El hechizo del ángel - Claudia Cardozo - E-Book

El hechizo del ángel E-Book

Claudia Cardozo

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Beschreibung

HQÑ 304 Una lucha encarnizada entre un ángel y un demonio que está destinada a convertirse en un romance inolvidable. Daniel Ashcroft es un joven aristócrata de pasado turbulento y carácter cínico. Cuando su padre enferma, decide alejarse de todo lo que ha conocido hasta entonces y se recluye en la campiña inglesa. Allí, se dedica a ver pasar el tiempo y apuntalar esa mala reputación de la que se siente tan orgulloso. Rose Henley es una de las jóvenes más queridas de la región. Se ha ganado a pulso el sobrenombre de «el ángel de Ryefield», la casa familiar, y no hay nadie que no alabe su temperamento y buenas maneras. Cuando oye del inesperado visitante de la propiedad vecina, y de sus pésimos antecedentes, decide que no tiene ningún interés en conocerlo. Lo que ni Rose ni Daniel imaginan es que los acontecimientos terminarán por unirlos y descubrirán que, aun cuando una pueda ser considerada un ángel y el otro un demonio, la atracción que surge entre ambos es demasiado poderosa como para no ceder a ella. El hechizo del ángel es una historia de redención en la que dos personas aparentemente opuestas descubrirán que son muchas las cosas que los unen y que están destinados a vivir un romance extraordinario. Dos protagonistas fascinantes y un romance mágico. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Claudia Cardozo

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hechizo del ángel, n.º 304 - septiembre 2021

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-903-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epilogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Londres, 1894

 

La mansión Ashcroft se alzaba imponente con el brillo que se desprendía de los muchos cristales que engalanaban cada ventana, una serie de diáfanos reflejos que herían a quien se atreviera a mirarlos de frente en un día soleado como aquel.

Daniel Ashcroft siempre había pensado que la obsesión de su familia por presentar al mundo su mejor rostro o, como en ese caso, la mejor fachada de sus propiedades, era sencillamente patética. Los Ashcroft no eran los únicos aristócratas en el país y, aunque ricos, con seguridad, muchos otros se encargaban en ese momento de amasar una fortuna aún más cuantiosa, de modo que esa obsesión por enarbolar una falsa superioridad le parecía una pérdida de tiempo.

Aun así, pese a sus críticas y burlas, era innegable que, al haber crecido rodeado por aquellas comodidades, en un ambiente en el que los lujos y el esplendor eran moneda corriente, cada vez que se encontraba en una de las propiedades de la familia, no podía menos que sentirse en su hábitat natural. A su abuela le complacería saberlo, y precisamente por ello estaba decidido a no decírselo nunca.

Lady Ashcroft se conducía como si el universo hubiera sido bendecido con su presencia y esperaba un tratamiento acorde a esa convicción. Por lo general, lo obtenía; nadie en su sano juicio habría osado no mostrar una deferencia casi reverencial frente a esa anciana de aspecto regio que marcaba la pauta en la familia desde tiempos inmemoriales. Sin embargo, era justo mencionar que existían unas cuantas personas en el mundo a quienes no inspiraba ese respeto del que se mostraba tan orgullosa. Daniel era una de ellas.

Por regla general, desde que decidió seguir su propio camino, o arruinar su apellido, como su padre y abuela preferían llamarle a su estilo de vida, prefería mantenerse tan alejado de la familia como le era posible. Todo lugar relacionado con la familia que le había tocado en suerte le traía malos recuerdos, y la naturaleza de su carácter, distante y sarcástico, se hacía más evidente cuando se encontraba entre ellos. En otras circunstancias, habría ignorado la carta de su abuela sin contemplaciones, pero incluso él debía reconocer que el tema que deseaba tratar era demasiado delicado como para evitarlo.

De modo que allí estaba, en el pequeño salón de la Casa Ashcroft en Londres. Desde luego, lo de pequeño era un eufemismo, pero a su abuela le gustaba considerarlo un lugar en el que la familia podía recibir visitantes de confianza o mantener charlas privadas en absoluta reserva. A Daniel nunca le había gustado la decoración de esa habitación, demasiado recargada y femenina para su gusto; en cierta medida le parecía un poco opresiva, en especial cuando la chimenea se encontraba encendida en un día caluroso como aquel. Aun así, no hizo un solo gesto cuando el mayordomo lo escoltó hasta allí y esperó al pie de una ventana la llegada de su abuela.

El cristal pulido le devolvió su reflejo y una mueca divertida afloró a sus facciones. La siempre tradicional lady Ashcroft tendría algunas cosas que decir respecto a su aspecto; las mismas que repetía en las eventuales ocasiones en que coincidían, pero no por ello iba a disfrutar menos el conseguir sacarla de sus casillas. Visto con frialdad, y Daniel podía ser muy bueno en ello, su apariencia podía considerarse más que agradable a la vista. En un rapto de suficiencia, recordó que en más de una ocasión había sido catalogado como un hombre muy apuesto, con la elegancia y modales propios de un aristócrata. Lo lógico hubiera sido que su abuela se encontrara satisfecha por eso, pero ella se encargaba de dejar en claro con frecuencia que estaba tan decepcionada por su conducta que le tenían sin cuidado los halagos que pudiera cosechar entre los miembros de la sociedad, en especial si se trataba de damas que no le inspiraban la más mínima confianza.

Cuando lady Ashcroft arribó al salón, con un diligente lacayo deshaciéndose en reverencias al abrirle la puerta, se detuvo en medio del salón y, tras despedir al criado, centró toda su atención en su nieto.

Daniel apenas giró para observarla con abierto desinterés, pero hizo una pequeña inclinación en señal de saludo.

—Abuela.

La dama, sin corresponder la atención, ocupó un lugar de cara a la chimenea, desde donde podía observar a su nieto. Las amplias faldas de su vestido se desplegaron como las alas de una mariposa. En opinión de Daniel, una mariposa muerta y falta de brillo, pero eso era algo que tampoco pensaba decir.

—Tu cabello está muy largo.

Allí estaba. La primera pulla de la tarde, y no era tan iluso como para suponer que sería también la última.

—Se considera apropiado en París.

—No estás en París.

—¿En serio? No lo había notado. Aunque el espantoso clima ha debido de servirme de pista.

Lady Ashcroft le dirigió una mirada cargada de fastidio e hizo un gesto para que ocupara el sillón frente a ella, pero Daniel optó por ocupar una silla cómoda frente a una mesilla. Su abuela apretó los labios ante el abierto desafío, pero no hizo comentarios al respecto.

—Asumo que no harás un esfuerzo por ser cortés.

—Abuela, debes saber que siempre hago un esfuerzo sobrehumano por comportarme en tu presencia; estoy sorprendido de que no lo hayas notado.

—¿Quieres decir que serías aún más desagradable de no tratarse de mí?

—Por supuesto.

La respuesta, hecha con simpleza, arrancó un suspiro de exasperación a la dama, pero pronto dejó su semblante reprobatorio por uno de abierta preocupación.

—No tenemos tiempo para estas ridículas discusiones —dijo, para luego enderezar aún más los hombros y ver a su nieto con la inquietud pintada en el rostro—. Sabes cuál es el motivo por el que te he hecho llamar.

Daniel asintió ante esas palabras y abandonó por un momento su pose indiferente. Sí, desde luego que lo sabía; no habría aceptado dejar París de no tratarse de un tema tan importante.

—Según tu carta, padre está muriendo.

