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Kit Darling es la chica de la limpieza, la "chica invisible" que tiene el peligroso hábito de husmear las vidas de sus ricos clientes. Es un pasatiempo inofensivo hasta que Kit llega a una casa nueva y allí ve algo que la deja helada: un secreto tan oscuro que podría destruir a la privilegiada pareja que espera su primer hijo. Kit se convierte en una amenaza para la familia y ellos son un peligro aun mayor para Kit. La detective Mallory Van Alst llega a la lujosa casa conocida como la Casa de Cristal y lo que ve al entrar es una escena tan sangrienta que no cabe duda de que allí hubo un ataque. Es improbable que la víctima esté viva pero no hay ningún cuerpo, los propietarios no están y la chica de la limpieza ha desaparecido. El único testigo es una anciana senil que se despertó durante la noche y fue la última persona que vio a Kit Darling con vida. Mallory necesita averiguar qué ocurrió allí, qué pudo arrastrar las vidas de todos los involucrados a un torbellino mortal… pero el camino está lleno de pistas falsas. Lo único que está claro es que nadie escapa de su pasado.
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Seitenzahl: 517
Veröffentlichungsjahr: 2025
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La chicade la limpieza
Loreth Anne White
Traducción: Susana Sáenz
Título original: The Maid’s Diary
Amazon Publishing Derechos gestionados por Sandra Bruna Agencia Literaria.
© 2023 Loreth Anne White
© 2023 Amazon Publishing
© 2025 Trini Vergara Ediciones
www.trinivergaraediciones.com
© 2025 Motus Thriller
www.motus-thriller.com
España · México · Argentina
ISBN: 978-84-19767-66-0
Portadilla
Legales
CÓMO TERMINA
TESTIGO SILENCIOSA
EL DIARIO DE KIT
LA MUJER EN LA VENTANA
MAL
DAISY
DAISY
MAL
EL DIARIO DE KIT
JON
EL DIARIO DE KIT
MAL
EL DIARIO DE KIT
JON
EL FOTÓGRAFO
MAL
EL DIARIO DE KIT
DAISY
EL DIARIO DE KIT
DAISY
DAISY
MAL
EL DIARIO DE KIT
JON
EL FOTÓGRAFO
MAL
JON
EL DIARIO DE KIT
DAISY
JON
MAL
EL DIARIO DE KIT
MAL
EL DIARIO DE KIT
DAISY
DAISY
MAL
DAISY
MAL
DAISY
DAISY
MAL
JON
MAL
JON
EL FOTÓGRAFO
EL DIARIO DE KIT
MAL
DAISY
MAL
JON
MAL
JON
MAL
DAISY
DAISY
EL DIARIO DE KIT
DAISY
MAL
JON
DAISY
JON
MAL
MAL
RÉPLICAS DEL TERREMOTO
EL DIARIO DE KIT
MAL
MAL
MAL
MAL
EL DIARIO DE KIT
MAL
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Loreth Anne White
Manifiesto Motus
Lentamente, se desliza entre el sueño y la vigilia. Un destello de lucidez la atraviesa; no, no está dormida. No en su cama. No es seguro. Sensación de pánico. ¿Dónde está? Trata de tragar, pero tiene la boca seca. Siente un gusto extraño en la boca. Un golpe de realidad la sacude. Sangre, es gusto a sangre. Se le acelera la respiración. Trata de mover la cabeza pero no lo logra. Algo áspero y húmedo le cubre la cara. Está atrapada, tiene los brazos atados a los lados. Toma conciencia del dolor que siente. Un dolor aplastante. En sus hombros. En las costillas. En el vientre. Entre los muslos. El dolor retumba dentro de su cabeza. La adrenalina comienza a correr por sus venas y abre los ojos por completo. Pero no puede ver. El pánico se filtra en su cerebro. Abre la boca para gritar, pero le sale un grito ahogado.
¿Qué pasa? ¿Dónde estoy?
Concéntrate, concéntrate. El pánico te mata. Tienes que pensar. Trata de recordar.
Pero su mente está nublada. Se esfuerza por seguirle el hilo a la claridad, lucha por centrarse en sus sensaciones. Frío, sus pies están helados. Mueve los dedos de los pies. Siente el aire. ¿Está descalza? No, solo de un pie. Tiene puesto el zapato en el otro. Está herida. Cree que mucho. Un recuerdo pesado se cuela dentro de su cerebro aletargado: se defiende de alguien, la tumban al suelo. Un ataque violento; eso es lo que siente, que la dominan, que se queda indefensa. Luego la hieren. Ahora está envuelta en algo y siente que está en movimiento. Dando tumbos. Puede sentir la vibración. ¿Es el sonido de un motor? ¿Un coche? Sí, está en un vehículo de algún tipo. Se da cuenta de que oye unas voces. En el asiento delantero. Ella está acostada en el de atrás. Las voces… suenan preocupadas, discuten. Por debajo de las voces hay una música suave. La radio del coche. Definitivamente está en un coche…, la llevan a alguna parte.
Oye unas palabras. “Tirarla… es culpa de ella… se lo buscó. No puede culpar…”.
Se desliza nuevamente a la oscuridad. Esta vez por completo.
31 de octubre de 2019, jueves
Son las 23.57 de la noche de Halloween. Oscuridad. Una niebla densa se arrastra sobre el agua y una llovizna persistente cae mientras un Mercedes-Maybach plateado con dos pasajeros gira hacia un camino de tierra embarrado que conduce a unos silos abandonados. La lluvia destella cuando las luces iluminan la parte inferior de los viejos silos. El sedán cruza la vía de un tren y va dando tumbos por el camino lleno de baches que corre paralelo al borde de la bahía. El Mercedes se detiene en la sombra profunda que proyecta el puente que une la ensenada con la Costa Norte de la ciudad de Vancouver. Las luces se apagan. Todo está oscuro ahora, excepto por el brillo de la ciudad al otro lado del agua, envuelta en la espesa niebla.
Los ocupantes del coche se sienten seguros allí, ocultos, protegidos por la suavidad cálida del tapizado de cuero del lujoso sedán. Encima del puente, el tráfico se oye como un suave rugido, interrumpido por el rítmico golpeteo de los vehículos que atraviesan las juntas metálicas.
El hombre y la mujer no pierden el tiempo admirando el vaivén de la marea que avanza como un mar de tinta hacia el muelle de los antiguos silos. Su deseo se ha vuelto febril. Comenzó por la mañana —ese jueguecito entre ellos— en el desayuno de trabajo, cuando la pierna de ella se restregó contra el pantalón de él bajo la mesa mientras discutían con calma la estrategia legal con los funcionarios de la ciudad. El deseo continuó creciendo en subsiguientes discusiones de alto nivel sobre una demanda, y siguió en la comida. Llegó al máximo con un beso robado detrás de la puerta del baño de hombres. Los dos sabían que terminaría así: sexo desenfrenado en el coche de ella aparcado en algún lugar sórdido. La pareja es adicta a la anticipación. Al peligro. Al riesgo. Ambos están casados con otras personas. Él es miembro de la asamblea legislativa provincial. Ella es una prominente abogada de la ciudad. Los dos tienen hijos.
Siempre eligen lugares como este. Algo fabril. Frío y húmedo. Desierto. Cubierto de grafitis, sembrado de basura urbana. Sórdido y aun así delicioso de un modo indescriptible. Es su fetiche, tener sexo en escenarios mugrientos. Yuxtaponer su glamour, inteligencia, riqueza y privilegios a estos telones de miseria urbana que potencia su deseo. Les hace sentirse poderosos. Reviste su aventura de un aire de película de cine negro y acrecienta su placer carnal.
