El legado (Kiss Me 5) - Elle Kennedy - E-Book

El legado (Kiss Me 5) E-Book

Elle Kennedy

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

¿Qué sucede después del felices para siempre? La vida después de la graduación no es exactamente como habían imaginado Hannah y Garrett, Grace y Logan, Allie y Dean, y Sabrina y Tucker. Han encontrado a la persona de sus sueños, pero también se enfrentan a problemas para los que sus cuatro años en la Universidad de Briar no los habían preparado. Para estas parejas, el amor es la parte fácil. Crecer, sin embargo, es mucho más complicado. Los personajes más queridos de Elle Kennedy regresan en este libro especial que reúne cuatro novelas cortas y que nos hace comprender que las grandes decisiones pueden tener grandes consecuencias y, con suerte, también grandes recompensas. Descubre el desenlace de la serie Kiss Me, de Elle Kennedy, autora best seller de Los Royal y Love Me

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 436

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



El legado

Elle Kennedy

Traducción de Iris Mogollón

Contenido

Página de créditos
Sinopsis
Parte 1: El pacto
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Parte 2: La proposición
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Parte 3: La luna de miel
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Parte 4: El legado
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Sobre la autora

Página de créditos

El legado

V.1: octubre de 2022

Título original: The Legacy

© Elle Kennedy, 2021

© de la traducción, Iris Mogollón, 2022

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2022

Todos los derechos reservados.

Se declara el derecho moral de Elle Kennedy a ser reconocida como la autora de esta obra.

Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: MJTH - Shutterstock

Corrección: Marta Araquistain

Publicado por Wonderbooks

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009, Barcelona

www.wonderbooks.es

ISBN: 978-84-18509-46-9

THEMA: YFM

Conversión a ebook: Taller de los Libros

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

El legado

¿Qué sucede después del felices para siempre?

La vida después de la graduación no es exactamente como habían imaginado Hannah y Garrett, Grace y Logan, Allie y Dean, y Sabrina y Tucker. Han encontrado a la persona de sus sueños, pero también se enfrentan a problemas para los que sus cuatro años en la Universidad de Briar no los habían preparado. Para estas parejas, el amor es la parte fácil. Crecer, sin embargo, es mucho más complicado.

Los personajes más queridos de Elle Kennedy regresan en este libro especial que reúne cuatro novelas cortas y que nos hace comprender que las grandes decisiones pueden tener grandes consecuencias y, con suerte, también grandes recompensas.

Descubre el desenlace de la serie Kiss Me de Elle Kennedy, autora best seller de Los Royal y de Love Me

«Una novela divertida y entrañable. Estas historias cortas son una maravilla. ¡No te vas a creer lo que los personajes de la serie Kiss Me se traen entre manos!».

Sarina Bowen, autora best seller del USA Today

«Ha sido divertido volver a rodearme de la pandilla. He reído y sonreído mucho. A los fans de Elle Kennedy les encantará El legado porque podrán volver a pasar unas horas con algunos de sus personajes favoritos.»

A Novel Glimpse

«Si te apetece pasar un buen rato y echas de menos a los personajes de la serie Kiss Me, no te pierdas El legado. La camaradería, la amistad, las bromas, el amor y la pasión que estos chicos sienten por sus novias no han disminuido en absoluto. Sus historias te harán reír y también te emocionarán.»

Totally Booked Blog

«Un epílogo precioso para estas parejas a las que adoro.»

The Escapist Book Blog

«El legado es una conclusión maravillosa para estos personajes y sus historias.»

The Rambling Book Nerd

#wonderlove

Parte 1

El pacto

Capítulo 1

Logan

—No me quita el ojo de encima.

—Claaaaro que sí, tío.

—¡No para de mirar hacia aquí! Me tiene ganas.

—Ni de coña, ¿cómo va a estar una chica como ella mirando a un viejo como tú?

—Solo tengo veintiocho años.

Contengo la risa. Llevo veinte minutos escuchando a este trío de corredores de bolsa. Bueno, no sé si son realmente corredores de bolsa, pero llevan trajes a medida y están bebiendo licores caros en el distrito financiero de la ciudad, así que lo más probable es que trabajen por aquí.

Yo, por otra parte, soy el típico atleta corpulento que viste con vaqueros rotos y una sudadera de Under Armour y bebe cerveza al final de la barra. He tenido suerte de encontrar un sitio; esta noche, el local está abarrotado. Con las vacaciones en pleno apogeo, los bares de Boston están repletos de clientes que se han tomado unos días libres del trabajo o la universidad. 

Los tres tíos a los que estoy espiando apenas me han mirado cuando me he deslizado en el taburete más cercano para escuchar mejor su estúpida conversación.

—¿Cuál es la puntuación final de Baker? —pregunta uno de ellos.

Él y su amigo rubio estudian al hombre de pelo oscuro al que acaban de llamar anciano.

—Ocho por ciento —dice el primero.

El rubio es más generoso.

—Diez por ciento.

—Vamos a hacer una media y a darle un nueve. Tendría una probabilidad de nueve a uno.

Pensándolo mejor, quizá no trabajen en finanzas. He tratado de entender su método para calcular sus probabilidades, pero parece completamente arbitrario y no se basa en ningún cálculo matemático real.

—Que os den a los dos. Tengo muchas más posibilidades —protesta Baker—. ¿Habéis visto mi reloj? —Alza la muñeca izquierda para mostrar un flamante Rolex.

—Nueve a uno —repite el primero—. Lo tomas o lo dejas.

El señor Rolex refunfuña, irritado, mientras deja unos billetes en la barra. Los otros dos hacen lo mismo.

Por lo que he deducido, su juego consiste más o menos en lo siguiente:

Paso 1: uno de ellos elige a una de las mujeres que hay en el bar.

Paso 2: los otros dos calculan (si se le puede llamar así) las probabilidades de que el primero consiga su número.

Paso 3: dejan un montón de dinero en efectivo sobre la barra.

Paso 4: el chico se acerca a la chica e, inevitablemente, esta lo rechaza. Él pierde el dinero apostado, pero lo recupera en la siguiente ronda, cuando también rechacen a su amigo.

Un juego absurdo y estúpido.

Doy un sorbo a mi cerveza y observo divertido cómo el señor Rolex se acerca a una mujer impresionante con un vestido de diseño ajustado.

La chica frunce el ceño cuando lo ve acercarse, lo que me indica que sus amigos están a punto de ganar la apuesta. Estos tíos podrán permitirse trajes caros, pero no están ni de lejos en la misma liga que las mujeres de este bar. Y las mujeres con clase tienden a no tolerar a los imbéciles inmaduros, porque saben que merecen algo mejor. 

La mandíbula del señor Rolex está tensa cuando vuelve al grupo con las manos vacías. Sus amigos se ríen y recogen las ganancias.

Justo cuando el rubio está a punto de elegir un nuevo objetivo, dejo mi vaso de cerveza en la elegante barra y pregunto con cierto retintín:

—¿Puedo jugar?

