9,99 €
¡LLEGA EL FENÓMENO VIRAL DE TIKTOK! A VECES, EL AMOR ES LO ÚLTIMO QUE BUSCAS. OTRAS, SE CUELA EN TU VIDA COMO UN RAYO DE LUZ. Después de cuatro años, Grace se siente preparada para retomar las riendas de su vida y volver a aventurarse en el abrumador mundo de las citas, o al menos para intentar hacer algún amigo. Sin embargo, no se imaginaba encontrar a alguien como Cal, un tipo grande, lleno de tatuajes y ocho años mayor que ella, que la hace sentir segura por primera vez en mucho tiempo. Cal tiene claras sus prioridades y no puede permitirse distracciones: tiene un negocio que atender y una hermana pequeña de la que hacerse cargo. El amor es la última de sus preocupaciones, al menos hasta que cierta profesora de ballet con un pasado traumático aparece en su vida. Entonces las barreras que cuidadosamente habían creado comienzan a desmoronarse. CREAS EN ÉL O NO, EXISTE UN AMOR CAPAZ DE SANARLO TODO.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 548
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
Primera parte. Germinar
1. Grace
2. Grace
3. Cal
4. Grace
5. Cal
6. Grace
7. Grace
8. Grace
9. Cal
10. Cal
11. Grace
12. Grace
13. Grace
14. Grace
15. Cal
16. Grace
17. Grace
18. Grace
19. Cal
20. Cal
Segunda parte. Crecer
21. Grace
22. Grace
23. Grace
24. Cal
25. Grace
26. Grace
27. Grace
28. Cal
29. Grace
30. Cal
31. Cal
32. Grace
33. Cal
34. Grace
35. Grace
Tercera parte. Florecer
36. Grace
37. Cal
38. Grace
39. Cal
40. Cal
41. Grace
42. Cal
43. Grace
44. Cal
45. Cal
46. Grace
Epílogo Grace
Agradecimientos
AVISO DE CONTENIDO
Esta historia trata temas de abuso sexual (solo mencionado,
no hay escenas explícitas ni descripciones de ello), lenguaje
inapropiado, contenido sexual explícito y aspectos que pueden
herir la sensibilidad de algunos lectores.
Por favor, ten esto en consideración antes de leer.
Título original inglés: The Brightest Light of Sunshine.
© del texto: Lisina Coney, 2023.
© de la traducción: Lorena Castell García, 2025.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: febrero de 2025.
ISBN: 978-84-1098-087-7
OBDO429
Composición digital: www.acatia.es
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
Para quienes florecieron cuando
el mundo esperaba que se marchitasen.
Por lo general, no soy una persona impulsiva, sino de esas que se pasan semanas sopesando las posibles consecuencias de sus decisiones, no vaya a ser que alguna acabe destrozándole la vida.
Como aquella vez que me tiré cinco días pensando en si de verdad necesitaba unos zapatos que me gustaban mucho y, cuando por fin me decidí a comprarlos, resultó que estaban agotadísimos.
Pero esto es distinto, porque tengo muy claro que quiero hacerlo. Y esta vez lo digo en serio.
Llevo meses dándole vueltas, literalmente. Mis padres me dieron el visto bueno cuando se lo conté por FaceTime, al igual que mi primo Aaron y mi mejor amiga, Emily; las únicas personas en cuya opinión confío. No les pareció que me hubiera vuelto loca ni intentaron sacarme la idea de la cabeza, lo cual interpreto como una buena señal.
¿A qué vienen, entonces, tantas dudas? Y encima cuando ya estoy frente al estudio de tatuajes.
Seguro que el chico que hay dentro me ha visto ahí delante plantada como una tonta y, por mucho que finja estar liado con el portátil, se estará preguntando cuándo narices voy a decidirme a entrar.
Para ser sincera, me pregunto lo mismo.
Pero digo yo que tampoco pasa nada si me tomo un par de segundos para calmarme y echarle un buen vistazo (aunque el mostrador lo tape de cintura para abajo).
El misterioso tatuador tiene una pinta de malote que no se aguanta, aunque supongo que es lo lógico en alguien que se dedica a esto. Pero qué sabré yo, no puedo sentirme más fuera de lugar. Quizá por eso estoy hecha un manojo de nervios.
Viste una camiseta negra con el logo del estudio que le queda ceñida, marcando músculo. Al fijarme más en él, me surge una duda: ¿puede un brazo ser más ancho que una cabeza humana?
Creo que tengo la respuesta ante mí.
El chico está mazado y lleva ambos brazos cubiertos de tinta hasta los nudillos. Un par de tatuajes más le asoman por el cuello. Tiene el pelo oscuro, corto y ondulado, peinado hacia atrás de cualquier manera, y un mechón suelto le cae sobre la frente. Desde aquí no distingo si es castaño o moreno.
Lo que sí me queda claro es que tiene los ojos tan oscuros como la noche, porque ha levantado la cabeza de repente y nos hemos quedado mirándonos. Genial. Paso de darle más vueltas al asunto y abro la puerta de cristal de un empujón. He tenido tiempo de sobra de pensármelo, la decisión ya está tomada.
Creo. Espero.
—Hola —lo saludo, con una sonrisilla nerviosa.
—Qué hay. —Su sonrisa es mucho más relajada, como si estuviera acostumbrado a ver raritos a diario en el trabajo—. ¿Qué puedo hacer por ti?
Me aclaro la garganta y echo un vistazo rápido a mi alrededor. El local parece limpio y huele bien, lo cual supongo que es todo lo que se le puede pedir a un estudio de tatuajes. Parecía más pequeño desde fuera, pero al fondo hay un pasillo estrecho y bien iluminado que conduce a una amplia sala con varios cubículos, la mayoría ocultos por grandes biombos. No debo de ser la única clienta en el local, porque se oye el zumbido de una máquina de tatuar a través de las paredes.
Para ser el estudio con mejores reseñas de la ciudad, esperaba encontrar un montón de cola en la entrada, pero supongo que en este mundillo las cosas no funcionan así.
—Pues…, eh… —No, nada de dudas. Ya es tarde para eso—. Quisiera pedir cita para hacerme un tatuaje, por favor.
—Claro. ¿Sabes ya lo que quieres hacerte?
Llevo un vestido de verano bastante corto y los brazos al descubierto, pero él no aparta la mirada de mis ojos. Ni una sola vez. Y, aun así, el hecho de contar con toda su atención, de que se fije en mí siquiera, me provoca un subidón de adrenalina.
Los nervios se apoderan de mí y acabo reaccionando como siempre: se me acelera el pulso, me cuesta respirar y se me seca la boca.
«Chica, relájate. Está siendo superrespetuoso».
—Solo una frase —respondo, aunque me da demasiada vergüenza decirle cuál—. Y tiene que ser en las costillas.
—¿Es una obligación? —pregunta en tono divertido.
Noto que se me encienden las mejillas e imagino que debo de parecer un tomate, pero ignoro con dignidad la reacción de mi cuerpo.
—No puedo hacérmelo en ningún sitio visible. Soy bailarina —le explico.
—Entiendo —asiente, todavía con una sonrisa en la mirada.
Sin saber por qué, esto me pone nerviosa y doy un paso atrás con la esperanza de que no se dé cuenta.
Pero sí se percata.
—Tengo un hueco el viernes a las diez de la mañana. ¿Te va bien? —pregunta, poniéndose serio de golpe y sin apartar la vista del portátil.
