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Sé mi esposa El príncipe Rule había viajado a Estados Unidos por un asunto familiar de verdadera importancia. Y no se iba a ir hasta que conociera a Sydney O'Shea, la madre de su hijo. Rule no esperaba que la abogada de Texas lo volviera loco de deseo; pero en cualquier caso, la ley de Montedoro lo obligaba a casarse antes de los treinta y tres años si no quería perder su herencia y su título. Y se le ocurrió la solución perfecta, casarse con Sydney. Ya tendría tiempo, después, de decirle toda la verdad. Si es que se la decía.
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Seitenzahl: 185
Veröffentlichungsjahr: 2013
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Christine Rimmer. Todos los derechos reservados.
EL HIJO SECRETO DEL PRÍNCIPE, N.º 1971 - marzo 2013
Título original: The Prince’s Secret Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2702-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Pare aquí —dijo Rule Bravo-Calabretti.
El conductor de la limusina aparcó el vehículo. El Mercedes al que Rule seguía se había detenido más adelante, a poca distancia de los ascensores y de la escalera que llevaba al centro comercial.
Las luces de freno del Mercedes se apagaron. De su interior surgió una mujer de cabello castaño y rizado que se colgó un bolso del hombro, cerró la portezuela del coche y se guardó las llaves. Mientras la observaba, Rule pensó que las fotografías de los detectives no le hacían justicia.
Era mucho más atractiva al natural. No se podía decir que fuera guapa, pero poseía una belleza más interesante que la de una simple cara bonita. Alta y esbelta, llevaba una chaqueta de color azul y una falda a juego que le rozaba la parte superior de las rodillas. Sus zapatos eran más oscuros que el traje, cerrados y de tacón medio.
La mujer se giró hacia la escalera y empezó a caminar sin fijarse en la limusina. Rule, que permanecía oculto tras los cristales ahumados del vehículo, tuvo la seguridad de que no sabía que la estaba siguiendo.
Tomó la decisión de inmediato. Tenía que conocerla.
Y la tomó a pesar de haberse repetido muchas veces que no la llegaría a conocer; que mientras las cosas le fueran bien y cuidara adecuadamente de su hijo, él se mantendría al margen. Al fin y al cabo, había renunciado a sus derechos sobre el niño.
Pero sus derechos no tenían nada ver. No le iba a quitar lo que era suyo. No iba a interferir en la vida del pequeño.
Solo quería hablar con ella y asegurarse de que su primera reacción al verla en carne y hueso había sido un espejismo, un momento de debilidad que se explicaba porque aquella mujer tenía lo que más le importaba.
Sabía que estaba jugando con fuego. El simple hecho de estar allí era un error. Si hubiera pensado con claridad, habría terminado sus negocios en Dallas y habría vuelto a toda prisa a Montedoro para pasar más tiempo con Lili e intentar convencerse de que podían ser una pareja feliz.
Pero Montedoro tendría que esperar.
Antes, iba a hacer lo que había deseado durante años. Iba a conocer a Sydney O’Shea en persona.
Sydney no salía de su asombro.
El sexy y extrañamente familiar desconocido que estaba en el pasillo del centro comercial la miraba de forma descarada. Los hombres como él no miraban a las mujeres como ella; solo miraban a mujeres tan impresionantes como ellos mismos.
Sydney sabía que no era fea, pero tampoco era una preciosidad. Y por otra parte, tenía un aire de determinación y de inteligencia que intimidaba a algunos hombres.
Giró la cabeza, incapaz de creer que estuviera realmente interesado en ella y se dijo que su imaginación le estaba jugando una mala pasada. Después, se acercó a un expositor, fingió que miraba el precio de unas revistas y le lanzó una mirada subrepticia.
Él también estaba fingiendo. Lo supo porque, justo en el momento en que le lanzó la mirada, él hizo lo mismo y sonrió.
Confundida, pensó que estaría coqueteando con alguien que se encontraba a su espalda. Y miró hacia atrás. Pero no había nadie.
Sacudió la cabeza e intentó concentrarse en su tarea, consistente en comprar un regalo de bodas. Calista, una compañera de trabajo, había decidido casarse de repente y se marchaba el día después a una isla del trópico, donde contraería nupcias y pasaría la luna de miel.