La frase fue dicha con tono insensible, como si mencionara un hecho que no le alterara en absoluto, lo que pareció enfurecer a su abuela, ya que esta apretó con fuerza la mano sobre la falda e hizo un mohín de disgusto.

—Tu padre no está muriendo. Está gravemente enfermo, sí, pero el médico ha asegurado que hay posibilidades de recuperación.

—En ese caso, no creo que mi presencia sea tan necesaria como hiciste parecer en tu carta.

—Eres su único hijo, tu lugar está aquí. —Su abuela lo miró sin disimular la furia que empezaba a invadirla—. Tenemos la esperanza de que se recupere, pero no deja de ser una muy lejana, y si ocurriera o no, tu presencia es esencial para la tranquilidad de la familia.

Daniel no pudo, o no quiso, contener una seca carcajada.

—¿La tranquilidad de la familia? ¿Mi presencia? Una expresión que jamás esperé oír de ti, abuela, y estoy seguro de que mi padre no estaría de acuerdo con ella.

—En este momento, eso carece de importancia frente a las circunstancias en las que nos encontramos. Eres un Ashcroft, el heredero de tu padre, quien se convertirá en el próximo lord Ashcroft… Cuando Dios así lo disponga. No es apropiado que pasees por el mundo a expensas de la familia mientras se espera que muestres una apropiada preocupación por la salud de tu padre y el futuro de tu linaje.

—No deseo contradecirte, abuela, pero sabes perfectamente que no paseo por el mundo, tal y como dices, a expensas de la fortuna de los Ashcroft…

Ante el tono gélido usado por su nieto, lady Ashcroft debió dar una cabezada en señal de asentimiento, muy a su pesar.

—Sí, usas el dinero que tu madre te dejó en herencia, pero no hay mayor diferencia en ello, porque si no lo despilfarraras de la forma en que lo haces, sería parte de tu patrimonio para que, llegado el momento, lo unas al legado de tu padre y así puedas enriquecer la fortuna familiar.

—Recuerdo que hemos tratado este tema más de una vez, y debes reconocer que, basados en esas experiencias, es poco probable que lleguemos a un entendimiento. Estoy seguro de que no estás interesada en oír mis argumentos respecto a por qué creo que estoy en libertad de hacer con mi dinero lo que me venga en gana.

La fina línea en los labios de su abuela se hizo aún más delgada, pero no respondió.

—Por otra parte, no veo la necesidad de mostrar una falsa preocupación por la salud de mi padre. Acabas de decirlo, su estado no es tan grave como pretendías hacerme creer, y no es un secreto que no sostenemos las mejores relaciones. ¿Qué sentido tiene ser visto como un hijo angustiado cuando todos saben que es mentira?

—Aun cuando lo piensen, nadie se atrevería siquiera a insinuarlo. Te he educado para saber lo que se espera de ti y cómo debes comportarte de acuerdo a ello. Has cometido muchos errores, Daniel, y los hemos dejado pasar para no vernos involucrados en situaciones desagradables; pero no pienses por un solo momento que podrás huir de esta obligación. Eres un Ashcroft, la familia te necesita, y, quieras o no, permanecerás cerca de tu padre porque es lo que se espera de ti, y aun tú tienes que reconocerlo.

Daniel oyó el discurso de su abuela en absoluto silencio, manteniendo la falsa apariencia indiferente, aunque por dentro ardía de indignación, con sentimientos encontrados contra los que no sabía cómo luchar. No lamentaba la enfermedad de su padre; era posible que también su probable muerte le tuviera sin cuidado, pero también era verdad que, por mucho que le desagradaran los convencionalismos, aun él, tal y como dijo su abuela con tanta astucia, era incapaz de renegar de sus obligaciones. Una cosa era ignorar los reclamos de su familia respecto a su conducta, y otra muy distinta el darle la espalda cuando era muy posible que se viera obligado a ocupar un lugar para el que había nacido y del que jamás se había planteado escapar.

No le agradaba ser un Ashcroft, ni estaba particularmente orgulloso de ello, pero fue criado para hacer frente a un momento como aquel, por mucho que le disgustara.

—De modo que apelas a mi escasa conciencia para que vele el lecho de un padre enfermo que nunca ha ocultado lo mucho que me desprecia.

La dama se encogió de hombros con un movimiento casi imperceptible, sin dejar de observarlo con sus ojos de halcón.

—Nunca te pediría tal cosa, solo espero que permanezcas en Inglaterra durante el tiempo que sea necesario. Si tu padre se recupera, como todos esperamos, podrás volver a lo que sea que hagas; pero si te ves en la obligación de ocupar el lugar que el destino tiene reservado para ti, espero que lo afrontes con dignidad.

Daniel le dio la espalda a su abuela, fingiendo interés en la vista que le proporcionaba su lugar frente a la ventana, pero su mente estaba muy distante de lo que ocurría bajo sus ojos. No, pensaba en las palabras de su abuela, en cuánto de razón había en ellas, y qué diablos le impedía decirle que no le importaba en absoluto lo que le ocurriera a su padre, y mucho menos el futuro de su apellido. Si lord Ashcroft moría, habría toda una fila de entusiastas candidatos para ocupar su puesto; el problema era que ese lugar le correspondía por derecho de nacimiento, y aunque todas las fibras de su ser se rebelaban a seguir el orden establecido, por mucho que despreciara a su padre, a su abuela y sus prejuicios, no era capaz de negarse a cumplir con la labor para la que había sido criado.

¿Sería un digno lord Ashcroft si se veía en la obligación de ocupar ese puesto? No lo sabía, y esperaba no tener que descubrirlo en mucho tiempo. Mientras tanto, era necesario que tomara una decisión inmediata. Luego… ya vería qué demonios hacer entonces.

Más tranquilo al decidir cuál sería su primer movimiento, encaró a su abuela, que apenas lograba disimular su inquietud por lo que tendría para decirle. Acostumbrado desde que tenía memoria a ser él quien en cierta medida temía las palabras de esa mujer imponente, se permitió un momento para disfrutar la satisfacción de saberse el dueño de la situación. Cuando el silencio se hacía insostenible y su abuela parecía dispuesta a retomar la palabra, Daniel esbozó una sonrisa e hizo una reverencia burlona.

—Ya que significa tanto para ti, abuela, me quedaré en Inglaterra.

Lady Ashcroft no logró esconder la tranquilidad que le inspiraron sus palabras.

—Bien, no esperaba menos; después de todo, aunque reniegues de ello, eres un Ashcroft —dijo, la voz teñida de soberbia—. Puedes ocupar tu habitación, y verás a tu padre una vez que te hayas refrescado del viaje. Ordenaré que se encarguen de subir tus baúles…

—Lo siento, abuela, pero me temo que estás asumiendo demasiadas cosas, y todas están erradas.

Ante el tono sarcástico de su nieto, lady Ashcroft frunció el ceño y lo miró, confundida.

—¿Qué quieres decir?

—He dicho que permaneceré en Inglaterra, pero no en Londres. Y, definitivamente, no aquí. He pensado que podría ocupar una de las propiedades de la familia; no me resultará difícil venir si fuera necesario. Y, respecto a visitar a mi padre, estoy seguro de que él encontrará ese gesto tan innecesario como yo. Le bastará con saber que has hablado conmigo y que estoy dispuesto a permanecer aquí durante un tiempo.

—¿Por qué no deseas quedarte aquí? Será más sencillo…

—Quizá lo sea para ti, pero en lo que a mí respecta, no encuentro nada seductora la idea de convivir contigo y con mi padre; lo hice durante mucho tiempo y no es una experiencia que esté deseoso de repetir.

—Daniel, no te permito que te expreses de esa forma.