Ella hace volar sus tacones Saint Laurent mientras tira de la corbata roja de él y lucha con el cierre de su bragueta. Él le desabrocha de un tirón los botones de nácar de su blusa de seda, le levanta la falda y rasga sus lujosas medias en su avidez. Ella se arrastra por el salpicadero y termina montándolo. Mientras va bajando, él cierra sus ojos y gime de placer. Pero ella se queda súbitamente inmóvil. Ve dos pares de luces que se acercan en la noche. Los rayos horadan dos túneles de luz en la niebla, un vehículo detrás del otro. Los coches giran frente a los silos abandonados y se dirigen hacia las vías del tren.
—Viene alguien —susurra.
Él no parece darse cuenta. Con los ojos cerrados gime y eleva su pelvis tratando de que las caderas de ella vuelvan a frotarse contra su ingle. Pero ella detiene su mano y lo mantiene quieto. Su corazón se acelera.
—Son dos coches —dice ella—. Vienen hacia aquí.
Él abre los ojos, vuelve la cabeza y se incorpora. Desempaña el cristal con el puño y miran en silencio mientras las luces cruzan el camino y se acercan bordeando la costa.
—Mierda —dice él lentamente—. Esto es propiedad privada. El terreno está reservado para la construcción. Nadie puede estar aquí. Especialmente a esta hora.
—Tal vez sean jóvenes en alguna tontería de Halloween, o traficando con droga —susurra ella.
Los coches se acercan. El que va adelante es más pequeño que el que lo sigue, pero la niebla, la lluvia y la oscuridad dificultan el reconocimiento del color exacto o del modelo. Además, la fantasmal luminosidad de la ciudad al otro lado del agua ilumina a ambos vehículos desde atrás. El más pequeño podría ser amarillo o crema, piensa la mujer. Un coche de tres puertas. El más grande es un sedán. Tal vez gris o azul. Los dos pares de luces iluminan brevemente el agua oscura mientras los vehículos toman una curva en el camino. El agua del mar centellea bajo las luces con un reflejo metálico.
—Vienen directamente hacia nosotros —murmura la mujer.
—No hay adónde ir, ninguna salida alternativa —dice él—. Somos presa fácil.
Los coches se acercan todavía más.
—¡Joder! —La mujer vuelve a su lugar en el asiento del conductor y lucha por subirse las medias rasgadas y ponerse los zapatos. Él tira de la cremallera para subirla.
—Espera, espera, se están deteniendo —observa él.
La pareja se queda inmóvil. Envueltos en el silencio observan como se abre la puerta del vehículo de tres puertas y desciende una silueta alta. Se ve un logo en el lado de la puerta. Otra figura sale del sedán más grande. Más bajo, corpulento. Los dos conductores están vestidos de negro y su ropa brilla bajo la lluvia.
Uno usa sombrero. El otro lleva capucha. Dejan las luces encendidas y ambos vehículos con el motor en marcha. Blancas nubes de los escapes flotan en la oscuridad.
La niebla se espesa y gira en torno a los conductores mientras abren la puerta de atrás del sedán. Con esfuerzo cargan algo largo y pesado del asiento. Parece una gran alfombra enrollada. Cae al suelo con fuerza dando cuenta de su peso.
—¿Qué están haciendo? —pregunta la mujer.
—Tienen algo dentro del rollo de la alfombra —dice el hombre—. Algo pesado.
Ninguno de los dos quiere admitir lo que intuyen.
Los dos conductores levantan y arrastran el bulto hacia el agua. En el borde del muelle abandonado, empujan, con las manos y los pies, y hacen rodar el rollo hacia el borde. El objeto desaparece. Un segundo después vuelve a verse, un destello blanco que se arremolina en dirección al puente llevado por la corriente. Gira en el agua, luego empieza a hundirse. Un momento después desaparece.
La mujer traga saliva.
El interior del Mercedes se llena de un frío glacial. El hombre no puede respirar.
Ambos están aterrados por lo que acaban de ver. Un escalofrío se cuela en sus huesos. El conductor más alto vuelve deprisa al coche más pequeño. Se inclina sobre el asiento del conductor y manipula algo debajo del volante. Los dos conductores observan cómo el vehículo se dirige hacia el agua, como si fuera por propia iniciativa.
—¡Dios mío, has atascado el acelerador! Tenemos que salir de aquí. —La mujer tanteó el arranque del coche.
—Para. —El hombre la toma del antebrazo—. No muevas ni un músculo hasta que se hayan ido. Podrían matarnos por lo que acabamos de ver.
Miran con terror como el coche más pequeño avanza dubitativo y luego se asoma y cae por la punta del muelle. Mientras se sumerge, se refleja sobre el coche la luz del tráfico del puente. A la mujer le parece que es amarillo. Un Subaru Crosstrek igual al que su marido le compró a su hijo cuando cumplió los dieciocho años. El logo estampado en la puerta le parece familiar. Lo ha visto antes, pero no recuerda dónde. Las aguas se cierran sobre el coche produciendo una espuma luminosa que se lleva la corriente hacia el puente. Desaparece. No queda nada, ni un rastro de que algo cayera desde el muelle. Solo el agua oscura luchando con la corriente.
Los dos conductores se apresuran en dirección al sedán que los aguarda. El más alto sube del lado del conductor; el más bajo, del lado del acompañante. Cierran las puertas de un portazo. El sedán avanza dando tumbos por el camino embarrado. Se le encienden las luces de freno al cruzar las vías, entonces gira y atraviesa la desierta planta de silos. Se pierde en la niebla.
Los ocupantes del Mercedes están mudos. Hay una gran tensión flotando entre ellos. Deberían llamar al 911.
Los dos saben que no lo harán.
Ninguno dirá ni una palabra de esto a nadie, porque si alguien supiera que estaban allí, juntos, en este lugar abandonado bajo el puente, en la oscuridad a altas horas de la noche del viernes, lo perderían todo.
Solo empieza, me dijo el terapeuta. Empieza a escribir, aunque sea el fluir de la conciencia, aunque solo sea el relato banal de lo que hiciste ese día. Si te parece difícil, intenta relatar algo que te preocupe. Una sola cosa. O elige algo que te hace feliz. O que te enfurece. O que te aterra. Escribe las cosas que nunca dejarías que nadie leyese. Luego frente a cada una de estas confesiones pregúntate a ti misma por qué. ¿Por qué piensas de ese modo? ¿Cuáles son los riesgos de perder esa ilusión? Pregúntate por qué, escribe por qué, hasta que sientas deseos de gritar. Hasta que ya no puedas seguir mirando las palabras o se te abra una puerta que te lleve a un lugar nuevo. Entonces aléjate. Haz algo físico. Camina, corre, trepa, nada, baila. Continúa haciéndolo hasta que te sientas lista para volver a la página. La clave es comenzar. No te compliques. Y te aseguro que comenzará a fluir.
Así que aquí estoy, querido diario —mi querido terapeuta sustituto—, escribiendo. Empezando por lo más simple. Me llamo Kit. Kit Darling. Tengo treinta y cuatro años. Soltera. Vegana. Amo a los animales. Alimento a los pájaros.
Soy una chica de la limpieza.
Mi pasión es el teatro aficionado. Mi superpoder es la invisibilidad.
Sí, has leído bien. He recibido el don de la invisibilidad. Me muevo por las casas de la gente sin que me vean, como un fantasma, quitando el polvo de la basura diaria de sus vidas, restableciendo el orden a sus aparentemente “perfectos” microcosmos. Lavo y ordeno y escudriño la privacidad de los enclaves más elitistas, tocando, oliendo, envidiando y en ocasiones probándome sus pertenencias. Y esto es algo que he aprendido: la perfección no es más que decepción. Una ilusión. Es un relato muy bien construido pero falso. Esa familia ideal que crees conocer y que vive en la mansión de lujo de la otra manzana no es lo que parece. Tienen defectos, secretos. Algunos son a veces oscuros y terribles. Curiosamente, como chica de la limpieza, procesadora de basura y suciedad, me encargan los secretos dentro de las casas. Tal vez sea porque les parezco irrelevante. Inofensiva. Que no merezco mayor consideración. Solo soy mano de obra contratada.