Si hubiera sido como otros abogados, Sydney lo habría dejado en manos de su secretaria y se habría ahorrado la molestia; pero era digna nieta de su digna abuela, Ellen O’Shea, quien siempre se había preciado de comprar personalmente los regalos, y ella seguía la tradición aunque le resultara pesado y algo deprimente.
—¿Cacharros de cocina? Son útiles, pero no interesantes —dijo una voz cálida y profunda a su lado—. Salvo que te encante cocinar, por supuesto.
Sydney se volvió a quedar atónita. El hombre inmensamente sexy del pasillo se había acercado mientras ella miraba unas sartenes. Y ya no había duda alguna. Le estaba hablando.
Se giró hacia él muy despacio, como si despertara de un sueño.
Era impresionante. De ojos negros, pómulos altos, mandíbula cuadrada, nariz recta y hombros anchos bajo una ropa informal, pero obviamente cara.
—¿Es que te encanta? —continuó.
Sydney respiró hondo.
—¿Cómo?
—Que si te gusta cocinar.
Sydney pensó que aquello era imposible. No tenía ni pies ni cabeza. Hasta consideró la posibilidad de que fuera un gigoló y la hubiera tomado por una clienta potencial.
Sin embargo, su cara le resultaba familiar. Quizás habían coincidido en algún sitio.
—¿Nos conocemos?
Él la miró con detenimiento durante unos segundos y soltó una carcajada que a Sydney le resultó tan sexy como su voz.
—Si nos conociéramos, me sentiría decepcionado —ironizó—. En ese caso, me habría gustado pensar que te acordarías de mí.
Sydney intentó recobrar el habla. Se había quedado muda, algo absolutamente impropio de su carácter.
—Me llamo Sydney O’Shea.
—Y yo, Rule Bravo-Calabretti.
Él le estrechó la mano y ella sintió un calor que le subió por el brazo y lanzó flechas de placer hacia varias partes de su cuerpo. La sensación fue tan inquietante que rompió el contacto de forma brusca y dio un pasó atrás.
—¿Rule?
—Sí.
—Déjame que lo adivine... No eres de Dallas.
Él se llevó una mano al corazón y dijo:
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé por tu acento, porque llevas ropa de diseño y porque tienes dos apellidos, algo poco habitual en Estados Unidos —respondió con rapidez—. No es que no seas de Dallas; es que ni siquiera eres de este país.
Rule se rio.
—¿Eres experta en acentos y apellidos?
—No, solo soy lista y observadora.
—Lista y observadora... —repitió—. Me gusta.
Si hubiera sido posible, Sydney se habría quedado allí eternamente, mirándolo a los ojos y escuchando su voz.
Pero tenía que comprar el regalo de Calista. Y después, comer algo rápido y volver al bufete para asistir a la reunión sobre el caso Binnelab.
—Todavía no has contestado a mi pregunta, Sydney.
Ella lo miró con extrañeza.
—¿A qué pregunta?
—¿Te gusta cocinar?
—¿Cocinar? ¿A mí? No, en absoluto... solo cocino cuando no tengo más remedio.
—Entonces, ¿por qué te he encontrado entre cacharros de cocina?
—¿Encontrado? —Sydney volvió a desconfiar de él—. ¿Es que me estabas buscando?
Él se encogió de hombros.
—Sinceramente, sí —contestó—. Te he visto entrar en el centro comercial y me has parecido tan decidida...
—¿Me has seguido porque te he parecido decidida?
—Te he seguido porque has despertado mi curiosidad.
—¿La determinación despierta tu curiosidad?
Rule volvió a reír.
—Sí, supongo que sí. Es que mi madre es una mujer muy decidida.
—Y tú adoras a tu madre, claro.
Él captó el retintín de su voz y supuso que lo habría tomado por una especie de niño de mamá. Pero no podía estar seguro. Ya había notado que Sydney se ponía sarcástica cuando estaba nerviosa. Y lo estaba.
—Sí, por supuesto que la adoro. La adoro y la admiro —Rule la miró fijamente, con humor—. Eres un poco quisquillosa, ¿no?