Su nieto se encogió de hombros, indiferente al tono gélido utilizado por la dama.

—No creo haber dicho nada ofensivo. Por favor, abuela, ya que esta es una charla supuestamente sincera, no tenemos que fingir. Te agrado tan poco como tú a mí; siempre fui un lastre demasiado pesado que te viste obligada a llevar para cumplir lo que se esperaba de ti, lo mismo que exiges de mí ahora. Y mi padre nunca ha intentado ocultar lo mucho que le decepciono como hijo. De modo que creo que todos seremos más felices si compartimos tan poco tiempo como sea posible. ¿Quién sabe? Tal vez la tranquilidad de no verse obligado a soportarme sea un buen incentivo para que mi padre se recupere con rapidez y huya así de las garras de la muerte.

Lady Ashcroft movió la cabeza de un lado a otro, los labios fruncidos y una mirada de reprobación.

—¿Cómo puedes ser tan cínico?

—He tenido mucho tiempo para practicar; además, es justo reconocer que forma parte de mi temperamento, por lo que, en realidad, no me ha resultado tan difícil como podrías creer.

Su abuela aspiró con fuerza y tomó un níveo pañuelo para secarse unas gotas de sudor de la frente con discreción.

—No tiene sentido que insista, supongo.

—Sería una pérdida de tiempo. Prefiero utilizarlo en llegar a Ashcroft Pond, y tú podrás sacarle mayor provecho al vigilar la evolución de mi padre.

—¿Ashcroft Pond? ¿Esa aburrida propiedad en Surrey? —La mujer chasqueó la lengua luego de pronunciar esa frase—. Nadie ha ocupado ese lugar en años.

—Padre siempre ha sido muy cuidadoso con el buen mantenimiento de sus propiedades; no dudo de que habrá dado órdenes para que la casa se mantenga atendida. Y, de cualquier forma, no espero mayores comodidades. —Daniel miró a su abuela con fijeza—. ¿Y bien? ¿Te parece un trato apropiado?

Lady Ashcroft lo observó con ira.

—¿Acaso me dejas otra alternativa?

—No, no lo hago.

—Bien. Has dicho una sola cosa con sentido común y es que tu padre necesita tanta atención como sea posible, así que no desperdiciaré mi tiempo intentando comprender lo que pasa por tu retorcida mente.

Daniel sonrió sin alegría.

—No puedo decir que esa sea una expresión que me resulte ajena.

Su abuela se puso de pie con un movimiento enérgico y le sostuvo la mirada sin dudar.

—Daré órdenes para que seas recibido en Ashcroft Pond. Un lacayo se encargará de avisar de tu llegada.

—Gracias, abuela, sabía que comprenderías.

La dama ignoró el tono burlón y dio unos pasos en su dirección, una expresión ligeramente amenazante en sus pupilas.

—Permitiré esto, Daniel, pero no olvides que, si llamo por ti, debes regresar de inmediato.

Su nieto se adelantó también hasta llegar a su altura. Era varios centímetros más alto, y sintió una insana satisfacción al notar la fragilidad de esa mujer que siempre había logrado intimidar a quienes le rodeaban haciendo gala de su soberbia presencia.

—No debes preocuparte por ello, abuela, estaré en el campo a la espera de tus indicaciones. Si padre muere, envía una nota y vendré; ten por seguro que asumiré el papel de hijo afligido sin mayor dificultad, sabes que siempre se me ha dado bien fingir cuando debo hacerlo. Pero, si se recupera, debes informarme de inmediato; no me tienta la idea de enterrarme entre ovejas durante un minuto más del necesario.

Fue su abuela quien esta vez lo observó con abierta burla, una mueca muy similar a la que su nieto exhibía la mayor parte del tiempo.

—Recuerdo que te gustaba ese lugar; nunca te he visto tan feliz como cuando íbamos de visita.

—Era muy joven entonces.

—Y ella estaba contigo.

Ella. Debió saber que su abuela no perdería la oportunidad de mencionarla, aun cuando fuera de una forma tan vaga; uno de sus grandes talentos, el más celebrado y del que debía sentirse más orgullosa, era el poder golpear donde más dolía. Pero no le daría la satisfacción de saber lo cerca que había estado de dar en el blanco.

—Estaré a la espera de tus noticias —fue todo lo que dijo, tras encogerse de hombros, con el semblante inmutable—. Tengo un carruaje esperando con mi equipaje, partiré de inmediato. No hará falta que envíes a ese mensajero para avisar de mi llegada, puedo ocuparme de eso sin problemas.

—¿Estás seguro?

—Desde luego. Pese a lo que te agrada pensar, no soy un completo inútil —dijo—. Esperaré tus noticias, abuela… Sean buenas o malas.

No obtuvo una contestación; en verdad no la esperaba, por lo que inclinó la cabeza con gesto burlón en señal de despedida y dejó a su abuela con la mirada perdida en la nada, suponía que sumida en sus pensamientos respecto a si había sido del todo astuta al llamarle. Quizá esperaba que mostrara una mayor preocupación por la salud de su padre, o que decidiera permanecer en la casa familiar. Cualquiera fuera el caso, estaba claro que se había llevado una gran decepción, y Daniel se felicitó en secreto por haber sido el causante de ello.

Al dejar la mansión, le dio una última mirada aburrida por encima del hombro y subió al carruaje que lo esperaba tras indicar al cochero en qué dirección debía dirigirse. No sería un viaje largo y, de cualquier forma, estaba acostumbrado a tomar decisiones apresuradas e ir de un lugar a otro sin mayores preparativos, así que estaba dispuesto a disfrutar el trayecto.

Ashcroft Pond.

El nombre resonó en su mente, como un recuerdo lejano que golpeaba una y otra vez exigiendo atención. No sabía qué le había llevado a escoger ese lugar para pasar allí el tiempo que debiera esperar por noticias respecto a la salud de su padre. Tal vez su subconsciente le jugó una mala pasada al impulsarlo a nombrar el primer lugar en el que pudo pensar. Después de todo, su abuela no se equivocó al decir que fue uno de los pocos lugares en los que había sido verdaderamente feliz.

Visto desde la distancia y la perspectiva que dan los años, era lógico; fue allí donde compartió los mejores años de su vida, o al menos los que podía recordar, con la única persona a la que había amado.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Entretener a un niño de ocho años resultaba más complicado de lo que cualquier persona con poca experiencia en el tema podría siquiera adivinar, se dijo Rose mientras daba un gran rodeo a la cocina, casi trotando, frente a unos impávidos sirvientes, acostumbrados a verla en tan poco usuales ejercicios para una dama.

Y, con seguridad, quien hubiera inventado esos elaborados vestidos de largas faldas, por hermosos que pudieran ser, nunca se vio en la necesidad de jugar a perseguir a un pequeño deseoso de correr y divertirse.

Sin embargo, podía considerarse afortunada de conocer la propiedad familiar como la palma de su mano, incluidos aquellos pasajes secretos que resultaban tan tentadores a la hora de los juegos, por lo que no tardó más de cinco minutos en dar con unos pequeños pies que se escurrían con poca discreción bajo el que fuera el aparador favorito de su madre en el salón familiar.

Pese a su descubrimiento, procuró alargar un poco el juego, por lo que fingió buscar tras un enorme mueble que hacía de escritorio, tras las pesadas cortinas, e incluso atisbó bajo la chimenea, escondiendo una sonrisa divertida por lo infantil de la situación. Al fin, considerando que había pasado un lapso de tiempo razonable, fue de puntillas hasta el aparador, se arrodilló ante él sin importarle maltratar su vestido y levantó parte del tapizado que lo cubría.