Maldita sea, ya he conseguido que el pobre chico se sienta mal. No debería estar tan a la defensiva. Ya han pasado cuatro años. En realidad, hace tres días que hizo cuatro años, por eso quería someterme a la tortura de marcarme la piel con una tinta indeleble. Aunque aquella voz ronca y su risa macabra todavía resuenan en mi cabeza de vez en cuando, el recuerdo de lo ocurrido me asalta mucho menos a menudo.
Y este es un momento tan malo como cualquier otro para permitir que se apodere de mí otra vez.
Gracias a los años de terapia, sé que, en realidad, no me estoy asfixiando ni hay ningún peligro inminente, sino que mi mente me está jugando una mala pasada. Aun así, se me cierran los pulmones, empiezo a sudar y me cuesta respirar.
Y entonces me doy cuenta: esto ha sido una idea terrible.
—Lo siento —alcanzo a decir, a pesar del pánico que me sube por la garganta—. Creo… Creo que no estoy preparada.
—Vale. —No me insiste para que pida cita de todos modos ni intenta convencerme de que se me pasarán los nervios en cuanto me siente en el sillón, eso hay que reconocérselo.
Me quedo paralizada, sin saber qué decir, y se hace el silencio entre nosotros.
—¿Te encuentras bien? —me pregunta.
La inesperada preocupación en su voz evita que me hunda como un ancla en las oscuras profundidades del océano.
No puedo creer que haya vuelto a bajar la guardia.
—Sí, todo bien. —Esbozo una sonrisa que no se refleja en mi mirada—. Bueno, pues eso. P-perdón por hacerte perder el tiempo.
Me mira lleno de curiosidad, pero no insiste.
—No pasa nada, cielo.
Un mote gracioso, teniendo en cuenta que siento como si la tierra se hubiese abierto bajo mis pies.
Sin una palabra más, doy media vuelta y me largo de allí. No vuelvo a respirar con calma hasta que no estoy a una manzana de distancia.
Sí, habría sido un error garrafal.
No importa lo que me pasara hace cuatro años, ni cuánto haya conseguido superarlo o lo fuerte que sea ahora, porque no pienso tatuarme ningún recordatorio en la piel.
—Eh, Cal, ¿quién era? —me pregunta extrañado Trey, mi socio y mejor amigo desde el instituto. Lleva dos horas seguidas tatuando a nuestro colega Oscar, y qué mejor que venir a tocarme las narices para despejarse.
—Una chica que quería tatuarse, pero se ha rajado en el último momento —le digo sin apartar la vista de los ventanales de delante, aunque sé que no va a volver.
Supe que no le iban los tatuajes en cuanto la vi tan indecisa frente al estudio. Pero, vamos, yo soy partidario de que la gente pruebe cosas nuevas, sobre todo si mi negocio sale beneficiado.
—Un clásico —sentencia Trey, y se recoloca esas gafas de hípster que lleva. Él dice que son unas gafas normales, pero a mí no me la cuela: le va más el postureo que a un tonto un lápiz—. ¿La conocías?
—No me suena.
Se encoge de hombros.
—Qué raro. Esta es una ciudad pequeña.
Warlington no tiene nada de pequeña, pero entiendo a qué se refiere; el campus de la universidad está apenas a diez minutos del local, por lo que tanto mis colegas como yo conocemos a todo el que pasa por aquí. También ayuda que nuestro estudio sea el más famoso y el que tiene mejores reseñas de la ciudad, y que vayamos tan a menudo a Danny’s, el bar más concurrido de la zona.
Todo el mundo, universitario o no, se pasa por allí los viernes por la noche. Y los sábados. Y los domingos. Bueno, y prácticamente el resto de la semana.
Al parecer, todo el mundo menos doña Quiero Tatuarme las Costillas.
Bueno, no debería llamarla así. Hace una década que me dedico a esto y sé que cada uno tiene una opinión distinta respecto a los tatuajes. Yo no juzgo a nadie, siempre y cuando nadie me juzgue a mí. Aún no me han llamado delincuente a la cara ni ninguna gilipollez del estilo por toda la cantidad de tinta que llevo en la piel, pero supongo que mi metro noventa de músculos hace que la gente se lo piense dos veces. Mejor así.
—Monica viene a las cinco, ¿no? —pregunta Trey.
Compruebo la agenda en el portátil.
—Sí, no ha cancelado la cita. Es toda tuya. Yo tengo a Aaron a las…
La puerta se abre y dejo la frase a medias. «Hablando del rey de Roma…». Aaron se acerca al mostrador y nos saluda chocando los puños.
—¿Qué hay? —dice Trey, que sonríe de oreja a oreja—. ¿No viniste ya el mes pasado?
Aaron levanta las manos en señal de rendición.
—Culpable, tío. La semana pasada Cal colgó una calavera con una serpiente saliéndole por los ojos y tenía que hacérmela.
Trey resopla y yo suelto una pequeña carcajada.
—Pasa, anda. Vamos a ello.
Aaron me sigue al cubículo y nada más entrar se quita la camiseta, haciendo que su pelo corto de color castaño quede todo alborotado. Viene tan a menudo que ya sabe cómo va la cosa.
Se pone a hablar de no sé qué movida que le pasó ayer en el gimnasio mientras le preparo la piel. No tengo ni idea de quiénes son sus colegas de entrenamiento y me importa más bien poco que ese tal Maddox se haya comprado un coche nuevo, pero Aaron es uno de mis mejores amigos, así que le presto atención.
Aaron Allen estudió Empresariales en la Universidad de Warlington, donde se graduó con honores hace cuatro años. Hoy es dueño de un bar de tapas cerca del campus que está a reventar cada noche. Y él ni siquiera trabaja allí: simplemente se encarga de dirigir el negocio y hacer los números.
Yo mismo le he pedido asesoramiento en alguna que otra ocasión, por eso le hago un pequeño descuento en cada tatuaje, y seguramente también por eso viene cada pocos meses. Quid pro quo, que se dice.
No cambia de tema hasta que llevo medio tatuaje hecho.
—Oye, una pregunta, ¿se ha pasado por aquí una chavala rubia con media melena?
—Deja de perseguir a las mujeres por la ciudad —le digo, sin levantar la vista de su antebrazo.
—Puaj. —No lo veo, pero estoy seguro de que ha puesto cara de asco—. Te lo pregunto porque es mi prima, gilipollas.
Entonces lo miro. Hoy solo ha venido una chica al estudio, y sí que tenía el pelo rubio y más bien corto, por debajo de los hombros.
—¿Por qué lo preguntas?
Vuelve a recostarse en el sillón.
—Me dijo que se pasaría hoy a pedir hora. ¿Ha venido?
Asiento con un murmullo inexpresivo.
—Se ha rajado en el último momento.
—Lo sabía —suspira Aaron, y echa la cabeza hacia atrás—. Sabía que no lo haría. La quiero con locura, tío, pero me revienta que le dé tantas vueltas a todo.
Le limpio el exceso de tinta de la piel.
—¿Te refieres a que es una mujer sensata que no se apunta a un bombardeo como tú?
Él resopla.
—Ya, eso lo dices porque no la conoces desde hace veintidós años.
Así que tiene ocho años menos que yo. Tampoco es que me importe su edad, pero me guardo el dato…, aunque no sé para qué.
—¿Va a la universidad? —pregunto, sin saber a qué viene tanta curiosidad; quizá sea porque estaba hipernerviosa cuando ha entrado y se ha largado cagando leches.
—Estudia Filología —responde Aaron, con una sonrisa bobalicona—. Es una tipa dura. Se vino aquí sola hace cuatro años para hacer la carrera. Pensaba que la conocerías.