Tres cabezas se vuelven en mi dirección. El del Rolex observa mi atuendo informal y esboza una sonrisa de suficiencia.

—Ya… lo siento, colega. No puedes permitirte este juego.

Mientras pongo los ojos en blanco, saco la cartera del bolsillo y rebusco en ella, lo que les permite ver que está rebosante de billetes.

—Déjame intentarlo —insisto amablemente.

—¿Has estado ahí todo el tiempo, escuchándonos? —pregunta el rubio.

—No habéis sido muy discretos, que digamos. Y, de todos modos, me gusta apostar. Me da igual cuál sea la apuesta, siempre me apunto. Dicho esto, ¿qué posibilidades creéis que tengo con… —Mi mirada recorre lentamente la abarrotada sala—… ella —termino.

En lugar de seguir mi mirada, tres pares de ojos se quedan mirándome a mí.

Me evalúan durante un rato, como decidiendo si voy en serio o les estoy tomando el pelo. Así que me bajo del taburete y me acerco a ellos.

—Miradla. Está buenísima. ¿Creéis que alguien como yo podría conseguir su número?

El señor Rolex es el primero en bajar la guardia.

—¿Ella? —pregunta, señalando de forma no muy discreta a una chica guapa que le está pidiendo una bebida al camarero—. ¿Te refieres a esa santita?

No le falta razón. Desde luego, desprende cierto aire de inocencia. Tiene un perfil delicado, con un puñado de pecas salpicándole la nariz, y su pelo castaño claro está suelto alrededor de los hombros en lugar de recogido en un peinado elaborado como los de algunas de las otras chicas del bar. A pesar de su ajustado jersey negro y su falda corta, es más una «vecinita de al lado» que un «pivonazo».

El amigo de pelo oscuro deja escapar un resoplido.

—Ya, buena suerte con ella.

Arqueo las cejas.

—¿Qué pasa? ¿Crees que no tengo posibilidades?

—Tío, mírate. Eres como… un atleta, ¿no?

—Eso, o está tomando esteroides —bromea el rubio.

—Soy atleta —confirmo, pero no ofrezco más detalles. Está claro que estos tíos no son aficionados al hockey; de lo contrario, me habrían reconocido como el último fichaje del equipo de Boston.

O tal vez no. No es que haya pasado un montón de tiempo en el hielo desde que me ascendieron de la cantera del equipo para jugar con los profesionales. Todavía estoy tratando de demostrar mi valía ante el entrenador y mis compañeros de equipo. Aunque es cierto que me anoté una asistencia en el último partido; eso estuvo bien.

Pero un gol habría estado mejor.

—Creo que una chica tan dulce como esa se sentirá demasiado intimidada —me informa el señor Rolex—. Las probabilidades de que consigas su número son… de veinte a uno.

Sus compañeros están de acuerdo.

—Un veinticinco por ciento de posibilidades —dice uno. Una vez más, sus cálculos carecen de sentido.

—¿Y qué pasa si quiero algo más que su número? —los desafío.

El rubio contiene la risa.

—¿Quieres saber tus probabilidades de llevártela a casa? Cien a una.

Vuelvo a observar a la chica morena. Lleva unos botines de ante negro con tacones gruesos y cruza una pierna sobre la otra mientras sorbe su bebida con delicadeza. Es una preciosidad.

—Doscientos dólares a que consigo que me meta la lengua hasta la garganta en menos de cinco minutos —presumo, exhibiendo una sonrisa arrogante.

Mis nuevos amigos estallan en carcajadas de incredulidad.

—Eh, claro que sí, hermano —se ríe el señor Rolex—. Por si no te has dado cuenta, las mujeres de este antro tienen mucha clase. Ninguna se enrollaría contigo en público.

Dejo dos billetes de cien sobre la barra.

—¿Tienes miedo de mi destreza sexual? —digo en tono burlón.

—¡Ja! Está bien. Veo tu apuesta —dice el rubio, que coloca dos billetes sobre los míos—. Adelante, ve a que te den calabazas, donjuán.

Alzo mi vaso y apuro el resto de la cerveza.

—Una ayudita líquida para aumentar la confianza —le digo al trío; el señor Rolex pone los ojos en blanco—. Ahora, mirad y aprended.

Les guiño un ojo y me alejo.

Al instante, la chica se fija en mí. Un asomo de sonrisa, atenuado por la timidez, se dibuja en su boca. Joder, menudos labios. Gruesos, rosados y brillantes.

Cuando nuestras miradas se cruzan, es como si el resto de las personas del bar desaparecieran. Sus ojos marrones son bonitos y expresivos, y en este momento lo que expresan es un dulce deseo que me acelera el pulso. Estoy atrapado en su órbita; mis piernas se aceleran, como si tuvieran vida propia.

Un segundo después, estoy a su lado y la saludo con un áspero «hola».

—Hola —responde.

Tiene que inclinar la cabeza para mirarme, porque está sentada y soy bastante más alto que ella. Siempre he sido corpulento, pero he ganado todavía más músculo desde que empecé a jugar al hockey a un nuevo nivel. Patinar con los profesionales es físicamente exigente.

—¿Puedo invitarte a una copa? —le ofrezco.

Ella levanta su copa; está llena.

—No, gracias. Ya tengo una.

—Entonces te invito a la siguiente.

—No habrá una próxima. No me fío de mí misma.

—¿Por qué?

—Me emborracho rápido. Una copa me pone contenta. —Sus labios se curvan ligeramente—. Dos me llevan a hacer cosas malas.

Mi polla no puede evitar reaccionar ante su comentario.

—¿Cómo de malas? —pregunto, arrastrando las palabras. 

Aunque se sonroja, no rehúye la pregunta. 

—Muy malas.

Le sonrío y le hago una señal al camarero con un gesto rápido y exagerado.

—Otra copa para la señorita —le digo.

Se ríe, y el sonido melódico me produce un cosquilleo que me recorre todo el cuerpo. Me atrae muchísimo.

En lugar de ocupar el taburete vacío que hay a su lado, permanezco en pie. Pero me acerco un poco más, y su rodilla roza ligeramente mi cadera. Juraría que oigo cómo deja escapar un pequeño jadeo por el leve contacto.

Echo un vistazo por encima del hombro y veo a mis nuevos amigos observándonos con gran interés. El señor Rolex señala su reloj dramáticamente, como si quisiera recordarme que el tiempo corre.

—Oye… —Acerco los labios a su oído para que me escuche. Esta vez veo su respiración entrecortada. Sus pechos turgentes se elevan cuando aspira profundamente—. Mis colegas me han dado un veinticinco por ciento de posibilidades de conseguir tu número.

Me mira con un brillo de regocijo en los ojos. 

—Vaya. No tienen mucha fe en ti, ¿no? Lo siento.

