El Hotel de los Corazones Solitarios - Heather O'Neill - E-Book
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El Hotel de los Corazones Solitarios E-Book

Heather O'Neill

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Beschreibung

UNA HISTORIA DE AMOR CON EL ENCANTO DE LAS LEYENDAS  «Llena de giros inspirados, la historia es absolutamente irresistible y crea un mundo donde la desesperación y el amor coexisten». The Washington Post  «Una escritora decidida a ver maravillas en lugares inverosímiles». The Guardian  «Una historia de amor descarnada y descomunal que se lee como una fábula. Su mayor fortaleza es una voz narrativa única». The Boston Globe Dos huérfanos talentosos y enamorados, separados durante la Gran Depresión, se buscan para reescribir su futuro.  Dos bebés son abandonados en un orfanato de Montreal en el invierno de 1914. Pronto, sus talentos emergen: Pierrot es un prodigio del piano; Rose ilumina hasta la habitación más triste con su baile y su comedia. Mientras viajan por la ciudad para actuar frente a familias acomodadas, los niños se enamoran e idean el espectáculo más extraordinario y seductor que el mundo haya visto.  Al llegar a la adolescencia y con la irrupción de la Gran Depresión, Rose y Pierrot son separados y enviados a trabajar como sirvientes. Sin saber nada el uno del otro, ambos se ven forzados a descender al inframundo para sobrevivir. Hasta el esperado día en que vuelven a encontrarse y sus sueños de infancia cobran vida de nuevo. Una novela tan mágica que no hay forma de escapar de su hechizo.  Nombrado mejor libro del año por The Boston Globe y The San Francisco Chronicle. 

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Seitenzahl: 662

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Título original inglés: The Lonely Hearts Hotel.

© del texto: Heather O’Neill, 2017.

© de la traducción: Julia C. Gómez Sáez, 2024.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona

rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: octubre de 2024.

OBDO404

ISBN: 978-84-1132-963-7

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

Índice

Portadilla

1. La llegada al mundo de un niño llamado Pierrot

2. Los melancólicos inicios de una niña llamada Rose

3. Una historia de inocencia

4. Los primeros años de un idiota genial

5. Notas sobre una joven provocadora

6. Retrato de un chico bajo un paraguas

7. En el que se da el pie a la nieve desde abajo

8. El gran espectáculo de los copos de nieve colgantes

9. En el que se toma a Pierrot por genio

10. En el que se comunica a Rose su nuevo destino

11. Un vuelco en la suerte de Pierrot

12. El señor Bello y la señorita Bestia

13. Retrato de Pierrot en el papel de joven aristócrata

14. Retrato de una señora en conflicto con el mundo

15. La patética carrera de Pierrot como Casanova

16. Rose fuma puros

17. Pierrot y la manzana

18. Rose y la manzana

19. Una cucharada de sueños supercalifragilísticos

20. En el que a la señora McMahon

21. Boceto de un hombre con un mono

22. Las diez plagas

23. De ratones y mujeres

24. Poppy canta una canción de amor

25. El ladrón felino en el cuarto infantil

26. La chica que gritó «Marco Polo»

27. Dos hombres: Uno gordo, otro flaco

28. En el que una chica con medias baratas canta un blues

29. En el que Ícaro aterriza en Saint Denis Street

30. Estudio de dedos rotos

31. Retrato de una señorita como gata callejera

32. Retrato de una señorita con fusta y burro

33. Naturaleza muerta de asesinatos

34. El verdadero nombre de Campanilla

35. Rosa es una rosa es una rosa es una rosa

36. La anatomía de la melancolía

37. El primer día

38. El segundo día

39. El tercer día

40. El cuarto día

41. El quinto día

42. El sexto día

43. El séptimo día

44. La luna en do menor

45. Nocturno en rosa y dorado

46. El latido de un conejo

47. Repican las campanas de una iglesia

48. Autorretrato en tren

49. El hombre completo

50. La torre de Babel

51. La revolución de las chicas de clase obrera

52. Detalle en el papel pintado

53. Estudio de una muchacha con un gorro de marinero

54. La llegada de un tren

55. La gran manzana

56. El gran espectáculo de los copos

57. El punto de fuga de Jimmy

58. Hotel de la Luna de Miel

59. El protagonista de otra novela

60. Coney Island Baby

61. La guerra de los niños

62. Napoleón, mon amour

63. La dama del lago

64. El corazón es un solo de trompeta

65. El Titanic zarpa al mediodía

66. Primera capa en pos de la revolución

67. Postales de un ahorcamiento

68. Balada para la luna en do menor

69. Heroinómano desconocido, Nueva York

70. El cortejo fúnebre

71. Capítulo final

Agradecimientos

1

La llegada al mundo de un niño llamado Pierrot

Aquel día de 1914, una muchacha llamó a la puerta del Hospital de la Misericordia en Dorchester Boulevard. Era regordeta, con mejillas redondeadas como manzanas y tirabuzones rubios. No tenía más que doce años.

Su primo mayor, Thomas, se había marchado al extranjero, a Francia, a la guerra. Llevaba loca por él desde pequeñita. Era un rebelde, hacía el pino y la llevaba a ver las bandas de música en el parque los domingos. Era valiente y siempre le decía que algún día le gustaría ser soldado. Una tarde del invierno anterior llegó a su casa y le dijo que iba a hacerle un reconocimiento médico, igual que el que les hacían a los chicos, para ver si era apta para el servicio activo. Se moría por saber si hubiera podido ser soldado de haber sido chico. Él le dijo que tenía que meterle el pene dentro para comprobar su temperatura interna. Cuando terminó, satisfecho por la salud perfecta de su prima, le entregó un lacito rojo que se había caído de la caja de una tarta. Se lo colocó con un alfiler en la solapa de la chaqueta, como si fuera una medalla de honor por haber cumplido aquel importante servicio por la patria. Cuando el archiduque Francisco Fernando fue asesinado, Thomas rezó durante meses para que Canadá declarara la guerra y así poder escapar de su prima embarazada.

Sus padres la enviaron al Hospital de la Misericordia. Todos los días se formaba una fila de jóvenes muchachas embarazadas en el exterior del edificio; ya no podían seguir ocultando ante su familia aquellas voluminosas barrigas. Las habían echado de casa. Algunas tuvieron tiempo de hacer la maleta primero. A otras simplemente las cogieron por los pelos y las pusieron de patitas en la calle. Muchas se presentaban con las huellas dactilares de sus padres marcadas en la cara, cardenales que trataban de ocultar bajo hermosos tirabuzones rubios o lisas melenas oscuras. Parecían muñecas de porcelana que habían caído en desgracia por dejar de gustar a los niños que jugaban con ellas.

Todas esas chicas habían tirado por la borda su vida entera solo por pasar cinco minutos agradables en la escalera de servicio. Y ahora que tenían a un extraño alojado en la barriga, sus padres las habían enviado a que se escondieran, mientras que los jóvenes padres de las criaturas seguían tan tranquilos a lo suyo, montando en bicicleta y silbando en la bañera. Y para eso estaba allí aquel edificio. Como símbolo de la gran bondad que se les dispensaba a aquellas miserables descarriadas.

Las monjas asignaban sobrenombres a las jóvenes en cuanto traspasaban los enormes portones de entrada del Hospital de la Misericordia. Decían que esos apodos eran para protegerlas, pero resultaba obvio que surtían el efecto añadido de humillar a las chicas y recordarles su nueva situación: despreciadas e impías. Había muchachas a las que llamaban Castidad, Salomé o Desgracia.

