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Beth Farley estaba enamorada de su jefe griego, el apuesto Andreas, pero él la veía como parte del mobiliario de oficina. El hermano de Andreas, el arrogante Theo Kyriakis, tenía un plan. Si Beth fingía ser su amante, entonces Andreas querría lo que no podía tener… Después de un cambio radical, Beth pasó a ser una mujer despampanante, y su amado jefe cayó rendido a sus pies. Sin embargo, la joven pronto se dio cuenta de que no era a él a quien quería, sino a Theo…
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Seitenzahl: 209
Veröffentlichungsjahr: 2011
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2010 Kim Lawrence. Todos los derechos reservados. EL GRIEGO INDOMABLE, N.º 2053 - enero 2011 Título original: Unwordly Secretary, Untamed Greek Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9723-5 Editor responsable: Luis Pugni
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Theo cruzó la habitación con paso firme, sin vacilar ni un instante. Sin embargo, la expresión de su rostro lo delataba. ¿Acaso lo había soñado o realmente acababa de llevarse una reprimenda a manos de la patética secretaria de su hermano?
«¡Increíble!», pensó, escandalizado, y trató de recrear la escena en la memoria. Cuando por fin se había dignado a levantar la vista del teclado del ordenador, aquella mujer le había lanzado una mirada de auténtico desprecio.
«Hace media hora...», había añadido en un tono afectado después de darle la información que le había solicitado.
Estuvo a punto de reírse, pero el buen humor no le duró ni un segundo. La mujer que se ocupaba de los asuntos profesionales de su hermano le había caído mal desde el principio. Había algo en ella que... No era capaz de ponerle nombre... No se trataba sólo de aquellas formas pedantes, ni tampoco de aquella actitud sobreprotectora para con su hermano... Él nunca había tenido el deseo de sentirse apreciado por sus empleados, pero no podía evitar preguntarse por qué lo miraba como si fuera un ser malvado. ¿Cuándo y cómo le había dado motivos?
Nunca.
Quizá encajara en el papel del perfecto villano o algo parecido... Sin duda ésa era de las que tenían un gran melodrama personal que representar, con represión freudiana incluida. No obstante, hasta ese momento siempre le había tratado con una cortesía impecable, aunque no agradable. De alguna forma, la hostilidad siempre había estado presente.
No entendía muy bien cuál era su problema, pero tampoco quería averiguarlo. Estaba dispuesto a ser tolerante porque era una trabajadora muy eficiente, nada que ver con sus predecesoras. El currículum y las cualidades profesionales nunca habían sido una prioridad para su hermano Andreas a la hora de entrevistar candidatas para el puesto de secretaria.
Sin embargo, aunque Elizabeth Farley tuviera una habilidad asombrosa para manejar sin problemas la ajetreada agenda de su jefe y fuera capaz de pasar toda una mañana trabajando sin tener que ir a hacerse la manicura, jamás hubiera sido la primera elección de Theo; ni la primera ni la última. A diferencia de su hermano Andreas, a él no le gustaba tener esclavas que lo adoraran incondicionalmente.
Un gesto de desagrado cambió la expresión de su rostro cuando recordó la devoción casi canina de aquella mujer. Su dedicación iba mucho más allá de una mera llamada del deber, pero no había llegado tan lejos como ella hubiera querido. ¿Cómo iba a llegar a algo más con aquellos horribles trajes que se ponía, grises en invierno y marrones en verano?
A Andreas le encantaba sentirse idolatrado y muchas de las mujeres que habían compartido cama con él parecían sacadas de una revista de moda. De hecho, varias habían salido de ahí.
La moda femenina, por el contrario, no era precisamente un tema de interés para Theo, pero sí le gustaban las mujeres seguras de sí misma que hacían un esfuerzo por estar guapas y tener buen aspecto.
«Elizabeth Farley...».
Parecía empeñada en borrar todo rastro de feminidad de su cuerpo...
Sin duda debía de tener un trauma muy serio, pero ése no era asunto suyo. La cortesía y el respeto en el entorno laboral, en cambio, sí lo eran, y aunque no quisiera tener un séquito de aduladores en el edificio que llevaba el nombre de su familia, tampoco esperaba llevarse un desplante a manos de una simple secretaria.
