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¿Descubriría el francés que tenía un hijo secreto? Habían pasado cuatro años desde aquel verano en el que Tabby se había enamorado de Christien Laroche. Pero había ocurrido una tragedia y Christien no había querido saber nada más de ella. No tuvo oportunidad de confesarle al arrogante francés que estaba esperando un hijo suyo. Ahora Tabby tenía una nueva vida junto a su pequeño Jake. Su único problema era el recuerdo de Christien. Entonces reapareció en su vida... y quiso meterse en su cama.
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Seitenzahl: 207
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.
EL HIJO DEL FRANCÉS, Nº 1505 - julio 2012
Título original: The Frenchman’s Love-Child
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0691-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Christien Laroche, con una expresión de interrogación en sus perspicaces ojos oscuros, observó el retrato de su difunta tía abuela Solange. Una mujer silenciosa que nunca había dado que hablar y que, sin embargo, había sorprendido a toda la familia con su testamento.
–¡Increíble! –exclamó un primo sin poder ocultar su desaprobación–. ¿En qué estaría pensando Solange?
–Me duele tener que decirlo, pero mi pobre hermana debió de perder la cabeza al final de sus días –se lamentó un hermano de la fallecida sin salir de su asombro.
–¡Sin duda! Es increíble que haya dejado parte de los terrenos de Duvernay a una extranjera que no es de la familia –corroboró otro familiar lleno de ira.
Si el ambiente hubiera sido menos tenso, Christien habría tenido que hacer un esfuerzo para no reírse del espanto de sus familiares. La riqueza no les había restado nada de su apego atávico y apasionado hacia las tierras de la familia. Sin embargo, la reacción de todos era desmesurada porque el legado era minúsculo en valor monetario. Los terrenos de Duvernay medían varios miles de hectáreas y la parcela en cuestión era una pequeña casa de campo con un poco de tierra alrededor. Aun así, a Christien también le había enfadado aquel legado que consideraba censurable y muy inconveniente. ¿Por qué su tía abuela le había dejado algo a una joven a la que había visto unas cuantas veces en su vida? Era un misterio que le encantaría desvelar.
–Desde luego, Solange tenía que estar muy enferma, porque su testamento es un insulto para mí –se lamentó entre sollozos Matilde, la madre viuda de Christien–. El padre de esa chica mató a mi marido y mi propia tía se lo recompensa...
Christien, con un gesto severo ante el desafortunado comentario de su madre, permanecía junto a la ventana que daba a los elegantes jardines de Duvernay mientras la dama de compañía de su madre se esforzaba por consolarla. Aunque habían pasado casi cuatro años desde la muerte de su marido, Matilde Laroche seguía viviendo en su enorme casa de París con las persianas bajadas, vestía de riguroso luto y nunca salía o se divertía. A Christien le costaba recordar que su madre había sido una persona muy sociable con un cálido sentido del humor. Se sentía impotente porque no había consuelo ni medicación que aliviara lo más mínimo su dolor infinito.
También era verdad que Matilde Laroche había sufrido una pérdida devastadora. Sus padres se enamoraron de niños, habían sido los mejores amigos durante toda su vida y su matrimonio había alcanzado una intimidad excepcional. Además, su padre sólo tenía cincuenta y cuatro años cuando murió. Henri Laroche, un relevante banquero, gozaba del vigor y la salud propios de un hombre en la flor de la vida. Sin embargo, eso no había impedido que muriera prematuramente por culpa de un conductor borracho.
El conductor borracho había sido Gerry, el padre de Tabitha Burnside. Esa noche espantosa cuatro familias fueron víctimas de un solo accidente de tráfico y Henri Laroche no fue el único que murió. Murieron el propio Gerry Burnside, cuatro de los pasajeros que iban con él y un quinto quedó gravemente herido y murió más tarde.
Cuatro familias inglesas habían estado pasando aquel nefasto verano en la granja que había justo debajo de la imponente casa de vacaciones de los Laroche en Dordoña. Su difunto padre había comentado que debería haber comprado esos terrenos para impedir que los ocupara una horda de veraneantes ruidosos. Naturalmente, a ningún Laroche se le habría pasado por la cabeza mezclarse con turistas, cuya idea de la diversión parecía limitarse a achicharrase al sol y beber y comer en exceso. Sin embargo, aquel verano sus padres sólo pasaron unos días en la villa y Christien tuvo casi todo el tiempo para trabajar en paz, salvo algunas visitas de amigos y de su novia de aquella época.
