El jardín secreto - Frances Hodgson Burnett - E-Book

El jardín secreto E-Book

Frances Hodgson Burnett

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Beschreibung

Mary Lenox no es una niña simpática: la falta de atención y afecto convirtió a esta pequeña en un ser amargado, rencoroso y tiránico. Sin embargo, tras una terrible serie de sucesos, Mary se ve obligada a cambiar de país e irse a vivir con su tío. Un día, tras estar jugando en el jardín, con su inusual amigo el pelirrojo, Mary descubre la llave de un jardín que ha permanecido cerrado durante diez años. A partir de este momento su vida empieza a cambiar, y todo lo que ella sabía de la amistad, del afecto, e incluso de ella misma, se tornará diferente, transformando por completo a la pequeña Mary. Frances Hodgson Burnett nos enseña la gran importancia que tiene el amor para el desarrollo saludable de los niños. El jardín secreto es, indudablemente, una novela que encantará tanto a niños como adultos.

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El jardín secreto

El jardín secreto (1911)Frances Hodgson Burnett

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Abril 2022

Imagen de portada: RawpixelTraducción: Benito RomeroProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

El jardín secreto

I · Ya no hay nadie

II · Mary parte a Inglaterra

III · A través del paramo

IV · Martha

V · El llanto en el corredor

VI · En verdad, alguien lloraba

VII · La llave del jardín

VIII · El petirrojo que mostró el camino

IX · La más extraña de las casas

X · Dickon

XI · El nido del tordo

XII · ¿Puedo tener un pedazo de tierra?

XIII · Soy Colin

XIV · El joven rajá

XV · Construyendo el nido

XVI · ¡No lo haré!

XVII · Una rabieta

XVIII · No debes perder el tiempo

XIX · ¡Ha llegado!

XX · Viviré para siempre

XXI · Ben Weatherstaff

XXII · Al caer el sol

XXIII · Magia

XXIV · Déjenlos reír

XXV · La cortina

XXVI · ¡Es mamá!

XXVII · En el jardín

I · Ya no hay nadie

Mary Lennox, cuando se fue a vivir con su tío a Misselthwaite Manor, todos pensaban que era una niña de aspecto bastante desagradable; y tenían razón. En sus delgadas facciones se reflejaba una expresión amargura. Su cuerpo era flaco y pequeño; su cabello, de color amarillo, era fino y escaso; su cara también era pálida, quizás porque en la India, donde había nacido, por una razón u otra, enfermaba regularmente.

Su padre había sido empleado del gobierno inglés y tenía múltiples obligaciones. Su madre, una mujer de gran belleza, sólo se preocupaba de asistir a las mejores fiestas. Ella no quería tener una niña; por eso, cuando Mary nació, la entregó al cuidado de una aya a quien dio a entender que, para servir bien a la memsahib, debía mantenerla alejada de su presencia.

Así, esta niña de mal carácter, débil y feúcha estuvo siempre lejos de su madre. Ella sólo recordaba haber visto a su alrededor las caras de su aya y de los demás sirvientes hindúes; quienes, para que no llorara o molestara a la memsahib, la obedecían y le daban gusto en todo lo que quería. Así, a sus cortos seis años, Mary se había convertido en una pequeña egoísta y tirana. La institutriz inglesa, quien debía enseñarle a leer y escribir, le tomó tal antipatía que a los tres meses dejó su trabajo. Lo mismo ocurrió con las institutrices que la sucedieron, y si Mary no se hubiera realmente en interesado saber lo que contenían los libros, ni siquiera habría aprendido a leer.

Una mañana de intenso calor, la niña despertó de muy mal humor. Se enfadó aún más al ver a su lado a una sirvienta que no era su aya.

—¿Por qué has venido? —preguntó—. No te quiero aquí. Envíame a mi aya.

La mujer, que se veía asustada, sólo atinó a decir, en tartamudeos, que su aya no podía acudir. Mary se enfureció de tal manera que la sirvienta, cada vez más atemorizada, sólo se limitaba a repetir que el aya no podía cuidar a la missiesahib.