Así que ando limpiando y pasando la aspiradora, y fisgoneo. Ese es otro tema: tengo un problema con el fisgoneo.
Quiero decir, que a todos nos da un subidón de adrenalina cuando echamos una mirada a algo que se supone que no debíamos ver, ¿no? No finjas estar por encima de eso. Navegamos por las redes sociales en busca del tren que descarrila en vivo y en directo y no apartamos la mirada. Clicamos en los enlaces que prometen revelar a una estrella de Hollywood en una foto comprometida en biquini, o sin maquillaje, o maltratando a su hijo en un Starbucks. En la cola de la caja del supermercado cogemos la revista del corazón que promete a gritos revelar secretos de la aventura romántica de un príncipe inglés. Yo solo llevo esa inclinación a un nivel un poco más alto.
Cuando llego a un trabajo, ya tengo preparada mi estrategia para fisgonear. Pongo la alarma y hago la limpieza lo más rápido posible como para tener tiempo disponible para revisar el vestidor, un armario, una caja en el ático o una habitación en particular.
Y sigo las pequeñas pistas. Encuentro los secretos que los ocupantes de las casas tratan desesperadamente de ocultar incluso entre ellos mismos: la esposa del esposo, el padre de la hija, el hijo de la madre. Yo encuentro las pequeñas píldoras azules. Una jeringa. Pastillas de menta para el buen aliento y colillas de cigarrillo escondidas en una maceta rajada dentro del cobertizo del jardín. Una botella de tequila del adolescente, escondida en la parte de atrás del cajón de la ropa interior. Un enlace a un sitio porno guardado en la memoria del ordenador del marido. La nota del amante reciente de la esposa, cuidadosamente escondida, o una carta de la junta de libertad condicional. Una prueba de embarazo oculta entre la basura que me dejaron para que fuera a tirarla.
Yo veo a estas personas.
Conozco a los ocupantes de las casas. Pero ellos no me ven.
No me conocen.
Si llegara a topármelos en una acera cercana o en los pasillos del supermercado, no reconocerían a la chica invisible de sus vidas. La chica anónima. La verdad, no me importa, no quiero que me “vean”. Ellos no.
Mi terapeuta tiene varias teorías sobre mi deseo de permanecer invisible. Después de que le contase que soy como un fantasma dentro de las casas de la gente, me preguntó si siempre he sido un fantasma. No estaba segura de cómo responderle, así que me encerré en mí misma. Sin embargo, esa pregunta me ha estado preocupando. Después de varias sesiones de terapia fracasadas sobre el tema de la invisibilidad, mi terapeuta me sugirió que escribiera un diario.
Ella cree que abrirme a páginas en blanco, privadas y seguras podría ayudarme a profundizar en las partes de mi inconsciente que se están ocultando a mi yo consciente (o incluso del subconsciente). Me dejó claro que no debía sentirme obligada de ninguna forma a compartir mis escritos con ella. Pero que podía hacerlo si lo deseaba.
—Solo cuando miras algo lo suficiente, Kit —me dijo—, y de la manera correcta, es cuando la verdadera imagen comienza a aparecer. Pero primero es necesario tener algo que mirar. Necesitas esas palabras en la página. Incluso si esas palabras parecen banales y aburridas, o incongruentes, o vergonzosas o incluso incómodas, desde este texto es desde donde emergerá tu verdadera historia. Y no cambies el contenido —me advirtió—, porque hasta que la verdadera imagen se revele ante ti, no sabrás qué parte de la historia es real, verdadera, y qué parte deberías dejar fuera.
Me dijo que el proceso es similar a esas imágenes ambiguas que engañan a la vista, ¿has visto esa imagen de la mujer joven? Cuando uno la mira de un cierto modo, la imagen de la joven mujer se vuelve la de una vieja. Y no puedes dejar de verla. Se trata solo de cambiar la perspectiva.
Honestamente, dudo de que algún milagro se produzca mágicamente desde el sótano jungiano de mi alma y se derrame en las páginas de este diario, pero aquí estamos. Querido diario… Soy una chica de la limpieza. Me gusta fisgonear. Probablemente esté fisgoneando demasiado. De acuerdo, lo admito, es una adicción. No puedo detenerme. Va empeorando. Cada vez me arriesgo más. La verdad es que esta adicción me ha llevado a buscar ayuda terapéutica. Es mi “síntoma inicial”, como lo llama mi terapeuta.
—¿No te da miedo que un día escarbes demasiado hondo y no puedas evitar ver algo? —me preguntó mi mejor amigo, Boon, hace poco tiempo—. Porque si lo haces, Kit, si descubres un secreto escandaloso que alguien trata de mantener oculto, podrías meterte en problemas. La gente, sobre todo la gente rica, hará cualquier cosa para protegerse y proteger a su familia, lo sabes —me dijo—. Incluso pueden llegar a matar.
Me recorrió un escalofrío.
Boon me advirtió que fuera más cuidadosa.
—Ellos tienen el poder. Un poder al que no puedes llegar.
Me dijo que estaba cruzando los límites, que me estaba descuidando, que incluso estaba buscando que me pescaran. Era preciso que bajara un poco la intensidad, que me cuidara las espaldas.
Me pareció que estaba dramatizando. Así es Boon.
Y además, estaba interfiriendo con mi diversión.
Le dije que si las personas realmente quisieran esconder tanto un secreto, no invitarían a una chica de la limpieza a entrar en sus casas.
Ahora no estoy tan segura…
31 de octubre de 2019, jueves
Beulah Brown está sentada en su silla de ruedas junto a la ventana en esquina de su habitación en el piso superior. El pálido sol de la mañana se asoma entre las nubes y le baña su rostro. El sol apenas calienta, pero es sol de todas maneras. Que no es poco en este sombrío clima lluvioso del noroeste del Pacífico. Sobre todo, durante la época de lluvias del otoño. Y Beulah no sabe cuántas veces más verá el sol. Ni siquiera sabe si volverá a ver otro otoño. Una manta escocesa cubre su regazo. Hay un plato con unos bizcochos de limón en la pequeña mesa a su lado y ella sostiene una taza de porcelana con un té con leche. Le impresiona que todavía pueda sostener la taza con firmeza. El cáncer bien puede estar consumiendo su vida, pero ella mantiene sus manos bien firmes para su edad. La enfermedad no le ha quitado esa capacidad.
A Beulah le encanta esta ventana en esquina por la mañana porque refleja el sol cuando se digna a aparecer. Desde esta ventana puede ver la Casa de Cristal que pertenece a sus vecinos y la ensenada con el elegante arco verde del puente Lions Gate que une la costa norte a Stanley Park y la ciudad de Vancouver. El tránsito ya es denso en el puente. La gente se apresura y se afana por llegar al trabajo en esta mañana de jueves, sin darse cuenta de que en un abrir y cerrar de ojos también quedarán postrados en una silla, esperando a la muerte. A menos que algo inesperado y violento termine antes con su vida.
Tal vez valga la pena sufrir un accidente mortal o ser asesinado violentamente si la muerte es rápida. Piensa en eso mientras se toma el té. Está tibio, preparado por la acompañante de la mañana que se lo deja en un termo, al lado de la cama de Beulah. ¿O es la cuidadora? Las palabras se han convertido en un desafío en estos días. La enfermera de cuidados paliativos —la charlatana Kathy— le dijo que los “cuidadores” pueden detestar a la persona a la que asisten, en cambio los “acompañantes” sienten un real interés por quien cuidan, así de simple.
