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[Plan Lector Infantil] En el universo gatuno, existen también los bajos fondos. Allí impera la ley del gato más fuerte y un grupo organizado: el Cartel de la Sardina. Un astuto felino será el encargado de poner en jaque a esa tenebrosa pandilla.
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Seitenzahl: 150
Veröffentlichungsjahr: 2014
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María Inés McCormick
ILUSTRACIÓN DE PORTADACecilia Rébora
La ciudad de los gatos y la ciudad de los hombres existen una dentro de la otra, pero no son la misma ciudad.
ITALO CALVINO
EL GATO NARANJA con finas rayas amarillas se retorció sobre el tapete raído moviendo las patas desesperadamente. El frío de la madrugada había espantado a todos los visitantes nocturnos del basurero y ni siquiera las ratas hambrientas se habían dado cita para escarbar entre los desperdicios.
—¡No se vayan!… no me dejen…
—Despierta, Clash —exclamó una apacible voz sacudiéndolo—. Es solo una pesadilla.
—¿Qué pasa? —gritó el gato naranja sobresaltado girando su cuerpo hasta quedar de pie.
—Te volviste a quedar dormido en horas de servicio —añadió Manolo lamiéndose pausadamente la pata izquierda—. Agradece que fui yo el que te encontró y no la comandante Almeida.
El gato dormilón bostezó y se subió de un salto al destartalado refrigerador color aceituna que reposaba en el basurero central, lugar de reunión de la Policía encubierta gatuna.
—¿Volviste a tener la misma pesadilla? —preguntó Manolo trepando ágilmente hasta lo alto de una vieja estantería de madera medio podrida.
Clash asintió con la cabeza y fijó la mirada en el horizonte donde se amontonaban las interminables pilas de basura. Por más que intentaba borrarlo de su memoria, el recuerdo de su abandono se había convertido en una pesadilla recurrente. Noches enteras reviviendo la imagen de aquellas gruesas manos que lo habían arrancado del lecho de su madre para meterlo en una caja de cartón. Tampoco había podido ahuyentar los inquietantes sonidos. Las pisadas apresuradas de la persona que cargaba la caja, el bullicio de la ciudad y los asustados latidos de su corazón. Tras varios minutos de incesante carrera, el portador se detuvo, dejó su mercancía en el suelo y salió huyendo. El pequeño gatito lanzó un par de maullidos que se quedaron sin respuesta y en su desconcierto atinó a golpear con las patas delanteras las paredes de la caja hasta volcarla. Al salir de su encierro, el asustado felino se lanzó a la avenida sin fijarse en el camión que acababa de doblar por la esquina.
—¿Estás pensando en el camión que te atropelló? —preguntó el fornido gato marrón levantando la oreja derecha.
Clash soltó un chasquido y se acercó a la estantería de madera. Manolo lo observó y sintió pesar. Su amigo había perdido su primera vida a las ocho semanas de nacido sin haber aprendido siquiera a defenderse. Casos como el suyo se repetían a diario. Centenares de gatitos eran abandonados en las calles por personas que no se sentían capaces de criarlos.
Clash se lamió el pecho y se limpió con esmero la cicatriz que llevaba en el costado derecho como recuerdo de su primera muerte. El día del accidente, un gato que merodeaba por el tejado del Museo de Historia fue testigo de la tragedia. Gautier, un inmenso chartreux de pelaje azul y ojos cobrizos, se las ingenió para esquivar las ruedas de los autos y agarró al maltrecho gatito por el pliegue de la nuca evitando que los demás vehículos le pasaran por encima. Una vez recuperado del susto, Gautier lo condujo hasta el Museo de Historia donde uno de los cuidanderos se encargó de curarle las heridas.
Manolo dejó a su colega divagar en el pasado y se deslizó por uno de los costados de la estantería de madera hasta llegar a los botes de basura. Luego dio un brinco, se aferró con las patas delanteras al borde de una caneca gris y comenzó a husmear insistentemente su contenido.
—¿Qué pasa Manolo? ¿No te dieron de cenar? De haberlo sabido te habría guardado un filete de pescado.
—Muy gracioso —respondió el gato marrón escarbando entre los desperdicios—. No estoy buscando comida. Estoy revisando los desechos de los humanos. Si aprendes a leer lo que dicen sus restos te será más fácil entender sus hábitos y costumbres.
—A mí no me gustan los humanos —reviró Clash saltando a lo alto de una lámpara de pie—. Incluso creo que soy alérgico. Cuando estoy cerca de uno de ellos comienzo a estornudar.
