El llano en llamas - Juan Rulfo - E-Book
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El llano en llamas E-Book

Juan Rulfo

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Beschreibung

La obra contiene 17 cuentos publicados por Juan Rulfo a partir de 1945, cuando aparece el titulado "Nos han dado la tierra" en las revistas América y Pan. Rulfo comenta los relatos que sigue escribiendo en cartas a su novia Clara Aparicio. En 1951 se publica el séptimo, "Diles que no me maten", en la revista América. Gracias a la primera beca que Rulfo recibe del Centro Mexicano de Escritores puede terminar los ocho que aparecerán con los previos en 1953, en el libro titulado El Llano en llamas, dedicado a Clara. Dos relatos más, aparecidos en revistas en 1955, serán incluidos en la edición de 1970.  Los cuentos incluidos en este volumen fueron considerados por Rulfo como su aproximación a Pedro Páramo. La presente edición incluye el texto definitivo de la obra establecido por la Fundación Juan Rulfo.

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Seitenzahl: 211

Veröffentlichungsjahr: 2024

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EL LLANO ENLLAMAS

Juan Rulfo

EDITORIAL RM & FUNDACIÓN JUAN RULFO

MÉXICO

A Cla­ra

Índice
El llano en llamas
Nos han dado la tierra
La cuesta de las comadres
Es que somos muy pobres
El hombre
En la madrugada
Talpa
Macario
El llano en llamas
¡Diles que no me maten!
Luvina
La noche que lo dejaron solo
Paso del norte
Acuérdate
No oyes ladrar los perros
El día del derrumbe
La herencia de matilde arcángel
Anacleto morones
Créditos

NOS HAN DA­DO LA TIE­RRA

dES­PUÉS DE TAN­TAS ho­ras de ca­mi­nar sin en­con­trar ni una som­bra de ár­bol, ni una se­mi­lla de ár­bol, ni una raíz de na­da, se oye el la­drar de los pe­rros.

Uno ha creí­do a ve­ces, en me­dio de es­te ca­mi­no sin ori­llas, que na­da ha­bría des­pués; que no se po­dría en­con­trar na­da al otro la­do, al fi­nal de es­ta lla­nu­ra ra­ja­da de grie­tas y de arro­yos se­cos. Pe­ro sí, hay al­go. Hay un pue­blo. Se oye que la­dran los pe­rros y se sien­te en el ai­re el olor del hu­mo, y se sa­bo­rea ese olor de la gen­te co­mo si fue­ra una es­pe­ran­za.

Pe­ro el pue­blo es­tá to­da­vía muy allá. Es el vien­to el que lo acer­ca.

He­mos ve­ni­do ca­mi­nan­do des­de el ama­ne­cer. Aho­ri­ta son al­go así co­mo las cua­tro de la tar­de. Al­guien se aso­ma al cie­lo, es­ti­ra los ojos ha­cia don­de es­tá col­ga­do el sol y di­ce:

—Son co­mo las cua­tro de la tar­de.

Ese al­guien es Me­li­tón. Jun­to con él, va­mos Faus­ti­no, Es­te­ban y yo. So­mos cua­tro. Yo los cuen­to: dos ade­lan­te, otros dos atrás. Mi­ro más atrás y no veo a na­die. En­ton­ces me di­go: “So­mos cua­tro.” Ha­ce ra­to, co­mo a eso de las on­ce, éra­mos vein­ti­tan­tos; pe­ro pu­ñi­to a pu­ñi­to se han ido des­per­di­gan­do has­ta que­dar na­da más es­te nu­do que so­mos no­so­tros.

Faus­ti­no di­ce:

—Pue­de que llue­va.

To­dos le­van­ta­mos la ca­ra y mi­ra­mos una nu­be ne­gra y pe­sa­da que pa­sa por en­ci­ma de nues­tras ca­be­zas. Y pen­sa­mos: “Pue­de que sí.”

No de­ci­mos lo que pen­sa­mos. Ha­ce ya tiem­po que se nos aca­ba­ron las ga­nas de ha­blar. Se nos aca­ba­ron con el ca­lor. Uno pla­ti­ca­ría muy a gus­to en otra par­te, pe­ro aquí cues­ta tra­ba­jo. Uno pla­ti­ca aquí y las pa­la­bras se ca­lien­tan en la bo­ca con el ca­lor de afue­ra, y se le re­se­can a uno en la len­gua has­ta que aca­ban con el re­sue­llo.

Aquí así son las co­sas. Por eso a na­die le da por pla­ti­car.

Cae una go­ta de agua, gran­de, gor­da, ha­cien­do un agu­je­ro en la tie­rra y de­jan­do una plas­ta co­mo la de un sa­li­va­zo. Cae so­la. No­so­tros es­pe­ra­mos a que si­gan ca­yen­do más. No llue­ve. Aho­ra si se mi­ra el cie­lo se ve a la nu­be agua­ce­ra co­rrién­do­se muy le­jos, a to­da pri­sa. El vien­to que vie­ne del pue­blo se le arri­ma em­pu­ján­do­la con­tra las som­bras azu­les de los ce­rros. Y a la go­ta caí­da por equi­vo­ca­ción se la co­me la tie­rra y la de­sa­pa­re­ce en su sed.