Él nunca había tenido que recordarle a nadie quién era el jefe allí, pero decididamente ella necesitaba que alguien le dejara las cosas bien claras. Se detuvo frente al despacho de su hermano, se soltó un botón del impecable traje a medida que llevaba puesto y se aclaró la garganta. La joven menuda que estaba sentada tras el escritorio levantó la cabeza y entonces la expresión de él se transformó. Detrás de aquellas horrorosas gafas que siempre se ponía para el papeleo, podía ver los ojos de Elizabeth Farley, llenos de lágrimas. Algunos hombres se dejaban llevar por esos excesos emotivos típicamente femeninos. Él, en cambio, siempre los había encontrado... irritantes. Sin embargo, ese día se sentía inclinado a no ser tan inflexible. Ella estaba de suerte.
Después de una pausa, por fin, se decidió a hablarle, no sin un persistente rastro de reticencia.
–¿Un mal día?
Elizabeth lo miró con ojos perplejos. No era sólo aquel tono de voz comprensivo, sino también la persona de la que provenía. Aquella pizca de humanidad, aunque pequeña, era totalmente inesperada en alguien como Theo Kyriakis. Siempre que le oía hablar, su voz sonaba dura, cruel, sarcástica... Beth no pudo contener un sollozo y al final emitió un sonido a medio camino entre un lamento y un gemido.
Sorprendentemente aquel hombre desagradable parecía haber dejado a un lado su habitual arrogancia y soberbia... justo en el peor momento.
«¡Qué oportuno!», pensó la joven. ¿Por qué no podía ser el ser despreciable y autosuficiente de siempre?
«No voy a llorar. No voy a llorar. No voy a llorar...», se dijo una y otra vez. Parpadeó compulsivamente, masculló alguna excusa relacionada con la alergia y trató de rehuir aquella mirada penetrante e insostenible.
Era muy extraño pero, desde el primer momento, los ojos oscuros y enigmáticos de Theo Kyriakis la habían turbado sobremanera. En realidad, toda su persona la inquietaba más de lo normal. Ella siempre había intentado no juzgar a nadie a partir de una primera impresión, pero en el caso de los hermanos Kyriakis no había sido capaz de seguir la máxima. Su reacción hacia ellos había sido poderosa, instantánea y muy difícil de borrar. Por lo general la gente solía caerle bien, pero Theo Kyriakis no formaba parte de la especie humana. Aquel tipo era el ser más frío y prepotente que jamás había conocido; todo lo contrario de su hermano. Nada más ver sonreír a Andreas, se había convertido en su esclava fiel.
Al recordar aquel momento, Beth volvió a sentir el picor de las lágrimas en los ojos. Se mordió el labio inferior y se sacó un pañuelo de papel del bolso, consciente en todo momento de la presencia siniestra del verdadero y único jefe de Kyriakis Inc, por mucho que la circular de Navidad dijera otra cosa.
Ésa no debía de ser la primera vez que Theo Kyriakis hacía llorar a alguien. El hombre no era un pozo de simpatía precisamente. Cuando repartieron la amabilidad y la tolerancia, debía de estar muy atrás en la cola. Sin embargo, en otros casos era evidente que había sido el primero de la lista.
Beth se hubiera echado a reír de no haberse sentido tan mal. Se sonó la nariz y se atrevió a mirar con disimulo aquel perfil aristocrático y bronceado. Aunque no quisiera admitirlo, no tenía más remedio que reconocer que debía de resultar atractivo para la mayoría de la gente. Además, la abrumadora sexualidad que desprendía en todo momento debía de venirle muy bien.
Espectacular y sexy... Eso pensaba la mayoría de las mujeres, pero a Beth le traía sin cuidado. Lo que realmente detestaba en él era su absoluta indiferencia hacia el resto de los mortales. Lo que los demás pensaran de él debía de importarle...
«Un pimiento...», pensó la joven para sí. Aquel alarde constante y el exceso de confianza eran absolutamente insufribles.
Cuando entraba en una habitación, todo murmullo cesaba de inmediato y un silencio sepulcral invadía la estancia. Todos se volvían hacia él y lo seguían con la mirada, como si estuvieran bajo un embrujo repentino. Sin embargo, no eran sus exquisitos trajes y su impresionante porte los que los dejaban boquiabiertos. Aquel hombre despedía un magnetismo animal que no pasaba desapercibido. Perfección... Ése era el problema. Theo Kyriakis marcaba la diferencia; siempre de punta en blanco.
Beth, por el contrario, siempre había sido un completo desastre, pese a los esfuerzos de su abuela por inculcarle un poco de orden. Cada vez que tenía que arreglarse ponía patas arriba el cuarto de baño y el armario, pero los resultados nunca llegaban a ser nada más que... correctos.
