El lado más oscuro del corazón - Lisina Coney - E-Book

El lado más oscuro del corazón E-Book

Lisina Coney

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Beschreibung

ELLA ES LA ÚNICA MUJER A LA QUE NO DEBERÍA DESEAR. ÉL ES EL HOMBRE AL QUE NO PUEDE RESISTIRSE Maddie nunca se ha sentido a la altura. Del amor de sus padres, de no sentirse una carga para su hermano, de luchar por sus sueños. Por eso, cuando se lesiona justo antes de la audición de ballet que podría cambiarle la vida, Maddie se pregunta: ¿qué sentido tiene soñar si puedes perderlo todo en un instante? El universo parece conspirar en su contra, sobre todo cuando debe someterse a una rehabilitación intensiva durante seis semanas junto a James. El fisioterapeuta es serio, distante y diez años mayor que ella. Juntos son el cóctel perfecto para el desastre, pero pronto los límites entre lo profesional y la innegable atracción comienzan a desdibujarse. Entonces resistirse a lo prohibido es casi imposible. A VECES, LA LUZ SE CUELA EN LOS RINCONES MÁS OSCUROS.

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Seitenzahl: 544

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Ähnliche


Índice

Nota de la autora

1. Maddie

2. Maddie

3. Maddie

4. James

5. Maddie

6. Maddie

7. Maddie

8. James

9. James

10. Maddie

11. Maddie

12. James

13. Maddie

14. Maddie

15. Maddie

16. James

17. Maddie

18. Maddie

19. James

20. Maddie

21. Maddie

22. James

23. James

24. Maddie

25. Maddie

26. James

27. Maddie

28. Maddie

29. James

30. Maddie

31. Maddie

32. Maddie

33. James

34. Maddie

35. Maddie

36. James

37. Maddie

Epílogo. Maddie

Agradecimientos

AVISO DE CONTENIDO

Este libro trata temas relacionados con alcoholismo y drogas, menciones a la muerte, lenguaje inapropiado, contenido sexual explícito y aspectos que pueden herir la sensibilidad de algunos lectores.

Por favor, ten esto en consideración antes de leer.

Título original inglés: The Darkest Corner of the Heart.

© del texto: Lisina Coney, 2024.

© de la traducción: Lorena Castell García, 2025. © de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición: junio de 2025.

REF.: OBDO496

ISBN: 978-84-1098-355-7

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

Queridas lectoras:

Las palabras se quedan cortas para deciros cuánto

os agradezco que hayáis hecho mis sueños realidad, pero soy

demasiado cabezota como para no intentarlo.

Este libro es para vosotras, para que no se os olvide

que lo que no te mata te hace más fuerte.

Nota de la autora

La siguiente historia tiene lugar diecisiete años después de La luz más brillante del cielo.

Esta es una novela independiente, con unos protagonistas distintos, por lo que podrás disfrutarla sin haber leído previamente el primer libro de la serie (aunque sí que aparecen hechos clave de esta). Sin embargo, si te apetece conocer la infancia de Maddie desde la perspectiva de su hermano, te invito a que le des una oportunidad a La luz más brillante del cielo: ¿a quién no le va a gustar la historia de un intimidante tatuador que se enamora de la encantadora profesora de ballet de su hermana pequeña?

Espero que disfrutes de esta novela tanto como yo he disfrutado escribiéndola. Ya iba siendo hora de que Maddie tuviera su propio final feliz.

1

Maddie

Tenía cuatro años cuando mi madre me mandó al hospital con una brecha en la cabeza.

Exacto: au. La verdad es que no recuerdo demasiado bien lo que ocurrió aquel día: la botella de whisky vacía en el suelo, el canto de la mesita de café, mi madre gritando borracha…

Y luego, nada.

No sé por qué me tocó una infancia tan fantástica; supongo que hay gente que nace con estrella y otros que nacen estrellados. Qué suerte la mía.

Veo el reflejo de unos ojos pardos observándome a través del espejo y desvío la mirada de la cicatriz que me quedó en la sien derecha, de un pasado que no puedo cambiar: tengo cosas más importantes y urgentes de las que preocuparme.

Kyle le da al play por cuarta vez y los armónicos acordes de Chaikovski llenan el estudio.

—Una más, solo por si acaso —oigo que dice mi amigo.

Ni se molesta en preguntarme si estoy lista, porque sabe que la respuesta siempre es un sí rotundo.

En cuanto la música se apodera de mí, todo a mi alrededor desaparece: Kyle bailando en la barra a mi espalda, el bullicio de las calles de Norcastle, las miradas de curiosidad que nos lanzan desde el edificio de oficinas que hay frente al estudio… Me sé de memoria los seis minutos que dura la coreografía desde el primer día, por lo que sigo los pasos como si nada.

Adagio, vueltas, plié, tendu, rond de jambe, petit allegro, grand allegro… y repetimos.

Como siempre que estoy en el estudio, con mi maillot azul marino y las medias de color rosa, me siento libre, como nueva.

No tengo alas para volar, pero sí pies para bailar.

Cuando acaba la canción, empieza otro clásico de Chaikovski, otro pas de deux que grabaré con Kyle para su audición, e ignoro la punzada de dolor en la pierna.

«Un día. Un día más de ensayo y por fin podré descansar».

Cuando terminamos, Kyle jadea de tal modo que apenas se le entiende cuando habla.

—Vale —dice, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, y me mira como si tuviera dos cabezas—: Quieres repetir otra vez, ¿a que sí?

Me encojo de hombros, porque la verdad es que podría seguir. Quiero y puedo, pero llevamos horas bailando. Kyle parece que esté a punto de caer en coma, así que sonrío y respondo:

—Tranqui, yo diría que estamos listos para mañana.

—Joder, ya lo creo.

Me da una palmadita en el hombro al pasar junto a mí para desenchufar el móvil del altavoz que nos traemos al estudio.

Tiene razón: hemos nacido para esto, tanto él como yo. Mañana lo bordaremos, cuando nos grabemos para la audición, lo tengo clarísimo. Y el mes que viene, cuando nos llamen para hacer las pruebas en persona (porque nos llamarán, seguro), también lo haremos de maravilla. Como siempre.

He nacido para el baile.

—Acuérdate de que he reservado el estudio 54 mañana a las diez —me repite, como si fuera a olvidarlo.

Pongo los ojos en blanco.

—Estaré allí a las nueve y media. No te los dejes —le advierto, señalando los calentadores en el suelo, y Kyle corre a guardárselos en la mochila—. ¿Me traerás alguna cosita para comer, porfi? Una de esas barritas con mantequilla de cacahuete que preparas —le pido con ojitos de cordero degollado, una mirada que con mi hermano siempre funciona.

—Claro —asiente sin mirarme, pendiente de las veintipico solicitudes que tiene en su nueva aplicación de citas, la misma en la que el muy mentiroso me juró que no se registraría. Sonrío para mis adentros—. Nos vemos mañana, Mads. ¡Te quiero!

—Y yo a ti. —Le lanzo un beso, pero el tío se despide de mí con la mano y sin despegar la vista de un cachas que presume de abdominales en la pantalla de su móvil.

Ni caso. Kyle es uno de mis mejores amigos desde hace cuatro años, y lo quiero con locura. Por suerte, porque a partir de ahora nos veremos más a menudo.

Unos días antes de graduarnos en la escuela de baile estatal, el Ballet de Norcastle nos informó por correo electrónico de que nos habían seleccionado para una de sus exclusivas audiciones.

