El lobo de mar - Jack London - E-Book

El lobo de mar E-Book

Jack London

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Beschreibung

Basada en sus propias vivencias en alta mar, London escribió esta obra, considerada como una de las mejores novelas de aventuras de todos los tiempos. En ella analiza, a través de dos fascinantes personajes -el idealista y culto Humphrey van Weyden y el duro y egoísta marino Wolf Larsen-, la débil condición humana

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Akal / Básica de Bolsillo

Jack London

EL LOBO DE MAR

En 1904, con tan sólo 28 años, Jack London escribía una de sus grandes novelas de aventuras, El lobo de mar, tan auténtica como lo pueden ser Colmillo blanco o La llamada de la naturaleza. Bajo la lupa de una experiencia extrema en alta mar, London vuelve a poner sobre la mesa la débil condición humana a través de dos personajes tan fascinantes como contrapuestos. Uno de ellos, el idealista, culto, esteta y refinadísimo intelectual Humphrey van Weyden. El otro, Wolf Larsen, un tipo duro, un marino cuya única ley es la de su beneficio y que el viento le sea favorable en la caza de focas y sin una lágrima de escrúpulos, inspirado sin duda en alguno de los «lobos de mar» que London debió conocer en sus tiempos de marinero.

Personalmente, London también tuvo que enfrentarse a situaciones difíciles, un durísimo aprendizaje vital que lo convirtió en un profundo conocedor de los desgarros del alma y el corazón del hombre, que dotan a sus obras de una profundidad y una emoción siempre enormes bajo el aparente calificativo de novela de aventuras.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ediciones Akal, S. A., 2016

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4314-0

CAPÍTULO I

No sé por dónde empezar; pero, a veces, en broma, pongo la causa de todo en la cuenta de Charley Furuseth. Este poseía una residencia de verano en Mill Valley, a la sombra del monte Tamalpais, ocupándola cuando descansaba en los meses de invierno, y leía a Nietzsche y a Schopenhauer para dar reposo a su espíritu. Al llegar el verano, vivía la existencia calurosa y polvorienta de la ciudad y trabajaba incesantemente. De no haber tenido la costumbre de ir a verle todos los sábados y permanecer a su lado el lunes, aquella mañana de enero no me hubiese sorprendido cruzando la bahía de San Francisco.

No es que navegara en una embarcación poco segura, pues el Martínez era un vapor nuevo que hacía la cuarta o quinta travesía entre Sauzalito y San Francisco. El peligro residía en la tupida niebla que cubría el mar, y de la que yo, hombre de tierra, no recelaba en lo más mínimo. Es más: recuerdo la plácida exaltación con que me instalé en el puente de proa, junto a la garita del piloto, y dejé que el misterio de la bruma se apoderase de mi imaginación. Soplaba una brisa fresca, y durante un buen rato permanecí solo en la húmeda penumbra, aunque no del todo, pues sentía vagamente la presencia del piloto y de quien ocupaba la garita de cristales situada a la altura de mi cabeza, que supuse sería el capitán.

Recuerdo que pensaba en la comodidad de la división del trabajo, que me ahorraba la necesidad de estudiar las nieblas, los vientos, las mareas y el arte náutico, para visitar a mi amigo que vivía al otro lado de la bahía. Estaba bien eso de que se especializaran los hombres, meditaba yo. Los conocimientos del piloto y del capitán bastaban para muchos miles de personas que entendían tanto como yo del mar y sus misterios. Por otra parte, en lugar de dedicar energías al estudio de infinidad de cosas, las concentraba en pocas materias, como, por ejemplo, investigar el plano que Edgar Poe ocupa en la literatura americana, un ligero ensayo que acababa de publicar el Atlantic, abierto precisamente por la página donde estaba mi ensayo. Y aquí venía otra vez la división del trabajo; los conocimientos especiales del piloto y del capitán permitían al caballero gordo apreciar mi conocimiento acerca de Poe, mientras le transportaban con toda seguridad desde Sauzalito a San Francisco.

Un hombre de rostro encendido, cerrando ruidosamente tras de él la puerta de la cabina, interrumpió mis reflexiones. En mi mente se grabó todo esto para usarlo en un ensayo en proyecto que pensaba titular: «La necesidad de la independencia. Una defensa para el artista». El hombre del rostro colorado dirigió una mirada a la garita del piloto, observó la niebla que nos envolvía, dio una vuelta, cojeando, por la cubierta (evidentemente llevaba las piernas artificiales) y se detuvo a mi lado con las piernas muy separadas y una satisfacción intensa en el semblante. No me equivoqué al conjeturar que había pasado la mayor parte de su vida en el mar.

—Un tiempo inmundo como este hace encanecer antes de hora –dijo, señalando con la cabeza la garita del piloto.

—Yo no me figuraba que esto exigiese ningún esfuerzo –repuse–. Parece tan sencillo como el a b c el conocer la dirección por la brújula, la distancia y la velocidad. Lo que hubiese llamado seguridad matemática.

—¡Sencillo como el a b c! ¡Seguridad matemática! –dijo, excitado.

Pareció crecer y me miró, con el cuerpo inclinado hacia atrás.

—¿Cree usted que se aventuran muchos a cruzar con este tiempo la Puerta de Oro? –preguntó, o, mejor dicho, bramó–. ¿Cómo avanzar a la ventura? ¿Eh? Escuche y verá. La campana de una boya; pero ¿dónde se halla? Mire cómo cambian de dirección.

A través de la niebla llegaba el triste tañido de una campana, y vi al piloto que hacía girar el volante con gran presteza. La campana que me pareció oír a proa sonaba ahora a un lado. Nuestra propia sirena resonaba incesantemente y de vez en cuando nos llegaba el sonido de otras sirenas.

—Será algún barco de los que cruzan la bahía –dijo el recién llegado, refiriéndose a una pitada que oíamos a la derecha–. ¿Y esto? ¿Oye usted? Probablemente alguna goleta sin quilla. ¡Mejor será que vaya usted con cuidado, caballero de la goleta! ¡Ahora sube el demonio en busca de alguien!

El invisible barco de transporte silbaba, una y otra vez, su cuerno, con muestras de terror.

—Ahora están saludándose y tratando de salir del atolladero –prosiguió el hombre del rostro colorado al cesar aquella confusión.

La excitación le hacía resplandecer la cara y brillar los ojos cuando traducía al lenguaje articulado las expresiones «cuernos» y «pitos».

—Esa es la sirena de un buque que pasa por la izquierda. ¿Y no oye usted a este individuo que parece tener una rana en la garganta? Si no me equivoco, es una goleta de vapor que llega de los Heads luchando con la marea.

Un pitido pequeño, silbando como un loco, llegaba directamente por la proa y de muy cerca. Sonaron los gongs del Martínez. Detuviéronse nuestras hélices, cesaron sus latidos y después comenzaron de nuevo. La pequeña pitada, que parecía el canto de un grillo entre los gritos de animales mayores, cruzó la niebla por nuestro lado y se fue perdiendo rápidamente. Miré hacia mi compañero para que me ilustrara.