A la chica de mejillas como manzanas, las monjas la bautizaron Ignorancia. Acabó siendo conocida como Iggy. No le importaba en absoluto lucir un barrigón que contenía en su interior el paquete más preciado del mundo. Un día, se peleó con un gato. Otro día, saltó de una cama a otra como si fueran dos placas flotantes de hielo. Se dedicaba a dar volteretas laterales por el pasillo. Las monjas hacían todo lo que podían por detenerla. Tuvieron tiempo de sobra de preguntarse si era así de ingenua o si es que intentaba provocarse un aborto porque tal vez creía irracionalmente que lograría salir de allí antes.

No sorprendió a nadie que su niño naciera de color azul. Parecía uno de esos bebés que nacen muertos. El médico le tomó el pulso. El corazón del pequeño no emitía ningún sonido. El médico puso la mano delante de la boca del bebé para comprobar si tenía aliento, pero no notó nada. Lo dejaron sobre la mesa, con los bracitos a cada lado. Se le abrieron las piernecitas arqueadas. El párroco no sabía qué sucedía con niños como aquellos en el limbo. Agitó el rosario por encima y procedió a hacer los ritos funerarios de rigor. Le dio la espalda. Se llevaría al bebé en un bolso grande que tenía reservado para aquellas ocasiones. Haría que lo enterraran detrás de la iglesia en una panera. Tampoco es que hiciesen falta historiados ataúdes para ese tipo de muertos.

Entonces, de una manera muy extraña y surrealista, al bebé comenzó a ponérsele erecto el pene. En ese momento, tosió, exhaló un alarido, empezó a recuperar el color bajo la piel y se le contrajeron las extremidades. Aquella erección lo había traído de regreso de entre los muertos. El cura no tenía claro si estaba presenciando un milagro. ¿Aquello era obra de Dios u obra del diablo?

Cuando la monja del Hospital de la Misericordia se llevó al bebé de Iggy al orfanato para que pasara allí el resto de su infancia, advirtió a las hermanas que lo vigilaran bien. Su madre había sido sinónimo de problemas, y, aunque no fuera más que un bebé, no cabía duda de que había algo en él que no andaba del todo bien. Un gato negro se encontraba a los pies de la monja y los siguió hacia el interior. Todos los varones del orfanato recibían el nombre de Joseph. Era evidente, por tanto, que también a ellos tenían que ponerles apodos. Las monjas del orfanato llamaron a este bebé Pierrot porque estaba muy pálido y siempre tenía pintada una sonrisa estúpida en el rostro.

2

Los melancólicos inicios de una niña llamada Rose

A Rose la tuvo una muchacha de dieciocho años que no supo que estaba embarazada hasta los seis meses. A la madre de Rose no le gustaba demasiado el padre de Rose. El chico la esperaba todos los días en la esquina de la calle. No paraba de rogarle que fuera con él al callejón y le dejara mirarle los pechos. Una tarde, la chica acabó por ceder. De algún modo, pensó que, si le hacía el amor, él se marcharía y la dejaría en paz. Que fue, de hecho, exactamente lo que sucedió.

Cuando comprendió que estaba embarazada, la chica lo ocultó bajo ropa holgada durante todo el tiempo. Dio a luz a una niñita minúscula en la bañera de su casa. Los párpados que le cubrían los ojillos eran de color púrpura. Parecía como si estuviera pensándose un poema. Las hermanas de la chica contemplaron sobresaltadas a la pequeñísima criatura sin saber qué hacer. Se olvidaron de taparle la boca y la niña dejó escapar un grito que atrajo a todos los que se encontraban en la casa.

Con las lágrimas cayéndole como ríos de los dos ojos morados que le había puesto su padre, la chica envolvió a la bebé en una mantita. Se puso un abrigo negro y unas botas. Supuestamente, tenía que ir directa a la iglesia. Se abandonaba a bebés en las escaleras de la iglesia día sí y día también. Los puñitos de la niña se abrieron y cerraron como una pensativa anémona de mar. Antes de irse, la chica se arrodilló y le suplicó en secreto a su madre que le diera cincuenta dólares. La madre, con una mezcla de repugnancia y compasión, le entregó los billetes. La muchacha susurró un gracias y se apresuró a marcharse.

Pasó de largo la iglesia y caminó durante un kilómetro más hasta que llamó a la puerta de la última casa del camino. La mujer que allí vivía se hacía cargo de tu bebé por cincuenta dólares. Por aquel dinero, según prometía, al bebé no lo enviarían al orfanato.

Una mujer en bata, con el cabello gris como la pólvora, le abrió la puerta a la madre de Rose. En la cocina, le dijo que se aseguraría de que la niña fuera entregada a una familia rica en Westmount. Le pondrían hermosos vestidos blancos con elaborados cuellitos, y así parecería una flor. Tendría una institutriz y un lebrel irlandés. Le leerían todo el tiempo grandes libros gordísimos. Por un módico precio. Por un módico precio. Por un módico precio conseguiría que su hija tuviera un hogar y buena fortuna.

Vaya imaginación disparatada debía de tener la madre de Rose para creerse lo que aquella mujer le estaba contando. No servía de nada tener imaginación si eras una chica que vivía en Montreal a principios del siglo XX. Inteligencia era lo que hubiera necesitado. Pero ella nunca escuchaba a nadie.

Un hombre que tomó un atajo de regreso a casa de la fábrica encontró a Rose envuelta en la manta en mitad de la nieve bajo un árbol en el parque Mount Royal. Se había quedado congelada y en las mejillas tenía dos manchitas como dos rosas azules. El hombre acercó la oreja al rostro de la bebé y notó que tenía las mejillas frías como piedras, pero percibió una leve, levísima respiración. Se metió a la niña en lo más profundo del abrigo y corrió con ella al hospital. Allí, la sumergieron en un cubo de agua caliente. Cuando abrió los ojos parpadeando, se produjo una especie de milagro.

La policía acudió al parque y encontró a otros bebés bajo la nieve; todos convertidos en ángeles de piedra. Se descubrió la identidad de la terrible comerciante, que fue detenida. Mientras la llevaban a rastras hacia los juzgados, la gente le arrojaba bolas de nieve con piedras metidas dentro. A la mujer la condenaron a la horca. Aunque todo el mundo se indignó y se escandalizó por la suerte de Rose, nadie se ofreció a adoptarla. Lo máximo que se permitieron todos fue la indignación.

Cuando la policía llevó a la niña al orfanato, hicieron una advertencia a las monjas:

—Vigilen bien a esta cría. No está hecha para que le pase nada bueno.

A todas las niñas del orfanato se las bautizaba con el nombre de Marie, al igual que a esta bebé. Pero su apodo, por el que sería conocida siempre, fue Rose, porque las dos brillantes manchas de sus mejillas pasaron de azul a rojo y aún tardaron dos semanas más en desaparecer.

3

Una historia de inocencia

El orfanato se encontraba en el límite norte de la ciudad. Si fueras hasta donde la ciudad terminaba y, a continuación, caminaras dos mil pasos, llegarías al orfanato, aunque ya no se encuentra allí. Se trataba de un lugar gigantesco. Era el tipo de edificio del que jamás se te ocurriría hacer un dibujo a tinta, porque seguramente te aburrirías como una ostra por tener que trazar aquellas ventanas cuadradas todas idénticas. No te exigiría ni la más mínima dote artística y, por eso, harías bien en dedicar el tiempo a algo más creativo, como dibujar un caballo en plena carrera.