«Correcto...», pensó para sí. Nadie hubiera pensado jamás en Theo Kyriakis como una persona correcta mientras avanzaba por uno de los pasillos del edificio, con aire tranquilo y elegante, haciendo girarse a la gente a su paso.
Aquello no era normal. Un hombre necesitaba tener unos cuantos defectos que lo hicieran humano, pero él no parecía tener ninguno.
«O lo tomas o lo dejas...», decía la expresión permanente de su rostro. Sin embargo, era muy fácil adoptar esa pose cuando nadie tenía otra elección que no fuera tomarlo.
Andreas, en cambio, era totalmente distinto. Una de las primeras cosas que le había llamado la atención de él, aparte de su encantadora sonrisa, era su inesperada fragilidad y, por supuesto, su simpatía; nada que ver con su hermano insoportable. Si hubiera sido él quien la hubiera encontrado llorando, habría hecho algún comentario gracioso para hacerla reír en lugar de quedarse mirándola con unos ojos sombríos y escalofriantes.
La idea de recibir un abrazo de Theo Kyriakis debería haber sido de lo más disparatada y divertida. Sin embargo, no era así. De alguna forma, la idea de sentir aquellos brazos musculosos a su alrededor, apretándola contra un cuerpo que era tan duro como aquellos ojos afilados la hacía sentir una bola en el estómago; una bola de horror. ¿De qué si no?
Mirándola con descaro, Theo hizo una ligera mueca al oírla sonarse la nariz una vez más. ¿Cómo podía hacer tanto ruido una nariz tan pequeña?
–Váyase a casa. Yo me ocuparé de Andreas –dijo, pensando que no era una buena idea tener a una mujer histérica al frente del despacho.
Aquel ofrecimiento inesperado la hizo levantar la cabeza de repente, sacándola de aquella ensoñación que ya empezaba a parecerse a una pesadilla.
–¡De ninguna manera! –le dijo, irritada ante aquella sugerencia. Ella no era su secretaria, sino la de Andreas, pero eso no le impedía repartir órdenes a diestro y siniestro.
Miró aquel rostro aristocrático e inflexible. Él nunca dejaba que nadie olvidara quién mandaba allí. En más de una ocasión se había tenido que morder la lengua al verle cuestionar la autoridad de su hermano, pero Andreas nunca se quejaba. Tenía un corazón demasiado bueno para eso.
A él no le gustaba generar conflictos, ni tampoco buscarse enemigos, y lo cierto era que ya tenía bastante con los de su hermano Theo. Ella solía salir en su defensa y así se había ganado la fama de ser sobreprotectora, entre los miembros más educados del personal de la empresa. Los demás simplemente le tenían miedo y ése era el motivo por el que no tenía muchos amigos allí.
Sin embargo, esa reputación sí le garantizaba una buena dosis de respeto, aunque no fuera sincero.
Respeto fingido y un amor sin corresponder... Los viernes por la noche no eran nada del otro mundo para ella.
Theo levantó las cejas al oírla contestar con tanta vehemencia. La expresión de su rostro pasó de la cordialidad a la irritación en un abrir y cerrar de ojos.
–Hay que dejar los asuntos personales en casa –le dijo en un tono serio.
Él siempre había sido capaz de mantener la compostura y la disciplina incluso en los peores momentos y por tanto no esperaba menos de sus empleados. Unos años antes, a raíz de la inesperada cancelación de su compromiso, su foto había aparecido en todos los tabloides y revistas del corazón del país, y su «supuesto» corazón roto se había convertido en la comidilla de todas las páginas web de cotilleo. Sin embargo, eso no le había impedido realizar su trabajo con la misma pulcritud de siempre.
–¡Yo no tengo asuntos personales! –dijo ella, indignada.
Theo arqueó una ceja en un gesto sarcástico y disfrutó mucho viéndola sonrojarse.
–Me sorprende –murmuró.
No obstante, eso no era lo único que le sorprendía. ¿Por qué trataba de prolongar aquella conversación? Ver cómo la estirada secretaria robot de su hermano sacaba las uñas podía llegar a ser fascinante... para algún ocioso sin nada que hacer. Él, por el contrario, estaba muy ocupado.
Beth le lanzó una mirada fulminante a través de las lentes tintadas de sus gafas.
«Maldito imbécil sarcástico...», pensó.
–Tengo mucho trabajo que hacer.