Niego con la cabeza.
—No sé ni cómo se llama, tío.
—Claro. Se llama Grace.
Grace. Tenía pinta de Grace, la verdad.
—¿Te pasarás el viernes por la fiesta de Paulson?
Si no conociera a Aaron, me habría sorprendido ese cambio de tema tan radical, pero después de tanto tiempo ni me inmuto.
—Ni idea. —Aún no lo he pensado—. Igual tengo que quedarme en casa con mi hermana.
«Si resulta que mi madre está como una cuba», quiero añadir, pero me lo callo.
—Pues vaya mierda. ¿No puedes traértela?
Paro la máquina y lo miro perplejo.
—Tiene cuatro años.
Aaron se parte de la risa.
—Hostia, tío, qué fuerte que se me haya olvidado. ¡Si la conozco! Vale, no la traigas, porque la traumatizarías de por vida.
—No hace falta que me lo digas dos veces —mascullo.
Como si fuera a dejar que mi princesa se acercara a medio metro de Paulson y sus amigos. No tengo nada en contra de ellos, pero es que no pueden estar más de cinco segundos sin decir «joder», «mierda», «polla» o «coño». Ahora mismo, Maddie es una esponja, y paso de que aprenda ninguna de esas palabras.
Vale, es verdad que (a veces) yo también soy un cabrón malhablado, pero al menos sé controlarme delante de los críos.
Termino el tatuaje de Aaron en silencio; al menos por mi parte, porque él sigue parloteando sobre vete a saber qué. Pero tengo la cabeza en otra parte y no le presto atención.
No es que me muera de ganas de ir a la fiesta de Paulson el viernes, pero, por otro lado, espero no tener que quedarme en casa por la misma mierda de siempre. La última vez, mi madre no logró mantenerse sobria más de ocho días seguidos, y la cosa solo va a peor conforme se acerca el aniversario de la muerte de su hermano.
Hace ya quince años.
Para ser justos, ya tenía problemas con el alcohol mucho antes de que el tío Rob falleciera, pero la cosa empeoró tras nacer Maddie.
Yo vivía en otra ciudad y tuve que volver a Warlington cuando llegó mi hermana porque mi madre estaba «demasiado cansada» para ocuparse de ella (aunque nunca lo admitiría en voz alta), y al desgraciado de mi padrastro no parecía entrarle en la cabeza que tenían una niña a la que mantener. Por lo que o volvía a casa, o dejaba que los servicios sociales se llevaran a Maddie. Y eso no iba a pasar ni de puta broma.
Desde entonces, mi madre se ha puesto un poco las pilas. Yo sigo viendo a mi hermana cada día, la llevo en coche al colegio y paso a recogerla después, y a veces se queda a dormir en mi apartamento, pero esto no es nada comparado con la de mierda que tuve que tragar cuando nació.
Aunque vivo solo, alquilé un piso lo bastante grande para dos personas, con dos dormitorios y dos baños, porque sabía que esto pasaría. Sabía que mi hermana necesitaría un lugar seguro, lejos de nuestra madre y de Pete.
No es que quiera apartarla de ellos, pero, si no lo hago yo, alguien más acabará haciéndolo. Y entonces sí que se irá todo a tomar por culo.
Si Maddie corriera el más mínimo peligro con nuestra madre, ya la habría sacado de esa casa hace años. No es que la maltrate ni que mi hermana sea infeliz con ella, sino que… la ignora.
De pequeño, yo viví una situación muy parecida, aunque no tenía un hermano que cuidara de mí, y no me pasó nada. O casi nada. Pero no quiero una vida así para Maddie. En cuanto mi madre se pase de la raya, lo cual presiento que ocurrirá pronto, me largo con mi hermana para siempre.
Antes muerto que permitir que mi princesa tenga una infancia de mierda como la mía.
–Emily, se está rifando un zapatazo en la cara y tienes todas las papeletas —le advierto a mi mejor amiga, porque de verdad que se lo está buscando.
Ella se cruza de brazos y me mira como si la hubiera ofendido.
—Lo que se está rifando es que te lleve a rastras, te guste o no.
Nos fulminamos con la mirada la una a la otra.
Y entonces suspiro, derrotada.
Emily está guapísima esta noche, tan despampanante como siempre. Ojalá pudiera recuperar esa confianza en mí misma, la que me arrancaron hace cuatro años.
Todavía hace calor, así que lleva puesto un vestido corto de color verde esmeralda que resalta sus generosas curvas y unas sandalias nude que ya le he robado un par de veces. Se ha recogido la mata de pelo negro en una coleta alta e, impaciente, se tamborilea los brazos con sus impecables uñas.
—¿Tengo que recordarte que…?
—No, no tienes que recordarme nada —la interrumpo. Sé muy bien lo que le dije hace tres años, y maldigo ese momento cada segundo de mi miserable existencia.
Vale, puede que esté exagerando un poco.
Emily es de las pocas personas que sabe que me agredieron sexualmente el verano antes de mudarme a Warlington. No me habría ido de Canadá de no haber sido porque contaba con una fantástica red de apoyo y tanto Aaron como mis padres se encargaron de recordarme la ilusión que me hacía estudiar aquí Filología desde que tenía quince años.
La Universidad de Warlington fue de las primeras en ofrecer Filología y Literatura, y se ve que les parecí lo bastante buena como para aceptarme en su exclusivo programa. No iba a tirar por la borda una oportunidad única en la vida solo porque un gilipollas no entendiera que no es no.
Después de años de terapia, puedo decir que ahora estoy bien. Más o menos. Creo que no haberme culpado por lo que pasó ni una sola vez me ayudó a superarlo.
Aunque, siendo totalmente sincera, no creo que sea algo que superes nunca del todo.
Vivo con el recuerdo constante de que aquel hombre me arrebató la libertad de decidir en unos pocos minutos de puro terror. Pero doy las gracias porque al menos sigo viva y puedo contarlo.
—Pues repite lo que me prometiste el año que nos conocimos —dice Emily, con esos ojazos grises entrecerrados. Para ser sincera, nunca había visto un color de ojos tan fascinante.
Suelto un fuerte suspiro y bajo la vista al suelo, incapaz de soportar la intensidad de su mirada. Entonces recito, palabra por palabra, la promesa que le hice tres años atrás, cuando la universidad me asignó a Emily como compañera de habitación y, sin saberlo, me regaló la mejor amiga que he tenido jamás.
—Yo, Grace Allen, la mujer más valiente y fuerte del mundo, prometo a mi mejor amiga, Emily Laura Danes, la futura profesora más cañón y lista del planeta, que iré por lo menos a una fiesta cada semestre y saldré de mi zona de confort más a menudo, porque estoy rodeada de gente que me quiere y cuida de mí.
Hale. No he olvidado ni una palabra.
Emily asiente con cara de satisfacción.
—¿Y cuántas veces has salido de fiesta durante el último semestre?
—Ninguna —respondo enfurruñada.
—¿Y el semestre anterior?
—Ninguna.
—¿Y qué pasa este año? —Hace un ademán señalando a la nada, pero sé a qué se refiere.
—Que es nuestro último año en Warlington.
—Exacto. —Dicho esto, se arrodilla frente a mí apoyándose en mis muslos y me busca la mirada. No quiero ni saber para qué—. No es más que una fiesta en casa y podemos ir andando desde la resi. Aaron estará allí. Y yo no pienso separarme de ti en ningún momento. Pero, sobre todo, te insisto porque sé que en el fondo quieres ir. Es esa puñetera cabezota tuya la que no te deja dar el paso.