¿Quién dia­blos ha­ría es­te lla­no tan gran­de? ¿Pa­ra qué sir­ve, eh?

He­mos vuel­to a ca­mi­nar. Nos ha­bía­mos de­te­ni­do pa­ra ver llo­ver. No llo­vió. Aho­ra vol­ve­mos a ca­mi­nar. Y a mí se me ocu­rre que he­mos ca­mi­na­do más de lo que lle­va­mos an­da­do. Se me ocu­rre eso. De ha­ber llo­vi­do qui­zá se me ocu­rrie­ran otras co­sas. Con to­do, yo sé que des­de que yo era mu­cha­cho, no vi llo­ver nun­ca so­bre el lla­no, lo que se lla­ma llo­ver.

No, el lla­no no es co­sa que sir­va. No hay ni co­ne­jos ni pá­ja­ros. No hay na­da. A no ser unos cuan­tos hui­za­ches tres­pe­le­ques y una que otra man­chi­ta de za­ca­te con las ho­jas en­ros­ca­das; a no ser eso, no hay na­da.

Y por aquí va­mos no­so­tros. Los cua­tro a pie. An­tes an­dá­ba­mos a ca­ba­llo y traía­mos ter­cia­da una ca­ra­bi­na. Aho­ra no trae­mos ni si­quie­ra la ca­ra­bi­na.

Yo siem­pre he pen­sa­do que en eso de qui­tar­nos la ca­ra­bi­na hi­cie­ron bien. Por acá re­sul­ta pe­li­gro­so an­dar ar­ma­do. Lo ma­tan a uno sin avi­sar­le, vién­do­lo a to­da ho­ra con “la 30” ama­rra­da a las co­rreas. Pe­ro los ca­ba­llos son otro asun­to. De ve­nir a ca­ba­llo ya hu­bié­ra­mos pro­ba­do el agua ver­de del río, y pa­sea­do nues­tros es­tó­ma­gos por las ca­lles del pue­blo pa­ra que se les ba­ja­ra la co­mi­da. Ya lo hu­bié­ra­mos he­cho de te­ner to­dos aque­llos ca­ba­llos que te­nía­mos. Pe­ro tam­bién nos qui­ta­ron los ca­ba­llos jun­to con la ca­ra­bi­na.

Vuel­vo ha­cia to­dos la­dos y mi­ro el lla­no. Tan­ta y ta­ma­ña tie­rra pa­ra na­da. Se le res­ba­lan a uno los ojos al no en­con­trar co­sa que los de­ten­ga. Só­lo unas cuan­tas la­gar­ti­jas sa­len a aso­mar la ca­be­za por en­ci­ma de sus agu­je­ros, y lue­go que sien­ten la ta­te­ma del sol co­rren a es­con­der­se en la som­bri­ta de una pie­dra. Pe­ro no­so­tros, cuan­do ten­ga­mos que tra­ba­jar aquí, ¿qué ha­re­mos pa­ra en­friar­nos del sol, eh? Por­que a no­so­tros nos die­ron es­ta cos­tra de te­pe­ta­te pa­ra que la sem­brá­ra­mos.

Nos di­je­ron:

—Del pue­blo pa­ra acá es de us­te­des.

No­so­tros pre­gun­ta­mos:

—¿El Lla­no?

—Sí, el lla­no. To­do el Lla­no Gran­de.

No­so­tros pa­ra­mos la je­ta pa­ra de­cir que el Lla­no no lo que­ría­mos. Que que­ría­mos lo que es­ta­ba jun­to al río. Del río pa­ra allá, por las ve­gas, don­de es­tán esos ár­bo­les lla­ma­dos ca­sua­ri­nas y las pa­ra­ne­ras y la tie­rra bue­na. No es­te du­ro pe­lle­jo de va­ca que se lla­ma el Lla­no.

Pe­ro no nos de­ja­ron de­cir nues­tras co­sas. El de­le­ga­do no ve­nía a con­ver­sar con no­so­tros. Nos pu­so los pa­pe­les en la ma­no y nos di­jo:

—No se va­yan a asus­tar por te­ner tan­to te­rre­no pa­ra us­te­des so­los.

—Es que el Lla­no, se­ñor de­le­ga­do…

—Son mi­les y mi­les de yun­tas.

—Pe­ro no hay agua. Ni si­quie­ra pa­ra ha­cer un bu­che hay agua.

—¿Y el tem­po­ral? Na­die les di­jo que se les iba a do­tar con tie­rras de rie­go. En cuan­to allí llue­va, se le­van­ta­rá el maíz co­mo si lo es­ti­ra­ran.