Antes de que se construyera el orfanato, se alojaba a los huérfanos en la casa madre que ocupaban las monjas en el centro de la ciudad. Y eso suponía demasiada tentación para ellos. No lograban llegar a entender que eran diferentes. Pensaban que ellos también formaban parte de la vida urbana. Su destino era la sumisión. Allí aislados estaban mejor.

El edificio se hallaba repleto de niños abandonados y huérfanos. Aunque muchos sí tenían padres, se les aleccionaba para que se consideraran, a todos los efectos, huérfanos también. A cada extremo del edificio, había dos grandes dormitorios comunes, uno para chicos y otro para chicas. Las camas de ambos eran exactamente iguales. Los niños se tumbaban arropados bajo las mantas como filas de empanadillas sobre una bandeja. A los pies de la cama, había un pequeño baúl de madera en el que cada huérfano guardaba sus efectos personales. Los baúles normalmente contenían un camisón o un pijama, un cepillo de dientes y un peine. A veces, además, escondían alguna piedra especial. Uno atesoraba un pastillero que tenía dentro una mariposa con las alas rotas.

Detrás del orfanato había un enorme jardín del que se ocupaban los niños. Albergaba un gallinero en el que aparecían, como por arte de magia, pequeños huevos redondos todas las mañanas, como frágiles lunitas necesarias para la subsistencia. Los niños hurgaban con sumo cuidado en los nidos para hacerse con los huevos sin romperles la cáscara. Se metían la mano dentro de la manga del jersey y así sus brazos parecían trompas de elefantes engullendo cacahuetes.

Había dos vacas a las que tenían que ordeñar todas las mañanas. Dos huérfanos debían hacerse cargo de la labor de ordeñar una vaca. Uno le susurraba dulces palabras tranquilizadoras al oído y el otro era quien se encargaba de extraer la leche.

Todos los niños estaban muy pálidos. Nunca comían lo suficiente. A veces, se sorprendían fantaseando con comer. Mientras estaban en clase, miraban por la ventana y le decían a su barriga que se callara, como si tuvieran un perro bajo el pupitre rogándoles que le dieran las sobras.

Tampoco disponían de suficiente ropa en invierno y pasaban frío durante meses. Se les dormían las puntas de los dedos cuando quitaban la nieve para llegar hasta el gallinero. Se llevaban las manos a la cara y se echaban el aliento para darse al menos un poco de calor. Bailaban claqué para que no se les enfriaran los dedos de los pies. Nunca llegaban a descongelárseles bajo las finas mantas con las que se cubrían por la noche. Se tapaban la cabeza con ellas y se abrazaban las piernas, tratando de hacerse una bola, en un intento por convertirse en pequeños bultos calentitos.

Nunca tenían del todo claro cuándo les caería un golpe encima, pero las monjas les azotaban prácticamente por todo. La naturaleza misma de aquel sistema de palizas hacía que ningún niño supiera en realidad cuándo le iban a pegar: no podían predecirlo ni controlarlo por completo. A juicio de las monjas, aquellos niños eran malvados solo por el mero hecho de existir. Lo cual se traducía en que cualquiera de sus actos también lo era. Por eso, podía ser que los castigaran por cosas que, si las hacían otros niños, se hubiesen considerado buenas.

A continuación, se reproduce un breve resumen de algunas de las infracciones que fueron la causa de castigos corporales infligidos a niños entre enero y julio de 1914.

Del Libro de infracciones menores:

Un chico levantó las piernas en el aire e hizo como si estuviera montando en bicicleta.

Una niña se quedó mirando a una ardilla listada y emitió una serie de ruidos cloqueantes tratando de comunicarse con ella.

Un chico fue andando a la pata coja mientras llevaba en las manos la bandeja de la comida.

Un niño se quedó mirando su reflejo en una cuchara con una expresión demasiado inquisitiva.

Una niña se puso a tararear La marsellesa.

Un chico se sacudió la nieve de las botas pateando con demasiada agresividad.

Una chica tenía un agujero en las medias a la altura de la rodilla y no lo había remendado.

Otra chica dibujó una carita sonriente dentro de un cero en una de las ecuaciones de los deberes de matemáticas.

Siete niños se limpiaron la nariz con la manga.

Una chica no pudo resistir la tentación de agarrar un buen puñado de nieve y metérsela en la boca.

Un chico consiguió presentarse en el desayuno con todas las prendas de ropa que llevaba puestas del revés.

Una chica afirmó que se había despertado en mitad de la noche y había visto a un hombre con pies de cabra andando de puntillas entre las camas.

Tres niños no consiguieron recordar el nombre del océano entre Canadá y Europa.

Una chica estuvo deletreando palabras en el aire con la punta del dedo.

Una niña miró al sol de reojo para forzarse a estornudar.

Un chico hizo como si se hubiera arrancado el dedo gordo de la mano.

Una chica se dedicó a tratar a una patata pelada como si fuera un bebé y se la escondió en el bolsillo para impedir que la cocieran.

Por razones que no supo explicar, un chico decidió confesarse con voz de pato.

Aquello era muy triste para todos los niños. Tenían muchísima necesidad de que los quisieran. Las palizas afectaban a su autoestima. Como les pegaban siempre que se distraían, se dieron cuenta de que no se atrevían a dejar volar la imaginación. Sus pequeños cerebros no tenían permiso para divertirse o para jugar contentos en el mágico edén de la mente que era la infancia. Aun así, tanto la personalidad de Pierrot como la de Rose sobrevivieron a aquel régimen de crueldad.

La madre superiora siempre se fijaba con especial atención en los niños y las niñas del grupo de los más pequeños, los que tenían de dos a seis años, que se alojaban en la segunda planta. La primera cosa que Pierrot y Rose tuvieron en común fue el gato negro. La madre superiora no cejaba en su intento de deshacerse de aquel bicho, que parecía estar embrujando el orfanato. Tenía el pelaje de punta como si acabara de escaparse de una tinaja de alquitrán y fuera muy infeliz por su sino. Había días en los que no se lo veía por ninguna parte. Parecía que hubiera desaparecido a través de la pared. Pero, en una ocasión, lo encontró en la cama de Pierrot. Ambos estaban dormidos, abrazados, igual que si fueran amantes. La madre superiora lo persiguió y el animal se tiró por la ventana. Estaba segura de que esa sería la última vez que lo vería.

Y, entonces, volvió a toparse con él, hablando con Rose. La niña estaba agachada, charlando con el gato, como si estuvieran en mitad de una importante conversación de negocios. Pero Rose era tan pequeña que aún no sabía pronunciar palabras de verdad. Emitía ruiditos incoherentes y balbuceantes que sonaban como agua borboteando en una olla minúscula. El gato escuchó atentamente lo que Rose le dijo y después se marchó a toda prisa por la puerta, como si fuera a transmitir el mensaje a unos insurgentes.

Cuando Pierrot y Rose tenían cuatro años, la madre superiora los vio jugando a que el gato negro era su hijo. No paraban de darle besos al animal en la cabeza y de pasárselo entre sí.

—Has sido un gatito muy malo. ¡Cosita tontita! ¡Diablillo andrajoso y guarrete! Vas a ir derechito al infierno —le decía Rose.

—Sí, has sido malo y llorón. No te vamos a dar leche. Nada de nada. Ni una gota. No hay leche para el señorito —insistía Pierrot.

—Si lloras, te voy a dar en el morrete.

—¡Ayyy! ¡Ayyy! ¡Ayyy! No quiero ni oírlo.