Beulah moja con cuidado un bizcocho de limón en el té con leche mientras piensa en Horton, su hijo, que ocupa la planta inferior de su casa en este momento. Se mudó con ella con el pretexto de cuidarla. Beulah sabe que lo único que le interesa es quedarse con la casa. Es una propiedad de lujo sumamente valiosa frente a la costa. Su hijo es un cuidador, no un acompañante. A veces se pregunta si Horton está tratando de acelerar su partida. Él es la mayor desilusión en la vida de Beulah. Le da un mordisco al bizcocho mojado y se pregunta qué hará su hijo con la porcelana de la familia cuando ella se haya ido.
Mientras mastica, deja vagar su mirada por la ensenada de Burrard hacia los petroleros que esperan para entrar al puerto, pero un destello de color la atrae. Gira la cabeza para ver el pequeño Subaru Crosstrek con el conocido logo azul que se detiene en la entrada de la Casa de Cristal de los vecinos. Se alegra en ese mismo instante. Es la chica de la limpieza. Beulah mira su reloj. Justo a tiempo. Jueves por la mañana. Igual que un reloj. Es difícil encontrar ayuda en empleadas fiables en estos días.
Beulah deja su taza y busca sus prismáticos para enfocar la casa de los vecinos. Es un ejemplo de arquitectura moderna monstruosa, todo ventanas con algo de metal y de cemento. No se percibe ningún movimiento dentro de la casa. Los dueños deben de estar durmiendo todavía.
Las idas y venidas de los vecinos de Beulah, la gente que pasea sus perros por el rompeolas frente a su casa, o los que navegan en barcos por la bahía, todos son su entretenimiento, su realidad diaria.
Hace poco que comenzó a anotar los movimientos de la gente solo para probarse a sí misma que sus recuerdos eran reales. Horton no para de insistir en que está perdiendo la memoria. Sostiene que inventa cosas y que su imaginación se desboca y se alimenta en exceso con demasiadas series negras de origen nórdico y las británicas de detectives y crímenes. Vera es la serie favorita de Beulah. También le gusta Shetland. Sobre todo, para ver a Jimmy Pérez. Y Wallander. El triste Wallander la enternece.
Con sus manos deformadas y llenas de manchas rojizas, trata de ajustar el foco de los prismáticos, que son nuevos y todavía no sabe manejarlos bien. Enfoca a la ágil mujer rubia, con sus moños al estilo princesa Leia, que desciende del pequeño coche amarillo.
“Bueno, hola, querida”.
Beulah imita la voz de Vera. Empoderada con sus nuevos prismáticos, ahora también puede observarlo todo con los ojos detectivescos de Vera y catalogar con cuidado los detalles.
La chica de la limpieza viste su uniforme: un polo rosa chicle, unos prácticos pantalones azul marino con la cintura elástica y unas cómodas zapatillas de deporte blancas con una raya naranja al lado. Lleva una gargantilla negra en el cuello y el pelo recogido: dos moños despeinados, colgando a los lados de su cabeza, semejan las orejas de un pequeño osito de peluche.
La limpiadora abre el maletero, coge la aspiradora. Es una Dyson.
La limpiadora mira hacia la ventana de Beulah, sonríe y saluda con la mano.
La boca de Beulah se curva lentamente. Le devuelve el saludo con toda la energía que logra juntar. Por un breve instante se miran, la anciana dama y la chica de la limpieza, luego la chica de la limpieza asiente con la cabeza y sigue con su trabajo, saca el resto de su equipo de limpieza del coche y lo lleva al interior de la Casa de Cristal.
—¡Buenos días, Beulah!
Beulah hace una mueca mientras la animada enfermera de cuidados paliativos del hospital entra en su habitación con su bolsa de material médico.
—¿Cómo estamos hoy, Beulah? ¿Cómo hemos dormido? —pregunta la enfermera al tiempo que desaparece detrás de la silla de Beulah, fuera del alcance de su vista.
—He dormido sola —masculla Beulah, tratando de girar su silla de ruedas para ponerse frente a la enfermera.
Por el amor de Dios, la mujer lleva ropa de ciclismo. Deja su casco y su bolso en la cama ortopédica de Beulah y comienza a sacar el equipo necesario para controlar su corazón y sus niveles de oxígeno.
—¿Cómo dice? —responde la enfermera.
—He dicho que no hay ningún “nosotros”. Estoy yo sola. Duermo sola.
La enfermera se echa a reír y coloca la punta del dedo de Beulah en el oxímetro. Lo controla desde su cronómetro y toma nota de las mediciones.
—¿Usa el concentrador de oxígeno cuando duerme?
—No —dice Beulah.
—Debería hacerlo. La ayudaría a aumentar los niveles de oxígeno en sangre. Tendría más energía. ¿Y el dolor, cómo sigue?
El resto del jueves transcurre en la misma monotonía de los días anteriores. Una aburrida rutina de medicamentos, otros cuidadores que vienen a bañarla y a darle la comida y a dejarle preparado el termo con té para la tarde. Más medicamentos. Otra enfermera de cuidados paliativos que entra a trabajar. Más medicamentos. Luego viene una profunda siesta inducida por los opioides que la sacan del mundo, seguida de la llegada de otra cuidadora que le prepara la cena. Una dosis más fuerte de medicación para la noche. Pero, a pesar de tanta medicación, Beulah no está cómoda al tener que mantenerse incorporada en la cama ortopédica para poder respirar.
En algún momento cae en un sopor profundo en medio de la oscuridad. Se despierta de nuevo con un sobresalto, cubierta de sudor. La habitación en tinieblas. Fuera llueve. Se queda acostada oyendo la lluvia y cómo inspira y resopla el compresor de oxígeno. Trata de orientarse.
Oye un grito.
Está segura de que ha oído un grito terrible.
El grito de una mujer. Eso la ha despertado. No hay duda. El corazón de Beulah se acelera. El resplandor de los números rojos de su radio reloj marca las 23.21. Escucha con atención, tratando de comprobar si se ha imaginado el grito. Horton diría que así fue. Unos momentos después oye cómo se cierra la verja de madera del jardín de la casa vecina. Luego el ruido de la puerta de un coche al cerrarse. Se sienta en la cama con esfuerzo y se saca la cánula de la nariz. Respirando con dificultad, gimiendo de dolor, se estira para alcanzar la silla de ruedas y la acerca a la cama. Acciona los botones y logra bajar la cama. Se traslada a la silla. La sostiene la adrenalina, determinada a llegar hasta la ventana para ver qué pasa. Bañada en sudor avanza con la silla de ruedas hasta la ventana en esquina. Mira hacia el jardín de los vecinos. La luz del sensor de movimiento se ha encendido. Tarda un instante en acostumbrarse a la claridad para que su cerebro registre la escena.
Lo que ve está mal. Todo. Muy muy mal. Algo terrible está sucediendo.
Vuelve apresuradamente a su cama. Se siente mareada mientras busca con prisa su teléfono móvil en la mesa de noche.
Con las manos temblorosas marca 911.
1 de noviembre de 2019, viernes
La detective Mallory Van Alst detiene su vehículo sin identificación policial en la barrera que bloquea la calle. Baja la ventanilla y muestra su placa identificatoria a la agente uniformada que se acerca.
—Sargento Van Alst, buenos días —dice la oficial mientras anota el nombre de Mal en su lista—. Buena suerte, allí dentro hay un baño de sangre.
