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Cuando el mar arrastró a aquella bella y misteriosa mujer hasta la isla del jeque David Rashid, la vida del guapísimo ejecutivo dio un vuelco. Aquella belleza despertó poderosas pasiones en él, pero ocultaba un secreto que podría destruirlos a ambos. Jayde Asheen era una espía británica que tenía la misión de descubrir la verdad sobre los cuestionables negocios de David y que se había visto envuelta en una red de engaños que ponía en peligro la vida del jeque y la de su pequeña...
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Seitenzahl: 299
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Loreth Beswetherick
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El jeque que me amo, n.º 220 - septiembre 2018
Título original: The Sheik Who Loved Me
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-911-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Acerca de la autora
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
De niña en África, cuando le preguntaban qué quería ser de mayor, Loreth contestaba que espía… o psicóloga. O quizá bióloga marina, arqueóloga o abogada. En lugar de ello se enamoró, viajó por el mundo y tuvo una hija. Cuando menos se lo esperaba volvió a encontrarse en África, escribiendo crónicas y reportajes para una gran cadena de periódicos locales. Pero aquellos sueños de su infancia nunca murieron. Tuvo que pasar otra década, otra hija y más viajes por distintos continentes antes de que la luz finalmente se encendiera. Ahora podía ser todas aquellas cosas: la espía, la psicóloga y todo lo demás… a través de sus personajes literarios. Así que se sentó a escribir su primera novela… y descubrió su vocación.
Actualmente vive con su marido, sus dos hijas y varios gatos en la cordillera costera de la Columbia Británica.
Enormes nubes de arena del desierto se levantaban con el fuerte viento, oscureciendo un sol rojo sangre sobre un mar negro y alborotado. El pánico se apoderó de Kamilah. Empezó a trepar duna arriba todo lo rápido que le permitieron sus piernecitas de niña. No debería estar fuera con aquella tormenta. Su padre se pondría furioso.
Sin embargo, eso ahora no importaba. Tenía que conseguir ayuda o la sirena moriría. Después de tanto tiempo, de tanta espera, al final había ido.
Pero estaba herida.
Le escocían los ojos por las lágrimas. Le ardían los pulmones. El viento parecía arrancarle el cabello. El mar que se extendía a su espalda bramaba mientras corría, estrellando sus olas espumeantes contra los arrecifes de coral, derramándose en la bahía, agitando sus aguas de ordinario tranquilas.
«Papá, por favor, ayúdame. Antes de que el mar se la lleve otra vez». Las palabras explotaron en su cerebro, ahogando las ráfagas de viento. Palabras que ansiaban ser pronunciadas en voz alta por primera vez en mucho tiempo.
Un relámpago atravesó el cielo. Kamilah se arrojó al suelo instantáneamente, cerró los ojos con fuerza y esperó el trueno. El estruendo reverberó en su menudo cuerpo, haciéndola temblar. El corazón le latía tan rápido que creía que iba a estallarle en el pecho.
Pero tenía que moverse. Tenía que llegar a donde estaba su padre. Trepó de nuevo por la duna, pero tropezó con una raíz saliente y cayó hacia atrás. Desesperadamente intentó agarrarse a algo y frenar su caída mientras el dolor le laceraba las manos, las rodillas. La arena le quemaba los ojos.
No podía rendirse. No dejaría que aquel mar se la tragara. Porque mamá le había enviado aquella sirena. ¡Estaba segura!
David Rashid clavó un alfiler amarillo en el gran mapa que ocupaba una pared entera de su despacho. El alfiler señalaba el último pozo de Rashid Petróleos Internacionales que había sido reclamado por los rebeldes. En aquel momento se hallaba a plena producción, extrayendo oro negro de la árida llanura sahariana. Oro negro que durante siglos había permanecido enterrado bajo las arenas de Azar, y de cuya existencia siempre había sabido su padre.
Los alfileres rojos que salpicaban el mapa cerca de las fronteras libia y egipcia señalaban las plazas fuertes que el ejército rebelde poseía en el desierto. Los dos azules al sudeste de Azar representaban el trofeo más importante de todos: las minas de uranio Rashid. Porque no era un uranio normal. Su mineral poseía una estructura molecular particular que le confería un inestimable valor en términos de tecnología nuclear. Aquellas minas, únicas en el mundo, habían vuelto a situar a Azar en el tablero internacional.
David retrocedió un paso, se cruzó de brazos y sonrió. Era una jugada de la que se sentía orgulloso. Y con la que su padre había soñado. Un paso adelante que reconstruiría su nación tendiendo un puente con pasadas épocas gloriosas, estimularía la economía y devolvería el orgullo a un pueblo olvidado: los beduinos de Azar, los nómadas guerreros de un país clavado como una cuña entre Chad y Sudán, con Egipto y Libia al norte.