Una puñetera audición para una de las compañías de ballet más prestigiosas del país.

Es. Que. Me. Muero.

Tras leer el correo electrónico, me quedé embobada mirando la pared blanca de mi apartamento, preguntándome si no sería otra bromita del universo. Tenía que serlo.

Porque ¿cómo iba yo a formar parte de la compañía de ballet de mis sueños? Yo, una niña que apenas sí tuvo madre y a la que su padre abandonó, que tuvo una buena infancia gracias a su hermano mayor, quien la crio aun cuando no era su responsabilidad.

Sea como sea, parece que llamé la atención de algún cazatalentos y se interesaron por mí. Por mí, para quien bailar ha sido siempre la única forma de ver la luz, la única forma de respirar.

Al final, al ver que pasaban los minutos y nadie salía de mi armario para señalarme con un dedo y reírse de mí gritando «¡Inocente!», acabé asimilándolo.

Y después lloré. Tantísimo que no me habría extrañado que me oyera mi familia desde Warlington, la ciudad donde me crie, y eso que está a cientos de kilómetros de distancia.

Los llamé para contárselo en cuanto conseguí calmarme, y tanto mi sobrina de once años, Lila, como yo acabamos agotadas de tanto llorar. Mi hermano dijo que éramos unas exageradas, pero no se me escapó la lagrimilla que le corría por la mejilla.

Al día siguiente me enteré de que también habían seleccionado a Kyle, y enseguida nos pusimos manos a la obra con distintas rutinas de baile y pasos para la audición. Podría bailar la coreografía con los ojos cerrados, pero mañana es el gran día y prefiero ir con pies de plomo.

Por eso, a pesar de llevar horas ensayando sin parar y de que probablemente debería haberme marchado con Kyle, saco el móvil de la mochila y pongo algo de música.

Ya sé que una audición no implica que vaya a unirme a la compañía, pero tener la más mínima oportunidad de demostrar por fin cuánto valgo significa muchísimo para mí.

Empieza a sonar la música y me froto la pierna derecha tratando de ignorar el dolor: seguro que no es nada con lo que no puedan una ducha caliente y un masaje.

Asisití a mi primera clase de ballet a los cuatro años y no he dejado de bailar desde entonces, de perseguir mi sueño: sacarme la carrera de Danza Clásica, unirme a una compañía de baile y vivir de lo que me apasiona.

Hace diecisiete años le prometí a Grace, mi primera profesora de ballet y ahora también mi cuñada, que seguiría bailando mientras eso fuera lo que me hace feliz. Lo que alivia mis penas. Y no he roto mi promesa.

No pienso dejarlo jamás. Y si me toca ensayar durante doce horas seguidas para hacer realidad mi sueño, que así sea.

Termina una canción y empieza la otra.

Adagio, vueltas, plié, tendu, rond de jambe, petit allegro, grand allegro… y repetimos.

Que no se diga que no he ensayado lo suficiente. No pienso perder esta oportunidad, bastante suerte he tenido ya de que me sirvieran en bandeja el trabajo de mis sueños a los veintiún años como para desaprovecharlo ahora.

Ya tendré tiempo de salir con mis amigos y de ver a mi familia.

Me suena el móvil, pero lo ignoro. Seguro que es mi hermano con alguno de sus consejitos.

«Despacito y buena letra —me dice una y otra vez. Como yo, él también tuvo que madurar demasiado pronto—. Estamos todos contigo, princesa. Creo en ti ciegamente y sé con todas mis fuerzas que lo lograrás. No seas tan dura contigo misma».

«Ya lo sé, Sammy», le respondo siempre, entre harta y orgullosa de esa faceta protectora que me ha acompañado toda la vida.

Les prometí que iría a Warlington a visitarlos tras graduarme, pero no he podido por culpa de la audición. Y aunque siempre me han apoyado y lo entienden, me siento tan culpable cada vez que vuelvo a casa… No quiero seguir siendo una carga para ellos. No se merecen que…

«Para, Maddie. Deja de comerte la cabeza. Concéntrate».

Adagio, vueltas, plié, tendu, rond de jambe, petit allegro, grand allegro.

Con todo, el vacío que siento en el pecho se hace más grande.

Mi familia me quiere y me valora. Puede que no me haya criado bajo el ala de un padre y una madre, pero nunca me ha faltado un sitio donde dormir ni un plato de comida en la mesa, y mi hermano y mi cuñada se desvivieron para asegurarse de que crecía rodeada de amor.

Sammy me quiere. Grace me quiere. Mi sobrina me quiere.

Tengo dinero en el banco.

Tengo amigos y un grado universitario.

Tengo más de lo que habría podido pedirle a la vida.

Pero ahí está el problema, ¿no? Ese es el dichoso problema.

Por un momento estoy atrapada en mis pensamientos, tratando de recordar todo lo bueno que tengo en la vida para no dejarme llevar por el miedo.

Y, de repente, mi futuro se va por la borda.

Un dolor agudo me atraviesa la pierna y mi tobillo cede.

Caigo al suelo como un peso muerto, como si hubiera perdido el control de este cuerpo que tanto ha hecho por mí.

—Mierda, mierda, mierda. Mierrrda —siseo sin aliento, y me agarro el tobillo derecho con un grito de dolor.

Algo no va bien, esto es muy raro.

«No, no, no…».

Me quedo quieta, esperando despertar de esta pesadilla, pero el dolor de la pierna confirma lo que me niego a reconocer: ya estoy despierta.

Las lágrimas me resbalan por las mejillas y caen sobre mis pies; la cruda realidad me golpea como una avalancha.

Intento moverme, pero es como si me estuvieran cortando el tobillo con un cuchillo.

Grito desesperada al ver cómo se desvanece toda esperanza y me quedo en la más absoluta oscuridad.

Grito por la niña que ansiaba construir algo en su vida y conservarlo para siempre.

Grito.

Y grito.

Hasta que no siento nada.

2

Maddie

–V amos, princesa. Tienes que comer algo.

El gruñido que se me escapa a modo de respuesta es totalmente involuntario. Hoy solo me apetece dormir.

Pero las contestaciones desganadas nunca me han servido con mi hermano.

Cuando termina de prepararme una tortillita con queso (mi plato preferido) en la pequeña cocina de mi estudio, se da media vuelta y me lanza una mirada asesina cruzando sus enormes brazos tatuados sobre el pecho.

—A mí no me vengas con esas, jovencita —me riñe medio en broma.

Después de catorce años viviendo en su casa, Sammy sabe que lo único que quiero cuando respondo con otro gruñido es que me deje dormir en paz.

No le gusta verme de malas, por eso sé que sobran las palabras en cuanto se limita a suspirar y viene a sentarse en la cama junto a mí.

He perdido una oportunidad única en la vida, es normal que esté dolida.

Y ya lo creo que duele. Más que nada en el mundo.

—¿Cómo tienes el tobillo? —me pregunta, poniéndome una mano en el hombro.

«En la mierda, Sammy. Tengo el tobillo en la mierda».

Me encojo de hombros a modo de respuesta y el remordimiento me reconcome por dentro.

¿Desde cuándo soy tan impertinente? Y, encima, con mi hermano, a quien quiero más que a nada en el mundo; le estaré eternamente agradecida por todo lo que tuvo que sacrificar por culpa de una madre que no estaba preparada para hacerse cargo de una criatura. Ha sido mi hermano, mi mejor amigo, mi padre y mi guardián. Y estaría perdida de no ser por su cariño y su apoyo.

