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Ómnibus Miniserie 63 El hijo del francés ¿Descubriría el francés que tenía un hijo secreto? Habían pasado cuatro años desde aquel verano en el que Tabby se había enamorado de Christien Laroche. Pero había ocurrido una tragedia y Christien no había querido saber nada más de ella. No tuvo oportunidad de confesarle al arrogante francés que estaba esperando un hijo suyo. Ahora Tabby tenía una nueva vida junto a su pequeño Jake. Su único problema era el recuerdo de Christien. Entonces reapareció en su vida... y quiso meterse en su cama. La amante del jefe Una noche de pasión… ¿con su jefe? Por culpa de un malentendido, Pippa Stevenson acabó en la cama de Andreo D'Alessio. Esperaba que su nuevo jefe fuera bajito, gordo y calvo… ¡no aquel dios italiano! La experiencia fue increíble, aunque Pippa acabó muerta de vergüenza. Pero después de esa noche de pasión, Andreo decidió que quería a Pippa para él solo, tanto en la sala de juntas como en su dormitorio. Sin embargo, cuando otros malentendidos amenazaron la relación, Andreo tuvo que encontrar un modo de convencer a Pippa para que pasara de ser su amante… a ser su esposa. Herencia italiana No recordaba por qué se había casado con ella… pero no le importaba. El banquero Roel Sabatino sufría pérdida parcial de memoria tras un accidente de coche y se sentía un poco confuso… pues tenía una esposa con quien no recordaba haberse casado. Hilary era hermosa, dulce, sencilla… ¡y virgen! Eso no dejaba de ser alarmante para un hombre acostumbrado a tener amantes. Aun así, Roel siempre reconocía un buen trato cuando lo veía: ¿por qué no disfrutar de todos los placeres que podía ofrecer aquel matrimonio, fueran cuales fueran las razones que lo provocaron?
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Seitenzahl: 528
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 63 - noviembre 2023
© 2003 Lynne Graham
El hijo del francés
Título original: The Frenchman’s Love-Child
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2003 Lynne Graham
La amante del jefe
Título original: The Italian Boss’s Mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2003 Lynne Graham
Herencia italiana
Título original: The Banker’s Convenient Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1180-055-6
Créditos
El hijo del francés
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
La amante del jefe
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Herencia italiana
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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Christien Laroche, con una expresión de interrogación en sus perspicaces ojos oscuros, observó el retrato de su difunta tía abuela Solange. Una mujer silenciosa que nunca había dado que hablar y que, sin embargo, había sorprendido a toda la familia con su testamento.
–¡Increíble! –exclamó un primo sin poder ocultar su desaprobación–. ¿En qué estaría pensando Solange?
–Me duele tener que decirlo, pero mi pobre hermana debió de perder la cabeza al final de sus días –se lamentó un hermano de la fallecida sin salir de su asombro.
–¡Sin duda! Es increíble que haya dejado parte de los terrenos de Duvernay a una extranjera que no es de la familia –corroboró otro familiar lleno de ira.
Si el ambiente hubiera sido menos tenso, Christien habría tenido que hacer un esfuerzo para no reírse del espanto de sus familiares. La riqueza no les había restado nada de su apego atávico y apasionado hacia las tierras de la familia. Sin embargo, la reacción de todos era desmesurada porque el legado era minúsculo en valor monetario. Los terrenos de Duvernay medían varios miles de hectáreas y la parcela en cuestión era una pequeña casa de campo con un poco de tierra alrededor. Aun así, a Christien también le había enfadado aquel legado que consideraba censurable y muy inconveniente. ¿Por qué su tía abuela le había dejado algo a una joven a la que había visto unas cuantas veces en su vida? Era un misterio que le encantaría desvelar.
–Desde luego, Solange tenía que estar muy enferma, porque su testamento es un insulto para mí –se lamentó entre sollozos Matilde, la madre viuda de Christien–. El padre de esa chica mató a mi marido y mi propia tía se lo recompensa...
Christien, con un gesto severo ante el desafortunado comentario de su madre, permanecía junto a la ventana que daba a los elegantes jardines de Duvernay mientras la dama de compañía de su madre se esforzaba por consolarla. Aunque habían pasado casi cuatro años desde la muerte de su marido, Matilde Laroche seguía viviendo en su enorme casa de París con las persianas bajadas, vestía de riguroso luto y nunca salía o se divertía. A Christien le costaba recordar que su madre había sido una persona muy sociable con un cálido sentido del humor. Se sentía impotente porque no había consuelo ni medicación que aliviara lo más mínimo su dolor infinito.
También era verdad que Matilde Laroche había sufrido una pérdida devastadora. Sus padres se enamoraron de niños, habían sido los mejores amigos durante toda su vida y su matrimonio había alcanzado una intimidad excepcional. Además, su padre sólo tenía cincuenta y cuatro años cuando murió. Henri Laroche, un relevante banquero, gozaba del vigor y la salud propios de un hombre en la flor de la vida. Sin embargo, eso no había impedido que muriera prematuramente por culpa de un conductor borracho.
El conductor borracho había sido Gerry, el padre de Tabitha Burnside. Esa noche espantosa cuatro familias fueron víctimas de un solo accidente de tráfico y Henri Laroche no fue el único que murió. Murieron el propio Gerry Burnside, cuatro de los pasajeros que iban con él y un quinto quedó gravemente herido y murió más tarde.
Cuatro familias inglesas habían estado pasando aquel nefasto verano en la granja que había justo debajo de la imponente casa de vacaciones de los Laroche en Dordoña. Su difunto padre había comentado que debería haber comprado esos terrenos para impedir que los ocupara una horda de veraneantes ruidosos. Naturalmente, a ningún Laroche se le habría pasado por la cabeza mezclarse con turistas, cuya idea de la diversión parecía limitarse a achicharrase al sol y beber y comer en exceso. Sin embargo, aquel verano sus padres sólo pasaron unos días en la villa y Christien tuvo casi todo el tiempo para trabajar en paz, salvo algunas visitas de amigos y de su novia de aquella época.
Había tres Burnside entre toda la gente que ocupaba la granja: Gerry Burnside, Lisa, su joven segunda mujer, y Tabby, hija de su primer matrimonio. Antes de que conociera a Tabby sólo había visto a las dos mujeres desde lejos y no las distinguía. Lisa y Tabby eran rubias y con buen tipo y él no sólo había dado por supuesto que eran hermanas, sino que también había dado por supuesto que eran de una edad parecida. Él no había tenido la más mínima idea de que una era una colegiala...
Naturalmente, incluso a la distancia, Tabby no podía disimular su lascivia, se dijo Christien mientras hacía una mueca de desdén con su sensual boca. Sin embargo, él, como cualquier joven presa de la lujuria de su edad, había participado ávidamente en todo lo que siguió. Los baños de Tabby desnuda en la piscina iluminada sólo podían haber estado dedicados a él. Él tampoco se había quedado en la casa exclusivamente para mirarla, pero la visión de sus hermosos pechos y de la deliciosa curva de su trasero le había animado considerablemente las tardes en las que se había quedado tomando una copa de vino en la terraza.
