El guerrero indomable - Michelle Willingham - E-Book
SONDERANGEBOT

El guerrero indomable E-Book

Michelle Willingham

0,0
3,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 3,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Cuándo se había convertido Ewan MacEgan en un hombre tan fuerte y atractivo? Había llegado allí con la intención de casarse con Katherine, su recatada hermana, pero eso a Honora le traía sin cuidado. Ella prefería empuñar una espada a coser y, siendo viuda, sabía bien que el lecho matrimonial no ofrecía placer alguno… Ewan MacEgan ambicionaba casarse con una rica heredera, como Katherine, pero de pronto se dio cuenta de que no podía dejar de pensar en Honora. Sólo con tocarla se moría de ganas de despertar su sensualidad, porque sospechaba que sería tan apasionada en la cama como en el campo de batalla…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 330

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Michelle Willingham. Todos los derechos reservados. EL GUERRERO INDOMABLE, Nº 472 - enero 2011 Título original: Taming Her Irish Warrior Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9735-8 Editor responsable: Luis Pugni

ePub X Publidisa

Nota previa

Nadie mejor que Michelle Willingham para expresar el fuego que arde en los corazones de sus protagonistas. Y es mucho el ardor de este guerrero forjado en una casta de irlandeses acostumbrados a enfrentarse a lo imposible. Entre las brumas de las verdes tierras de Irlanda, surgen unos hombres que son la esencia misma de la masculinidad y, por supuesto, las mujeres capaces de conquistar sus corazones siempre son especiales...

Feliz lectura.

Los editores

Capítulo 1

Inglaterra 1180

La madera crujió, fue un tenue sonido que prácticamente nadie habría notado, pero Honora St Leger se había acostumbrado a percibir detalles como aquél, que denotaban la presencia de un hombre.

Allí estaba. El ladrón al que llevaba tiempo esperando atrapar.

El frío del suelo de piedra de la capilla hizo que le dolieran las rodillas y, mientras fingía rezar, se aproximó al altar y a la espada que había escondido allí.

Una semana antes el ladrón había robado una cruz de madera de la capilla y, la noche anterior, había desaparecido un cáliz. Los hombres del padre de Honora no habían encontrado nada, ni huella del ladrón.

Sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Estaba más cerca. Controló el ritmo de su respiración mientras se preparaba mentalmente para la lucha.

En el momento en que rozó el metal de la espada, un golpe de aire apagó la llama de las velas.

Honora se puso en pie de un salto, preparada para atacar. El suave sonido de unos pasos delató la presencia de aquel hombre. La oscuridad los envolvía, así que Honora tuvo que echar mano de sus otros sentidos; no podía ver a su enemigo, pero tampoco él podía verla a ella.

El ritmo de los pasos cambió y de pronto Honora sintió miedo. Había dos hombres.

El aire se movió dentro de la capilla y el instinto hizo que moviera la espada hacia atrás; su acero chocó con el acero del enemigo, que repelió un golpe que a ella le dejó el brazo dormido. ¿De dónde habría sacado una espada aquel bellaco? Si disponía de espada era porque no era un vulgar ladrón, sino un guerrero preparado. Se le aceleró el pulso y el miedo aumentó en su interior. Confiaba plenamente en su habilidad como luchadora, pero resultaba difícil pelear a ciegas. Había alguien más en la capilla que ella no podía ver. Los pasos se aceleraron, pero Honora no supo decir si iban hacia ella o se alejaban.

Su siguiente movimiento de espada fue recompensado con una exclamación de dolor.

—¿Quién sois? —preguntó—. ¿Qué queréis?

Silencio.

Volvió a atacar con la espada, pero esa vez no encontró su objetivo. Se detuvo en seco y escuchó. No percibió nada salvo el frescor del aire que entraba por la puerta. Ni un paso, ni el sonido de la respiración ajena. Los dos hombres se habían esfumado.

¿Por qué?

A menos que uno de ellos hubiera expulsado al otro para protegerla.

Honora frunció el ceño y volvió a agacharse. La empuñadura de la espada le calentaba la mano mientras el corazón le latía con energía. Hacía medio año que había escapado de Ceredys, la casa de su esposo, y había regresado al castillo de su padre. Allí en Ardennes había creído estar a salvo, pero ahora ya no estaba tan segura.

Le inquietaba que aquel ladrón volviera una y otra vez como si buscara algo. Pero, ¿qué?

Consideró la idea de volver a sus aposentos, pero su hermana Katherine seguía en la cama y no quería ponerla en peligro llevando a los intrusos hasta ella. Así pues, encendió las velas e intentó calmarse mientras el aroma de la cera de abeja y el incienso llenaba el ambiente.

Se sentó apoyando la espalda en la pared de piedra, aún con la espada en la mano. El frío de la piedra le resultaba incómodo, pero Honora metió las piernas bajo las faldas.

Fue entonces cuando se fijó en que faltaba un cofre que había llevado allí desde Ceredys. Había sido un regalo de su suegra, Marie St Leger.

Y ahora se lo habían robado.