—No lo sientas. He vencido mayores obstáculos. Pero… déjame decirte un secreto. —Mi boca roza el lóbulo de su oreja mientras susurro—: No quiero tu número.

Me mira con sorpresa.

—¿No lo quieres?

—No.

—Entonces, ¿qué quieres? —Alza su bebida y le da un sorbo apresurado.

Lo pienso por un momento.

—Quiero besarte.

Suelta una carcajada.

—Sí, claro. Lo dices porque esperas que lo haga, y así puedas demostrar a tus amigos que no eres un pringado.

Miro por encima del hombro. El señor Rolex exhibe una sonrisa de satisfacción. Vuelve a dar toquecitos a su reloj. Tic-tac.

Mis cinco minutos están a punto de terminar. Mi propio reloj indica que solo me quedan dos.

—No —le digo—. No quiero besarte por eso.

—Oh, ¿en serio?

—En serio. —Me muerdo el labio inferior—. Quiero besarte porque eres la mujer más sexy de este bar. —Me encojo de hombros—. Y, de todas formas, es obvio que tú quieres lo mismo.

—¿Quién lo dice? —pregunta, desafiante.

—Lo dice el hecho de que no has dejado de mirarme la boca desde que me he acercado.

Ella entrecierra los ojos.

—Verás, esta es la cuestión. —Acaricio ligeramente su delgado brazo con las yemas de los dedos. No estoy tocándole la piel directamente, pero se estremece de todas formas—. Mis amigos creen que eres una chica tímida e inocente. Me han advertido de que te sentirías intimidada por alguien como yo. Un tío rudo y bruto. Pero ¿sabes lo que pienso?

—¿El qué? —Su voz suena entrecortada.

—Creo que te gusta lo rudo y bruto. —De nuevo, me inclino más hacia su oreja. Lleva un piercing de diamante, y no puedo evitar pasar la punta de la lengua por él.

La oigo respirar con fuerza de nuevo y siento una punzada de satisfacción.

—No creo que seas inocente en absoluto —continúo—. No creo que seas una buena chica. Creo que ahora mismo lo único que quieres es meterme la lengua en la boca, clavarme las uñas en la espalda y dejar que te folle aquí mismo, delante de todos.

Ella gime en voz alta.

Una sonrisa engreída empieza a dibujarse en mis labios; justo entonces me agarra por la nuca y tira de mí hacia abajo para besarme con fuerza.

—Tienes razón —murmura contra mis labios—. No soy una buena chica en absoluto.

Mi polla está dura incluso antes de que su lengua entre en mi boca. Y cuando lo hace, deslizándose por mis labios entreabiertos, soy yo quien suelta un gemido. Sabe a ginebra, a sexo; le devuelvo el beso con avidez, sin dejar de ser consciente de los fuertes silbidos y gritos que nos rodean. Estoy seguro de que algunos de ellos vienen de mis amigos corredores de bolsa, pero estoy demasiado ocupado para disfrutar de su asombro.

Mientras mi lengua se desliza sobre la de la chica, clavo delicadamente una pierna entre sus suaves muslos. Quiero que sienta lo duro que estoy.

—Dios mío —murmura. Se aparta; sus ojos brillan de pura lujuria—. ¿Nos vamos de aquí y terminamos esto en un sitio más privado?

—No. Ahora —digo con voz ronca.

Parpadea.

—¿Ahora?

—Ajá. —Apoyo una mano en su pequeña cintura, acariciándola de forma provocadora—. He oído que en el aseo de mujeres los lavabos son muy amplios…

Ella presiona su palma contra mi pecho, pero no para apartarme. También me provoca, mientras su mirada ardiente recorre todo mi cuerpo. Luego inclina la cabeza y pregunta:

—¿Qué diría tu novia sobre eso?

Le dedico una sonrisa seductora.

—Diría… «date prisa, John, tengo que correrme».

Grace vuelve a gemir.

—Eso es lo que pensaba —me burlo, pero mi chica no parece inmutarse.

A veces es difícil creer que esta chica es la misma estudiante de primer año, nerviosa y balbuceante, en cuyo dormitorio acabé de forma accidental. Que la dulce Grace Ivers de la que me enamoré es esta mujer intrépida que tengo delante, la chica sexy que está a punto de dejar que la folle en el baño.

Es cierto que fue Grace quien eligió este bar, y que se informó sobre el nivel de limpieza de los baños antes de aceptar el juego de rol de esta noche. Así que, sí, sigue siendo esa chica rara a la que conocí años atrás. Pero resulta que también es mi atractiva novia, hambrienta de sexo.

Le tomo la mano para bajarla del taburete. Todavía estoy duro como una piedra y necesito hacer algo al respecto. A juzgar por su respiración entrecortada, ella está tan excitada como yo.

—Entonces, ¿qué dices? —le pregunto, frotando el interior de su mano con el pulgar.

Grace se pone de puntillas sobre sus botas de tacón y presiona los labios contra mi oído: 

—Date prisa, John, tengo que correrme.

Contengo una risa desesperada mientras la sigo hacia el pasillo trasero. Antes de entrar en el baño, lanzo una última mirada por encima del hombro. Los corredores de bolsa me miran boquiabiertos, como si fuera un extraterrestre. Señalo el dinero que hay en la barra y hago un gesto elegante con la cabeza, como si dijera: «Quedáoslo».

No necesito ganar una estúpida apuesta. Ya soy el hombre más afortunado del bar.

Capítulo 2

Logan

—No tenías que haberte molestado, de verdad —insiste el padre de Grace mientras vuelvo a colocar el capó de su todoterreno en su sitio—. No es que no te lo agradezca, pero me siento como un auténtico tonto del culo por obligarte a trabajar en Nochebuena.

Me esfuerzo por contener la risa mientras me llevo un trapo limpio a la barbilla para limpiar los restos de aceite de motor. Aprecio mucho a Tim Ivers, pero hay algo realmente desconcertante en oír a un hombre hecho y derecho decir cosas como «tonto del culo».

Llevo cuatro años saliendo con su hija, y podría contar con los dedos de una mano las veces que le he oído alguna palabrota, un contraste drástico con mi propia infancia. Crecí con un padre alcohólico; de cada dos palabras que decía, una era un taco. Mi pobre madre tuvo que reunirse con mi maestra de la guardería en una ocasión porque yo había llamado a otro niño «puto caraculo». 

Qué días aquellos… Los más malos e infelices.

Por suerte, ahora todo es distinto. Mi padre lleva casi cuatro años sobrio y, aunque no hemos arreglado del todo las cosas, al menos ya no le odio.

Siendo sincero, actualmente veo al padre de Grace como una figura paterna. Es un tío decente, si uno pasa por alto el hecho de que prefiere el fútbol al hockey.

Pero nadie es perfecto.

—Tim, amigo mío. No voy a dejar que mi casi padre pague a un tipo para cambiar el aceite cuando yo puedo hacerlo gratis —le informo—. Crecí trabajando en nuestro garaje. Podría hacer esto con los ojos cerrados.