No se culpaba por haber disfrutado de la visión. Cualquier hombre se habría excitado al ver cómo exhibía sus encantos. Cualquier hombre se habría aprovechado de una provocación tan evidente. Naturalmente, entonces a Christien no se le ocurrió preguntarse por qué ella se quedaba tan a menudo en casa mientras el resto salía a cenar todas las noches. Sólo al pensarlo al cabo del tiempo había llegado a la conclusión de que lo había estado provocando. Ella, desde luego, lo habría visto en el pueblo y enseguida se habría enterado de quién era y lo que eso suponía. Al darse cuenta de que la villa de los Laroche daba a la piscina de la granja, ella habría supuesto que antes o después él la vería bañarse desnuda.
A Christien no le había sorprendido lo más mínimo que Tabby hiciera todo aquello para atraparlo. Ya de adolescente se había dado cuenta de que las mujeres encontraban irresistible su belleza morena y delgada y que eran capaces de hacer casi cualquier cosa por llamar su atención. Sin embargo, nunca se había envanecido de ese éxito extraordinario con las mujeres. Sabía perfectamente que el sexo y el dinero formaban una combinación muy poderosa y atractiva. Había nacido muy, muy rico. Era hijo único de dos hijos únicos muy ricos y de adulto se había hecho más rico todavía. Heredó de los Laroche el talento para hacer dinero y su extraordinaria destreza empresarial. Dejó la universidad a los veinte años y nueve meses después ya había ganado su primer millón con los negocios. Cinco años después, cuando era el propietario de unas líneas aéreas internacionales que estaban batiendo todos los récords de beneficios y notaba cierto hastío de trabajar siete días a la semana, empezó a sentirse aburrido. Aquel verano había anhelado algo diferente y Tabby se lo había proporcionado con creces.
Ella no se había andado con rodeos y había aceptado sus condiciones. La había tomado en su primera cita. Después siguieron seis semanas del sexo más desenfrenado que había conocido en su vida. Se había obsesionado con ella. La insistencia de Tabby en no quedarse a pasar la noche con él y en mantener en secreto su relación le añadía una emoción ilícita a cada encuentro. Sin embargo, lo que nunca podría olvidar era que, después de sólo seis semanas de placer sexual sin límite, le había pedido que se casara con él para poder gozar de aquel cuerpo maravilloso a cualquier hora del día.
¡Matrimonio! Christien seguía sintiendo un escalofrío al acordarse. Su impresionante cociente intelectual no le había servido de mucho a la hora de intentar contener una libido irrefrenable y se quedó sin palabras cuando se enteró de que había estado acostándose con una colegiala. Con una colegiala de diecisiete años que era una mentirosa compulsiva.
Mientras Veronique hacía todo lo posible para intentar protegerlo de la amenaza de un escándalo atroz, él seguía presa de una lujuria tal que había decidido que podría lidiar con una mujer a la que enseñaría a decir la verdad y, además, mantendría en la cama casi todo el tiempo. Sin embargo, al día siguiente, vio a su hipotética novia comportarse como una mujerzuela con un motorista y, dejando a un lado la ira, la incredulidad y el disgusto, se vio liberado inmediatamente de su obsesión...
–¡Si esa Burnside pone un pie en las tierras de los Laroche, mancillará la memoria de tu padre! –exclamó Matilde Laroche.
Christien volvió de su ensimismamiento y parpadeó ante el tono teatral de su madre.
–Eso no ocurrirá –afirmó con una convicción tranquilizadora–. Le haré una oferta para que venda la parcela y ella, naturalmente, aceptará el dinero.
–Es un asunto que te resultará muy desagradable –le comentó Veronique con un susurro lleno de comprensión–. Déjame que yo me ocupe.
–Eres muy generosa, como siempre, pero no hace falta.
Christien miró con agradecimiento a la hermosa y elegante morena con la que pensaba casarse.
Veronique Giraud era todo lo que tenía que ser la mujer de un Laroche. Él la conocía de toda la vida y sus orígenes eran parecidos. Era abogada, una anfitriona excelente y muy tolerante con la fragilidad emocional de su futura suegra. Sin embargo, en la relación de Christien con su novia no había ni amor ni lujuria. Los dos consideraban que el respeto mutuo y la sinceridad era lo más importante. Si bien Veronique quería darle hijos, la intimidad física no la entusiasmaba y ya le había dejado claro que ella prefería que satisficiera sus necesidades con una amante.
A Christien el acuerdo le parecía muy satisfactorio. Su deseo de aceptar el lazo matrimonial había aumentado al saber que no le privaría de la inapreciable libertad masculina de hacer lo que quisiera y cuando quisiera.
Al cabo de un mes más o menos, tenía que ir a Londres por trabajo y visitaría a Tabby Burnside para hacerle una oferta por la casa de campo. Ella, sin duda, se quedaría atónita ante su presencia. Se preguntó como estaría después de esos años. ¿Estaría estropeada? Sólo tenía veintiún años. Estuvo a punto de encogerse de hombros. Al fin y al cabo, a él no le importaba.
Una casa en Francia... se dijo Tabby soñadoramente, un sitio propio y soleado...
–Naturalmente, venderás la casa de la anciana por todo lo que puedas sacar –dio por sentado Alison Davies–. Te darán una buena cantidad de dinero.
Tabby, en cambio, pensaba en el aire puro del campo en vez de los humos de la ciudad que según ella provocaban el asma de su hijo.
–Jake y tú tendréis algo por si llegan las vacas flacas.
Su tía, una mujer morena con avispados ojos grises, asintió con la cabeza.
Tabby seguía pensando en lo afortunada que había sido porque Solange Rousell le hubiera dejado una casa en Francia. Estaba convencida de que tenía que ser el destino. Su hijo tenía sangre francesa y un golpe de suerte extraordinario cuando menos lo esperaba les había proporcionado una casa en Francia. ¡Eso estaba escrito! ¿Quién podía dudarlo? Miró a Jake, que estaba jugando en el pequeño jardín. Era un niño encantador con traviesos ojos castaños, una piel olivácea y una mata de rizos oscuros. En ese momento su asma no era grave, ¿pero cuánto podría empeorar si se quedaba en Londres? Tabby había empezado a planear su nueva vida en Francia con su hijo el mismo día que recibió la carta del notario francés. El momento no había podido ser mejor, ya que Tabby buscaba desesperadamente una excusa para dejar la confortable casa de su tía. Alison Davies sólo tenía diez años más que su sobrina. Cuando, a raíz de la muerte de su padre, Tabby se había quedado en la ruina y además embarazada, Alison le había ofrecido una casa. Tabby sabía muy bien lo agradecida que tenía que estarle.
Sin embargo, una semana antes, Tabby había escuchado una discusión entre Alison y su novio Edward que le había dejado con un profundo remordimiento. Edward iba a tomarse un año sabático en el trabajo para viajar. Tabby ya lo sabía y también sabía que su tía no iba a acompañarlo. Lo que Tabby no sabía hasta que oyó accidentalmente la discusión era que Alison Davies prefería renunciar a ese viaje antes que decirle a su sobrina que tendría que buscarse otro sitio para vivir.
–¡No tienes que gastarte tus ahorros! Esta casa es tuya gracias a tus padres y podrías alquilarla por una buena cantidad mientras estamos de viaje. Eso cubriría tus gastos –argumentaba Edward en la cocina mientras Tabby buscaba las llaves para abrir la puerta trasera al volver de su trabajo de la tarde.
–Ya hemos discutido esto –replicaba Alison–. No puedo decirle a Tabby que se vaya para que vengan unos desconocidos. Ella no puede pagarse un alojamiento aceptable...