Miró con furia el lugar que había ocupado hasta hacía unos minutos y, mientras rezaba en silencio por el alma de Marie, prometió llevar al ladrón ante la justicia.

—Ella no se casará contigo.

Ewan MacEgan se protegió los ojos del sol que empezaba a hundirse ya en el horizonte. La predicción que había hecho su hermano no le sorprendía en absoluto. Era el hijo menor y apenas tenía una diminuta franja de tierra, ¿qué derecho tenía a pensar que podría ganarse la mano de una heredera? Ninguno.

Pero se trataba de lady Katherine de Ardennes, la mujer a la que adoraba desde los dieciséis años. Mientras otros se habían burlado de su torpeza, Katherine le había sonreído y animado diciéndole, «Algún día los vencerás a todos».

Siendo tan sólo una muchacha de catorce años, la fe de lady Katherine le había dado fuerzas. Ahora que había crecido y se había convertido en una dama con miles de pretendientes, Ewan tenía intención de convertirla en su esposa.

—La conozco desde que éramos niños —le dijo a su hermano.

Bevan detuvo a su caballo junto al río para que pudiera beber.

—Eso fue hace cinco años. Su padre querrá que se case con algún noble rico, no con un irlandés sin un penique.

—Haré fortuna —respondió Ewan—. La suficiente para levantar el reino que ella desee.

A pesar de su aparente seguridad, Ewan dudaba tanto como Bevan que lord Ardennes estuviera dispuesto a considerarlo siquiera como posible pretendiente de Katherine. Lo único que tenía en su favor era que estaba emparentado con la realeza, ya que su hermano mayor, Patrick, era el rey de la provincia irlandesa de la que eran originarios.

Bevan apoyó un brazo en el caballo y lo miró.

—Deja que te ayudemos. Acepta la tierra que te ofreció Patrick.

—No aceptaré nada que no me haya ganado. Conseguiré la tierra por mis propios medios y, si no es así, no tendré tierra —no pensaba convertirse en un parásito que se alimentara de su familia.

—Eres demasiado orgulloso —dijo su hermano con un gesto que hizo que se le tensara la cicatriz que tenía en la mejilla—. No te va a servir de nada ser tan orgulloso. La familia de la muchacha es más rica de lo que imaginas. Se casará con algún noble de alta alcurnia. No tienes la menor posibilidad.

Ewan se negaba a aceptarlo.

—Tengo que intentarlo —clavó los ojos en el horizonte e intentó comportarse como si no viera la lástima que reflejaba el rostro de su hermano.

—Hay otras mujeres que te convendrían mucho más —siguió diciéndole Bevan en un tono más suave—. Cásate con una muchacha irlandesa; no tienes por qué vivir aquí, rodeado de enemigos.

«Abandona tan imposible tarea», era lo que su hermano trataba de decirle. «No desees lo que jamás podrás alcanzar».

Era lo mismo que le habían aconsejado todos sus hermanos cuando, hacía mucho tiempo, Ewan había anunciado su deseo de convertirse en guerrero. Nunca había poseído el talento natural de Patrick o Bevan. Y, aunque se había entregado en cuerpo y alma a entrenarse, sus dotes se basaban en la fuerza bruta más que en la habilidad. Pero, a pesar de todos los fracasos que había sufrido, había superado todas sus debilidades para convertirse en el hombre que era.

¿Acaso no podría hacer lo mismo para ganarse el favor de aquella dama? La persistencia era importante, ¿no?

Se volvió hacia Bevan.

—Ella es la única que quiero.

Su hermano soltó un suspiro de resignación y miró hacia el oeste.

—Debes estar seguro de ello, Ewan.

Hicieron el resto del camino el uno junto al otro sin decir una palabra. Ewan conocía el paisaje de campos verdes que se elevaban en colinas. Nada había cambiado en cinco años.

De pronto se dio cuenta de que se había sentido bien allí. Si bien la mayoría de su familia veía a los normandos como extranjeros enemigos, Ewan nunca los había visto de ese modo. Había pasado tres años con ellos después de que Genevieve, la esposa de Bevan, así lo organizara, y había terminado su preparación junto al padre de ésta, Thomas de Renalt, conde de Longford. Allí por fin había aprendido a luchar.

Se vio invadido por una sensación de inquietud. Se miró las cicatrices que tenía en las manos; hacía tiempo que las heridas estaban curadas, pero seguía teniendo las manos rígidas, por lo que necesitaba toda la concentración del mundo para sujetar una espada y había tenido que compensar esa torpeza con otras habilidades.

Pero merecía aquella cicatrices por lo que le había hecho a Bevan. Miró fugazmente a su hermano mayor, deseando no haberlo traicionado en el pasado porque, aunque Bevan lo hubiera perdonado, Ewan no sentía que mereciera tal perdón.

Se veía ya el castillo del barón de Ardennes, una fortificación en la que se mezclaba la madera y la piedra. La muralla exterior se elevaba hasta la altura de dos hombres. La torre del homenaje incluía almenas de piedra y edificaciones anexas de madera. Ewan nunca se había alojado en la fortaleza, pero sí la había visitado alguna vez con Thomas de Renalt.