Había tres Burnside entre toda la gente que ocupaba la granja: Gerry Burnside, Lisa, su joven segunda mujer, y Tabby, hija de su primer matrimonio. Antes de que conociera a Tabby sólo había visto a las dos mujeres desde lejos y no las distinguía. Lisa y Tabby eran rubias y con buen tipo y él no sólo había dado por supuesto que eran hermanas, sino que también había dado por supuesto que eran de una edad parecida. Él no había tenido la más mínima idea de que una era una colegiala...
Naturalmente, incluso a la distancia, Tabby no podía disimular su lascivia, se dijo Christien mientras hacía una mueca de desdén con su sensual boca. Sin embargo, él, como cualquier joven presa de la lujuria de su edad, había participado ávidamente en todo lo que siguió. Los baños de Tabby desnuda en la piscina iluminada sólo podían haber estado dedicados a él. Él tampoco se había quedado en la casa exclusivamente para mirarla, pero la visión de sus hermosos pechos y de la deliciosa curva de su trasero le había animado considerablemente las tardes en las que se había quedado tomando una copa de vino en la terraza.
No se culpaba por haber disfrutado de la visión. Cualquier hombre se habría excitado al ver cómo exhibía sus encantos. Cualquier hombre se habría aprovechado de una provocación tan evidente. Naturalmente, entonces a Christien no se le ocurrió preguntarse por qué ella se quedaba tan a menudo en casa mientras el resto salía a cenar todas las noches. Sólo al pensarlo al cabo del tiempo había llegado a la conclusión de que lo había estado provocando. Ella, desde luego, lo habría visto en el pueblo y enseguida se habría enterado de quién era y lo que eso suponía. Al darse cuenta de que la villa de los Laroche daba a la piscina de la granja, ella habría supuesto que antes o después él la vería bañarse desnuda.
A Christien no le había sorprendido lo más mínimo que Tabby hiciera todo aquello para atraparlo. Ya de adolescente se había dado cuenta de que las mujeres encontraban irresistible su belleza morena y delgada y que eran capaces de hacer casi cualquier cosa por llamar su atención. Sin embargo, nunca se había envanecido de ese éxito extraordinario con las mujeres. Sabía perfectamente que el sexo y el dinero formaban una combinación muy poderosa y atractiva. Había nacido muy, muy rico. Era hijo único de dos hijos únicos muy ricos y de adulto se había hecho más rico todavía. Heredó de los Laroche el talento para hacer dinero y su extraordinaria destreza empresarial. Dejó la universidad a los veinte años y nueve meses después ya había ganado su primer millón con los negocios. Cinco años después, cuando era el propietario de unas líneas aéreas internacionales que estaban batiendo todos los récords de beneficios y notaba cierto hastío de trabajar siete días a la semana, empezó a sentirse aburrido. Aquel verano había anhelado algo diferente y Tabby se lo había proporcionado con creces.
Ella no se había andado con rodeos y había aceptado sus condiciones. La había tomado en su primera cita. Después siguieron seis semanas del sexo más desenfrenado que había conocido en su vida. Se había obsesionado con ella. La insistencia de Tabby en no quedarse a pasar la noche con él y en mantener en secreto su relación le añadía una emoción ilícita a cada encuentro. Sin embargo, lo que nunca podría olvidar era que, después de sólo seis semanas de placer sexual sin límite, le había pedido que se casara con él para poder gozar de aquel cuerpo maravilloso a cualquier hora del día.
¡Matrimonio! Christien seguía sintiendo un escalofrío al acordarse. Su impresionante cociente intelectual no le había servido de mucho a la hora de intentar contener una libido irrefrenable y se quedó sin palabras cuando se enteró de que había estado acostándose con una colegiala. Con una colegiala de diecisiete años que era una mentirosa compulsiva.