—Una de esas lanchas del demonio –dijo–. ¡Casi hubiera valido la pena hundir este bicho! Son la causa de muchas calamidades. Y, ¿de qué sirven? Llevan a bordo un asno cualquiera que los hace correr como locos, a toda orquesta, para advertir a los demás que tengan cuidado, pues ellos no saben tenerlo. Llega, tiene uno que andar con precaución y dejarle paso. ¡Claro que es de la más elemental urbanidad, pero esos no tienen de ella la menor idea!

A mí me divertía aquella cólera, que creía injustificada, mientras él cojeaba indignado y yo me detenía a meditar el romanticismo de la niebla, semejante a la sombra gris del misterio infinito, que cobijaba a la tierra en su rodar vertiginoso; los hombres, simples átomos de luz y chispas, maldecidos, con un mismo gusto por el trabajo, montados en sus construcciones de acero y madera, cruzan el corazón del misterio abriéndose a tientas el camino por lo invisible, gritando en un lenguaje procaz, en tanto pesa en sus corazones la incertidumbre y el miedo.

La voz de mi compañero me hizo volver a la realidad con una carcajada. Yo también me había debatido mientras creía correr muy despierto a través del misterio.

—Alguien nos sale al encuentro –decía–. Pero ¿no oye usted? Viene corriendo y se nos echa encima. Parece que aún no nos ha oído. El viento llega en dirección contraria.

Teníamos de cara el aire fresco, y a un lado, algo a proa, se oía distintamente una llamada.

—¿Un barco de transporte? –pregunté.

Asintió con la cabeza, y luego añadió:

—De lo contrario, no metería tanta bulla. Parece que los de ahí arriba empiezan a impacientarse.

Miré en aquella dirección. El capitán había sacado la cabeza por la garita del piloto y clavaba los ojos con insistencia en la niebla como si quisiese penetrarla con la fuerza de su voluntad. En su rostro se reflejaba la inquietud, lo mismo que en el del piloto, que había llegado hasta la barandilla y miraba con igual insistencia en dirección del peligro invisible.

Entonces ocurrió todo con una rapidez inaudita. La bruma se abrió como rasgada por una cuña, y surgió la proa de un vaporcillo, arrastrando a los que colgaban de las narices del Leviatán. Pude distinguir la garita del piloto y, asomado a ella, un hombre de barba blanca. Vestía uniforme azul, y sólo recuerdo su corrección y tranquilidad. Esta tranquilidad era terrible en aquellas circunstancias. Aceptaba el Destino, caminaba de su mano y medía el golpe fríamente. Nos examinó con mirada serena e inteligente, como para determinar el lugar preciso de la colisión, sin darse por enterado, cuando nuestro piloto, pálido de coraje, le gritaba: «¡Usted tiene la culpa!».

Al volverme, comprendí que la observación era demasiado evidente como para hacer necesaria la réplica.

—Coja algo y prepárese –me dijo el hombre del rostro colorado.

Todo su furor había desaparecido y parecía haberse contagiado de aquella calma sobrenatural.

—Y escuché los gritos de las mujeres –prosiguió advirtiéndome con espanto…, casi con amargura, como si ya en otra ocasión hubiese pasado por la misma experiencia.

Los barcos chocaron antes de que yo hubiese podido seguir su consejo. El golpe debió ser en el centro del buque, pues el extraño vapor había pasado fuera de mi campo de visión y no vi nada. El Martínez se tumbó bruscamente y se oyeron crujidos de maderas. Caí de bruces sobre la cubierta mojada y en el mismo instante oí los gritos de las mujeres. Ciertamente era un estrépito indescriptible, que me heló la sangre y me llenó de pánico. Me acordé de los salvavidas dispuestos en la cabina, pero en la puerta me vi repelido bruscamente por hombres y mujeres enloquecidos. Lo que sucedió durante los minutos siguientes no lo recuerdo bien, aunque conservo memoria clara de unos salvavidas arrancados de los soportes, en tanto que el hombre del rostro colorado los sujetaba alrededor de los cuerpos de aquellos seres convulsos. El recuerdo de esta visión es el más claro de todos. Todavía parece que estoy viendo los bordes dentados del boquete en el lado de la cabina donde arremolinaba la niebla gris; los camarotes vacíos, revueltos, con todas las muestras de una súbita huida, tales paquetes, bolsas de mano, paraguas y envoltorios; el hombre gordo que estuvo leyendo mi ensayo, embutido en corcho y lona, conservando la revista en la mano y preguntádome con monótona insistencia si creía que hubiese peligro; el del rostro colorado cojeando valerosamente por allí con sus piernas artificiales y proveyendo de salvavidas a cuantos iban llegando; y, finalmente, el grupo de mujeres chillando enloquecidas.

Estos gritos eran lo que más me atacaba los nervios. Idéntico efecto debían producirle al hombre del rostro colorado, pues conservo otra visión que jamás se borrará de mi mente. El gordo, guardándose la revista en el bolsillo de la americana, miraba con curiosidad. Un revuelto grupo de mujeres, con los semblantes desencajados y las bocas abiertas, clamaban como almas en pena, y el hombre del rostro colorado, encendido de furor, como si estuviera lanzando rayos, gritaba: «¡Cállense, cállense!».

Recuerdo que la escena me impulsó a reír primero, y un instante después me di cuenta de que yo también era presa de histerismo. Aquellas mujeres, de mi propia raza, semejantes a mi madre y hermanas, se veían invadidas por el terror de la muerte y se negaban a morir. Aquellas voces traíanme a la memoria los chillidos de los cerdos bajo el cuchillo del carnicero, y me horroricé ante tan completa analogía. Aquellas mujeres, capaces de las más sublimes emociones, de los más tiernos sentimientos, seguían dando alaridos. Querían vivir, estaban desamparadas, y chillaban como ratas en una trampa.

El horror de todo esto me empujó fuera de la cubierta. Sentíame mareado, y me senté en un banco. Como a través de una bruma vi y oí a los hombres precipitarse y dar voces en sus esfuerzos por arriar los botes. Era una escena para ser leída en un libro. Las cuerdas estaban muy apretadas; nada obedecía. Descendió un bote sin los tarugos, ocupado por mujeres y niños, y al llenarse de agua se hundió. Otro bote fue arriado por un extremo y el otro continuó colgado del aparejo, abandonado.

No se veía nada del extraño buque que había ocasionado el desastre, pero oí decir a los hombres que, indudablemente, enviaría botes para socorrernos.

Bajé a la cubierta inferior. Comprendí que el Martínez se hundía rápidamente, porque el agua estaba ya muy cerca. Muchos de los pasajeros saltaban por la borda; otros, en el agua, pedían que se les subiese de nuevo al barco. Nadie les escuchaba. Se elevó un grito diciendo que nos hundíamos. Fui presa del consiguiente pánico y me lancé al mar entre una oleada de cuerpos. Ignoro cómo sucedió, pero comprendí instantáneamente por qué los que estaban en el agua deseaban tanto volver a bordo. Estaba tan fría que resultaba dolorosa, y cuando me hundí en ella su mordedura fue tan rápida y aguda como la del fuego. Mordía los tuétanos; parecía la presión de la muerte. Me debatí, abrí la boca angustiado, y antes de que el salvavidas me hubiese vuelto a la superficie, el agua me había llenado los pulmones. Sentí en la boca el fuerte sabor de la sal, con aquella cosa acre en los pulmones y la garganta, me ahogaba por momentos.