Pero…

Sin añadir palabra, vuelve a la cocina y saca una compresa fría del congelador, que envuelve en un paño antes de colocármela sobre el tobillo mientras yo dejo vagar la mirada por la plácida mañana de Norcastle que se vislumbra a través de la ventana.

El cielo está despejado, los pájaros cantan y el sol se filtra entre las cortinas blancas que Grace me regaló cuando me independicé. En el alféizar tengo otro de sus regalos: un jarrón chulísimo con forma de busto femenino. A Sammy le parece horrendo, pero qué sabrá él.

—Tienes cita dentro de una hora. Deberías comer algo antes de salir —me recuerda con paciencia—. Sé que estás nerviosa, pero te he conseguido el mejor fisioterapeuta de la Costa Este. El doctor Simmons trata a atletas desde hace años y todos se han recuperado. Estás en buenas manos.

Hoy es mi primer día de rehabilitación tras pinzarme el túnel tarsiano. Y no, no es ninguna pesadilla, ya me he dado más de un pellizco para asegurarme.

Supongo que tuve suerte de que no tuvieran que operarme, porque así la recuperación será más rápida.

Pero ¿qué más da ya? Estoy acabada. Las audiciones para el Ballet de Norcastle son una oportunidad única en la vida y, como la dejes pasar, ya puedes ir despidiéndote de la compañía. No volveré a tener tanta suerte, porque esas oportunidades no las reparten como si fueran caramelos.

—No tengo hambre —respondo con voz ronca, tal vez porque no he dicho esta boca es mía desde las buenas noches del día anterior. Tampoco es que tenga mucho que decir.

Además, ese tal doctor Simmons me la refanfinfla bastante; será todo lo bueno que tú quieras, pero no va a solucionar mis cagadas como por arte de magia. Aunque esto no se lo digo a Sammy.

Mi hermano respira hondo, frustrado, y se pasa una mano por la cara. Me siento como una mierda, porque hasta ahora no me había dado fijado en las profundas ojeras que tiene, en su cara de cansancio, y se me cae el alma a los pies.

Seré imbécil. Yo aquí quejándome como una niñata desagradecida, cuando he tenido más cariño y apoyo del que habría imaginado en la vida.

El día que me lesioné, Kyle me llevó a urgencias, pues apenas podía moverme. Suerte que seguía por la zona.

Pero digamos que ni mi hermano ni yo tenemos un buen recuerdo de la última vez que pisé el hospital. ¿A alguien le suena que me abrí la cabeza? No, no fue precisamente agradable.

Cuando lo avisaron, condujo durante horas sin parar hasta llegar a Norcastle y, tras darle las gracias a Kyle, se hizo cargo de la situación: me llevó a mi apartamento y se ha pasado los últimos días haciendo la compra, limpiando, cambiándome las compresas frías y el vendaje de compresión, llamando a centros de rehabilitación… De todo.

Sin pensárselo dos veces, Sammy dejó a su mujer y a su hija para venir a cuidarme. Dejó Inkjection, su estudio de tatuajes, en manos del tío Trey y canceló todas sus citas… porque ignoré el dolor en la pierna.

No hice caso y ahora…

Ahora he perdido todo aquello por lo que llevo luchando desde los cuatro años.

«Te está bien empleado».

—Sammy… —digo apenas con un hilo de voz, alargando una mano hacia él como cuando era pequeña. Se le relaja el rostro en cuanto me estrecha la mano entre las suyas—. Perdóname.

Él se limita a negar con la cabeza, como si no estuviera hecha un trapo.

—No hay nada que perdonar. Siempre me tendrás a tu lado.

—Ya lo sé, pero…

—Chist… —Mi hermano me aprieta la mano y sonríe con cariño. Siempre consigue calmarme con su sonrisa, pero hoy no—. No necesito que te disculpes, solo que comas. ¿Harás eso por mí?

Le debo eso, al menos, así que asiento. Sammy me estrecha la mano una vez más y va a por la tortilla con queso. Casi se me saltan las lágrimas de lo bien que huele.

—Toma. —Se sienta en la cama junto a mí y me tiende el plato humeante.

Vuelvo a fijarme en sus ojeras mientras doy el primer bocado. A pesar del cansancio de los últimos días, la verdad es que mi hermano es un hombre atractivo. Puede que no tuviéramos mucha suerte con los padres que nos tocaron, pero no podemos quejarnos de nuestros genes.

A sus cuarenta y siete primaveras, sigue estando igual de fuerte que cuando pasó a ser mi tutor legal, hace ya diecisiete años. Desde luego, se nota que se machaca en el gimnasio. Aunque el muy guarro siempre vuelve a casa todo sudado e intenta meternos a mí y a su hija la cabeza en sus apestosos sobacos.

Sammy tiene los brazos completamente tatuados, hasta los nudillos, así como un lado del cuello y algunas zonas de la espalda y las piernas. De él heredé, por así decirlo, mi pasión por el dibujo. Puede que no se me dé tan bien como a mi hermano (por algo es el tatuador más famoso de Warlington), pero ni tan mal.

Yo misma diseñé la pequeña mariposa que me tatuó el verano pasado en las costillas, y es brutal.

De no ser por las canas que le salpican el pelo, de las cuales nos culpa a Lila y a mí, parecería que los años no pasan para Sammy.

—¿Te echarás un rato antes de irnos? —le pregunto con la boca llena. Sé que le revienta, pero también que hoy no me reñirá por eso—. Puedes tumbarte en la cama, mientras yo leo en el sofá o algo.

Sammy niega con la cabeza, como suponía que haría. Lo quiero con locura, pero es un cabezota de tomo y lomo. Lleva una semana durmiendo en el sofá cama, y dudo mucho que sea lo bastante cómodo para un hombre de metro noventa.

—Estoy bien.

Lo miro enarcando una ceja porque no me lo trago, pero él se limita a alborotarme el pelo y se lleva el plato una vez he terminado de comer.

—¿Quieres otra?

—No, gracias.

Aunque ahora que lo dice…

—¿Me traes una chocolatina, porfa? Están en el segundo cajón —le pido, haciendo pucheros. Toda la familia sabe de sobra que a Grace, a Lila y a mí nos basta con ponerle ojitos de cordero degollado para tenerlo comiendo de nuestra mano.

Oye, no es culpa mía que bajo esa fachada de tipo duro se esconda un blandengue. Como para no aprovecharse.

—Esto no te aporta ningún nutriente y necesitas recuperarte, pero bueno —cede al fin ante mis pucheros. ¿Ves? No falla—. Pero solo porque me vale cualquier cosa con tal de que comas.

—Sí, sí —digo, haciendo un gesto impaciente con las manos cuando me trae la chocolatina a la cama.

Sammy se echa a reír: lo mejor que he oído desde hace días.

En ese momento, mi móvil vibra sobre la mesita de noche y se me cae el alma a los pies: sé quién es porque lleva toda la semana escribiéndome sin parar.

Kyle me envió primero un mensaje, después otro, luego otros diez, y me he ido sintiendo cada vez peor conforme los ignoraba. Pero es que aún no estoy preparada para hablar con él: ahora mismo tengo tantas cosas en la cabeza que soy incapaz de darle más vueltas al tema. Puede que eso me convierta en una amiga de mierda, pero…

Ya ves tú, otra cosa más que sumar a la lista.

¿Mala hija? Sí.

¿Hermana desagradecida? Sí.