—Pe­ro, se­ñor de­le­ga­do, la tie­rra es­tá des­la­va­da, du­ra. No cree­mos que el ara­do se en­tie­rre en esa co­mo can­te­ra que es la tie­rra del Lla­no. Ha­bría que ha­cer agu­je­ros con el aza­dón pa­ra sem­brar la se­mi­lla y ni aun así es po­si­ti­vo que naz­ca na­da; ni maíz ni na­da na­ce­rá.

—Eso ma­nifiés­ten­lo por es­cri­to. Y aho­ra vá­yan­se. Es al la­ti­fun­dio al que tie­nen que ata­car, no al Go­bier­no que les da la tie­rra.

—Es­pé­re­nos us­ted, se­ñor de­le­ga­do. No­so­tros no he­mos di­cho na­da con­tra el Cen­tro. To­do es con­tra el Lla­no… No se pue­de con­tra lo que no se pue­de. Eso es lo que he­mos di­cho… Es­pé­re­nos us­ted pa­ra ex­pli­car­le. Mi­re, va­mos a co­men­zar por don­de íba­mos…

Pe­ro él no nos qui­so oír.

Así nos han da­do es­ta tie­rra. Y en es­te co­mal aca­lo­ra­do quie­ren que sem­bre­mos se­mi­llas de al­go, pa­ra ver si al­go re­to­ña y se le­van­ta. Pe­ro na­da se le­van­ta­rá de aquí. Ni zo­pi­lo­tes. Uno los ve allá ca­da y cuan­do, muy arri­ba, vo­lan­do a la ca­rre­ra; tra­tan­do de sa­lir lo más pron­to po­si­ble de es­te blan­co te­rre­gal en­du­re­ci­do, don­de na­da se mue­ve y por don­de uno ca­mi­na co­mo re­cu­lan­do.

Me­li­tón di­ce:

—És­ta es la tie­rra que nos han da­do.

Faus­ti­no di­ce:

—¿Qué?

Yo no di­go na­da. Yo pien­so: “Me­li­tón no tie­ne la ca­be­za en su lu­gar. Ha de ser el ca­lor el que lo ha­ce ha­blar así. El ca­lor que le ha tras­pa­sa­do el som­bre­ro y le ha ca­len­ta­do la ca­be­za. Y si no, ¿por qué di­ce lo que di­ce? ¿Cuál tie­rra nos han da­do, Me­li­tón? Aquí no hay ni la tan­ti­ta que ne­ce­si­ta­ría el vien­to pa­ra ju­gar a los re­mo­li­nos.”

Me­li­tón vuel­ve a de­cir:

—Ser­vi­rá de al­go. Ser­vi­rá aun­que sea pa­ra co­rrer ye­guas.

—¿Cuá­les ye­guas? —le pre­gun­ta Es­te­ban.

Yo no me ha­bía fi­ja­do bien a bien en Es­te­ban. Aho­ra que ha­bla, me fi­jo en él. Lle­va pues­to un ga­bán que le lle­ga al om­bli­go, y de­ba­jo del ga­bán sa­ca la ca­be­za al­go así co­mo una ga­lli­na.

Sí, es una ga­lli­na co­lo­ra­da la que lle­va Es­te­ban de­ba­jo del ga­bán. Se le ven los ojos dor­mi­dos y el pi­co abier­to co­mo si bos­te­za­ra. Yo le pre­gun­to:

—Oye, Te­ban, ¿dón­de pe­pe­nas­te esa ga­lli­na?

—Es la mía —di­ce él.

—No la traías an­tes. ¿Dón­de la mer­cas­te, eh?

—No la mer­qué, es la ga­lli­na de mi co­rral.

—En­ton­ces te la tra­jis­te de bas­ti­men­to, ¿no?

—No, la trai­go pa­ra cui­dar­la. Mi ca­sa se que­dó so­la y sin na­die pa­ra que le die­ra de co­mer; por eso me la tra­je. Siem­pre que sal­go le­jos car­go con ella.

—Allí es­con­di­da se te va a aho­gar. Me­jor sá­ca­la al ai­re.

Él se la aco­mo­da de­ba­jo del bra­zo y le so­pla el ai­re ca­lien­te de su bo­ca. Lue­go di­ce:

—Es­ta­mos lle­gan­do al de­rrum­ba­de­ro.

Yo ya no oi­go lo que si­gue di­cien­do Es­te­ban. Nos he­mos pues­to en fi­la pa­ra ba­jar la ba­rran­ca y él va me­ro ade­lan­te. Se ve que ha aga­rra­do a la ga­lli­na por las pa­tas y la zan­go­lo­tea a ca­da ra­to, pa­ra no gol­pear­le la ca­be­za con­tra las pie­dras.