Pero lo que más me molestaba era el frío. Sentía que no podría sobrevivir sino muy pocos minutos. A mi alrededor había gente debatiéndose y luchando con el agua; les oía llamarse unos a otros. Y oí también ruido de remos. Evidentemente, aquel buque extraño había arriado los botes. Pasado algún tiempo, me maravillé de continuar aún con vida; había perdido la sensación en los miembros inferiores y ya el frío empezaba a invadirme el corazón y empezaba a paralizarlo. Pequeñas olas erizadas de espuma rompían continuo sobre mí, molestándome en grado sumo y produciéndome angustias indescriptibles.

Los ruidos se fueron haciendo menos distintos, pero finalmente oí en lontananza un coro desesperado de gritos y comprendí que el Martínez acababa de hundirse. Más tarde, ignoro el tiempo que transcurriría, recobré el sentido con un estremecimiento de espanto. Estaba solo. Ya no se oían ni voces ni gritos…, únicamente el ruido de las olas, a las que la niebla comunicaba reflejos sobrenaturales. El pánico en una multitud unida en cierto modo por la comunidad de intereses no es tan terrible como el pánico en la soledad, y este pánico es el que yo sufría ahora. ¿Adónde me arrastraban las aguas? El hombre del rostro colorado había dicho que la corriente se alejaba de la Puerta de Oro. Pues entonces, ¿me empujaba hacia afuera? ¿Y el salvavidas que me sostenía? Yo había oído decir que estos objetos eran de papel y cañas, por lo que pronto se saturaban y sumergían. Me sentía incapaz de nadar. Y estaba solo, flotando, aparentemente, en medio de aquella inmensidad gris y primitiva. Confieso que perdí la razón, que chillé con todas mis fuerzas, como lo habrían hecho las mujeres, y agité el agua con las manos entumecidas.

No tengo idea de cuánto duró esto, porque sobrevino una confusión de la que no recuerdo más de lo que se recuerda acerca de un sueño inquietante y doloroso. Cuando desperté me pareció que habían transcurrido varias centurias; y vi surgir de la niebla, casi encima de mí, la proa de un barco y tres velas triangulares, ingeniosamente enlazadas entre sí e hinchadas por el viento. La proa cortaba el agua, formando borbotones de espuma, y no parecía abandonar el rumbo. Traté de gritar, pero estaba demasiado agotado. Al zambullirse la proa, faltó poco para que me tocara, y me roció completamente la cabeza. Después comenzó a deslizarse por mi lado el costado negro y largo de la embarcación, y tan cerca que hubiera podido tocarlo con la mano. Quise alcanzarlo con una loca resolución de agarrarme con las uñas a la madera, pero los brazos sin vida me pesaban enormente. De nuevo hice esfuerzos por gritar, pero no logré emitir ningún sonido.

Pasó la popa del barco, hundiéndose en una concavidad formada por las olas; y distinguí a un hombre junto al timón y a otro que no parecía tener más ocupación que la de fumar un cigarro. Vi el humo salir de sus labios, cuando volvió la cabeza lentamente y fijó los ojos en el agua en dirección mía. Fue una mirada indiferente, impremeditada, una de esas cosas casuales que hacen los hombres cuando les llama particularmente la atención otra tarea más inmediata, pero que, sin embargo, han de realizarla porque viven y necesitan hacer algo.

En aquella mirada se juntaban la vida y la muerte. Pude ver cómo la niebla se tragaba el barco; vi la espalda del hombre que estaba en el timón, y la cabeza del otro hombre volvía muy lentamente, y su mirada rozaba el agua hasta dirigirse por casualidad hacia mí. En su semblante había una expresión de abandono, como de meditación profunda y temí que aquellos ojos, no obstante estar fijos en mí, no me vieran. Pero me encontraron y se clavaron en los míos; y me vio, porque saltó sobre el timón, empujando al hombre a un lado, y viró en redondo al mismo tiempo que voceaba unas órdenes. El barco pareció trazar una tangente a su ruta anterior y saltó casi instantáneamente, para perderse en la niebla.

Yo sentía cómo me sumergía en la inconsciencia, y trataba con la fuerza de mi voluntad de luchar contra aquella confusión que me ahogaba y las tinieblas que empezaban a envolverme. Un poco después oí golpes de remos que iban acercándose y las voces de un hombre. Cuando estuvo ya muy próximo, le oí gritar en tono enojado: «¿Por qué diablos no cantará?». Esto debía referirse a mí, pensé entonces; pero ya la confusión y las tinieblas me envolvieron por completo.

CAPÍTULO II

Creí estar balanceándome en un ritmo poderoso por la inmensidad de la órbita. Estallaban chispas de luz que pasaban raudas por mi lado. Comprendí que eran estrellas y cometas resplandecientes que acompañaban mi fuga por entre los soles. Cuando alcancé el límite de mi vuelo y me disponía a volverme, atronó los espacios un golpe de un gran gong. Durante un periodo de tiempo incommensurable gocé y saboreé mi formidable vuelo envuelto en las ondulaciones de plácidas centurias.

Después el sueño cambió de aspecto; me dije que no podía ser sino un sueño. El ritmo se fue acortando. Me sen­tía lanzado de un lado a otro con irritante rapidez. Apenas podía cobrar aliento, tal era la fuerza con que me veía impelido a través del espacio. El gong sonaba con más fre­cuencia y furia. Empecé a oírlo con un terror indecible. Después me pareció que me arrastraban por una arena áspera, blanca y caldeada por el sol. Esto dio lugar a una sensación de angustia infinita. Mi piel se chamuscaba en el tormento del fuego. El gong retumbaba. Las chispas lumi­nosas pasaban junto a mí en una corriente interminable, como si todo el sistema sideral se precipitara en el vacío. Abrí la boca, respiré dolorosamente y abrí los ojos. A mi lado, y manipulándome, había dos hombres arrodillados. Aquel ritmo poderoso era el vaivén de una embarcación en el mar. El terrible gong, una sartén colgada en la pared que resonaba a cada movimiento del barco. La arena áspera y ardiente, las manos de un hombre que me frotaba el pecho desnudo. Me encogí de dolor y levanté a medias la cabeza. Tenia el pecho rojo y desollado y vi asomar unas gotitas de sangre por la piel inflamada y lacerada.

—Y habrá bastante, Yonson –dijo uno de los hom­bres–. ¿No ves que has frotado hasta hacer salir sangre de esta piel tan delicada?

El hombre a quien se había llamado Yonson, un tipo gigantesco de escandinavo, cesó de manipularme y se puso de pie pesadamente. El otro que había hablado no podía ocultar que era londinense: tenía los rasgos puros y de una belleza enfermiza, casi afeminada, del hombre que con la leche de su madre ha absorbido el sonido de las campanas de la iglesia de Bow. Una gorra sucia de muselina en la cabeza y un delantal de dudosa limpieza alrededor de sus angostas caderas proclamaban su condición de cocinero de la no menos sucia cocina del barco en que me hallaba.