Mientras Veronique hacía todo lo posible para intentar protegerlo de la amenaza de un escándalo atroz, él seguía presa de una lujuria tal que había decidido que podría lidiar con una mujer a la que enseñaría a decir la verdad y, además, mantendría en la cama casi todo el tiempo. Sin embargo, al día siguiente, vio a su hipotética novia comportarse como una mujerzuela con un motorista y, dejando a un lado la ira, la incredulidad y el disgusto, se vio liberado inmediatamente de su obsesión...
–¡Si esa Burnside pone un pie en las tierras de los Laroche, mancillará la memoria de tu padre! –exclamó Matilde Laroche.
Christien volvió de su ensimismamiento y parpadeó ante el tono teatral de su madre.
–Eso no ocurrirá –afirmó con una convicción tranquilizadora–. Le haré una oferta para que venda la parcela y ella, naturalmente, aceptará el dinero.
–Es un asunto que te resultará muy desagradable –le comentó Veronique con un susurro lleno de comprensión–. Déjame que yo me ocupe.
–Eres muy generosa, como siempre, pero no hace falta.
Christien miró con agradecimiento a la hermosa y elegante morena con la que pensaba casarse.
Veronique Giraud era todo lo que tenía que ser la mujer de un Laroche. Él la conocía de toda la vida y sus orígenes eran parecidos. Era abogada, una anfitriona excelente y muy tolerante con la fragilidad emocional de su futura suegra. Sin embargo, en la relación de Christien con su novia no había ni amor ni lujuria. Los dos consideraban que el respeto mutuo y la sinceridad era lo más importante. Si bien Veronique quería darle hijos, la intimidad física no la entusiasmaba y ya le había dejado claro que ella prefería que satisficiera sus necesidades con una amante.
A Christien el acuerdo le parecía muy satisfactorio. Su deseo de aceptar el lazo matrimonial había aumentado al saber que no le privaría de la inapreciable libertad masculina de hacer lo que quisiera y cuando quisiera.
Al cabo de un mes más o menos, tenía que ir a Londres por trabajo y visitaría a Tabby Burnside para hacerle una oferta por la casa de campo. Ella, sin duda, se quedaría atónita ante su presencia. Se preguntó como estaría después de esos años. ¿Estaría estropeada? Sólo tenía veintiún años. Estuvo a punto de encogerse de hombros. Al fin y al cabo, a él no le importaba.
Una casa en Francia... se dijo Tabby soñadoramente, un sitio propio y soleado...
–Naturalmente, venderás la casa de la anciana por todo lo que puedas sacar –dio por sentado Alison Davies–. Te darán una buena cantidad de dinero.
Tabby, en cambio, pensaba en el aire puro del campo en vez de los humos de la ciudad que según ella provocaban el asma de su hijo.
–Jake y tú tendréis algo por si llegan las vacas flacas.
Su tía, una mujer morena con avispados ojos grises, asintió con la cabeza.
Tabby seguía pensando en lo afortunada que había sido porque Solange Rousell le hubiera dejado una casa en Francia. Estaba convencida de que tenía que ser el destino. Su hijo tenía sangre francesa y un golpe de suerte extraordinario cuando menos lo esperaba les había proporcionado una casa en Francia. ¡Eso estaba escrito! ¿Quién podía dudarlo? Miró a Jake, que estaba jugando en el pequeño jardín. Era un niño encantador con traviesos ojos castaños, una piel olivácea y una mata de rizos oscuros. En ese momento su asma no era grave, ¿pero cuánto podría empeorar si se quedaba en Londres? Tabby había empezado a planear su nueva vida en Francia con su hijo el mismo día que recibió la carta del notario francés. El momento no había podido ser mejor, ya que Tabby buscaba desesperadamente una excusa para dejar la confortable casa de su tía. Alison Davies sólo tenía diez años más que su sobrina. Cuando, a raíz de la muerte de su padre, Tabby se había quedado en la ruina y además embarazada, Alison le había ofrecido una casa. Tabby sabía muy bien lo agradecida que tenía que estarle.
Sin embargo, una semana antes, Tabby había escuchado una discusión entre Alison y su novio Edward que le había dejado con un profundo remordimiento. Edward iba a tomarse un año sabático en el trabajo para viajar. Tabby ya lo sabía y también sabía que su tía no iba a acompañarlo. Lo que Tabby no sabía hasta que oyó accidentalmente la discusión era que Alison Davies prefería renunciar a ese viaje antes que decirle a su sobrina que tendría que buscarse otro sitio para vivir.