¿Amiga pésima? También.

—Venga, renacuaja. Vístete ya, que vamos a llegar tarde.

Me obligo a tragarme el remordimiento y le pido a mi hermano que me pase la ropa que quiero ponerme antes de insistirle en que me basto con las muletas para llegar al cuarto de baño yo sola. En cuanto lo aviso de que me he metido en la ducha, vuelvo a hundirme en el pozo del que no he sido capaz de salir desde hace días.

Al lesionarme, Kyle tuvo que buscarse a toda prisa otra pareja para la audición. Por lo que leí en uno de los muchos mensajes sin responder, Polina estaba disponible. Y menos mal, porque si hubiera perdido esta oportunidad por mi culpa, no me lo habría perdonado jamás.

Qué alivio sentí al enterarme de que habían podido grabarse en vídeo.

Y más cuando supe que el Ballet de Norcastle lo había seleccionado para hacer una audición en persona.

Debería haber llamado a Kyle para felicitarlo, para decirle lo orgullosísima que estoy de él, porque sé lo mucho que ha sufrido por culpa de su familia y sus supuestos amigos, que no solo no aprueban que un hombre se dedique al ballet, sino que se reirían de él si lo vieran con medias. Menudos gilipollas.

Estuve a su lado hace dos años, cuando salió del armario con su familia. Su padre lo repudió de buenas a primeras, y quería estar a su lado cuando celebrara su mayor logro, ese por el que tanto ha luchado y que compartíamos. Pero, en vez de eso, me estoy dedicando a ignorar sus mensajes.

Veintiún años y sigo comportándome como una cría.

Meto la cabeza bajo la ducha y dejo que el agua caliente se lleve las lágrimas que me corren por las mejillas, aunque no pueda hacer que la realidad también desaparezca: tal vez, de haber hecho caso a las advertencias de mi cuerpo, a mí también me habrían seleccionado para una segunda audición.

Ahora no me queda otra que aguantarme.

—Princesa, ¿todo bien? —Por lo preocupado que suena mi hermano, diría que ya llevo un buen rato en la ducha.

—¡Sí! ¡Enseguida estoy! —grito, y me froto los ojos para no tenerlos enrojecidos e hinchados cuando salga.

Solo me enjabono el pelo una vez y no me echo acondicionador, me lavo el resto del cuerpo y salgo tan rápido como me lo permite mi estúpido tobillo.

En verdad tengo un plan B: como no estaba segura de si pasaría la audición, le había echado el ojo a otras compañías de danza. Lo que pasa es que esta opción queda descartada hasta que me recupere del todo; por eso Grace me sugirió que diera clases de ballet en alguna academia de por aquí. Nunca me había planteado ser profesora, pero algo tendré que hacer con mi vida, ¿no?

No es mucho, y aunque mi hermano no me ha pedido nunca que lo haga, trabajo como camarera varias noches a la semana para ayudar a pagar mis gastos.

Por si fuera poco todo lo que Sammy ha sacrificado ya por mí, ahora encima súmale la rehabilitación. Y todavía tiene que ocuparse de Lila.

Más me vale ponerme a trabajar mientras decido si voy a dedicarme a dar clases de danza, o hasta que pueda unirme a alguna compañía de ballet, si no quiero tener que volver a Warlington. Porque no quiero: me encanta Norcastle.

Este es mi lugar, lo sé.

Monica, la encargada del pub donde trabajo, me ha asegurado que puedo volver en cuanto me recupere, pero hasta dentro de dos meses no cobraré nada de nada. Y aunque es una suerte que mi familia pueda mantenerme mientras soluciono mi vida, eso no significa que me guste la idea.

—¿Princesa?

—¡Voy!

Basta ya de autocompadecerse… por ahora.

Tras secarme un poco el pelo y ponerme lo más cómodo que he encontrado, Sammy y yo nos vamos al centro de rehabilitación. Menos mal que el ascensor de mi edificio funciona, porque mi hermano es capaz de cargar conmigo las siete plantas que hay hasta el portal. Haría lo que fuera con tal de ayudar a sus seres queridos, incluso aunque acabara baldado.

Pasamos casi todo el trayecto en coche en silencio. Y cuando Grace me envía un mensaje deseándome suerte en mi primer día de rehabilitación, se me cae el alma a los pies al recordar que no es el estudio de danza el sitio adonde voy.

Tengo veintiún años y ya he tirado mi carrera por la borda. Ese tal doctor Simmons será buenísimo, pero no hay nada que pueda hacer al respecto.

3

Maddie

Me acuerdo de mi madre en cuanto llego a la clínica.

Se pasó años entrando y saliendo de centros para otro tipo de rehabilitación.

A los dieciséis años, por fin me decidí a preguntarle a mi hermano por los problemas de nuestra madre con el alcohol.

Ya lo había escuchado hablar con Grace del tema alguna que otra vez, pero no me había dado cuenta de lo grave que era la situación hasta que tuvimos la charla sobre los «dolores de cabeza de mamá».

Sobra decir que no tenía precisamente migrañas.

Sammy y Grace me ocultaron la verdad de pequeña, pero no los culpo. ¿Qué iban a hacer? ¿Contarme que mi madre se olvidaba de recogerme del colegio o de las clases de ballet porque estaba tan borracha que ni se acordaba de que tenía una hija?

Claro que no.

Ahora que me fijo en las blanquísimas paredes, en el suelo impoluto y en el olor a desinfectante en el ambiente, me pregunto si ella se sintió tan atrapada en alguno de aquellos centros como yo en este momento. Y eso que solo llevo aquí un par de minutos.

Cuando le doy mi nombre a la amable recepcionista, esta me pregunta para qué es la visita.

Decirlo en voz alta hace que me parezca surrealista: pinzamiento del túnel tarsiano. Suena doloroso, ¿a que sí? Pues lo confirmo: duele como un demonio.

—Pueden sentarse —nos indica, señalando la sala de espera con sus impolutas uñas rojas—. El doctor Simmons los atenderá enseguida.

Mis pensamientos vuelven a mi madre mientras sigo a mi hermano hasta la sala de espera.

Fue duro enterarme tantos años después de que mi familia era un desastre, pero comprendo que no quisieran contármelo hasta que no estuviera preparada para afrontarlo.

Sammy me dijo que nuestro tío murió de repente hace muchos años y, desde entonces, nuestra madre ha ido por la vida como un alma en pena. El mismo alcohol que usaba para acallar las voces en su cabeza hizo que se fuera apagando poco a poco. Un buen día conoció a Pete y, menos de un año después, llegué yo.

Pete, el padre que jamás jugó conmigo, que jamás me llevó a ningún sitio, que jamás me abrazó. Maldito Pete.

Intento no pensar demasiado en él, porque detesto el rencor, la rabia y el odio que siento al acordarme de mi padre. Yo no soy así ni me educaron para ser ese tipo de persona.

Puede que mi madre no me prestara la atención que necesitaba de niña, pero jamás la odié como le preocupaba a Sammy que ocurriera. No tuve fuerzas. Salió por fin de rehabilitación tres años después de que yo me fuera a vivir con mi hermano y Grace, y parece ser que lleva limpia desde entonces.

Lloré cuando me contaron que había salido, porque no quería que me separaran de Sammy y de su novia.

Ya lo sé, ya. ¿Qué niña tiene un berrinche cuando se entera de que va a volver con su propia madre?