—¡Atrapado!

Su sonrisa se hizo más amplia al encontrarse con la expresión resignada de su hermano pequeño, que suspiró y se arrastró con poca elegancia de su escondite, todo brazos y piernas que iban de un lado a otro, en tanto su dueño se sacudía el polvo de su traje de mala gana.

—No es justo, conoces la casa aún mejor que yo.

—No hay necesidad de recordarme que soy muchos años mayor, querido Will; te sugiero que aceptes tu derrota con la dignidad que se espera de un caballero y que pagues la prenda sin protestar.

—No soy un caballero, soy un niño.

—Es curioso que lo recuerdes solo cuando te es conveniente. Vamos, la prenda.

Su hermano hizo un mohín de disgusto, pero no logró engañar a Rose, que extendió los brazos y recibió el entusiasta abrazo que el niño le prodigó.

—Sigo pensando que un abrazo es una prenda un poco tonta —dijo el pequeño, mientras su hermana lo ceñía contra su pecho con cariño casi maternal.

—No lo es, y lo será aún menos cuando en verdad pienses que abrazar a tu hermana es una tontería.

—¡Nunca pensaría eso!

Rose respondió a la ingenua exclamación de su hermano con una caricia y observó su rostro pequeño con ternura. Sus rasgos le resultaban tan similares a los de su madre que apenas logró contener las lágrimas, algo que le ocurría con frecuencia desde que Will había empezado a crecer y el parecido era cada vez más evidente. El mismo rostro ovalado, la perfilada nariz y esos ojos que parecían esconder una fuente de ternura que no podía menos que conmover a quien los apreciara.

—¿Dirás de nuevo que me parezco a madre?

—Sí, así es, me recuerdas mucho a ella.

—También debo de recordársela a padre, por eso no le gusta mirarme.

Las palabras, dichas con tono de falsa indiferencia, pero que dejaba entrever lo mucho que la idea le perturbaba, consiguieron que Rose tomara a su hermano de la mano y lo llevara al sillón para luego pasar una mano por su cabello con ternura.

—¿Cuántas veces te lo he dicho, Will? Estás equivocado al pensar una cosa como esa.

El niño se encogió de hombros, los grandes ojos faltos de alegría.

—No me estaba quejando, sé que padre nunca me amará.

—¡Qué dices! ¡Claro que te ama!

—No es verdad, nunca lo ha hecho, y está bien, no lo necesito. Te tengo a ti.

Rose exhaló un suspiro y se acomodó tras la oreja un mechón de cabello que se le había escapado del sencillo peinado.

—Sabes que no me gusta que hables de esa forma. Claro que te amo, me alegra que lo sepas, tanto como que siempre podrás contar conmigo. Pero debes comprender que padre también te ama, y mucho; es solo que no encuentra la forma apropiada de demostrarlo.

—Como tú digas.

Rose observó a su hermano, un poco insegura acerca de qué decir a continuación, lo que ocurría cada vez que ese tema surgía en sus pláticas. No mentía al asegurar que su padre amaba a ambos por igual, pero era imposible negar que su conducta para con Will podía resultar un poco confusa para el niño.

Su padre, lord Henley, no era un hombre particularmente afectuoso, pero siempre tenía una palabra amable para Rose, y la trataba con una especial deferencia que hacía más evidente el contraste en su trato para con su hijo menor. Cualquier otro caballero habría mostrado una conducta del todo distinta; después de todo, Will era su heredero, quien continuaría en el futuro con su legado, pero el comportamiento de su padre tenía una explicación triste. Aunque, al parecer de Rose, no dejaba de ser injusta para con su hermano.

Los padres de Rose se amaron con ese amor sincero del que ella sabía muy poco, pero que podía intuir en la forma en que se trataban el uno al otro. Durante su infancia fue testigo de su feliz convivencia, consciente también de que si algo entristecía su matrimonio era la falta de un hijo varón, aquel que heredara el título y se convirtiera en la cabeza de la familia cuando su padre faltase. Cuando Rose contaba con trece años y casi habían perdido las esperanzas de aumentar la familia, la noticia de la llegada de un nuevo bebé fue vista como un milagro. La espera fue feliz y cargada de emoción; Rose participó en ella mostrando una ansiedad propia de una futura madre, lo que alegró a la suya, ya que estaba convencida de que sería una hermana mayor cariñosa y diligente.

Sin embargo, la desgracia recayó sobre la familia, y aunque la madre de Rose dio a luz a un hermoso y saludable bebé, complicaciones inesperadas la llevaron a la muerte sin que su esposo pudiera hacer nada para salvarla. Desde entonces, Rose se vio no solo desamparada por la pérdida de su madre, sino con la temprana responsabilidad de convertirse en una figura materna para su pequeño hermano, aun cuando ella era poco menos que una niña entonces. Su padre, mientras tanto, se encerró en su dolor, y aunque logró superarlo con el pasar de los años, era obvio que aún sufría en silencio por la pronta partida de la mujer que amaba, de allí que jamás hubiera vuelto a pensar en el matrimonio, pese a las recomendaciones familiares. Veía a Rose como una prolongación de su madre, gracias a su carácter afectuoso y cálido, pero no podía evitar mostrar un soterrado rechazo hacia Will, aunque en más de una ocasión había reconocido que no era justo en absoluto culparlo por la desgraciada muerte de su madre.

Era natural que el niño resintiera la frialdad con que su padre lo trataba, de allí que volcara todo su afecto en su hermana mayor, que a su vez estaba decidida a darle todo el amor que en su opinión merecía. Se creía en la obligación de hacerle saber cuánto lo amaba y que, si hacía falta, estaba dispuesta a ocupar cada aspecto de su vida para hacerla más sencilla y tan feliz como le fuera posible. Algunos miembros de su familia mencionaban con frecuencia que la devoción mostrada por Rose hacia su hermano podría ser perjudicial para ella, ya que ignoraba casi todo lo que le rodeaba que no fuera Will, pero ella no prestaba oídos a esas preocupaciones, convencida de que hacía lo correcto.

Procuraba no solo ser una buena hermana, sino también una madre, o una tan capaz como le era posible, y al mismo tiempo, una compañera de juegos, ya que Will no tenía niños de su edad con los cuales pasar el tiempo. Lamentablemente, le resultaba difícil estar a la altura de las expectativas del pequeño, y por ello se esforzaba por proveerle de tantas distracciones como podía. Jugar al escondite era una de ellas, pero empezaba a convertirse en un juego reiterativo y bastante predecible.

—¿Has pensado en qué te gustaría hacer esta tarde? Podríamos dar un paseo por el lago e intentar pescar algo para la cena…

No deseaba profundizar más en las preocupaciones de su hermano respecto a la conducta de su padre, por lo que desvió la conversación a un tema que sabía que era más agradable para él. Por fortuna, pese a su timidez, Will era un niño entusiasta, siempre deseoso de divertirse, y recibió su sugerencia con entusiasmo.

—¡Claro que quiero! Soy bueno pescando.

—Vaya que lo eres, mucho mejor que yo, eso es seguro.

—Es que a ti no te gusta acercarte demasiado al lago, si lo hicieras, te iría mejor.

—Me temo que, con vestidos como este, semejante ejercicio resulta un poco más complicado de lo que puedes imaginar.

Will se encogió de hombros, como si la idea no hubiera pasado por su cabeza y la encontrara extraña, pero no hizo mayores comentarios al respecto y mantuvo su expresión entusiasta.