–¿Quién tiene la culpa? ¡Se quedó embarazada a los diecisiete años y está pagando su error! –Edward estaba furioso–. ¿Tenemos que pagarlo nosotros? ¿No hemos tenido suficiente con apenas haber disfrutado de unos momentos solos y, cuando lo hemos hecho, tú has tenido que cuidar a su hijo?
Tabby sentía una punzada de dolor cuando se acordaba de aquella crítica tan feroz. Sin embargo, le parecía una crítica justificada. Creía que tenía que haberse dado cuenta ella misma de que estaba abusando de la hospitalidad de su tía. Se sentía abrumada por que Alison estuviera dispuesta a hacer ese sacrificio por ella cuando ya había sido tan generosa. Naturalmente, Tabby sólo pensaba en cambiarse de casa lo antes posible para que Alison pudiera ser libre de hacer lo que quisiera. Sin embargo, no quería que ella supiera que había oído la discusión.
–No puedo dejar de preguntarme por qué una anciana francesa se habrá acordado de ti en su testamento –reconoció Alison mientras sacudía pensativamente la cabeza.
Tabby salió de su ensimismamiento, abrió de par en par los expresivos ojos verdes y se pasó por detrás de la oreja un mechón de pelo entre rubio y color caramelo. Algunas cosas eran demasiado íntimas como para hablarlas incluso con su tía.
–Solange y yo nos llevábamos muy bien...
–Pero si sólo os visteis un par de veces...
–Ten en cuenta que lo que me ha dejado es una parte minúscula de sus posesiones –dijo Tabby queriendo dar una explicación–. Para mí la casa de campo es algo increíble, pero para ella... debía de ser algo insignificante.
Tabby siempre había conectado muy profundamente con Solange. La primera vez había balbucido al reconocer que adoraba a Christien. La segunda, no había estado tan segura de sí misma y no había podido ocultar su temor de que Christien estuviera perdiendo interés. La tercera y última...
Algunos meses después de que terminara aquel funesto verano, Tabby había vuelto sola a Francia para declarar en la investigación del accidente. Estaba deseando volver a ver a Christien. Tabby creía que con el paso del tiempo él habría podido comprender que los dos habían perdido a sus padres adorados. Sin embargo, pronto se dio cuenta de lo equivocada que estaba porque, si acaso, los meses transcurridos habían hecho que Christien estuviera más frío y esquivo. Incluso Veronique, que había sido muy amistosa con ella, se mostraba distante y hostil.
Tabby, como hija de Gerry Burnside, había pasado a ser una apestada para cualquiera que hubiera sufrido las consecuencias del accidente.
Para ella, el día de la declaración fue tan doloroso y crucial en su vida como los inmediatamente siguientes al accidente. Los meses anteriores habían sido una pesadilla e incluso tuvo que pedir dinero prestado a su tía para volver de Francia, pero soñaba ingenuamente con la reacción de Christien al saber que era el padre de su hijo.
Sin embargo, el día de la declaración sus sueños se derrumbaron como castillos de arena. Ni siquiera llegó a decirle que era el padre de su hijo recién nacido porque ella no quiso comunicárselo delante de tanta gente y él le negó la posibilidad de tener una conversación privada. Ella, destrozada por tanta crueldad, se marchó antes de romper a llorar delante de él, sus familiares y amigos. Una vez en la calle, notó que una mano le tomaba la suya con un gesto de consuelo. Tabby levantó la mirada llena de desconcierto y se encontró con los ojos comprensivos de Solange Rousell.
–Siento que la familia se haya interpuesto entre Christien y tú –la mujer suspiró con una lamentación sincera–. No debería haber sido así.
Solange volvió a entrar precipitadamente en el edificio antes de que ella pudiera responderle y reconocer que sospechaba que el rechazo de Christien se debía a algo peor que la mera lealtad familiar.
–Piensas vender la casa de Francia, ¿verdad? –insistió Alison.
Tabby tomó una bocanada de aire y se preparó para soltar la noticia.
–No... espero quedármela.
Su tía frunció el ceño.
–Pero la casa... está en los terrenos de... Christien Laroche... ¿no?
–Solange decía que Christien iba muy poco por allí porque prefería la ciudad –Tabby hizo un esfuerzo enorme para decir su nombre en voz alta–. También me dijo que la finca era extraordinariamente grande y que la casa estaba en un extremo. Si mantengo la discreción, cosa que pienso hacer, él ni siquiera sabrá que estoy allí.
Alison no parecía nada convencida.
–¿Estás segura de que no quieres volver a verlo?
–¡Claro que no! –Tabby hizo una mueca–. ¿Para qué iba a querer verlo?
–Para decirle lo de Jake.
–Ya no quiero decirle nada de Jake. Ya pasó el momento de hacerlo –Tabby levantó la frente porque si Christien y su esnob familia se habían sentido ofendidos por su mera presencia, la existencia de su hijo sólo habría aumentado la ofensa y el desprecio–. Jake es mío y nos arreglamos bien.
Alison no dijo nada porque no estaba convencida y sabía lo vulnerable que Tabby podía ser por culpa de su buen corazón y su naturaleza confiada. Siempre se había sentido muy protectora con la única hija de su difunta hermana y también había sido consciente del peligroso efecto que tenía su sobrina en el sexo contrario. Tabby tenía el pelo rubio con mechones de color caramelo, los ojos verdes, hoyuelos y una figura increíble que parecía un reloj de arena. La única cualidad que le sobraba a Tabby era un atractivo sexual que causaba estragos.
Cuando iba por la calle, los hombres no podían dejar de mirarla y se sabía que había provocado algún accidente de coche. En realidad, parecía como si la mala suerte persiguiera a Tabby, se dijo tristemente Alison al pensar en el cúmulo de desgracias que había habido en la vida de su sobrina durante los últimos años. Aun así, Tabby se metía en los asuntos más disparatados y, aunque los resultados eran desastrosos muchas veces, seguía siendo una optimista incurable.
Lo tuvo presente y Alison posó sus ojos grises y llenos de nerviosismo en la joven que tenía delante.
–No quisiera resultar una aguafiestas, pero me parece que no has tenido en cuenta lo caro que es mantener una casa de vacaciones en otro país.
–¡Cómo! No estoy pensando en que sea mi casa de vacaciones. ¿Eso era lo que estabas pensando? –Tabby se rió–. Hablo de vivir allí; de que Jake y yo empecemos una nueva vida en Francia.
Su tía, atónita, la miró fijamente.
–Pero... no puedes hacer eso...
–¿Por qué? Puedo hacer mis miniaturas en cualquier sitio y venderlas por Internet. Ya estoy haciéndome una base de clientes y ¿qué puede haber más inspirador que el paisaje francés? –Tabby rebosaba entusiasmo–. Ya sé que el principio pasaré algunos apuros económicos, pero como soy dueña de la casa, tampoco necesitaré muchos ingresos para salir adelante. Jake tiene la edad perfecta para ir a otro país y aprender otro idioma...
–¡Por el amor de Dios! Estás haciendo todos esos planes y ni siquiera has visto la casa –exclamó Alison.
–Ya lo sé –Tabby sonrió–, pero la semana que viene voy a tomar el transbordador para ir a verla.
–¿Y si es inhabitable?
Tabby se puso muy recta.
–Ya lo pensaré cuando la vea.
–Me parece que no estás siendo práctica –dijo Alison con un tono más calmado–. Vivir en el extranjero puede parecer muy emocionante, pero tienes que pensar en Jake. En Francia no tienes familia, no hay nadie que pueda ayudarte si tienes que trabajar o caes enferma.