Con­for­me ba­ja­mos, la tie­rra se ha­ce bue­na. Su­be pol­vo des­de no­so­tros co­mo si fue­ra un ata­jo de mu­las lo que ba­ja­ra por allí; pe­ro nos gus­ta lle­nar­nos de pol­vo. Nos gus­ta. Des­pués de ve­nir du­ran­te on­ce ho­ras pi­san­do la du­re­za del lla­no, nos sen­ti­mos muy a gus­to en­vuel­tos en aque­lla co­sa que brin­ca so­bre no­so­tros y sa­be a tie­rra.

Por en­ci­ma del río, so­bre las co­pas ver­des de las ca­sua­ri­nas, vue­lan par­va­das de cha­cha­la­cas ver­des. Eso tam­bién es lo que nos gus­ta.

Aho­ra los la­dri­dos de los pe­rros se oyen aquí, jun­to a no­so­tros, y es que el vien­to que vie­ne del pue­blo re­ta­cha en la ba­rran­ca y la lle­na de to­dos sus rui­dos.

Es­te­ban ha vuel­to a abra­zar su ga­lli­na cuan­do nos acer­ca­mos a las pri­me­ras ca­sas. Le de­sa­ta las pa­tas pa­ra de­sen­tu­me­cer­la, y lue­go él y su ga­lli­na de­sa­pa­re­cen de­trás de unos te­pe­mez­qui­tes.

—¡Por aquí arrien­do yo! —nos di­ce Es­te­ban.

No­so­tros se­gui­mos ade­lan­te, más aden­tro del pue­blo.

La tie­rra que nos han da­do es­tá allá arri­ba.

LA CUESTA DE LAS COMADRES

LOS DI­FUN­TOS TO­RRI­COS siem­pre fue­ron bue­nos ami­gos míos. Tal vez en Za­po­tlán no los qui­sie­ran pe­ro, lo que es de mí, siem­pre fue­ron bue­nos ami­gos, has­ta tan­ti­to an­tes de mo­rir­se. Aho­ra eso de que no los qui­sie­ran en Za­po­tlán no te­nía nin­gu­na im­por­tan­cia, por­que tam­po­co a mí me que­rían allí, y ten­go en­ten­di­do que a na­die de los que vi­vía­mos en la Cues­ta de las Co­ma­dres nos pu­die­ron ver con bue­nos ojos los de Za­po­tlán. Es­to era des­de vie­jos tiem­pos.

Por otra par­te, en la Cues­ta de las Co­ma­dres los To­rri­cos no la lle­va­ban bien con to­do mun­do. Se­gui­do ha­bía de­sa­ve­nen­cias. Y si no es mu­cho de­cir, ellos eran allí los due­ños de la tie­rra y de las ca­sas que es­ta­ban en­ci­ma de la tie­rra, con to­do y que, cuan­do el re­par­to, la ma­yor par­te de la Cues­ta de las Co­ma­dres nos ha­bía to­ca­do por igual a los se­sen­ta que allí vi­vía­mos, y a ellos, a los To­rri­cos, na­da más un pe­da­zo de mon­te, con una mez­ca­le­ra na­da más, pe­ro don­de es­ta­ban des­per­di­ga­das ca­si to­das las ca­sas. A pe­sar de eso, la Cues­ta de las Co­ma­dres era de los To­rri­cos. El coa­mil que yo tra­ba­ja­ba era tam­bién de ellos: de Odi­lón y Re­mi­gio To­rri­co, y la do­ce­na y me­dia de lo­mas ver­des que se veían allá aba­jo eran jun­ta­men­te de ellos. No ha­bía por qué ave­ri­guar na­da. To­do mun­do sa­bía que así era.

Sin em­bar­go, de aque­llos días a es­ta par­te, la Cues­ta de las Co­ma­dres se ha­bía ido des­ha­bi­tan­do. De tiem­po en tiem­po, al­guien se iba; atra­ve­sa­ba el guar­da­ga­na­do don­de es­tá el pa­lo al­to, y de­sa­pa­re­cía en­tre los en­ci­nos y no vol­vía a apa­re­cer ya nun­ca. Se iban, eso era to­do.

Y yo tam­bién hu­bie­ra ido de bue­na ga­na a aso­mar­me a ver qué ha­bía tan atrás del mon­te que no de­ja­ba vol­ver a na­die; pe­ro me gus­ta­ba el te­rre­ni­to de la Cues­ta, y ade­más era buen ami­go de los To­rri­cos.

El coa­mil don­de yo sem­bra­ba to­dos los años un tan­ti­to de maíz pa­ra te­ner elo­tes, y otro tan­ti­to de fri­jol, que­da­ba por el la­do de arri­ba, allí don­de la la­de­ra ba­ja has­ta esa ba­rran­ca que le di­cen Ca­be­za del To­ro.