–Muy pocos somos imprescindibles, señorita Farley.
¿Qué era aquello? ¿Una advertencia? ¿Una amenaza?
Beth trató de restarle importancia a aquellas incisivas palabras. No estaba dispuesta a dejar que los comentarios mordaces de Theo Kyriakis le quitaran el sueño. De hecho, probablemente fuera uno más de sus latigazos verbales sin trascendencia. Sin embargo, a veces era difícil saberlo porque aquella voz profunda y envolvente como el chocolate negro podía convertir la lectura de una lista de la compra en una experiencia siniestra y extraña.
«¡Bueno, basta ya!», se dijo. En menos de un año ya se habría olvidado de aquella voz, aunque eso significara quedarse sin trabajo, sobre todo en números rojos.
Beth levantó la barbilla. Ya no estaba en la plantilla de la empresa, y por tanto no tenía por qué aguantar los arrebatos egocéntricos de aquel hombre impertinente.
«¡A diferencia del resto de mundo!».
–No puede echarme porque me voy.
Estupefacto, Theo contempló el sobre que le ofrecía con manos temblorosas.
–¿Echarla? –se preguntó él, sacudiendo la cabeza con desconcierto–. ¿Me he perdido algo?
Pensando que quizá se había excedido un poco en su reacción, Beth bajó la vista y rehuyó su mirada.
–Usted ha dicho que yo no era imprescindible –le recordó.
–¿Y usted cree que sí lo es?
–Claro que no –dijo ella.
Ignorando la interrupción, Theo siguió adelante.
–¿Entonces guarda una carta de dimisión en el cajón por si llega el momento?
–Claro que no. Yo...
Él examinó el sobre un instante.
–Y el nombre que aparece en ese sobre no es el mío. Yo no soy su jefe inmediato, ¿recuerda?
Beth puso los ojos en blanco.
Sobre el papel Andreas era el jefe en esas oficinas pero, aunque gozara de cierta autonomía, Beth sabía muy bien que el que tomaba todas las decisiones importantes era Theo Kyriakis. Él era Kyriakis Inc. Y nadie hubiera cuestionado su gestión después de ver la meteórica subida de la empresa. Andreas siempre acataba las órdenes de su hermano sin rechistar y evitaba a toda costa cualquier tipo de confrontación.
–Si quiere verme fuera de aquí, me voy ahora mismo.
Theo guardó silencio un instante, asombrado ante aquel desafío insolente.
–¿Qué? ¿Y perderme la posibilidad de tener estas deliciosas discusiones en el futuro? –se detuvo.
Prácticamente podía ver cómo le rechinaban los dientes de tanto apretarlos.
–Mire, no sé qué le ha pasado ni quién la ha hecho ponerse así –añadió, sin saber por qué se preocupaba tanto por el asunto. Su único objetivo era asegurar el buen funcionamiento de Kyriakis Inc. Todo lo demás carecía de importancia.
–¡Usted! –nada más decirlo, Beth se sintió culpable. En realidad él no le había hecho nada... en esa ocasión.
Él la miraba con una expresión de perplejidad en el rostro, y no era para menos. Había descargado contra él toda la rabia y la frustración que tenía dentro, pero no sabía muy bien por qué lo había hecho. El único delito que él había cometido era darse cuenta de que ella no se encontraba bien. De hecho, había sido la única persona que se había fijado.
–Creo que debería meditar mejor su decisión –le dijo él tras un largo silencio.
¿Acaso su hermano Andreas se había acostado con ella? Theo contuvo la respiración durante treinta largos segundos. La explicación encajaba muy bien con aquel espectáculo de llanto. ¿Cuántas veces le había dicho a Andreas que mezclar el trabajo con el amor era la receta perfecta para el desastre?
Anonadada y boquiabierta, Beth le vio mascullar un juramento y romper la carta en pedazos.
–Si bien no es imprescindible... –le dijo, esbozando una sonrisa sarcástica. Era imposible que Andreas se hubiera ido a la cama con una mujer que no llevara los labios pintados.
Y Elizabeth Farley no los llevaba.
Mientras observaba la exuberante curva de sus labios bien delineados, se dio cuenta de que no era algo tan malo. Si ella hubiera decidido realzar un poco más aquel regalo de la naturaleza, podría haberse convertido en una distracción peligrosa para su alocado hermano. Igual que cualquier otro hombre, Andreas hubiera empezado a preguntarse qué otros regalos de la naturaleza podía esconder debajo de aquella ropa infame.