–Pero estoy deseando ser independiente.
Alison primero se sintió sorprendida y luego dolida.
A Tabby no la afectó porque sabía que era su argumento más convincente.
–Alison, tengo seguir adelante por mis propios medios, tengo veintiún años.
Su tía se levantó y empezó a recoger los platos de la cena con las mejillas sonrojadas.
–Lo entiendo, pero no quiero que quemes tus naves y luego te des cuenta de que has cometido un error.
Tabby se quedó sentada y pensó en todos los errores que había cometido. Jake entró corriendo por la puerta de la cocina y se arrojó en sus brazos. Con la respiración entrecortada y entre risas, el niño se sentó en la rodilla de su madre y le dio un abrazo.
–Te quiero, mamá –dijo alegremente.
Ella lo abrazó con fuerza. Casi todo el mundo era demasiado considerado como para decírselo, pero ella sabía que todos pensaban que Jake había sido su mayor error. Sin embargo, cuando su vida se torció, sólo la perspectiva de tener aquel bebé le había dado fuerza para seguir adelante y la confianza en que el futuro sería más feliz. Christien había sido como un sol en su vida y, cuando salió de ella, se hizo una oscuridad eterna.
Alison se volvió del fregadero para mirar a su sobrina con el ceño fruncido.
–Antes de que vinieras a vivir aquí, yo trabajaba con un tipo llamado Sean Wendell. Le encantaba Francia y se fue a vivir a Bretaña donde puso una agencia inmobiliaria. Todavía nos felicitamos por Navidad, puedo llamarlo y pedirle que te ayude mientras estás allí.
El gesto de preocupación de Tabby dio paso al de sorpresa.
–Ya sé, ya sé... –continuó Alison–. No debería meterme donde no me llaman, pero, hazlo por mí, deja que Sean te ayude. Me moriría de la preocupación.
–Pero, ¿en qué voy a necesitar ayuda exactamente? –preguntó Tabby con tono decaído.
–Bueno, de entrada, tendrás que tratar con el notario y seguro que habrá que hacer papeleo. Tu francés es muy elemental y quizá no sea suficiente.
Tabby sabía que su conocimiento del idioma era escaso, pero no le gustaba la idea de tener que depender de un desconocido. Sin embargo, la verdad era que en ese momento no podía concentrarse en lo que le resultaba un problema nimio cuando el pasado ocupaba toda su cabeza.
Mientras ayudaba a Jake a acostarse, los recuerdos, dolorosos y estimulantes, la arrastraron a cuatro años antes, al verano que ya le parecía como si hubiera pasado hacía un siglo...
Podía recordar que durante toda su infancia, su familia y sus tres amigos más íntimos, los Stevenson, los Ross y los Tarbert, habían ido a Dordoña de vacaciones y habían alquilado una casa lo suficientemente grande para las cuatro familias. Los Stevenson tenían una hija, Pippa, que era de su misma edad y su mejor amiga. Los Ross tenían dos hijas, Hilary, que era seis meses menor, y Emma. Los Tarbert sólo tenían una hija, Jen. Cuando Pippa, Hilary, Jen y ella eran muy pequeñas, iban a las actividades de la misma iglesia y sus madres se habían hecho amigas. Más tarde, las distintas familias se habían mudado a diversos sitios, pero mantuvieron la amistad y las vacaciones en Francia.
Sin embargo, en el otoño de su dieciséis cumpleaños, su vida feliz y tranquila, que ella había tenido por segura, se esfumó sin previo aviso. Su madre murió por las complicaciones de una gripe. Su padre quedó destrozado por la repentina muerte de su mujer, pero seis meses después volvió a casarse sin comentarlo con nadie. Lisa, su segunda mujer, había sido la recepcionista rubia y de veintidós años que había trabajado en su concesionario de coches. Tabby se quedó tan atónita como todo el mundo.
Casi de la noche a la mañana, su padre se había convertido en un desconocido que se vestía como si fuera mucho más joven y que se comportaba como si también lo fuera. Ya no le dedicaba tiempo a su hija porque su novia tenía ataques de celos si le prestaba atención. Para contentar a Lisa, se compró otra casa y se gastó una fortuna. A Lisa le disgustó Tabby desde el principio y le dejó muy claro que era la tercera en discordia y que eso la molestaba.
Naturalmente, aquel verano Lisa no había querido ir de vacaciones a Francia con los amigos de su marido, pero, por una vez, su padre se mantuvo firme.
Lisa, llena de resentimiento, no hizo ningún esfuerzo por encajar y se ufanó por asombrar a los amigos de su marido con su comportamiento. Ella, una adolescente hipersensible, se había muerto de vergüenza mil veces y evitó en la medida de lo posible la compañía de los adultos.
Además, por desgracia, también se había sentido como una extraña en compañía de Pippa, Hilary y Jen. Sus amigas, con sus hogares, sus padres sanos y salvos y su inocencia, parecían a años luz de ella. Ella se había mantenido fiel a su padre y no había dicho a nadie lo desgraciada y sola que se sentía. Entonces vio a Christien y todo y todos los que la rodeaban dejaron de existir.
Fue al segundo día de las vacaciones. Ella estaba sentada en un murete del somnoliento pueblo que había cerca de la granja mientras rumiaba la humillación de que Lisa la hubiera llamado «pequeño bicho repugnante» delante de los espantados padres de Pippa. Entonces, un precioso coche deportivo amarillo dio la vuelta a la esquina como un animal rugiente y se detuvo en la calle a unos metros de ella.
Un hombre muy alto y atlético con gafas de sol se bajó y fue a la terraza del café. Llevaba una camisa blanca descuidadamente remangada y unos pantalones de algodón color marrón claro. Se sentó en una mesa, le dio un billete al hijo del dueño, y este fue a la tienda que había al lado para comprarle el periódico. Lo había hecho con tanta elegancia, que ella no perdió detalle de ninguno de sus movimientos.
El dueño del bar lo saludó con un respeto casi reverente y volvió a limpiar la mesa que ya estaba limpia. Le llevaron el café y el inevitable cruasán con una deferencia indisimulada y luego el periódico. La escena le había parecido tan francesa, que ella estaba fascinada. Entonces, Christien se colgó las gafas de sol del bolsillo de la camisa. Ella no podía apartar la mirada de aquella cara delgada y bronceada; del pelo negro que le tapaba la frente; de los impresionantes ojos oscuros como la noche más cerrada. El corazón le latía con tal fuerza, que apenas podía respirar.
Él la miró un instante y ella quedó hipnotizada, atrapada, arrollada por una tormenta. Fue como si el amor la hubiera atravesado como un rayo súbito y certero. Él volvió a concentrarse en el periódico. Ella volvió a mirarlo y a deleitarse con la mera contemplación de su perfección grácil y bronceada. Al cabo de un tiempo, él volvió a cruzar la calle, se montó en el coche y se alejó lentamente, lo suficientemente despacio como para poder mirarla con calma desde detrás de los cristales oscuros del deportivo
–¿Quién es? –le había preguntado ella al joven que iba a limpiar la piscina de la granja..
Él no entendió la arrebatada descripción que hizo de Christien, pero sí la del coche.
–Christien Laroche. Su familia tiene una villa en la colina. Tiene más dinero que un banco.
–¿Está casado?
–Debes de estar bromeando, las mujeres se lo rifan. ¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que tienes alguna oportunidad? Para un hombre como él, tú eres un bebé –se había burlado.