—¿Estás seguro? —insiste, recolocándose las gafas de montura metálica sobre el puente de la nariz—. Sabes que nunca me aprovecharía de ti, hijo.

«Hijo». Joder, eso siempre me mata. No hay ninguna buena razón para que Tim me llame así. No es que Grace y yo estemos casados ni nada parecido. Cuando empezamos a salir, pensé que tal vez era el tipo de hombre que llamaba «hijo» a cualquiera más joven que él. Pero no. Solo me lo dice a mí. Y no puedo negar que me encanta oírlo.

—Sé que no lo haría; por eso me he ofrecido —le aseguro—. Y como ya he dicho antes, no se atreva a ir a ese concesionario sacacuartos para hacer reparaciones nunca más. Mi hermano se ocupará de todo sin cobrarle ni un centavo. 

—¿Cómo está tu hermano? —El padre de Grace cierra el coche antes de dirigirse a la puerta del garaje.

Lo sigo hasta la entrada, donde el aire frío me refresca la cara al instante. Todavía no ha nevado en Hastings este invierno, pero Grace dice que el pronóstico anuncia una gran nevada para mañana por la mañana. Es perfecto. Me encantan las Navidades blancas.

—Jeff está bien —respondo—. Me ha encargado que os desee unas felices fiestas. Lamentan no haber podido venir a cenar esta noche.

Mi hermano y su esposa, Kylie, están pasando las vacaciones en México este año, con la familia de Kylie. Es el cuarenta aniversario de bodas de sus padres, así que decidieron celebrarlo a lo grande viajando a un lugar más cálido. Mi madre y mi padrastro, David, cenarán con nosotros esta noche, lo que será divertido. A Grace y a mí siempre nos divierte ver a su conservador padre, biólogo molecular, conversar con mi increíblemente soso padrastro, que es contable. El año pasado hicimos una apuesta para ver cuántos temas aburridos podían discutir en una noche. Grace ganó con un total de doce. Yo había apostado a diez, pero subestimé la recién descubierta fascinación de Tim por las botellas de leche antiguas, y la nueva colección de elefantes de cerámica de David.

—Josie también siente no poder asistir —dice Tim, refiriéndose a la madre de Grace, que vive en París. Aunque Tim y Josie se divorciaron hace años, siguen muy unidos.

No como mis padres, que no pueden estar en la misma habitación, incluso ahora que mi padre ha dejado la bebida. Grace y yo hemos tenido un montón de conversaciones sobre lo que sucederá cuando nos casemos; digo «cuando», no «si», porque, obviamente, lo nuestro es para siempre y ambos lo sabemos. Pero este asunto nos preocupa: no tenemos claro cómo manejaríamos el tema de las invitaciones. Al final, siempre terminamos por decidir que probablemente nos fugaremos para evitar todo el drama, porque no hay manera de que mamá asista si viene papá.

No es que culpe a mi madre. Papá convirtió su vida en un infierno mientras estuvieron casados. Fue ella quien tuvo que lidiar con años de berrinches de borracho, de desmayos y rehabilitaciones al tiempo que trataba de criar a dos hijos prácticamente sola. No creo que cambie de opinión. Ya es un milagro que Jeff y yo hayamos encontrado la forma de empezar a perdonarlo. 

—¿Sabes ya si tu agenda te permitirá viajar a París con Grace este verano? —pregunta Tim mientras rodeamos el lateral de la casa hacia el porche.

—Todo depende de si el equipo llega a los playoffs. A ver, por un lado, pasar dos meses en París suena muy bien. Pero, si puedo ir, sería solo porque no hemos llegado a la postemporada y eso sería una putada.

Tim se ríe.

—¿Ves? Si jugaras al fútbol, la temporada terminaría en febrero y podrías hacer el viaje…

—Un día de estos, señor, lo ataré a una silla y lo obligaré a ver partidos de hockey en bucle hasta que no tenga más remedio que aficionarse.

—Seguiría sin funcionar —dice alegremente.

Sonrío.

—Debería tener más fe en mis habilidades de tortura.

Justo cuando llegamos a los escalones del porche, una gran furgoneta marrón se detiene en la acera frente a la casa. Por un segundo pienso que son mamá y David, hasta que veo el logotipo de la empresa de mensajería UPS.

—¿Siguen haciendo entregas? —pregunta Tim con sorpresa—. ¿A las seis de la tarde, en Nochebuena? Pobre hombre.

Pues sí, pobre hombre. El repartidor parece exhausto mientras avanza hacia nosotros. Lleva una caja de cartón en una mano y un voluminoso teléfono en la otra.

—Hola, amigos —saluda al alcanzarnos—. Felices fiestas, y disculpad las molestias. Sois mi última entrega del día: un paquete para Grace Ivers.

—Felices fiestas —dice Tim—. Es mi hija. Está dentro, pero puedo ir a buscarla si necesita que firme algo. 

—No hace falta. Cualquier firma de un familiar servirá. 

Nos entrega el teléfono y un bolígrafo de plástico. Una vez el padre de Grace ha garabateado su firma, el repartidor se despide de nosotros y regresa rápidamente a la furgoneta, sin duda ansioso por llegar a casa y ver a su familia.

—¿De quién es? —pregunto.

Tim lee la etiqueta.

—No hay nombres. Solo un apartado de correos de Boston.

El paquete mide unos sesenta centímetros y, cuando Tim me lo entrega, me doy cuenta de que no pesa demasiado. Entrecierro los ojos.

—¿Y si es una bomba?

—Entonces explotará y moriremos, y los átomos de los que estamos compuestos encontrarán nuevos usos en otro lugar del universo.

—¡Y feliz Navidad para todos! —digo con exagerado entusiasmo navideño, antes de poner los ojos en blanco—. Es usted un auténtico aguafiestas, señor, ¿lo sabía?

—¿Qué es eso? —pregunta Grace cuando entramos en el salón de la gran casa victoriana.

—No estoy seguro. Acaba de llegar. —Le tiendo la caja—. Para ti.

Grace hace ese gesto tan adorable de morderse los labios que indica que está pensando. Su mirada se dirige al árbol profusamente decorado y a los montones de regalos perfectamente envueltos que hay debajo.

—No creo que podamos ponerlo ahí debajo —decide finalmente—. Mi trastorno obsesivo-compulsivo nunca me permitiría aguantar hasta mañana por la mañana sabiendo que hay una estúpida caja bajo el árbol que no parece mágica.

Resoplo.

—Puedo envolverla, si quieres.

—No queda papel de regalo.

—Entonces usaré papel de periódico. O papel vegetal.

Mi novia me mira fijamente.

—Voy a fingir que no acabas de decir eso.

Su padre se ríe, porque es un traidor.