Esa mañana parecía ocurrir algo misterioso, y nada era como de costumbre. Varios empleados habían desaparecido, y aquellos a quienes Mary pudo ver se escondían o corrían con caras apagadas y asustadas. Pero nadie dijo nada a la niña acerca de lo que sucedía y tampoco su aya fue a verla. A medida que avanzaba la mañana, Mary se sentía cada vez más sola; se dirigió al jardín y comenzó a jugar bajo un árbol cerca de la casa.

Mientras fingía hacer pequeños ramos de hibiscos rojos, su enojo se fue intensificando; al mismo tiempo que murmuraba por lo bajo todas aquellas palabras y nombres desagradables que diría a su aya en cuanto volviera.

De pronto, escuchó a su madre. Ella había salido al corredor y hablaba con voz extraña a un joven, que más bien parecía un muchacho. Mary sabía que era un oficial recién llegado de Inglaterra. La niña los observó fijamente, en particular a su madre, a quien siempre admiraba cuando tenía la oportunidad, puesto que la memsahib —Mary a menudo la llamaba así— era una mujer alta, delgada, y muy hermosa, de grandes y sonrientes ojos. Sus finas ropas eran vaporosas, y a Mary le parecía que siempre estaban cubiertas de encajes. Pero esa mañana sus ojos no sonreían; al contrario, se veían grandes y asustados mientras, con expresión implorante, se alzaban hacia el joven oficial a quien habló con voz trémula:

—¿De verdad es tan seria la situación? —la oyó decir Mary.

—Muy grave —contestó el joven—. Terrible, señora Lennox. Hace dos semanas que usted debió haberse dirigido a las montañas.

La memsahib se retorció las manos.

—¡Ya sé que lo debí haber hecho! —exclamó—. Sólo me quedé para asistir a esa estúpida fiesta. ¡Qué tonta fui!

En ese momento se escuchó un fuerte y prolongado lamento que provenía de las habitaciones de los sirvientes. A Mary le recorrió un escalofrío de la cabeza a los pies.

—¿Qué pasa? ¿Qué es eso? —preguntó la señora Lennox.

—Alguien ha muerto —respondió el joven—. Usted no me dijo que se había propagado entre sus sirvientes.

—¡No lo sabía! —gritó la memsahib—. ¡Venga conmigo! ¡Venga! —dijo, y corrió hacia el interior de la casa.

A partir de ese momento los hechos se desarrollaron de terrible forma y, por fin, Mary comprendió el misterio que envolvía la mañana. Se había declarado una violenta epidemia de cólera y las personas morían en grupos. El aya se había indispuesto durante la noche y su muerte fue la causa del lamento de los sirvientes. Antes de finalizar el día, fallecieron otros empleados, y los que aún quedaban vivos huyeron, presas del terror. El pánico se extendió por la ciudad, ya que en casi todos los hogares había víctimas de la enfermedad.

Al día siguiente, en medio de la confusión y el desconcierto, Mary decidió esconderse en su habitación. Como nadie se acordó de ella, quedó en la más completa ignorancia de los graves sucesos que ocurrían en la casa. Durante muchas horas estuvo sola y a intervalos durmió y lloró. Sólo sabía que había muchos enfermos y hasta ella llegaban misteriosos y extraños sonidos. Por la tarde, se deslizó hasta el comedor, que estaba desierto, en donde quedaban restos de comida. El desorden de las sillas y platos indicaba que, por alguna razón, alguien los había empujado al levantarse de improviso. La niña comió algunas frutas y galletas y, como tenía sed, bebió un vaso de vino dulce que estaba allí, a medio consumir. Luego, sintiéndose adormecida, volvió a encerrarse en su dormitorio. Los gritos que oía a lo lejos y el ruido de pasos precipitados la asustaban, pero el vino le provocó tanto sueño que pronto ya no pudo mantener los ojos abiertos. Se recostó y durmió por largas horas, profundamente, sin saber lo que pasaba a su alrededor.

Cuando despertó, se quedó tendida mirando hacia la pared. El silencio era absoluto. No se escuchaban voces ni pasos. Mary pensó que quizás los enfermos se habrían mejorado y todos los problemas estaban ya solucionados. Se preguntó entonces quién cuidaría de ella ahora que su aya había muerto. Probablemente le buscarían otra. No lloró, pues no era una niña afectiva y jamás se preocupaba por los demás. Pero estaba asustada, y también resentida porque nadie se había acordado de ella. Sin embargo, pensaba, que si habían mejorado seguramente alguien la recordaría y volvería a buscarla.