Habría dado cualquier cosa por que su padre hubiera vivido para ver aquel triunfo. Eso y su reconciliación con su hermanastro, Tariq. Se rascó la barbilla mientras estudiaba los grupos de alfileres rojos en el mapa, vagamente consciente del ulular del viento que batía las contraventanas, en los jardines cubiertos del antiguo castillo. Había una pregunta que no dejaba de hacerse: ¿quién apoyaba y financiaba a los rebeldes?
Pero justo en aquel preciso instante la puerta se abrió de golpe, sacándolo de sus reflexiones. Dio un respingo, girándose en redondo. El viento de la tormenta le estaba llenando de arena el despacho. En el umbral apareció su hija, ondeante la melena oscura y rizada. Estaba muy pálida, con sus grandes ojos castaños desorbitados de terror.
—¡Kamilah! —se apresuró a cerrar la puerta.
Cayendo de rodillas ante ella, la abrazó. Estaba temblando violentamente.
—¿Kamilah? ¿Qué pasa?
Seguía mirándolo con los ojos muy abiertos, como si quisiera traspasarle el alma. David apenas podía respirar. Estaba intentando decirle algo con aquellos preciosos y expresivos ojos que tenía. Unos ojos que habían evitado mirarlo directamente desde hacía casi dos años.
Todos sus músculos se tensaron. El fragor de la tormenta pareció desvanecerse en los más recónditos rincones de su mente. Tenía miedo de moverse, de respirar siquiera, temeroso de que el menor gesto rompiera aquella leve conexión entre su hija y él, como un finísimo hilo de seda. No sabía qué hacer. Nunca sabía qué hacer con aquella hermosa niña. Tragó saliva, retirándole tentativamente un mechón de cabello de la mejilla.
No se apartó. Y eso lo animó, estimuló sus esperanzas. Respiró más profundamente. Le tomó las manitas entre las suyas, mirándola fijamente a los ojos y bajando la voz hasta convertirla en un dulce murmullo.
—¿Qué pasa, Kamilah? ¿Me lo quieres decir?
Vio que soltaba un tembloroso suspiro. Y que entreabría los labios. David tuvo la sensación de que el corazón se le detenía. Esperó, absolutamente inmóvil. El rostro de la niña reflejó el doloroso combate por pronunciar las palabras.
Hasta que de repente cerró los labios, convirtiéndolos en una fina línea. David bajó la cabeza, derrotado. Cerró los ojos. No debió haberse permitido albergar esperanzas. La esperanza no era más que la semilla de la desesperación.
—La… la sirena —susurró de pronto.
David abrió rápidamente los ojos. ¡Hablaba!
—Ella… necesita ayuda —continuó Kamilah, vacilante, como intimidada por el sonido de sus propias palabras.
Pero para David eran pura música. Una oleada de emoción le anegó el pecho. Kamilah no había pronunciado una sola palabra en veintiún largos meses. Desde el accidente. Desde que fue horrorizado testigo de cómo el mar se tragaba a su madre. Y de los desesperados intentos de su padre por salvarla.
David ya había empezado a hacerse a la idea de que su hija no volvería a hablar jamás. Y ahora que acababa de hacerlo, le embargó una sensación de pánico. El miedo a que si decía algo equivocado, si cometía cualquier error… volviera a callar para siempre. Ni siquiera podía encontrar la voz para decir algo. Lo único que podía hacer era abarcarle las mejillas con las manos, asomarse a las profundidades de sus ojos y dejar que la emoción desbordara los suyos.
—¿Papá?
El corazón le dio un vuelco en el pecho. ¿Cómo una sola palabra podía llegar a ser tan maravillosamente dulce?
—Ella… —le tiró de la camisa con gesto urgente—… ella se está muriendo, papá.
La confusión se mezcló con la euforia en su cerebro. Había estado tan concentrado en el sonido de su voz, en el hecho de que hubiera hablado, que no había prestado atención al significado de sus palabras. Experimentó una nueva punzada de pánico. ¿Estaría su sensible hija perdiendo todo contacto con la realidad? ¿O quizá reviviendo el accidente?
—¿Quién se está muriendo, Kamilah?
—La… la sirena.
—¿La sirena?
Vio que asentía y vaciló. Se dijo que no importaba. Con tal de que continuara hablando, le seguiría el juego, aunque fuese con una imaginaria sirena. Ya se ocuparían de lo demás después.
—¿Dónde está esa sirena?
—En la bahía de la Media Luna.
—¿Has estado allí? ¿Con esta tormenta?
Esa vez desvió la mirada.