—Está bien, entonces ábrela ahora —le digo—. Ni siquiera sabemos de quién es, así que, técnicamente, podría no ser un regalo de Navidad como tal. Parte de mí piensa que es una bomba, pero no te preocupes, preciosa, tu padre me ha asegurado que, si explotamos, nuestros átomos podrán reutilizarse.

—A veces no te entiendo —responde Grace con un suspiro, y se marcha contoneándose a la cocina para buscar unas tijeras.

Admiro su trasero; esos leggings de color rojo brillante le sientan muy bien. Los ha combinado con un jersey de rayas rojas y blancas. Su padre lleva un jersey similar, pero el suyo es verde y rojo, con una representación mal tejida de un reno; cuando ha entrado antes con el jersey puesto, he pensado que era un gato. Al parecer, su exmujer le tejió esa cosa tan horrible cuando Grace era pequeña. Como alguien que no ha disfrutado de demasiadas fiestas agradables en familia, tengo que admitir que me gustan mucho las extrañas tradiciones de los Ivers.

—Muy bien, vamos a ver qué tenemos aquí. —Grace suena emocionada mientras corta la tira de cinta de embalar de la caja.

Yo me pongo en guardia, porque no he descartado del todo la idea de que esto pueda ser un intento de asesinato.

Abre las solapas de cartón y saca una pequeña tarjeta. Frunce el ceño.

—¿Qué dice? —le pregunto.

—Dice: «Te he echado de menos».

Se me disparan todas las alarmas. ¿Qué coño? ¿Quién cojones le envía a mi novia regalos con tarjetas que dicen «Te he echado de menos»?

—Tal vez es de tu madre —sugiere Tim, que parece igualmente perplejo.

Grace mete la mano en el interior y rebusca entre un mar de papel de embalaje. Frunce el ceño todavía más cuando sus dedos topan con lo que hay dentro. Un momento después, su mano emerge con el premio. Todo lo que vislumbro es un destello de blanco, azul y negro antes de que Grace suelte un grito y deje caer el objeto como si quemara.

—¡No! —gruñe—. No. No. No. No, no, no, no. —Su mirada rabiosa se vuelve hacia mí. Apunta su dedo en el aire—. Deshazte de él, John.

Oh, Dios. Al acercarme a la caja, me doy cuenta. Ahora tengo una idea bastante clara de lo que contiene, y… sí.

Es Alexander.

El padre de Grace arruga la frente cuando levanto el muñeco de porcelana.

—¿Qué es eso? —pregunta.

—No —sigue diciendo Grace mientras me señala—. Lo quiero fuera de aquí. Ahora.

—¿Qué quieres que haga exactamente? —contesto—. ¿Tirarlo a la basura?

Ella palidece ante la sugerencia.

—No puedes hacer eso. ¿Y si se enfada?

—Por supuesto que se enfadará. Míralo. Siempre está enfadado.

Mientras intento no estremecerme, me obligo a mirar la cara de Alexander. No puedo creer que hayan pasado casi siete maravillosos meses desde que lo vi por última vez. Encabezaría cualquier lista de muñecos antiguos inquietantes. Sobre las facciones de porcelana, tan blancas que parecen antinaturales, hay unos grandes ojos azules sin vida, unas cejas negras extrañamente gruesas, una diminuta boca roja y una mata de pelo negro con un marcado pico de viuda. Lleva una túnica azul, un pañuelo blanco en el cuello, una chaqueta, unos pantalones cortos negros y unos lustrosos zapatos de color rojo.

Es la cosa más espeluznante que he visto nunca.

—Se acabó —dice Grace—. Ya no puedes ser amigo de Garrett. Lo digo en serio.

—En su defensa, fue Dean quien empezó con esto —señalo.

—Tampoco puedes ser amigo de Dean. Puedes quedarte con Tucker, porque sé que odia esto tanto como yo.

—¿Y crees que a mí me gusta? —La contemplo boquiabierto—. ¡Mira esta cosa! —Sacudo a Alexander delante de Grace y esta se agacha y lo esquiva para evitar sus rechonchos brazos, que se agitan con el movimiento.

—No lo entiendo —dice Tim, acercándose al muñeco—. ¡Esto es increíble! Mira qué detalles —exclama con admiración mientras su hija y yo lo contemplamos con horror.

—Maldita sea, papá —suspira Grace—. Ahora conoce tu tacto.

—¿Sabéis si lo fabricaron en Alemania? —Continúa examinando a Alexander—. Parece de fabricación alemana. ¿Siglo xix?

—Me inquieta mucho su extenso conocimiento de los muñecos antiguos —le digo con sinceridad—. Y no estamos bromeando, señor. Suéltelo antes de que deje huella en usted. Es demasiado tarde para nosotros, ya nos conoce. Pero usted aún está a tiempo de salvarse.

—¿De qué?

—Está embrujado —responde Grace con aire sombrío.

Asiento con la cabeza.

—A veces pestañea.

Tim pasa los dedos por los párpados móviles de Alexander.

—Este mecanismo tiene siglos de antigüedad. Si los ojos se abren y cierran por voluntad propia, es probable que se deba al desgaste.

—Deja de tocarlo —suplica Grace.

En serio. ¿Es que quiere morir o algo así? Es decir, sé que Garrett quiere, porque claramente sabe que lo mataré la próxima vez que lo vea. Aprecio a Garrett Graham como a un hermano. Es mi mejor amigo. Somos compañeros de equipo. Es la hostia. Pero ¿cómo nos hace esto en Navidad?

Lo admito: abusé del privilegio de que me diera una llave de la casa donde Garrett vive con su novia Hannah, y hace unos meses les colé a Alexander durante el cumpleaños de esta. Pero, aun así… 

—¿Os importa si le hago unas fotos y trato de descubrir cuánto vale? —pregunta Tim, dejando salir al académico friki que hay en él.

—No te molestes. Costó cuatro de los grandes —le respondo.

Arquea las cejas, sorprendido. 

—¿Cuatro mil dólares?

Grace asiente para confirmarlo.

—Esa es otra razón por la que no podemos deshacernos de él. No parece buena idea tirar tanto dinero.

—Dean lo compró hace un par de años en una subasta de antigüedades —explico—. El anuncio decía que estaba embrujado, así que pensó que sería divertidísimo regalarle el muñeco a la hija de Tuck, que por aquel entonces era un bebé. Sabrina se puso como loca; esperó a que Dean y Allie viajaran a la ciudad, un par de meses después, y pagó a un trabajador del hotel donde se alojaban para que dejara el muñeco sobre la almohada de Dean.

—Allie me contó que gritó como una niña cuando encendió la luz y vio a Alexander allí —añade Grace entre risas.

—Y ahora es como una tradición —termino yo, entre sonriendo y resoplando—. Básicamente, nos enviamos a Alexander unos a otros cuando la otra persona menos se lo espera.

—¿Qué dijo el vendedor al respecto? —pregunta Tim con curiosidad—. ¿Sabéis si eso tiene un pasado?

Grace niega con la cabeza.