–... sí creo que es muy buena en su trabajo –añadió, terminando la frase, sin dejar de mirarle los labios.
Beth guardó silencio. Durante mucho tiempo no había sido más que un mueble de oficina para Theo Kyriakis, y sin embargo, en ese momento, parecía mostrarle algo de reconocimiento.
–¿Ah, sí? –le dijo ella, obligándose a mirarlo a los ojos.
–¿Me equivoco?
Dejando a un lado su modestia habitual, Beth respondió al desafío que brillaba en aquellos ojos oscuros e impenetrables.
–Soy buena en mi trabajo.
Y tenía razón. Por lo que Theo había podido ver, aquellas oficinas hubieran llegado al colapso de no haber sido por ella. Presa de una nueva oleada de irritación, se preguntó qué podía haber hecho Andreas para provocar esa situación. Si el sexo estaba fuera de la ecuación, no quedaban muchas opciones.
–¿Es que le han hecho una oferta mejor? –le preguntó, frunciendo el ceño.
Beth levantó la vista de la papelera que contenía los restos de su carta de dimisión; la carta que ya había escrito tres veces. Por suerte, todo lo que tenía que hacer para tener otra copia era pulsar el botón de la impresora.
–¿Oferta?
–No tiene nada que temer –dijo él en un tono brusco y escaso de paciencia–. ¿Ha recibido alguna llamada?
–¿Quiere decir para un trabajo? –Beth abrió los ojos. ¿De verdad pensaba que algún ejecutivo estaba interesado en ficharla?
Él arqueó una ceja, en espera de una respuesta.
Ella sacudió la cabeza.
–No, no he recibido ninguna llamada.
Él la atravesó con una mirada interrogante y aguda.
–¿Los desafíos son un problema para usted?
Sin duda era una mujer inteligente. Sin embargo, la expresión vacía con que lo miraba en ese momento decía lo contrario.
–¿Es que no da abasto con el trabajo?
A él le encantaban los desafíos y por tanto sabía reconocer la frustración y el aburrimiento en los demás. Mucha gente disfrutaba desempeñando un trabajo monótono y rutinario, pero a lo mejor ella no era una de ésas.
–¿No cree que es buena idea hablarlo con Andreas antes de tomar una decisión precipitada?
El tono casual con que arrojó aquella sugerencia disparó la rabia de Beth. La joven se puso en pie, llena de indignación.
¿Cómo podía pensar que había tomado una decisión semejante sin meditarla cuidadosamente? No estaba en situación de abandonar un trabajo, y mucho menos uno que estaba tan bien pagado, pero no tenía otra alternativa. Enamorarse del jefe era una cosa, pero verse obligada a ayudarle a elegir un anillo para su prometida era algo totalmente distinto, y ella no era tan masoquista. Seguramente era una tonta por haber tomado una decisión así, pero ya no podía soportarlo. Además, había hecho todo lo posible por olvidarse de él.
–¡No puedo hacerlo! –gritó–. Si tengo que verle...
Al ver una expresión de perplejidad absoluta en el rostro de Theo Kyriakis, volvió a sentarse, ofuscada. Un rubor incontenible teñía sus mejillas.
–Por favor, váyase –masculló entre dientes, tratando de esconder la rojez de su rostro tras una cortina de pelo.
Él se quedó mirándola durante unos segundos interminables y finalmente siguió de largo.
Beth soltó el aliento al oír cómo se abría la puerta.
Theo tardó un buen rato en ahuyentar de su pensamiento el incidente con Elizabeth Farley; su extraño comportamiento, aquel exabrupto apasionado, sus labios temblorosos e increíblemente sensuales... La escena que acababa de vivir no era fácil de olvidar. Sin embargo, la imagen que encontró nada más traspasar la puerta tampoco se quedaba atrás. Su hermano, besándose con la mujer que una vez había sido su prometida...
Un pequeño déjà vu... No exactamente. La vez anterior la había sorprendido in fraganti en los brazos de otro hombre, pero en esa ocasión parecía hacerlo a propósito. Además, la otra vez se la había encontrado desnuda con su amante, pero en esa ocasión tanto Andreas como ella estaban vestidos, por suerte.
La otra vez... había visto cómo se hacían añicos sus propias ilusiones; nada que ver con el presente. Las ilusiones eran parte del pasado. Ya no tenía expectativas románticas de ningún tipo y, por tanto, podía contemplar la escena con cierto grado de frialdad y objetividad; algo que le faltaba seis años antes.