La tensión aumentó al acercarse a la puerta de la barbacana, mientras se preguntaba si Katherine se acordaría de él.

Y Honora.

Apretó las riendas con ambas manos. Durante su entrenamiento, Honora había estado a punto de matarlo en tres ocasiones distintas que ella había justificado como accidentes. Se suponía que estaba prohibido que las mujeres entrenaran, pero eso no detenía a Honora; había querido aprender a luchar con la espada, igual que él, por lo que Ewan había acabado por ofrecerse a enseñarla, aunque a regañadientes.

Había oído que ahora estaba casada, quizá con algún hombre que hubiera conseguido domarla. Ewan nunca había conocido una mujer tan dispuesta a empuñar un arma y, por más que había intentado evitarla, Honora lo había seguido a todas partes.

Ojalá su hermana lo hubiera adorado de ese modo.

A pesar de la cantidad de hombres que pretendían conseguir la mano de Katherine, Ewan esperaba ganarla el primero, y no le importaba lo que tuviera que hacer para ello. La impaciencia lo inundó por dentro; muy pronto conquistaría su corazón.

El ladrón estaba entre los pretendientes que habían acudido para luchar por la mano de su hermana, Honora estaba completamente segura. Sería muy fácil pasar desapercibido entre tantos desconocidos.

Honora había esperado mucho hasta que el castillo quedara una vez más envuelto en la oscuridad. Se movió silenciosamente, cubierta por el manto de la noche, ocultándose entre las sombras mientras los guardias conversaban y jugaban a los dados.

«Encuentra el cofre, encuentra al ladrón». Era así de simple. Ya había registrado el gran salón, pero no había encontrado el menor indicio entre los caballeros de baja alcurnia y los criados. Sólo le quedaban los aposentos reservados a los invitados de buena cuna.

No hizo ningún ruido al entrar en la primera cámara. Después de registrar las pertenencias de los ocupantes del dormitorio y de no haber encontrado nada, se deslizó por la pared hacia la dependencia siguiente. Vio a pocos metros al guardia que había junto a la escalera. Honora contuvo la respiración y rezó por que no la viera. Su padre la mataría si se enteraba de lo que estaba haciendo.

Al llegar al siguiente aposento, abrió la puerta y se encontró con un silencio absoluto. Miró a su alrededor tratando de reconocer la forma del cofre en medio de la oscuridad.

De pronto alguien la agarró y le tapó la boca con una mano. Honora se revolvió y pataleó, pero el desconocido la levantó del suelo y la colocó contra la pared. La luz de la luna se abrió paso entre las nubes y se coló en la habitación, iluminando el rostro del hombre.

Honora se quedó helada al ver a Ewan MacEgan. Por la santa Cruz, jamás pensó que fuera a volver a verlo. ¿Qué estaría haciendo allí?

Su pecho esculpido brillaba como la plata, sus músculos subían y bajaban al ritmo de la respiración. A ella se le aceleró el corazón y sintió un escalofrío a pesar del calor veraniego del ambiente.

—¿Buscáis algo? —le preguntó él. El peso de su cuerpo no parecía afectarle lo más mínimo.

Honora no había vuelto a ver a Ewan desde que era un muchacho de dieciséis años, un joven alto y delgado, no demasiado hábil en la lucha, pero con una gran fuerza de voluntad. Había entrenado noche y día, esforzándose al máximo para mejorar su técnica.

El muchacho se había convertido en un hombre. En un hombre muy guapo. El corte de su cabello rubio oscuro resaltaba un rostro delgado con la mandíbula marcada. Unos hombros anchos revelaban una fuerza que Honora no recordaba. Los músculos del abdomen…

Por el amor de Dios. Estaba desnudo.

Al descubrir aquello no pudo ya tener ningún otro pensamiento coherente. Lo miró con la boca abierta, incapaz de apartar los ojos de él. Su marido nunca había tenido semejante aspecto. Como un celta indómito, Ewan tenía algo de salvaje que la ponía nerviosa.

Honora había dejado de luchar, pues estaba demasiado desconcertada como para hacerlo. Él la dejó en el suelo, le soltó una mano y le quitó la capucha con la que se había ocultado el rostro.

—Sois una mujer.

Honora no pudo responder.

—¿Quién sois? —le preguntó él entonces.

¿Acaso no la recordaba? Después de todos los años que Honora había pasado humillándose a sí misma, siguiéndolo y tratando de derrotarlo con la espada. Pero claro, la oscuridad ocultaba sus rasgos; seguramente él no la veía bien.

—¿Katherine? —preguntó con voz suave.

La rabia se apoderó de Honora. No, no era su bella y angelical hermana; debería haberse dado cuenta de ello al encontrarla allí, pues su hermana jamás se atrevería a entrar en los aposentos de un hombre, y mucho menos a intentar atrapar a un ladrón.

Pero antes de que Honora pudiera responder, se encontró con la boca de Ewan sobre la suya y una sorprendente sensación le recorrió la piel, como si todo su cuerpo hubiese comenzado a arder. Olvidó por completo lo que andaba buscando, todo lo que estaba sucediendo, el mundo entero desapareció; sólo existía aquel beso.