La agente mueve a un lado la barrera y Mal se dirige con su coche por la entrada a la exclusiva calle de las mansiones que dan frente al mar. Coches de policía del oeste de Vancouver, con las luces del techo encendidas, están frente a la casa construida principalmente de cristal. Agentes uniformados conversan cerca de los vehículos. Al final de la calle se agolpan los curiosos, con sus cabellos y sus abrigos ondeando en el viento helado. Mal aparca detrás de la furgoneta de los forenses. Apaga el motor y estudia la casa.
Es una de esas creaciones ultramodernas, “diseño arquitectónico”, todo ventanas, algo de cemento y metal. Emerge como un fénix resplandeciente y angular de entre las ruinas de lo que alguna vez fue una casa tradicional: algo especial, pero no lo suficientemente antiguo como para reclamar la protección del patrimonio histórico. Una placa de bronce en el pilar de la entrada dice “Northview”. La entrada está acordonada con la cinta amarilla de la escena de un crimen que flamea en el viento. Los técnicos que analizan las escenas del crimen atraviesan el trayecto de la furgoneta forense a la casa enfundados en sus trajes blancos y sus botas. Detrás de la casa reluce la ensenada Burrard.
Benoit Salumu, el compañero de Mal, ya la está esperando en la entrada. Está inmóvil, como si fuera de piedra. Benoit tiene una manera especial de quedarse completamente inmóvil. Con sus casi dos metros de altura y tan oscuro que parece tallado en madera quemada y lustrada, Benoit es una estatua que custodia la entrada. Toda la escena parece irreal. Especialmente con el fondo ventoso y azul de la mañana.
Mal se termina rápidamente el café, se quita el cinturón de seguridad y coge su bolso del asiento del copiloto. Allí tiene guantes de repuesto, botas desechables, una cámara digital, una pequeña botella de agua y otros elementos básicos que puede necesitar en una escena del crimen. Sale de su coche y aspira profundamente, tratando de concentrarse, de planificar su análisis, de proyectar su recorrido. Después de treinta años en el oficio, le cuesta concentrarse últimamente. Es difícil para cualquier ser humano soportar tanta depravación y pérdida inútil de vidas.
—Buenas —dice mientras se acerca a Benoit—. Me has ganado. ¿El bebé te dejó dormir anoche?
Benoit hace una mueca.
—Serás la primera en saberlo cuando suceda. Fue Sadie quien se ocupó anoche, pobre. No sabes cuánto deseo recuperar un poco de la paz de los viejos tiempos.
—Acepta este consejo de alguien experimentada como yo, colega —dice Mal mientras se pone los cubrezapatos—. Se te acabó la paz. Se convertirán en adolescentes. Luego en adultos. Prepárate. ¿Qué tenemos aquí?
—Signos de lucha violenta. Mucha sangre. Ningún cuerpo. —Mal arquea una ceja.
—¿Los fotógrafos ya han hecho su trabajo?
—Sí. Todavía están dentro algunos de los técnicos. Tengo las declaraciones de los primeros efectivos que respondieron a la llamada. Están esperando al final de la calle por si necesitamos repreguntarles algo.
Su voz es profunda, resonante, rítmica. Tiene un acento particular. El francés y el suajili son las lenguas nativas de Benoit. Francés congoleño, no canadiense. Cuando Benoit habla francés suena a la colonia belga que una vez ocupó su nativa República Democrática del Congo.
—¿Quién llamó al 911? —pregunta Mal.
—Una vecina de aquella casa. —Benoit señala a la tradicional estructura de al lado, una casa con muros de ladrillo visto cubiertos de hiedra rojiza y naranja—. Beulah Brown. Ochenta y nueve años. Llamó poco antes de medianoche. Está con cuidados paliativos. Ocupa el piso de arriba. Pasa la mayor parte del día, y creo que de las noches también, observando a los vecinos. En los últimos seis meses ha hecho cinco llamadas al 911 que no llegaron a nada.
—¿Una testigo poco fiable? —Mal frunce el ceño.
—Lo averiguaremos. Mira esto.
Benoit señala el suelo de cemento pulido frente a la casa. Un ramo de flores marchitas —orquídeas blancas, azucenas, crisantemos— yace en un charco de agua sobre el cemento. Entre las flores hay un pequeño sobre blanco, al lado una caja de tapa transparente aplastada con un pastel de fresas aplastado. Un líquido oscuro chorrea de la caja, que tiene el logo del signo matemático pi y debajo las palabras “Pi Bistro”.
—Esto fue una señal de alarma para los primeros efectivos que llegaron —dice Benoit—. Y la puerta de entrada estaba abierta. Todas las luces de la planta de abajo estaban encendidas y la puerta corredera de cristal de la parte de atrás de la casa también estaba completamente abierta.
Mal levanta la vista lentamente y estudia la puerta en entrada de cristal con marco de madera.
—No hay signos obvios de que la hayan forzado. ¿No había nadie en la casa?
—Negativo. Solo signos de lucha y salpicaduras de sangre.
—¿Sabemos quiénes son los dueños?
Benoit consulta su libreta pasando las páginas.
—Vanessa y Haruto North, creo que eso explica el nombre, Northview. Hay dos coches en el garaje. Un Lexus descapotable rojo y un Tesla Roadster plateado. Los dos registrados a nombre de los North. No hemos podido localizar a la pareja. Sin respuesta a las llamadas en los teléfonos registrados.
Mal se inclina para examinar las flores marchitas y el pastel aplastado. Toma sus propias fotografías, y luego las manos enguantadas abren con cuidado el pequeño sobre humedecido que hay debajo de una anémona japonesa y un ramito de gipsófilas.
Lo abre y saca una tarjeta blanca. Un mensaje escrito a mano en tinta oscura se destiñe en el papel mojado. Dice:
Buena suerte antes de que se acabe la autonomía, amiga. Qué viajecito. Gracias por la ayuda.
Daisy X
La tarjeta tiene un logo que dice “Bea’s Blooms”.
Mal se incorpora. Tiene un mal presentimiento. Trata de imaginarse a alguien —¿a Daisy?— allí de pie frente a la puerta, con un ramo de flores blancas y un pastel, a la vista de quien acudiera a abrir la puerta de cristal. Entonces sucede algo, el pastel y el ramo caen. ¿Por qué? ¿Conmoción? ¿Pánico? ¿Amenaza? ¿Un malestar repentino?
Mal desliza sus dedos enguantados por el borde de la puerta. Definitivamente no hay signos de que la hayan forzado. Entra en la casa. Su mal presentimiento se agudiza al instante.
17 de octubre de 2019, jueves. Dos semanas antes del asesinato
—No, movedlo más hacia la izquierda, más cerca de las ventanas. Así. Pero corredlo un poco para que quede la vista justo en frente.
Daisy Wentworth Rittenberg da instrucciones a dos tipos musculosos con turbante mientras trasladan un sofá de cuero según sus indicaciones. Está preparando un lujoso ático para enseñarlo a unos compradores, pero el mobiliario alquilado ha llegado con retraso. Ya son las 17.43 y está hambrienta y cansada. Masajea su dolorida cintura en un intento de aliviar el peso de su barriga de embarazada. Daisy está de casi treinta y cuatro semanas de su primer embarazo. Tiene fecha para el 1 de diciembre, pero le parece que falta un siglo y los kilos de más que le pesan y no son del bebé la han puesto de mal humor. El vestido la aprieta, le tira en el vientre y en el trasero. Tiene los tobillos hinchados. La cara abotagada. Le duelen los pies. Su cabello, normalmente con cuerpo, cae sin fuerza. Su cutis, antes envidiable, se le ha llenado de manchas, y en el mentón le ha aparecido una gran espinilla.
