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Luca Cavallari siempre conseguía lo que quería y, cuando descubrió que tenía un hijo, decidió que quería llevarse a su nueva familia a su finca de Sicilia. No le iba a ser fácil convencer a Annah Sinclair, pero controlarse ante su fuerte atracción era todavía más complicado. Y Luca sabía que solo había un modo de estar con Annah y con su hijo: ¡el matrimonio!
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Seitenzahl: 165
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Angela Bissell
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El hijo secreto del siciliano, n.º 2785 - junio 2020
Título original: The Sicilian’s Secret Son
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-066-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
DINO Rossini se echó hacia delante en su silla y torció el gesto.
–Está cometiendo un error, Cavallari. ¿De verdad piensa que esto es lo que habría querido su padre?
Luca Cavallari, que estaba sentado detrás del escritorio del despacho de su difunto padre, miró fijamente a Rossini. Si hubiese apartado la mirada, o incluso parpadeado, habría mostrado debilidad y estaba frente a un hombre que se aprovechaba de aquellos a los que consideraba más frágiles que él.
Aquel era el motivo por el que Luca acababa de despedirlo.
–Lo que mi padre quería dejó de importar el día de su muerte –le respondió–. Ahora se hacen las cosas a mi manera.
La expresión de Rossini se ensombreció.
–Las viejas costumbres…
–Ya no se van a tolerar. Lo dejé muy claro hace dos meses.
Advertencia que el jefe de seguridad de su padre había ignorado de manera descarada.
–Lo que usted hizo ayer es intolerable.
–Le había robado –le contestó Rossini, como si aquello justificase su brutalidad.
–Debió llamar a la policía.
Rossini se echó a reír.
–No estamos en Nueva York. ¿Piensa que lo van a respetar porque vista de traje y lleve el pelo bien cortado? –inquirió, sacudiendo la cabeza antes de continuar–. Estados Unidos le ha ablandado, Cavallari. Aquí, cuando te roban, no se llama a la policía. Aquí se le da una lección.
Luca se puso en pie, furioso, y apoyó los puños sobre el escritorio.
–¿Una lección? –inquirió–. ¡Mandó a que sus hombres se ensañasen con un chico de dieciséis años! Tiene una pierna rota, las costillas fracturadas, un hombro dislocado y una contusión en la cabeza. ¡Márchese de aquí!
–¿Y mis hombres?
–También están despedidos.
Rossini se puso en pie e hizo otra mueca de disgusto.
–No será fácil reemplazarnos.
–Ya lo he hecho –le informó Luca, sonriendo con satisfacción–. Hay dos hombres al otro lado de la puerta esperando para acompañarlo fuera de la finca.
Rossini se ruborizó. Fue hacia la puerta y, antes de salir, volvió a retar a Luca con la mirada.
Él se acercó a la ventana que había detrás del escritorio. Bajo el brillante sol siciliano, vio a dos hombres altos y fuertes acompañar a Rossini hasta su coche. Lo vio subirse a él, arrancar y alejarse de la casa dejando tras de sí una nube de polvo.
Buen viaje.
Pensó que tenía que haber despedido a Rossini dos meses antes, aunque hubiese estado veinte años trabajando para la familia.
–¿Signor Cavallari?
Se giró hacia Victor, el mayordomo, que estaba en la puerta.
Volvió a sentarse en la butaca, frente a la enorme mesa de madera labrada desde la que Franco Cavallari había dirigido su imperio y su familia con mano de hierro, y preguntó:
–¿Qué ocurre, Victor?
–Necesito enseñarle algo.
Luca se dio cuenta de que había urgencia en su voz y levantó la vista del montón de papeles que tenía en la mesa. Estudió al otro hombre, que no tenía ni un pelo fuera de su sitio, como de costumbre, que llevaba el traje sin una sola arruga, como si lo acabase de planchar, y vio que tenía sudor en la frente y la mano izquierda cerrada sobre un sobre grande.
–Siéntate, por favor, antes de que te caigas.
Victor se dejó caer en la silla que Rossini había dejado vacía.
–Gracias, signor –le respondió, sacándose un pañuelo blanco del bolsillo para secarse la frente.
Luca alargó la mano con impaciencia.
Victor dudó, separó los labios y volvió a apretarlos antes de darle el sobre.
Luca, que se había imaginado que dentro habría algún documento, sacó de él unas fotografías a todo color. Examinó la primera, en la que aparecía una joven en lo que parecía un parque público. Hacía sol y, posiblemente, calor, porque iba vestida con una camiseta sin mangas y un sombrero de paja que le hacía sombra en la cara.
–Muy guapa –murmuró, estudiando sus bonitas curvas y sus largas y esbeltas piernas.
Victor chasqueó la lengua.