–¡No tienes que gastarte tus ahorros! Esta casa es tuya gracias a tus padres y podrías alquilarla por una buena cantidad mientras estamos de viaje. Eso cubriría tus gastos –argumentaba Edward en la cocina mientras Tabby buscaba las llaves para abrir la puerta trasera al volver de su trabajo de la tarde.
–Ya hemos discutido esto –replicaba Alison–. No puedo decirle a Tabby que se vaya para que vengan unos desconocidos. Ella no puede pagarse un alojamiento aceptable...
–¿Quién tiene la culpa? ¡Se quedó embarazada a los diecisiete años y está pagando su error! –Edward estaba furioso–. ¿Tenemos que pagarlo nosotros? ¿No hemos tenido suficiente con apenas haber disfrutado de unos momentos solos y, cuando lo hemos hecho, tú has tenido que cuidar a su hijo?
Tabby sentía una punzada de dolor cuando se acordaba de aquella crítica tan feroz. Sin embargo, le parecía una crítica justificada. Creía que tenía que haberse dado cuenta ella misma de que estaba abusando de la hospitalidad de su tía. Se sentía abrumada por que Alison estuviera dispuesta a hacer ese sacrificio por ella cuando ya había sido tan generosa. Naturalmente, Tabby sólo pensaba en cambiarse de casa lo antes posible para que Alison pudiera ser libre de hacer lo que quisiera. Sin embargo, no quería que ella supiera que había oído la discusión.
–No puedo dejar de preguntarme por qué una anciana francesa se habrá acordado de ti en su testamento –reconoció Alison mientras sacudía pensativamente la cabeza.
Tabby salió de su ensimismamiento, abrió de par en par los expresivos ojos verdes y se pasó por detrás de la oreja un mechón de pelo entre rubio y color caramelo. Algunas cosas eran demasiado íntimas como para hablarlas incluso con su tía.
–Solange y yo nos llevábamos muy bien...
–Pero si sólo os visteis un par de veces...
–Ten en cuenta que lo que me ha dejado es una parte minúscula de sus posesiones –dijo Tabby queriendo dar una explicación–. Para mí la casa de campo es algo increíble, pero para ella... debía de ser algo insignificante.
Tabby siempre había conectado muy profundamente con Solange. La primera vez había balbucido al reconocer que adoraba a Christien. La segunda, no había estado tan segura de sí misma y no había podido ocultar su temor de que Christien estuviera perdiendo interés. La tercera y última...
Algunos meses después de que terminara aquel funesto verano, Tabby había vuelto sola a Francia para declarar en la investigación del accidente. Estaba deseando volver a ver a Christien. Tabby creía que con el paso del tiempo él habría podido comprender que los dos habían perdido a sus padres adorados. Sin embargo, pronto se dio cuenta de lo equivocada que estaba porque, si acaso, los meses transcurridos habían hecho que Christien estuviera más frío y esquivo. Incluso Veronique, que había sido muy amistosa con ella, se mostraba distante y hostil.
Tabby, como hija de Gerry Burnside, había pasado a ser una apestada para cualquiera que hubiera sufrido las consecuencias del accidente.
Para ella, el día de la declaración fue tan doloroso y crucial en su vida como los inmediatamente siguientes al accidente. Los meses anteriores habían sido una pesadilla e incluso tuvo que pedir dinero prestado a su tía para volver de Francia, pero soñaba ingenuamente con la reacción de Christien al saber que era el padre de su hijo.
Sin embargo, el día de la declaración sus sueños se derrumbaron como castillos de arena. Ni siquiera llegó a decirle que era el padre de su hijo recién nacido porque ella no quiso comunicárselo delante de tanta gente y él le negó la posibilidad de tener una conversación privada. Ella, destrozada por tanta crueldad, se marchó antes de romper a llorar delante de él, sus familiares y amigos. Una vez en la calle, notó que una mano le tomaba la suya con un gesto de consuelo. Tabby levantó la mirada llena de desconcierto y se encontró con los ojos comprensivos de Solange Rousell.
–Siento que la familia se haya interpuesto entre Christien y tú –la mujer suspiró con una lamentación sincera–. No debería haber sido así.