Al recordarlo, Tabby hizo un esfuerzo por volver al presente, pero le fastidiaba haber pensado en Christien. La herencia de Solange le había hecho volver a pensar en cosas que le habían enseñado unas lecciones que le habían venido muy bien. Arropó al hijo de Christien y lo sonrió con cariño. Le gustara o no, Jake era como su padre en miniatura.
Sin embargo, si ella podía hacer algo, Jake nunca consideraría a las mujeres como trofeos sexuales.
Una semana después, Tabby vendió la única cosa valiosa que conservaba: un prendedor con diamantes para el pelo que Christien le había regalado. No le dolió nada desprenderse de él porque no lo había usado nunca y no llevaba una vida en la que los prendedores con diamantes fueran muy útiles. Le encantó comprobar que valía mucho más dinero del que había imaginado. Pudo comprarse una vieja furgoneta de transporte y le quedó dinero para pagarse el viaje al otro lado del Canal de la Mancha. Alison la convenció de que hiciera sola el primer viaje y le dejara a su hijo durante un largo fin de semana. La casa de campo seguramente estaría sucia y las nubes de polvo no serían muy buenas para el asma de Jake.
Una semana antes del viaje, Tabby acababa de volver de dejar a Jake en la guardería y estaba desayunando cuando llamaron a la puerta. Fue a abrir con media tostada en la mano. Tuvo que levantar la cabeza para ver al hombre moreno vestido con un traje gris que había delante de ella y la tostada se le cayó de la impresión.
–Te habría llamado por teléfono para avisarte de que pensaba venir, pero el número de tu tía no aparece en la guía –susurró Christien con una voz cristalina.
Tabby se había quedado sin aliento. Su maravilloso acento le recorrió la espina dorsal como si la tentara a algo oscuro y prohibido. Sus sentidos se pusieron en estado de máxima alerta y no podía apartar los ojos de aquellos rasgos delgados y exóticos. Sin saber bien lo que hacía, dio un paso atrás, como si se sintiera inconscientemente amenazada. Una amenaza apasionante, sin embargo, una amenaza deliciosa, una de esas amenazas que atraía a todo lo que ella tenía de débil y voluptuosa. Él estaba incluso más irresistible de lo que ella recordaba y, por mucho que la espantara, su corazón le latía como una perforadora.
Sin embargo, no podía creerse que Christien Laroche estuviera delante de ella, que estuviera a punto de entrar en la casa de Alison, ni siquiera, que se dignara a hablarle. No podía parecerle real.
Tabby tenía los ojos clavados en él. La última vez que se vieron, él la había tratado con un desprecio que la había atravesado como un cuchillo, un cuchillo que debía de estar envenenado porque el dolor no terminó entonces. Ella se había aborrecido por amarlo, se había despreciado por el anhelo que no podía sofocar y había sentido lástima de sí misma por buscar los rasgos de Christien en el inocente rostro de su hijo.
–¿Qué haces aquí? –le preguntó Tabby con un hilo de voz.
Él entrecerró los ojos y esbozó una leve sonrisa que suavizó su boca grande y viril mientras cerraba la puerta detrás de sí. Se apropió de todo el espacio, y el vestíbulo de la casa de Alison se redujo a unas proporciones claustrofóbicas. Era mucho más alto, más fuerte y más impresionante que lo que ella se había permitido recordar. También era extraordinariamente guapo y lo sabía perfectamente. Era el tipo de hombre del que ella debería haberse mantenido alejada. No había tenido la sensatez de alejarse y, para su vergüenza eterna, se había acostado con él a las pocas horas de conocerlo, lo cual era un motivo de tormento constante.
–He venido a hacerte una oferta que no puedes rechazar.
–Ah, claro que puedo rechazarla... ¡rechazaría cualquier cosa que me ofrecieras!
Tabby lo dijo tan fogosamente como si le hubiera ofrecido los siete pecados capitales envueltos en celofán.
Christien la observó sin alterar el gesto. Le miró la melena color caramelo, los ojos como ascuas y las pecas que tenía en los pómulos, pero la mirada se entretuvo en la boca carnosa, vulnerable y delicada. Sólo tenía que mirar aquellos labios para recordarlos sobre su piel desnuda. Su cuerpo lo traicionó y se endureció como una reacción instantánea. Él recordó que ninguna mujer le había dado tanto placer, pero que ella también, a sus espaldas, había ido en una Harley Davidson con un tipejo cualquiera. Notó que la ira se apoderaba de él.
–¿Quieres apostar algo, chérie? –le preguntó con un tono cansino y arrebatador.
Yo no apuesto sobre seguro y no te he invitado a entrar! –el rostro de Tabby estaba enrojecido de ira por la insolencia de Christien.
Nadie, absolutamente nadie, podía ser insolente tan bien como Christien Laroche. Con la arrogante cabeza muy alta, podía arquear sarcásticamente una ceja y conseguir que la gente se sintiera diminuta. Era un talento que le venía de ser el último de una dinastía con varios cientos de años de antigüedad en la que cada uno de sus miembros se consideraba alguien excepcional. Christien, seguro de sí mismo hasta un grado intimidador, sabía que era más inteligente que la mayoría y no se podía decir que saberlo le hiciera más humilde.
–Pero tú no sabías negarme nada, ma belle... –le replicó Christien sibilina y delicadamente.
Tabby vaciló y cerró los puños mientras él seguía mirándola como si sólo fuera carne humana cubierta con el cartel de su precio. Su impertinente mirada se detuvo sobre los firmes pechos que tapaban una camiseta roja y desteñida y Tabby se sintió más tensa todavía. Su cuerpo estaba cediendo bajo el sujetador como reacción a su repaso visual. Notó que los pezones se le erguían y se dio la vuelta para irse precipitadamente al salón.
Apenas podía pensar con claridad. Christien había tenido siempre ese efecto en ella, pero se sentía humillada. ¿Cómo podía discutir con él? Nunca había podido negarle nada ni había querido. Había estado esclavizada. Aunque era virgen cuando lo conoció, él había conseguido sacarle a la luz una lascivia que ella desconocía. Él era el único hombre del mundo al que nunca debería haber conocido porque sabía que con él estaba indefensa.
Christien no estaba dispuesto a seguir comprobando el efecto que le producía aquella camiseta que se ceñía a su generoso pecho. Resopló ligeramente con aire de fastidio al darse cuenta de que estaba preguntándose cómo reaccionaría ella si la agarraba sin pensarlo, como hizo una vez. Se quedó a un par de metros de la tentación. Se recordó que ella no era hermosa. Tenía una nariz un poco grande, una boca bastante ancha y era demasiado baja para ser elegante. Sin embargo, en conjunto, si añadía las pecas y los hoyuelos que adornaban su sonrisa esplendorosa, le parecía tan hermosa, que él había querido ponerle un velo como a una mujer árabe y encerrarla en una torre de Duvernay para poder verla y disfrutarla sólo él. Se sintió desconcertado al recordar el sentido de posesión primitivo que ella le había inspirado.
–Me gustaría comprarte la casa y el terreno que te ha dejado mi tía abuela –dijo Christien fríamente.
Tabby palideció. Miró fijamente a los tablones del suelo e hizo un esfuerzo para no dejarse dominar por una sensación absurda de ofensa y rechazo. ¿Por qué si no iba a haber ido a verla después de tanto tiempo? Él ni siquiera podía soportar que ella fuera la propietaria de una parte minúscula de las tierras de los Laroche. Tabby pensó con amargura que lo sentía por él.