Sigo sin poder mirarla: no soporto que tenga razón. No soporto que la traidora de mi mente sabotee lo que tanto deseo. Llevo años dejando que el miedo controle mi vida, pero Emily tiene razón: no pienso suspender ninguna asignatura, y ella tampoco, así que este es nuestro último año en la Universidad de Warlington. ¿En serio voy a permitir que mi pasado eche a perder mi futuro?
—Además —añade Emily—, no quiero tener que jugar la carta de Dax, pero…
Abro los ojos como platos.
—Cállat…
—No, no, de eso nada, monada. Sé que estás pillada, así que ni lo intentes. —Sonríe como si conociera el más oscuro de mis secretos. Y así es—. He sabido por Amber que irá a la fiesta de esta noche, así que…, bueno, haz lo que quieras con esa información.
Esto ya es torturarme por mera diversión.
—Eso no es justo —me quejo, fulminándola con la mirada, pero se me escapa una sonrisilla.
Emily me mira con cara de resabida.
—¿Eso es un sí? ¿Te arreglarás y me acompañarás?
Para ser sincera, habría accedido a ir sin que mencionara a Dax. Tampoco es que esté en contra de las fiestas, aunque sí que es cierto que las multitudes me ponen nerviosa. Sobre todo, si hay alcohol de por medio. Y todas sabemos que una fiesta no es el mejor sitio si lo que buscas es sobriedad.
Hace casi un año que no salgo por ahí y echo un poco en falta la emoción de arreglarme y bailar durante horas, de pasármelo bien con las chicas.
Seguro que no es tan horrible.
¿No?
Pues me equivocaba.
Es horrible.
No me había duchado aún cuando Emily me ha convencido para salir, así que hemos llegado a la fiesta a las tantas. Diez minutos después de emperifollarnos y caminar hasta la casa que Paulson comparte con dos de sus compañeros de equipo, ya me estoy arrepintiendo de haber venido.
Todo el mundo va hasta las cejas, lo cual no es de extrañar si tenemos en cuenta que el anfitrión de la fiesta es, ni más ni menos, que un deportista profesional y toda una celebridad en Warlington. Pero qué barbaridad: hasta Aaron lleva unas cuatro cervezas de más, así que ya no puedo contar con él.
Emily me agarra del brazo y nos abrimos paso hasta el salón, donde nos esperan nuestras amigas. Echo un rápido vistazo alrededor y veo a un par de exalumnos de Warlington, entre otros colegas de Paulson.
«Genial, más borrachos».
Amber y Paulson son amigos desde hace años, por lo que la invita a toda fiesta que organiza y, por ende, también a nosotras.
Pero, por el momento, ni rastro de Dax.
—¡Em! ¡Grace! ¡Habéis venido! —nos saluda Amber hecha unas castañuelas en cuanto entramos en el salón. El pelo le cae en suaves ondas rubias y lleva un top de color rojo que le sienta de maravilla—. Céline estaba a punto de contarme lo de su rollete con Stella este verano. ¡Daos prisa! Rodarán cabezas como tenga que quedarme con la intriga mucho más.
Me animo al instante. Esta es la gente con la que quiero estar, aunque las personas a nuestro alrededor me pongan los pelos de punta.
Emily me presentó a Céline y Amber en segundo de carrera y, aunque con ellas no tengo tanta amistad como con Em, no puedo imaginarme mi paso por la uni sin las dos.
Céline es canadiense, como yo, y le flipa la antropología lingüística, por lo que coincidimos en varias clases. También es la chica más alta que he visto en mi vida, tiene el pelo de un precioso tono rojizo y pecas para dar y regalar. Y ha tenido por fin el valor para entrarle a Stella. En serio, lleva pillada de ella…, ¿cuánto?, ¿un año? Ya iba siendo hora de que diera el paso, caray.
Amber, por su parte, parece un duendecillo al lado de Céline. Y está cañón con ese top rojo tan ceñido que lleva hoy. También es una de las personas más mordaces que conozco, y el año que viene empezará un Máster de Derecho, lo cual le viene que ni pintado: es capaz de ganar una discusión sin abrir la boca y convencerte de que hagas lo que quiere, aunque aborrezcas la idea.
—Pues veréis —empieza a contar Céline haciéndonos un hueco en el sofá. Hay una pareja enrollándose en el otro extremo, así que me quedo de pie—. Estaba pasando el verano en Montreal con mis padres, ayudando a mi hermana en la tienda y todo eso. Ya sabéis. Y un día…
—¡Qué fuerte! —grita Amber, aunque Céline no nos ha contado absolutamente nada todavía.
—Tía, ¿quieres dejarme acabar? —la riñe nuestra amiga entre risas—. El caso es que un día estoy cerrando la tienda y adivinad qué: recibo un mensaje de Stella en el que me dice que está de visita por la ciudad con unos amigos y que si quiero que nos veamos. —Hace una pausa y añade—: A solas.
Amber suelta un gritito agudo y algunas personas se vuelven para mirarnos.
—¿Te enrollaste con ella? —pregunto ilusionada, porque llevaba una eternidad esperando a que llegara este momento.
—A eso voy. —Céline esboza una sonrisa pícara: sabe que nos tiene en vilo—. Por supuesto, le digo que sí y me recoge para ir a cenar. Lo pasamos superbién, en serio. Ya nos conocíamos de antes, pero es que es divertidísima, inteligente y…
—Nena, pasa ya al momento en que le metes la lengua hasta la garganta —suelta Emily.
—Qué impacientes —se queja Céline, poniendo los ojos en blanco—. Pues me llevó al apartamento que habían alquilado y nos enrollamos en su cuarto. Me quedé a dormir. El mejor polvo de mi vida. Fin. ¿Os parece lo bastante resumido?
Ahora es cuando todas gritamos.
—¿Ha venido esta noche? —pregunta Amber.
—Pues claro —responde Céline con cara de satisfacción—. Está jugando al beer pong con Aaron, Brian y Maxwell.
Me doy media vuelta y, efectivamente, Stella está con mi primo y otros dos chicos que no conozco. Aaron me hace señas para que me acerque en cuanto me ve.
—Voy un rato con Aaron —le digo a Emily, dándole un apretón en el brazo.
—Vale, cari. Aquí estaremos —me asegura.
Apenas tardo diez segundos en llegar desde donde están mis amigas hasta donde está mi primo, pero ya tengo ganas de vomitar.
«No va a pasarte nada. Aaron está justo ahí y Emily está detrás, vigilando».
La parte más sensata de mí lo tiene muy claro, pero la pobrecilla no es lo bastante fuerte para evitar que mi mente entre en bucle. En cuanto me acerco a mi primo, me pasa un enorme brazo por los hombros y me da un achuchón. Está sudado.
—Puaj, ¿cómo puedes oler tan mal ya? —Trato de apartarme, pero él me retiene y me planta un besazo en la cabeza.
—Qué bien que hayas venido, G —me dice, ignorando mis súplicas.
Lo adoro, pero ahora mismo preferiría estar en cualquier sitio que no fuera su apestoso sobaco. Ventajas de no llegar ni al metro sesenta. Yuju.
—Ajá. —Aaron me libera de su agarre mortal cuando vuelvo a intentar escaparme, y en ese momento veo a Stella tras él—. Hey, Stella, cuánto tiempo sin verte.
—Hola, Grace —me saluda, con su inconfundible sonrisa de oreja a oreja, los dientes blanquísimos en contraste con su oscura piel. No creo haber visto jamás a una mujer más guapa que ella, con esas trenzas largas y gruesas y unos rasgos tan angulosos. No me extraña que Céline esté coladita por ella. Además, es una de las personas más majas que conozco—. Hacía mil que no te veía. Aaron y yo estamos dando una paliza a estos dos.