—Papá, por favor, deja de llamarlo «eso». Puede oírte.

—Venía con una especie de tarjeta informativa —respondo, encogiéndome de hombros—. No recuerdo quién la tiene ahora. Pero, básicamente, se llama Alexander. Pertenecía a un niño llamado Willie que murió en la ruta de California durante la fiebre del oro. Al parecer, toda la familia murió de hambre, excepto Willie. El pobre chico vagó durante días en busca de ayuda y al final se cayó por un barranco, se rompió una pierna y se quedó allí hasta que el frío acabó con él.

—Lo encontraron sosteniendo a Alexander contra su pecho —continúa Grace, con un escalofrío—. El vendedor de muñecos psicóticos dijo que el espíritu de Willie entró en Alexander justo antes de morir.

Los ojos de Tim se abren de par en par.

—Por Dios. Eso es triste de cojones.

Lo contemplo, boquiabierto.

—Señor, ¿acaba de decir un taco?

—¿Cómo no iba a hacerlo? —Pone a Alexander de nuevo en la caja y cierra las solapas—. ¿Por qué no lo llevamos al ático? Jean y David llegarán en cualquier momento. Será mejor no exponerlos a esto.

Asiento con decisión y Tim Ivers se marcha con la caja en la mano. Sinceramente, no sé si habla en serio o solo nos está siguiendo la corriente.

Mis labios se contraen de risa mientras me dirijo a Grace.

—Listo. Alexander ha sido desterrado al ático. ¿Te sientes mejor?

—Sigue en la casa, ¿verdad?

—Bueno, sí…

—Entonces, no. No me siento mejor.

Sonriendo, la agarro por la cintura y la atraigo hacia mí. Me inclino para rozar sus labios con los míos.

—¿Qué tal ahora? —murmuro.

—Un poco mejor —me concede. 

Cuando la beso de nuevo, se derrite contra mi cuerpo y me echa los brazos al cuello. Joder. Echo mucho de menos esto cuando estoy de viaje. Sabía que la vida como jugador de hockey profesional sería dura, pero no había previsto cuánto iba a echar de menos a Grace cada vez que tuviera que irme de la ciudad.

—Odio que tengas que marcharte otra vez —dice contra mis labios. Evidentemente, sus pensamientos se hacen eco de los míos.

—No me voy hasta dentro unos días —le recuerdo.

Se muerde el labio y presiona la mejilla contra mi pectoral izquierdo.

—Sigue sin ser tiempo suficiente —dice en voz tan baja que apenas la oigo.

Respiro el dulce aroma de su pelo y la abrazo con más fuerza. Tiene razón. No es tiempo suficiente.

Capítulo 3

Grace

Poco después de Navidad, Logan se marcha durante cinco días para jugar unos partidos fuera de casa, en la Costa Oeste. Por supuesto, tenía que pasar: los problemas con los horarios se han vuelto prácticamente rutinarios para nosotros. 

¿Empiezan las vacaciones de la universidad y yo vuelvo a casa? Logan se ha ido.

¿Logan tiene un par de noches libres y está en casa? Yo estoy en el campus de la Universidad de Briar, en Hastings, a cuarenta y cinco minutos de distancia.

Elegimos nuestra acogedora casita porque está exactamente a mitad de camino entre Hastings y Boston, donde patina el equipo de Logan. Sin embargo, los inviernos en Nueva Inglaterra pueden ser imprevisibles, así que, si el tiempo es una mierda, nuestros desplazamientos al trabajo suelen alargarse, lo que reduce el precioso tiempo que pasamos juntos. Sin embargo, hasta que me gradúe, este es nuestro acuerdo.

Por suerte, en mayo me gradúo oficialmente, y estamos emocionados con la idea de buscar un nuevo hogar en Boston. Aunque… no sé qué haremos si consigo un trabajo fuera de la ciudad. Ni siquiera hemos hablado de esa posibilidad. Espero que no tengamos que hacerlo.

Aunque estamos en las vacaciones de Navidad, la emisora de radio y televisión del campus sigue abierta y funcionando con normalidad, así que voy a trabajar el día después de que Logan se marche. Este año soy la encargada de la emisora: es un puesto que implica mucha responsabilidad y un montón de estúpidos trámites interpersonales. Constantemente debo lidiar con los egos y las difíciles personalidades de «los talentos», y hoy no es diferente. He gestionado y resuelto pequeñas emergencias, incluida la mediación en una discusión sobre higiene personal entre Pace y Evelyn, copresentadores del programa de radio más popular de Briar.

Lo único bueno de mi agitada mañana es el brunch con mi antigua compañera de piso, Daisy. Cuando por fin llega el momento de reunirme con ella, prácticamente tengo que correr hasta el Coffee Hut.

Milagrosamente, nos ha conseguido una pequeña mesa en la parte de atrás. Una gran hazaña, teniendo en cuenta que esta cafetería siempre está llena, sin importar el día o la hora que sea.

—¡Hola! —saludo alegremente mientras me quito el abrigo.

Daisy se levanta de un brinco para abrazarme. Lleva un rato en la cafetería y está calentita; yo soy una estatua de hielo tras mi gélido recorrido por el campus.

—¡Ay! ¡Estás helada! Siéntate, te he pedido un café con leche.

—Gracias —digo, agradecida—. Solo tengo una hora, así que empecemos a comer ya mismo.

—Sí, señora.

Poco después estamos sentadas examinando la carta, que no es demasiado extensa, porque la cafetería solo sirve sándwiches y algunas pastas. Después de que Daisy se acerque al mostrador para pedir, damos sorbos a nuestras respectivas bebidas mientras esperamos.

—Pareces estresada —observa con franqueza.

—Estoy estresada. Acabo de pasar la última hora explicándole a Pace Dawson por qué tiene que volver a usar desodorante.

Daisy palidece.

—¿Por qué ha dejado de hacerlo?

Me froto las sienes, que me palpitan por todas las estupideces con las que acabo de lidiar.

—Para protestar por la contaminación de plástico en nuestros océanos.

—No lo entiendo —se ríe. 

—¿Qué es lo que no entiendes? —pregunto con sarcasmo—. Su desodorante viene en un envase de plástico. El océano está lleno de plástico. Ergo, para protestar por esta tragedia, tiene que apestar el estudio.

Daisy casi escupe su café.

—Vale. Sé que es asqueroso trabajar con él, pero debes admitir que todo lo que sale de la boca de ese chico es oro puro.

—Evelyn finalmente se ha plantado y amenaza con dejar el trabajo si no vuelve a usar desodorante. Así que he tenido que sentarme y mediar hasta que Pace ha accedido a la petición de Evelyn, con la condición de que done doscientos dólares a una organización benéfica para la conservación de los océanos.

—No tenía ni idea de que le importara tanto el medio ambiente.

—No le importa. Su nueva novia vio un documental sobre ballenas la semana pasada, y supongo que le cambió la vida.