—Hueles mal. Te tienes que lavar esas patitas. Es hora del baño, asquerosete apestoso.

—Pecador malo, ¡malo, malo, malo! Tienes barro en las patitas.

—¡Qué vergüenza! Mírame bien, señorito: das vergüenza.

Jamás les habían enseñado un vocabulario que expresara afecto. Y aunque lo único que ambos habían conocido eran duras palabras y reprimendas, habían conseguido transformarlas en expresiones de cariño. De inmediato, la madre superiora tomó nota mental para que se mantuviera a aquellos dos niños separados. Los niños y las niñas ocupaban dormitorios y aulas independientes, pero jugaban en una sala común, comían en el mismo gran comedor y fuera, en el jardín, tenían que hacer las tareas juntos. Era necesario frustrar cualquier historia de amor que pudiera surgir en el orfanato. Si había algo que echara a perder vidas, ese algo era el amor. Los huérfanos mismos se encontraban en aquella lamentable circunstancia por culpa de ese sentimiento, el menos fiable de todos. Estas historias de amor a veces se iniciaban muchos años antes de que los propios niños fueran siquiera conscientes de lo que sentían y, para cuando se hacía patente, era imposible cortarlo. Por este motivo, se les dijo a las monjas que debían mantener a Rose lejos de Pierrot.

«¡Estos dos delincuentes no! —pensó la madre superiora—. No estos dos infelices desamparados». Ya se habían zafado de la muerte y, aun así, se atrevían a esperar más de la vida.

4

Los primeros años de un idiota genial

Pierrot se desarrolló tarde. De bebé, no hacía nada en particular. Ni siquiera trataba de incorporarse, sino que se pasaba las horas tumbado boca arriba, mirando el techo. Y cuando, por fin, aprendió a sentarse, no se molestó en hablar durante meses y meses y meses. Dejaba que los demás niños fueran los que hablaran. Disfrutaba mucho más escuchando a los demás que diciendo algo él. Se echaba a reír a destiempo y nunca quedaba claro qué podía haberle hecho tanta gracia.

Antes de que cumpliera seis años, la madre superiora estaba firmemente convencida de que tendría que hacerle la maleta, dibujarle un mapa con indicaciones para llegar al sanatorio mental y mandarlo derechito allí.

Las monjas lo tenían prácticamente separado de los otros chicos, aunque sí que jugaba bien con los demás. Estos no lo dejaron de lado como solían hacer con los niños que maduraban con retraso, signo de que consideraban que Pierrot estaba, de algún modo, a su nivel. Y es que los niños son los que mejor saben ese tipo de cosas. Y, cuando por fin abrió la boca a los tres años, parecía bastante espabilado.

Sin embargo, lo que tal vez lo salvó de pasarse el resto de su vida metido en una camisa de fuerza fueron las extraordinarias capacidades que desarrolló. Sabía hacer el pino y volteretas laterales. También daba volteretas hacia atrás como si fuera lo más natural del mundo para cualquier niño. Además, se le daba bien el teatro. Hacía como que se sentaba en una silla, aunque no tuviera nada debajo, y aquella sutil pantomima absurda divertía sin fin a los demás niños. Otra cosa que solía hacer era como si le acabara de caer un rayo, temblando en el sitio y luego desplomándose muerto en el suelo. A veces, salía al jardín en pleno invierno a recoger y olfatear flores imaginarias.

Su cabello rubio le daba un aspecto serio y angelical cuando no estaba haciendo bobadas. Era muy esbelto y ganaba en altura a medida que se iba haciendo mayor, pero nunca se volvió más corpulento. Costaba trabajo imaginar que algún día llegaría a la pubertad. Cuando cumplió once años, era capaz de concebir portentosos pensamientos. Allá donde fuera, parecía dejar un rastro de aquellos pensamientos tras él, como la cola de una cometa ondeando con la brisa. Normalmente, se nos suele ocurrir una idea o un deseo y, justo después, lo decimos en voz alta, pero, en el caso de Pierrot, tenía los pensamientos tan en la punta de la lengua que a veces le daba la impresión de que primero los decía y luego los pensaba. Parecía adorar las proezas gimnásticas del lenguaje tanto como su significado. Por eso, era conocido por decir cosas mucho más sabias de las que él mismo siquiera podía llegar a comprender.

Pierrot era una paradoja andante para todos los que lo conocían. Por un lado, resultaba absolutamente genial y, por otro, no había ninguna otra manera de tomárselo sino como a un chalado. Pero, al ser tan entretenido, cuando el arzobispo iba de visita siempre le ponían a Pierrot delante.

Aunque no era la clase de pregunta que un arzobispo se molestaba en hacerles a aquellos impredecibles huérfanos, le preguntó a Pierrot —por pura curiosidad de qué le respondería— quién pensaba que eran sus padres.

—¡Oh! —exclamó Pierrot—. Me imagino a alguna delgaducha y patética adolescente a la que sedujo cualquier rufián. Esas cosas pasan y no hay nada ni nadie en el mundo que pueda evitarlo. Seamos sinceros: nací en la más decadente de las miserias.

El arzobispo, igual que todos los demás, comprendió que, si lo vestían de chaqueta, Pierrot sería capaz de encajar en cualquier parte. Podría haberse hecho pasar por el hijo del primer ministro. No era difícil imaginárselo dando un pequeño discurso en la radio con motivo de la muerte de su padre y hablando de cómo se sentía por haber perdido a un padre tan importantísimo.

La cualidad más extraordinaria de Pierrot consistía, eso sí, en que sabía sacar al piano determinadas melodías después de haber recibido apenas un par de clases. Tenía una capacidad innata. No se molestó en aprender a leer partituras, porque tocaba de oído y componía sus propias canciones o las improvisaba. Leer una partitura le resultaba demasiado parecido a ir a clase. Y se le daban fatal las matemáticas y las ciencias o la geografía, la historia y la ortografía. Muy pronto, fue capaz de tocar mucho mejor que la propia madre superiora. Lo hacía muy deprisa. Las notas eran como ratoncillos escabulléndose por el suelo.

Si hubiera nacido en cualquier otro sitio, habría acabado siendo un prodigio musical, pero se estaba criando en un orfanato, así que se sentaba al piano en el comedor a la hora de la cena. Tocaba la melodía religiosa que la madre superiora le pedía, pero, de tanto en tanto, no podía resistirlo y se inventaba sus propias variaciones. Convertía un himno cualquiera en un número de jazz. Todos se echaban a reír y daban palmas. También meneaban la cabeza con tanto fervor que parecían huchas con forma de cerdito a las que estuvieran sacudiendo.

En esas ocasiones en las que se salía del tiesto, la madre superiora se acercaba a él y le cerraba la tapa del piano y, a veces, le golpeaba las palmas de las manos con una regla. A pesar de todo, siempre le dejaba volver a tocar. No le quedaba más remedio. No había manera de que los niños escucharan a las profesoras o a otros compañeros si sabían que Pierrot estaba presente.