Daisy trata de obviar su incomodidad y se enfoca en su trabajo. El ático tiene unas maravillosas vistas al océano, y ella está tratando de realzarlas con la disposición del mobiliario. La vivienda acaba de ser puesta en venta por Wentworth Holdings por 6,7 millones de dólares. Wentworth Holdings fue fundada por la madre de Daisy, Annabelle Wentworth, antes de que Daisy naciera. Su madre sigue dirigiendo la compañía. Por supuesto que Annabelle Wentworth no necesita trabajar. Lo hace porque lo disfruta. Y porque no puede ceder el control. La madre de Daisy tiene la reputación de ser la mejor agente inmobiliaria, la que atiende a los clientes más sofisticados que compran y venden las propiedades de lujo en las afueras de Vancouver. Annabelle creó Wentworth Holdings cuando tenía solo veintisiete años. Por supuesto, con el dinero de la familia Wentworth; casarse con Labden Wentworth ciertamente tuvo sus beneficios. El padre de Daisy, Labden, ya había fundado TerraWest Corp. por entonces, un conglomerado que desarrolla y dirige centros de esquí en todo el norte de América, Japón y cada vez en más lugares de Europa. El marido de Daisy, Jon, un campeón olímpico de descenso que ganó dos medallas de oro en las Olimpíadas de Invierno de Salt Lake City en 2002, ahora trabaja en TerraWest.
Daisy nunca antes había montado la decoración de una casa para su venta. Su fuerte es el interiorismo. Dirigió una muy elogiada compañía en Silver Aspens, Colorado, pero desde que ella y Jon habían vuelto a su ciudad natal en julio, Daisy ha estado colaborando con su madre.
—¿Está bien así?
El hombre de la mudanza con un enorme bigote interrumpe los pensamientos de Daisy. Está demasiado distraída en estos días. No puede concentrarse en nada. Estúpidas hormonas de embarazada.
—Perfecto. Gracias, muchachos. Solo falta que subáis la mesa baja y habremos terminado.
Los dos hombres salen del piso para coger el ascensor que los baje los veintiséis pisos. Daisy mira su reloj. No llega sin comer algo hasta la cena. El pequeño humano que crece en su interior ha tomado control de su cuerpo y su mente de un modo que Daisy no hubiera imaginado. Es como un pequeño virus. Ella simplemente lo está alojando. Y el ínfimo virus está transformando a Daisy en una criatura desgraciada que ya no es la Daisy de antes. Un temblor la recorre. No debería tener estos pensamientos. Ella quiere al bebé. Lo cambiará todo para ella y para Jon. Este bebé es la única razón por la que han vuelto a casa. Eso y la promesa de su padre de que Jon obtendría una importante promoción en su trabajo. El matrimonio necesita este bebé. Y estar cerca de sus padres cuando el bebé nazca es algo que Daisy siente que necesita. Será importante para dejar atrás el desagradable asunto en Silver Aspens. Tal vez compre una pizza a su vuelta a casa. O comida china.
—Hola, ¿qué tal, Daisy?
Daisy da un respingo y su pulso se acelera. Se vuelve en el momento en el que una mujer morena, muy alta, con unos tacones de vértigo, entra en el apartamento. Es la dueña del ático. La mujer tira las llaves de su coche sobre la encimera de mármol de la cocina.
Daisy trata de calmarse. Pero las palabras “Hola, ¿qué tal, Daisy?” reverberan en su mente. Son las mismas que las de los extraños mensajes de texto que entran y desaparecen y que ella y Jon han estado recibiendo desde que volvieron a Vancouver.
Hola, ¿qué tal, Daisy? Bienvenida a casa, Daisy.
Cuánto tiempo ha pasado, Daisy.
Sé quién eres, Daisy.
Le llegan por la aplicación de WhatsApp, y desaparecen veinticuatro horas más tarde. Todos desde números desconocidos. Ella los bloquea, pero vuelven a llegar desde otro número.
La dueña del ático coge distraídamente tres uvas del racimo que Daisy ha colocado con cuidado sobre la isla de la cocina. Se pasea por el centro de la sala de estar y se mete una de las uvas en la boca. Mientras mastica, gira lentamente criticando la disposición de los muebles y las pinturas que Daisy ha colgado. La mujer lleva el pelo muy corto. Su rostro es anguloso y elegante. El cutis luminoso, grandes ojos de mirada vivaz. Y la delgadez de una modelo de pasarela, un perchero, literalmente. Daisy siente que se le eriza la piel.
La mujer se mete otra enorme uva en la boca, con cuidado de no correrse el pintalabios rojo.
—Perdón por llegar tarde. Mi reunión duró más de lo previsto y… —Se detiene súbitamente. Sus ojos se encienden al ver una pieza de arte sobre la chimenea. Se vuelve para enfrentarse a Daisy—. ¿Te parece que esto es apropiado para…?
—Decorar un apartamento en venta no es lo mismo que decorar una casa habitada —replica Daisy.
Las cejas de la mujer se arquean ante el tono de Daisy.
Daisy se esfuerza por aplacar su enfado y su poca simpatía por la mujer-perchero. Es una clienta de su madre. La reputación es crucial en este negocio. El nombre de Wentworth está en juego.
Inspira profunda y lentamente, y le dice:
—Nuestro objetivo es enfatizar con sutileza la grandiosidad de este espacio maravilloso, llamar la atención de los ángulos artísticos de la arquitectura. Queremos seducir, pero al mismo tiempo permanecer neutrales como para no eclipsar esta vista tan magnífica. Buscamos que los compradores potenciales, sin importar sus gustos, puedan entrar aquí e inmediatamente dirijan su mirada hacia las vistas. Queremos que se puedan imaginar viviendo en este espacio.
La dueña del ático se mete la tercera uva en su boca.
—Bueno, confío en Annabelle. Tiene muy buenas recomendaciones y obtiene resultados. Así que…
Se aleja masticando mientras su mirada se detiene en el vestido ajustado de Daisy y en las zapatillas deportivas que esta se compró en el centro comercial cuando venía hacia aquí. Daisy detesta estas zapatillas de deporte blancas con rayas naranjas tan vulgares, pero llegaba tarde y sus otros zapatos le estaban destrozando la espalda y los pies ya hinchados. Necesitaba sustituirlos con urgencia.
—Estoy casi de ocho meses —alega en su defensa, y de inmediato se arrepiente. ¿Por qué ha dicho eso? Qué imbécil. Como si tuviera que dar explicaciones por su cuerpo y los zapatos cómodos a esta… esta flaca esnob.
—Ah. —La mujer le da la espalda y mira las vistas.
Daisy siente el calor que sube por las mejillas. Esperaba al menos un “enhorabuena” de compromiso. Va hasta el bol con las uvas de la cocina y gira el racimo para ocultar los feos ramitos pelados que la mujer ha dejado expuestos.
“No necesito trabajar. Podría comprar yo sola tu maldito ático dos veces con mi fondo patrimonial”.
En lugar de eso Daisy dice:
—¿Tiene usted hijos? —Una risa interior profunda y oscura.
Daisy vuelve a la carga.
—Por supuesto que no los tiene. Qué pregunta más tonta.
—¿Qué quiere decir?
—Cualquiera que vea este ático se da cuenta de que aquí no han vivido niños.
La mirada de la mujer se agudiza.
—Mi marido y yo tomamos una decisión consciente cuando nos casamos, un compromiso, de no tener bebés. No queremos traer niños a este mundo.
—¿Entonces no es su primer matrimonio?
La mujer parpadea.
—¿Perdón?
—Él se hizo una vasectomía, ¿no? Su marido. Corte aquí, corte allá. Supongo que él ya tiene hijos. Mayores. ¿De su primer matrimonio?