Pero no llegó nadie y mientras seguía tendida en su cama, la casa parecía cada vez más silenciosa. Repentinamente escuchó algo que se arrastraba bajo la estera. Se dio vuelta y vio deslizarse una pequeña serpiente que la observaba con ojos que parecían joyas. Mary no se asustó pues sabía que ese pequeño animal no le haría daño. Más bien, la serpiente parecía querer salir cuanto antes de la habitación. Y, en efecto, poco después se deslizó bajo la puerta y desapareció de su vista.

“¡Qué extraño y silencioso está todo! —se dijo—. Es como si en la casa no hubiera nadie más que la serpiente y yo”.

Casi al mismo tiempo escuchó unos pasos que se acercaban. Eran pasos de hombres que entraban en la casa hablando en voz baja. Nadie salió a recibirlos y parecía que ellos mismos abrían puertas y las volvían a cerrar.

—¡Qué desolación! —oyó decir Mary—. ¡Y esa preciosa mujer! Supongo que la niña también, pues oí decir que había una niña, a pesar de que nadie la conoce.

Cuando unos minutos más tarde abrieron la puerta de la habitación de Mary, ella se encontraba de pie. Los dos hombres vieron a una pequeña y fea niña con el entrecejo fruncido porque estaba empezando a tener hambre y a sentirse abandonada. Uno de los primeros en descubrirla fue un oficial, a quien Mary había visto en compañía de su padre. Parecía cansado y preocupado, mas, al verla, se sorprendió de tal manera que dio un salto hacia atrás.

—¡Barney! —gritó—. ¡Que Dios nos ampare! ¡En un lugar como éste hay una niña! ¿Quién eres?

—Soy Mary Lennox —dijo la niña, enderezándose. Ella pensó que el hombre era muy mal educado al llamar la casa de su padre “¡un lugar como éste!”—. Me quedé dormida mientras duraba la enfermedad y recién he despertado. ¿Por qué no vinieron a buscarme?

—¡Es la niña que nadie conocía! —exclamó el hombre volviéndose a sus compañeros—. ¡Se olvidaron de ella!

—¿Por qué se olvidaron de mí? —preguntó Mary golpeando el suelo con el pie—. ¿Por qué no viene alguien?

El joven, llamado Barney, la miró con pena y Mary pensó que había parpadeado como para librarse de una lágrima.

—¡Pobre pequeñita! —exclamó—. No ha quedado nadie que pueda venir.

De esta extraña y repentina manera, Mary descubrió que ya no tenía padre ni madre. Habían muerto durante la noche y los habían sacado rápidamente de la casa. Los sirvientes que sobrevivieron abandonaron el lugar sin acordarse para nada de la existencia de la missiesahib. Esta era la razón por la cual la casa parecía tan quieta. Era verdad que allí no se encontraban más que Mary y la serpiente. Mary sólo tenía ocho años.

II · Mary parte a Inglaterra

Como Mary apenas conocía a su madre, era difícil que le tuviera mucho cariño; y ahora que ella no existía, no le hacía falta. Seguramente una niña mayor se habría inquietado al quedar sola, pero Mary era muy pequeña. Además, estaba acostumbrada a tener a su alrededor personas que cuidaban de ella y dio por sentado que continuarían haciéndolo. Como era una niña ensimismada, al encontrarse sin familia centró más que nunca su interés en su propia persona. Su mayor preocupación era saber si en la casa en la que iría a vivir encontraría gente amable que le diera todo lo que ella pidiera, como sucedía en tiempos de su aya y de los sirvientes hindúes.

Desde un comienzo, ella supo que su estancia en casa del pastor inglés, adonde la habían conducido, sería corta. No le gustó el lugar. El pastor era pobre y tenía cinco hijos más o menos de la misma edad que peleaban continuamente entre sí. Además, Mary odiaba el desorden que había en la casa. Se comportó en forma tan desagradable que, a los dos días, los niños ya no querían jugar con ella.

Al finalizar la semana, uno de los niños le dijo que había escuchado a sus padres decir que la llevarían a Inglaterra a casa de su tío Archibald Craven. La noticia la alegró, a pesar de que no sabía nada acerca de él.

—Mis padres dicen que vive en una enorme y desolada casa de campo — dijo el niño—. No recibe visitas y tampoco quiere ver a nadie. Es un jorobado horrible.