—¡No! —«no te cierres a mí», le suplicó en silencio—. Está bien, Kamilah. Mírame, por favor. Cariño, cuéntame lo que le pasa a esa sirena.
La niña volvió a fijar en él sus enormes ojos oscuros.
—Está herida. Tienes que ayudarla antes de que el mar se la lleve de nuevo.
—Sí, sí. Por supuesto que la ayudaré. Iré a buscarla.
El brillo de esperanza que vio en los ojos de Kamilah lo llenó de gozo.
—Pero escucha, tú tienes que quedarte aquí, en el palacio, con Fayha, ¿de acuerdo? La tormenta es demasiado peligrosa para ti.
Lo agarró de la camisa. David intentó apartarse, pero la pequeña lo seguía reteniendo. Se dio cuenta de que no estaba del todo convencida. No estaba segura de si podía confiar en él. Porque en su momento confió en él para que salvara a su madre y fracasó.
Se sintió atravesado por una vorágine de emociones. Suspirando profundamente, le puso un dedo bajo la barbilla para alzarle delicadamente el rostro.
—Escúchame, Kamilah, te prometo buscar a tu sirena. Si está herida, te prometo que la ayudaré. No te fallaré, cariño —«esta vez no», añadió para sus adentros. Haría cualquier cosa con tal de seguir escuchando su voz—. Dame un abrazo —estrechó su cuerpecillo contra el suyo, levantándola en vilo.
Sintió el recorrido de sus diminutas manos hasta su cuello antes de que lo abrazara con fuerza. Lágrimas de emoción asomaron a sus ojos. Por primera vez en casi dos años, había encontrado una conexión, un puente de comunicación con su hija. El corazón le reventaba de gozo.
Con un renovado fuego corriendo por sus venas, bajó a su hija al suelo. Tenía una tormenta con la que enfrentarse, una sirena que encontrar. Y una hija pequeña que había recuperado la voz y la palabra.
El viento era diez veces más poderoso en la expuesta bahía de la Media Luna. La espuma burbujeaba en las crestas de las olas y las gotas de lluvia le azotaban el rostro. ¿Qué era lo que tanto había impresionado a Kamilah? ¿Qué había visto exactamente?
De repente lo descubrió. Una forma pálida entre los despojos arrastrados por el mar. Una forma inequívocamente humana. Y femenina. ¡La sirena de Kamilah!
Sobre la arena apelmazada por la lluvia, puso a su semental al galope. Conforme se acercaba, la silueta seguía sin moverse. Desmontó rápidamente y se arrodilló a su lado.
Yacía entre algas y restos de medusas. Acercó dos dedos a la piel fría de su cuello, buscando el pulso. Estaba viva. Apenas.
Estaba desnuda de cintura para arriba. La melena empapada se enredaba en su torso como una maraña de algas. Tenía los senos más perfectos que había visto nunca. Pequeños, con duros pezones morenos de color coral en las puntas. Una desgarrada tela verde le envolvía las piernas.
Desvió la mirada hacia el mar alborotado, con las olas estrellándose contra los arrecifes de filos cortantes como navajas. Era un milagro que no se hubiera destrozado contra aquellas rocas. Le apartó cuidadosamente el pelo de la cara, buscando alguna herida, y se quedó sin aliento. Era de una belleza exquisita. Tenía cerrados los ojos rasgados, ribeteados por largas pestañas ambarinas. Su piel, del color de la miel tostada, brillaba por la lluvia. Pero por debajo de aquel bronceado estaba mortalmente pálida, y no tardó en descubrir por qué. Tenía un corte en una sien, sin sangre, lavado por el agua de mar.
Continuó examinándola con cuidado. Tenía más cortes, uno en un costado y una herida en el brazo izquierdo. Inconscientemente advirtió que no llevaba alianza de matrimonio ni anillo de compromiso alguno. Una reacción absolutamente primaria, de puro deseo, le aceleró el pulso.
Un trueno resonó sobre sus cabezas. David esbozó una mueca. El viento arreciaba y un inmenso muro negro parecía alzarse del agua, como las fauces de un monstruo engulléndolo todo a su paso. Tenía que arriesgarse a moverla. Afortunadamente el doctor Watson seguía en la isla. El mal tiempo le había impedido salir para Jartum aquella misma mañana.
Se sacó la daga curva del cinturón y cortó el tejido que le inmovilizaba las piernas. Tras cubrirla con su propia camisa, la levantó con cuidado y la instaló sobre el caballo. Rezó para que no tuviera ninguna lesión seria en la espalda, porque el movimiento de la montura podría ser fatal. Lamentablemente, con el avance de la tormenta, no tenía otra elección.