La mujer se queda con la boca abierta.
“Bingo”.
Daisy continúa diciendo con dulzura.
—Qué privilegio el del hombre, ¿no? Mientras tanto nosotras tenemos que preocuparnos por el tictac del reloj biológico. Y si su marido da marcha atrás en su decisión, ya será muy tarde para usted. —Coge su bolso—. Fue un placer ayudarla a que este lugar se vea más atractivo. Algunas casas necesitan un poco de ayuda adicional, ¿sabe? Ah, cuando suban con la mesa baja, indíqueles dónde quiere que la pongan. Se me hace tarde.
Se dirige hacia la puerta con los pies hinchados. El corazón late con fuerza mientras sale del piso y coge el ascensor. Pero por dentro sonríe complacida. Daisy Wentworth Rittenberg ha recuperado algo de su magia. La joven, la popular it girl que Daisy fue en el instituto todavía está sepultada en algún lugar debajo de la gordura y las hormonas del embarazo. La atractiva, rica y rubia adolescente que podía amedrentar a cualquiera con sus afilados comentarios no ha desaparecido del todo. En el fondo, Daisy todavía es la estudiante que se quedó con el famoso campeón olímpico de esquí, el sex symbol Jon Rittenberg, cuando todas se arrojaban a sus pies.
Un poco temblorosa y muy eufórica, Daisy entra en el ascensor y pulsa el botón. Había olvidado lo bien que sienta defender el terreno, clavar el cuchillo… y girarlo en la herida.
Fuera del enorme edificio, el aire de octubre es fresco y acogedor. Cuando Daisy llega a su BMW aparcado al final de la calle, ve un sobre blanco enganchado en el parabrisas. Lo coge, lo abre y saca una simple tarjeta.
Te veo en @Daisyadiario.
Sé quién eres.
Tic-toc, avanza el reloj.
17 de octubre de 2019, jueves. Dos semanas antes del asesinato
Daisy conduce hacia su casa aferrándose al volante. Siente tensión en la garganta, la presión le está subiendo.
“Nada bueno. Nada bueno para el bebé. Cálmate Daisy. Respira. Concéntrate”.
La nota que estaba en el parabrisas se ha quedado sobre el asiento del copiloto.
Quien sea que esté acechando se aproxima. Cada vez con más descaro. Ahora parece que hay una cuenta atrás, como una bomba de relojería. La advertencia de que algo va a explotar. Claramente quien envió la nota conoce su dirección de Instagram, @Daisyadiario. Lo que significa que sabe mucho sobre su vida: que está embarazada y espera un niño, que ella y Jon volvieron hace poco a Vancouver desde Colorado, que Jon será ascendido a un puesto importante en un nuevo centro de esquí que se está construyendo en Whistler. También sabe cuál es su coche.
Se dirige hacia Burrard Bridge, devanándose los sesos: ¿subió a las redes sobre el ático que iba a decorar? No, estaba segura de que no lo había hecho. ¿Cómo supo entonces quien envió la nota dónde encontrar su coche? ¿La habían seguido? Daisy tiene que dejar ese trabajo de inmediato. Lo detesta. Su madre lo entenderá. Para Jon será un alivio. No quiere que ella trabaje. Dice que no está a su altura y que debería quedarse en casa y concentrarse en el embarazo. De todas maneras, una vez que llegue el bebé va a dejar de trabajar.
Hace calor dentro del coche. El tráfico sobre el puente va a paso de tortuga. A lo lejos se ven las montañas de North Shore del otro lado de la ensenada y su mente se remonta a los días en que Jon y ella estaban en el colegio. Ambos crecieron en North Shore, en las laderas de esas montañas boscosas al otro lado del mar. Ambos aprendieron a esquiar en Grouse. Se conocieron en el instituto, empezaron a salir durante el bachillerato. Tuvieron las mejores fiestas… Algo comienza a inquietar a Daisy. También hicieron cosas bastante descabelladas siendo adolescentes.
Nadie le advirtió entonces lo increíblemente estúpidas que le parecerían cuando fuera adulta. O cómo los recuerdos aparecerían de repente, como en este momento, y la harían pensar: “No, eso no puede haber pasado. Yo no tuve nada que ver con eso”.Aprieta con fuerza el volante. La vuelta a casa la está dejando extenuada.
“Éramos unos idiotas que bebíamos demasiado. Los adolescentes toman terribles decisiones todo el tiempo. Presión de los colegas. Mentalidad de rebaño. Estupidez colectiva. Mezclado a partes iguales da como resultado algo oscuro, perturbador, primitivo”. Daisy está tan preocupada que al llegar a su casa ni siquiera recuerda haber parado para comprar una pizza. Abre con la llave la puerta principal, haciendo equilibrio con la caja de la pizza caliente y su bolso. Entra en el vestíbulo y desactiva la alarma. El interior de su casa está impecable, huele a limpio. Desde la entrada, Daisy puede ver a través del salón hasta el frondoso jardín en la parte de atrás. Se relaja instantáneamente. Tira sus horribles zapatillas de deporte y lleva la pizza a la cocina. Abre la caja, corta una porción desbordante de queso y le da un enorme mordisco, luego otro y gruñe de placer. Mientras mastica se va quitando el vestido ajustado y sube al piso superior a buscar una sudadera enorme y unos pantalones chándal.
Una vez cambiada, Daisy vuelve descalza a la cocina. Pone a hervir agua para hacerse una infusión y devora el resto de la pizza como una bestia famélica. Mientras mastica y traga con avidez, piensa que todo es obra del pequeño parásito, ese que crece en su barriga y la consume desde el interior. Que controla sus urgencias.
Una vez más, Daisy aleja ese macabro pensamiento. No tiene ni idea del lugar de donde vienen esas imágenes. No es ella en este momento. Mientras echa el agua hirviendo sobre la bolsita de té, ve la nota que Jon le ha dejado en la encimera. Está al lado de una impresión de la última ecografía del bebé. Coge la nota.
¡No te olvides! Cena con Henry en el pub — 18.30
Jon ha comenzado a dejarle notas a Daisy porque dice que está muy olvidadiza estos días. Henry Clay, el miembro más antiguo de la junta directiva de TerraWest, invitó a Jon a cenar temprano esa noche para discutir un tema relacionado con el trabajo. Daisy se pregunta si tiene algo que ver con la repentina decisión de su padre de retirarse. Su salud le dio un susto un par de semanas atrás. Un preinfarto. Los médicos le aconsejaron un cambio en sus hábitos de vida, por lo que Labden sorprendió a todo el mundo con su anuncio de un inmediato alejamiento de TerraWest, diciendo que quería disfrutar de los años que le quedaban.
Justo cuando Daisy deja la nota y mueve la bolsita de infusión en la taza, un súbito movimiento fuera capta su atención. Se pone tensa mientras observa detenidamente los arbustos al fondo del jardín. Se ha levantado una brisa y se agitan las hojas coloreadas por el otoño. Allí no hay nadie. Pero ella está segura de que ha visto a alguien de negro moviéndose detrás de los árboles que separan la parcela del camino al otro lado de la cerca. Daisy deja su té y se acerca lentamente a las puertas correderas de cristal. Con una mano sobre su vientre, escrudiña el jardín con atención. Varios cuervos levantan vuelo y se desparraman en el cielo otoñal que se va oscureciendo. ¿Un cuervo? ¿Será posible que haya visto un miserable cuervo y crea que es una persona detrás de los árboles? Aun si fuera solo eso, no puede dejar de sentir que la están vigilando.
La están siguiendo.
Daisy corre la cortina. Llama a Jon. Sabe que estará ocupado con Henry, pero necesita oír su voz. La voz de quien sea.