Manolo continuó revisando los desperdicios y lanzó fuera del contenedor una muñeca de plástico sin un brazo, un reloj con las agujas rotas y un teléfono pasado de moda.
—¿Por qué te interesan tanto los humanos? ¡Hay que estar mal de la cabeza para considerar a un perro como tu mejor amigo! Te veo mal, veterano.
—¡Veterana, tu abuela! —gritó Manolo desde el interior del bote de basura lanzándole un calzón de flores con el encaje raído.
—¡Epa! Tranquilo, hermano —exclamó Clash esquivando el ataque del calzón volador—. Era una broma. ¿Qué tan viejo puedes ser? Yo diría que rondas los ocho años.
Manolo se asomó por el borde de la caneca y se deslizó con gracia hasta el piso. Con total parsimonia se acicaló los pelos de la cabeza con la pata derecha, se lamió el lomo y se alisó la cola hasta limpiar cualquier asomo de basura. Cuando se sintió completamente aseado, saltó hasta un oxidado tonel de cerveza y le lanzó una mirada indiferente a su colega.
—Este año cumplí doce.
—¿Doce? ¡Estás muy bien conservado!
—¿Bien conservado? —refunfuñó el gato marrón herido en su orgullo—. ¿Acaso me viste cara de lata de melocotones?
—Relájate… solo digo que te ves muy joven para tu edad. ¿Cuál es tu secreto?
—Si tuviera un secreto habría llegado hasta los veinte años gatunos con mis siete vidas intactas. La vida de agente secreto no es buena para la salud.
Clash se balanceó sobre la lámpara de pie y tomó impulso para saltar hasta el borde del muro que dividía el basurero de la autopista. En los últimos días había notado a Manolo muy nostálgico y tenía la impresión de que su colega no estaba llevando muy bien el tema de su próxima jubilación.
—¿Acaso habrías preferido ser un gato doméstico? —preguntó Clash esbozando una sonrisa que dejó al descubierto sus afilados colmillos—. ¿Sacrificar la libertad por un par de croquetas?
—No te hablo de conseguir comida sino de construir una amistad —respondió Manolo serio—, de entablar una relación con alguien, de dar y recibir afecto. ¿De qué te sirve tanta libertad si al final estás solo?
—Lo que faltaba, nos pusimos románticos —respondió el gato naranja en tono burlón.
Manolo ignoró el comentario de su colega, crispó la punta de los bigotes, levantó las orejas y de un certero zarpazo fulminó a una impertinente mosca que volaba camino al basurero.
—Míralo por el lado bueno, al menos no has perdido los reflejos —lo consoló Clash.
—¿Y de qué me sirve? Mi vida se limitó al trabajo y ahora me doy cuenta de que no tengo nada —agregó Manolo soltando un bufido—. Ni pareja, ni hijos, ni dueño. Solo soy un viejo felino que pasará sus últimos días dormitando a la sombra de una estatua contando historias de victorias pasadas que ya nadie quiere recordar.
Clash observó al fornido gato marrón que durante tres años había sido su compañero de equipo y sintió pesar. Ese no era el agente arriesgado, combativo y temerario que había conocido al ingresar a la Policía encubierta gatuna.
—Hazme caso —sentenció Manolo—, la vida es lo más valioso que tienes. No importa si es una o son siete. Cada una debes cuidarla como si fuera única.
—No te preocupes, yo sé cuidarme.
El osado Clash saltó por encima de una pila de desechos y dio tres giros mortales en el aire antes de posarse graciosamente en el suelo sin hacerse el más mínimo rasguño.
—La arrogancia es mala consejera —dijo el gato marrón—. Tú no eres quién para decidir cómo vas a perder tus vidas.
—No te preocupes —respondió confiado Clash—, me quedan dos de reserva y pienso disfrutarlas al máximo.
—Eso pensaba yo y mírame ahora. Aferrándome a cada hora, a cada minuto, a cada segundo porque sé que pueden ser los últimos. Cargando mi séptima vida a cuestas. Antes no me importaba morir bajo el ataque de los más cruentos delincuentes y ahora tengo miedo de que un simple resfriado me lleve a la tumba. No cometas los mismos errores que yo. La sangre es muy valiosa como para andar desperdiciándola por ahí.
El fornido gato marrón dio media vuelta para ocultar su rostro y Clash creyó ver una lágrima que escurría por la mejilla de su maestro. Manolo se engulló un sollozo, levantó la cola y movió las orejas en direcciones opuestas intentado captar hasta el más mínimo ruido entre los desechos.
—Bueno… cambiemos de tema. A lo que vinimos… hay que repasar la Operación Bigotes. La gente del Cartel de la Sardina es muy mañosa y tiene informantes en todas partes.