Solange volvió a entrar precipitadamente en el edificio antes de que ella pudiera responderle y reconocer que sospechaba que el rechazo de Christien se debía a algo peor que la mera lealtad familiar.
–Piensas vender la casa de Francia, ¿verdad? –insistió Alison.
Tabby tomó una bocanada de aire y se preparó para soltar la noticia.
–No... espero quedármela.
Su tía frunció el ceño.
–Pero la casa... está en los terrenos de... Christien Laroche... ¿no?
–Solange decía que Christien iba muy poco por allí porque prefería la ciudad –Tabby hizo un esfuerzo enorme para decir su nombre en voz alta–. También me dijo que la finca era extraordinariamente grande y que la casa estaba en un extremo. Si mantengo la discreción, cosa que pienso hacer, él ni siquiera sabrá que estoy allí.
Alison no parecía nada convencida.
–¿Estás segura de que no quieres volver a verlo?
–¡Claro que no! –Tabby hizo una mueca–. ¿Para qué iba a querer verlo?
–Para decirle lo de Jake.
–Ya no quiero decirle nada de Jake. Ya pasó el momento de hacerlo –Tabby levantó la frente porque si Christien y su esnob familia se habían sentido ofendidos por su mera presencia, la existencia de su hijo sólo habría aumentado la ofensa y el desprecio–. Jake es mío y nos arreglamos bien.
Alison no dijo nada porque no estaba convencida y sabía lo vulnerable que Tabby podía ser por culpa de su buen corazón y su naturaleza confiada. Siempre se había sentido muy protectora con la única hija de su difunta hermana y también había sido consciente del peligroso efecto que tenía su sobrina en el sexo contrario. Tabby tenía el pelo rubio con mechones de color caramelo, los ojos verdes, hoyuelos y una figura increíble que parecía un reloj de arena. La única cualidad que le sobraba a Tabby era un atractivo sexual que causaba estragos.
Cuando iba por la calle, los hombres no podían dejar de mirarla y se sabía que había provocado algún accidente de coche. En realidad, parecía como si la mala suerte persiguiera a Tabby, se dijo tristemente Alison al pensar en el cúmulo de desgracias que había habido en la vida de su sobrina durante los últimos años. Aun así, Tabby se metía en los asuntos más disparatados y, aunque los resultados eran desastrosos muchas veces, seguía siendo una optimista incurable.
Lo tuvo presente y Alison posó sus ojos grises y llenos de nerviosismo en la joven que tenía delante.
–No quisiera resultar una aguafiestas, pero me parece que no has tenido en cuenta lo caro que es mantener una casa de vacaciones en otro país.
–¡Cómo! No estoy pensando en que sea mi casa de vacaciones. ¿Eso era lo que estabas pensando? –Tabby se rió–. Hablo de vivir allí; de que Jake y yo empecemos una nueva vida en Francia.
Su tía, atónita, la miró fijamente.
–Pero... no puedes hacer eso...
–¿Por qué? Puedo hacer mis miniaturas en cualquier sitio y venderlas por Internet. Ya estoy haciéndome una base de clientes y ¿qué puede haber más inspirador que el paisaje francés? –Tabby rebosaba entusiasmo–. Ya sé que el principio pasaré algunos apuros económicos, pero como soy dueña de la casa, tampoco necesitaré muchos ingresos para salir adelante. Jake tiene la edad perfecta para ir a otro país y aprender otro idioma...
–¡Por el amor de Dios! Estás haciendo todos esos planes y ni siquiera has visto la casa –exclamó Alison.
–Ya lo sé –Tabby sonrió–, pero la semana que viene voy a tomar el transbordador para ir a verla.
–¿Y si es inhabitable?
Tabby se puso muy recta.
–Ya lo pensaré cuando la vea.
–Me parece que no estás siendo práctica –dijo Alison con un tono más calmado–. Vivir en el extranjero puede parecer muy emocionante, pero tienes que pensar en Jake. En Francia no tienes familia, no hay nadie que pueda ayudarte si tienes que trabajar o caes enferma.
–Pero estoy deseando ser independiente.
Alison primero se sintió sorprendida y luego dolida.
A Tabby no la afectó porque sabía que era su argumento más convincente.