Fue Rose, por supuesto, la que una noche se pasó de la raya: se levantó de la silla y empezó a bailar la melodía que Pierrot estaba tocando. Hizo una delicada voltereta lateral, con las piernas hacia el techo y el vestido cayéndole sobre la cabeza. Cuando Pierrot la vio, se quedó boquiabierto del asombro. Después, se inclinó hacia delante, como si se le hubiera ocurrido justo la melodía perfecta para acompañar aquel desenfrenado espectáculo. Tocó otro hermoso acorde de la entusiasta tonada para animar a la chica. Rose bailaba, agitando las manos sobre la cabeza como si estuviera diciéndole adiós a un soldado que se marchara en tren al frente. Sin perder ni un segundo, una monja se puso de pie de un salto, se dirigió hacia ella y le propinó un fuerte manotazo en la nuca, lo que la hizo caer al suelo, y, mientras tanto, otra se encargó de Pierrot. A la madre superiora no le hacía excesiva gracia que castigaran precisamente a esos dos niños al mismo tiempo, pues engendraría en ellos un sentimiento de solidaridad, pero ¿qué otra opción le quedaba?

La propia madre superiora, casi siempre tan rígida y malhumorada, sentía afecto por Pierrot. La imitaba de un modo muy adorable que siempre la hacía reír. Y, sin embargo, le pegaba igual que a todos los demás niños... hasta la llegada de sor Eloïse.

Sor Eloïse era joven cuando llegó al orfanato. De hecho, apenas había cumplido veintidós años. Tenía la frente despejada, las cejas rubias, las mejillas cubiertas de pecas, una bonita nariz y los labios rosados. Su silueta era voluptuosa y generosa, pero era necesario verla desnuda para apreciarla. Cualquier hombre la hubiera considerado atractiva. La primera vez que Pierrot vio a sor Eloïse, le recordó a un vaso de leche. Le recordó a las sábanas limpias tendidas al viento justo en el instante en que el agua se evaporaba, y se quedaban secas y ligeras y acogedoras de nuevo.

Cuando una monja joven ingresaba en el orfanato, todos los niños creían que seguiría siendo amable, que seguiría siendo cariñosa, que se comportaría un poquito como una madre. Sus esperanzas siempre eran en vano, por supuesto. Las hermanas siempre se volvían malvadas y abofeteaban y gritaban a los niños tras unos pocos meses. Los chicos mayores nunca mantenían las expectativas demasiado altas, porque sabían que la transformación acabaría por producirse.

Sin embargo, Pierrot albergaba grandes esperanzas por sor Eloïse, por la manera en que lo trataba. Durante las clases, la monja se acercaba a su pupitre y contemplaba lo que estaba haciendo, mirando por encima de su hombro. La letra de Pierrot siempre había sido terrible. La mano siempre le hacía escribir otras palabras distintas de las que él pretendía. Sor Eloïse no le golpeaba en la nuca, a diferencia de lo que las otras monjas hacían sistemáticamente cuando veían aquella desastrosa letra. En cambio, sor Eloïse le cogía la tiza de la mano y le escribía «amar y proteger» en su pizarrita con perfecta destreza y soltura. Como un pajarillo que vuela sin miedo a caer.

Cuando Pierrot pasaba junto a sor Eloïse, ella le sonreía y él se sonrojaba y se estremecía.

Aunque era joven, a sor Eloïse la pusieron al cargo de los niños de la tercera planta, que tenían entre siete y once años. Percibía cosas antes siquiera de que ellos mismos se diesen cuenta, una capacidad que la madre superiora encontraba en muy pocas monjas. Sor Eloïse era capaz de castigar a los niños preventivamente. Aunque otras hermanas ponían en tela de juicio la moralidad de aquel método, no podían negar que resultaba eficaz.

Un día, Pierrot estaba absorto en sus pensamientos cuando sor Eloïse lo cogió del brazo y se lo llevó a una esquina.

—Mira bajo mi hábito. Tengo una sorpresa para ti.

Pierrot echó un vistazo bajo la tela, como un fotógrafo metiéndose bajo el paño negro de su cámara, decidido a capturar los esquivos misterios del mundo. Cuando sacó la cabeza, confuso, la monja tenía una pequeña galleta rellena de mermelada de frambuesa sobre la palma de la mano. A los niños jamás les daban dulces. Más tarde, Pierrot se avergonzó porque ninguno de los demás pudiera comerse la galleta con él y porque tampoco pudiera contárselo. La galleta estaba deliciosa, pero sabía a muerte.

Cuando le pegaron por intentar fregar poniéndose trapos en los pies y patinando por el suelo, sor Eloïse intervino. Después, Pierrot se dio cuenta que no le pegaban ni le golpeaban por nada. Aquel fenómeno lo habría hecho feliz si se hubiera aplicado también a los otros niños, pero descubrió, consternado, que a ninguno de los demás les perdonaban los golpes. Él era el único al que no castigaban con brutalidad. Era algo que lo hacía sentir señalado y culpable. Y, además, se percató de que a Rose parecían pegarle más que nunca. La vio con un ojo morado dando de comer a las gallinas. De repente, le dieron ganas de que le pegaran a él también. Quería compartir el destino de Rose, aunque no sabía por qué.

5

Notas sobre una joven provocadora

Rose era una niña que no llamaba la atención por su aspecto. Sin duda, no carecía de atractivo, pero no se trataba de esos niños tan adorables a los que nadie puede quitarles los ojos de encima. Tenía el cabello negro y los ojos también negros. Se parecía un poco a la muñequita inexpresiva y altanera que fue el último grito en las tiendas de lujo de la época. Tal vez la única característica por la que destacaba era lo rosas que se le ponían las mejillas cuando salía al frío. Ese era el único momento en el que la gente se percataba de que era muy hermosa. Cuando se encontraba en el interior, parecía como si su atractivo se derritiese.

Al igual que Pierrot, a Rose también, desde muy pequeña, le encantaban las pantomimas. Hacía como que era un gatito a los pies de la cama. Maullaba con muchísima ternura. Era capaz de imitar el sonido de un silbato de vapor. Podía hinchar los mofletes poniéndolos redondos como los de un trompetista. Se dejaba caer sobre una silla y hacía como que sonaba un pedo. A los demás niños les encantaba.

Quizá tenía que ver con aquella primera profunda, profundísima siesta en la nieve, pero Rose era una niña muy introspectiva. Se preguntaba por la diferencia entre lo que nos pasa ante los ojos y las cosas extrañas que nos imaginamos. A veces, pensaba que no había tanto trecho entre ambas. A veces, pensaba que era una soberana tontería que le prestáramos tantísima atención al mundo real, cuando existía ese otro maravilloso dentro de nuestra mente en el que bien podríamos entretenernos. Por eso, de pronto, se comportaba como si el mundo real no tuviera importancia alguna.

Todas las demás niñas se echaban a reír encantadas cuando comprendían que esa noche tocaba que Rose diera rienda suelta a su locura. Se inclinaba hacia delante y se tapaba el cuerpo y la cabeza con un abrigo. Estiraba un brazo hacia arriba, como el cuello de un avestruz. Se subía al borde de la cama como si fueran los aparejos de un barco. Igual que si se hubiera encaramado sobre uno de los cabos del navío, caminaba con cuidado cruzándolo. Gritaba:

—¡Tierra a la vista!

Y una multitud de niñas se apiñaba en tropel sobre el colchón. Querían embarcarse en aquel bote salvavidas. Querían llegar a esa tierra desconocida y explorar aquello que Rose fuera a explorar. Y ver todo lo que ella vería.

Brincaba de una cama a la siguiente como si intentara escapar de un malvado pirata que hubiera asaltado el barco y fuera tras ella para matarla, y quisiera apuñalarla en mitad del corazón porque se había negado a amarlo. Tan bien hacía su representación que las niñas eran capaces de ver al rufián que la perseguía. Se llevaban las manitas a la boca para ahogar sus gritos aterrorizados.