Una vez que nuestra comida está lista, seguimos poniéndonos al día mientras damos cuenta de unos sándwiches. Charlamos sobre las clases, su nuevo novio y mi nuevo puesto en la emisora. Al final, sale el tema de mi relación, pero cuando digo que todo va bien, Daisy se da cuenta de que no estoy siendo sincera; se me da fatal fingir. 

—¿Qué pasa? —pregunta de inmediato—. ¿Te has peleado con Logan?

—No —le aseguro—. Para nada.

—Entonces, ¿qué ocurre? ¿Por qué has sonado tan… desaborida cuando te he sacado el tema?

—Porque las cosas están un poco desaboridas —confieso.

—¿Cómo de desaboridas?

—Es solo que estamos muy ocupados. Y él siempre está viajando. Este mes ha pasado más días fuera de la ciudad de los que ha pasado en casa. La Navidad estuvo genial, pero fue demasiado corta. Tuvo que marcharse inmediatamente después de las vacaciones.

Daisy me lanza una mirada compasiva mientras da un mordisco a su sándwich de atún. Mastica lentamente, traga y pregunta:

—¿Qué tal el sexo?

—En realidad, nos va bien en ese tema. —Muy bien, de hecho. De pronto recuerdo la noche en que fingimos ser desconocidos en aquel bar. Me recorre una punzada de calor al pensar en ello. 

Fue un polvo increíble. No tenemos la costumbre de follar en sitios públicos, pero cuando lo hacemos… Joder, es muy sexy. Nuestra vida sexual siempre ha sido fantástica. Supongo que eso es lo que hace que la distancia que nos separa sea tan difícil de llevar. Cuando estamos juntos, todo es tan apasionado y perfecto como al principio. Nuestro problema es encontrar tiempo para estar juntos. El tiempo no abunda en nuestras circunstancias. No soy infeliz con Logan. En todo caso, quiero más de él. Echo de menos a mi novio.

—El tiempo que pasamos separados se hace muy duro —le digo a Daisy.

—Ya me imagino. Pero ¿cuál es la solución? No va a dejar el hockey, ni tú la universidad cuando solo faltan cinco meses para terminar el último curso.

—No —concuerdo.

—Y no quieres romper.

Me horrorizo.

—Por supuesto que no.

—Quizá deberíais casaros.

La idea me arranca una sonrisa.

—¿Ese es tu consejo? ¿Casarme?

—A ver, las dos sabemos que al final va a suceder. —Se encoge de hombros—. Tal vez un compromiso más permanente haría más llevadero este estresante periodo transitorio. Por ejemplo, cada vez que sientas la distancia, no tendrás que preocuparte por si os alejáis demasiado porque contaréis con una base extra sólida para manteneros estables.

—No es mala idea —admito—. Y, desde luego, quiero casarme con Logan. Pero nuestro problema es el tiempo. Aunque quisiéramos fugarnos, ¿cuándo sacaríamos un hueco? —Suspiro, sintiéndome desdichada—. Siempre estamos ocupados, o en diferentes estados.

—En ese caso, supongo que no tienes más remedio que aguantarte —concluye Daisy.

Tiene razón.

Pero es difícil. Lo echo de menos. No me gusta llegar a casa después de las clases y encontrarme con el apartamento vacío. No me gusta tener que encender la televisión para poder ver a mi novio. No me gusta empollar para los exámenes y estar demasiado cansada para salir al cine o a cenar con él. No me gusta que Logan regrese a casa después de un partido especialmente duro y se arrastre hasta nuestra cama, magullado, dolorido y demasiado agotado incluso para dejarme abrazarlo.

Sencillamente, no hay suficientes horas en el día, y es aún peor ahora que dirijo la emisora. Cuando empecé la universidad, no estaba segura de lo que querría hacer después de graduarme. Al principio, pensé en ser psicóloga. Pero en segundo conseguí un trabajo como productora de un programa de radio en el campus, y me di cuenta de que me gustaría ser productora de televisión. Más concretamente, quiero producir las noticias. Ahora que he elegido una carrera, es más difícil faltar a clase o llamar al trabajo para decir que estoy enferma si a Logan le quedan un par de horas libres repentinamente. Los dos tenemos otros compromisos que nos importan. Así que, como dice Daisy, tenemos que aguantarnos.

—Lo siento —digo—. No quiero ser tan pesada. Logan y yo estamos bien. Es solo que a veces es difícil…

Mi teléfono emite un pitido para avisar de un mensaje entrante. Miro la pantalla y sonrío al ver el mensaje de Logan. Me informa de que el equipo ha aterrizado sano y salvo en California. Ayer hizo lo mismo cuando llegaron a Nevada. Le agradezco que me mantenga al día de este modo.

—Un momento —le digo a mi amiga mientras escribo una respuesta—. Voy a mandarle un mensaje rápido a Logan para desearle buena suerte en su partido de esta noche.

Me responde al instante.

Logan: Gracias, cariño. Desearía que estuvieras aquí.

Yo: Yo también.

Logan: ¿Te llamo después del partido?

Yo: Depende de lo tarde que sea aquí cuando llames.

Logan: ¿Intentarás quedarte despierta? Anoche solo hablamos como dos minutos :(

Yo: Lo sé. Lo siento. ¡Hoy me tomaré un litro de café para estar más despierta!

Pero, aunque cumplo la primera parte de esa promesa —beber café como una loca—, la cafeína solo hace que me quede dormida más rápido cuando vuelvo a casa por la noche. Estoy agotada. Apenas tengo energía para cenar y ducharme.

Cuando Logan me envía un mensaje a medianoche para hablar, ya estoy profundamente dormida.

Capítulo 4

Logan

Grace: ¿Cómo fue la rueda de prensa?

Yo: Bien. Me equivoqué en un par de preguntas y hablé durante demasiado tiempo. G responde a todo de forma breve y rápida. Pero es un profesional.

Grace: Seguro que lo hiciste genial <3

Yo: Bueno, el entrenador no me llevó aparte después para echarme del equipo, así que supongo que pasé la prueba de los medios de comunicación.

Grace: Si te echa del equipo, le daré una paliza.

Sonrío mirando al teléfono. Acabo de llegar al hotel después del partido de esta noche contra San José y todavía me siento lleno de energía. En un rato, el cansancio llegará de golpe, como un maremoto, pero la adrenalina de un partido suele tardar en desaparecer de mi organismo.

Yo: De todos modos. BDHDM.

Grace: ¿BDHDM? Estoy demasiado cansada para intentar descifrar eso.

Yo: «Basta de hablar de mí». Cuéntame tu día.

Grace: ¿Podemos dejarlo para mañana? Ya estoy en la cama. Es la 1 de la madrugada :(

Compruebo la pantalla de mi teléfono. Joder. Por supuesto que está en la cama. Puede que solo sean las diez de la noche aquí, pero en la Costa Este hace rato que ha pasado su hora de acostarse.