–Alison, tengo seguir adelante por mis propios medios, tengo veintiún años.
Su tía se levantó y empezó a recoger los platos de la cena con las mejillas sonrojadas.
–Lo entiendo, pero no quiero que quemes tus naves y luego te des cuenta de que has cometido un error.
Tabby se quedó sentada y pensó en todos los errores que había cometido. Jake entró corriendo por la puerta de la cocina y se arrojó en sus brazos. Con la respiración entrecortada y entre risas, el niño se sentó en la rodilla de su madre y le dio un abrazo.
–Te quiero, mamá –dijo alegremente.
Ella lo abrazó con fuerza. Casi todo el mundo era demasiado considerado como para decírselo, pero ella sabía que todos pensaban que Jake había sido su mayor error. Sin embargo, cuando su vida se torció, sólo la perspectiva de tener aquel bebé le había dado fuerza para seguir adelante y la confianza en que el futuro sería más feliz. Christien había sido como un sol en su vida y, cuando salió de ella, se hizo una oscuridad eterna.
Alison se volvió del fregadero para mirar a su sobrina con el ceño fruncido.
–Antes de que vinieras a vivir aquí, yo trabajaba con un tipo llamado Sean Wendell. Le encantaba Francia y se fue a vivir a Bretaña donde puso una agencia inmobiliaria. Todavía nos felicitamos por Navidad, puedo llamarlo y pedirle que te ayude mientras estás allí.
El gesto de preocupación de Tabby dio paso al de sorpresa.
–Ya sé, ya sé... –continuó Alison–. No debería meterme donde no me llaman, pero, hazlo por mí, deja que Sean te ayude. Me moriría de la preocupación.
–Pero, ¿en qué voy a necesitar ayuda exactamente? –preguntó Tabby con tono decaído.
–Bueno, de entrada, tendrás que tratar con el notario y seguro que habrá que hacer papeleo. Tu francés es muy elemental y quizá no sea suficiente.
Tabby sabía que su conocimiento del idioma era escaso, pero no le gustaba la idea de tener que depender de un desconocido. Sin embargo, la verdad era que en ese momento no podía concentrarse en lo que le resultaba un problema nimio cuando el pasado ocupaba toda su cabeza.
Mientras ayudaba a Jake a acostarse, los recuerdos, dolorosos y estimulantes, la arrastraron a cuatro años antes, al verano que ya le parecía como si hubiera pasado hacía un siglo...
Podía recordar que durante toda su infancia, su familia y sus tres amigos más íntimos, los Stevenson, los Ross y los Tarbert, habían ido a Dordoña de vacaciones y habían alquilado una casa lo suficientemente grande para las cuatro familias. Los Stevenson tenían una hija, Pippa, que era de su misma edad y su mejor amiga. Los Ross tenían dos hijas, Hilary, que era seis meses menor, y Emma. Los Tarbert sólo tenían una hija, Jen. Cuando Pippa, Hilary, Jen y ella eran muy pequeñas, iban a las actividades de la misma iglesia y sus madres se habían hecho amigas. Más tarde, las distintas familias se habían mudado a diversos sitios, pero mantuvieron la amistad y las vacaciones en Francia.
Sin embargo, en el otoño de su dieciséis cumpleaños, su vida feliz y tranquila, que ella había tenido por segura, se esfumó sin previo aviso. Su madre murió por las complicaciones de una gripe. Su padre quedó destrozado por la repentina muerte de su mujer, pero seis meses después volvió a casarse sin comentarlo con nadie. Lisa, su segunda mujer, había sido la recepcionista rubia y de veintidós años que había trabajado en su concesionario de coches. Tabby se quedó tan atónita como todo el mundo.
Casi de la noche a la mañana, su padre se había convertido en un desconocido que se vestía como si fuera mucho más joven y que se comportaba como si también lo fuera. Ya no le dedicaba tiempo a su hija porque su novia tenía ataques de celos si le prestaba atención. Para contentar a Lisa, se compró otra casa y se gastó una fortuna. A Lisa le disgustó Tabby desde el principio y le dejó muy claro que era la tercera en discordia y que eso la molestaba.
Naturalmente, aquel verano Lisa no había querido ir de vacaciones a Francia con los amigos de su marido, pero, por una vez, su padre se mantuvo firme.