No sabía cómo responder, así que se quedó inmóvil. Ewan hundió las manos en su cabello suavemente y se apretó contra ella, dejándole sentir el motivo por el que era tan peligroso despertar a un hombre dormido.

Sus manos se colaron por debajo de la túnica de hombre bajo la que se había ocultado y le acariciaron la espalda. El roce áspero de su piel la excitó e hizo que entre sus piernas sugiera una repentina calidez. Aquella sensación desconocida la pilló desprevenida. Deseaba que subiera las manos hasta sus pechos y saciara el deseo que había despertado en ella.

Ningún hombre la había tocado de ese modo antes. Y mucho menos su marido.

El recuerdo se abrió paso en su mente y rompió la magia del momento. Lo apartó de sí, con los labios hinchados y el cuerpo alterado.

—No soy Katherine.

—Honora.

Asintió porque no se fiaba de su propia voz. Echó mano a la daga, pero descubrió que no la tenía.

Ewan levantó el arma, dejando que el acero brillara bajo la luz de la luna.

—¿Buscáis esto?

—No he venido a haceros ningún daño.

—No. Sólo a robarme.

—Ni siquiera sabía que estuvierais aquí —protestó—. He venido en busca de… —estuvo a punto de decir «un ladrón», pero se detuvo a tiempo. El propio Ewan podría ser ese ladrón. Quizá no fuera probable, pero no había motivo para descartarlo.

—¿De vuestro esposo? —le preguntó él, con una voz llena de acusación, como si fuera una niña a la que hubiera descubierto robando dulces.

—Mi esposo está muerto —se zafó de él y extendió una mano—. Devolvedme la daga.

—No.

Ewan la apartó de su alcance y Honora se lanzó por ella con tal fuerza que lo tiró al suelo, pero él rodó hasta quedar encima de ella. Atrapada bajo su cuerpo, Honora admitió que no había sido una buena idea.

—Ya no soy el muchacho que era, Honora —dijo al tiempo que tiraba la daga a un lado—. Ya no podéis vencerme.

Honora se ruborizó. Parecía que no había olvidado aquellas derrotas en las que había conseguido desarmarlo. Pero eso había sido hacía mucho tiempo.

—Dejad que me levante —intentó incorporarse y finalmente consiguió hacerlo.

Ewan se sentó a su lado mientras ella se colocaba la ropa y trataba de recobrar la compostura.

—¿Qué hacéis aquí?

—Voy a casarme con tu hermana.

Honora se mordió la lengua para no decirle que sólo era uno de tantos. Su padre aún no había tomado ninguna decisión, ni lo haría hasta que hubiera examinado a todos y cada uno de los pretendientes.

—Siento haberos besado —dijo él—. Os he confundido con Katherine.

Aquella disculpa sólo sirvió para aumentar la rabia de Honora. Sabía que no era tan hermosa como su hermana, pero no necesitaba que se lo recordaran.

—Katherine jamás entraría en los aposentos de un desconocido.

—Pero vos sí —dijo él en un tono ligeramente burlón.

Honora prefirió no prestarle atención, pero estaba ofendida y lamentaba haberse comportado de un modo tan impulsivo.

De pronto se abrió la puerta y Honora se puso en pie de un salto. Magnífico. Otro MacEgan mirándola fijamente.

—¿Interrumpo algo?

Ewan no parecía avergonzarse de estar allí desnudo junto a una mujer.

—Honora ya se iba —dijo Ewan.

Ella aprovechó la invitación para salir de allí lo más rápido posible, sin molestarse siquiera en recuperar su daga.

Bevan cerró la puerta y miró a su hermano con curiosidad.

—Se equivocó de habitación —fue toda la explicación que le dio Ewan.

Su hermano mayor no lo creyó, por lo que se quedó mirándolo a la espera de algo más plausible, pero Ewan no estaba por la labor. La llegada de Honora lo había despertado y sorprendido, pues no esperaba encontrar a una mujer en sus aposentos. Se había dejado llevar por el impulso de besarla, convencido, al principio, de que se trataba de Katherine, pero sabía que su amada era una mujer tímida y recatada, no atrevida como su hermana.

Honora. Se llevó un dedo a los labios y recordó el beso. Seguía sintiendo el sabor de su boca suave y dulce. Nada que ver con la muchacha testaruda que tanto lo había martirizado años atrás.

—A su padre no va a hacerle ninguna gracia —dijo Bevan—. Me he tomado casi medio barril de cerveza con él mientras le hablaba en tu favor, así que más te vale asegurarte de que no se entere de esto. No creo que te deje casarte con su hija menor si se entera de que has coqueteado con la mayor.

—Honora se coló aquí mientras yo dormía —protestó Ewan—. No ha sido culpa mía.

—¿Qué hacía aquí?

—Buscando a alguien —se encogió de hombros como si no tuviera la menor importancia, aunque lo cierto era que le habría gustado saber a quién buscaba—. ¿Qué más ha dicho su padre?