—Quizá podríamos ir hasta Ashcroft Pond y probar en su lago, tienen más peces allí.

Rose sacudió la cabeza ante la sugerencia.

—Sabes que eso no está bien, Will, esa propiedad no nos pertenece y tienes prohibido pescar allí, tendrás que contentarte con los peces que tenemos en nuestro lago, el mismo que es tan bueno como el de Ashcroft Pond. —Rose sacudió el cabello de su hermano con cariño, aunque procurando dejar en claro su posición con tono tajante—. Además, recuerda lo que dijo Nanny.

El niño frunció el ceño y asintió al cabo de un momento, al parecer recordando a lo que su hermana se refería.

—¿Lo dices porque la casa está ocupada nuevamente?

—Por supuesto. Sus dueños han venido a pasar una temporada allí y estoy segura de que no apreciarán la visita de extraños impertinentes que deseen llevarse sus peces.

—Nanny dijo que solo era uno de los dueños, pero que no sabía cuál. De cualquier forma, si le pedimos permiso…

—No, Will, nada de permisos y no discutiré más al respecto.

Su hermano suspiró, resignado.

—Está bien, iremos a nuestro lago —dijo, al cabo de un momento, para luego sonreír con expresión esperanzada—. Pero ¿podremos ir luego a Ashcroft Pond para saber quién se está quedando allí?

Rose sacudió la cabeza y miró a Will con reprobación.

—Me temo que empiezas a ser tan curioso como Nanny; si me descuido, un día de estos os encontraré cuchicheando en su habitación acerca de la vida de todo el poblado.

Sabía que compararlo con su afectuosa, aunque un poco habladora, niñera tendría el efecto deseado. Su hermano se envaró tanto como pudo y la miró con la indignación pintada en el rostro.

—No soy como Nanny, no me interesa la vida de todo el poblado, solo tengo un poco de curiosidad porque nunca he visto Ashcroft Pond habitada. Tú siempre dices que te gusta mucho esa propiedad, ¿no quieres saber quién vive allí?

—Desde luego que siento curiosidad, lo mismo que tú, pero mientras no recibamos una invitación, sería descortés rondar por allí. En todo caso, le corresponde a padre hacer una visita, si así lo desea.

—Pero a padre no le gusta hacer visitas…

—En ese caso, continuaremos sumidos en el enigma del misterioso habitante de Ashcroft Pond. —Rose fingió un tono profundo que arrancó una sonrisa a su hermano—. Vamos, ve a encargarte de que tengan todo listo para salir a pescar esta tarde en tanto yo le digo a la señora Plummer que esté preparada para cocinar los peces que traeremos para la cena.

Will asintió con fervor y se puso de pie, no sin antes dar un rápido abrazo a su hermana, que ella correspondió con entusiasmo.

—Nunca pensaré que es una tontería abrazarte —dijo, antes de salir corriendo.

Rose lo observó marchar con una sonrisa, que luego adquirió un triste matiz al mirar por la ventana y pensar en lo que les deparaba el futuro. Will crecía con rapidez, y su carácter reservado, pero afectuoso, se perfilaba con claridad, lo que la llenaba de orgullo, pero también le preocupaba por lo difícil que podría resultarle conducirse en cuanto llegara el momento de recibir una educación formal. Hasta ese momento, se había encargado de que el vicario le diera algunas clases para adelantar sus estudios, y ella misma, que tenía un conocimiento mayor a la media de las jóvenes de su edad por ayudar a su padre con algunos temas relacionados con la propiedad, le acompañaba a repasar sus lecciones. Pero Will necesitaba algo más, un profesor apropiado que lo preparara en todos los campos de estudio que un niño en su posición debía conocer.

Además, era consciente de que le hacía falta una figura masculina a quien admirar y de quien aprender; lamentablemente, la indiferencia de su padre no lo convertía en el mejor candidato. Iba a tener que insistir nuevamente para contratar un tutor apropiado; incluso contaba con algunos nombres recomendados por una tía a quien le había escrito pidiendo consejo. Esperaba que su padre no se negara a ello en cuanto hablara con él una vez más.

Con un suspiro, se puso de pie y se acercó a la ventana, mirando a través del campo hasta la lejanía, donde se podía atisbar parte de la propiedad de los Ashcroft. En verdad, era justo reconocer que Ryefield, la casa de su familia, no tenía nada que envidiarle. Ambos lugares compartían terrenos colindantes igual de hermosos, las casas tenían un estilo envidiable y sus campos eran generosos. Y, sin embargo, siempre había disfrutado de caminar por los prados de Ashcroft Pond cuando la propiedad se encontraba deshabitada. Era una lástima que quien fuera que la estuviera ocupando en la actualidad no fuera una persona muy sociable, porque le habría encantado conocer la casa por dentro.

Tras una última mirada anhelante, se encaminó a la puerta, decidida a hablar con la cocinera y luego ir hasta el despacho de su padre para tratar el tema del tutor para Will. Con un poco de suerte, obtendría una respuesta afirmativa.

 

 

Daniel casi había olvidado lo mucho que disfrutaba el aire del campo y la curiosa sensación de tranquilidad que lo envolvía cuando se encontraba en medio de la nada, sin más compañía que sus propios pensamientos. Desafortunadamente, estos no eran muy alegres, algo usual en su persona; pero, aun así, por desagradables que pudieran ser, parecían perder parte de su oscuridad frente al sol del día.

Con frecuencia se burlaba en público de lo aburrido que le parecía el campo, y cómo prefería el ajetreo de la ciudad, pero, si era sincero consigo mismo, empezaba a hartarse del bullicio y de encontrarse entre grupos de personas por quienes no sentía absolutamente nada que no fuera desdén. Tal vez esa fuera una de las razones por las que atendió al llamado de su abuela, sumado a la curiosidad que sintió respecto a cuál sería el motivo que le impulsó a llamarlo cuando había pasado meses sin escribirle una sola línea. Desde luego, él tampoco lo hacía, y le agradaba esa falta de comunicación, pero no dejaba de resultarle extraño que no le hiciera llegar sus constantes reproches acerca de la vida que llevaba.

Ahora comprendía que debió de ser difícil para ella tomar la decisión de escribirle para informarle acerca de la mala salud de su padre. Daniel casi podía imaginar que debió pasar semanas rezando para que su hijo se recuperara y así no tener que obligarlo a regresar. Lamentablemente, para ella, sus plegarias no obtuvieron respuesta, y allí estaba él, en espera de recibir alguna noticia respecto a la recuperación de su padre o el fatal desenlace que la familia temía.

Él no tenía ningún sentimiento en particular por su padre; nunca congeniaron y, cada vez que alguno hacía un movimiento para encontrar un punto en común, se daban de bruces con la realidad. Eran seres completamente opuestos y jamás hallaron nada que los uniera, en especial porque su madre murió cuando Daniel contaba apenas con tres años, y su padre casi no hablaba de ella. Su lugar fue ocupado por su abuela, pero, en opinión de Daniel, hubiera preferido crecer del todo solo y no tener que pasar buena parte de su niñez con un padre incapaz de una sola muestra de cariño y una abuela arbitraria que disfrutaba el poder que le confería su posición.

Pese a ello, o a pesar de ello, si era honesto, Daniel era consciente de que él nunca puso de su parte para mejorar las relaciones con su familia. Desarrolló pronto un carácter independiente y taciturno que lo instaba a mantenerse alejado de casi todos los que le rodeaban. Se cuestionaba cada aspecto de la vida y no podía evitar el aire crítico que adoptaba cada vez que se veía en la necesidad de interactuar con otras personas. Su abuela lo llamaba descaro y su padre irresponsabilidad; cualquier fuera el término que utilizaran, a él lo tenía sin cuidado. No respetaba a ninguno de los dos y su opinión le merecía muy poca consideración. En realidad, disfrutaba de exasperarlos, llevarlos al límite y saber que se preguntaban siempre cuál sería la próxima locura que cometería la oveja negra de la familia.