—¿Cómo se encuentra usted ahora, señor? –preguntó con una sonrisa servil, consecuencia de varias generaciones de antepasados acostumbrados a esperar la propina.

Para responder traté de sentarme, a pesar de mi debi­lidad, y Yonson ayudó a ponerme de pie. Los golpes de la sartén me atacaban los nervios horriblemente. No podía reunir mis ideas. Apoyándome en las maderas de la cocina –y debo confesar que la grasa de que estaban impregna­das me hizo rechinar los dientes–, alcancé el escandaloso utensilio por encima de los hornillos calientes, lo descolgué y lo dejé sobre la caja del carbón.

El cocinero hizo una mueca ante mis manifestaciones de nerviosidad, y me puso en la mano un vasito humeante, diciendo: «Esto le hará a usted bien». Era un brebaje nau­seabundo –café de barco–, pero el calor me reanimó. Mientras tragaba aquella infusión dirigí una mirada a mi pecho desollado y sanguinolento, y me volví hacia el escan­dinavo.

—Gracias, Sr. Yonson –dije–; ¿pero no cree usted que sus remedios son algo heroicos?

Más que el reproche de mis palabras comprendió el de mi gesto, pues levantó la palma de la mano para exami­narla. Era extraordinariamente callosa. Pasé la mía por las duras desigualdades, y una vez más me rechinaron los dientes al contacto de tan horrible aspereza.

—Mi nombre es Johnson, no Yonson –dijo en muy buen inglés, aunque un poco lento, con un acento extran­jero apenas perceptible.

En sus ojos de azul pálido asomó una dulce protesta, acompañada de franqueza tímida y de una dignidad que me ganaron por completo.

—Gracias, Sr. Johnson –corregí y le tendí la mano.

Titubeó un poco avergonzado, se apoyó en una pierna, luego en la otra, y después, sonrojándose, cogió mi mano con vigoroso apretón.

—¿Tiene ropa seca que pueda ponerme? –pregunté al cocinero.

—Sí señor –contestó alegremente–. Bajaré corriendo y veré en mi equipaje, si usted, señor, no tiene inconveniente en usar mis cosas.

Salió por la puerta de la cocina, o más bien se escurrió con un paso tan rápido y suave que me llamó la atención, por ser al mismo tiempo felino y untuoso. Esta untuosidad, como pude comprobar más tarde, era el rasgo más saliente de su persona.

—¿Y dónde estoy? –interrogué a Johnson, a quien tomé, acertadamente, por uno de los marineros–. ¿Qué clase de barco es este y adónde se dirige?

—A la altura de las Farallones, con la proa al sudoeste –respondió lentamente y con método, como tanteando el inglés y observando estrictamente el orden de mis preguntas–. La goleta Ghost, que se dirige al Japón a pescar focas.

—¿Y quién es el capitán? Necesito hablarle tan pronto como esté vestido.

Johnson pareció aturrullarse. Se quedó titubeando mientras medía sus palabras y componía una respuesta completa.

—El capitán es Wolf[1] Larsen, o al menos así le llaman los hombres. Yo nunca le oí otro nombre. Será bueno que le hable a usted dulcemente. Esta mañana está loco. El segundo…

Pero no concluyó. Acababa de entrar el cocinero.

—Podrías salir de aquí, Yonson –dijo–. El viejo te necesitará en la cubierta, y no conviene que le exasperes.

Johnson, obedeciendo, se volvió hacia la puerta, y al mismo tiempo, por encima del hombro del cocinero, me hizo un ademán de una solemnidad aterradora, como para dar más energía a su interrumpida advertencia para hacerme comprender la necesidad de hablar dulcemente al capitán.

Del brazo del cocinero pendían unas cuantas prendas de vestir revueltas, arrugadas, malolientes y de aspecto repugnante.

—Están húmedas, señor –dijo a modo de explicación–. Pero tendrá que remediarse con ellas mientras seco las suyas al fuego.

Asido a las maderas, dando traspiés con el vaivén del barco y ayudado por el cocinero, conseguí meterme en una burda camiseta de lana. En el mismo instante me raspó la carne el desagradable contacto. Dándose cuenta de mis muecas y movimientos involuntarios, sonrió con afectación.

—Supongo que no habrá usado en su vida nada semejante, porque tiene una piel tan fina, que más parece de mujer. En cuanto le vi, adiviné que era usted un caballero.

Al principio me había inspirado repugnancia, pero cuanndo me ayudó a vestir, esa repugnancia fue en aumento. Había algo repulsivo en su contacto. Me aparté de sus manos, puesta toda mi carne en rebelión. Y entre esto y los olores que subían de los varios pucheros que hervían en la cocina me hacia desear el momento de salir al aire fresco. Además había necesidad de ver al capitán para ponernos de acuerdo sobre la manera de desembarcar.

Una camisa de algodón, barata, con el cuello raído y la pechera descolorida por algo que juzgué antiguas manchas de sangre, me fue puesta entre un tropel de comentarios y excusas vehementes. Encerraban mis pies unas botas de cuero sin curtir, como las que usan los obreros, y hacían las veces de pantalones unos calzones azules, de los cuales una pierna era diez pulgadas más corta que la otra. Esta última hacía pensar en un diablo que al querer apoderarse del alma del londinense se hubiese agarrado allí, quedándose con la materia en vez del espíritu.

—¿A quién debo agradecer tanta amabilidad? –pregunté cuando ya estuve completamente equipado, con una gorrita de niño en la cabeza, y llevando en lugar de americana una chaqueta de algodón que me llegaba a la cintura y cuyas mangas apenas me cubrían los codos.

El cocinero se apartó con un gesto de fingida humildad y una sonrisa implorante y servil. Si no me engañaba la experiencia adquirida con los mayordomos de los trasatlánticos al fin del viaje, hubiese jurado que esperaba una propina. Ahora que ya he tenido ocasión de conocer más a fondo aquel ser, comprendo que el gesto fue inconsciente, debido, sin duda, a un servilismo hereditario.

—Mugridge, señor –dijo con tono adulador, mientras sus facciones afeminadas se dilataban en una sonrisa untuosa–. Thomas Mugridge, señor, servidor de usted.

—Muy bien, Thomas –repuse yo–. Me acordaré de usted cuando esté seca mi ropa.

Por su semblante se difundió una luz suave y brillaron sus ojos como si allá en las profundidades de su ser sus antepasados se hubiesen animado y removido con el recuerdo de las propinas recibidas en vidas anteriores.

—Gracias, señor –dijo muy agradecido y muy humilde, en verdad.

Se hizo a un lado al abrirme la puerta y salí a cubierta. A causa de mi prolongada inmersión me sentía aún débil. Me sorprendió una ventada, y dando traspiés por la movediza cubierta me dirigí hacia un ángulo de la cabina en busca de apoyo. La goleta, con una inclinación muy alejada de la perpendicular, se balanceaba movida por el profundo vaivén del Pacífico. Si en realidad llevaba la dirección sudoeste, como había dicho Johnson, el viento, entonces, según mis cálculos, debía soplar aproximadamente del sur. La niebla había desaparecido y el sol llenaba de chispas e irisaciones la superficie del agua. Me volví cara al este, donde sabía que debía hallarse California, pero no pude ver sino unas masas de niebla a poca altura, indudablemente la misma que había ocasionado el desastre del Martínez y me había traído al presente estado. Por el norte, y no muy lejos, surgía del agua un grupo de rocas desnudas, y sobre una de ellas se distinguía un faro. Hacia el sudoeste y casi en nuestra ruta vi unas velas.