Una de ellas se exaltó tanto una noche por la actuación de Rose que se desmayó. Las demás la rodearon, soplándole en la cara y dándole aire con las almohadas, tratando de reanimarla. Si las monjas entraban en ese momento, pondrían fin para siempre a todos aquellos maravillosos juegos.

La actuación de Rose que más les gustaba con diferencia era cuando su amigo imaginario, un oso, venía de visita. Y siempre pedía la mano de Rose. Todas las niñas se cambiaban de sitio y dejaban una silla libre en la mesa del comedor para que el amigo imaginario de Rose pudiera tomar asiento. En el dormitorio, por la noche, Rose se sentaba en el borde de la cama, mirando fijamente hacia delante y desdeñando las muestras de afecto de la bestia.

—Tienes que haber perdido por completo la cabeza. ¿Por qué iba a casarme yo con un oso?

Se detenía un instante para escuchar lo que el animal le decía.

—Bueno, aunque solo fuera porque ¿cómo iba a confiar en dejarte con mis amigas? Como se me ocurriera darte la espalda durante apenas un minuto, estoy convencidísima de que, en cuanto mirara de nuevo, seguro que te las habrías zampado sin masticar.

Las niñas estallaban en carcajadas. Su risa era como un faisán que hubiera aparecido de repente tras un arbusto.

—Y, encima, te pasas el día comiéndote mi miel. ¡Eso no está nada bien! Ya sabes que me gusta echarle una cucharada al té y, cada vez que voy a buscar el tarro, resulta que no queda ni una gota.

Las niñas se rieron de nuevo de aquel oso enorme que no era capaz de tener un poco de mesura.

—Además, eres un zángano. Te pasas todo el invierno durmiendo. Ya sé que hace frío ahí fuera, pero eso no significa que te lo puedas pasar durmiendo a pierna suelta. ¿Cómo pagaremos las facturas? ¿Te crees que quiero estar todo el invierno oyéndote roncar?

»No, no voy a besarte. ¡No, no, no! Quítame tus patorras de encima.

Las niñas aplaudieron y gritaron de contento. Se dejaron llevar, subiéndose los camisones hasta la barbilla y metiéndose los puños en la boca. Una niña se rio tan fuerte que se hizo un poco de pis en la ropa interior.

Mientras Pierrot entretenía a los chicos en su dormitorio, Rose montaba el espectáculo para las chicas. Dada la distancia a la que se encontraban ambos dormitorios, nunca llegaron a ser parte del mundo imaginario del otro.

Al menos, todavía no.

Las monjas eran conscientes de que Rose destacaba, y tal vez fuera esa la razón por la que la castigaban más que a los demás. De hecho, la frecuencia con la que su nombre aparecía en el Libro de infracciones menores en aquella época era un tanto alarmante. A sor Eloïse no le gustaba el caso que le hacían las otras niñas. La adoraban porque era creativa e ingeniosa, algo que no estaba bien a ojos de la monja: creía firmemente que las niñas debían granjearse la admiración solo por ser buenas.

Detestaba que Rose tratara de mejorar su intelecto, algo que ninguna niña tenía por qué hacer. La pilló cogiendo del cubo de la basura las hojas de periódico en las que venía envuelto el pescado y leyéndoselas. Vio a un viejo conserje pasarle algo a Rose y que ella se lo metía debajo del jersey. Tras investigarlo, descubrió que era una historia de Francia a la que le faltaba el primer capítulo. Sor Eloïse sabía que no podía ser la primera vez que se producía ese intercambio clandestino. En uno de los cubículos del baño, se dio cuenta de que una baldosa del suelo parecía suelta. La sacó y encontró allí una pila de libros ocultos: ¡Victor Hugo, Cervantes y Jules Verne!

Como castigo, nadie pudo hablar con Rose durante ese día. Tuvo que colgarse del cuello un cartel que decía: «Ignoradme». Si sorprendían a alguna niña hablando con ella, acabaría con un cartel exactamente igual colgado del cuello ella también.

En otra ocasión, a Rose la castigaron poniéndola de pie sobre una silla por confraternizar de manera indecente con su oso imaginario. Tuvo que sostener un enorme atlas sobre la cabeza. El atlas estaba lleno de mapas de todos los países del mundo.

Rose llevaba metido en el bolsillo un ratoncillo blanco que le había regalado el jardinero. Por la noche, mientras dormía, lo guardaba en un bote en el fondo de su baúl. Una mañana, tras descubrir la residencia de cristal del roedor, la madre superiora llenó el bote de agua delante de todo el mundo y le volvió a poner la tapa. El ratón flotó con las patas estiradas, como si de verdad estuviera extasiado de asombro por la vida.

El cocinero le daba cigarrillos a Rose. Lo hacía porque le gustaba tener compañía mientras fumaba. Rose se sentaba con las piernas cruzadas sobre la encimera para fumar y escuchaba al cocinero mientras este despotricaba contra su cuñado.

Cuando sor Eloïse la sorprendió, hizo que Rose se pusiera delante de todo el mundo y se fumara un paquete de cigarrillos entero. Todos los niños la miraban mientras fumaba. Lo hizo con muchísima elegancia. Formó un anillo de humo y los niños aplaudieron. No tenían ni idea de cómo era capaz de aparentar tan bien que era adulta.

—Es muy difícil ser un dragón —comentó Rose—, aunque os digan lo contrario. Cada vez que me doy la vuelta, resulta que tengo a un caballero andante ahí, pinchándome el culo. Perdone usted, pero ¿acaso me presento yo en su casa y le pincho el culo? No, claro que no.

Como siempre, las carcajadas estallaron a su alrededor, como el agua que salta en torno a la estatua de una fuente. Pierrot fue el que más se rio. Creía que Rose era maravillosa. Creía que era una rebelde. Se sentía intimidado por ella.

Rose pensó que sería capaz de fumarse todos y cada uno de los cigarrillos de toda la maldita ciudad. Más tarde, ese mismo día, se vio obligada a inclinarse sobre un cubo para vomitar.

Cuando pilló a Rose rodeando entre sus brazos de nuevo al oso, sor Eloïse decidió que ya estaba bien.

Por lo general, los pensamientos de la monja eran como jarrones de porcelana fina cuidadosamente colocados en el estante de una vitrina de cristal cerrada con llave. Cuando Rose entraba en la habitación, cada una de sus palabras era como una granada de mortero y los estantes de la vitrina se ponían a temblar y las ideas se caían y se rompían en mil pedazos contra el suelo. La furia de sor Eloïse era irracional y, además, resultaba insoportable.

—¿Qué estás haciendo?

—No quiero que las pequeñas tengan miedo a la oscuridad. Quiero que sepan que las criaturas de la noche son buenas.

—No hay nada en la oscuridad. Que se limiten a creer en Dios y todo irá bien. Dios está a su alrededor en la oscuridad.

—Pero a veces nos gusta imaginarnos a osos parlantes. Les invito a salir y a sentarse con nosotras y a tomar una taza de té.

—Lo que estás haciendo es invocar al diablo.

—No, no es eso lo que estoy haciendo. Es solo un juego.

—¿Cómo te atreves a contestarme?

Rose acabó sentada dentro de un armario durante casi tres días. Cuando por fin la liberaron, Pierrot la vio en el pasillo, entrecerrando los ojos porque la cegaba la luz y con los brazos estirados hacia delante.