—Que tendrá en cuenta tu petición. Thomas de Renalt también habló con él y le dijo que aprobaba la unión.

Ewan sintió que desaparecía parte de la tensión al oír el nombre de su padre adoptivo.

—Bien.

Se tumbó en el camastro y se quedó mirando al techo mientras su hermano se acostaba también. Oyó el ladrido de un perro a lo lejos, mezclado con otros sonidos de la noche.

Honora llevaba el pelo corto, apenas le rozaba los hombros. Y era muy suave. Eso le había sorprendido porque siempre la había visto con velo. Recordó el modo en que la había besado y acariciado. Tenía el cabello negro como la noche y la piel pálida, sus labios carnosos habían respondido al beso con dulzura. Sus brazos no eran suaves como los de la mayoría de las mujeres, pero eran fuertes. Una fuerza que le había valido para derrotarlo tantas veces en el pasado, más de las que él prefería recordar.

Pero ya no podría derrotarlo más.

Se dio la vuelta e intentó pensar en Katherine antes de dejarse atrapar por el sueño, pero una y otra vez, su mente volvía al beso de Honora.

Capítulo 2

—Anoche te vieron salir de los aposentos de los MacEgan —Nicholas de Montford, barón de Ardennes, dejó la jarra de cerveza sobre la mesa de sus habitaciones privadas y juntó las manos en el regazo mientras el sol de la mañana se reflejaba en sus anillos de oro.

Honora se ruborizó de inmediato y trató de buscar una excusa.

—Fue un error. Estaba buscando…

—Tus aposentos están en el otro extremo de la torre. No me mientas.

La había descubierto. Su padre podía ser muchas cosas, pero desde luego no era tonto. La miró como si estuviera sopesando una idea. Honora esperó a que volviera a hablar, pero al ver que no lo hacía, comenzó a ponerse nerviosa. ¿Iba a castigarla? ¿Qué quería?

—No pasó nada —aseguró ella—. Me marché inmediatamente.

—Eso no importa. Eres viuda y debes comportarte con decoro.

Su padre hablaba como si se hubiera metido en el dormitorio de MacEgan con la intención de desflorarlo. Le ardieron aún más las mejillas al recordar su cuerpo fuerte y desnudo. No era ése el aspecto que había tenido de adolescente, pero ahora… Sintió una extraña tensión al acordarse del beso y tuvo que clavarse las uñas en las palmas de las manos para apartar la imagen de su mente.

—¿Tienes intención de volver a casarte? —le preguntó su padre.

—¡No! —espetó de inmediato. Había tenido más que suficiente con soportar un matrimonio y eso que, afortunadamente, su esposo, Ranulf, había muerto sólo un año después de la boda. Con la ayuda de Dios, no volvería a tener otro marido.

Su padre la miró a los ojos.

—Pensé que Ranulf sería un buen esposo para ti, que te daría un hogar. Nadie esperaba que muriera tan pronto.

Honora no admitió que se alegraba de que Ranulf hubiera muerto. Pero, ¿por qué habría de pensar él que podría desear otro esposo? No lo necesitaba.

Se santiguó en un gesto de perdón del que no tenía demasiado convencimiento.

—No quiero volver a casarme.

Nicholas la miró con seriedad.

—No puedes quedarte aquí para siempre, Honora. Ya hace medio año que te marchaste de Ceredys.

Y sin embargo parecía tan poco tiempo. Bajó los hombros con el peso de la culpa.

—Según la ley, te pertenece un tercio de las tierras de Ranulf —continuó diciendo sin apartar la mirada de ella—. Es una lástima que no tuvierais hijos; eso te habría dado más posesiones.

Gracias a Dios que no tenía hijos porque por nada del mundo habría querido un ser de la misma sangre de Ranulf que se lo hubiese recordado siempre. Su marido había dejado la mayor parte de su tierra a su hijo John, nacido de un matrimonio anterior. John era como una serpiente, engañoso y letal. Sintió un escalofrío al pensar en él. Podía quedarse con su tercio de la tierra si así se libraba de él para siempre.

Honora se culpaba de lo que había ocurrido en Ceredys. Ni siquiera la influencia de la abuela de John, Marie St Leger, había impedido que el heredero se gastara hasta el último penique de las rentas de los aldeanos. ¿Qué clase de guerrera era ella si permitía que su pueblo sufriera de ese modo? El tiempo se le escapaba de las manos y aún no había conseguido idear un plan.

—¿Cuánto tiempo piensas esconderte aquí, entre los muros de mi castillo? —le preguntó su padre con suavidad.

—No estoy escondiéndome.

Nicholas la miró de un modo que dejaba bien claro que no estaba de acuerdo.

—Volveré —prometió Honora en voz baja—. Muy pronto —si apartaba a John del poder, podría reparar el mal que había ocasionado, pero no podría hacerlo sin ayuda—. Como ya te dije, necesitaría que me dejaras algunos soldados.

—No. No me corresponde a mí, ni a ti, interferir en lo que hace John en Ceredys.