—No lo creo —respondió Mary; le volvió la espalda y se tapó los oídos para no escuchar nada más sobre el asunto.

En los días que siguieron ella pensó mucho en su futuro en casa de su tío. Sin embargo, el día en que le anunciaron que navegaría a Inglaterra, fingió no interesarse por lo que decían. Su actitud desconcertó a la familia del pastor. La señora procuró mostrarse cariñosa con la niña e incluso quiso darle un beso de despedida, pero Mary le quitó la cara.

Es probable que si sus padres se hubieran interesado en ella, Mary habría aprendido a comportarse con quienes la rodeaban. Pero la indiferencia con que siempre la trataron, y el mismo hecho de que muchas personas ni siquiera conocieran su existencia habían marcado su carácter.

Mary efectuó la larga travesía hasta Inglaterra al cuidado de una señora inglesa que llevaba a sus hijos al colegio. En Londres la esperaba la señora Medlock, ama de llaves del señor Craven, en cuya compañía haría el viaje hacia el campo. La señora Medlock era una mujer corpulenta, de mejillas rojas y vivos ojos negros. A Mary no le simpatizó, lo que no era de extrañar, porque en general no le gustaba ninguna persona. A su vez, al ama de llaves tampoco le entusiasmó la niña.

Entretanto Mary sentía enorme curiosidad por saber detalles acerca de su tío y sobre la casa adonde se dirigían. ¿Qué clase de lugar sería? ¿Le gustaría? ¿Qué era ser jorobado? Ella no conocía a ninguno o quizás no existían en la India.

Desde que Mary vivía en casas ajenas y no contaba con su aya, se sentía muy sola. A menudo le venían a la mente preguntas que antes nunca se le habían ocurrido. Se preguntaba por qué, a diferencia de otros niños, sus padres jamás le habían demostrado cariño. Sólo contaba con los sirvientes, comida y vestidos, pero a nadie le importaba ella.

Al subir al tren que las llevaría al campo, Mary se sentó en una esquina del compartimiento con expresión aburrida y preocupada. No tenía nada para leer, por lo que juntó sus pequeñas y enguantadas manos sobre la falda. Su vestido negro la hacía verse aún más amarilla que de costumbre y su pelo claro sobresalía flácido bajo su negro sombrero.

“Pocas veces he visto a una niña de aspecto tan malhumorado”, pensó la señora Medlock. Ella no estaba acostumbrada a ver que niñas de la edad de Mary se sentaran rígidas y quietas sin hacer nada. Al fin, cansada de observarla, el ama de llaves habló con voz dura, pero animadamente.

—Supongo que debo prevenirla —dijo—. La llevo a un lugar bastante extraño.

Mary no contestó y la señora Medlock se desconcertó ante la aparente indiferencia que demostraba la niña. Luego de una pausa, continuó:

—En cierto modo es un lugar grandioso, pero deprimente. El señor Craven está muy orgulloso de su propiedad y la quiere aunque de una manera más bien melancólica. La casa, situada al borde del páramo, fue construida hace seiscientos años. Tiene cerca de cien habitaciones, aunque la mayoría está cerrada con llave. Hay valiosas pinturas y hermosos muebles antiguos que han estado allí por años. A su alrededor se extiende un enorme parque con flores y árboles cuyas ramas en ocasiones rozan la tierra.

La señora Medlock hizo una pausa y repentinamente dijo: —Pero no hay nada más.

Sin querer, Mary había escuchado. La descripción de la casa le interesó, puesto que difería de todo cuanto ella había conocido hasta el momento. Además, lo nuevo siempre la atraía. Pero no quiso demostrar el interés que sentía y continuó muy quieta. Su aparente indiferencia era una de las características más desagradables de su temperamento.

—Bueno —dijo la señora Medlock—. ¿Qué le parece?

—No lo sé —contestó la niña—. No conozco esa clase de lugares. La explicación hizo reír a la vieja señora.

—¡Por favor! —exclamó—. Parece el comentario de una persona mayor. ¿Es que no le interesa?

—La verdad es que no importa si me interesa o no —dijo Mary.

—Tiene razón —repuso la señora Medlock—. No entiendo por qué la han traído a vivir a Misselthwaite Manor, a no ser que para el señor Craven sea la solución más sencilla. Él no se molestará por usted, se lo aseguro; jamás se ha incomodado por nadie.