El lu­gar no era feo; pe­ro la tie­rra se ha­cía pe­ga­jo­sa des­de que co­men­za­ba a llo­ver, y lue­go ha­bía un des­pa­rra­ma­de­ro de pie­dras du­ras y fi­lo­sas co­mo tron­co­nes que pa­re­cían cre­cer con el tiem­po. Sin em­bar­go, el maíz se pe­ga­ba bien y los elo­tes que allí se da­ban eran muy dul­ces. Los To­rri­cos, que pa­ra to­do lo que se co­mían ne­ce­si­ta­ban la sal de te­ques­qui­te, pa­ra mis elo­tes no; nun­ca bus­ca­ron ni ha­bla­ron de echar­le te­ques­qui­te a mis elo­tes, que eran de los que se da­ban en Ca­be­za del To­ro.

Y con to­do y eso, y con to­do y que las lo­mas ver­des de allá aba­jo eran me­jo­res, la gen­te se fue aca­ban­do. No se iban pa­ra el la­do de Za­po­tlán, si­no por es­te otro rum­bo, por don­de lle­ga a ca­da ra­to ese vien­to lle­no del olor de los en­ci­nos y del rui­do del mon­te. Se iban ca­lla­dos la bo­ca, sin de­cir na­da ni pe­lear­se con na­die. Es se­gu­ro que les so­bra­ban ga­nas de pe­lear­se con los To­rri­cos pa­ra des­qui­tar­se de to­do el mal que les ha­bían he­cho; pe­ro no tu­vie­ron áni­mos.

Se­gu­ro eso pa­só.

La co­sa es que to­da­vía des­pués de que mu­rie­ron los To­rri­cos na­die vol­vió más por aquí. Yo es­tu­ve es­pe­ran­do. Pe­ro na­die re­gre­só. Pri­me­ro les cui­dé sus ca­sas; re­men­dé los te­chos y les pu­se ra­mas a los agu­je­ros de sus pa­re­des; pe­ro vien­do que tar­da­ban en re­gre­sar, las de­jé por la paz. Los úni­cos que no de­ja­ron nun­ca de ve­nir fue­ron los agua­ce­ros de me­dia­dos de año, y esos ven­ta­rro­nes que so­plan en fe­bre­ro y que le vue­lan a uno la co­bi­ja a ca­da ra­to. De vez en cuan­do, tam­bién, ve­nían los cuer­vos vo­lan­do muy ba­ji­to y graz­nan­do fuer­te co­mo si cre­ye­ran es­tar en al­gún lu­gar des­ha­bi­ta­do.

Así si­guie­ron las co­sas to­da­vía des­pués de que se mu­rie­ron los To­rri­cos.

An­tes, des­de aquí, sen­ta­do don­de aho­ra es­toy, se veía cla­ra­men­te Za­po­tlán. En cual­quier ho­ra del día y de la no­che po­día ver­se la man­chi­ta blan­ca de Za­po­tlán allá le­jos. Pe­ro aho­ra las ja­ri­llas han cre­ci­do muy tu­pi­do y, por más que el ai­re las mue­ve de un la­do pa­ra otro, no de­jan ver na­da de na­da.

Me acuer­do de an­tes, cuan­do los To­rri­cos ve­nían a sen­tar­se aquí tam­bién y se es­ta­ban acu­cli­lla­dos ho­ras y ho­ras has­ta el os­cu­re­cer, mi­ran­do pa­ra allá sin can­sar­se, co­mo si el lu­gar es­te les sa­cu­die­ra sus pen­sa­mien­tos o el mi­to­te de ir a pa­sear­se a Za­po­tlán. Só­lo des­pués su­pe que no pen­sa­ban en eso. Úni­ca­men­te se po­nían a ver el ca­mi­no: aquel an­cho ca­lle­jón are­no­so que se po­día se­guir con la mi­ra­da des­de el co­mien­zo has­ta que se per­día en­tre los oco­tes del ce­rro de la Me­dia Lu­na.

Yo nun­ca co­no­cí a na­die que tu­vie­ra un al­can­ce de vis­ta co­mo el de Re­mi­gio To­rri­co. Era tuer­to. Pe­ro el ojo ne­gro y me­dio ce­rra­do que le que­da­ba pa­re­cía acer­car tan­to las co­sas, que ca­si las traía jun­to a sus ma­nos. Y de allí a sa­ber qué bul­tos se mo­vían por el ca­mi­no no ha­bía nin­gu­na di­fe­ren­cia. Así, cuan­do su ojo se sen­tía a gus­to te­nien­do en quién re­car­gar la mi­ra­da, los dos se le­van­ta­ban de su di­vi­sa­de­ro y de­sa­pa­re­cían de la Cues­ta de las Co­ma­dres por al­gún tiem­po.

Eran los días en que to­do se po­nía de otro mo­do aquí en­tre no­so­tros. La gen­te sa­ca­ba de las cue­vas del mon­te sus ani­ma­li­tos y los traía a ama­rrar en sus co­rra­les. En­ton­ces se sa­bía que ha­bía bo­rre­gos y gua­jo­lo­tes. Y era fá­cil ver cuán­tos mon­to­nes de maíz y de ca­la­ba­zas ama­ri­llas ama­ne­cían aso­leán­do­se en los pa­tios. El vien­to que atra­ve­sa­ba los ce-­rros era más frío que otras ve­ces; pe­ro, no se sa­bía por qué, to­dos allí de­cían que ha­cía muy buen tiem­po. Y uno oía en la ma­dru­ga­da que can­ta­ban los ga­llos co­mo en cual­quier lu­gar tran­qui­lo, y aque­llo pa­re­cía co­mo si siem­pre hu­bie­ra ha­bi­do paz en la Cues­ta de las Co­ma­dres.