—Y que lo digas, nena.
Mi primo y Stella chocan los cinco. Puede que Aaron tenga veintiséis años, pero parece un crío. Aunque no lo culpo; ser adulto es un coñazo, y si no está preparado para dejar atrás su estilo de vida, no seré yo quien lo juzgue.
Divertida, sacudo la cabeza cuando Brian y Maxwell replican desde el otro extremo de la mesa que ellos son los ganadores indiscutibles del beer pong. Pero dejo de prestarles atención al captar un destello.
No, no es un destello, sino Dax Wilson.
En mi cabeza saltan todas las alarmas. Al entrar en el salón, saluda a un par de chicos que hay justo enfrente de donde estamos nosotros, junto a la mesa. No estoy lista para que me vea así.
A ver, no voy tan mal: llevo un vestido holgado de color azul claro que no es tan corto como para incomodarme, y el pelo me ha quedado bien. Lo que pasa es que, a diferencia de la mayoría de las chicas de la fiesta, no llevo tacones (me encantan, pero entre esto y las puntas de ballet, siempre tengo los pies hechos polvo). Además, tampoco es que me haya vuelto loca con el maquillaje, porque me aterroriza que un hombre me mire y vea un pedazo de carne, en lugar de una mujer con la que tener una conversación civilizada.
Así que sí, puede que vaya un pelín informal, pero al menos he venido, y eso ya es un paso de gigante para mí.
Aunque ahora me arrepiento de no haberme emperifollado de verdad. Solo un poquito.
Cómo no, Maxwell llama a Dax a gritos, y este se acerca a la improvisada mesa de beer pong.
«Me va a dar algo».
—Tío —Dax sacude la cabeza—, casi no lo cuento. Megan se me ha tirado encima en cuanto he puesto un pie en el porche. La chavala me ha dicho no sé qué de venir al próximo partido.
Añade algo más que no alcanzo a oír por encima de la música y se ríen.
Se me cae el alma a los pies, pero logro disimularlo. Todo hay que decirlo: Dax es uno de los chicos más guapos, sexis y atractivos del campus, cómo no. Además, si no recuerdo mal, está en el equipo de hockey. ¿Qué chica en su sano juicio no se le tiraría encima? Joder, hasta yo lo haría si no fuera tan tímida y cobardica.
Dax también estudia Filología, así que coincidimos en varias clases. No hemos hablado mucho porque hasta el año pasado él vivía en Boston. Antes de que te preguntes por qué no sabe ni que existo, te diré que yo apenas salgo y que él sale un montón.
Bueno, eso no es cierto: sabe que existo porque me ha sonreído un par de veces en clase y hasta me pidió un lápiz una vez. Las probabilidades de que se acuerde de mi nombre son más bien nulas, eso sí, pero qué más da.
Me he quedado empanada mientras charlaban, hasta que Dax llama a mi primo.
—¡Eh, Aaron! Estuve en tu garito el otro día. Qué lujo.
—Gracias, tío —responde mi primo, pero noto cierto tonillo en su voz. Entonces vuelve a pasarme un brazo por los hombros y le dice a Stella—: ¿Te importa si salgo un rato? Ya hemos ganado bastante a la cosa esta.
—Claro —asiente ella rápidamente—. Te buscaré una sustituta.
—Vámonos —me susurra Aaron al oído mientras me aleja de Dax.
—¿Adónde vamos? —Me molesta un poco que ni me haya preguntado si quería marcharme.
Al salir del salón, nos cruzamos con su sustituta en la mesa de beer pong: una pletórica Céline.
—Lo acabo de decir, fuera —responde, y me estrecha con más fuerza al pasar junto a un grupo de futbolistas borrachos que se empujan los unos a los otros.
Aaron sigue sin sonreír y me asusta lo sobrio que parece de repente.
—¿Te han entrado ganas de salir de golpe? —Lo miro extrañada, aunque no pueda verme.
—Eso es.
No me lo trago, pero tampoco tengo fuerzas para discutir con él. Aaron es un libro cerrado. Hemos sido uña y carne toda la vida, pero, aun así, jamás me ha hablado de sus sentimientos. Ni siquiera cuando su novia del instituto lo dejó la noche del baile de graduación: él se limitó a emborracharse como si no hubiera pasado nada, aunque estaba hecho polvo.
De todos modos, lo cierto es que es muy expresivo y no puede esconder sus verdaderas emociones. Por eso, cada vez que noto que hay algo que le molesta, como ahora, tengo que tragármelo y fingir que no pasa nada, porque sé que no me dirá ni pío. No sirve de nada preguntarle. Así es Aaron Allen.
Una vez fuera, se saca un cigarro del bolsillo trasero de los vaqueros y se lo enciende. Como mi tía se entere de que sigue fumando después de prometerle que dejaría el tabaco hace un año, hará que se trague el paquete entero. Yo soy superbuena prima y Aaron es una persona adulta, así que mutis.
—No esperaba que vinieras hoy —dice.
Echa el humo del cigarro y me cambio de lado para no tener que comérmelo.
—No tenía pensado hacerlo. Em me ha convencido.
—Ay, esta chica —dice, con el cigarro en los labios y una sonrisa bobalicona—. Siempre metiéndote en problemas.
No le cuento lo que le prometí a Emily tres años atrás, tampoco lo de Dax. No estoy lista para confesar que tal vez vuelva a gustarme un chico después de todos estos años, y Aaron es la última persona con quien quiero tener esa conversación. Es como un hermano para mí.
—Nada con lo que no pueda lidiar. —Ya lo sabe, pero necesitaba recordárselo.
Aaron echa otra bocanada de humo.
—Me cae bien Emily. Está un poco pirada, pero tiene dos dedos de frente y sabe cuándo se está pasando de la raya.
«Y por eso somos tan buenas amigas», pienso. Ella me recuerda que debo vivir un poco, y yo a ella que debe relajarse otro tanto.
—¿Cómo van las clases de ballet? ¿Las renacuajas te dan mucho curro? —pregunta con una ligera sonrisa mientras apaga el cigarro de un pisotón.
Todo el mundo sabe que Aaron cambiaría su trabajo por el mío sin pestañear. Bueno, quizá la parte del ballet no, porque baila como el culo, pero adora a los niños. Siempre bromea con que algún día tendrá un ejército de críos, y la verdad es que le pega.
—Son una pasada. —Me animo de repente al hablar de mis alumnas—. El martes tuvimos nuestra primera clase. Ay, Aaron, tendrías que haber visto la carita que pusieron cuando les conté que actuarán en la función de Navidad. Estaban emocionadísimas.
—Pues claro que están emocionadísimas si te tienen a ti como profesora. —Me mira igual que mis padres: como si yo fuera la persona más importante del mundo—. Estoy superorgulloso de ti, G. En plan que la flipas de orgulloso, joder.
Se me derrite el corazón al escuchar sus palabras.
—Ya lo sé. Si no paras de repetírmelo.
—Y no pienso dejar de hacerlo —me asegura, con una enorme sonrisa. Va a añadir algo más, pero le suena el móvil. Frunce el ceño al ver quién le llama—. Es del restaurante, tengo que cogerlo.
—Tranqui —respondo ante su mirada de disculpa.
Aaron se aleja hacia la carretera para que el ruido de la fiesta no lo moleste tanto y, sin apartar la vista de él, me repito una y otra vez que no pasa nada. Estoy a salvo y tengo a mi primo justo delante.