Repentinamente se detuvo como si recordara algo que no debía mencionar.

—Él tiene la espalda torcida —dijo, finalmente—. Eso hizo de él un joven amargado, a pesar de su dinero y de su enorme casa. Sólo cambió cuando se casó.

Aun cuando Mary no quería demostrar interés por lo que la señora Medlock le contaba, la miró con sorpresa. Jamás pensó que el jorobado fuera casado. Al advertir su mirada de atención, el ama de llaves continuó su relato. A ella le gustaba hablar y ésta era una buena manera de acortar el trayecto.

—Era una dulce y preciosa mujer y él estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por ella. Nadie creyó que esa joven se casaría con él, pero lo hizo. Incluso hubo personas que pensaban que se casaba por su dinero, pero yo estoy segura de que no fue así. Cuando ella murió...

Mary dio un salto involuntario.

—¡Ah, falleció! —exclamó sin quererlo.

En ese momento la niña recordó un cuento que había leído.

Este trataba de un pobre jorobado y de una princesa, por lo que Mary sintió mucha pena por el señor Craven.

—Sí, murió —contestó la señora Medlock—. La muerte de su esposa lo convirtió en un hombre muy extraño. Ahora no le interesan las personas, ni quiere ver a nadie. Se pasa la mayor parte del tiempo viajando, y cuando está en Misselthwaite se encierra en el ala oeste de la casa y no deja entrar más que al viejo Pitcher, quien lo cuidó de niño y conoce su manera de ser.

Parecía una historia salida de un libro y la niña quedó muy deprimida. La perspectiva de vivir en casa de su tío habría sido más alentadora si la hermosa señora aún viviera.

—No espere ver al señor Craven, porque le apuesto diez a uno que no lo verá —continuó la señora Medlock—. Tampoco confíe en que encontrará personas con quienes hablar. Tendrá que jugar sola. Se le indicarán las habitaciones a las que puede entrar, pero el jardín es suficientemente grande para usted. Además, no podrá deambular ni husmear dentro de la casa, el señor Craven no lo aceptará.

—Yo no tengo intenciones de husmear —dijo la pequeña Mary con amargura. En un momento determinado había sentido compasión por su tío, pero ante las explicaciones del ama de llaves dejó de tenerle lástima y pensó que bien se merecía lo que le había sucedido.

Resentida, dio vuelta la cara hacia la ventanilla del tren sobre la cual azotaba una lluvia gris. Ante sus ojos, el paisaje se volvía cada vez más obscuro, y al observarlo fijamente, sus ojos se fueron cerrando hasta que se quedó dormida.

III · A través del paramo

Mary durmió largamente y sólo despertó en el momento en que la señora Medlock le ofrecía pollo, carne fría, pan y mantequilla, que había comprado en una de las estaciones. Poco después, la niña volvió a dormirse en su rincón, arrullada por el monótono caer de la lluvia que golpeaba contra el vidrio.

Ya empezaba a obscurecer y el tren se había detenido cuando sintió que el ama de llaves la remecía.

—Despierte —dijo—. Ya es hora de que abra los ojos. Estamos en la estación de Thwaite y debemos bajar del tren, aunque todavía tenemos un largo trayecto por recorrer.

La estación era pequeña y al parecer ellas fueron las únicas pasajeras que descendieron. El jefe de la estación se acercó amablemente a saludarlas y les dijo:

—El carruaje las está esperando.

Frente a la plataforma las aguardaba un carruaje. A Mary le gustó mucho, lo mismo que el elegante criado que la ayudó a subir y que, luego de cerrar la puerta, se situó junto al cochero. A la niña también le agradó el confortable y acolchado asiento, pero, como no quería volver a dormir, prefirió mirar por la ventana, ansiosa de observar el camino que la llevaría hasta ese extraño lugar al cual se dirigían. El ama de llaves se había quedado silenciosa. Aun cuando no era tímida y no estaba asustada, Mary sentía cierta aprensión ante lo que podía sucederle en una casa situada al borde del páramo y con cien habitaciones, la mayoría bajo llave.

Repentinamente le preguntó a su acompañante.

—¿Qué es un páramo?