El teléfono suena, y la llamada va al buzón de voz. Qué fastidio. Vuelve a llamar. Sin respuesta. Debe de haber mucho ruido en el pub, piensa. Tal vez Jon no pueda oír el teléfono. Sigue necesitando conectar con algún ser humano, le envía un mensaje de texto a su amiga Vanessa.
¿Comemos juntas mañana? ¿Pi Bistro?
Al día siguiente es cuando viene la chica de la limpieza. Daisy siempre se va de casa cuando viene. No puede soportar ver a alguien limpiar bajo sus pies, como si se sintiera culpable de algo, cuando de hecho está pagando la tarifa más alta y dándole trabajo a alguien. Prefiere simplemente volver a la casa resplandeciente y creer que las “hadas de la casa” han pasado por allí. Así es como su madre llamaba al servicio doméstico cuando Daisy era pequeña, las hadas de la casa.
Su móvil suena con la respuesta de Vanessa:
¡Genial idea! ¿A qué hora?
Daisy escribe:
¿Al mediodía, es muy temprano? (¡Me muero de hambre últimamente!).
La respuesta de Vanessa aparece en pantalla.
No me digas. Haruto y yo tenemos una cita al mediodía. ¿Qué te parece más tarde, a eso de las dos?
Daisy sonríe. Las dos es mucho tiempo para esperar el almuerzo. Va a tener que picotear algo antes. Le gusta estar con Vanessa, que espera un bebé para una semana después que Daisy. Es muy agradable compartirlo con alguien que la entiende. Vanessa no la juzga. Daisy no soporta a las personas que le dicen que ella no puede quejarse de nada porque es una “privilegiada” y que debería estar agradecida por todo lo que tiene en la vida. Todo es relativo, ¿es que la gente no puede entenderlo? Vanessa no es así. Ella y Haruto viven en una de esas casas de diseño al otro lado del mar, una brillante estructura de cristal con una piscina infinita de morirse. Vanessa va a clases de yoga prenatal cerca de la casa de Daisy porque Haruto trabaja en algo por allí cerca. En esa clase es donde se conocieron. Le escribe:
¡Nos vemos allí!
Sintiéndose ya un poco más serena, sube con su taza de manzanilla, llena la bañera y se sumerge en las burbujas con un libro. Una hora después está en la cama con su novela, lee y dormita. Cuando vuelve a mirar el reloj son las 22.26. Se incorpora. Jon no está en casa. Ya debería haber llegado.
Busca su móvil y lo llama. De nuevo el buzón de voz.
Daisy se recuesta sobre la almohada y piensa: “¿Y si ha bebido demasiado y ha tenido un accidente? ¿Y si está en algún hospital?”.
Espera unos treinta minutos y vuelve a llamar. Otra vez salta el contestador. Se empieza a preguntar si habrá ido a otro lugar después del pub. A un club u otra parte. Este pensamiento le crea aún más ansiedad.
Cuando vuelve a llamar, Jon responde. Una ola de alivio la invade.
—Hola, amor —dice con cautela—. ¿Está todo bien? Estaba preocupada.
—Todo bien. —Se oye ruido. Música. La voz de una mujer de fondo—. Espera que vaya a un lugar con menos ruido. Un segundo. —Daisy vuelve a oír la voz de mujer. Luego parece como si el auricular quedara tapado, como si Jon lo mantuviera contra su cuerpo.
—Jon, ¿estás allí?
Cuando vuelve a hablar, carraspea un poco.
—Discúlpame, cielo. Debería haberte llamado. Justo cuando salió Henry del pub entraron los muchachos del trabajo. Están hablando del nuevo proyecto. Con ellos está uno de los asesores de impacto ambiental. Me pareció que estaría bien conectar con ellos, fortalecer los contactos. Todavía están aquí. Puede que se me haga tarde. ¿No te importa? Si no, puedo volver a casa ya…
—No, no…, estoy bien. —Las emociones se agolpan en su interior. Se siente sola, desplazada—. ¿Cómo te fue con Henry?
Silencio.
—Bien, todo bien.
—¿Qué quería?
—Tenía… una información interesante. Mejor lo hablamos mañana, ¿vale?
La ansiedad de Daisy se profundiza. Presiente que una amenaza la acecha. “Tic-toc, avanza el reloj”. Observa las persianas cerradas. Por detrás se mueven las sombras de los árboles. El viento es más fuerte. Viene una tormenta.
—¿Estás bien, Daize?
—Sí…, estoy bien. —Estuvo a punto de contarle a Jon lo de la nota en el parabrisas, pero decide no hacerlo—. Te veo más tarde.
—Descansa, amor. No me retrasaré mucho. No me esperes levantada.
Ella se despide, pero cuando está a punto de colgar la llamada, oye una voz femenina en el fondo nuevamente. Esta vez Daisy logra captar unas pocas palabras: “Jon… temprano. Gracias… agradable velada”.
Se deja caer de nuevo en la almohada, aferrando el móvil sobre su barriga. Mira fijamente al techo y se dice que hay mucha gente en el pub. Está en los bajos de un hotel muy conocido, al lado del edificio en el que trabaja Jon. La voz podría ser de cualquiera. Incluso de una camarera.
Daisy se imagina a una camarera inclinada en la mesa de Jon, sonriéndole, la línea del escote a la altura de los ojos de él. No, se dice a sí misma. Probablemente era una mujer cualquiera que entraba al vestíbulo del hotel y le hablaba a otra persona. No puede permitir que esto vuelva a pasar, esas sospechas sin fundamento. La paranoia. Ver cosas entre los arbustos. Solo porque Jon y ella fueron víctimas de una acosadora obsesiva en Colorado eso no significa que vaya a suceder de nuevo aquí.
“¿O sí?”.
¿Y si la mujer de Colorado no se dio por enterada del mensaje y los siguió hasta Vancouver?
Todo va a ir bien. Ya se ocuparon de que fuera así. Ella ya no es un problema.
Pero mientras Daisy navega en ese tiempo elástico entre la lucidez y el sueño, oye de nuevo la voz de la mujer y su mente completa las palabras que faltaban.
“Jon, …me tengo que levantar temprano. Gracias por una velada tan agradable”.
1 de noviembre de 2019, viernes
La luz natural inunda la Casa de Cristal desde todos los ángulos y Mal parpadea en el deslumbrante brillo del interior. La planta baja es diáfana. Suelos de mármol blanco, paredes blanquísimas, muebles blancos, espejos y unas pocas muestras de un furioso arte abstracto.
—¿Encontraron las persianas de las ventanas subidas como están ahora? —pregunta mientras observa como uno de los técnicos espolvorea una mesa baja volcada en el suelo en busca de huellas digitales.
Más técnicos suben y bajan las escaleras. Hay una extraña quietud dentro de la casa a pesar del movimiento y las conversaciones. Una solemnidad apremiante, un vacío.
Benoit señala:
—Estos ventanales que dan al mar no tienen persianas.
—¿Es una broma? —Lo mira atónita—. ¿Esta gente vive en una caja de cristal sin la posibilidad de aislarse del mundo exterior? Me parece…
—Exhibicionista. Sí, como si estuvieran en una pecera.
—Yo iba a decir vulnerable —dice ella con suavidad.
Benoit señala con un gesto del mentón las puertas de cristal que dan a la piscina infinita.
—Rastros de sangre humana, de objetos arrastrados que conducen a esas puertas correderas. Las marcas siguen a lo largo de la terraza de la piscina hacia una verja del patio que da a la calle. El hecho principal parece haber ocurrido arriba en el dormitorio. ¿Quieres empezar por allí?
—Por aquí abajo —dice Mal—. Desde aquí seguiremos hacia arriba a lo más importante.