Por suerte, entre mi hermano y ella decidieron que era mejor que me quedara con él para no alterar mi rutina familiar, así sería más feliz y tendría más posibilidades de cara al futuro.

Nunca estuve muy unida a mi madre, y eso que me visitaba varias veces al mes para llevarme a comer tortitas o a jugar al parque. Estoy segura de que eso la destrozaba, pero es que… apenas la conocía. No le tenía apego. Incluso cuando vivía con ella y con Pete, era mi hermano quien venía a diario para llevarme al parque o a tomar un helado, por lo que mi vida siempre giró en torno a él.

No puedo echar de menos a una madre que no tuve. Una madre a la que llevo un año entero sin ver.

—¿Estás nerviosa? —Sammy choca su rodilla con la mía cuando nos sentamos.

—Uy, sí, atacada —le suelto.

Mi hermano me echa una miradita a modo de advertencia. Ya podría darme un poco de manga ancha hoy.

Tendría que estar dejándome el culo para conseguir una de las exclusivas audiciones en la compañía de ballet de mis sueños o, al menos, llorando por no haber sido aceptada. Tendría que poder bailar, mover la pierna ni que sea, y no… estar aquí.

Mi cuerpo no es más que un cascarón vacío, y no sé si superaré algún día la pena por los sueños frustrados.

—Alegra esa cara —musita Sammy—. Con el doctor Simmons estarás sobre un escenario en menos que canta un gallo. Al menos no han tenido que operarte.

Sí, ya lo sé, la cosa podría haber sido muchísimo peor. E intento convencerme a mí misma de que, a pesar de haber sido una imprudente, no me llevé la peor parte, aunque me lo parezca.

Aun así, de poco me sirve repetirme que estoy bien, que esto no es nada que no pueda superar: ahora mismo no estoy para ir dando las gracias por las escasas cosas buenas que tengo en la vida, y menos cuando…

—Maddison Stevens.

Oír mi nombre me saca de mis pensamientos, pero es el vozarrón con que lo pronuncian lo que hace que se me dispare el pulso.

Vuelvo la cabeza en dirección al hombre que me ha llamado y casi me desnuco al mirarlo: es un armario.

Al ver que no respondo, ensimismada como estoy con el armatoste que acaba de entrar en la sala de espera, mi hermano me da un pequeño codazo en el costado.

—¡Aquí! Estoy aquí —digo con voz chillona, un poco más alto de lo normal.

Noto a Sammy taladrándome con la mirada, seguramente preguntándose por qué estoy tan alterada de repente. Pero me he quedado pasmada y, por alguna razón que prefiero obviar, se me ha secado la garganta.

Vivo rodeada de hombres altos: Sammy mide metro noventa y Kyle me saca una cabeza, pero lo de este tío es de otro mundo.

Yo diría que ronda los dos metros; cuando me mira, con esos espectaculares ojos azules, frunce el ceño.

Se me hace un nudo en el estómago, pero lo ignoro mientras agarro las muletas que Sammy me está ofreciendo.

—¿Es usted Maddison Stevens? —Esa voz otra vez, haciéndome la más sencilla de las preguntas, y yo sin poder responder como una persona normal.

Es que tengo la boca como un zapato.

—Sí.

No es que lo encuentre atractivo ni nada de eso, ¿eh? Aunque puede que me haya fijado un poquitín demasiado en ese pelo oscuro y corto, en esas enormes manos con que sujeta la carpeta (en serio, enormes) o en cómo contrasta el azul marino de su uniforme con esa barbita de tres días. Pero no siempre se tiene la oportunidad de ver un gigante en estado salvaje.

Lo que pasa es que impone, y ya está. Es intimidante y también… guapo… Objetivamente, hablando, claro.

Bueno, pongamos por caso que sí me parece atractivo. Hipotéticamente. Yo diría que ronda los treinta años. No es que sea un vejestorio, pero es demasiado mayor para mí. Aunque tampoco es que me interese.

—Soy James Simmons —se presenta, estoico y, como he dicho, intimidante—. Yo me encargaré de su rehabilitación.

Así que este es uno de los mejores fisioterapeutas de la Costa Este. No sé por qué, pero se me hace raro que no sonría. ¿No se supone que el personal sanitario tiene que ser majo y esas cosas? Parece que este hombre no se ha enterado.

Vuelve esos gélidos ojos azules hacia Sammy, que está junto a mí.

—¿Es su padre?

—Su hermano —aclara él, estrechándole la mano. En efecto, el tal James le saca unos cuantos centímetros, lo cual es bastante impresionante, porque mi hermano es el hombre más alto que he visto en mi vida—. Encantado.

—Igualmente —responde con el mismo tono de voz, grave, casi desganado—. Ya puede marcharse si lo desea. Venga conmigo, señorita Stevens.

«Señorita Stevens». ¿A qué viene el cosquilleo que acabo de sentir?

Mira, no quiero ni saberlo.

Consigo recobrarme de la empanada mental que me ha provocado tremendo hombretón y me vuelvo hacia mi hermano.

—¿Estarás cuando salga?

Sonríe con dulzura.

—No pienso moverme de aquí, princesa.

No puedo evitar sentir otra punzada de remordimiento.

«Se queda porque quiere, Maddie, no por obligación».

¿Segura? ¿Acaso no ha dejado a su familia en Warlington solo porque fui una insensata y acabé lesionándome?

—Señorita Stevens —repite el doctor Simmons, con un tono de voz tan autoritario que parece añadir «deje de hacerme perder el tiempo».

También puede ser que le esté dando demasiadas vueltas a cada cosa que hace.

—Lista. Sí —suelto, porque al parecer soy incapaz de formar una frase coherente frente a este hombre.

Le lanzo una última mirada a mi hermano y me vuelvo hacia el doctor Goliat con la sonrisa más sincera que consigo esbozar.

—Vamos allá —digo.

Toma ya, una frase entera. Esto está chupado.

Sin añadir palabra, el fisioterapeuta se despide de mi hermano con un gesto de asentimiento y da media vuelta. Cruzamos un pasillo vacío y, aunque no camina junto a mí, hay que reconocer que tampoco acelera el paso.

Llegamos a una especie de habitación de hospital en miniatura que imagino será su consulta: en una pared hay dos ventanales enormes con cortinas, y las otras tres están cubiertas de imágenes varias, pósteres con partes de la anatomía humana y diplomas.

—Siéntese, por favor. —Me señala una camilla que hay pegada a la pared frente a su escritorio y un par de sillas. Aparta la mirada y se pone a escribir algo en el ordenador.

Pues vale. Más me valdría recordar que no he venido aquí a hacer amigos, sino a recuperarme tan pronto como pueda de esta estúpida lesión.

Agarro las muletas con fuerza y me dirijo a la camilla a paso de tortuga. No soy una persona torpe precisamente, pero estoy paranoica y me da cosa que esto se alargue por culpa del más mínimo golpe. ¿Y si empeoro? ¿Y si acaban teniendo que operarme porque soy una imprudente? Gracias, pero no.

¿Qué pasa si no puedo volver a bailar? ¿Qué otra cosa puedo hacer?

Es lo único que me calma y me hace sentir completa.

Mi vida no estaría plena si no me pasara los días estirando en la barra y aprendiendo algún paso.

Me moriría.

Para cuando llego a la camilla, el torbellino de pensamientos por el que me he dejado arrastrar ha alcanzado ya una velocidad brutal.

Me ha pedido que me siente, lo cual no debería costarme demasiado, pero… no… no puedo.