—Les ha robado la comida —protestó ella—. No podemos quedarnos sin hacer nada. Hay gente inocente que está sufriendo mucho por su culpa.

La expresión del rostro de su padre se endureció.

—Entonces quizá deberías casarte con un hombre que disponga de un ejército.

Honora resopló con frustración y meneó la cabeza. Encontraría la ayuda que necesitaba para ayudar a aquella gente sin necesidad de atarse a otro hombre.

Nicholas continuó hablando sin hacer el menor caso a su negativa.

—Sería lo más sensato. Aún eres joven y podrías tener muchos hijos.

Honora se llevó la mano a la cintura sin darse cuenta de que no tenía la daga. Normalmente sentía seguridad y consuelo al apretar la empuñadura, pero dudaba mucho que nada pudiera calmar su rabia en aquel momento.

—Padre, por favor —cerró los ojos, deseando que hubiera un modo de hacerle entender—. Necesito tiempo.

Jamás volvería a casarse. Nunca podría olvidar los diez meses que había vivido en el infierno, ni los que había pasado después huyendo de John.

—Tu juventud no durará y, si quieres tener hijos, no tienes otra opción.

Honora tragó saliva sin mirar a su padre. Le aterraba la idea de tener un hijo. No había sido buena esposa… ¿por qué habría de ser buena madre?

—Honora, creo que es la voluntad de Dios —insistió su padre, sin reparar siquiera en su silencio—. Elegí mal a tu primer marido, por lo que dejaré que el segundo lo elijas tú. Puedes escoger alguno de los pretendientes que han venido.

—¡Pero esos hombres están aquí por Katherine! —protestó Honora. ¿Acaso esperaba que cualquiera de ellos cambiara de opinión así como así? Era imposible. Honora sabía bien que era demasiado impulsiva e impaciente para ser la esposa de nadie. No le importaban lo más mínimo las tareas de la casa, ni le gustaba coser; lo que le interesaba era que el castillo estuviera bien defendido y sus hombres bien entrenados.

Se colocó las manos a la espalda y respiró hondo. El hecho de volver a casarse significaría tener que volver a enfrentarse a la humillación de darse cuenta de que no era una buena esposa.

—No voy a hacerlo —dijo suavemente.

Nicholas lanzó un suspiro y llenó de nuevo su jarra de cerveza.

—Sólo necesitas un hombre de verdad en tu cama y un bebé que crezca en tu vientre, entonces serás feliz.

¿Un hombre de verdad en la cama? Apretó los dientes para no dejarse llevar por el impulso de decirle lo que opinaba al respecto. ¿Qué sabía su padre sobre lo que ella necesitaba? La primera vez había elegido al primer hombre que se había interesado mínimamente en ella. Sintió un escalofrío al recordar aquel desastre.

—No podéis obligarme a casarme.

—No, pero sí puedo obligarte a volver a Ceredys —Nicholas apuró su copa, seguro de su decisión—. Aquí no me eres de ninguna utilidad y tienes una propiedad de la que encargarte.

No le dijo que nunca le habían permitido que se encargara de Ceredys de ningún modo; allí había sido una prisionera más que una esposa.

—Pero no creas que no tengo corazón, Honora —siguió diciendo—. Si hay alguien que te interese, puedo concertar entonces tu matrimonio antes que el de Katherine. Quizá con Ewan MacEgan —añadió con gesto petulante.

—Eso, jamás —la negación salió de su boca de inmediato. Ewan estaba allí para pedir la mano de Katherine. Ella ni siquiera le gustaba, después de todo lo que le había hecho durante la adolescencia—. Ya os he dicho que no pretendía entrar en su habitación. Fue un accidente.

Pero su padre no parecía muy convencido.

—Bueno, hay otros siete hombres, todos ellos de familias nobles.

Era evidente que no había escuchado ni una palabra de lo que le había dicho, así que probó con otra táctica.

—Aunque decidiese volver a casarme, mi herencia complicaría las cosas. Mi nuevo marido tendría que vivir junto a John, o renunciar por completo a la tierra.

Ella preferiría morir a tener que volver a vivir con John St Leger.

—Es cierto. Pero eso es normal en los matrimonios, ¿no crees? Yo me casé con tu madre por las tierras que tenía aquí y en Normandía.

—Yo ya me casé una vez por obligación y no voy a volver a hacerlo —aseguró Honora tajantemente.

El gesto de su padre volvió a oscurecerse mientras la miraba a los ojos.

—Sí, sí lo harás, porque no permitiré que Katherine se case hasta que no lo hagas tú.

Honora no se habría quedado más sorprendida si le hubieran dado un golpe. ¿Por qué quería hacer eso su padre? ¿Qué pretendía ganar con ello?

—No es justo —respondió con voz tranquila, con la actitud calmada que siempre prefería su padre, pero por dentro estaba hecha una furia.

—Mañana se va a celebrar una fiesta —anunció él—. Espero que asistas porque habrá un torneo y los pretendientes competirán en vuestro honor.

No, Dios. Honora no tenía el menor deseo de estar allí como una tonta mientras los pretendientes de su hermana trataban de ganarse sus favores.