–Mire las otras fotografías –le urgió–. Mírelas… el niño…
Luca dejó la fotografía que tenía en la mano y tomó la siguiente, en la que había un niño jugando. Debía de tener tres o cuatro años, no más, el pelo oscuro revuelto, los ojos marrones y la piel aceitunada.
A Luca se le erizó el vello de los brazos.
Era él de niño, pero no era él, porque, según la fecha que había impresa en la fotografía, aquella instantánea tenía solo diez meses.
Miró a Victor, que volvía a limpiarse la frente.
–¿De dónde han salido?
–Del apartamento de su padre en Roma. Hice que recogieran todas sus cosas y las mandaran aquí, tal y como había pedido la signora Cavallari, que también me pidió que ordenase las cajas…
–¿Y ella las ha visto?
–Por supuesto que no –respondió Victor en tono indignado–. Se las he traído directamente a usted.
Bien. Luca no tenía mucha relación con su madre, pero tampoco deseaba que la humillasen. Era posible, incluso probable, que Eva Cavallari supiese que su marido había tenido una amante, pero ¿también un hijo ilegítimo? ¿Un hermanastro para Luca y su hermano, Enzo?
Apretó los dientes. Otro lío que solucionar, y aquel no tenía nada que ver con blanqueo de capitales ni negocios ilegales.
Allí había un niño. Un niño que algún día podría reclamar legítimamente su parte de la herencia.
Luca miró el resto de las fotografías, encontró una en la que la mujer no llevaba el sombrero y la miró mejor.
Era rubia y muy guapa. Por supuesto. Tenía que admitir que su padre había tenido muy buen gusto para las mujeres y aquella no era una excepción. Tenía unos increíbles ojos azules, constitución esbelta y una piel perfecta…
Luca frunció el ceño.
Tenía la sensación de conocerla, pero no podía ser.
El mundo estaba lleno de bellezas rubias de ojos azules.
No obstante…
Se acercó más la fotografía y estudió los elegantes pómulos y la deliciosa boca.
La cámara la había sorprendido en un momento serio, en el que no sonreía, pero Luca se dio cuenta, de repente, de que conocía la sonrisa de aquella mujer y sus dientes perfectos, y de que sabía cómo le brillaban los ojos cuando se reía…
Tragó saliva, se le había quedado la garganta seca.
Su risa era el sonido más dulce y fascinante que había oído jamás.
Cerró los ojos y su mente lo catapultó a una gélida noche de febrero en Londres. Había ido caminando de vuelta a su hotel, perdido en sus pensamientos, cuando había chocado contra algo suave y lo había hecho caer sobre la nieve.
No contra algo, sino contra alguien, una mujer.
Ella no le había gritado ni le había dicho que mirase por dónde iba, sino que se había puesto en pie, lo había mirado con sus preciosos ojos azules y le había sonreído.
Luca había tardado en encontrar las palabras para disculparse, y después se la había llevado al bar de su hotel para invitarla a un enorme chocolate caliente.
Y allí había debido terminarse su azaroso encuentro.
Pero su belleza natural, su sonrisa fácil, su risa contagiosa… todo en ella lo había cautivado, y la tentación de tocarla, de abrazarla y de perderse en ella, de fingir que, por una noche, su mundo no era tan feo, había sido demasiado fuerte como para resistirse.
Respirando con dificultad, Luca volvió a pasar las fotografías y buscó en ellas algo más, algo que lo ayudase a comprender cómo era posible que la mujer con la que había pasado una noche inolvidable cinco años antes se hubiera convertido no solo en la amante de su padre, sino también en la madre de su hijo ilegítimo.
Sintió odio. Cómo no, su padre había corrompido la única experiencia pura que Luca había tenido jamás.
Levantó el sobre y una hoja de papel doblada cayó sobre la mesa. La desdobló. Era la fotocopia de una partida de nacimiento, de Ethan Sinclair, presumiblemente, el niño de las fotografías.
Buscó el nombre de la madre: Annah Sinclair.
Y así, sin más, el recuerdo de su dulce y melódica voz le inundó la cabeza.
–Annah con una «h» al final –le había dicho ella, sonriendo, mientras se tomaba el chocolate caliente.
Luca apartó el recuerdo de su mente y leyó el documento completo. No ponía el nombre del padre y el niño había nacido el treinta y uno de octubre de…
Se quedó helado.
–¿Signor Cavallari?
Luca miró a Victor, pero no lo vio. Estaba haciendo números en la cabeza, calculando los días que había entre el veintisiete de febrero y el treinta y uno de octubre.
Victor volvió a hablar, pero Luca no fue capaz de oírlo, solo podía escuchar su propia respiración.
El niño no era su hermanastro, sino su hijo.