Dejo las muletas a un lado y apoyo las manos sobre la camilla. «Inhala, exhala».

Me escuecen los ojos y tengo que recordarme que no estoy sola en la consulta. Desde que Sammy vino para cuidar de mí, he dejado las lloraditas para la ducha. No me gusta que nadie me vea hecha una Magdalena, y mucho menos un completo desconocido al que ni siquiera parezco caerle bien.

«No pasa nada, Maddie».

Voy por el buen camino y me recuperaré de esta lesión en el tobillo. Mi hermano está fuera si lo necesito.

«Ese es el problema».

—¿Señorita Stevens? —Oigo su voz desde algún lugar a mi espalda, pero no quiero darme la vuelta—. ¿Puede subir a la camilla sola?

Podía. Hace apenas unos días, podía. Cuando tenía el tobillo entero y un propósito en la vida. ¿Qué me queda ya sino la autocompasión y el arrepentimiento?

No quiero decirle que no, que no puedo subirme a la puñetera camilla, porque esto no es culpa suya. Lo que pasa es que me siento atrapada en mi propio cuerpo. Lo que pasa es que me pesan las extremidades, como si no me pertenecieran, cuando hace apenas unas semanas me hacían volar cada vez que bailaba. Lo que pasa es que mis sueños estaban a punto de hacerse realidad y ahora…

Ahora no consigo ni auparme.

—Deje que la ayude.

Con el rabillo del ojo lo veo acercarse a mí, hasta que casi no hay espacio entre los dos. Huele bien, como a madera y especias, y su champú tiene un aroma fresco. «¿Quieres parar? ¿A ti qué más te da cómo huela?».

—Tome.

¿Eh?

Bajo la vista a sus descomunales manos, a la pequeña banqueta que me ofrece.

A mí.

«Oh».

Cuando se agacha para dejarla en el suelo, la vergüenza me deja algo aturdida. ¿Por qué me siento débil solo por necesitar una banqueta para subirme a la camilla?

—Apóyese en mí.

Mi cara debe de ser un poema cuando el doctor Goliat me tiende el brazo, porque no es que me haya preguntado si quiero su ayuda o si prefiero subir los escalones yo sola: me lo ha ordenado, como si tuviera claro que soy una inútil. Y en esto no anda del todo desencaminado.

Los dedos me tiemblan ligeramente cuando me sujeto de su fuerte antebrazo. El vello de su piel desnuda me hace cosquillas mientras me impulso con cuidado, rezando para que no se dé cuenta de que me sudan las manos.

En cuanto planto el culo en la camilla, el doctor Simmons se suelta con suavidad de mi agarre mortal, deja la banqueta a un lado y regresa a su ordenador.

Entrelazo los dedos y meto las manos entre los muslos, a ver si así se me pasa este cosquilleo que siento por dentro. Por si estar como un tren no fuera suficiente, el doctor Goliat va y se saca unas gafas del bolsillo del uniforme.

Y se las pone.

«Hay que joderse».

Clavo la mirada en el techo, que de repente me parece fascinante: es de color blanco, aunque está deslustrado, y yo diría que el fluorescente pedirá un cambio en breve, porque no me deja ciega como los de la sala de espera. Su consulta es…

—Muy bien. Me gustaría hacerle un par de preguntas antes de empezar —dice, y relajo los hombros.

Bajo la vista hacia él, hacia esas gafas perversas. Está sentado de lado, mirando la pantalla del ordenador.

Tengo la garganta seca.

—Claro.

—¿Cómo se lesionó? —pregunta, sin andarse por las ramas.

—Me lesioné practicando ballet. —Es curioso que me duela más tener que recordarlo que la lesión en sí misma—. Creo que me presioné demasiado y el tobillo… cedió.

El doctor Simmons ni se inmuta, no hace el menor comentario sobre lo irresponsable que fui. Tampoco me suelta sermón alguno por no haber actuado sensatamente.

Nada. Aunque no sé si eso es bueno o malo.

Escribe algo en el ordenador y continúa con su interrogatorio.

—¿El dolor es localizado o se desplaza?

—Nunca pasa de la rodilla, y los dedos de los pies no me duelen.

—¿El dolor mejora o empeora cuando mueve el tobillo? ¿En alguna postura en particular?

—Ni lo uno ni lo otro.

—¿Cuál era su nivel de movilidad previo a la lesión?

Su pregunta me provoca náuseas. Todo el optimismo que mi hermano ha intentado transmitirme esta última semana por no haber necesitado que me operaran se va por el desagüe en cuanto asimilo mi situación.

No puedo bailar.

He perdido la oportunidad de unirme al Ballet de Norcastle.

Mi futuro rebosa incertidumbre y lo contemplo con indiferencia porque ya no me interesa.

—¿Señorita Stevens? —Reacciono enseguida al ver que me está escudriñando con esos ojazos azules.

—Eh, sí. Perdón. Pues, eh, acabo de graduarme en Danza Clásica e iba a hacer una audición para el Ballet de Norcastle.

«No llores, no llores, no llores».

—¿De modo que era bailarina profesional?

Casi vomito al percatarme de que ha usado el pasado. Me trago el nudo que se me ha formado en la garganta antes de responder.

—Sí —asiento, orgullosa porque apenas me ha salido la voz ronca y no he derramado ni una lágrima.

Él mantiene la vista clavada en mis ojos un instante y estira la mandíbula de un modo que, no sé por qué, se me hace extraño; quizá sea porque me ha mirado como con ternura.

La intensidad del momento desaparece a la que vuelve a escribir algo en el ordenador.

—¿Cuál es su objetivo?

Parpadeo.

—¿Mi objetivo?

—Con la fisioterapia —aclara.

La verdad es que no le he dado muchas vueltas, más allá de querer volver a ser la que era, así que eso es lo que respondo.

—Veremos qué podemos hacer.

«Veremos qué podemos hacer».

Vale que los médicos no deberían darte falsas esperanzas, pero podría tener algo de tacto. Para que no duela tanto.

Después de dejarme hecha una mierda —de lo que ni se ha enterado—, se quita esas gafas que le quedan de infarto y se acerca hasta donde estoy sentada.

—En la primera sesión, vamos a comprobar qué alteración puede haber provocado la lesión y después diseñaré el plan de tratamiento que vamos a seguir.

Me limito a asentir y me quito tanto el zapato como el calcetín.

No esperaba que fuera tan delicado cuando me palpa el tobillo en busca de vete a saber tú qué, pero intento no darle demasiadas vueltas. ¿Y qué si es el único contacto físico que he tenido desde hace meses, aparte de los abrazos de mi hermano y los colegas de ballet? Pfff, ya ves tú.

Por si fuera poco, contemplo su perfil por enésima vez desde que he llegado, tratando de no pensar demasiado en por qué no consigo quitarle los ojos de encima a este hombre… mucho mayor que yo.

Su barba es espesa, pero lo bastante corta para que se note lo marcada que tiene la mandíbula. ¿O debería decir «tensa»?

No entiendo a qué viene ese carácter: resulta que mi vida ha quedado patas arriba por culpa de una lesión y encima tengo que tragarme su mal humor.

Suelto un profundo suspiro, frustrada más conmigo misma que otra cosa, y se da cuenta.

—¿Duele?

—Un poco, pero estoy bien.

Se limita a responder con un gruñido.

Después pasa a hacerme una serie de pruebas para comprobar mi movilidad y otras tantas de fuerza. Me gusta que se tome su tiempo para explicarme cada ejercicio, aunque no me entere de la mitad. No habla más de lo estrictamente necesario ni intenta entablar conversación, lo cual me parece bien.