Después de haber contemplado el horizonte volvime hacia lo que me rodeaba más inmediatamente. Mi primer pensamiento fue que un hombre llegado de manera tan inesperada, luego de codearse con la muerte, merecía más atención de la que yo recibía. Aparte del marinero que iba en el timón, y que me observaba curiosamente por encima de la cabina, no atraje más miradas.

Todos parecían interesados en lo que en el centro del barco ocurría. Allí, echado sobre las tablas, estaba un hombre gordo, completamente vestido, pero llevaba rasgada la camisa por la pechera. Sin embargo, no se veía nada de su pecho, pues lo cubría una mata de pelo negro semejante a una piel de perro. La cara y el cuello se ocultaban bajo una barba negra salpicada de gris, que, de no haber estado chorreando y lacia por efecto del agua, debió ser tiesa y tupida. Tenía los ojos cerrados y parecía desvanecido, pero mostraba la boca muy abierta y el pecho anhelante, esforzándose ruidosamente por respirar, De vez en cuando, metódicamente, ya como una rutina, un marinero hundía en el mar un cubo de lona atado al extremo de una cuerda, lo subía a braza y vertía su contenido sobre el hombre caído.

Paseando de arriba abajo a lo largo de la cubierta y mascando furioso el extremo de un cigarro, estaba el individuo cuya mirada casual me había rescatado del mar. Tendría una altura quizá de cinco pies, diez pulgadas o diez y media; pero lo primero que me impresionó en él no fue eso, sino su vigor. A pesar de su constitución sólida y de sus hombros anchos y pecho elevado, no era la solidez de su cuerpo lo que caracterizaba su fuerza. Antes bien, consistía en lo que podríamos llamar nervio, la dureza que atribuimos a los hombres flacos y enjutos, pero que en él, a causa de su corpulencia, recordaba al gorila. No es que su exterior tuviese nada de gorila; lo que yo pretendo describir es su fuerza misma como algo aparte de su aspecto físico. Era esa fuerza que asociamos a las cosas primitivas, a las fieras y a los seres que imaginamos el prototipo de los que habitaban en los árboles; esa fuerza salvaje, feroz, que existe en sí misma, la esencia de la vida en lo que tiene de potencia del movimiento, la propia materia elemental de la cual han tomado forma otros aspectos de la vida; en una palabra, lo que hace retorcer el cuerpo de un ofidio después de haberle sido cortada la cabeza y cuando puede considerarse ya muerto, o lo que persiste en el montón de la carne de la tortuga que rebota y tiembla al tocarla con el dedo.

Esa fue la impresión de fuerza que me produjo el hombre que caminaba de un lado a otro. Se apoyaba sólidamente sobre las piernas; sus pies golpeaban la cubierta con precisión y seguridad; cada movimiento de sus músculos, desde la manera de levantar los hombros hasta la forma de apretar el cigarro entre los labios, era decisivo y parecía ser el producto de una fuerza abrumadora. Sin embargo, aunque la fuerza dirigía todas sus acciones, no parecía sino el anuncio de otra fuerza mayor que acechaba desde dentro, como si estuviera dormida y sólo se agitara de vez en cuando, pero que podría despertar de un momento a otro, terrible y violenta, cual la cólera de un león o el furor de una tormenta.

El cocinero asomó la cabeza por la puerta de la cocina, haciéndome muecas alentadoras y señalando al propio tiempo con el pulgar al hombre que paseaba por la cubierta. Así me daba a entender aue aquel era el capitán, «el viejo», según había dicho él, el individuo con quien debía entrevistarme, y al que ocasionaría la molestia de tener que desembarcarme.

Ya me disponía a afrontar los cinco minutos tempestuosos que, sin duda, me esperaban, cuando el desdichado que estaba en el suelo sufrió otro ataque más violento aún. Se retorcía convulsivamente. La barba negra y húmeda se tendió hacia arriba, al envararse los músculos de la espalda e hincharse el pecho en un esfuerzo inconsciente e instintivo para obtener más aire. Aunque no lo veía, adivinaba que bajo las patillas la piel se había puesto colorada.

El capitán, o Wolf Larsen, como le llamaban los hombres, cesó de pasear y clavó la mirada en el moribundo. Tan cruel fue esta última lucha, que el marinero se detuvo en su ocupación de rociarle con agua, y con el cubo de lona a medias levantado y derramando su contenido por la cubierta, se le quedó mirando con curiosidad. El moribundo tocó un redoble con los talones sobre el entarimado, estiró las piernas y con un esfuerzo se puso rígido y rodó la cabeza de un lado a otro. Después se relajaron los músculos, la cabeza dejó de rodar y de sus labios salió un suspiro como de profundo alivio; bajó la mandíbula, subió el labio superior, y aparecieron dos hileras de dientes oscurecidos por el tabaco. Parecía como si sus facciones se hubiesen helado en una mueca diabólica para el mundo que había abandonado y burlado.

Entonces sucedió una cosa sorprendente. El capitán se desató como una tormenta contra el muerto. De su boca salía un manantial inagotable de juramentos. Y no eran juramentos sin sentido o meras expresiones indecentes. Cada palabra (y dijo muchas) era una blasfemia. Crujían y restallaban como chispas eléctricas. En toda mi vida había oído yo nada semejante, ni lo hubiera creído posible. Por mi afición a la literatura, a las figuras y palabras enérgicas, me atrevo a decir que apreciaba mejor que ningún otro la vivacidad peculiar, la fuerza, absoluta blasfemia de sus metáforas. Según pude entender, la causa de todo ello era que el hombre, que era el segundo de a bordo, había corrido una juerga antes de salir de San Francisco, y después había tenido el mal gusto de morir al principio del viaje, dejando a Wolf Larsen con la tripulación incompleta.

No necesitaría asegurar, al menos a mis amigos, cuán escandalizado estaba. Los juramentos y el lenguaje soez me han repugnado siempre. Experimenté una sensación de abatimiento, de desmayo y casi puedo decir de vértigo. Para mí, la muerte había estado siempre investida de solemnidad y respeto. Se había presentado rodeada de paz y había sido sagrado todo su ceremonial. Pero la muerte en sus aspectos sórdidos y terribles había sido algo desconocido para mí hasta entonces. Como digo, al par que apreciaba la fuerza de la espantosa declaración que salía de la boca de Wolf Larsen, estaba enormemente escandalizado. Aquel torrente arrollador era suficiente para secar el rostro del cadáver. No me hubiese sorprendido ver encresparse, retorcerse y andar entre humo y llamas la barba negra. Pero el muerto no se dio por aludido. Continuaba desafiándole con su risa sardónica y burlándose con cinis­mo. Era el dueño de la situación.