Montó, sujetándola contra su pecho, y espoleó al semental. El caballo corrió a toda velocidad por la duna, ansioso de regresar al hogar. David se inclinó todo lo posible sobre la mujer para protegerla de la violencia del viento. Mezclada con la lluvia, la punzante arena le laceraba la espalda desnuda, una dolorosa sensación que contrastaba con el delicioso contacto de su piel tersa y húmeda contra su pecho.
Y mientras cabalgaba hacia el palacio, en lo más profundo de su corazón, David Rashid comprendió que estaba en un problema.
¿Dónde estaba? Abrió los ojos. Una tenue luz pareció deslizarse hasta el fondo de su cerebro, donde explotó en una violenta punzada de dolor. Los cerró de nuevo.
Podía escuchar un sonido extraño, fantasmal, como el ulular del viento… o el gemido de un alma en pena. Creyó discernir el fragor de las olas a lo lejos. O quizá fuera su pulso acelerado, que le atronaba en los oídos. Intentó mover la cabeza, pero el dolor la disuadió de hacerlo. Todo le dolía. El cuerpo entero reverberaba con un sordo y rítmico dolor, como si sus venas y arterias fueran demasiado frágiles para acoger la sangre bombeada furiosamente por su corazón.
Probó nuevamente a abrir los ojos. A través de las pestañas podía distinguir formas y sombras tambaleantes… ¿El fuego de una chimenea? ¿Velas? Percibió un exótico aroma. Pero no podía concentrarse.
Una punzada de pánico le atravesó el corazón. De repente sintió una presencia. Alguien estaba de pie frente a ella. Una vez más se obligó a abrir los ojos. Era un hombre, que la miraba… Un hombre hermoso de tez morena y rasgos afilados, como cincelados en piedra. De pelo negro como el azabache y ojos azules de mirada penetrante. Unos ojos que parecían traspasarle el alma.
¡Peligro! El corazón se le encogió de miedo. Había visto aquella cara en alguna parte. Su visión la había puesto en alerta. Se esforzó por tranquilizarse, respirando profundamente varias veces. Y se concentró en aquel rostro, intentando recordar en vano por qué supuestamente entrañaba una amenaza…
Era alto, fuerte, de torso amplio y brazos musculosos cubiertos de vello. Aunque sus muñecas eran anchas, poderosas, tenía los dedos largos y finos. Su tez morena contrastaba casi dramáticamente con el azul casi eléctrico de sus ojos.
La energía presente en aquel rostro recordaba a un depredador, a un ave rapaz. Todo menos su boca. Sus labios llenos y finamente delineados redimían aquel rostro de la dureza del resto de sus rasgos, dándole un aire de refinada sensualidad. Vio que llevaba unos pantalones anchos y cómodos, y una galabiya blanca que destacaba contra el moreno de su piel. Encajada en el cinturón de brocado, reconoció una jambiya.. El corazón le dio un vuelco. Aquella palabra, galabiya… era la ropa de la mayor parte de las tribus del Sahara. ¿Y la jambiya? Sólo los árabes llevaban aquella daga o cuchillo tradicional de forma curva. ¿Quién era él? ¿Dónde estaba? La confusión y el miedo volvieron a apoderarse de ella.
Era un hombre profundamente atractivo, pero también un enemigo. No era de los suyos. Tendría que llevar mucho cuidado: su vida dependía de ello. ¿Pero cómo sabía todo eso? ¿Y por qué?
Miró nerviosa a su alrededor. La iluminación procedía de un quinqué: de ahí la luz tambaleante, con las sombras cambiantes proyectadas sobre las paredes encaladas, y el extraño olor. Un ventilador de madera giraba suspendido de un techo increíblemente alto. La habitación estaba amueblada con exquisitas antigüedades de madera oscura y barnizada. Vio el arco de herradura de la pesada puerta del fondo, inconfundiblemente musulmán. Por lo demás, no reconocía nada. No tenía la menor idea de dónde estaba. Intentó sentarse.
El hombre se movió de inmediato, poniéndole una mano sobre el hombro:
—Tranquila, relájate. Cada cosa a su tiempo.
Se quedó inmóvil al escuchar el profundo tono grave de su voz. Tenía acento británico, pese a lo cual se advertía también un eco de la sensual guturalidad del árabe. Su mano descansaba cálida sobre su hombro desnudo, áspera la palma callosa. Fue entonces cuando se dio cuenta de que estaba completamente desnuda bajo la blanca sábana de algodón.
—No me toque —chilló, alarmada.
—Como quiera —retiró instantáneamente la mano—. Pero tienes que tranquilizarte. Has estado inconsciente.
—¿Dónde… dónde estoy?