–No tengo interés en venderla –replicó Tabby con firmeza–. Evidentemente, tu tía abuela quería que me quedara la casa de campo...
–Mais pourquoi... pero, ¿por qué? –le preguntó Christien–. No lo entiendo.
Tabby no pensaba decirle que ella creía que su tía abuela había sentido lástima de ella porque él le había destrozado el corazón. O que, en su opinión, la anciana se había identificado tanto con ella porque había pasado por alguna experiencia parecida.
–Creo que habrá sido un capricho... era una persona encantadora –improvisó con cierta tensión porque le habría encantado haber tenido la ocasión de volver a ver a la anciana.
–En Francia –Christien volvió a utilizar un tono profundo–, no se acostumbra a dejar nada, ni siquiera una parte mínima de terreno, a alguien que no sea de la familia. Estoy dispuesto a pagarte un precio muy superior al de mercado para recuperar esa casa de campo.
Tabby se sentía dominada por una ira cargada de resentimiento, pero intentó conservar la calma. Desgraciadamente, eso empezaba a ser muy complicado desde que había descubierto el verdadero motivo de la visita de Christien. Hacía tres años, Christien se había negado a concederle la posibilidad de hablar un rato a solas con él, a pesar de sus súplicas humillantes, y ella creía que nunca se lo perdonaría. Sin embargo, en ese momento, el mismo hombre inmensamente rico estaba dispuesto a ir a visitarla por una casa de campo que su tía abuela sólo utilizaba para comidas campestres. A Tabby le pareció que era espantosamente cruel e insensible.
En cualquier caso, ella podía ser una intrusa, pero su hijo sí tenía derecho a aquella casa. El nacimiento ilegítimo de Jake le había dejado al margen del círculo de aquella familia, pero tenía sangre Laroche. Además, Solange Rousell no le había dejado la casa de campo con la idea de que se la vendiera a Christien sin haberla visto. Le parecía que vender su herencia inmediatamente era un desprecio y un desagradecimiento a la memoria de Solange.
–No la venderé –Tabby levantó la cabeza y se encontró con la penetrante mirada de Christien.
Inmediatamente, sintió que el vientre le abrasaba y que cada centímetro de su cuerpo captaba físicamente la virilidad que para ella era un tormento insoportable.
–Primero, mira el cheque –le propuso él arrastrando las palabras con su acento ligeramente francés que resaltaba los ángulos de sus pómulos.
Tabby parpadeó por la sorpresa y se dio cuenta de que había dejado un cheque sobre la mesa que había delante de la ventana. Ella tenía la mente en blanco.
–Toma el cheque y te invitaré a comer.
Christien la anhelaba y se preguntaba si conseguiría salir de aquella casa sin dejarse arrastrar por la tensión sexual que flotaba en el ambiente.
¿Cuántas veces había oído lo mismo? Cuando estuvo con él, ¿a cuántas comidas y cenas la había invitado sin ir a ninguna? No habían podido resistirse lo suficiente como para llegar al restaurante. Una vez acabaron en un aparcamiento. Otra vez dieron media vuelta en la carretera entre risas y maldiciones por el deseo que él sentía. Mientras estuvieron juntos, ella había perdido más de seis kilos y se había sentido afortunada de poder saquear la nevera de la villa mientras él estaba dormido.
–Intentaré invitarte a comer... –Christien corrigió la frase.
Los ojos le brillaban debajo de las tupidas pestañas que había entrecerrado sensualmente y esbozaba una sonrisa que restaba seriedad a su boca perfecta; él también estaba acordándose de aquellos momentos.
Esa sonrisa hizo que Tabby recordara su dolor y no pudo seguir mirándolo. Una vez libre de su mirada hipnotizadora, se cruzó de brazos con una repentina sensación de frialdad y temor.
–No, gracias... Por favor, toma tu cheque y márchate –le dijo entrecortadamente.
–No querrás decir que... no quieres eso... –ronroneó Christien con una confianza inmensa y abandonando toda cautela ante su propio deseo.
No, pero ella sabía que nunca se lo perdonaría si no era capaz de resistirse. Él le había enseñado lo destructivo que era un deseo que iba más allá del sentido común o la dignidad. También ayudaba que fuera el mismo arrogante de siempre. Se había presentado en su vida después de años de ausencia y daba por sentado que ella lo anhelaría tanto como entonces. Y así era. Él se lo notaba, se reconoció Tabby con el alma en los pies. ¿Acaso no había sido siempre como un libro abierto para él?
–¿La casa de campo de Solange está cerca de tu casa en Duvernay? –le preguntó Tabby bruscamente y llena de temor por su propia debilidad.
Christien frunció el ceño.
–No... está a varios kilómetros por carretera.
–¿Vas allí a menudo?
Christien gruñó con impaciencia.
–No. Quiero que la vendas. Si quieres tener una casa en Francia, me encargaré de que un agente inmobiliario te busque algún sitio más adecuado.
–¡No tienes derecho a exigirme que la venda! –Tabby estalló en contradicción con los sentimientos descarnados que su presencia le producía–. Además, ¿quién eres tú para decidir qué es lo adecuado para mí?
–No me puedo imaginar por qué ibas a querer vivir en lo más remoto de la campiña bretona. Hasta dudo que sea habitable. Lleva más de medio siglo siendo sólo una casita de verano demasiado ensalzada –Christien, con signos evidentes de impaciencia, se pasó los dedos por el pelo negro y voluptuoso–. ¿Cómo es posible que no lo entiendas? ¡Sólo los Laroche pertenecen a Duvernay!
Tabby miró hacia otro lado y se preguntó por qué estaba consintiendo que la hiciera sentirse como si fuera menos que él.
–En cualquier caso –añadió Christien con cierto tono despectivo que seguramente era fruto de su camiseta descolorida y los vaqueros desgastados–, me parece que el dinero te vendría mucho mejor.
–¿Por qué lo sabes? ¡No sabes nada de mí! –Tabby se volvió llena de furia.
Christien la miró pensativamente. Por primera vez, ella no había dudado en hacer exactamente lo que él quería.
–Al contrario, sé muchas cosas de ti que preferiría no saber –le contradijo él con cierta aspereza–. Que eres una mentirosa compulsiva...
–No lo soy. Sólo dije alguna mentirijilla. ¡Nunca me preguntaste la edad!
Tabby tenía las mejillas congestionadas.
Christien la miró con un desprecio evidente.
–Que no puedes responsabilizarte de tus actos...
–¡Cállate!
–Y sigues perdiendo la cabeza cuando se te dicen tus defectos...
–¿Crees que eres tan perfecto? –le siseó Tabby presa de la ira.
–No, yo no fui perfecto, ma belle –le concedió Christien con un susurro aterciopelado y los ojos clavados en los de ella–. Pero yo nunca, ni cuando estaba más desenfrenado, tuve dos amantes a la vez. Fue repugnante que te acostaras con el tipejo de la Harley Davidson mientras yo estaba en París... y fue una ofensa que yo no podía pasar por alto.
El silencio estaba cargado de hostilidad.
Tabby miraba su rostro delgado y varonil con los ojos como platos por la incredulidad.
–Repite eso... yo... yo no hice lo que has dicho, ¡yo no hice nada con un tipejo con una Harley!
–¡Eso sí que es bueno! La mentirosa compulsiva ataca de nuevo –se burló Christien con una mueca.