[1]Wolf, en inglés, significa «lobo». [N. del T.]

CAPÍTULO III

Wolf Larsen dejó de jurar tan súbitamente como había comenzado. Volvió a encender el cigarro y miró a su alrededor. Sus ojos se fijaron por casualidad en el cocinero.

—¿Qué pasa? –dijo con una amabilidad acerba y fría.

—Sí, señor –contestó presuroso el cocinero, tratando de calmarle y disculparse servilmente.

—¿No te parece que ya has estirado bastante el cuello? Es malsano, ¿sabes? El segundo ha muerto y no quiero perderte a ti también. Tienes que cuidar mucho tu salud, ¿entiendes?

La última palabra contrastaba notablemente con el tono de las frases anteriores y hería como un latigazo. El cocinero quedó anonadado.

—Sí, señor –respondió humildemente, al mismo tiempo que desaparecía en la cocina la cabeza culpable.

Ante esta ligera repulsa, que sólo se había dirigido al cocinero, la tripulación quedó indiferente ocupándose en distintas tareas. Sin embargo, unos cuantos hombres que haraganeaban aparte entre la escotilla y la cocina y que no tenían aspecto de marineros, continuaron hablando en voz baja. Más tarde supe que eran los cazadores, los que mataban a las focas, y que formaban una casta superior a la de los vulgares marineros.

—¡Johansen! –llamó Wolf Larsen. Un marinero avanzó, obediente.

—Toma la aguja y el rempujo y cose a este desdichado. En el cajón de las velas encontrarás lona vieja. Aprovéchala.

—¿Qué le pondré en los pies, señor? –preguntó el hombre después del acostumbrado «¡ay, ay, señor!».

—Ya veremos –contestó Wolf Larsen, y elevó la voz para llamar al cocinero.

Thomas Mugridge salió de la cocina como un muñeco de resorte.

—Baja y llena un saco de carbón… ¿Hay alguno de vosotros que tenga alguna Biblia o un libro de oraciones? –volvió a preguntar el capitán esta vez a los cazadores que haraganeaban por los alrededores de la escalera.

Movieron la cabeza, y uno de ellos hizo alguna observación jocosa que no pude oír, pero que provocó una carcajada general.

Wolf Larsen repitió la pregunta a los marineros. Las Biblias y los libros de oraciones parecían objetos raros; pero uno de los hombres se ofreció voluntariamente a proseguir la investigación entre los que estaban de guardia abajo, volviendo un minuto después con el informe de que no había ninguna.

El capitán encogió los hombros.

—Pues lo tiraremos sin discurso, a no ser que nuestros réprobos de aspecto clerical sepan de memoria el servicio de difuntos.

En esto había dado una vuelta en redondo y estaba cerca de mí.

—Tú eres predicador, ¿verdad? –me preguntó.

Los cazadores, que eran seis, se volvieron como un solo hombre y me miraron. Yo comprendía dolorosamente mi semejanza con un espantajo. Al verme, prorrumpieron en una carcajada, que la presencia del muerto, tendido ante nosotros y con los dientes apretados, no fue bastante para moderar; una carcajada tan áspera, tan dura y tan franca como el mismo mar, una carcajada nacida de los sentimientos groseros y las sensibilidades embotadas de unas naturalezas que no conocían ni la nobleza ni la educación.

Wolf Larsen no se rio, pero en sus ojos grises brilló una ligera chispa de alegría; y en aquel momento en que avancé hasta llegar junto a él, recibí la impresión del hombre en sí, del hombre que nada tenía común con su cuerpo, ni con el torrente de blasfemias que le había oído vomitar. El rostro de facciones grandes y líneas pronunciadas y correctas, si bien proporcionado, a primera vista parecía macizo; pero después sucedía lo mismo que con el cuerpo, desaparecía esta impresión y nacía el convencimiento de una tremenda y excesiva fuerza mental o espiritual oculta que dormía en las profundidades de su ser. La mandíbula, la barba, la frente hermosa, despejada y abultada encima de los ojos, aunque fuertes en sí mismas, extraordinariamente fuertes, parecían revelar un inmenso vigor espiritual escondido y fuera del alcance de la vista. No había manera de sondar un espíritu semejante, ni de medirlo o determinarlo, ni de clasificarlo exactamente con otros similares.

Los ojos –y yo estaba destinado a conocerlos bien– eran hermosos, grandes y rasgados como los de los verdaderos artistas, protegidos por espesas pestañas y con unas cejas negras tupidas y arqueadas. Las pupilas eran de ese gris desconcertante que nunca es dos veces igual, que recorre muchos matices y colores como la seda herida por el sol, que es gris oscuro y brillante, gris verdoso, y a veces parece azul claro como las aguas marinas. Eran ojos que ocultaban el alma de mil maneras, y que algunas veces, en muy raras ocasiones, se abrían y le permitían salir, como si fuera a lanzarse desnuda por el mundo en busca de alguna aventura maravillosa; ojos que podían cobijar toda la melancolía desesperada de un cielo plomizo; que podían producir chispas de fuego como el choque de las espadas; que sabían volverse fríos como un paisaje ártico y de nuevo dulcificarse y encenderse con reflejos amorosos, intensos y masculinos; atrayentes e irascibles, que fascinan y dominan a las mujeres hasta que se rinden con una sensación de placer, de alivio y de sacrificio.

Pero volviendo a lo primero, le dije que, desgraciadamente, para el servicio de difuntos yo no era predicador, y entonces me preguntó rudamente:

—¿De qué vive, pues?

Confieso que nunca se me había dirigido tal pregunta ni la había pensado jamás. Quedé del todo cortado, y al recobrar la serenidad, tartamudeé estúpidamente: «Yo… yo soy… un caballero».

Su labio se torció con un breve gesto de desdén.

—He trabajado, trabajo –exclamé impetuosamente, como si él hubiese sido mi juez y necesitara justificarme, dándome cuenta al mismo tiempo de mi notoria estupidez al hablar de aquel asunto.

—¿Para ganarte la vida? Había en él algo tan dominador, que me sentía completamente fuera de mí y «azorado», hubiese dicho Furuseth, como un niño ante un inflexible maestro de escuela.

—¿Quién te mantiene? –fue la siguiente pregunta.

—Poseo una fortuna –contesté resueltamente, y en el mismo instante me hubiese mordido la lengua–. Perdone usted, pero esto no tiene ninguna relación con lo que tenemos que tratar.

Él hizo caso omiso de mi protesta.

—¿Quién la ganó, eh?… Ya me lo figuro: tu padre. Te sostienes sobre las piernas de un muerto. Nunca has usado las tuyas. No podrías andar solo un día entero, ni buscar el alimento de tu estómago para tres comidas. Enséñame la mano.