Lue­go vol­vían los To­rri­cos. Avi­sa­ban que ve­nían des­de an­tes que lle­ga­ran, por­que sus pe­rros sa­lían a la ca­rre­ra y no pa­ra­ban de la­drar has­ta en­con­trar­los. Y na­da más por los la­dri­dos to­dos cal­cu­la­ban la dis­tan­cia y el rum­bo por don­de irían a lle­gar. En­ton­ces la gen­te se apu­ra­ba a es­con­der otra vez sus co­sas.

Siem­pre fue así el mie­do que traían los di­fun­tos To­rri­cos ca­da vez que re­gre­sa­ban a la Cues­ta de las Co­ma­dres.

Pe­ro yo nun­ca lle­gué a te­ner­les mie­do. Era buen ami­go de los dos y a ve­ces hu­bie­ra que­ri­do ser un po­co me­nos vie­jo pa­ra me­ter­me en los tra­ba­jos en que ellos an­da­ban. Sin em­bar­go, ya no ser­vía yo pa­ra mu­cho. Me di cuen­ta aque­lla no­che en que les ayu­dé a ro­bar a un arrie­ro. En­ton­ces me di cuen­ta de que me fal­ta­ba al­go. Co­mo que la vi­da que yo te­nía es­ta­ba ya muy des­per­di­cia­da y no aguan­ta­ba más es­ti­ro­nes. De eso me di cuen­ta.

Fue co­mo a me­dia­dos de las aguas cuan­do los To­rri­cos me con­vi­da­ron pa­ra que les ayu­da­ra a traer unos ter­cios de azú­car. Yo iba un po­co asus­ta­do. Pri­me­ro, por­que es­ta­ba ca­yen­do una tor­men­ta de esas en que el agua pa­re­ce es­car­bar­le a uno por de­ba­jo de los pies. Des­pués, por­que no sa­bía adón­de iba. De cual­quier mo­do, allí vi yo la se­ñal de que no es­ta­ba he­cho ya pa­ra an­dar en an­dan­zas.

Los To­rri­cos me di­je­ron que no es­ta­ba le­jos el lu­gar adon­de íba­mos. “En co­sa de un cuar­to de ho­ra es­ta­mos allá”, me di­je­ron. Pe­ro cuan­do al­can­za­mos el ca­mi­no de la Me­dia Lu­na co­men­zó a os­cu­re­cer y cuan­do lle­ga­mos a don­de es­ta­ba el arrie­ro era ya al­ta la no­che.

El arrie­ro no se pa­ró a ver quién ve­nía. Se­gu­ra­men­te es­ta­ba es­pe­ran­do a los To­rri­cos y por eso no le lla­mó la aten­ción ver­nos lle­gar. Eso pen­sé. Pe­ro to­do el ra­to que tra­ji­na­mos de aquí pa­ra allá con los ter­cios de azú­car, el arrie­ro se es­tu­vo quie­to, aga­za­pa­do en­tre el za­ca­tal. En­ton­ces le di­je eso a los To­rri­cos. Les di­je:

—Ése que es­tá allí ti­ra­do pa­re­ce es­tar muer­to o al­go por el es­ti­lo.

—No, na­da más ha de es­tar dor­mi­do —me di­je­ron ellos—. Lo de­ja­mos aquí cui­dan­do, pe­ro se ha de ha­ber can­sa­do de es­pe­rar y se dur­mió.

Yo fui y le di una pa­ta­da en las cos­ti­llas pa­ra que des­per­ta­ra; pe­ro el hom­bre si­guió igual de ti­ran­te.

—Es­tá bien muer­to —les vol­ví a de­cir.

—No, no te creas, no­más es­tá tan­ti­to ata­ran­ta­do por­que Odi­lón le dio con un le­ño en la ca­be­za, pe­ro des­pués se le­van­ta­rá. Ya ve­rás que en cuan­to sal­ga el sol y sien­ta el ca­lor­ci­to, se le­van­ta­rá muy apri­sa y se irá en se­gui­da pa­ra su ca­sa. ¡Agá­rra­te ese ter­cio de allí y vá­mo­nos! —fue to­do lo que me di­je­ron.