Christien, abrumado por el humillante recuerdo, pasó junto a ella y salió al vestíbulo.
Tabby se quedó parada en la puerta del salón sin dar crédito a lo que había oído.
–¿Realmente pensaste que te había sido infiel? ¿Cómo pudiste pensarlo?
–Si conmigo fuiste fácil, ¿por qué no ibas a serlo con otro? –Christien la miró con una insolencia mezclada con desprecio y animosidad–. Además, seamos sinceros, cinco días sin una relación sexual era demasiado tiempo para ti.
–No te perdonaré que me hayas hablado así...
–No quiero tu perdón.
En realidad, Christien creía que el perdón, incluso en su aspecto más mínimo, era muy peligroso para sus intereses.
Tabby Burnside sólo era un problema. No tenía principios. Que eso lo atrajera era algo que él no debía fomentar. Ella aceptaría el cheque, naturalmente. No obstante, si había que seguir negociando, dejaría el asunto en manos de su abogado en Londres. Al fin y al cabo, él iba a casarse con Veronique, que era una mujer hermosa, honrada y digna de confianza. Sería una mujer excelente. Acabaría siendo padre y un nieto levantaría el ánimo de su madre. ¿Acaso no se había comprometido sobre todo por eso? Su alianza con Veronique no estaría dominada por el sexo desenfrenado, las discusiones y los furibundos ataques de sentimentalismo. Eso era una bendición, se dijo Christien.
Tabby se quedó con la mirada perdida durante mucho tiempo después de que se fuera Christien. ¿El tipejo de la Harley Davidson...? ¿Se referiría a Peter, el estudiante inglés? Pete y dos amigos suyos estaban pasando el verano cerca. Pippa y Hilary se habían hecho amigas de ellos y Tabby había salido con Pete en su moto cuando Christien estaba en París, pero eso había sido todo. ¿Por qué la había acusado de acostarse con él? ¿Cómo pudo creer que ella iba a comportarse así? ¿Cómo pudo creer eso cuando estaba tan evidentemente loca por él?
Tabby volvió a retroceder en el tiempo y a revivir otra vez aquel verano. Después de la primera vez que había visto a Christien, había vivido en un sueño en el que sólo estaban ellos dos. Su madrastra había dejado de ser tan desagradable cuando ella decidió quedarse en la granja mientras los demás salían por la noche. Había disfrutado de la intimidad y de la tranquilidad de bañarse desnuda en la piscina de azulejos azules. Todavía recordaba el frescor del agua sobre su piel recalentada. Un día, al principio de la segunda semana, se fue la electricidad mientras estaba bañándose. Oyó que un coche aparcaba en la puerta de la casa y se arropó con una toalla para intentar encontrar su habitación en la laberíntica casa. Dio por supuesto que todos habían vuelto antes y fue a la puerta, pero se encontró a Christien con una linterna.
–He visto que se ha ido la luz y he supuesto que estarías aquí sola. Cena conmigo, chérie –le susurró ella.
–Pero... hay un apagón.
–Tenemos un generador.
Ella se quedó parada, chasqueando los dientes por los nervios y con el pelo empapado.
–Estoy mojada...
–¿Quieres que te seque?
–Tengo que vestirme.
–Por mí, no te preocupes –la mirada burlona, medio velada por las exuberantes pestañas negras, se clavó en su rostro ardiente–. ¿Seguro que no tienes demasiado calor con esa toalla?
–Ni siquiera sabes cómo me llamo.
–En este momento no me importa.
–Tabby –dijo ella balbuciente y abrumada por la intensidad de su mirada.
–No te pega un diminutivo, aunque eres más baja de lo que pensaba –le confesó Christien mientras la iluminaba con la linterna–. Tu piel es fantástica. No te maquilles; lo detesto.
Para Tabby su aparición había sido como si se hubiera hecho realidad un sueño y estaba aterrada de que pudiera desaparecer mientras se vestía. Le había dejado la linterna y le había dicho que la esperaría en el coche.
–No sé cómo te llamas –le dijo ella cuando se montó en el coche.
–Naturellement... claro que lo sabes –le contradijo él con una confianza desconcertante.
–De acuerdo... se lo pregunté a uno del pueblo –balbució Tabby.
–No malgastes tus mejores triquiñuelas conmigo, me las conozco todas y la sinceridad es más estimulante.
–No te conozco... no debería montarme en un coche contigo –exclamó Tabby, que súbitamente se sintió perdida junto a él.
–En cambio, yo tengo la sensación de conocerte muy bien, ma belle. Desde hace cuatro noches, he visto cómo te desnudabas y te bañabas en la piscina.
Tabby se quedó atónita al comprobar que sus baños no habían sido tan íntimos como ella pensaba.
–¿Cómo dices...?
–No seas remilgada. Aprecio la decisión y la iniciativa en una mujer. También admiro a la mujer que sabe lo que quiere y lo persigue –Christien resopló con intimidad–. La estratagema ha sido muy efectiva... aquí me tienes.
Su pasmo y su bochorno se debatían con la satisfacción por su aparente respeto de lo que había interpretado como un intento de llamar su atención. La tentación de pasar por una mujer con iniciativa triunfó sobre el sentido común. No le exigió airadamente que le explicara cómo había podido verla en una piscina que estaba rodeada por un muro ni le había preguntado cómo había caído tan bajo como para espiarla. Tampoco le contradijo la suposición cargada de arrogancia de que ella había hecho todo lo posible por conquistarlo y, al final, ocultarse detrás de esa imagen falsa de sí misma fue su primer error con Christien.
No había un gran misterio en el motivo por el que se acostó con Christien la primera vez que salieron. Estaba tan impresionada de cenar a solas con él en aquella villa increíble, que apenas probó bocado, pero sí bebió tres vasos de vino. Tampoco tenía muchas posibilidades de resistirse a alguien con su experiencia en la seducción. En realidad, fue un caso perdido en cuanto la besó por primera vez porque nadie podía besar como Christien.
–Estoy loco por ti... –Christien la tomó en vilo y dio una vuelta.
Lo hizo de una forma natural, como si ella no fuera esa gordita a la que despreciaba su madrastra diciendo que estaba al borde de la obesidad. Lo habría adorado sólo por eso, por elevarla en el aire sin resoplar por el esfuerzo.
–Me hechizas –le juró Christien.
Ella se sintió tan halagada, que intentó ocultarle el dolor que había sentido la primera vez que hicieron el amor y ella perdió la virginidad sin que él lo notara. Cuando él sospechó que para ella las cosas no habían ido tan bien como él había esperado, ella fingió que se iba a dormir por la vergüenza.
Para ella nunca se había tratado de una cuestión meramente sexual porque la primera vez que se fue a dormir en sus brazos, ella esperó con toda su alma que él no quisiera hacer lo que ya habían hecho tantas veces. En mitad de la noche, ella se sentó en el borde de la cama y encendió la luz.
–¿Adónde vas? –le preguntó él.
–Mmm... me vuelvo –farfulló Tabby que estaba espantada ante la idea de que Pippa pudiera haber dicho que no estaba en la habitación que compartían.
–¡No quiero que te vayas, pero... Ciel! –exclamó Christien–. ¿En qué estaba pensando? Es una locura que te quedes. ¿Tu familia es muy liberal?
Su padre lo habría matado de un tiro sin pestañear, pero reconocerlo no habría quedado nada bien. Él se quedó desconcertado cuando ella se negó a que la llevara en coche y ella se quedó más espantada todavía cuando él se empeñó en acompañarla andando.