Me imagino a Grace bien abrigada y calentita bajo nuestras sábanas de franela. Hace mucho frío en Nueva Inglaterra en este momento, así que probablemente esté durmiendo con sus pantalones a cuadros y esa camisa de manga larga con las palabras «¡PODER DE ARDILLA!». Ninguno de los dos sabe lo que significa, porque la camiseta tiene una piña estampada. Sin embargo, no llevará calcetines. Duerme descalza sin importar la temperatura que haga, y sus pies son siempre como pequeños témpanos de hielo. Cuando estamos acurrucados en la cama, los presiona contra mi pantorrilla, porque es así de malvada.

Me froto los ojos con cansancio. Joder. La echo de menos.

Escribo: «Te echo de menos».

No responde. Debe de haberse quedado dormida. Me quedo mirando el teléfono un rato, esperando una respuesta, pero no llega. Así que abro otro hilo de chat y le envío un mensaje a Garrett.

Yo: ¿Un trago rápido en el bar?

Garrett: Claro.

* * *

Nos reunimos en el vestíbulo y encontramos un rincón tranquilo en el bar del hotel. No está nada concurrido, así que nuestras cervezas no tardan en llegar. Brindamos con ellas y cada uno da un trago; el mío es más largo que el suyo.

Garrett me contempla por un instante.

—¿Qué te pasa?

—Nada —miento.

Entrecierra los ojos, desconfiado.

—Te juro por Dios que, si estás a punto de echarme la bronca otra vez por lo de Alexander, me niego a escucharlo. Entraste en nuestra casa y lo plantaste allí para asustar a Wellsy. Si crees que voy a disculparme por habértelo enviado en Navidad, ni lo sueñes, chaval.

Mientras trato de no reírme, lo miro inclinando ligeramente la cabeza.

—¿Has terminado?

—Sí —resopla.

—Bien. Porque yo también me niego a disculparme. ¿Sabes por qué, «chaval»? Espera, ¿ahora nos llamamos así entre nosotros? No lo entiendo, pero bueno, vale. En cualquier caso, todos hemos tenido que sufrir en las espeluznantes manos de porcelana de Alexander. El cumpleaños de Hannah, casualmente, coincidió con tu turno de tormento.

La indignación de Garrett se disuelve en una sonrisa.

—¿A quién se lo vas a enviar ahora?

—Estaba pensando en que sería un buen regalo de boda para Tuck. —Nuestro mejor amigo, Tucker, se casará por fin con la madre de su bebé esta primavera, después de vivir en pecado tres años, el muy capullo blasfemo. Me sorprende que él y Sabrina hayan tardado tanto tiempo en casarse, ya que llevan prometidos una eternidad, pero creo que Sabrina quería terminar primero la carrera de Derecho. Se gradúa en Harvard en mayo.

—Tío. No. —Veo cómo Garrett se pone lívido—. No se hacen esas putadas en las bodas de la gente.

—¿Pero se pueden hacer en Navidad? —le contesto.

—Durante los cumpleaños y las Navidades, las chicas son felices y agradables. En las bodas se vuelven locas. —Niega con la cabeza en señal de advertencia—. Sabrina te arrancará las pelotas si haces algo así. 

Quizá tenga razón.

—Vale. Se lo enviaré a Dean. Se lo merece más.

—Estoy contigo, hermano.

Una joven atractiva de pelo oscuro pasa por delante de nuestra mesa y se detiene a mirarnos cuando advierte quiénes somos. Me preparo para que se quede boquiabierta y pegue un grito, y para que le pida un autógrafo o un selfie al gran Garrett Graham. Pero, a su favor, se muestra tranquila.

—Buen partido el de esta noche —dice con cierta vacilación; su mirada asombrada se desplaza entre Garrett y yo. Los dos alzamos nuestras botellas.

—Gracias —responde Garrett con una sonrisa amable.

—De nada. Disfrutad de la noche. —Se despide con la mano y sigue caminando, con los tacones de aguja golpeando el suelo de mármol del vestíbulo. Se detiene en el mostrador del vestíbulo para hablar con el recepcionista mientras no deja de mirarnos por encima del hombro.

—Oh, mira eso, superestrella —me burlo—. Ya ni siquiera te piden selfies. Estás viejo y acabado.

Pone los ojos en blanco.

—Tampoco he visto que te pida uno a ti, novato. Y ahora, ¿vas a decirme de una vez por qué estoy aquí abajo, bebiendo contigo, en lugar de estar durmiendo?

Doy otro trago a mi cerveza y dejo la botella lentamente sobre la mesa.

—Creo que Grace quiere romper conmigo.

Mis palabras quedan suspendidas en el aire entre nosotros.

Garrett parece sorprendido. Luego, sus ojos grises se suavizan con un brillo de preocupación.

—No me había dado cuenta de que teníais problemas.

—No los tenemos, en realidad. No hay peleas ni enfados ni engaños, no tiene nada que ver con eso. Pero está la distancia —confieso. No hay mucha gente con la que me sienta cómodo pidiendo consejo, especialmente sobre problemas de faldas, pero Garrett sabe escuchar y es un muy buen amigo.

—Distancia —repite.

—Sí. Literal y figurada. Y solo hace que empeorar. Empezó cuando jugaba en Providence, pero su horario no era nada comparado con esto. —Hago un gesto vago a nuestro alrededor. Ni siquiera recuerdo el nombre de este hotel. Joder, algunas noches no recuerdo en qué ciudad estamos.

La vida de un jugador de hockey profesional no es todo lujo y glamour. Se viaja mucho. Se pasa mucho tiempo en aviones y en habitaciones de hotel vacías.

Y, de acuerdo, tal vez esto sea como si alguien llorara porque sus zapatos de diseño le aprietan demasiado. A llorar a la llorería, ¿no? Pero aparte del dinero, esta vida pasa factura, física y mentalmente. Y, al parecer, también emocionalmente.

—Sí, no es fácil adaptarse —admite Garrett.

—¿Wellsy y tú tuvisteis algún problema cuando te incorporaste a la liga?

—Por supuesto. Estar en la carretera todo el tiempo crea tensión en la relación.

Trazo la etiqueta de mi cerveza con el dedo índice.

—¿Cómo puedo destensarla?

Se encoge de hombros.

—No puedo darte una respuesta exacta. Mi único consejo es que paséis tiempo juntos tan a menudo como podáis. Vivid todas las aventuras posibles…

—¿Aventuras?

—Sí. A ver, Wellsy y yo apenas salíamos de casa durante los primeros meses. Estábamos tan cansados que solo nos sentábamos a ver Netflix, como un par de zombis. No era bueno para nosotros, y no creo que sea bueno para ninguna relación, la verdad. Estábamos encerrados en casa. Ella tocaba la guitarra y yo me quedaba frito en el sofá, y sí, a veces es agradable saber que ella está ahí, que compartís el mismo espacio.