—En mi hogar de la isla Shendi.
—¿Dónde está eso?
—En el Mar Rojo, cerca de la costa de Sudán. Shendi es mi isla privada. Me llamo David Rashid.
—¿El Mar Rojo? —repitió, aterrada. ¿Por qué estaba ella en el mar Rojo? Era el ulular viento lo que había oído antes. Soplaba con fuerza, batiendo las contraventanas. Se sentía aturdida. No podía pensar.
—¿Por qué estoy aquí?
—Recibiste un fuerte golpe en la cabeza. Te encontramos inconsciente en la playa. Fue un verdadero milagro que no te ahogaras.
¿Ahogarse? ¿Un golpe en la cabeza? Tocándose la frente, palpó con los dedos una línea de puntos de sutura a lo largo de una sien, cerca del nacimiento del pelo. Alarmada, se dio cuenta de que había sido un corte bastante profundo.
—Tienes más cortes —le informó él—. En el costado izquierdo y a lo largo del brazo.
Bajó la mirada a su antebrazo. Más líneas de pequeños puntos negros. Levemente hinchados. Los moretones empezaban a desaparecer.
—¿Qué me ha pasado?
—La tormenta te arrastró hasta la playa. Necesitamos saber si ibas en un barco, si había más gente contigo. Hemos organizado una batida, pero hasta el momento no hemos encontrado nada.
La confusión nublaba su cerebro. Intentó ordenar sus pensamientos, pero no pudo. La cabeza le dolía terriblemente.
—No te preocupes —alzó una mano con la idea de tocarla de nuevo, pero pareció pensárselo mejor—. Ya nos ocuparemos de eso más tarde. Debe de ser el efecto de la conmoción. Empecemos con tu nombre.
Abrió la boca para decírselo, pero no pudo. No le salió. Sintió una punzada de terror. Frenéticamente intentó recordarlo, encontrarlo en su cerebro… fue en vano. Ni siquiera podía recordar su propio nombre. No parecía capaz de recordar nada. Cómo había llegado a la isla. Dónde había estado. O por qué. Si había habido más gente en el barco…
No podía recordar absolutamente nada.
Los ojos del hombre la traspasaron de nuevo, cortándola como un rayo láser mientras esperaba a que dijera algo. La garganta se le secó. Se apretó la sábana contra el pecho como queriendo protegerse del horror de su situación. El viento seguía ululando. Una contraventana crujió en alguna parte.
Seguía observándola, expectante. Pero algo más se había dibujado en sus rasgos. Piedad. La compadecía. Y eso la hacía sentirse infinitamente peor. Y furiosa. Porque odiaba la compasión.
—Si me dices tu nombre, una vez que consigamos arreglar el sistema de comunicaciones, podremos avisar a alguien de que te encuentras bien.
Permaneció callada. No tenía la menor idea de quién podría estar buscándola.
—Estoy seguro de que tiene que haber gente preocupada por ti —insistió.
Vio que soltaba un profundo suspiro, todavía en silencio, y frunció el ceño. Escrutó su rostro, haciéndola sentirse más desnuda que lo que ya estaba debajo de aquella sábana.
—No recuerdas tu nombre, ¿verdad?
—Por supuesto que sí.
Arqueó una ceja, esperando.
—Me llamo… me llamo —no le salía. Estaba segura de que lo sabía, como si estuviera oculto en algún rincón de su mente, esperando en un cajón secreto de su cerebro.
Le tocó de nuevo el brazo, y ella se encogió con un respingo. Pero esa vez no retiró la mano.
—Tranquila, no pasa nada —le dijo con una voz repentinamente cargada de ternura. Su mano, de palma callosa, era exquisitamente cálida. Esa vez sí que encontró un cierto consuelo en su contacto. Y no se apartó.
—Relájate. Voy a buscar al doctor Watson.
¿Un médico?
—Te estuvo atendiendo durante la mayor parte de la noche —sonrió—. Yo le sustituí durante las últimas horas para que pudiera descansar un poco. Voy a llamarlo ahora mismo.
—No —exclamó, experimentando una punzada de pánico. Se esforzó por sentarse y, envolviéndose en la sábana, bajó los pies al suelo—. No necesito un médico. Estoy bien.
Estaría bien. Tan pronto como pudiera moverse y la sangre le bombeara de nuevo al cerebro. Entonces todo volvería. Su nombre, todo. Estaba convencida.
—¿Dónde está mi ropa?
Vio que ladeaba la cabeza, con un brillo burlón iluminando sus ojos oscuros.
—No tienes.
—¿Qué?
—Apareciste en la costa tan desnuda como el día en que naciste… —sonrió—… aparte de unos harapos de tela verde alrededor de las piernas.