–¿Podemos quedar mañana para desayunar? –le preguntó él.
–Intentaré escaparme en la comida...
–¿Intentarás? ¿No te ha gustado?
Christien esbozó una sonrisa de desolación que resultaba irresistible. A ella le dolía físicamente alejarse de él.
Cuando entró por la ventana de la habitación, Pippa estaba completamente despierta.
–¿Te has vuelto loca? –le siseó su amiga con un tono lleno de furia–. ¿Creías que no iba a darme cuenta de que te has pasado toda la noche con ese tipo del coche deportivo?
–¿Cómo te has dado cuenta?
–Sólo he tenido que fijarme en cómo lo espiabas desde una ventana del piso de arriba. Estaba preocupadísima y no sabía si decírselo a mis padres –le reprochó Pippa llena de furia–. ¿Qué te está pasando? ¡No vuelvas a ponerme en una situación así!
¿Qué le había pasado aquel verano?, se preguntó Tabby con cierta vergüenza. Afortunadamente, no volvió a ser tan temeraria. Pippa, molesta por su comportamiento con Christien, se fue al cuarto de Jen. Su necesidad de él había sido devoradora, su amor absoluto y nada ni nadie le importaba. Sólo quería vivir y respirar por él. Dormía durante el día y, como un vampiro, sólo cobraba vida cuando se ponía el sol.
Tabby, con los ojos rebosantes de lágrimas, miró el cheque que había dejado Christien y lo hizo mil pedazos. Ni siquiera había llegado a ver cuánto estaba dispuesto a pagar por la casa de Francia. Él no quería que fuera a Francia, pero ella ya lo había organizado todo. ¿Cómo había podido dar por sentado que podría comprarla y obligarla a hacer cosas que no quería hacer? ¿Cómo se atrevía a llamarla mujer fácil en su cara? Él la había traicionado, pero, claro, él no le había hecho ninguna promesa de fidelidad. Como tampoco le había hablado de la impresionante novia rubia que tenía en París.
Iría a la casa de campo de Solange y se quedaría todo el tiempo que quisiera. Sería un gesto de respeto hacia una mujer encantadora que, desgraciadamente, no había llegado a conocer bien. Quizá, al final del verano considerara si algún sitio de los alrededores de Duvernay era el mejor para empezar una vida nueva con su hijo, pero en cuanto a Christien Laroche, sería mejor que se apartara de su camino desde ese momento.
Sean Wendell, un hombre rubio, de unos treinta años, con ojos azules y una sonrisa muy atractiva, la acompañó hasta el aparcamiento del pueblo. Soltó un gruñido cuando se dio cuenta de la hora que era.
–Voy a tener que dejarte aquí. Tengo una cita con un cliente.
–No te preocupes. Me has ayudado mucho... y gracias por el café –le dijo Tabby sinceramente.
El antiguo colega de su tía había resultado ser una verdadera mina de oro en cuanto a conocimiento de todo tipo de asuntos locales.
A pesar de que iba retrasado, Sean la acompañó hasta la vieja furgoneta cargada con sus pertenencias.
–No intentes descargar las cosas tú sola –le dijo con cierto tono imperativo mientras ella se montaba–. Yo me pasaré esta tarde y te echaré una mano.
–Te lo agradezco mucho, de verdad, pero yo la he cargado y podré descargarla.
Estaba sonrojándose por la mirada apreciativa de Sean. Se puso en marcha y se despidió con la mano. Él le gustaba, pero esperaba que hubiera captado que le encantaría tener un amigo y nada más.
Eran las cuatro de una calurosa tarde de junio. Había tardado poco desde el puerto y la destreza de Sean con el idioma había acelerado los trámites con el notario. Ya estaba a unos veinte kilómetros de su destino final. Sin embargo, al salir de Quimper, vio un escaparte lleno de cerámica de colores que le recordó a su infancia. Su madre había coleccionado esa cerámica y todos los años añadía una pieza más a la estantería que tenía en la cocina. Poco antes de que se mudaran a la casa nueva, Lisa, su madrastra, se había deshecho de la colección y de todo lo que pudiera tener alguna relación con la primera mujer de su marido. Después de la muerte de su padre, Tabby lamentó mucho no tener nada que mantuviera vivo el recuerdo de sus padres.
Estaba atravesando Bretaña para reclamar su herencia y le resultaba imposible no acordarse de que el sueño de su madre había sido tener una casa en Francia. Naturalmente, cuando reconoció la casa de campo de dos pisos con partes de madera, estaba en la mejor disposición para sentirse emocionada y que le gustara todo lo que veía.
La puerta principal de su nueva casa daba a una gran habitación con una chimenea de granito y vigas vistas. Tenía mucha personalidad y Tabby sonrió. Su sonrisa se disipó un poco cuando comprobó que la cocina consistía en un fregadero de piedra y unos fogones antiguos que daba la sensación de que no los habían encendido desde hacía siglos. Las instalaciones del aseo eran igual de primitivas. Sin embargo, la otra habitación que había en el piso de abajo fue una sorpresa muy agradable. Era un porche acristalado muy luminoso que le serviría muy bien como estudio para trabajar. En el piso superior había dos habitaciones abuhardilladas. Abrió las ventanas para que se orearan y volvió a bajar por las escaleras de roble para salir de la casa.
El jardín tenía unas vistas maravillosas, un huerto y un riachuelo precioso. Jake disfrutaría muchísimo allí, se dijo Tabby. Ya había visto todo lo que tenía que ver y decidió que tenía que analizar objetivamente su herencia. Christien había dicho que era una casita de verano demasiado ensalzada y tenía toda la razón porque no había calefacción central, ni una cocina o un baño en condiciones. También había esperado que hubiera habido algunos muebles que completaran lo poco tenía ella, pero aparte de un par de sillas de mimbres en la habitación acristalada, la casa estaba completamente vacía. Por otro lado, el tejado y las paredes parecían sólidos, sus gastos de mantenimiento serían mínimos y, cuando tuviera unos ingresos aceptables, podría poner algunos adornos.
Cada vez estaba de mejor humor. Se sentó debajo de un árbol y comió algunas cosas que había comprado en las afueras de Quimper. Una vez satisfecha el hambre con media barra de pan rellena de tomates y jamón, se puso unos pantalones cortos y una camiseta y se dispuso a limpiar la habitación donde pensaba dormir esa noche. Una hora después, cuando todo estaba completamente limpio, bajó la cama de la furgoneta. El cabecero y el pie eran de madera y llevarlos hasta la habitación no fue una tarea fácil. Estaba haciendo un último esfuerzo para subir el colchón cuando oyó que llamaban a la puerta de la casa que estaba entreabierta. Casi lo había conseguido y se agarró a él mientras intentaba recuperar el aliento. Estaba decidida a no soltarlo y estiró el cuello para intentar ver quién estaba en el umbral de la puerta, pero era imposible.
–¿Quién es? –preguntó con la esperanza de que fuera Sean, que había llegado para echarle esa mano que le había ofrecido.
–Soy yo... –una voz masculina de tono grave y tranquilo le llegó con toda claridad–. Christien.
Ella no podía verlo y la había sorprendido completamente. Tabby dejó escapar una palabra bastante ordinaria. Una palabra que no había dicho jamás y le fastidió no poder dominar siquiera su lengua. En realidad, sólo quería que se la tragara la tierra. Christien no podía haber elegido un momento peor para visitarla.