Sydney, que precisamente se estaba preguntando si Rule habría captado su ironía, decidió ser sincera.
—Sí, soy quisquillosa. Una característica que suele disgustar a algunos hombres.
—Porque algunos hombres son estúpidos —afirmó—. Pero si no te gusta la cocina, ¿qué estás haciendo aquí?
—Tengo que comprarle un regalo de bodas a una compañera del bufete.
—Un regalo de bodas.
—Sí.
—Entonces, permíteme que te recomiende algo...
Rule se inclinó y dio un golpecito a una cacerola de Le Creuset, de color rojo, con forma de corazón. A Sydney le pareció bonita, pero su mano le interesó mucho más. No llevaba anillo de casado.
—Qué romántico —declaró con ironía—. ¿Qué novia no necesita una cacerola con forma de corazón?
—Cómprala —ordenó él—. Así nos podremos ir.
—¿Los dos? ¿Tú y yo?
Rule la miró nuevamente a los ojos. Había dejado la mano sobre la cacerola, con el brazo tan cerca de ella que casi la tocaba.
—Sí, tú y yo.
Sydney respiró hondo e intentó mantener la calma. El aroma de su loción de afeitado le parecía terriblemente tentador.
—No voy a ir a ninguna parte contigo. Ni siquiera te conozco.
—Eso es verdad. Y lo encuentro muy triste... porque me gustaría conocerte, Sydney. Ven a comer conmigo, por favor.
Ella abrió la boca con intención de rechazar la propuesta, pero él alcanzó la cacerola, señaló la caja registradora más cercana y dijo:
—Sígueme.
Sydney lo siguió. A fin de cuentas, la cacerola era un buen regalo y Rule, indiscutiblemente atractivo. Pero se dijo que, en cuanto pagara en caja, se despediría de él y se marcharían por caminos separados.
La cajera, una joven rubia y muy bonita, se apresuró a encargarse del objeto.
—Oh, deje que lo ayude...
Mientras pasaba la cacerola por el escáner, la joven se dedicó a lanzar miraditas a Rule. Sydney lo comprendió de sobra. Era tan sexy, encantador y refinado que parecía el amante perfecto de una novela romántica.
Al pensar en esa palabra, amante, se estremeció.
Definitivamente, su imaginación estaba jugando con ella.
—Es una cacerola preciosa —declaró la cajera—. ¿Es para un regalo?
—Sí. Para un regalo de bodas —contestó Sydney.
La joven lanzó otra mirada a Rule y dijo:
—Lo siento. Ya no envolvemos regalos.
Rule se mantuvo en silencio y le dedicó una sonrisa apenas perceptible.
—No importa —replicó Sydney.
Al igual que su abuela, a Sydney le gustaba envolver los regalos que compraba; pero Calista se iba ese mismo día y no tendría tiempo de hacer algo original, así que tendría que guardarlo en una bolsa.
Pagó con la tarjeta de crédito y firmó en la pequeña pantalla, intentando hacer caso omiso del hombre que estaba a su lado.
La cajera le dio el recibo a Sydney, pero la bolsa con la cacerola se la dio a Rule.
—Aquí tiene. Vuelva cuando quiera.
Por el tono de voz de la chica, fue evidente que ardía en deseos de verlo otra vez. Sydney le dio las gracias y se giró hacia Rule.
—Dame eso.
—No hace falta. Puedo llevarlo yo.
—Dámelo —insistió.
Él le dio la bolsa a regañadientes. Y no mostró la menor intención de despedirse de ella.
—Ha sido un placer —continuó Sydney—, pero ahora tengo que...
—Solo será una comida —la interrumpió en voz baja—. No es un compromiso en firme.
Sydney contempló sus ojos oscuros y casi pudo oír lo que Lani, su mejor amiga, le había dicho en cierta ocasión: que si quería encontrar a un hombre especial, tendría que dar alguna oportunidad a sus pretendientes.
Además, tampoco era para tanto; como él mismo había dicho, solo sería una comida. Se divertiría un rato, disfrutaría un poco más de sus atenciones y se marcharía.
—Está bien. Comeré contigo —dijo, muy seria.
