El labrador marino - Jack London - E-Book

El labrador marino E-Book

Jack London

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Beschreibung

"Ser marino es un pobre oficio", como afirma el capitán Mac Elrath. Es un hábil navegante. Mientras otros de sus compañeros han naufragado, él ha hecho que el Tryapsic, su buque, llegue siempre a puerto seguro. Sus anécdotas de navegación nos muestran a un hombre que ha sabido sortear con fortuna los peligros del mar. Es un capitán hecho para conducir un barco por todos los rincones del mundo. Sin embargo, reniega de su oficio. "Se dedicó al mar, sin gustarle, porque era su destino." Es un hombre práctico. Es capitán de la misma forma que otros trabajan en una fábrica, una tienda o un banco. Su sueño es comprarse una granja y retirarse a una vida sedentaria. London logra uno de sus personajes más complejos y atractivos. Mac Elrath es un aventurero nato. Ha recorrido el mundo más que cualquiera. Se ha enfrentado a la muerte en cada golpe de ola. Ha sido más habilidoso que otros para conducir su barco y su mercancía a salvo. Sin embargo, en lo único que piensa es en establecerse en tierra firme y dedicarse a su familia y labrarse un futuro como granjero.

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El labrador marino

El labrador marino (1900)Jack London

Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Abril 2021

Imagen de portada: RawpixelTraducción: Benito RomeroProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

Portada

Página Legal

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Ésa debe ser la lancha del médico —dijo el capitán MacElrath. El práctico se limitó a responder con un gruñido, mientras el otro examinaba, con sus prismáticos, la lancha, la faja de playa y Kingstown, que se alzaba detrás, para luego contemplar la bocana de Howth Head, al Norte.

—La marea es favorable y habrá usted anclado en menos de dos horas —indicó el práctico, intentando mostrarse alegre—. Ring’s End Basin, ¿no es cierto?

Esta vez fue el marino quien gruñó.

—Uno de esos malos días típicos de Dublín.

De nuevo, gruñó el marino. Estaba cansado tras toda una noche

de viento en el Canal de Irlanda, que tuvo que pasar, ininterrumpidamente, en el puente de mando. Y, también, estaba cansado de aquel viaje, en el que invirtiera más de dos años, desde que zarpó hasta el momento de su regreso, con un total de ochocientos cincuenta días.

—Un auténtico clima invernal —exclamó tras un largo silencio—. No puede verse la ciudad. Hoy va a llover mucho.

El capitán MacElrath era un hombre bajito, con la estatura justa para mirar por encima de la lona de protección del puente. Tanto el piloto como el tercer oficial le sobrepasaban en mucho, igual que el timonel, un corpulento alemán, desertor de un buque de guerra, al que alistara en Rangún. Pero esa deficiencia de estatura nada tenía que ver con la habilidad profesional del capitán MacElrath. Por lo menos, así lo reconocía la compañía, y él también lo hubiera sabido, de poder ver el detallado y minucioso expediente personal que aquélla guardaba en sus archivos. Sin embargo, la empresa jamás le había dado a entender que confiara en él. No tenía esa costumbre, considerando preferible que ninguno de sus empleados llegase a creerse indispensable ni, tampoco, demasiado útil. Por otra parte, ¿quién era el capitán MacElrath? Nadie, excepto un patrón de barco, uno sólo entre los ochenta o más patrones que mandaban los ochenta o más buques de la compañía, por todas las latitudes de los océanos.

Debajo de MacElrath, en la cubierta principal, dos tripulantes chinos transportaban el desayuno en unas oxidadas bandejas metálicas, que denotaban el contacto continuo con el agua salada. Un marinero recogía la cuerda de seguridad que se extendía desde el castillo de popa, a través de las escotillas y de las poleas, hasta la escalera del puente.

—Un viaje duro —comentó el práctico.

—Sí, mucho, pero eso no me preocupa tanto como la pérdida de tiempo. Es lo que más me molesta.

Al decirlo, el capitán MacEralth se volvió para mirar la popa y el práctico, siguiendo su mirada, pudo ver la muda pero convincente explicación de la pérdida de tiempo. La chimenea, de color amarillento en la parte baja, aparecía blanca por la sal, mientras que la sirena resplandecía, con destellos cristalinos, bajo los rayos de sol que, de vez en cuando, se filtraban por una espesa nube. Faltaba la lancha de salvamento, al tiempo que algunas barras retorcidas indicaban la fuerza de los golpes de mar que se le infligieron al viejo Tryapsic. También faltaba otro bote. Los maltratados restos de la lancha se encontraban junto a la destrozada claraboya del cuarto de máquinas, cubiertos por una lona. Estaba rota la puerta del comedor de oficiales. Frente a ella, sujeta por unos cables que manejaban el contramaestre y un marinero pendía la enorme red de cuerdas que no pudo detener la violencia del embravecido mar.

—Por dos veces les hablé de esa puerta a los armadores —explicó el capitán—. Me dijeron que no importaba. Pero se levantó una gran tormenta, de las mayores que he visto, y la destrozó. Las olas la arrancaron, lanzándola sobre la mesa de nuestro comedor y destrozando el camarote del jefe de máquinas. Se enfureció mucho.