Seis años antes... Entonces era un romántico empedernido; un optimista que se creía el hombre más afortunado del mundo. Entonces creía haber encontrado a su alma gemela. Entonces...
Estaba enamorado. Y era tan agradable ser la envidia de todos sus amigos; un hombre feliz con una preciosa prometida... Ella seguía siendo preciosa y era evidente que su hermano Andreas era de la misma opinión. ¿Acaso era algo genético o era que todos los hombres de la familia Kyriakis tenían que pasar por la misma prueba?
De ser así, entonces él había aprobado con matrícula de honor. No obstante, por muy humillante que fuera, la experiencia le había servido para aprender unas cuantas lecciones que ya no olvidaría jamás. En su faceta profesional, siempre había trabajado bajo el supuesto de que todo el mundo tenía intereses propios y, gracias a Ariana, había empezado a aplicar la misma máxima en sus relaciones personales. Todavía disfrutaba del sexo; al fin y al cabo no era más que una necesidad primaria, como alimentarse o dormir, pero ya no esperaba ni buscaba una unión mística. A veces se preguntaba cuánto tiempo hubiera vivido atrapado en aquella patraña si el destino no se hubiera interpuesto en su camino en forma de un vuelo cancelado... El mismo destino que lo había llevado hasta la puerta del apartamento de su prometida al mismo tiempo que a su antiguo marido, el viejo Carl Franks.
Era prácticamente imposible volver a tropezar con la misma piedra. No obstante, si por alguna jugarreta del destino volvía a sentirse tentado de utilizar las palabras «amor» o «para siempre», entonces sólo tendría que recordar aquel patético incidente del pasado para recuperar la cordura. En aquella ocasión, había dado media vuelta y se había ido sin más, pero, desafortunadamente, ésa no era una opción en ese momento. Aunque su hermano no supiera valorar su esfuerzo, era su responsabilidad salvarle. Por suerte, a pesar de sus muchos defectos, Andreas nunca había sido precisamente un romántico y, a diferencia de él mismo, nunca había tenido tendencia a poner a las mujeres en un pedestal durante la adolescencia. Con sólo recordar su propia ingenuidad en aquella época, no podía evitar una mueca de dolor. ¿Acaso Ariana no había sido capaz de resistir la tentación de lanzarse a por su hermano nada más surgir la oportunidad, o lo había hecho con toda intención?
«¿Y eso qué más da?», se dijo. Si ella creía que lo iba a dejar pasar, estaba muy equivocada.
Mirando atrás, quizá había sido un error haberla dejado llevar a cabo su pequeña venganza seis años antes. Por aquel entonces no le había parecido una buena idea responder a las declaraciones que ella había hecho, pues no quería prolongar el interés del público. Sin embargo, la versión que ella había vendido a aquella revista femenina era falsa de principio a fin...
«Yo estaba loca por Theo y por eso me llevé una gran sorpresa cuando me dio un ultimátum. Me hizo elegir entre mi carrera y él. Es un griego de pura raza y supongo que quería una esposa anticuada y supeditada a él...», había declarado para la prensa. Y después lo había llamado para decirle que gracias al artículo la habían llamado para protagonizar la campaña de publicidad de un nuevo perfume, en lugar de la modelo que había sido elegida en primera instancia.
«Así que gracias, Theo...», le había dicho en un tono de advertencia.
«Pero todavía me debes una».
Evidentemente había encontrado el momento adecuado para cobrarse su última deuda.
–¿Interrumpo?
Aquella irónica pregunta los hizo separarse de inmediato. Ariana se ajustó el escandaloso escote del vestido y Andreas, algo incómodo y nervioso, se pasó una mano por el cabello y se aclaró la garganta.
–Theo... Yo... Nosotros... No te oímos tocar. Estábamos...
Theo arqueó una ceja y le sonrió. En realidad tenía ganas de estrangularle por haber caído en aquella estúpida trampa. ¿Cómo era posible que no supiera que Ariana era venenosa? Una víbora codiciosa en busca de venganza.
La joven levantó una de sus manos, exhibiendo una manicura perfecta, y tapó los labios de Andreas.
–Cariño, Theo sabe muy bien qué estábamos haciendo –le dijo, sonriendo.
Mirando a su hermano con impaciencia, Andreas se dejó besar.
–Bueno, no hacen falta presentaciones, ¿verdad? –dijo, riéndose un poco de su propia broma.