—Si en diez minutos más mira por la ventana lo verá —contestó la mujer—. Antes de llegar a la casa tenemos que recorrer unas cinco millas a través del páramo de Missel. Sin embargo, para ese entonces, estará obscuro y no podrá apreciarlo con claridad, pero algo logrará ver.

La niña no hizo más preguntas. En la obscuridad de su rincón esperó ansiosamente sin despegar los ojos de la ventana. A través de ella sólo podía vislumbrar ciertos detalles del camino con los rayos de luz que proyectaban los faroles colocados a ambos lados del carruaje. Luego de abandonar la estación, habían cruzado un pequeño pueblo de casas blanqueadas, en el que se distinguían las luces de la taberna. Pronto pasaron frente a la iglesia y la casa parroquial y cruzaron una o dos tiendas cuyos escaparates exhibían juguetes, dulces y una gran variedad de artículos. Al dejar el pueblo, se encontraron en la carretera a cuyos lados sólo se veían setos y árboles. Nada más despertó el interés de Mary durante el trayecto que le pareció muy largo.

Súbitamente, los caballos cambiaron de paso. Ahora marchaban con lentitud, como si fueran subiendo un cerro. Poco después, incluso los setos y los árboles desaparecieron de la vista. Como Mary no percibía nada, excepto la densa obscuridad que la rodeaba, se inclinó hacia adelante presionando su cara contra el vidrio. En ese momento, el carruaje se sacudió.

—¡Eh! Seguro que ya llegamos al páramo —dijo la señora Medlock.

Los faroles del carruaje alumbraban con una luz amarillenta el áspero camino que parecía haber sido abierto entre matorrales y pequeños arbustos, y que su superficie se extendía hacia el infinito. Mientras tanto, el viento soplaba produciendo un sonido salvaje e impetuoso.

—Esto no es el mar, ¿verdad? —dijo Mary, volviéndose hacia su compañera.

—No, no lo es —contestó el ama de llaves—. Ni es campo, ni montañas; sólo millas y millas de tierra yerma en la cual nada crece, excepto el brezo, el tojo y la retama. Aquí viven sólo algunos caballos y ovejas.

—Siento una sensación como si estuviera en medio del mar; al menos suena como si lo fuera —dijo Mary.

—Es el viento que sopla a través de los matorrales —dijo la señora Medlock—. A mí me parece salvaje y monótono, pero para muchas personas este lugar es muy hermoso, especialmente cuando florece el brezo.

Por largo tiempo siguieron su camino en medio de la obscuridad, y aunque la lluvia se detuvo, alrededor del carruaje silbaban ráfagas de viento que producían extraños sonidos. El camino subía y bajaba y en varias ocasiones el coche cruzó pequeños puentes bajo los cuales corría el agua vertiginosamente. Mary tenía la impresión de que el camino no terminaría nunca, y que el ancho y desolado páramo era un extenso océano que cruzaban a través de una seca franja de tierra.

—No me gusta. De verdad no me gusta —se dijo, apretando firmemente sus delgados labios.

Al fin, después de subir una pequeña loma, atisbaron una luz. El ama de llaves suspiró profundamente con alivio.

Poco más tarde, el carruaje traspasaba las rejas del parque; pero aún quedaban dos millas por recorrer antes de llegar a la casa. El camino de entrada estaba bordeado de altos árboles cuyas ramas se entrecruzaban en la cima y daban la impresión de una larga bóveda.

Al salir de esa obscura avenida se encontraron en un gran espacio abierto. El coche se detuvo frente a una inmensa casa no muy alta, que parecía extenderse alrededor de un patio de piedra. En un comienzo, Mary pensó que la casa estaba a obscuras, pero, al bajar del carruaje, divisó una pequeña luz en una ventana del segundo piso.

La gran puerta de entrada estaba formada por curiosos y macizos paneles de roble adornados con enormes clavos y rematados de barras de fierro. Las recién llegadas entraron al vestíbulo.

Una débil luz daba una sensación irreal a los rostros de los retratos que colgaban de la pared y a las armaduras que lo adornaban. Mary prefirió no mirarlos. De pie sobre el suelo de piedra, la niña se veía más pequeña que nunca; y ella, por su parte, se sentía perdida e insignificante.

Un hombre pulcro y delgado esperaba cerca del empleado que les abrió la puerta.