Hubo solo una persona en su vida por la que se planteó plegarse a los convencionalismos, aplacar de alguna forma su difícil temperamento y vivir la vida que su padre había dispuesto para él. Cualquier sacrificio le hubiera parecido pequeño por hacerla feliz y merecer una sola de sus sonrisas… Pero sus esperanzas fueron vanas y pronto comprendió que había construido castillos en el aire que se derrumbaron sobre él, volviéndolo aún más cínico y arisco frente al mundo. Al pensar en ello, una mueca sarcástica se dibujó en sus labios; con seguridad, su abuela diría que fue un estúpido al suponer que sus deseos podrían hacerse realidad o que merecía algún tipo de felicidad, y por extraño que pudiera ser, esa sería una de las pocas cosas en las que podrían estar completamente de acuerdo.

Había un pequeño edificio a escasa distancia de la casa principal, en cuyos terrenos el jardinero cultivaba algunas plantas medicinales, según podía recordar. Alguna vez lo había usado como escondite al jugar cuando era un muchacho y guardaba buenos recuerdos de él, de modo que se dirigió hacia allí tras dar una mirada al cielo y comprobar que le quedaban aún unas horas antes de que anocheciera.

Aunque era obvio que se conservaba bien cuidada, al llegar hasta la construcción era latente un cierto aire de abandono, como si cualquier signo de vida hubiera desaparecido hacía mucho tiempo. Contempló las enredaderas que trepaban por los muros casi hasta cubrir la ventana principal, que, si no recordaba mal, pertenecía a un ático. No tenía pensado entrar, pero algo le instó a acercarse a la puerta y, tras comprobar que no se hallaba asegurada, giró la manivela y se internó en su interior.

Una de sus niñeras le había contado alguna vez que ese lugar fue utilizado por la esposa de algún lord Ashcroft que encontraba mucho más interesante pasar el tiempo allí escribiendo en sus diarios que compartiendo las horas con su marido. Suponía que no debió de tratarse de un matrimonio muy feliz. Algunas otras historias que oyera con los años respecto a un escandaloso suceso relacionado con los habitantes de la casa en esa época tan solo confirmaban su teoría.

En la primera planta había unos cuantos muebles cubiertos con blancos lienzos que le conferían un aire lúgubre y, a su parecer, un poco deprimente. Tomó nota mental de ordenar al mayordomo que enviara algunos sirvientes para ventilar el lugar, con la idea de regresar a visitarlo cuando se encontrara en mejor estado, pero un sonido en el ático llamó su atención y lo puso en alerta. Descartó de inmediato la posibilidad de que se tratara de algún animal salvaje, ya que los guardabosques eran cuidadosos en ese aspecto, y llevado por la curiosidad, se movió con sigilo hasta llegar al pie de la escalera que conducía a la segunda planta.

Subió los escalones uno a uno, con cuidado de hacer el menor ruido posible, y cuando llegó al pasillo se encaminó hacia la habitación que recordaba era usada para guardar algunos trastos de los que sus antepasados no se decidían a deshacerse. La puerta estaba entornada y al mirar en su interior entornó una ceja, sorprendido.

—Si has venido a robar, me temo que escogiste el lugar equivocado; la plata se encuentra en la casa principal.

La pequeña figura frente a la ventana dio un brinco como si acabaran de deslizar el suelo bajo sus pies e hizo un extraño movimiento, mezcla de reverencia y saludo, o así le pareció a Daniel, que dio unos pasos en su dirección.

—¿No eres muy pequeño para ser un ladrón?

El niño, cuya palidez no debía de ser normal, obviamente muy asustado frente a su presencia y palabras, hizo un nuevo movimiento, esta vez para negar con las manos.

—No, señor, no he venido a robar…

El balbuceo le arrancó una sonrisa divertida y decidió seguir con el juego.

—Entonces, solo te escabulles en propiedad privada para pasar el rato.

—No exactamente, señor, no es así en realidad, lo juro. Lamento mucho la intromisión, hice mal, por favor, perdóneme.

Las palabras, dichas ya con cierta coherencia, sirvieron para que Daniel comprobara lo que ya sospechaba. El niño era de buena cuna; noble, probablemente, era bastante obvio por su forma de expresarse y el cuidado acento.

—No exactamente —repitió Daniel con burla—. ¿Y qué es lo que haces exactamente en mi propiedad?

El niño le observó con renovado interés, aunque el temor no había desaparecido de su mirada.

—¿Es usted lord Ashcroft?

—No, ese es mi padre; pero no has contestado a mi pregunta.

—No, señor, es verdad, lo siento —el niño asintió con expresión culpable—. Vivo muy cerca de aquí y tenía curiosidad.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de usted, señor.

Fue el turno de Daniel para observar a su indeseado huésped con interés.

—¿De mí?

—Sí, señor. Verá, esta propiedad ha estado abandonada durante mucho tiempo, y escuchamos que alguien había venido a habitarla, así que me preguntaba… —El niño carraspeó y llevó las manos tras su espalda—. Tenía curiosidad por saber de quién se trataba, eso es todo; lamento mucho haberlo molestado, le ofrezco mis disculpas por irrumpir en su propiedad y comprenderé si desea presentar una queja a mi padre.

El hecho de que el niño temblara de forma perceptible al nombrar a su padre y lo mirara casi como rogándole que lo librara de verse en semejante situación consiguió que Daniel lo observara en profundidad. En ningún momento pasó por su mente la idea de quejarse con quien fuera su padre; a decir verdad, no había pensado en qué hacer con ese chiquillo. Suponía que lo más práctico hubiera sido echarlo de la propiedad con una buena amenaza y olvidar pronto el asunto, pero ahora no estaba tan seguro de que deseara hacerlo.

—¿Cuál es tu nombre?

—William Henley —el niño respondió con tono firme, aunque su mandíbula no dejaba de temblar y a Daniel le asaltó la inquietud de que pudiera romper a llorar; en ese caso, sí que lo echaría de allí—. Mi padre es lord Henley y vivimos en Ryefield, muy cerca de aquí.

Ryefield. Sí, el nombre le resultaba familiar; era una de las propiedades vecinas, según podía recordar. Nunca la había visitado, no acostumbraba acompañar a su abuela en sus visitas sociales; y estaba seguro de que se había topado alguna vez con lord Henley en Londres, pero no lograba evocar su rostro.

—Así que eres el hijo de lord Henley. ¿Cuántos años tienes?

—Ocho años, señor, casi nueve.

—O tienes ocho o nueve, no hay un punto medio.

—En ese caso, son solo ocho, señor.

Daniel sonrió ante la ingenua respuesta y dio un rodeo alrededor del chiquillo.

—¿Dejarás de temblar si te digo que no te acusaré ante tu padre?

El alivio provocado por sus palabras fue casi palpable.

—¿No lo hará?

—No.

—Gracias, señor, es muy amable de su parte.

—No soy amable.

El niño lo miró con curiosidad por el tono tajante utilizado para hacer semejante afirmación.

—Si usted lo dice.

—Lo hago.

—Muy bien, señor.

—¿Siempre aceptas todo lo que te dicen con tanta facilidad?