–No se te ocurra –murmuró Annah, tirando las tijeras y lanzándose a recuperar la bobina de lazo plateado que corría por la superficie de su mesa de trabajo.
Fue rápida, pero el lazo la ganó y cayó al suelo.
Annah gimió y se agachó debajo de la mesa, pero no vio el lazo.
Se apartó un mechón de pelo de la cara y avanzó a gatas por el suelo mientras rezaba para que no entrase un cliente en aquel momento.
Su amiga y compañera, Chloe, estaba en Londres visitando a un amigo enfermo, así que Annah se encontraba sola en la tienda.
Metió la mano en un espacio que había entre unas cajas.
–Aquí estás –dijo, tomando la bobina en el preciso momento en el que sonaba la campanilla de la puerta.
Se maldijo.
Y asomó la cabeza por debajo del mostrador con la esperanza de que se tratase de Brian, el repartidor, pero vio un pantalón oscuro de corte clásico y unos zapatos de piel que parecían hechos a mano.
No era nadie de la zona. En aquel pequeño pueblo todos los hombres llevaban botas de agua o de trabajo, no aquellos zapatos.
–Enseguida estoy con usted –dijo, saliendo a gatas del hueco en el que se había metido.
–No tengo prisa –respondió una profunda voz masculina.
Con cierto acento.
Annah se puso tensa un instante, calculó mal y se dio un golpe en la cabeza. El dolor hizo que cayese sobre las rodillas.
–¡Ay!
El hombre rodeó el mostrador.
–¿Estás bien?
–Sí –mintió ella, quedándose inmóvil, con el corazón acelerado–. Estoy bien.
Aunque nada más lejos de la realidad.
Apoyó las manos en el suelo, respiró hondo y empezó a incorporarse. Se dijo que debía mantenerse tranquila, que era solo un hombre, aunque tuviese un acento italiano muy sexy, aquello no significaba nada.
O sí…
Prefirió pensar que no y apretó los dientes.
–¿Estás segura? –le volvió a preguntar el hombre.
Ella se levantó. Lo miraría a la cara y vería que no tenía por qué ponerse nerviosa. Con un poco de suerte sería bajito y gordo y no se parecería nada al hombre alto, moreno y guapo que la había seducido una fría noche de Londres cinco años antes.
Y, lo más importante, no se parecería en nada al abuelo paterno de Ethan, un hombre al que deseaba no volver a ver jamás.
–Sí, gracias –dijo, colocando la bobina de lazo en el mostrador.
Le dolía la cabeza, pero esbozó una sonrisa profesional y miró al hombre, que debía de estar de paso y querría comprar flores para su novia o su esposa.
–¿En qué puedo ayudarlo?
Lo primero que vio fue la solapa del abrigo camel encima de un polo, y unos hombros anchos. A pesar de no poder ver el cuerpo que había debajo del abrigo, este era evidentemente sólido y fuerte.
Le tembló la sonrisa y levantó la mirada con miedo.
Unos ojos marrones, que formaban parte de un atractivo rostro, conectaron con los suyos.
–Hola, Annah.
Ella dio un grito ahogado, notó que le faltaba el aire y se echó hacia atrás, chocando contra la mesa de trabajo.
Luca Cavallari se acercó a ella.
–Ten cuidado…
–No me toques –le espetó ella, tomando lo primero que encontró, las tijeras, y blandiéndolas en el aire.
Él miró las pequeñas tijeras y no pareció impresionado.
–¿Me las clavarías, Annah?
–Tal vez –dijo ella, sabiendo que no, aunque estuviese dispuesta a cualquier cosa con tal de proteger a su hijo, en especial, de alguien que había querido acabar con él incluso antes de que naciera.
La campanilla de la puerta volvió a sonar y Annah levantó la vista, oportunidad que aprovechó Luca Cavallari para quitarle las tijeras y desarmarla.
–¡No! –gritó ella.
Y miró con miedo al recién llegado, un hombre enorme vestido de negro.
–¿De verdad? –le preguntó a Luca–. ¿Has traído refuerzos?
Él frunció el ceño, como si su hostilidad lo sorprendiera, y eso la enfadó. ¿Qué había esperado? ¿Que lo recibiese con los brazos abiertos? Annah deseó haber podido fingir que no lo reconocía. Al fin y al cabo, solo había pasado una noche con él cinco años antes.
Pero lo cierto era que no se había olvidado de él.
Pensó en Ethan y se puso todavía más nerviosa al saber que se había delatado sola.
Miró al hombre de negro y después a Luca, que habló con el otro hombre en italiano y este salió de la tienda y se montó en un todoterreno negro que había aparcado enfrente, sobre la acera, para no bloquear la estrecha calle.