Se lo quedó mirando de hito en hito, avergonzada.
—¿Quién me trajo de la playa?
—Yo.
—¿Cómo?
—En mi caballo.
Oh, Dios. Cerró los ojos. Tenía que moverse: era la única solución. Una vez que se moviera, se pondría bien. Se obligó a levantarse, sujetando la sábana. Sentía las piernas como si fueran de plomo. Dio un paso adelante y todo giró a su alrededor. Tambaleándose, tuvo que apoyarse en el borde de la cama. Él la sujetó de un codo.
—No deberías hacer movimientos bruscos.
—He dicho que no me toque —se liberó de un tirón. Dio otro decidido paso al frente. Y otro. Pero su cuerpo no parecía responder. La habitación empezó a girar nuevamente a su alrededor. Sintió que sus piernas cedían bajo su cuerpo. Todo pareció transcurrir a cámara lenta mientras caía a plomo en el suelo, soltando la sábana.
El desconocido actuó con rapidez y logró sujetarle la cabeza para que no se golpeara con el suelo de baldosas. Ella fue consciente de sus manos de palma callosa sobre su torso desnudo, así como del roce de un antebrazo en un seno antes de que la levantara en vilo.
Después, todo se volvió negro.
David tiró del grueso cordón de una campanilla. Su ama de llaves se presentó casi de inmediato.
—Fayha, ve a buscar al doctor Watson, por favor. Dile que la paciente ha recobrado la consciencia por unos minutos. Creo que ahora está durmiendo.
Fayha asintió con la cabeza y se marchó cerrando sigilosamente la puerta a su espalda. David se volvió hacia la misteriosa mujer que yacía en su cama. Poco después escuchaba los pesados pasos del médico acercándose por el pasillo.
A la luz del quinqué, parecía una escultura de cera, una especie de ángel extraño, surrealista. Debía de tener veintitantos años. Poseía una exótica y nada convencional belleza, con sus altos pómulos, sus cejas elegantemente delineadas y sus ojos almendrados, ribeteados de largas pestañas de color ámbar. Era alta y esbelta. Pero, por encima de todo, eran sus ojos lo que más lo había cautivado. En aquel momento estaban cerrados.
Cuando los había abierto, se había sentido impresionado tanto por su tamaño como por su color, de un profundo verde esmeralda. Un hombre podía perderse en unos ojos como aquellos. Unos ojos del color del mar.
Un inquietante pensamiento lo asaltó de pronto, quitándole el aliento. Aisha se había ahogado en un mar de aquel color. Mientras él estaba tranquilamente buceando, admirando la belleza de un arrecife coralino. Las había dejado a ella y a Kamilah solas, en el barco.
Sintió una punzada de dolor, de amor, de duelo y de culpa irracional. Habían transcurrido casi dos años. Los recuerdos no deberían ser tan intensos. Pero lo eran. Y una parte de su ser quería que lo fuesen: buscaba incluso el dolor que le producían, como si aferrándose a aquel dolor pudiera conservar el amor de su esposa. Y como si eso pudiera redimir su culpa de alguna forma.
No se merecía disfrutar de mejores y más agradables recuerdos mientras Kamilah continuara sufriendo. Como tampoco se merecía volver a bucear en aquellas aguas, algo que no había hecho desde entonces. Ni una sola vez desde la muerte de Aisha.
La mujer gimió suavemente, distrayéndolo de sus reflexiones. Y se preparó para el impacto de aquellos increíbles ojos verdes. Pero no se despertó. Su respiración retomó el ritmo regular, con el pecho subiendo y bajando bajo la sábana de algodón. La melena ya se le había secado, formando deliciosas ondas y rizos que no se cansaba de admirar.
Tenía el cuello largo y fino, elegante. Sus ojos recorrieron su cuerpo hasta sus senos de puntiagudos pezones, velados por la sábana. Evocó el leve peso de aquellos senos, desnudos bajo la palma de su mano, o contra su pecho desnudo. Evocó los pezones morenos, con sus puntas de color rojo coral. Y se le secó la garganta.
Estaba asombrado de sí mismo. Era algo morboso excitarse con una mujer herida, apenas consciente. Una mujer absolutamente vulnerable. Pero no podía evitarlo. Kamilah tenía razón: si hubiera tenido que conjurar la imagen de una sirena en sueños, habría pensado en el rostro y en el cuerpo de aquella mujer.