El chiquillo hizo un gesto inseguro, como si temiera responder con sinceridad, pero pareció llegar a una conclusión y asintió a medias.

—No siempre, señor, pero si usted dice que no es amable, debe de tener sus motivos. Yo no lo conozco, y creo que sí lo es porque no me acusará ante mi padre, pero mi hermana diría que un solo gesto no es suficiente para juzgar el carácter de una persona.

—Tienes una hermana muy lista. ¿También le gusta irrumpir en propiedades ajenas?

—No, señor, ella me prohibió que lo hiciera.

—Así que tampoco debería acusarte ante ella.

El niño se encogió de hombros.

—No se preocupe, señor, se lo diré, no tengo secretos con ella.

A Daniel le inspiró curiosidad esa sincera confesión. Al hablar de su hermana, la mirada del niño se iluminaba y adoptaba un tono de reverencia que encontró fuera de lo común. Supuso, por la edad del pequeño y esa complicidad compartida, que su hermana debía de ser solo unos años mayor, aunque obviamente mucho más juiciosa.

—Supongo que debería felicitarte por eso, pero no lo haré. —Esperó al tímido asentimiento del niño antes de continuar—: Bien, ya que te has salvado de lo que intuyo sería un buen problema con tu padre, y yo he comprobado que no tengo un ladrón en mi propiedad, creo que podemos despedirnos.

—Sí, por supuesto. Gracias una vez más, señor, prometo no volver a…

—¿Te gusta Ashcroft Pond?

La abrupta pregunta pareció desconcertar al pequeño, que asintió tras una ligera duda.

—Puedes volver, si así lo deseas, pero no hace falta que te escurras como un vulgar ladrón, tenemos una puerta; en realidad, tenemos muchas, puedes tocar cualquiera de ellas y te dejarán entrar. —Ante la mirada ilusionada del niño, se apresuró a adoptar su expresión más despectiva—. Pero, si te atreves a llamarme amable o cualquier palabra similar, retiraré mi invitación y hablaré con tu padre.

La amenaza pareció ser más que convincente, porque el niño abrió mucho los ojos y sacudió la cabeza de un lado a otro.

—No lo llamaré amable, señor, lo juro.

—Bien. Ahora vete, creo recordar que si vas a paso ligero podrás llegar a Ryefield antes de que caiga la tarde.

—Iré corriendo, señor.

—Pues empieza a hacerlo ya.

Ante la orden de Daniel, el niño hizo una nueva reverencia y se apresuró en llegar a la puerta, pero antes de marcharse le sonrió.

—Rose estará feliz de saber que no me he metido en problemas.

Daniel no tuvo tiempo de preguntarle a quién se refería, porque el niño salió corriendo, pero fue sencillo adivinar que esa Rose debía de ser su adorada hermana. Al asomarse por la ventana, que necesitaba una buena limpieza, pudo ver al chico alejarse dando algunos brincos en su loca carrera. Tendría suerte de no romperse el cuello antes de llegar a su casa, se dijo Daniel con una mueca irónica.

No estaba seguro de qué lo había llevado a mostrarse tan benevolente con el muchacho. Quizá fuera su evidente ingenuidad, o el hecho de que no dejaba de ser un niño pequeño pillado en medio de una travesura inocente, o simplemente le había provocado lástima el obvio temor que le inspiraba su padre. Cualquiera fuera el motivo, no se arrepentía de su decisión; había algo en ese niño que le resultaba simpático, y era tan poco común sentirse atraído por un ser humano falto de malicia que no pudo menos que obrar en consecuencia.

Luego de inspeccionar algunos de los muebles apilados en la amplia sala y de estudiarlos con mirada crítica, dio media vuelta y bajó los escalones hasta encontrar la salida, cerrando bien la puerta tras de sí.

Fue de inmediato con el mayordomo para ordenar que el edificio fuera puesto en condiciones y que se hiciera saber a los vigilantes que, si un chiquillo de ojos grandes y mirada triste era encontrado dando vueltas por la propiedad, se le permitiera la entrada sin hacer preguntas.

Suponía que esa podría ser considerada su buena obra del año y, considerando sus estándares, seguro que sería también la única en los siguientes.

 

 

—¡Will! ¿Cómo pudiste? ¿Acaso no fui lo suficientemente clara?

Rose miró a su hermano con el ceño fruncido, decidida a no dejarse conmover por su expresión compungida; lo conocía bien, lo suficiente para saber que no estaba del todo arrepentido de sus actos y que el hecho de haber salido bien librado de su reciente aventura le impulsaría a embarcarse en otras tantas. Rose temía que los resultados de estas no fueran tan satisfactorios como él parecía suponer.

—Pensé que te alegraría saber que no estoy en problemas y que podré volver a visitar la propiedad de los Ashcroft siempre que quiera.

—Desde luego que me alegra que no estés en problemas, pero no significa que no los merecieras. Sabes que hiciste mal, y que desobedeciste una orden muy clara. Siempre has sido un niño sensato, ¿por qué actuaste de forma tan irreflexiva?

Will pareció sinceramente apenado por la preocupación que se dejaba entrever en la voz de su hermana y se apresuró a sentarse a su lado. Estaban en el pequeño salón anexo al dormitorio de Rose, donde ella acostumbraba pasar buena parte de su escaso tiempo libre. Luego de la cena, inquieta ante la conducta sospechosa que consiguió distinguir en su hermano, pero decidida a no hacer una sola mención al respecto frente a su padre, le hizo un gesto para que la siguiera hasta allí. Cuando estuvieron a solas, el niño no esperó que su hermana preguntara el motivo de su desaparición durante parte del día, sino que le contó de inmediato todo lo ocurrido en la propiedad de los Ashcroft. Cómo había burlado a un vigilante para entrar en sus terrenos y cómo fue sorprendido por el actual habitante de la mansión. Luego, le habló acerca de la curiosa charla que sostuvieron y, con especial ilusión, compartió la invitación extendida para que visitara la propiedad siempre que así lo deseara. Sin embargo, por buenas que fueran las noticias para Will, su hermana estaba lejos de sentirse tranquila frente a sus confidencias.

—Solo tenía curiosidad, Rose, no quería molestar a nadie, mucho menos a ti, lo siento.

—Comprendo tu curiosidad, Will, pero te he… Todos te hemos educado para que obedezcas cuando se te da una orden directa, en especial cuando es una sencilla y justa. Dices que el nuevo habitante de Ashcroft Pond es un hombre muy amable, pero ¿has pensado en qué hubiera ocurrido de no ser así? ¿Si se hubiera quejado a padre?

El niño agachó la cabeza y asintió a medias.

—Lo sé, tienes razón, sé que hice mal, lo siento. Por favor, Rose, no te enfades conmigo, prometo no volver a hacer algo así nunca más.

Will se mostró tan arrepentido y seriamente asustado de que su hermana se disgustara en verdad con él, que Rose exhaló un suspiro y suavizó la mirada.

—No estoy enfadada contigo, solo me encuentro un poco decepcionada por tu conducta y en especial preocupada por el riesgo que has corrido, ¿lo comprendes?

—Sí, lo hago, y no miento al decir que lo lamento mucho. Si lo prefieres, no iré nunca más a Ashcroft Pond.

Ante el sincero ofrecimiento del niño, que obviamente le había costado un gran esfuerzo formular, Rose sacudió la cabeza en señal de negación.