Por suerte, la dueña de la tienda de enfrente no parecía estar por allí. A Annah le caía bien Dorothy Green, una viuda de unos cincuenta años que siempre se había portado bien con ella, pero era muy cotilla.
–No tienes nada que temer –le aseguró Luca–. Solo quiero hablar contigo.
Pero no le soltó la muñeca.
Ella apretó la mandíbula y se preguntó dónde había estado Luca cuando ella había querido que hablasen.
–¿Hablar, de qué? –le preguntó, poniéndose muy recta.
–De nuestro hijo.
–Mi hijo –lo corrigió ella en tono agresivo–. Suéltame.
Luca la soltó y ella se abrazó por la cintura mientras las preguntas se amontonaban en su cabeza. ¿Cuándo y cómo se había enterado Luca de que no había terminado con el embarazo? ¿Por qué se presentaba allí? ¿Qué quería?
«Que no sea a Ethan, por favor».
Annah no quería que su hijo tuviese ningún contacto con su familia paterna.
Tenía claro que el abuelo de Ethan era como un gánster moderno. Aunque la información que tenía estuviese basada en rumores y procediese de un chef italiano con el que había salido brevemente Chloe en Londres. No obstante, había conocido a Franco Cavallari y tenía que admitir que se había sentido intimidada por él.
–Annah…
Ella levantó una mano y cerró los ojos, de repente, estaba mareada.
–Necesito… un momento –le pidió.
Porque iba a mantener con aquel hombre una conversación que había pensado que jamás tendría lugar.
Abrió los ojos y se preparó mentalmente para volver a verlo. Como era de prever, se le aceleró el pulso.
No quería sentirse atraída por aquel hombre.
–¿Estás bien? –le preguntó él de repente–. Tal vez deberían verte la cabeza.
Se acercó a ella con las manos levantadas y Annah retrocedió.
–Mi cabeza está bien –le respondió–. Solo estoy un poco… aturdida. Si te soy sincera, jamás pensé que mantendríamos esta conversación.
Él frunció el ceño.
–¿No te imaginabas que algún día querría conocer a mi hijo?
A Annah se le encogió el estómago y no le gustó la sensación. No tenía ningún motivo por el que sentirse culpable.
–Todavía no conoces a mi hijo. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que es tuyo?
–He visto la partida de nacimiento. Y fotografías.
Annah parpadeó. ¿Fotografías de Ethan? ¿Cómo era posible? Siempre tenía mucho cuidado. Solo utilizaba las redes sociales para el negocio, nunca subía fotografías suyas ni de su hijo.
Luca se metió la mano en el bolsillo del caro abrigo. Ella pensó que iba vestido para desfilar por las pasarelas de París o Milán, pero allí, en Hollyfield, estaba tan fuera de lugar como el primer día que ella había llegado al pueblo con Chloe.
–Tu hijo nació en el hospital de Royal Devon y Exeter, exactamente treinta y seis semanas y cinco días después de que pasásemos la noche juntos en Londres –le contestó Luca–. No sé mucho de embarazos, pero sé matemáticas. Salvo que te acostases con otro hombre que se pareciese mucho a mí por esas mismas fechas, o que ya estuvieses embarazada por obra y gracia del Espíritu Santo cuando nos conocimos…
Annah se ruborizó al ver que Luca se había dado cuenta de que había sido virgen.
–Estoy convencido sin la ayuda de una prueba de ADN, que, por cierto, no descarto, de que Ethan Sinclair es hijo mío.
Ella lo fulminó con la mirada porque no había nada que pudiese replicar.
–¿De qué fotografías hablas? –le preguntó en su lugar.
Él dudó un instante.
–Fotos que os han hecho.
–¿Nos tenías vigilados? –preguntó ella, horrorizada.
–Yo no.
–Entonces, ¿quién?
Luca apretó la mandíbula.
–Mi padre.
–¿Por qué? –Annah sintió un escalofrío.
–No lo sé –admitió él.
–¿No se lo has preguntado? –inquirió ella confundida.
–No.
–¿Por qué no?
–Porque está muerto.
LUCA se preguntó cómo era posible decir que su padre había fallecido y sentir solo odio.
Annah abrió mucho los ojos, pero no le dio el pésame, lo que hizo que Luca sospechase que su padre había hecho algo más que vigilarla.
Pensó que su padre y Annah debían de haberse visto en algún momento y que era evidente que Franco había atemorizado a Annah. Ese debía de ser el motivo por el que ella se había armado con unas tijeras al verlo.
El detective que él había contratado había tardado tres días en localizarla, tiempo que él había aprovechado para hacerse a la idea de que tenía un hijo.
Después, había utilizado su avión privado para viajar de Palermo a Exeter, y de allí en coche a aquel pueblo inglés.