Ya por úl­ti­mo le di una úl­ti­ma pa­ta­da al muer­ti­to y so­nó igual que si se la hu­bie­ra da­do a un tron­co se­co. Lue­go me eché la car­ga al hom­bro y me vi­ne por de­lan­te. Los To­rri­cos me ve­nían si­guien­do. Los oí que can­ta­ban du­ran­te lar­go ra­to, has­ta que ama­ne­ció. Cuan­do ama­ne­ció de­jé de oír­los. Ese ai­re que so­pla tan­ti­to an­tes de la ma­dru­ga­da se lle­vó los gri­tos de su can­ción y ya no pu­de sa­ber si me se­guían, has­ta que oí pa­sar por to­dos la­dos los la­dri­dos en­ca­rre­ra­dos de sus pe­rros.

De ese mo­do fue co­mo su­pe qué co­sas iban a es­piar to­das las tar­des los To­rri­cos, sen­ta­dos jun­to a mi ca­sa de la Cues­ta de las Co­ma­dres.

A RE­MI­GIO TO­RRI­CO yo lo ma­té.

Ya pa­ra en­ton­ces que­da­ba po­ca gen­te en­tre los ran­chos. Pri­me­ro se ha­bían ido de uno en uno; pe­ro los úl­ti­mos ca­si se fue­ron en ma­na­da. Ga­na­ron y se fue­ron, apro­ve­chan­do la lle­ga­da de las he­la­das. En años pa­sa­dos lle­ga­ron las he­la­das y aca­ba­ron con las siem­bras en una so­la no­che. Y es­te año tam­bién. Por eso se fue­ron. Cre­ye­ron se­gu­ra­men­te que el año si­guien­te se­ría lo mis­mo y pa­re­ce que ya no se sin­tie­ron con ga­nas de se­guir so­por­tan­do las ca­la­mi­da­des del tiem­po to­dos los años y la ca­la­mi­dad de los To­rri­cos to­do el tiem­po.

Así que, cuan­do yo ma­té a Re­mi­gio To­rri­co, ya es­ta­ban bien va­cías de gen­te la Cues­ta de las Co­ma­dres y las lo­mas de los al­re­de­do­res.

Es­to su­ce­dió co­mo en oc­tu­bre. Me acuer­do que ha­bía una lu­na muy gran­de y muy lle­na de luz, por­que yo me sen­té afue­ri­ta de mi ca­sa a re­men­dar un cos­tal to­do agu­je­ra­do, apro­ve­chan­do la bue­na luz de la lu­na, cuan­do lle­gó el To­rri­co.

Ha de ha­ber an­da­do bo­rra­cho. Se me pu­so en­fren­te y se bam­bo­lea­ba de un la­do pa­ra otro, ta­pán­do­me y des­ta­pán­do­me la luz que yo ne­ce­si­ta­ba de la lu­na.

—Ir la­de­rean­do no es bue­no —me di­jo des­pués de mu­cho ra­to—. A mí me gus­tan las co­sas de­re­chas, y si a ti no te gus­tan, ahi te lo hai­ga, por­que yo he ve­ni­do aquí a en­de­re­zar­las.

Yo se­guí re­men­dan­do mi cos­tal. Te­nía pues­tos to­dos mis ojos en co­ser­le los agu­je­ros, y la agu­ja de arria tra­ba­ja­ba muy bien cuan­do la alum­bra­ba la luz de la lu­na. Se­gu­ro por eso cre­yó que yo no me preo­cu­pa­ba de lo que de­cía:

—A ti te es­toy ha­blan­do —me gri­tó, aho­ra sí ya co­ra­ju­do—. Bien sa­bes a lo que he ve­ni­do.

Me es­pan­té un po­co cuan­do se me acer­có y me gri­tó aque­llo ca­si a bo­ca de ja­rro. Sin em­bar­go, tra­té de ver­le la ca­ra pa­ra sa­ber de qué ta­ma­ño era su co­ra­je y me le que­dé mi­ran­do, co­mo pre­gun­tán­do­le a qué ha­bía ve­ni­do.

Eso sir­vió. Ya más cal­ma­do se sol­tó di­cien­do que a la gen­te co­mo yo ha­bía que aga­rrar­la des­pre­ve­ni­da.

—Se me se­ca la bo­ca al es­tar­te ha­blan­do des­pués de lo que hi­cis­te —me di­jo—; pe­ro era tan ami­go mío mi her­ma­no co­mo tú y só­lo por eso vi­ne a ver­te, a ver có­mo sa­cas en cla­ro lo de la muer­te de Odi­lón.

Yo lo oía ya muy bien. De­jé a un la­do el cos­tal y me que­dé oyén­do­lo sin ha­cer otra co­sa.

Su­pe có­mo me echa­ba a mí la cul­pa de ha­ber ma­ta­do a su her­ma­no. Pe­ro no ha­bía si­do yo. Me acor­da­ba quién ha­bía si­do, y yo se lo hu­bie­ra di­cho, aun­que pa­re­cía que él no me de­ja­ría lu­gar pa­ra pla­ti­car­le có­mo es­ta­ban las co­sas.