He sido capaz de salir esta noche, ¿no? Aunque al principio estaba indecisa, he superado mis miedos e inseguridades y he salido con mis amigas, como quería. Para ser sincera, la noche no va tan mal: he cotilleado con las chicas, he visto a Aaron (lo cual nos cuesta un poco últimamente porque los dos vamos superliados) y hasta he coincidido con Dax en un mismo sitio que no fuera la uni. Vamos mejorando.
De repente, me siento muy orgullosa de mí misma. Lo he conseguido. Me he puesto un vestido monísimo y he salido de fiesta. Y, oye, estoy sana y salva. Me muero de ganas de contárselo a mis padres mañana por la mañana.
Menos de dos minutos después, Aaron vuelve corriendo con cara de pocos amigos.
—Tengo que ir a The Spoon. Un cliente se niega a pagar por yo qué sé qué mierda.
—¿Que se niega a pagar? ¿Eso se puede hacer?
—Calla, calla, que como me caliente, le suelto un puñetazo en la cara. Vamos, te acompaño dentro.
—Estoy bien. —Aaron me mira confundido cuando lo agarro del brazo—. Sé dónde están mis amigas. Además, tienes prisa. Estaré bien.
—No seas tonta, serán cinco segundos como mucho.
—Aaron. —Lo agarro de nuevo y, esta vez, mi voz suena tan firme que hasta yo me sorprendo—: He salido esta noche. Pasito a pasito, ¿recuerdas? Pues ahora también puedo volver con mis amigas. Yo… so-la. Si no las encuentro dentro de cinco minutos, te prometo que llamo a un Uber y me largo de aquí.
Aaron suspira y, por un momento, tengo la impresión de que me va a llevar adentro a rastras, pero entonces dice:
—Escríbeme las encuentres o no, ¿estamos? Tú eres más importante que nada.
—Vale. —Asiento con una leve sonrisa—. Venga, vete. Corre. Y nada de puñetazos a los clientes. No es bueno para el negocio.
—Lo intentaré —responde.
Me da un beso en la frente y, al segundo, sale corriendo hacia el bar. Está apenas a diez minutos andando de aquí, pero Aaron tardará nada y menos con esas piernas de atleta que tiene.
—¡Escríbeme! —grita.
Lo despido con la mano. Cuando lo pierdo de vista por la oscura calle, me doy cuenta de que estoy sola, justo como quería. Supongo que no puedo quejarme.
«Vale, Grace, respira».
¿Respirar? Eso puedo hacerlo. Es más, llevo haciéndolo toda la vida.
Sé lo que toca ahora: dar media vuelta, entrar, encontrar a mis amigas, quedarme con ellas y escribir a Aaron.
La verdad es que no podría ser más fácil.
Entonces, ¿por qué se va todo a la mierda en cuanto me pongo en marcha?
—Hey, ¿Gina? No, ¡Grace! Eres Grace, ¿verdad? —pregunta a mis espaldas un hombre cuya voz no reconozco.
Podría hacerme la sorda, pero de pronto soy la única persona frente al porche de la casa, así que no creo que cuele.
¿Cómo puede ser? Hace un segundo esto estaba hasta los topes, jolín.
—Hey. ¿Te conozco? —Al volverme, me obligo a esbozar una ligera sonrisa, porque he aprendido por las malas que un hombre que se siente rechazado es una criatura peligrosa. Y no me siento muy valiente esta noche.
Su cara tampoco me suena de nada. Es alto, de espalda ancha, tiene el pelo corto y castaño, y los ojos más azules que he visto en mi vida.
—Eh, eso creo. Vamos juntos a Escritura Creativa —me dice con aire desenfadado, con las manos en los bolsillos de los vaqueros. Me parecería majo si yo fuera cualquier otra chica, una con un trauma distinto, pero no es el caso.
—Lo siento —hago una mueca—, no te ubico.
—Me llamo Wes. —Me tiende una mano, pero no se la estrecho. Incómodo, vuelve a meterla en el bolsillo—. ¿Has venido con alguien?
—Con unas amigas —respondo señalando hacia la casa—. De hecho, iba a buscarlas.
—Pues es una pena. —Wes da un paso hacia mí, y yo me aparto otro tanto. No tiene una actitud chunga ni nada, tan solo la habitual en un universitario, pero no tengo ganas de tonterías—. Pensaba invitarte a tomar algo.
Ni de broma.
—Eh… —Me remuevo incómoda—. De verdad que me están esperando.
¿Es que acaso he olvidado cómo decir que no?
—Seguro que no les importa que las dejes plantadas para pasar un buen rato conmigo —insiste Wes con una sonrisa, y ahora sí que entro en pánico.
¿Un buen rato? ¿Un puto buen rato? No, no, no…
—Lo siento, pero de verdad que tengo que irm…
Wes da un paso hacia mí y se me corta la respiración.
—Venga, muñeca. Solo una copa. Te prometo que tendré las manos quietas.
Niego con la cabeza y echo a andar de espaldas.
—Lo siento, pero no.
Qué rabia que apenas me salga un hilo de voz. Qué rabia ser yo quien se esté disculpando por esto. Qué rabia haberme sentido tan segura de mí misma hace un instante y que ahora se haya ido todo a la mierda.
—Vale, deja que te acompañe dentro y…
—Te ha dicho que no —lo interrumpe tajante una voz grave.
Por un segundo, pienso que es Aaron y se me pasa la ansiedad que no me dejaba respirar, pero entonces Wes se hace a un lado y veo a quién pertenece esa penetrante voz.
Es el chico del estudio de tatuajes.
Me sorprende que mi madre no esté empinando el codo cuando dejo a mi hermana en casa el viernes por la tarde. Apenas aparco frente a la casa de una sola planta donde viven, Maddie se desabrocha el cinturón y sale disparada del coche llamando eufórica a nuestra madre.
Y, como soy un egoísta, no puedo evitar pensar en lo fácil que sería que no le gustara vivir aquí, porque así no me dolería tanto pensar que puede que algún día tenga que acabar llevándomela.
Pero adora a nuestra madre —lo cual agradezco, ojo—, disfruta jugando con el vecinito y aquí tiene sus juguetes preferidos.
Su vida está en esta casa, una vida que le gusta y de la que no quiero apartarla.
Por desgracia, no puedo hacer más que esperar que mi madre se comporte para no tener que reventar la burbuja en la que vive mi hermana tan felizmente.
—¡Mami! ¡Mami! —Sigo los gritos entusiasmados de Maddie hasta la cocina, donde encuentro a mi madre preparando la cena—. ¡Sammy me ha comprado un helado!
—Ah, ¿sí? —Le sonríe con cariño y le planta un beso en la cabeza. Puede que no sepa demostrárnoslo de la mejor manera, pero mi madre nos quiere. ¿Qué más puedo pedir? Hay gente que lo tiene muchísimo peor que nosotros—. ¿Y de qué sabor te lo has pedido?
—De fresa —responde Maddie, radiante—. Porque es rosa.
—Obvio —intervengo, con una sonrisa de complicidad.
A mi hermana le pirra el color rosa, de ahí que la llame princesa. Sé que no es el mote más original del mundo, pero la hace sentirse como Rapunzel, su favorita. Incluso se está dejando crecer el pelo para parecerse a ella, aunque no paro de repetirle que es mucho más guapa que cualquier princesa.
Mi madre me mira por encima del hombro antes de volverse a la tortilla que está preparando.
—¿Te quedas a cenar, Samuel?
—No puedo, tengo un cliente dentro de… —compruebo la hora en el móvil— media hora.
—Noooooo, Sammy —lloriquea mi hermana, que se abraza a mis piernas con una fuerza exagerada—. No te vayas. Te echaré de menos.
Se me cae el alma a los pies cuando me mira con esos ojazos marrones y hace pucheros. Joder, no puede hacerme esto.
—Escucha una cosa. —Me arrodillo para quedar a su altura y le hago una propuesta—: Mañana por la tarde no trabajo, ¿qué te parece si paso a recogerte y hacemos un pícnic junto al lago?
Abre los ojos como platos, entusiasmada.
—¿El lago que tiene el parque de arena?
—Ese mismito. —Estrecho su cuerpecillo contra mi pecho y le planto un besazo en la frente—. Pero nada de helado, que ya te has tomado dos esta semana.
Ella asiente con la cabeza y se acomoda bajo mi barbilla.
—Vale.
Le doy otro beso.
—Pues nos vemos mañana, princesa.
Maddie sale escopeteada hacia su cuarto con el pelo bailándole a lo loco. No me he puesto aún en pie cuando la voz de mi madre me sobresalta:
—Te portas muy bien con ella.
Siento una punzada de rabia en el pecho.
—¿Y qué esperabas?
Me la quedo mirando, a ver qué responde. Mi madre es una mujer alta, al igual que mi padre, de ahí mi metro noventa de estatura. Antes era más bien delgada, de constitución atlética, pero ahora tiene la barriga hinchada de beberse hasta el agua de los floreros. Es castaña y tiene el pelo largo, apelmazado por la grasa, y se la ve cansada.
Ahora que lo pienso, no recuerdo la última vez que entró en una habitación radiante de felicidad.
—Ya te lo dije, Sam. No sabía cómo te tomarías la noticia de que ibas a tener una hermana. —Termina de preparar la tortilla y la sirve en un plato—. ¡Maddie, a cenar!
Vale, yo tenía veintiséis años por entonces y me quedé de piedra al enterarme de que mi madre estaba embarazada, pero porque no le daba más de una semana con ese soplapollas de Pete Stevens. Al muy cabronazo parece que no le entra en la mollera que tiene una hija.
Echo un rápido vistazo al salón, donde el padre de Maddie se pasa el día entero desde hace dos meses, cuando lo echaron del taller donde trabajaba. Cada vez que vengo, me lo encuentro apoltronado en el sofá como si le pagaran por ello.
—Fue un choque —respondo con sinceridad al oír los pasitos de mi hermana por el pequeño recibidor—. Pero la quiero más que a nadie en el mundo, y lo sabes.
—¿A quién quieres más que a nadie, Sammy? —me pregunta Maddie con cara de pilla—. ¿Tienes novia? ¿Puedo conocerla?
Me río por lo bajo.
—Estaba hablando de ti, renacuaja.
—Ah —dice, un poco decepcionada—. ¿No tienes novia?
—No. —Y dudo que vaya a tenerla en muchísimo tiempo.
Aún no he superado lo mal que lo pasé la última vez que intenté tener una relación estable, por no mencionar que ahora mismo no quiero distracciones. Y menos cuando mi familia podría irse a la mierda en cualquier momento.
Tengo un mal presentimiento desde hace años, y me aterroriza esta incertidumbre.
Pero ni mi hermana pequeña ni la chismosa de mi madre tienen por qué enterarse.
—No te vendría mal una novia —interviene ella, cómo no—. Trabajas demasiado. No haces nada más.
—Eso no es verdad. —Me remuevo incómodo mientras mi hermana se sienta a cenar. Hablar de mis sentimientos nunca ha sido mi fuerte, y menos con mis padres. Bueno, con mi madre, porque no llegué a conocer al desgraciado de mi padre—. De hecho, esta noche he quedado para salir.
—¿Con los del estudio de tatuajes? —Mi madre enarca una ceja, escéptica. Sé lo que está pensando.
—No, voy a casa de Paulson. Que tengo más amigos, ¿eh?
—Seguro que sí —apunta con retintín.
—Seguro que sí —repite Maddie con la boca llena.
Eh, no es mi culpa no ser lo que se dice una persona sociable. Además, en esta ciudad todo el mundo está liado con alguien o pillándose una cogorza en alguna fiesta. Quedo de vez en cuando, pero siempre he sido muy casero.
—Lo que vosotras digáis. No he venido a que me soltéis ningún rapapolvo —refunfuño, y me acerco a Maddie con una sonrisilla para darle otro beso—. Te quiero lista mañana a las tres, ¿vale? Pasaré a recogerte.
Mi madre se me acerca por detrás y me acaricia la espalda con una ternura poco habitual, al menos últimamente.
—Gracias, cariño. Nos vemos mañana.
Antes de cerrar la puerta para marcharme, echo un último vistazo a la cocina y la veo sacar una cerveza de la nevera.
Ya empieza.
No me van mucho las fiestas, pero en el fondo sé que mi madre tiene razón: trabajo demasiado. ¿Desde cuándo no veo a los colegas fuera del curro o de Danny’s? Llego a casa de Paulson dos horas después del último cliente del día, más por remordimiento que por otra cosa. Hace años que tatúo a Paulson, y es un tío de fiar, casi siempre, por eso he accedido a pasarme por su fiesta esta noche.
Solo que no llego ni a entrar.
—Venga, muñeca. Solo una copa. Te prometo que tendré las manos quietas.
No tengo ni idea de quién es ese pedazo de mierda, pero se me hace un nudo en la garganta cuando veo con quién está hablando.
Es Grace. La prima de Aaron.
Y parece acojonada.
Camina de espaldas hacia la casa, con los hombros encogidos y la expresión de pavor de un cervatillo deslumbrado. Reconozco el miedo cuando lo veo, y ahora mismo su cara es un poema.
—Lo siento, pero no —le dice en un hilo de voz.
Pero el muy imbécil no pilla una indirecta.
—Vale, deja que te acompañe dentro y…
—Te ha dicho que no.
Hasta a mí me sorprende lo autoritaria y grave que ha sonado mi voz. Por lo general, soy un tío la mar de tranquilo. No soy ningún metomentodo y paso de las historias de los demás.
Pero ¿esto? Esto hace que me hierva la sangre y, sin pararme siquiera a pensar en lo que hago, voy directo hacia el chaval.
—¿Estás sordo o qué? —Me acerco al flipado de turno, que apesta a colonia barata, y añado—: Tira para dentro y déjala en paz.
El tío encima tiene las narices de ponerse chulo.
—¿O qué? —pregunta con una sonrisa.
Aunque de poco le sirve, porque soy más alto que él, que parece un tirillas al lado de tanto músculo. No es por presumir, pero es lo que tiene haberse pasado años yendo al gimnasio y practicando todo tipo de deportes, así como contar con buenos genes. Como diría Trey, doy un cague de la hostia.
Con el rabillo del ojo veo que Grace se ha quedado inmóvil y nos observa boquiabierta. No miro en su dirección, sino que me inclino hacia el imbécil y le susurro al oído:
—O te rompo las piernas y te las enchufo en esa bocaza a ver si así te callas de una puta vez.
El tío se queda pálido y traga saliva.
—Eh, colega, que solo estaba…
—¿A punto de entrar? ¿De dejar a Grace en paz? ¿De pillar una puta indirecta? —gruño—. Más te vale, por tu bien, que las tres.