—¿Sin una mala sonrisa? —bromeó.
Ella sonrió de oreja a oreja. Rule le gustaba de verdad; además de ser sexy y encantador, parecía una buena persona.
—Antes de comer, tengo que ir a alguna tienda donde vendan bolsas bonitas. Para la cacerola de mi compañera.
—Creo que conozco el lugar perfecto.
Rule la llevó a un establecimiento cercano, donde Sydney compró una bolsa adecuada y una tarjeta de regalo.
—¿Y bien? ¿Adónde vamos? —preguntó ella al salir.
Él sonrió con picardía.
—Bueno, teniendo en cuenta que estamos en Texas, iremos a comernos un buen filete.
Sydney no se llevó ninguna sorpresa cuando salieron de la tienda y vio que le estaba esperando una limusina. Ya le había parecido un hombre de limusinas.
Rule la invitó a subir para ir al restaurante, pero ella se negó porque prefería seguirlo en su coche. Minutos después, llegaron al barrio de Stockyards, en Fort Worth, y entraron en un local de ambiente típicamente texano y buena reputación. El suelo era de losetas rojas y las paredes, de ladrillo visto y madera de pino, estaban adornadas con fotografías de botas, sombreros y pañuelos vaqueros.
Se sentaron en una esquina y él pidió una botella de tinto. Sydney estuvo a punto de rechazar el vino, pero lo probó y le gustó tanto que se sirvió una copa.
—¿Te gusta? —preguntó Rule.
—Es un vino excelente.
Rule propuso un brindis.
—Por las mujeres listas, observadoras y decididas.
—Y quisquillosas, no lo olvides.
—¿Cómo lo iba a olvidar? Es un detalle encantador.
—Si tú lo dices...
Él le dedicó una sonrisa.
—Entonces, por las mujeres listas, observadoras, decididas y quisquillosas.
Ella rio y aceptó el brindis. El camarero apareció entonces con las ensaladas que habían pedido de primero y se fue.
—Háblame de tu importante trabajo —dijo él.
Sydney tomó otro sorbo de vino.
—¿Cómo sabes que es importante?
—Antes has dicho que el regalo era para una compañera del bufete...
—¿Y qué? Podría trabajar en un bufete y ser una recepcionista o una secretaria.
—No, en absoluto —declaró con firmeza—. Tu ropa es demasiado cara y demasiado conservadora para eso. Sin mencionar tu actitud, claro.
Ella se inclinó hacia delante. El vino la había relajado y se sentía desinhibida y capaz de cualquier cosa.
—¿Qué le pasa a mi actitud?
—Que no es la de una secretaria.
Sydney se echó hacia atrás y puso las manos en el regazo.
—Soy abogada en un bufete que representa a empresas de alto nivel.
—Abogada... Sí, eso es más lógico.
—¿Y tú? ¿A qué te dedicas?
—Me gusta variar en el trabajo. En este momento, estoy en el sector del comercio. Del comercio internacional.
Ella alcanzó el tenedor y se llevó un poco de ensalada a la boca.
—¿En este momento? ¿Es que cambias mucho de empleo?
—Solo acepto los proyectos que me interesan. Y cuando quedo satisfecho con uno, paso al siguiente.
—¿Y con qué comercias?
—Ahora mismo, con naranjas.
—¿Con naranjas? Qué exótico...
—Concretamente, con las montedoranas; son un tipo de la variedad sanguina que tiene un ligero sabor a frambuesa y una piel más lisa que la de otras variedades.
—¿Eso significa que podré comprarlas pronto en el supermercado?
—Lo dudo mucho. La producción no es tan grande como para que se pueda distribuir en grandes superficies.
—Montedoranas... —dijo ella, como recordando algo—. ¿No hay un país pequeño en Europa, en la Costa Azul, que tiene un nombre parecido?
—Sí, el Principado de Montedoro, en el Mediterráneo. Es mi país —respondió él—, uno de los países más pequeños del viejo continente. Mi madre nació allí. Mi padre era estadounidense, de Texas, pero se mudó a Montedoro y adoptó la ciudadanía cuando se casó con ella... se llamaba Evan Bravo.
—Así que tienes familiares en Texas.