En el orfanato, a quienes se sorprendía masturbándose recibían cincuenta golpes con una regla en las manos. Más tarde, tenían que subirse a una silla en la sala común con unos guantes rojos para que todo el mundo supiera lo que habían hecho. Cada pocas semanas, había un chico distinto subido a la silla. Y, entonces, un buen día, allí estaba la hermosa Rose. Nadie podía creérselo. Aunque tal vez lo más llamativo fuera el gesto que tenía pintado en el rostro. Se encontraba allí de pie, con la barbilla bien alta y una mirada cercana al orgullo en la cara.

Pierrot a veces le contaba a la gente que ese fue el momento en el que se enamoró de ella.

6

Retrato de un chico bajo un paraguas

Pierrot cerraba firmemente los ojos una noche mientras se estaba masturbando. Tenía once años. Esbozaba una mueca con los labios apretados hacia la comisura izquierda y los dedos de los pies le asomaban totalmente estirados bajo la sábana. Abrió los ojos y se sobresaltó al ver a sor Eloïse plantada a los pies de la cama. Se quedó horrorizado. El pene erecto hacía que la sábana pareciera una tienda de campaña.

Estaba segurísimo de que le iban a imponer un castigo horrible. En vez de eso, la monja lo cogió tiernamente de la mano mientras se ponía un dedo sobre los labios fruncidos para indicarle que no hiciera ruido. Como si ella misma fuera cómplice del delito que él acababa de cometer. Caminó dando gráciles pasitos de puntillas delante de Pierrot y este la siguió. Se lo llevó al cuarto de baño. Pierrot pensó que tal vez lo había sacado del dormitorio para poder pegarle sin despertar a los demás niños. Probablemente, iba a obligarlo a meterse en una bañera de agua helada, un castigo nada infrecuente en el orfanato.

Al ver la bañera llena de agua, Pierrot se echó a temblar y a tiritar. A los niños en Montreal les aterrorizaba el frío. Cabría suponer que conseguían desarrollar resistencia, dado lo largos que eran los inviernos, pero, en realidad, ocurría más bien lo contrario. El frío los perseguía y atormentaba hasta tal punto que les provocaba más recelo y temor que a los niños de ningún otro lugar. Igual que a los que les muerde un perro y sienten terror por esos animales durante el resto de su vida.

—Quítate la ropa y métete en la bañera —le ordenó sor Eloïse.

A Pierrot le castañeteaban los dientes cuando se sacó la camisa de dormir por la cabeza. Le temblaba todo el cuerpo como si un tren estuviera pasando junto a la ventana. Sor Eloïse le miró el pene. Aunque ya había perdido la erección, seguía siendo más grande que el de los otros chicos de su edad. Pierrot se metió en el baño, olvidándose del frío durante un momento, como si pudiera servirle de escondrijo.

En el instante en que metió un pie en el agua, se quedó estupefacto por lo cálida que estaba. Era sorprendente y agradable. Era como si hubiese estado esperándose una bofetada y hubiera recibido un beso inesperado y delicioso. Se apresuró a meterse en la bañera y a sumergirse en su extraordinaria calidez. Nunca antes se había dado un baño caliente como ese. Los baños que los huérfanos se daban una vez al mes siempre eran de agua sucia y templada.

No se molestó en preguntarse por qué o cómo es que le concedían un premio como aquel. No era el momento de aplicar lógica alguna. Le encantaba aquella sensación, sin más. El agua caliente y él eran uno. El grifo parecía un elefante con las orejas extendidas. Sor Eloïse le apretó las orejas y al elefante le salió aún más agua caliente por la nariz. Pierrot cerró los ojos.

Cuando volvió a abrirlos, vio que la monja se había quitado el hábito. Llevaba una combinación de tela ligera. Resultaba raro verle el cabello. Aunque se lo habían rapado muy corto, Pierrot comprobó que era suave y claro. Se parecía a lo que había dentro de las vainas de asclepia. La monja sacudió la cabeza como si, en realidad, tuviera una larga cabellera de espesos rizos.

—Te voy a lavar —le dijo.

Pierrot se puso en pie y sor Eloïse comenzó a mover con vigor la pastilla de jabón por aquí y por allá sobre su cuerpo delgado. El agua le salpicaba la combinación a medida que frotaba y restregaba a Pierrot. Este vislumbraba la forma de sus grandes pechos redondos bajo la tela empapada. No supo decir por qué, pero tuvo miedo.

Notaba el fondo de la bañera resbaladizo bajo los pies y parecía tan poco sólido como una fina capa de hielo. Como si, en cualquier momento, fuera a atravesarlo y a hundirse treinta metros de profundidad en las aguas heladas que se encontraban justo debajo.

—¿Te gustaría sentir algo raro, pero también muy agradable? —le preguntó sor Eloïse.

Pierrot se encogió de hombros. Como cualquier niño, siempre estaba dispuesto a experimentar cosas nuevas, sobre todo si podían ser placenteras. Eso sí, en ese momento, dudó. Aunque algo le impedía decir que sí, no dijo que no. En el futuro, siempre recordaría que no le dijo que no.

Sor Eloïse dejó el jabón y la toalla en el borde de la bañera y se irguió apoyándose sobre las rodillas. Le cogió el pene a Pierrot entre las manos, se inclinó hacia delante y puso la boca alrededor. Solo se metió la punta en la boca y la lamió y la chupó. El pene se le puso erecto a toda velocidad. Pierrot pensó que iba a seguir creciéndole más y más. Como si fuera el tallo de una planta de judías mágicas. Se sintió fatal, pero también muy bien.

De repente, lo poseyó el ansia de sujetarle la cabeza y meterle el pene hasta el fondo de la garganta. Trató de contenerse, pero parecía que sus manos y sus dedos tenían vida propia. Lo único que pretendían era tocar aquel cabello sedoso. En el momento en el que le rozó el pelo, no pudo contenerse. Le agarró dos mechones y le metió el pene todo lo que pudo dentro de la boca y este explotó. La sensación fue tan descomunal que Pierrot no supo si era buena o mala. Daba miedo más que ninguna otra cosa. También fue consciente de que aquello era algo que podría pasarse haciendo sin ninguna dificultad durante el resto de su vida.

El pene palpitó dentro de la boca de ella. Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo a Pierrot, como si fuera una bandera ondeando al viento. Sor Eloïse tuvo una arcada y tosió. Lo hizo retroceder con delicadeza y escupió en el baño.

—Ya te puedes ir a la cama —le dijo.

Pierrot salió de la bañera. Se secó apresuradamente y se puso la camisa de dormir. Corrió de vuelta a la cama, temblando y de puntillas. Una lluvia gélida empezó a caer en el exterior y sonó como si cien niños corrieran tras él. Sintió un escalofrío y tuvo que meterse bajo las mantas para poder volver a dormirse y despertarse de aquel extraño sueño. Ni siquiera sabía qué habían hecho exactamente. Hasta entonces, no sabía lo que era que te la chuparan. Lo que sí sabía era que tenía que ver con el sexo.

Era demasiado joven como para casarse con una monja. ¡Y ella ya estaba casada con Dios! ¿Qué diría Dios si se enteraba de esto? Y, como Dios lo sabía absolutamente todo, sin duda ya sabía lo que había pasado. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido como para ir y disgustar a Dios? Y eso que, últimamente, se había sentido muy afortunado porque ya no le pegaban como a los demás niños...

Lloró contra la almohada. No sabía por qué estaba llorando. Al día siguiente, se puso a llorar cuando miró las gachas. Sus enormes lagrimones les dieron muy buen sabor.