Vuelve a tragar saliva y, sin añadir una palabra más, pasa junto a Grace con la cabeza gacha y entra en casa de Paulson, desapareciendo de nuestra vista. Pienso decirle tres o cuatro cosas sobre la clase de gilipollas que invita a sus fiestas, aunque ahora mismo esa no es mi prioridad.
Mi prioridad es Grace, que sigue inmóvil en medio de la acera y tiembla como una hoja.
Pruebo a dar un paso hacia ella y hablo con tanta suavidad como puedo, como cuando mi hermana tiene una pesadilla y se asusta con el menor ruido.
—Hey, ¿estás bien?
De repente, me mira. Tiene unos preciosos ojos castaños, y están llenos de puro terror.
—¿Cómo sabes mi nombre? —pregunta. Le tiembla hasta la voz.
—Soy amigo de tu primo Aaron —respondo, y doy otro paso hacia ella, despacio para darle tiempo a retroceder si quiere. Al ver que no se aparta, añado—: Me llamo Callaghan.
Bueno, así es como me llaman mis amigos. Cal, más bien, para abreviar. Mi madre es la única que no se baja del burro con lo de Samuel, mi verdadero nombre de pila, y Maddie me llama Sammy porque le hace gracia.
Grace asiente con la cabeza, aunque no creo que supiera cómo me llamo.
—¿Del estudio de tatuajes?
No puedo evitar sonreír un poco.
—Te acuerdas de mí.
Ella aparta la mirada y se abraza a sí misma sin dejar de temblar, aunque ahora parece haberse calmado un poco. Estoy demasiado lejos para jurarlo, pero diría que no me llega ni a los hombros: es ridículamente pequeña, como una de esas hadas que tanto le gustan a Maddie. Es rubia, con el pelo a la altura de los hombros, y tiene la piel suave, pálida y de gallina, a pesar del calor que hace.
Pero sé que no tiembla de frío.
—Q-quiero irme a casa —murmura, más para sí misma que para mí.
—Vale —respondo con suavidad—. ¿Quieres que llame a un taxi? ¿A Aaron?
—¡A Aaron no! —exclama, como si hubiera visto un fantasma, lo que hace que me arrepienta de haberlo sugerido siquiera y me pregunte a qué ha venido esa reacción—. Iré andando.
Frunzo el ceño.
—De eso nada. Es tarde y estás nerviosa.
Me fulmina con la mirada.
—Soy muy capaz de cuidarme sola.
—Lo sé, lo sé… —En realidad, no estoy tan seguro, pero no esperaba esa mirada de determinación. Respiro hondo y espero que lo que estoy a punto de añadir no suene raro—: Mira, la verdad es que tampoco me apetecía mucho venir. No me van demasiado las fiestas. Deja que te acompañe a casa o que llame a un taxi, aunque sea. Puedes tener el número de la policía marcado en todo momento si así te sientes más segura, pero me niego a dejar que te vayas sola.
Grace ahoga un grito y por un instante tengo la impresión de que va a tacharme de tóxico por ir de macho alfa o algo así, pero se limita a decir:
—Llamaré un Uber.
Con manos temblorosas, saca el móvil y se pone a escribir. Unos instantes más tarde, levanta la mirada y da un paso vacilante hacia mí.
—Llegará dentro de cinco minutos. No tienes que quedarte a esperar.
No respondo, tan solo mantengo la distancia mientras Grace se acerca al bordillo y hago ver que no le presto la más mínima atención.
Sé reconocer un ataque de pánico cuando lo veo, y resulta que también sé cómo actuar en estos casos: mantener la distancia, no decir nada y no asustarla más de lo que ya lo está. Aunque cada persona es un mundo, pero como Grace y yo no nos conocemos, prefiero no acercarme a ella, pues algo me dice que esta noche ya ha tenido suficiente compañía masculina.
Al cabo de cinco minutos, su Uber aún no ha llegado. Grace no deja de comprobar la hora en el móvil, como si así el coche fuera a aparecer de la nada, pero pasan otros cinco minutos y ni rastro. Cuando estoy a punto de ofrecerme a acompañarla a casa de nuevo, se me adelanta.
—Gracias por lo de antes —dice casi en un susurro, sin mirarme siquiera.
—No ha sido nada. —Me atrevo a echar un vistazo en su dirección y me fijo en que ha dejado de temblar—. ¿Conocías a ese tío?
Grace niega con la cabeza.
—Me ha dicho que vamos a clase juntos, pero no lo había visto en mi vida.
Probablemente, se lo haya inventado. Hoy en día, hay tíos que harían lo que fuera por llamar la atención de una mujer y, si tienen suerte, llevársela a la cama. Solo de pensarlo me entran más ganas de darle un puñetazo en la cara al imbécil ese.
—Estudias en la Warlington, ¿no? —pregunto como quien no quiere la cosa para cambiar de tema, a ver si así se calma un poco.
—Filología Inglesa.
Ya lo sabía, pero asiento con la cabeza de todos modos. Para mi sorpresa, sigue dándome conversación.
—Acabo este año.
—Mola, ¿no? ¿Ya sabes lo que harás después?
Grace cambia de postura, y en ese momento me fijo en que lleva deportivas, probablemente por eso parece tan bajita.
—Todavía no —responde.
Vuelve a comprobar la hora en el móvil y nos quedamos en silencio.
—Callaghan, ¿verdad? ¿Así que trabajas en el estudio de tatuajes?
Con lo alterada que parece, me sorprende que quiera seguir charlando, pero no digo nada al respecto.
—Es mío, en realidad —respondo, sin embargo, porque, por alguna extraña razón, quiero que lo sepa.
—¿En serio? —pregunta boquiabierta—. Eso es… genial.
Resoplo.
—¿A qué viene ese tono de sorpresa?
—Es que pareces… muy joven. —La pillo mirándome disimuladamente, más con curiosidad que con deseo, pero, aun así, siento un cosquilleo en el estómago.
—¿Cuántos años me echas? —pregunto con aire vacilón.
Me lanza un rápido vistazo y juraría que se le escapa un amago de sonrisa. Es casi imperceptible, pero mejor eso que nada. Mejor eso que un ataque de pánico.
—No pienso responder a eso —dice.
—¿Por qué no?
—¿Qué pasa si digo que rondas los cuarenta y resulta que tienes diecinueve o algo así?
Casi me atraganto.
—¡¿Te parece que tengo cuarenta años?!
—Claro que no. —Pone los ojos en blanco, algo más animada—. Solo era una forma de hablar.
—Prueba a ver. Te prometo que no me ofenderé.
¿Eso era una carcajada? Creo que se acaba de reír.
—Mmm… ¿Veintiocho?
—Treinta. —Casi—. Impresionante.
Una tímida sonrisa asoma a sus carnosos labios.
—No pareces tan mayor.
Justo entonces aparece un coche blanco por la carretera.
Grace me mira por última vez y me da las gracias.
No me da tiempo de decirle que no ha sido nada, o que me escriba cuando llegue a casa, aunque no tenga mi número, porque se sube al asiento trasero y el coche desaparece.
En cambio, esa extraña sensación en el pecho se queda conmigo.
–Una mano en la cadera. —Miro nuestro reflejo en el espejo para ver si las peques me están siguiendo—. Muy bien, ahora elevamos la otra por encima de la cabeza. ¡Eso es, lo estáis haciendo estupendamente! Mirad al espejo, eso es. Pies en punta.
Les muestro cómo hacer los pasos mientras la música clásica que suena de fondo se mezcla con las risillas de las niñas.
—¿Así, seño? —pregunta Taylor agitando una mano de cara al espejo y saltando de un piececillo al otro.