¿Qué se suponía que debía hacer, quedarse allí a la espera de que algún hombre se interesara por ella? Quizá alguno tuviera compasión.

Pero ella tenía su orgullo. No importaba lo que quisiera su padre, no iba a sufrir tal humillación.

—Si no vienes —dijo Nicholas, como si le hubiera leído el pensamiento—, haré que te saquen a rastras de tus dependencias.

Honora se agarró las faldas y apretó la tela con frustración.

—Muy bien, padre.

Estaba a punto de marcharse cuando Nicholas añadió una última advertencia.

—Compórtate, Honora.

No tenía ningún apetito cuando entró en el salón y vio que todos los invitados estaban disfrutando del desayuno. Sin embargo no pudo evitar fijarse en los allí presentes. La mayoría eran jóvenes y todos, ricos.

Todos menos uno. Su mirada se posó un instante en Ewan MacEgan. Tenía el pelo ligeramente alborotado, como si acabara de pasarse la mano. La tela de la túnica se le ajustaba al brazo, dejando constancia de la fuerza de sus músculos.

—¿Encontrasteis al hombre que buscabais? —le preguntó cuando se vio obligada a pasar junto a él.

Honora fingió no haberlo oído. Sintió que se le coloreaban las mejillas al recordar la noche anterior.

Era más fácil recordar a Ewan siendo un muchacho, en lugar de un hombre. Pero él la agarró de la muñeca.

—Soltadme.

—Aún no. ¿Dónde está vuestra hermana? Todavía no la he visto.

Honora le agarró la mano para intentar soltarse.

—Supongo que estará rodeada de pretendientes que alaban sus dientes como perlas y su sedoso cabello. Ahora, si me disculpáis….

Ewan se puso en pie sin soltarle la muñeca. Honora no podía darse la vuelta sin hacerse daño, pero estando tan cerca de él podía sentir el limpio aroma de su piel, que olía como a lluvia de verano. Llevaba una túnica verde y unos pantalones de tela escocesa que le daban aspecto de cazador. La mirada de sus ojos verdes le transmitió un extraño calor.

—Vuestro padre ha dicho que se va a celebrar un torneo en el que podré probar mi fuerza y mi capacidad para proteger a su hija.

—Soltadme, Ewan.

Él le miró la palma de la mano y observó las marcas que habían dejado en ella los años que llevaba empuñando una espada.

—¿Seguís siendo tan buena como antes? —se percibía cierto desafío en su voz.

Honora sabía bien a qué se refería. Aunque se lo había ocultado a su padre, había seguido entrenándose con los hombres al menos una vez a la semana.

—Mejor.

—Me alegro de oír eso —la expresión de su rostro indicaba que no había olvidado todas las luchas a espada en las que se habían enfrentado.

Honora había vencido en muchas ocasiones, pero él jamás se había quejado porque lo derrotara una mujer, ni había revelado su secreto. De hecho, había guardado silencio y había seguido entrenando con denuedo. Ahora ella ya no estaba tan segura de poder vencerlo; su cuerpo era más fuerte, sus músculos más firmes. Lo había comprobado cuando la había levantado del suelo la noche anterior sin hacer el menor esfuerzo.

De pronto recordó el roce cálido de su piel, el ardor de sus labios.

Aquellos pensamientos resultaban desconcertantes, así que Honora se obligó a volver al presente. Fue entonces cuando vio su arma junto a Ewan.

—Quiero que me devolváis la daga.

Él se encogió de hombros.

—La recuperaréis en cuanto me digáis lo que quiero saber.

—Ya os lo he dicho. No sé dónde está Katherine.

—No es eso lo que quiero que me digáis a cambio de vuestra daga.

—¿Entonces?

—Habladme de vuestra hermana. ¿Qué es lo que desea? ¿Qué regalos puedo traerle que me den ventaja sobre los demás?

Honora no respondió de inmediato. La rabia surgió dentro de ella y se sintió herida en su orgullo. No quería hablarle de Katherine, no quería ayudarlo a cortejarla, pero se dijo a sí misma que no era por celos. No, lo que ocurría era que Ewan no era el hombre que le convenía a Katherine; era demasiado agresivo y audaz para una mujer tan delicada como ella.

—¿Qué os parece si le regalo un animal? —sugirió él—. Un gatito, quizá.

—Un gatito —repitió ella mientras intentaba aplacar la rabia y la sed de venganza que crecía en su interior. Oyó también la voz de la conciencia, pero prefirió no hacer el menor caso. Le estaría bien empleado a Ewan por besarla, robarle la daga y ahora pedirle información sobre Katherine—. La verdad es que nadie le ha regalado ningún gatito.

Dios. Ahora tendría que confesarse. Era una suerte que el padre Louis estuviera prácticamente sordo; podría confesarle que había cometido un asesinato y él le daría la absolución de siempre.

Ewan le soltó la muñeca.

—¿Veis como no era tan difícil? —le devolvió la daga—. Deberíais pedirle al herrero que os la ajustara —le recomendó—. Está mal equilibrada.