Cierro los ojos y me dejo llevar por la agradable oscuridad. Me consuela saber que ahora mismo, tumbada en la camilla de la consulta, puedo limitarme a existir mientras el doctor Simmons me masajea el tobillo con una delicadeza que jamás habría imaginado.

Oigo el tictac del reloj a lo lejos, y por debajo de la puerta se cuelan las voces de los demás fisioterapeutas y de sus pacientes al pasar. Apenas noto ya el olor a lejía: no sé qué champú habrá usado esta mañana el doctor Goliat, pero es tan mentolado que podría despertar a los muertos.

—Ya hemos terminado por hoy —dice con brusquedad, sacándome de mi trance. Qué fuerte que haya estado a punto de quedarme frita, si no son más que las diez de la mañana—. Como suponíamos, no habrá que operarla del tobillo. Yo calculo que necesitará unas seis semanas de rehabilitación. Empezaremos viéndonos cuatro veces a la semana y luego puede que pasemos a dos. Según progrese.

—Vale —respondo, un poco grogui todavía, mientras me incorporo en la camilla y él se sienta al escritorio.

Vuelvo a ponerme el calcetín y el zapato antes de echar mano de las muletas, pero las dejo de nuevo a un lado al darme cuenta de que no puedo bajar al suelo con ellas. Cuento hasta cinco mentalmente para no pensar en lo patética que es la situación. En lo patética que soy yo.

—¿Podrías…? —empiezo a decir, muriéndome por dentro. Él me mira extrañado y le señalo la estúpida banqueta con la barbilla—. Para que pueda bajar.

Cuando me la acerca, me tiende un brazo, como antes. «Ni se te ocurra pensar en sus músculos, ni se te ocurra».

Pero sí que se me ocurre, ya lo creo que sí. Y no me arrepiento mucho, que digamos.

Una vez de pie, tomo las muletas y él vuelve a su escritorio.

—Le conviene guardar reposo en la medida de lo posible, así que no salga a menos que sea estrictamente necesario si no quiere alargar el proceso de rehabilitación.

Se me corta la respiración solo de pensar en que podría cagarla también en rehabilitación. ¿Qué pasaría entonces? ¿No podría…? Madre mía, ¿no podría volver a bailar jamás?

—Le enviaré un correo electrónico esta misma mañana con una serie de consejos médicos y el tratamiento que seguiremos durante las próximas semanas, para que esté informada.

Trago saliva.

—Vale. Gracias.

Me mira por primera vez desde que hemos entrado en la consulta. O sea, mirar de verdad, quiero decir. Y tal vez sean imaginaciones mías, pero tengo la impresión de que relaja la mandíbula y habla con voz más suave cuando dice:

—Cuídese, señorita Stevens. La veré mañana a las nueve.

4

James

Una gota de sudor me resbala por un lado del cuello mientras troto, a ritmo rápido pero constante, en la cinta de correr. Según el marcador, ya he superado con creces la media hora que suelo hacer como máximo, pero continúo.

A ver si así me saco de la cabeza lo de ayer.

En los cinco años que llevo como fisioterapeuta, he visto pacientes con todo tipo de lesiones y estados de ánimo: alegres y motivados, tranquilos y reservados, cansados e impacientes…

Pero nunca había visto a nadie tan derrotado.

Hasta que la conocí a ella.

Según el reloj de la pared de enfrente, mi turno empieza dentro de una hora y media, y aún tengo que pegarme una ducha y dar de comer a los gremlins. Un poco alterado, paro la cinta y me seco el sudor de la cara y el cuello con una toalla antes de coger el ascensor.

Lo que me convenció de este edificio fue que tiene gimnasio privado, así como las vistas que hay de la ciudad desde mi apartamento. Y sé que tomé la decisión correcta en momentos como este, en los que necesito despejarme, pero no tengo tiempo ni para perderme por las bulliciosas calles de Norcastle para ir al gimnasio, que queda a tan solo dos manzanas de aquí.

Nada más entrar en casa, los gatos me reciben echándome un buen rapapolvo.

Otra de mis mejores decisiones.

—Hey, hey. —Cierro la puerta tras de mí y voy directo a la despensa, con cuidado de no pisarlos, porque no paran de corretearme entre los pies—. Calma, tigres. Os he dado de comer antes de irme al gimnasio, así que a relajarse, ¿vale?

Pero ellos siguen maullando como descosidos, como diciendo: «Cállate, papá, y danos de comer otra vez».

—Vale, vale.

Shadow come pienso, mientras que a Mist le doy paté porque tuvieron que extraerle todos los dientes, excepto los colmillos, al poco de adoptarlos a los dos, hace dos años, a causa de un problema dental congénito. Aun así, esto no parece afectarle en nada, porque come sin problema y sigue peleándose a diario con su hermano.

Cuando me agacho para llenarles el bol a cada uno, Shadow roza su oscuro pelaje contra mi pierna.

—Hala. —Le rasco detrás de las orejas antes de ponerme en pie—. Ahí tenéis. Os limpio el arenero y me largo.

No sé si los monólogos que tengo con mis gatos son una prueba de que me estoy volviendo loco, pero sí de que debería salir más, hablar con otros humanos, aparte de Graham y mis pacientes, por mucha pereza que me dé…

Se me pasaron las ganas hace tiempo por motivos que prefiero no recordar, ni ahora ni nunca.

Una vez que les he limpiado el arenero y he comprobado que tenían agua en la fuente, me doy una ducha rápida, me visto, pillo las llaves del coche y me voy al centro de rehabilitación.

Ella es mi primer paciente del día.

Mi mente se recrea en este hecho insignificante durante los veinte minutos de trayecto en coche, también mientras saludo a mis compañeros, preparo el equipo y abro su historial en el ordenador.

«Maddison Stevens. Veintiún años. Bailarina. Pinzamiento del túnel tarsiano».

Lo que no se menciona en su ficha es lo parada que se quedó cuando se dio cuenta de que no podía subir a la camilla por sí sola, cómo le tembló la mano al apoyarse en mi brazo, que la destrozó tener que pedir ayuda para bajar.

No sé ni para qué mierda he entrenado esta mañana, si no paro de darle al coco.

Pero será mejor que me calme, porque solo faltan cinco minutos para que llegue. Puede que esté así porque su caso me recuerda todo lo que pasó, el motivo por el que quise especializarme en rehabilitación de lesiones deportivas.

Alguien llama a la puerta, lo que evita que me vaya por las ramas.

—Adelante —digo en voz alta, en un tono demasiado rígido y profesional, pero ni me molesto en rectificar.

Nada más entrar, apoyándose en las muletas, me fijo en que lleva la mata de pelo castaño recogida en una trenza sobre el hombro.

—Buenos días. —Esboza una sonrisa que no se le refleja en la mirada—. Espero que no te importe que haya llegado pronto. Mi hermano pensaba que habría más tráfico.

Muy en el fondo, siento curiosidad por que sea su hermano el que se esté encargando de ella y no sus padres. El tipo alto y tatuado que vino con ella ayer debía de rondar los cuarenta, mientras que Maddison tiene veintiún años: hay mucha diferencia de edad para ser hermanos. Me gustaría saber qué pasó, si sus padres…

«Pero ¿a ti qué narices te importa?».

—No hay problema —respondo, y me pongo las gafas mientras se acerca hasta mi escritorio—. ¿Recibió el correo electrónico con el tratamiento?