Su formidable fuerza oculta debió removerse en aquel mismo punto o debí descuidarme un momento, pues antes de que me apercibiese había avanzado dos pasos, cogido mi mano derecha con la suya, y la levantaba para examinarla. Traté de retirarla, pero sus dedos se cerraron sin esfuerzo aparente alrededor de los míos, hasta el extremo que creí me los machucaba. Bajo tales circunstancias era difícil conservar la dignidad. Yo no podía huir o luchar como un chiquillo, ni mucho menos podía atacar a aquel hombre, que me hubiese retorcido el brazo hasta rompérmelo. No me quedaba más remedio que estarme quieto y aguantar aquella vejación. Tuve tiempo de ver cómo vaciaban sobre cubierta los bolsillos del muerto y cómo su cuerpo y su mueca quedaban envueltos en una lona, cuyos pliegues cosía con burdo hilo blanco el marinero Johansen, dejando ver la aguja, que apoyaba ingeniosamente en un trozo de cuero ajustado a la palma de la mano.

Wolf Larsen dejó caer la mía con un gesto desdeñoso.

—Las manos de los muertos te las han conservado finas. Buenas únicamente para fregar platos y hacer trabajos de marmitón.

—Deseo que se me desembarque –dije firmemente, porque sabía que observaban–. Pagaré cuanto juzgue usted que vale su molestia.

Me miró con curiosidad y a sus ojos asomó la burla.

—Voy a proponerte otra cosa, para bien de tu alma. Mi segundo ha muerto, y van a ascender todos. Un marinero subirá a popa para ocupar el lugar del segundo, el grumete pasará a ser marinero y tú serás grumete. Firmase el contrato para la expedición, veinte dólares mensuales, y ya está. ¿Qué dices a esto? Y piensa que es para bien de tu alma. Es precisamente lo que tú necesitas; así aprenderás a sostenerte sobre tus piernas y tal vez a dar saltitos.

Pero yo no me di por aludido. Las velas del barco que había visto a sudoeste se habían hecho más grandes y más visibles. Eran de una goleta igual que el Ghost, aunque de casco más pequeño. Constituía un lindo espectáculo verla volar hacia nosotros, y seguramente iba a pasar muy cerca. El viento había arreciado de pronto y el sol había desaparecido, enojado tras sus vanos esfuerzos por seguir luciendo. El mar empezaba a agitarse, volviéndose de un color plomizo, desagradable, y comenzaba a lanzar a lo alto montañas de espuma. Habíamos aumentado la velocidad y el barco corría mucho más inclinado. Un golpe de viento hundió la borda, y el agua, por un momento, barrió la cubierta de aquel lado, haciendo levantar rápidamente los pies a dos marineros.

—Aquel barco pasará pronto por aquí –dije después de un instante de silencio–. Como lleva dirección contraria, es probable que vaya a San Francisco.

—Muy probable –respondió Wolf Larsen, volviéndose en parte y gritando: «cocinero, cocinero».

El cocinero salió.

—¿Dónde está aquel muchacho? Dile que le necesito.

—Sí, señor.

Thomas Mugridge corrió a popa y desapareció por otra escalera próxima al timón. Un momento después surgía un sujeto de dieciocho o diecinueve años, corpulento, de aspecto vil y enfurruñado, andando sobre los talones.

—Ahi viene, señor –dijo el cocinero.

Pero Wolf Larsen, sin fijarse en este héroe, se volvió hacia el grumete:

—¿Cómo te llamas, muchacho?

—George Leach, señor –respondió de mal humor y el semblante del muchacho mostraba bien a las claras que adivinaba la razón por que había sido llamado.

—No es un nombre irlandés –repuso el capitán con perversa intención–. O’Toole o McCarthy sentarían algo mejor a tu aspecto. A no ser que haya algún irlandés entre las relaciones de tu madre.

Vi crisparse los puños del muchacho ante el insulto y la sangre le enrojeció la nuca.

—Pero dejemos eso –continuó Wolf Larsen–. Debes tener excelentes razones para olvidar tu nombre, y me gustaría que no te ocasionara ningún perjuicio mientras permanecieras a bordo. Por supuesto, tú te inscribiste en el puerto de Telegraph Hill; pero como suelen hacerlo allí o más sucio todavía. Yo conozco la especie. Bueno; puedes decidir si quieres que lo suprimamos aquí. ¿Comprendes? A ver, ¿quién te embarcó?

—McCready y Swanson.

—¡Señor! –vociferó Wolf Larsen.

—McCready y Swanson, señor –corrigió el muchacho, a cuyos ojos asomó la llama del odio.

—¿Quién tiene el dinero que te adelanté?

—Ellos, señor.

—Me lo figuraba. Pudiste dejárselo bien contento. Todo era poco a cambio de desaparecer enseguida. Ya habrás oído decir que te están buscando varios caballeros.

Instantáneamente el muchacho se trocó en una fiera. Encogió el cuerpo como si se dispusiera a saltar, y su semblante se metamorfoseó en el de un animal enfurecido cuando gritó:

—¡Esto es una…!

—¿Una qué? –preguntó Wolf Larsen con una dulzura singular en la voz, como si sintiera una curiosidad invencible por conocer la palabra no pronunciada.

El muchacho titubeó; después hizo un esfuerzo por dominarse.

—Nada, señor; lo retiro.

—Pues me demuestras que tenía razón –dijo, con una sonrisa satisfecha–. ¿Cuántos años tienes?

—Acabo de cumplir dieciséis, señor.

—Mentira. Tú ya no cumplirás dieciocho. Con todo, estás bastante desarrollado y tienes una musculatura de caballo. Coge el fardo y pasa al castillo de proa. Ahora eres remero; has ascendido, ¿ves?

Sin esperar a que el muchacho aceptara, el capitán se volvió hacia el marinero que terminaba la fúnebre tarea de coser el envoltorio del cadáver.

—Johansen, ¿conoces algo de navegación?

—No, señor.

—Bueno, no importa; lo mismo puedes ser segundo. Lleva tus cosas a popa al sitio del segundo.

—¡Ay, ay, señor! –respondió Johansen alegremente, dirigiéndose a proa.

Mientras tanto, el grumete continuaba sin moverse.

—¿Qué esperas? –preguntó Wolf Larsen.

—Yo no me apunté como remero, señor –repuso–. Entré de grumete y no quiero ser remero.

—Anda y haz lo que te he dicho.

Esta vez la orden de Wolf Larsen era extraordinariamente imperiosa. El muchacho le clavó la vista con obstinación y se negó a marcharse.

Entonces hubo otro despertar de la formidable fuerza de Wolf Larsen. Fue algo completamente inesperado lo que sucedió en el intervalo de dos segundos. Dio un salto a fondo de seis pies y metió el puño en el estómago de Leach. En el mismo instante, como si me hubiesen herido a mí, sentí un choque tremendo en la misma parte del cuerpo. Lo hago constar para demostrar cuán sensible era mi sistema nervioso y lo poco acostumbrado que estaba yo a espectáculos brutales. El grumete, que pesaría cuando menos ciento sesenta y cinco libras, se dobló, se plegó alrededor del puño con la misma flexibilidad que un trapo mojado alrededor de un palo. Se levantó en el aire, describió una breve curva y cayó junto al cadáver, golpeando la cubierta con la cabeza y allí permaneció retorciéndose de dolor.

—¿Qué hay? –me preguntó Larsen–. ¿Estás decidido?