Manolo lanzó un vistazo a su alrededor y se encaramó sobre una deteriorada silla de rodachinas color violeta.
—¿Estás seguro de que no sospechan nada? El viernes es mi última misión y quiero entregar mi placa con la captura de Don Gatto.
—No te preocupes —respondió Clash relamiéndose los bigotes—. Por mi parte, todo está bajo control. El viernes a esta hora tendrás a Don Gatto servido en bandeja de plata. Por algo soy el mejor agente infiltrado.
Después de un año de labores de inteligencia, el astuto gato naranja había logrado colarse en el intrincado mundo del crimen organizado hasta llegar al círculo más cercano del líder del Cartel de la Sardina. Su puerta de entrada había sido Víctor, el propio hijo de Don Gatto, un joven enfermizo y retraído con mucho talento para el arte, pero incapaz de matar una mosca.
—Yo ni siquiera lo llamaría delincuente. Tan solo es un pobre diablo que nació en el ambiente equivocado. A él lo único que le interesa en la vida es pintar.
—Ya veremos cuántas ganas le quedan de seguir pintando después de que capturemos a su padre —refunfuñó Manolo dudoso—. Esos criminales son todos iguales.
—Víctor es diferente, yo sé porqué te lo digo. Además, me parece injusto que un hijo pague por los errores de su padre.
—Yo de ti no confiaría tanto. Te apuesto a que si lo ponen a elegir entre la ley y el crimen, tu querido Víctor escogería lo último. Caras vemos, corazones no sabemos.
Las palabras de su tutor se le clavaron como una punzada en el corazón. La labor de espionaje le había permitido conocer el lado amable del pintor y ahora se sentía culpable por el doble juego.
—Para proteger la fachada es preciso mantener la farsa hasta el final. El Cartel de la Sardina no puede asociarte con la captura de su líder. Si descubren que fuiste el soplón puedes darte por muerto.
—No te preocupes —respondió Clash haciendo un ademán con la pata—. Para todos soy Benny, el gato del bar El Tintoreto, el mismo que salvó a Víctor de morir ahogado en una de las prácticas del Club de caza y pesca.
Manolo observó a su compañero y reconoció en sus palabras la odiosa soberbia de los agentes jóvenes.
—¿Qué sabes del itinerario de Don Gatto?
—Llegará a la exposición de Víctor a eso de nueve de la noche y estará disfrazado. Don Gatto tiene un armario lleno de pieles de otras razas de gatos. Puede camuflarse de gato angora, siamés, persa, negro, rayado…
—Eso complica las cosas.
—No te preocupes, lo identificaré y te daré la señal antes de irme. ¿Tus agentes ya tienen el edificio controlado?
El fornido gato marrón asintió y comenzó a arañar el tapizado violeta de la silla de rodachinas haciendo un bosquejo de la Operación Bigotes. La galería de arte estaba ubicada en el último piso de un antiguo depósito de estambre y solo tenía dos entradas que estarían vigiladas. En la galería habría cerca de treinta agentes encubiertos listos para echarle el guante a Don Gatto.
—Espero que Akira no sea uno de esos agentes. Nunca he conocido a un novato tan estúpido como él. Aún no entiendo cómo hizo para pasar el examen de admisión. ¡Un bobtail japonés que ni siquiera sabe de artes marciales!
El novato se había ganado una mala reputación en el servicio y Clash no lograba reponerse de las pocas misiones en las que habían tenido la desgracia de trabajar juntos. Akira era incapaz de cazar ratones, se escurría trepando a un árbol, no podía girar su cuerpo para caer de pie y era intolerante a la lactosa.
—Pues ese estúpido, como tú dices, estará mañana en la Operación Bigotes, así que no le des más vueltas al asunto. Necesitamos todos los efectivos disponibles y cuantos más agentes tengamos, mucho mejor.
—¿Es que no te das cuenta? —reviró Clash—. ¡Akira es un bruto! Cualquiera sabe que ese pelmazo es un gato torpe y necio.
—¿Y tú? Por si no lo sabes, eres arrogante y altanero. Un buen policía no es el más fiero, sino el que sabe trabajar en equipo. Así que limítate a hacer tu parte del trabajo, que nosotros nos ocuparemos del resto. Ahora vete a descansar, que buena falta te hace.
El fornido gato marrón se despidió de su contrariado colega y lanzó una última mirada al basurero antes de desaparecer en medio de la oscuridad.
Los perros nos miran como sus dioses,
los caballos como sus iguales, pero los gatos nos miran como sus súbditos.