Una sonrisa asomó a sus labios. En sus sueños esa sirena estaría completamente desnuda, los pezones de sus perfectos senos tendrían el color del coral, la melena ambarina le llegaría hasta la cintura… con unos enormes ojos que quitaban el sentido y una cola de pez verde esmeralda…
Sacudió la cabeza. Aquello era ridículo. Sus pensamientos y emociones estaban escapando a todo control. Aquella mujer era real. Un ser humano normal. Y lo que había confundido con una cola de pez no eran más que un montón de harapos verdes. Aun así, no podía evitar una creciente sensación de irrealidad, como de un sueño repentinamente realizado.
Extendió una mano y le acarició tentativamente una mejilla, casi para demostrarse a sí mismo que no era un producto de su imaginación. Justo en ese instante la oyó murmurar algo. Permaneció sin aliento, expectante, con el corazón acelerado. Se sentía tenso, inquieto. El descubrimiento de aquella mujer en la playa lo había dejado completamente trastornado.
El murmullo se convirtió en un gemido y empezó a mover enérgicamente la cabeza de lado a lado, esbozando una mueca de dolor. En un impulso, le retiró el pelo de la frente.
—Sss, no pasa nada —musitó—. Te pondrás bien. Aquí estarás a salvo.
Observó sorprendido que se quedaba inmóvil, como si lo estuviera escuchando.
—Estás a salvo —susurró de nuevo.
Dejó de mover los párpados. La tensión de sus rasgos pareció desvanecerse. Ya se disponía a retirar la mano cuando se quedó cautivado por la sedosa textura de su pelo. Era insoportablemente suave.
Levantó un largo mechón, dejando que se enredara entre sus dedos. Y fue entonces cuando sintió un súbito, inmenso y doloroso vacío en el pecho. Bajó la mirada a su mano izquierda. Definitivamente no había señal de anillo, ni marca siquiera, nada que indicara que había podido llevar alguno que se hubiera perdido en la tormenta. Un estremecimiento mezclado de esperanza y deseo lo asaltó a traición.
Se apartó, sorprendido de la intensidad de su propia reacción física. Justo en aquel instante la puerta se abrió de golpe a su espalda. Se giró rápidamente para descubrir al doctor James Watson en el umbral, con el maletín médico en la mano, el pelo gris ligeramente despeinado. Evidentemente acababa de levantarse de la cama.
—No te he oído llegar —gruñó, irritado de que lo hubiera tomado desprevenido.
El médico lo miró en silencio, con aquellos ojos grises que parecían saberlo todo sobre él. Lo cual no hizo sino aumentar su irritación.
—Perdona, David. No quería asustarte —señaló la puerta con la cabeza—. El viento me ha quitado el picaporte de las manos. Fayha debe de haberse dejado alguna puerta abierta. Hay mucha corriente por los pasillos —entró en la habitación—. Así que se ha despertado, ¿eh? —le preguntó mientras abría el gran maletín negro que acababa de dejar sobre la mesilla—. ¿Qué tal está?
—Parecía encontrarse bien cuando se despertó. Aparte del hecho de que no tiene ni la menor idea de quién es, de lo que le ha sucedido o de cómo ha llegado hasta aquí. Ni siquiera se acuerda de su propio nombre. Se levantó, intentó caminar y cayó como un fardo.
El médico asintió con la cabeza mientras le tomaba el pulso. Procedió a medírselo, fija la mirada ceñuda en su reloj. Mientras tanto, David caminaba de un lado a otro de la habitación. Por las rendijas de las contraventanas, vio que el cielo se estaba despejando. Eran casi las cinco y media de la madrugada, No había dormido nada desde que acostó a Kamilah. Minutos después Watson se reunió con él frente a la ventana.
—Respira bien y su pulso vuelve a ser normal. Yo diría que está perfectamente —le informó en voz baja.
—¿Y la amnesia?
—No son extrañas las pérdidas de memoria como resultado de golpes en la cabeza. La amnesia puede durar segundos, días, meses… Incluso años.
—¿Puede llegar a ser permanente?
—Es posible. Puede que nunca recuerde el accidente que la trajo hasta aquí.
David escrutó su expresión.
—Pero hay algo más que te preocupa —adivinó.
Watson apretó los labios mientras se volvía para mirar de nuevo a la mujer.
—La amnesia retrógrada es una cosa. Pero el hecho de que ni siquiera recuerde su nombre… —sacudió la cabeza—. Creo que deberíamos llevarla a un hospital para que le hagan un escáner. A Nairobi quizá, o a El Cairo. Mientras tanto, necesitará permanecer bajo constante observación. Y…
Pero antes de que el médico pudiera terminar la frase, la paciente gimió. Ambos se giraron en redondo. Estaba moviendo los párpados.
David se tensó, preparándose de nuevo para la contemplación de aquellos ojos maravillosos, mágicos. El viento había dejado de soplar. La tormenta había amainado. Los rayos del sol se filtraban por las rendijas de las contraventanas, dibujando su reflejo en el suelo.