—Tengo un tío, una tía y varios primos hermanos que viven en San Antonio y sus alrededores. Eso, sin contar a los de Abilene, a los de Hill Country y a todos los Bravo que viven en California, Wyoming y Nevada.
—Y supongo que Calabretti es el apellido de tu madre...
—Sí.
—¿Eso es típico de tu país? ¿Los hijos llevan el apellido del padre y de la madre?
Rule asintió.
—Bueno, solo pasa en cierto tipo de familias... Es como en España. De hecho, los montedoranos nos parecemos bastante a los españoles. Nos gusta mantener los apellidos de las dos ramas familiares y llevarlos con orgullo.
—Bravo-Calabretti... es curioso, pero me resulta familiar. Tengo la sensación de que lo he oído en alguna parte.
Rule le dio unos segundos por si lo recordaba; pero Sydney no dijo nada más y él se encogió de hombros.
—Puede que te acuerdes más tarde.
—Sí, es posible. De hecho, tu apellido no es lo único que me resulta familiar. ¿Estás seguro de que no nos habíamos visto antes?
Rule se encogió de hombros por segunda vez.
—Dicen que todo el mundo tiene un doble en alguna parte. Quizás te has cruzado con el mío —comentó.
—Quizás —dijo ella—. ¿Y no tienes hermanos?
Rule asintió.
—Por supuesto que sí. Tres hermanos y cinco hermanas. Maximilian es el mayor; yo soy el segundo y después vienen Alexander y Damien, que son gemelos. Mis hermanas se llaman Bella, Rhiannon, Alice, Genevra y Rory.
—Es una familia muy grande... te envidio. Yo soy hija única.
Sydney puso la mano encima de la mesa. Rule la cubrió con la suya y le causó un estremecimiento de placer. Fue como si su cuerpo despertara de repente y estuviera más vivo que nunca.
—¿Te entristece? —Rule lo preguntó con suavidad, mirándola a los ojos—. ¿Te habría gustado tener hermanos?
Ella deseó que no dejara de tocarla; pero se recordó que aquello no iba a ninguna parte y apartó la mano para no darle esperanzas, en el caso de que las tuviera.
—Sí, me habría gustado —contestó—. ¿Cuántos años tienes, Rule?
Él se rio una vez más.
—Me empiezo a sentir como si estuviera en una entrevista.
—Solo es curiosidad. Pero si te molesta hablar de eso...
—En cierto sentido, me incomoda —admitió—. Tengo treinta y dos años; una edad que, en mi familia, es peligrosa para un hombre soltero.
—¿Por qué? Eres muy joven.
—Porque piensan que ya debería estar casado.
—Pues no lo entiendo. ¿En tu familia existe un plazo para casarse?
—Dicho de esa forma, suena absurdo...
—Es absurdo —afirmó.
—Y tú eres una mujer de opiniones tajantes —comentó con admiración—. Pero me temo que sí. En mi familia se espera que nos casemos antes de los treinta y tres.
—¿Y si no te casas antes?
Él bajó la cabeza, la miró con ojos entrecerrados y declaró, sombrío:
—Las consecuencias podrían ser funestas.
—Me estás tomando el pelo, ¿verdad?
—Sí, claro... Me gustas, Sydney. En cuanto te vi, supe que me gustarías.
—¿Y cuándo fue eso?
—¿Es que ya lo has olvidado? Por lo visto, no soy tan memorable... Lo supe en el centro comercial, cuando te vi entrar.
El camarero se llevó sus platos de ensalada, ya vacíos, y les sirvió un par de filetes. Rule alcanzó el cuchillo y empezó a cortar el suyo.
—Tengo la impresión de que me estás examinando, Sydney.
—Una impresión correcta.
—Pues espero aprobar... Pero dime, ¿dónde viven tus padres? ¿Aquí, en Dallas?
Sydney decidió contarle su vieja y triste historia.
—Vivían en San Francisco, donde nací. Mi madre salió despedida de un tranvía cuando yo tenía tres meses... me llevaba en brazos, pero no me pasó nada; en cambio, ella se pegó un golpe en la cabeza y falleció casi al instante. Mi padre saltó para intentar salvarnos y murió al día siguiente, en el hospital.