WINSTON CHURCHILL
LA HERMOSA CASONA BLANCA se erguía solemne junto al magnífico abeto, ajena a los rumores que se tejían alrededor de ella. Los vecinos aseguraban que una legión de espantajos venidos del más allá se había apoderado de ella, causando la pronta huida de los últimos inquilinos, varios lustros atrás. Solo los gatos, criaturas nocturnas y enigmáticas, se aventuraban a merodear por los alrededores del inmueble sin dejarse amilanar por los lamentos de los espíritus en duelo.
—¡Partida de ingenuos y supersticiosos! El miedo hay que tenérselo a los vivos, no a los muertos —exclamó Don Gatto observando la ciudad desde la ventana de la biblioteca—. Hace diez años que colonizamos la casa y los humanos siguen creyendo que está embrujada.
El jefe del Cartel de la Sardina, autor intelectual de la escaramuza, se relamió pausadamente los bigotes y sonrió. Qué lejanos parecían aquellos días en los que él mismo se paseaba por los jardines de la casa del abeto cazando pájaros y escarbando entre los botes de basura los restos de la cena. En ese entonces no era más que Nino, un cándido gatito blanco con manchas negras que intentaba sobrevivir en un medio hostil como la calle.
Una noche desafortunada, en la que el hambre pudo más que el miedo, se arriesgó a entrar a la cocina para robar una tira de salchichas. No era la primera vez que se las ingeniaba para asaltar la despensa y burlar las medidas de seguridad impuestas por la cocinera. Desbordado por las ansias, el incauto Nino se dejó envolver por el suculento olor del embutido y se aventuró sin prestar atención a una serie de señales que distaban mucho de ser una simple coincidencia. La cocinera había dejado la puerta abierta, el pastor alemán estaba encadenado en el jardín, la escoba estaba en el armario y el balde boca abajo.
Nino pasó por alto los detalles y se concentró en alcanzar su objetivo. Se trepó al taburete, de ahí saltó a la mesa de la cocina y tomó impulso para encaramarse en uno de los estantes de la despensa desde donde podía agarrar la tira de salchichas que se balanceaba suspendida de un gancho metálico. De un zarpazo certero, el embutido cayó al suelo y el voraz gatito se abalanzó sobre su trofeo. Salió corriendo hacia el jardín y miró con sorna al pastor alemán que intentaba liberarse de la cadena. El ávido pilluelo se engulló una a una las salchichas y, cuando estaba a punto de dar el último bocado, un retorcijón lo tomó por asalto.
Los fogonazos en el estómago y el súbito ardor en la garganta eran la evidencia de que la cocinera lo había envenenado. Nino trató de vomitar el letal amasijo, pero de su boca solo salieron espumarajos teñidos de sangre. Se arrastró hacia el prado recién cortado y se dejó caer sobre un manojo de margaritas. Con los ojos entrecerrados, el ladronzuelo lanzó una última mirada a la hermosa casa del abeto mientras a lo lejos la voz de la cocinera anunciaba eufórica que el cochino gato estaba liquidado.
La mujer levantó el cuerpo, lo metió en una bolsa de plástico y lo arrojó en una de las canecas para que lo recogiera el camión de la basura. Ajena a las supersticiones, la cocinera se dio media vuelta satisfecha por el deber cumplido, ignorando que un par de horas más tarde el cadáver despertaría de su mortal letargo. Eliminado como un vil desecho, Nino fue a parar a una de las interminables pilas de desperdicios donde permaneció inmóvil hasta que el nauseabundo olor de los restos de comida lo hizo volver en sí. Al abrir los ojos, el maltrecho felino descubrió que estaba atrapado y se apresuró a sacar las garras para rasgar el envoltorio de plástico. Dos muertes en un mismo día eran más de lo que cualquier gato callejero podía soportar. Aquel día, el resucitado juró que nunca más volvería a confiar en un humano y se prometió que tarde o temprano sería el amo y señor de la casa del abeto.
—Nadie se burla de Don Gatto y vive para contarlo —exclamó lanzando un zarpazo al vacío antes de saltar temblorosamente desde el marco de la ventana.
El viejo gato blanco con manchas negras se acercó pausadamente hasta la chimenea y le dio un par de lengüetazos al tazón de leche que se encontraba sobre una bandeja de plata. A su lado resplandecía una lata de filetes de anchoa italiana. Don Gatto agarró uno de los trozos y se quedó mirando los destellos de las gotas de aceite. Manjar de reyes. Ni rastro de las inmundicias con las que había tenido que alimentarse cuando era joven.