—Sí, gracias. Fue muy… eh, esclarecedor.

Hace una pausa. Tengo la mirada clavada en su historial, el mismo que llevo ojeando distraídamente desde que he llegado, pero sé bien que todavía no ha terminado de hablar.

—Así que seis semanas de rehabilitación, ¿eh?

Noto cierto tonillo en su voz, algo que recuerda muchísimo a la desesperación. Es como si me suplicara que le diga que no, que seis semanas son demasiado y que estará recuperada dentro de dos. Que no se preocupe por el tobillo porque pronto regresará a los escenarios, como si nada hubiera pasado.

Pero no puedo.

—Seis semanas si todo va bien —digo con un gesto de asentimiento, y contiene la respiración—. Empecemos, señorita Stevens. Acérquese a esta pared y quítese los zapatos, por favor. Puede quedarse en calcetines.

Señalo la pared junto a mi escritorio. Ella parece recelar, pero hace lo que le digo. Una vez que se ha descalzado y ha apoyado las muletas en la camilla, me pongo a su lado.

—Hoy haremos algunas repeticiones isométricas. —Dudo que tenga la menor idea de lo que estoy hablando (tampoco tiene por qué), pero me siento mal si no informo a mis pacientes de lo que vamos a hacer. Por eso, al ver la cara que ha puesto, aclaro—: ¿Ve esa plataforma de ahí? —pregunto, señalando una banqueta de color negro que hay junto a la pared. Ella asiente—. Pues nos va a servir para calentar esos músculos.

Juguetea con la trenza en un gesto nervioso.

—¿Va a doler?

—No debería. —Sé que no me cree, porque frunce el ceño ligeramente—. Puede que sienta algún calambre, pero es de lo más normal.

—Vale —musita, mirando la plataforma—. ¿Me subo y ya está?

—Solo debe apoyar la punta del pie, lo que serían los dedos y un par de centímetros más allá.

Con las manos en la pared, Maddison se acerca poco a poco a la plataforma hasta subirse.

—¿Así?

Se muerde el labio inferior, nerviosa, y aparto la mirada de su boca.

—Sí —digo, con una voz tan ronca que tengo que aclararme la garganta antes de continuar—. Sin hacer tanta fuerza, deje los pies en horizontal, simplemente. Aguantaremos esta postura durante treinta segundos.

Después de repetir el mismo ejercicio cuatro veces, compruebo que su tobillo está respondiendo bien. Además, ella no se ha quejado ni una vez.

—Muy bien, vamos a repetirlo con un solo pie.

Se vuelve hacia mí con los ojos como platos.

—¿Uno solo?

—No pasará nada —la tranquilizo, y, al verla tambalearse antes de volver a subir a la plataforma, añado—: Estoy a su lado, señorita Stevens. No dejaré que se haga daño.

Se me queda mirando un buen rato, como si esos ojos oscuros esperaran una señal divina como respuesta a mis palabras, y entonces asiente.

—¿Treinta segundos también?

—Vamos a aguantar un minuto. Tres repeticiones.

La sonrisilla que esboza me pilla tan desprevenido que soy incapaz de apartar la mirada de la comisura de sus labios. Esta vez, es una sonrisa auténtica.

—¿Y si te digo que preferiría pasarme lo que queda de sesión sentada sin hacer nada? ¿Me dejarías?

—Si le sirve de consuelo —empiezo a responder, con los brazos cruzados mientras ella aguanta a la pata coja—, después haremos ejercicios en la silla, y a mí me toca la peor parte, mientras que usted podrá quedarse contemplando la pared si quiere.

—Pienso dejarte una reseña de cinco estrellas solo por eso —dice en un tono de voz raro, entre cansada y burlona—. ¿Ha pasado ya un minuto?

Miro el reloj.

—Lleva diez segundos.

Deja escapar un gemido por lo bajo, pero no añade más y nos quedamos en silencio. Cuando estoy con mis pacientes, no soy precisamente muy dicharachero; sin embargo, me habría gustado que Maddison me contara algo: qué piensa, qué le preocupa, lo que sea.

«Pero ¿qué narices estás diciendo?».

—Cambiemos al pie derecho —le indico tras el primer minuto.

Cuando me mira, su cara es un poema.

—Ese es el tobillo que me lesioné.

—Soy consciente —respondo con frialdad, haciéndome el duro—. Un minuto.

El ejercicio no la entusiasma, aunque tampoco rechista. Es obvio que le preocupa volver a hacerse daño, pero hablaba en serio cuando le he dicho que no le pasaría nada malo estando conmigo: soy la hostia en mi trabajo, y eso implica asegurarme de que está en buenas condiciones físicas.

Pasan veinte segundos, después treinta, y mantengo la mirada clavada en su pie. Maddison se tambalea ligeramente, pero está apoyada en la pared de enfrente, así que no me preocupa que…

—Mierda, mierda, mierda —sisea, antes de perder el equilibrio sobre la plataforma.

La sujeto rápidamente por las caderas, con el corazón en un puño, antes de que su cuerpo choque contra el mío.

—Te tengo —le susurro, mi boca a escasos centímetros de su oreja.

Me estremezco al sentir el calor de su piel a través de la ajustada camiseta y me aparto de ella en cuanto recupera el equilibrio, aliviado de quitarle las manos de encima.

—Gracias —dice sin aliento, con las mejillas encendidas y una mano sobre el corazón. Respira hondo, sacude la cabeza y se apoya de nuevo en la pared—. Esto no habría pasado si me hubieras dejado quedarme sentada sin hacer nada, lo sabes, ¿verdad?

Dejo escapar un murmullo inexpresivo, intentando aguantarme la risa.

—Venga, vamos a repetirlo con el otro pie.

—¿En serio?

La miro con una ceja enarcada.

—No se ha hecho daño, ¿a que no?

Lo único que recibo como respuesta es un suspiro exasperado, pero yo tampoco añado nada más. Nos pasamos el resto de la sesión prácticamente en silencio, sin más incidentes. Maddison me deja que le mueva el pie y me va avisando si le duele o sufre algún calambre mientras se limita a mirar la pared, como había prometido.

Hay un vacío en su mirada que no me gusta ni un pelo.

Ha sido un día largo, así que en cuanto llego a casa doy de comer a Shadow y Mist y bajo al gimnasio por segunda vez hoy, a pesar de las protestas de mis músculos. La verdad es que no veo más opción que machacarme hasta caer rendido.

Hasta que se me pase esta neura que me tiene tan alterado.

5

Maddie

Sammy se marcha a finales de semana, y no porque quiera: prácticamente, tengo que echarlo de casa.

Significa muchísimo para mí que se haya quedado tanto tiempo para cuidarme, sin quejarse ni una vez de lo minúsculo que es mi apartamento ni de lo mal que se duerme en el sofá cama. Se ha encargado de cocinar, de hacer la compra y de limpiar, siempre con una sonrisa en la cara y preguntándome cada dos por tres cómo estaba.

Pero dos semanas son más que suficientes: su mujer y su hija le esperan en casa, por no mencionar la de clientes cuya citas tuvo que posponer en el estudio. El tío Trey, que en realidad no es mi tío, sino el mejor amigo de Sammy, se ha encargado de Inkjection sin problema, pero mi hermano debería estar allí, que para eso es el jefe.

Como diría cierta persona: «Ya eres mayorcita para seguir siendo un lastre, y no es justo para tu hermano».