De repente abrió los ojos. Se quedó mirando fijamente a David, parpadeando con expresión desorientada. Un nudo de emoción se desenredó en su pecho. Parecía tan perdida, tan vulnerable…
La maciza silueta de Lancaster se recortó en el umbral de la habitación del hotel de Jartum.
O’Reilly levantó la mirada de su ordenador portátil. Y se quedó paralizado ante la sombría expresión del recién llegado.
—¿Malas noticias?
—Seguimos sin saber nada de ella —Lancaster se pasó una manaza por su pelo cortado a cepillo y entró en la habitación, bloqueando momentáneamente la entrada del sol.
—¿Y Gibbs?
—Anoche lo recogió un pesquero sudanés. Está destrozado. Es una suerte que haya sobrevivido. Dice que la vio hundirse en el mar. Que es imposible que saliera viva.
O’Reilly juró entre dientes.
—¿Qué diablos vamos a hacer ahora?
—Encontrarla. Viva o muerta. Necesitamos asegurar cualquiera de esas dos posibilidades.
O’Reilly se volvió hacia la ventana.
—Si salimos a buscarla, si enviamos partidas con gente armada… Rashid se enterará.
—Entonces lo haremos de otra manera, con sigilo. Y abortaremos cualquier información antes de que salga a la luz, empezando por la embajada.
O’Reilly asintió.
—Si Rashid la encuentra primero… —se interrumpió—. Es un hombre peligroso.
—Sí —Lancaster lo observó en silencio—. Pero si llegan a encontrarse, ella también —entrecerró los ojos—. Y ahora mismo es un cabo suelto que no podemos permitirnos.
—Éste es el doctor Watson —David le presentó al hombre corpulento y de pelo gris con quien acababa de conversar en susurros.
«¿Para qué tanto secreto?», se preguntó. ¿Le estarían escondiendo algo? No pudo evitar una punzada de pánico.
El médico se acercó a la cama, sonriendo afable.
—¿Cómo se encuentra nuestra Bella Durmiente?
De cualquier otra persona, aquel comentario le habría molestado. Pero de aquel hombre, no Su aspecto inspiraba confianza.
—Yo… he estado mejor otras veces —respondió con voz ronca. Le costaba trabajo hablar y tenía los labios secos y agrietados.
—Quiero que siga esta luz con los ojos —le pidió el médico, sacando un bolígrafo linterna y moviéndolo frente a su rostro.
Hizo lo que le decía, obediente.
—Muy bien —apagó la linterna y la miró con detenimiento—. Me han dicho que sufre usted de amnesia.
Intentó recordar lo que había sucedido, cómo había terminado en una playa del Mar Rojo en mitad de una tormenta… pero fue incapaz. Descubrió, aterrorizada, que no tenía ni la menor idea de quién era.
—Ante todo, no se deje llevar por el pánico. No se asuste.
«Ya, claro», replicó para sus adentros. Eso era más fácil de decir que de hacer. David se apresuró a ofrecerle un vaso de agua.
Se incorporó ligeramente sobre un codo, aceptó el vaso y empezó a beber a grandes tragos, ávidamente. Pero él se lo quitó de las manos antes de que pudiera apurarlo.
—Eh, más despacio.
Se sintió como si acabaran de quitarle una fuente indispensable de vida.
—Estoy sedienta —lo desafió, con un brillo en los ojos.
David le sostuvo la mirada, viendo cómo se oscurecían sus pupilas.
—Si bebes demasiado rápido… —le dijo con tono dulce, exquisitamente tierno—… sólo conseguirás ponerte peor. Confía en mí, yo sé lo que es la sed. Soy un hombre del desierto.
¿Confiar en él? Instintivamente sabía que no debía hacerlo. Pero no podía dejar de mirarlo, de contemplar el brillo de deseo que ardía como una brasa en sus ojos. El corazón se le aceleró. La respiración también. Y, consternada, se dio cuenta de que su cuerpo estaba reaccionando a aquella mirada. Estaba reaccionando físicamente a la sed que veía en la mirada de aquel hombre.
Vio que se apartaba lentamente de la cama, sin dejar de mirarla.
—Me gustaría hacerle unas preguntas, si no tiene inconveniente —la voz del médico la devolvió a la realidad—. ¿Sabe quién es este hombre? —señaló a David.
Vaciló, temerosa de quedar nuevamente hipnotizada por su mirada y avergonzada por lo que le había hecho sentir.
—Por supuesto. Se llama David Rashid. Nos… nos conocimos anoche. Me… me dijo que me había encontrado en la playa —«desnuda», añadió para sus adentros, avergonzada.