Los ojos de Rule se oscurecieron.
—Debió de ser terrible para ti.
—No me acuerdo; era tan pequeña que no recuerdo nada —le confesó—. Mi abuela por parte paterna me llevó a vivir a Austin y me crio. Estaba sola desde la muerte de su marido... Era una mujer extraordinaria. Me enseñó que puedo conseguir todo lo que me proponga, que el poder implica responsabilidad, que la verdad es sagrada y que la lealtad y la honradez son recompensas por sí mismas.
—Y no obstante, te hiciste abogada —bromeó.
Sydney soltó una carcajada.
—¿En Montedoro también se hacen chistes de abogados?
—Me temo que sí. Especialmente, sobre abogados de grandes empresas.
—Entonces, prefiero guardar silencio. No diré nada que se pueda usar en mi contra.
Sydney lo dijo de forma aparentemente irónica, pero Rule se dio cuenta de que había tocado un punto sensible.
—Espero no haberte ofendido...
Ella decidió ser franca.
—Tengo un trabajo de gran responsabilidad y muy bien pagado. Un trabajo que ha sido importante para mí, porque implicaba que nunca tendría que preocuparme por el dinero y que podría tener una vida decente.
—Pero...
—Pero últimamente, he empezado a pensar que debería ayudar a la gente que realmente lo necesita, en lugar de dedicarme a proteger las hinchadas cuentas bancarias de un montón de multinacionales.
Rule se disponía a decir algo cuando el teléfono de Sydney, que había dejado encima de la mesa, empezó a vibrar. Era Magda, su secretaria. Seguramente quería saber por qué no había llegado aún al despacho.
Sydney miró a Rule, que la había dejado de mirar y se había concentrado en la comida para darle un poco de intimidad, por si la necesitaba.
Pero no la necesitaba.
Cerró el teléfono y se lo guardó rápidamente en el bolso. Así, si volvía a vibrar, no se daría cuenta.
—Antes, cuando hablabas de tu abuela, lo has hecho en pasado...
—Porque murió hace cinco años. La echo mucho de menos.
Él sacudió la cabeza.
—La vida puede ser terriblemente cruel.
—Sí.
Sydney probó el filete y lo masticó con calma, disfrutando del sabor y la textura de la carne mientras se alegraba en silencio de que Rule no le hubiera demostrado lástima, como tanta gente, al saber que sus padres y su abuela habían fallecido.
Él la miró con atención y ladeó la cabeza de un modo que le volvió a parecer extrañamente familiar.
—¿Has estado casada?
—Nunca. No he encontrado al hombre adecuado para eso, aunque he mantenido un par de relaciones largas.
—Pero no salieron bien, supongo.
—No. Y por si sientes curiosidad, te diré que mi situación es peor que la tuya. Tengo treinta y tres años, así que el castigo de tu familia sería terrible.
Rule sonrió.
—Desde luego... Deberías casarte de inmediato. Y tener nueve hijos, por lo menos. Y hacerlo con un hombre rico que te adore.
—Hum. Un hombre rico que me adore —repitió—. No me importaría, pero... ¿nueve hijos? Son más de los que me gustaría tener. Notablemente más.
—¿Notablemente? ¿Es que no quieres tener hijos?
Sydney estuvo a punto de hablarle de Trevor, pero se lo pensó mejor. Rule no dejaba de ser un desconocido, una fantasía que se esfumaría en poco tiempo. En cambio, Trevor era real; lo más hermoso, perfecto e importante de su vida.
—Yo no he dicho que no quiera niños; solo he dicho que no quiero nueve.
—Bueno, estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo. Me precio de ser un hombre razonable.
Ella lo miró con sorpresa.
—¿Un acuerdo?
—Claro. Estos asuntos atañen a las dos partes de una pareja; se tienen que decidir por consenso —contestó.
—Rule... No puedo creer que... —empezó a decir, desconcertada—. ¿Me estás pidiendo que me case contigo?
Él contestó con toda naturalidad, como si fuera lo más normal del mundo.
—Bueno, encajo en las condiciones que has mencionado hace un momento... Soy rico y podría adorarte con mucha facilidad.