Yo había mirado casualmente hacia la goleta que se aproximaba, y ahora se hallaba a nuestra vista a una distancia no mayor de doscientas yardas. Era una embarcación pequeña, muy elegante y bien conservada. Sobre una de sus velas pude leer un gran número negro, y me pareció, recordando los dibujos que había visto, un barco-piloto.

—¿Qué es este barco? –pregunté.

—El barco-piloto Lady Mine –contestó Wolf Larsen de mala manera–. Ha dejado a los pilotos y corre hacia San Francisco. Con este viento llegará en cinco o seis horas.

—Entonces, ¿tiene usted la bondad de hacerles una seña, a fin de que pueda desembarcar?

—Lo siento, porque he perdido el libro de señales –advirtió, y los cazadores celebraron la gracia con muecas.

Reflexioné un momento, mirándole directamente a los ojos. Había visto el horrible tratamiento de que había sido objeto el grumete, y sabía que probablemente me pasaría lo mismo, si no peor. Como digo, reflexioné, y entonces realicé el acto más valeroso de mi vida. Corrí hasta la borda agitando los brazos y gritando:

—¡Lady Mine! ¡Desembárquenme! ¡Mil dólares si me desembarcan!

Esperé, observando a dos hombres que estaban junto al timón; uno de ellos gobernando, el otro llevaba un megáfono a los labios. Yo no volvía la cabeza, pero a cada momento esperaba un golpe mortal del bruto que había detrás de mí. Al fin, después de unos instantes que me parecieron siglos no pudiendo resistir aquella tensión, miré en mi derredor. No se había movido. Se hallaba en la misma posición balanceándose blandamente con el vaivén del barco y encendiendo otro cigarro.

—¿Qué pasa? ¿Alguna avería?

Este grito procedía del Lady Mine.

—¡Si! –exclamé con toda la fuerza de mis pulmones–. ¡Vida o muerte! ¡Mil dólares si me desembarcan!

—Demasiada confusión en San Francisco para la salud de la tripulación –gritó Wolf Larsen después–. ¡Este –y me indicó a mí con el pulgar– cree ver ahora serpientes de mar y monos!

El hombre del Lady Mine respondió con una carcajada a través del megáfono, y el barco-piloto pasó de largo.

—¡Mándalo al infierno! –gritó finalmente, y los dos hombres agitaron los brazos en señal de despedida.

Me apoyé desesperado sobre la barandilla, mirando cómo la elegante goleta hacía crecer la extensión desierta del océano que nos separaba, y pensando que, probablemente, estaría en San Francisco dentro de cinco o seis horas. Parecía que la cabeza me iba a estallar; tenía un dolor en la garganta como si mi corazón hubiese subido hasta allí. Una ola rizada rompió en el costado y me salpicó los labios. El viento soplaba con fuerza y el Ghost corría mucho más, hundiendo la barandilla de sotavento. Oía cómo el agua se precipitaba sobre la cubierta.

Cuando me volví, un momento después, vi al grumete levantarse dando traspiés. Estaba mortalmente pálido y se encogía queriendo reprimir el dolor. Parecía enfermo.

—Qué, ¿te vas a proa? –preguntó Wolf Larsen.

—Sí, señor –respondió acobardado.

—¿Y tú? –me interrogó a mí.

—Le daré a usted mil… –empecé, pero fui interrumpido.

—¡Guarda eso! ¿Estás dispuesto a cumplir tus deberes de grumete o habré de enseñarte por mi mano?

¿Qué iba a hacer? Ser brutalmente apaleado, muerto quizá, de nada serviría en mí caso. Miré con fijeza a aquellos ojos grises, crueles. Toda la luz y el calor del alma humana que contenían debían estar petrificados. En los ojos de algunos hombres se ve la agitación de su alma; pero los suyos eran fríos y grises como el mismo mar.

—¿Qué hay?

—Sí –dije.

—Di: sí, señor.

—Sí, señor –enmendé.

—¿Cómo te llamas?

—Van Weyden, señor.

—¿El primer nombre?

—Humphrey, señor. Humphrey van Weyden.

—¿Edad?

—Treinta y cinco años, señor.

—Bien. Ve al cocinero y aprende tus obligaciones.

Y así fue como pasé a un estado de servidumbre involuntaria con Wolf Larsen. Él era más fuerte que yo, y esto era todo. Pero entonces me parecía muy irreal; y ahora, cuando miro hacia atrás, no me parece más real que entonces. Para mí será siempre una cosa monstruosa, inconcebible; una horrible pesadilla.

—Alto. No te vayas ahora.

Me detuve obedientemente en mi camino hacia la cocina.

—Johansen, llama a los hombres ahora que lo hemos resuelto todo; celebraremos el entierro y libraremos la cubierta de trastos inútiles.

Mientras Johansen bajaba a avisar a los del cuarto, dos marineros, bajo la dirección del capitán, colocaban el cadáver envuelto en lona sobre una tapa de escotilla.

A cada lado de la cubierta, contra la barandilla y con las quillas hacia arriba, hallábanse atados un buen número de pequeños botes. Varios hombres levantaron la tapa de escotilla con su fúnebre carga, la transportaron a sotavento y la colocaron encima de los botes con los pies hacia afuera. Atado a los mismos iba el saco de carbón que el cocinero había llenado.

Yo había imaginado siempre que un sepelio en el mar era una ceremonia muy solemne que inspiraba respeto, pero en este, al menos, me llevé una gran desilusión. Uno de los cazadores, pequeño y de ojos negros, a quien sus compañeros llamaban Smoke, contaba historias abundantemente salpicadas de juramentos y obscenidades, y a cada minuto, poco más o menos, el grupo de cazadores soltaba la carcajada, que me parecía un coro de lobos o de espíritus infernales. Los marineros se reunieron a popa ruidosamente, y algunos que subían se frotaban los ojos cargados de sueño y hablaban entre ellos en voz baja. En sus semblantes había una expresión siniestra de enojo. Era evidente que no les gustaba la perspectiva de un viaje bajo las órdenes de tal capitán y comenzado bajo tan malos auspicios. De vez en cuando dirigían a Wolf Larsen miradas furtivas y pude comprender que recelaban de aquel hombre.

Este avanzó hacia la tapa de la escotilla, y todas las cabezas se descubrieron. Los observé con la mirada; veinte hombres entre todos. Veintidós, incluyendo al hombre del timón y a mí. La inspección curiosa podía perdonárseme, pues parecía ser mi destino convivir can ellos en aquella miniatura de mundo flotante. Dios sabría cuántas semanas o meses. Los marineros, en su mayoría, eran ingleses o escandinavos, con cara torpe y estólidos. En cambio, los rostros de los cazadores, de líneas duras y con las huellas de todas las pasiones, revelaban más alegría y variedad. Aunque parezca extraño, noté enseguida que las facciones de Wolf Larsen no representaban tanta perversidad. No descubría nada maligno en ellas. Es verdad que había líneas, pero sólo indicaban decisión y firmeza; antes bien, era un semblante franco y abierto, cualidades que acentuaba el hecho de estar completamente rasurado. Apenas podía creer, hasta que ocurrió el incidente referido, que aquel rostro fuese el de un hombre que pudiera comportarse como lo había hecho con el grumete.