Sor Eloïse siguió despertándolo en mitad de la noche. Sucedió tantas veces que Pierrot perdió la cuenta. Siguió sucediendo a medida que el invierno se derretía en el exterior. En una ocasión, se estaba concentrando tanto mientras sor Eloïse se la chupaba que hizo que las ramas de los árboles se llenaran de minúsculos capullos y, después, les salieron hojas cuando se corrió. Al día siguiente, se puso un jersey de cuello alto negro para salir a la calle. Le costó trabajo sacar la cabeza por el cuello del jersey y se sentó en la cama y se imaginó que era un peón sobre un tablero de ajedrez. Cuando salió, el viento primaveral había regresado. Les contaba a los niños que se había marchado en un barco a París y que había cogido un tren para ir a Italia. Los niños bailaban con aquel viento descalzo y despreocupado.

Pierrot no le contó a ninguno de los demás lo que estaba pasando. Era como si las cosas que ocurrían entre sor Eloïse y él no fueran más que sueños. No solía ser muy habitual que ninguno de los niños hablara sobre sus sueños. ¿De qué servía mencionar que un caballo bicéfalo había metido la cabeza en el dormitorio? Por la noche, los monstruos bajo las camas le rogaban que fuera a hacerles el amor.

Sor Eloïse le hizo jurar que no se confesaría con el párroco sobre lo que habían hecho. Le dijo que lo que habían hecho era un secreto, pero que no era pecado. Y que ser capaz de guardar un secreto era muestra de amor. Aun así, la sensación de que estaba mal seguía ahí. ¿Esa sensación era prueba de algo? ¿De que hay una diferencia entre el bien y el mal? Pero Pierrot no se atrevió a decírselo al párroco. Y así, para colmo, pensó que iba a ir al infierno.

Los otros se dieron cuenta de que Pierrot había cambiado. Mientras que antes siempre parecía un niño casi indefectiblemente feliz, ahora lo dominaban grandes accesos de tristeza. Les decía a los demás que lo dejaran en paz, que tenía miedo a la muerte y que necesitaba llorar. Era como si personificara la tristeza.

Se acurrucaba haciéndose una bolita como si literalmente fuera una bola de desesperanza. Y se mecía hacia delante y hacia atrás, hasta que, al final, giraba por completo con una vuelta de campana. Siempre se hacía el sorprendido cuando se daba la vuelta entera y entonces separaba las extremidades en todas direcciones, sobresaltado. Todos los demás niños se echaban a reír.

Pierrot corría, se lanzaba hacia una pared y se golpeaba contra ella como un pajarillo contra un cristal y, después, se dejaba caer resbalando hasta el suelo.

Un día se plantó fuera en el jardín. Había cogido el paraguas de la madre superiora y con él se tapó la cabeza. Los demás le preguntaron qué estaba haciendo y él les contestó que estaba esperando a que lloviera.

Todos se arremolinaban en torno a Pierrot cuando se sumía en aquel estado de ánimo. Por algún motivo, su tristeza hacía que la suya desapareciera. Podían dominar la infelicidad que sentían sin ningún esfuerzo. Pierrot hacía que su mal humor careciera de importancia. La tristeza era algo a lo que no había que temer. Se podían reír de ella. Era tan absurda como un estornudo. Duraba lo mismo que el dolor de una picadura de abeja.

Pierrot se limitó a plantarse allí, solo, bajo el paraguas. Una gallina pasó de largo sacando pecho, como un bebé dando sus primeros pasos. Los demás se cansaron de contemplar a Pierrot y se marcharon a divertirse. Todos excepto Rose. Ella se quedó mirándolo fijamente. Se acercó de puntillas, agachó la cabeza y se metió bajo el paraguas a su lado. Lo cogió de la mano y Pierrot se sintió mejor de inmediato, como si Rose fuera la solución a todos los grandes interrogantes filosóficos.

—Soy una persona terrible —le dijo Pierrot a Rose.

—Yo también soy bastante vil —le respondió Rose y le sonrió.

Pierrot sabía que a Rose la castigaban cada vez que hablaba con él. Todas las palabras que le dirigía eran de contrabando, objetos preciados procedentes del mercado negro. Si ella le dedicaba una frase, era como un bote de mermelada en tiempos de guerra.

—¿Y no te preocupa? —le preguntó Pierrot.

—No. No estaremos aquí para siempre. Cuando nos marchemos, haremos lo que nos plazca.

¡Vaya idea! ¿Acaso existía la posibilidad de escapar? Pierrot nunca se lo había planteado. Había sido pequeño desde siempre, así que parecía razonable suponer que continuaría siéndolo durante el resto de su vida. Pero existía la posibilidad de ser libre.

Rose señaló hacia el campo que había frente al orfanato. Desde allí, se veía la ciudad, día tras día, en plena fase de construcción. El paisaje urbano era distinto cada vez que lo mirabas. Crecían nuevas torres y buhardillas y tejados y ventanas y cruces. Se iban aproximando al orfanato, como flotas de barcos de guerra acercándose cada vez más a la costa.

Tres monjas salieron blandiendo bastones sobre la cabeza para separar al chico de la chica. Rose soltó la mano de Pierrot y echó a correr por el patio.

Más tarde, esa misma noche, Pierrot susurró las palabras «Yo también soy bastante vil» en voz baja. Le gustaba. Le encantaba tener las palabras de Rose en la boca. Le hubiera gustado abrir la boca y oírla reír a ella. Sentía un anhelo que no era capaz de expresar con palabras o entender de manera lógica: quería fusionarse con ella.

A Rose la dejaron salir del armario y volver a su dormitorio más tarde, esa misma noche. Se alegró de que fuera de noche, porque las luces brillantes del día le hubieran provocado dolor de cabeza. Supuso que había tenido suerte. Esta vez solo la habían metido en el armario durante cinco horas, no varios días.

Se había pasado todo el tiempo dentro del armario toqueteándose una muela suelta. Se le había aflojado cuando le pegaron en la mejilla por haber hablado con Pierrot. Ahora la llevaba metida en el bolsillo.

Sor Eloïse le había dicho que era una ramera y que había intentado tentar a Pierrot. Tal vez la monja tuviera razón. Rose sentía la necesidad de estar junto a él y eso siempre le creaba problemas, pero lo arriesgaba todo por él.

Las demás niñas ya estaban dormidas. Fuera había luna llena e iluminaba el dormitorio con su luz mortecina. Se sentó en el borde del colchón, se desató los cordones de los zapatos y los guardó bajo la cama. Se metió las manos por debajo del vestido y se quitó las medias. Estiró las piernas desnudas hacia delante y las miró detenidamente. La uña del dedo gordo del pie derecho estaba totalmente negra y a punto de caerse porque se la habían aplastado con uno de los bastones. Tenía la rodilla izquierda azul porque había aterrizado sobre ella cuando la habían golpeado.

Se sacó el vestido blanco por la cabeza. No se había desabrochado suficientes botones y se quedó atrapada en él, como si fuera una mariposa tratando de salir del capullo. Forcejeó con él, lo dobló y lo colocó dentro del baúl. Tenía una marca violácea en forma de anillo alrededor del brazo por donde la habían agarrado.

Se quitó la camisola. Era muy fina, como una delgada voluta de humo escapándose de un cigarro puro. Le habían salido marcas por toda la espalda donde la habían golpeado con el bastón. Y el costado aún lo tenía de color pardo allí donde se le había roto una costilla por una paliza previa. Le habían caído tres gotas de sangre en la ropa interior porque le había bajado la regla. Parecían pétalos de rosa.