—Es porque se rompió una vez.

Ranulf se la había tirado al fuego en un ataque de ira. Honora había perdido la esperanza de volver a verla, pero la había encontrado entre sus pertenencias poco después de marcharse de Ceredys. Seguramente Marie St Leger había ordenado que se la repararan, aunque Honora no sabía por qué. Agradecía haberla recuperado, pero lo cierto era que no le gustaba la enorme empuñadura que le había puesto el herrero, pues prefería diseños más sencillos.

Se guardó la daga en la faja y se apartó de allí sin decir nada más, tratando de luchar contra la rabia que sentía sin motivo. ¿Qué tenía Ewan MacEgan que hacía que perdiera la razón de ese modo? De niña había perdido la cabeza por él. Ahora lo encontraba demasiado seguro de sí mismo.

Demasiado guapo y fuerte.

No podía seguir pensando esas cosas. No necesitaba a un hombre como él, ni a ningún otro. Desease lo que desease su padre, no volvería a casarse jamás.

Pero si no lo hacía, Nicholas la obligaría a marcharse de Ardennes y volver a Ceredys, algo para lo que aún no estaba preparada. Nicholas no estaba dispuesto a prestarle hombres para luchar contra John y ella no disponía de un ejército propio. Dos meses antes había intentado contratar algunos mercenarios que la ayudaran a expulsar a John y así poder volver a Ceredys, pero no había tardado en descubrir una oscura verdad sobre los soldados; le habían robado el dinero y no habían hecho absolutamente nada a cambio. Había pagado un alto precio por su ingenuidad.

No, necesitaba hombres honorables, pero esa clase de hombres costaban más dinero del que ella tenía.

Pero tampoco le servía la idea de casarse con un hombre que dispusiera de un ejército, como le había recomendado su padre, pues nadie querría entrar en guerra contra John de Ceredys.

No había salida.

Quizá Marie St Leger, la abuela de John, habría sabido qué hacer, pensó con tristeza, pero la vieja dama había muerto. Honora aún echaba de menos a aquella mujer inteligente y fuerte que la había tratado como a una hija y gracias a la cual había conseguido escapar.

Le rompía el corazón pensar en su muerte, ocurrida hacía sólo una luna. Desde entonces, Honora había cumplido su promesa de rezar por su alma cada noche.

Honora parpadeó varias veces para ahuyentar las lágrimas que se le habían agolpado en los ojos. Necesitaba un momento a solas, una oportunidad para pensar. Quizá si salía a dar un paseo a caballo encontraría una solución para el pueblo de Ceredys.

Así pues, fue a los establos y le pidió a un mozo que le preparara su caballo. Dos guardias salieron con ella del terreno del castillo a modo de escolta, pero ella hizo como si estuviera sola.

Empezó a caer entonces una suave lluvia de verano que le mojó la cara. El olor de la tierra húmeda le encogió la garganta. ¿Por qué tenía que ocurrir aquello? ¿Acaso Dios pretendía castigarla por haber sido tan desobediente en su juventud? Había ido contra el orden natural del mundo al comportarse como una guerrera en lugar de como una dama. Y eso estaba mal, ¿verdad? ¿Por qué no podía conformarse con las cosas propias de una mujer? ¿Por qué siempre sentía esa tremenda necesidad de ser tan fuerte como un hombre?

Las lágrimas que no deseaba derramar se mezclaron con la lluvia. Lo que más había deseado siempre había sido hacer feliz a su padre, por eso había utilizado vestidos de seda y joyas muy femeninas, todo lo que Nicholas deseaba para una hija. Pero él apenas le había prestado atención. Sólo lo hacía cuando discutía con él.

A Katherine, sin embargo, jamás le había faltado atención. Su padre le había dado todo lo que ella deseara, la había colmado de regalos y de afecto. Honora jamás lo admitía, pero lo cierto era que envidiaba a su hermana.

Detuvo el caballo junto al río para que bebiera y mientras pensó en que seguramente aquél era su castigo. Había llegado a resignarse ante la idea de que su padre nunca la amara porque, aunque él jamás lo reconocería, Honora sabía que la culpaba por la muerte de su hermano gemelo. La niña había sobrevivido y el deseado hijo varón había muerto.

En cierto sentido, ésa era la razón por la que deseaba tanto luchar; quería compensar la muerte de su hermano, convertirse en el guerrero que él nunca podría ser. Quizá entonces su padre encontrarse en ella algo digno de aprecio.

Había aprendido a luchar en secreto, con la ayuda de Ewan y ahora veía entrenar a los hombres día tras día. Agarraba espadas y practicaba a solas hasta que apenas podía levantar los brazos.

Nicholas nunca la había visto pelear. Honora temía deshonrar a su padre o avergonzarlo delante de los demás. ¿Cómo podría sentirse orgulloso de una hija que se comportaba como un hombre?

No, si la descubría, la odiaría aún más. Por eso se lo había ocultado y por eso sólo podía utilizar su habilidad para defender el castillo de ladrones sin importancia. Bueno, si conseguía atraparlo.