—Odi­lón y yo lle­ga­mos a pe­lear­nos mu­chas ve­ces —si­guió di­cién­do­me—. Era al­go du­ro de en­ten­de­de­ras y le gus­ta­ba en­ca­rar­se con to­dos, pe­ro no pa­sa­ba de allí. Con unos cuan­tos gol­pes se cal­ma­ba. Y eso es lo que quie­ro sa­ber: si te di­jo al­go, o te qui­so qui­tar al­go o qué fue lo que pa­só. Pu­do ser que te ha­ya que­ri­do gol­pear y tú le ma­dru­gas­te. Al­go de eso ha de ha­ber su­ce­di­do.

Yo sa­cu­dí la ca­be­za pa­ra de­cir­le que no, que yo no te­nía na­da que ver…

—Oye —me ata­jó el To­rri­co—, Odi­lón lle­va­ba ese día ca­tor­ce pe­sos en la bol­sa de la ca­mi­sa. Cuan­do lo le­van­té, lo es­cul­qué y no en­con­tré esos ca­tor­ce pe­sos. Lue­go ayer su­pe que te ha­bías com­pra­do una fra­za­da.

Y eso era cier­to. Yo me ha­bía com­pra­do una fra­za­da. Vi que se ve­nían muy apri­sa los fríos y el ga­bán que yo te­nía es­ta­ba ya to­di­to he­cho ga­rras, por eso fui a Za­po­tlán a con­se­guir una fra­za­da. Pe­ro pa­ra eso ha­bía ven­di­do el par de chi­vos que te­nía, y no fue con los ca­tor­ce pe­sos de Odi­lón con lo que la com­pré. Él po­día ver que si el cos­tal se ha­bía lle­na­do de agu­je­ros se de­bió a que tu­ve que lle­var­me al chi­vi­to chi­qui­to allí me­ti­do, por­que to­da­vía no po­día ca­mi­nar co­mo yo que­ría.

—Sá­be­te de una vez por to­das que pien­so pa­gar­me lo que le hi­cie­ron a Odi­lón, sea quien sea el que lo ma­tó. Y yo sé quién fue —oí que me de­cía ca­si en­ci­ma de mi ca­be­za.

—¿De mo­do que fui yo? —le pre­gun­té.

—¿Y quién más? Odi­lón y yo éra­mos sin­ver­güen­zas y lo que tú quie­ras, y no di­go que no lle­ga­mos a ma­tar a na­die; pe­ro nun­ca lo hi­ci­mos por tan po­co. Eso sí te lo di­go a ti.

La lu­na gran­de de oc­tu­bre pe­ga­ba de lle­no so­bre el co­rral y man­da­ba has­ta la pa­red de mi ca­sa la som­bra lar­ga de Re­mi­gio. Lo vi que se mo­vía en di­rec­ción de un te­jo­co­te y que aga­rra­ba el guan­go que yo siem­pre te­nía re­car­ga­do allí. Lue­go vi que re­gre­sa­ba con el guan­go en la ma­no.

Pe­ro al qui­tar­se él de en­fren­te, la luz de la lu­na hi­zo bri­llar la agu­ja de arria, que yo ha­bía cla­va­do en el cos­tal. Y no sé por qué, pe­ro de pron­to co­men­cé a te­ner una fe muy gran­de en aque­lla agu­ja. Por eso, al pa­sar Re­mi­gio To­rri­co por mi la­do, de­sen­sar­té la agu­ja y sin es­pe­rar otra co­sa se la hun­dí a él cer­qui­ta del om­bli­go. Se la hun­dí has­ta don­de le cu­po. Y allí la de­jé.

Lue­go lue­go se en­ga­rru­ñó co­mo cuan­do da el có­li­co y co­men­zó a aca­lam­brar­se has­ta do­blar­se po­co a po­co so­bre las cor­vas y que­dar sen­ta­do en el sue­lo, to­do en­te­le­ri­do y con el sus­to aso­mán­do­se­le por el ojo.

Por un mo­men­to pa­re­ció co­mo que se iba a en­de­re­zar pa­ra dar­me un ma­che­ta­zo con el guan­go; pe­ro se­gu­ro se arre­pin­tió o no su­po ya qué ha­cer, sol­tó el guan­go y vol­vió a en­ga­rru­ñar­se. Na­da más eso hi­zo.

En­ton­ces vi que se le iba en­tris­te­cien­do la mi­ra­da co­mo si co­men­za­ra a sen­tir­se en­fer­mo. Ha­cía mu­cho que no me to­ca­ba ver una mi­ra­da así de tris­te y me en­tró la lás­ti­ma. Por eso apro­ve­ché pa­ra sa­car­le la agu­ja de arria del om­bli­go y me­tér­se­la más arri­bi­ta, allí don­de pen­sé que ten­dría el co­ra­zón. Y sí, allí lo te­nía, por­que no­más dio dos o tres res­pin­gos co­mo un po­llo des­ca­be­za­do y lue­go se que­dó quie­to.

Ya de­bía ha­ber es­ta­do muer­to cuan­do le di­je: