era sólo el picor en la nuca y el nudo en la garganta lo que tenían a Marietta Lombardi en plena alerta. Era el modo en que el aire parecía más ligero, más tenso, como si el gran número de velas del gigantesco comedero del castillo hubiera consumido hasta la última gota de oxígeno de la atmósfera, dejando un vacío que necesitaba llenarse.

Y entonces se abrieron al fondo de la estancia las antiguas puertas de madera, e incluso el aire de sus pulmones desapareció. Yannis Markides, el hombre al que había jurado no volver a ver jamás, estaba por fin en Montvelatte. Vestido íntegramente de negro, ocupaba por completo la ancha entrada como una nube oscura. Sus ojos escudriñaban intensamente a la multitud congregada para el ensayo de la cena de la boda. Una oleada de adrenalina se estrelló contra ella, clavándola en la silla y amenazando con liberar recuerdos de trece años atrás que estaban enterrados en lo más profundo de su mente.

Aunque al parecer no era un lugar suficientemente profundo.

Y sin embargo, una marea de recuerdos no deseados no podía compararse con verlo en persona. El Yannis de sus sueños no deseados no podía compararse con aquel hombre, que parecía más un guerrero a punto de entrar en batalla que un viejo amigo de la familia. ¿Había sido siempre tan alto? ¿Había sido siempre capaz de llenar todo un espacio con su mera presencia? Y a pesar de su actitud guerrera, ¿había tenido siempre aquel aspecto tan bueno?

Marietta tragó saliva.

No necesitaba que tuviera tan buen aspecto. No quería que lo tuviera. Debería irse ahora, escabullirse aprovechando la confusión de los camareros sirviendo multitud de comidas antes de que la viera, antes de tener que enfrentarse a él de nuevo y revivir la humillación de su último encuentro.

Y entonces su hermano se puso de pie a su lado, llamándole a gritos, y Marietta supo que ya era demasiado tarde. Aquellos ojos de obsidiana que confiaba poder evitar encontraron su objetivo al ver a Rafe, su boca se curvó en una sonrisa hasta que aquellos mismos ojos se posaron en ella con tanta frialdad que Marietta se estremeció. Cualquier atisbo de sonrisa se borró al instante antes de volver a clavarse en Rafe con decisión, como si el mero hecho de haberla mirado a ella hubiera sido un error.

Una vez liberada de la mirada fría como una tumba de Yannis, Marietta sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Sabía que Yannis Markides no era la clase de hombre que olvidara y perdonara, pero estaba claro que tampoco tenía problemas en guardar resentimiento. Y por la expresión de su rostro, parecía tan poco entusiasmado como ella de volver a verla.

Muy bien. En cuanto se celebrara aquella boda, no volverían a verse nunca más, y más felices serían ambos.

 

 

Así que ella estaba allí, tal y como le habían advertido que sucedería. Yannis apretaba y aflojaba los puños a los costados al ritmo de su corazón. Una rabia profundamente arraigada le tiñó la visión de rojo. Siempre había creído que estar advertido suponía tener ventaja. Aquel principio le había servido a lo largo de los años tanto en su vida profesional como en la privada, y sin embargo ahora, al encontrarse cara a cara con la mujer que había hecho más por destrozar la seguridad financiera de su familia que cualquier tiburón con el que había tenido que tratar en su momento, aquel viejo dicho no servía. Porque hasta aquel instante no se había dado cuenta de la profundidad de su resentimiento. Era como si al verla se le hubieran reactivado todas las brasas de ira y de amargura, reabriendo viejas heridas.

No quería estar allí aunque fuera la boda de su mejor amigo, porque eso significaba volver a verla y verse arrojado de nuevo a aquellos días oscuros.

Aspiró con fuerza el aire, cargado de aromas a ajo, romero y venado asado, y percibió algo más en la mezcla… el deber. Porque no tenía más remedio que estar allí. A lo largo de los años había aprendido que la vida no siempre te daba lo que querías. Yannis estaba allí, y se esperaba de él que fuera su compañero durante la fiesta nupcial, que fuera su pareja a lo largo de las festividades, que incluso la tomara entre sus brazos y la sacara a bailar. No había advertencia posible que pudiera prepararle para eso.

Debería haber llevado una mujer. Podría haber escogido entre muchas, incluso después de haber terminado su breve relación con Susannah. Maldijo la decisión de haber llegado solo, aunque seguía pensando que tenía su lógica. Llevar a una mujer a una boda tenía mucho peligro. Hacía que se les cruzaran ideas por la cabeza, ideas que no tenían cabida en las relaciones de Yannis.

–¡Yannis! –escuchó al hermano de Marietta saludarle a través del murmullo de las conversaciones y del sonido de la música.

Los dos hombres se abrazaron brevemente antes de darse unas palmaditas en la espalda. Ella los miró, incapaz de moverse, esperando el inevitable momento en el que Rafe le presentara a su futura esposa, el momento en que Marietta tendría que mirarle a los ojos, saludarle y fingir que lo que había ocurrido trece años atrás nunca sucedió.

–Así que éste es Yannis Markides –dijo Sienna reclinándose en la silla que había dejado libre Rafe–. Es muy guapo, ¿no? Casi tan guapo como Rafe.

«Más».

Aquel pensamiento canalla llegó sin que lo esperara, pero por mucho que trató de acallarlo, la verdad no podía negarse. Su hermano había heredado lo mejor de los genes de su padre, y era más que guapo, y más todavía con su uniforme de gala de chaqueta granate y fajín ceremonial. Pero Yannis, con aquella mezcla única de madre de Montvelatte y padre greco-chipriota, tenía algo más aún. Parecía como si hubiera sido bendecido con los mejores genes que el Mediterráneo podía ofrecer, una mezcla de cabello oscuro, ojos profundos y facciones cinceladas. Cuando tenía veintiún años había sido el hombre más guapo que ella había visto. Trece años después era un hombre en su apogeo.

–Supongo que sí –respondió mientras agarraba su copa, buscando algo sólido a lo que agarrarse mientras se decía a sí misma que no era más que un hombre, un mortal como todos los demás.

Y entonces volvió a alzar la vista.

Bajo la luz del salón de baile, su cabello negro brillaba sano y espeso, sus fuertes facciones se complementaban con el juego de luces y sombras, y cada uno de sus ángulos hablaba de nobleza.

¿Mortal? Entonces, ¿por qué tenía que tener el aspecto de un Dios? No era de extrañar que una vez creyera que estaba enamorada de él. Cualquier niña habría sido lo suficientemente ingenua para creérselo, para pensar que tal vez hubiera algo más, teniendo en cuenta que aquel hombre era el mejor amigo de su hermano y lo veía prácticamente todos los días de su vida. Además, siempre la trataba como si ella fuera algo especial.

¿Qué adolescente no habría cometido el mismo error que ella? Marietta aspiró con fuerza el aire y agarró con más fuerza la base de la copa. Por aquel entonces era muy joven y muy impresionable.

Gracias a Dios ya no era tan ingenua ni se dejaba llevar por las hormonas. Y gracias a Dios, aquella situación tan traumática terminaría pronto. Un día, tal vez dos, y la boda y las formalidades asociadas a ella habrían tocado a su fin, y ambos se marcharían de la isla.

Estaba deseando que llegara ese momento.

–Ya veo por qué es tan popular entre las mujeres –continuó Sienna–. Aunque no puedo creer que ahora esté solo. Esperaba que trajera una pareja.

A Marietta no le importaba. Yannis tenía reputación de donjuán, la misma etiqueta que había colgado de su hermano hasta que conoció a Sienna. Si Yannis estaba solo, no le cabía duda de que se trataba de una situación temporal.

–Tal vez ella entrara en razón –murmuró Marietta.

La otra mujer giró la cabeza para mirarla.

–¿No te cae bien? Creí que habíais crecido juntos como una gran familia feliz. Al menos así es como lo cuenta Rafe.

Marietta se encogió de hombros y forzó una sonrisa.

–Ya sabes cómo es esto, dos son compañía y tres son multitud. Ellos siempre han sido los mejores amigos, y yo siempre he sido la hermana pequeña de Rafe.

Tal vez puso demasiado énfasis en las últimas palabras, o quizá encerraban un punto de amargura. El caso es que Sienna se la quedó mirando un instante, como si estuviera sopesando su respuesta. Luego asintió y le apretó la mano.

–Creo que lo entiendo.

Marietta sintió una oleada de afecto hacia aquella mujer australiana que pronto se convertiría en su cuñada.

Los dos hombres se giraron entonces, Rafe señaló hacia ellas y Marietta sintió una punzada en el estómago que la hizo hundirse más en la silla. Dejó rápidamente la copa que todavía sujetaba e hizo un esfuerzo por componer una sonrisa de plástico cuando se acercaron.

–Supongo que recuerdas a Marietta, por supuesto –dijo su hermano abriendo camino, y aquella nube oscura se cernió peligrosamente sobre ella antes de que tuviera oportunidad de encontrar los pies, aunque seguramente no habría recordado cómo se utilizaban. Estaba tan cerca de ella que no se atrevió a llevar a cabo aquella proeza. Porque su mirada se le había clavado sin el menor asomo de calidez por volver a verla.