—No te pediría eso, sé cuánto te gusta ese lugar. Y si el señor Ashcroft te ha dado permiso para que lo visites, no veo por qué no puedas hacerlo… —Lo miró con intención al continuar—: Siempre y cuando me informes primero al respecto. Eres un niño aún y Ashcroft Pond está a cierta distancia, así que, si en algún momento deseas ir allí, prefiero que lo hagas por la mañana y me lo hagas saber. ¿Crees que podrás obedecer esta vez?

—Lo juro.

La promesa apresurada del niño le provocó, muy a su pesar, una sonrisa indulgente. Le resultaba imposible permanecer disgustada con él por mucho tiempo, en especial cuando sabía que obraba sin pizca de malicia.

—Creo que eso bastará —dijo, más tranquila—. Debo encontrar la forma de agradecer al señor Ashcroft su amabilidad.

Ante la mirada inquieta de su hermano, Rose lo observó con curiosidad, intrigada por el cambio producido en él. Ahora se veía un poco ansioso.

—¿Qué ocurre ahora, Will?

—No creo que sea buena idea que le agradezcas al señor Ashcroft lo que hizo, y mucho menos que le digas que piensas que ha sido amable.

—¿Tienes una buena razón para semejante pedido?

—Bueno, el señor Ashcroft dice que no es una buena persona y no me parece que le agrade oír que alguien se refiera de esa forma en lo que a él respecta. Es más, me dijo que, si me atrevía a llamarlo amable o cualquier palabra parecida, entonces sí que prohibiría mi entrada a su propiedad y hablaría con padre.

Rose necesitó un momento para asimilar las palabras de su hermano y, cuando lo hizo, sacudió la cabeza, del todo desconcertada.

—¿Eso te dijo?

—Casi con esas mismas palabras, sí.

—¿Y por qué diría algo tan absurdo?

Will se encogió de hombros.

—No lo sé —respondió—. Pero parecía muy convencido.

—Eso no tiene ningún sentido.

—No me atreví a preguntar.

—No, desde luego que no debías hacerlo, hubiera sido una terrible falta de respeto, es solo que resulta tan extraño…

Su hermano mostró una expresión profunda, poco usual en un niño de su edad, pero que Rose había empezado a advertir que adquiría cuando pensaba en algo que le inspiraba interés.

—Creo que él es muy extraño… Pero me agrada.

Rose suspiró ante su sentencia dicha con tono determinado y escondió una sonrisa, deseosa de decirle que no podía haber llegado a semejante conclusión tras haber tratado con ese caballero por unos minutos; pero quizá uno de los mayores atributos de su hermano fuera su fe en las personas y no deseaba erradicar esa percepción, no aún.

—Bien, si te agrada no hay mucho que pueda decir al respecto, ¿cierto? Después de todo, no lo conozco.

—Pero podrías, le hablé de ti, quizá permita que vayas a Ashcroft Pond conmigo…

—Ya veremos, tal vez un día de estos. —Su hermana le dirigió una sonrisa ausente y pronto recuperó la seriedad para observarlo con atención—. Will, ya que hemos dejado claro todo lo relacionado con tu imprudente visita a la propiedad de los Ashcroft, hay otro tema del que me gustaría hablar contigo.

Su hermano se puso serio de pronto, como si percibiera que se trataba de un asunto formal que requería toda su atención.

—¿Qué ocurre?

—Oh, no es nada malo, al contrario, creo que te alegrará —Rose se apresuró a calmar su inquietud—. ¿Recuerdas que hablamos respecto a que necesitas un tutor que te dé algunas clases en casa para que puedas profundizar en tus estudios?

—Sí, claro, y yo te dije que no lo necesitaba porque el vicario Collins y tú sois excelentes maestros…

—Eso es muy gentil de tu parte, querido, pero ambos sabemos que no es del todo cierto; es importante que recibas una preparación adecuada y ni el vicario ni yo podemos dártela, por mucho que lo deseemos. Por ese motivo, hablé con padre y ha accedido a que busque a un tutor apropiado para ti, y creo que tengo a un candidato excelente. Tía Rosamund me envió sus señas; al parecer, trabajó con el hijo de una buena amiga suya, y no puede tener mejores referencias. Le he escrito esta tarde, mientras estabas en medio de tu aventura, y espero recibir una respuesta pronto.

El niño guardó silencio, aunque su inquietud era notoria, y miró a su hermana de reojo sin disimular la duda en su voz.

—¿Y qué ocurre si no quiere darme clases? Tal vez piense que no soy lo bastante listo…

—No digas tal cosa, Will, eres un muchacho brillante y cualquier preceptor estaría encargado de tenerte como alumno. A decir verdad, somos nosotros quienes debemos juzgar si este caballero puede ayudarte tal y como necesitas. —Rose sonrió al acariciar el rostro de su hermano—. Pero no hace falta que nos adelantemos a los acontecimientos; aún debo esperar una respuesta a mi carta. Y, si es afirmativa, lo invitaremos a venir para que padre pueda hacerle una entrevista; si lo convence, entonces tú y yo podremos conocerlo y me dirás qué te parece.

—¿Padre lo entrevistará? Entonces, eso quiere decir que está interesado en que aprenda aún más, ¿cierto?

Rose sintió su corazón encogerse ante la expresión cargada de esperanza que apareció en el rostro de su hermano y sonrió tras asentir con entusiasmo. No podía decirle que había necesitado horas, y unos cuantos ruegos, para convencer a su padre de que era necesario enviar esa carta e intentar convencer a ese caballero con tan buenas referencias para que aceptara educar de forma apropiada a su hijo. Se vio en la necesidad de recordarle, incluso exponiéndose a faltarle el respeto, que Will era su heredero y que sería una vergüenza que no recibiera una educación adecuada debido a su negligencia. Desde luego que su padre pareció seriamente ofendido por sus palabras, y Rose temió una buena reprimenda, que en parte merecía, pero se sintió aliviada al comprobar que sus argumentos fueron oídos y que su padre accedió de mala gana a permitirle enviar esa carta y prometer que se encargaría de juzgar si el candidato reunía las cualidades necesarias. Pero no le diría eso a su hermano, no cuando cualquier gesto de interés por su bienestar que mostrara su padre le inspiraba tanta emoción.

—Claro que lo desea, y le alegrará saber que estás dispuesto a poner todo de tu parte para cumplir con sus expectativas. Porque así lo harás, ¿cierto?

—Desde luego.

—Muy bien. Ahora solo tenemos que esperar.

Rose se puso de pie y tomó un libro de su escritorio, para luego volver a su asiento y pasar un brazo sobre los hombros de su hermano.

—¿Quieres que te lea una historia antes de que te vayas a dormir?

El niño lo pensó un momento y luego sacudió la cabeza.

—Creo que preferiría hablarte de Ashcroft Pond y del señor Ashcroft.

—Veo que ese caballero te ha causado una profunda impresión.

—Te ocurriría lo mismo si lo conocieras.

Rose rio entre dientes y miró a su hermano con cierta burla.

—No creo que me entusiasme la idea de conocer a un caballero que odia ser considerado amable.

—Bueno, ya te lo he dicho, es un poco extraño, pero ¿sabes qué?

Ante el tono bajo y cargado de misterio que el pequeño adoptó, Rose hizo otro tanto, y acercó el rostro al suyo para poder escucharlo, con la expresión de curiosidad que estaba segura el niño esperaba obtener.

—Dímelo.

—Creo que sí lo es. Amable, quiero decir, es solo que no le gusta que los demás lo piensen.

—¿Y por qué crees que desea tal cosa?

—No lo sé, quizá él tampoco lo sepa.

Rose recostó la cabeza contra el respaldar del sillón y suspiró.

—Creo que estás en lo cierto, es un hombre muy extraño.

Se encogió de