El marqués de Santillana - Almudena De Arteaga - E-Book

El marqués de Santillana E-Book

Almudena De Arteaga

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Beschreibung

La novela sobre Íñigo López de Mendoza que va más allá de la historia. Don Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana (1398-1458), fue un hombre excepcional y sin parangón: involucrado en numerosas batallas por el poder, metido de una u otra forma en las disputas entre los reinos de Castilla y Aragón, presente en todas las intrigas palaciegas, manipulador e intrigante para unos, valiente guerrero y fino estilista del idioma para otros, padre de una hija bastarda y de once hijos legítimos, seductor empedernido al que se le conocieron decenas de amantes pero un solo amor verdadero... Almudena De Arteaga –descendiente directa del marqués– recrea en esta deslumbrante biografía novelada la apasionante vida de un personaje esencial de nuestra historia que tuvo en las mujeres la fuente de inspiración de su vida. «Almudena De Arteaga es una de las escritoras de género histórico más solicitadas por el público lector de nuestro país». ABC

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

El marqués de Santillana

© Almudena de Arteaga, 2010, 2022

© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Ibérica, S. A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

Imágenes de cubierta: Ilustración del fondo a partir de la copia de 1878 que hizo Gabriel Maureta del Retablo de los Gozos de Santa

María de Jorge Inglés de 1455 y Shutterstock

 

ISBN: 978-84-18623-69-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

I. Guadalajara, 1458. Un ilustre cadáver

II. Carrión de los Condes, 1403. Dos mujeres contra la adversidad

III. El niño insepulto

IV. Pujanzas testamentarias

V. 1406. Dos leonas en Castilla

VI. Guadalajara, 1408. Secreto descubierto en Cortes

VII. Ocaña, 1410-1412. La maldición

VIII. Zaragoza, 1414. La bastarda

IX. Salamanca, 1414-1419. El son de la guerra

X. Tordesillas, 1420. El secuestro encubierto del rey

XI. 1421-1424. Odios fraternales

XII. 1425-1427. Vasallo de un solo rey

XIII. El escolta de una infanta

XIV. Hita, 1429

XV. 1431-1432. La cruzada

XVI. 1433-1435. Gélido manto

XVII. 1436. Bodas en Guadalajara

XVIII. Huelma, 1437-1438

XIX. 1439-1440. Desagradecida victoria

XX. La princesa virgen

XXI. Pasos honrosos

XXII. 1441. Segundo destierro

XXIII. 1442-1444

XXIV. 1445. La batalla de Olmedo

XXV. 1445. Marqués y conde en un día

XXVI. Torija

XXVII. 1447. Segundas nupcias

XXVIII. 1449-1453. Camino del cadalso

XXIX

XXX. 1456. La muerte de una musa

XXXI

Epílogo

Apéndice documental

Dramatis personae

Notas

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

A mi hija Almudena, la XXI marquesa de Santillana

 

 

 

 

 

La mujer le sirvió para forjar una armadura de tinta indeleble al dolor, la intriga y la ambición de un extinto medievo y un incipiente Renacimiento.

 

La ciencia no embota el hierro de la lanza ni hace floja la espada en la mano del caballero.

Prólogo

 

 

 

 

 

Desde tiempo inmemorial los moradores de la península ibérica solo albergaban recuerdos de constantes reyertas.

A finales del siglo XIV, la cruzada que hacía siglos mantenían contra los invasores musulmanes, las contiendas entre hermanos de un mismo reino o en contra de los reinos cristianos limítrofes los traían de cabeza. Castellanos, aragoneses, navarros y portugueses ya no tenían más ambición que el oscuro sueño de una eterna contienda enquistada en sus corazones por un odio ancestral, como el legado perverso de sus mayores.

La palabra paz parecía no existir; nadie la pronunciaba ya o, al menos, resultaba imposible encontrar a un muchacho que apenas cumplidos los catorce años no hubiese empuñado una lanza, una espada o una guadaña, según su condición, al menos una vez en su todavía corta vida.

La mayoría solo ansiaban la orden de sus personeros, abades, señores o reyes para acudir a la guerra. No era de extrañar, porque, con una probable victoria, los plebeyos podrían llenar sus escuálidas bolsas; los nobles, adquirir las mayores mercedes de sus reyes y los monjes-soldados podrían tener la oportunidad de afianzarse en sus extensos dominios.

Los señoríos de realengo, behetría o abadengo, según quien ostentase la posesión de estos, solían nacer, crecer o desaparecer dependiendo de las victorias acumuladas por la pujanza de sus dueños.

Las mujeres, a menudo, solían consumirse en la espera del incierto retorno de los suyos, con la difícil encomienda de mantener sus hogares, rezar para vivir el triunfal regreso de sus hombres y criar a unos niños que, al crecer, irremisiblemente seguirían a sus progenitores. Nunca llegarían a acostumbrarse a despedir a padres, maridos, hijos y hermanos en los zaguanetes de sus moradas, pero no les quedaba otra alternativa.

Las intrigas cortesanas a menudo destrozaban a unos para beneficiar a otros. Sobre todo después de un medievo cuajado de precipitadas minorías donde los niños-reyes se convertían en títeres de feria fácilmente manejados al antojo de los mismos hombres que un día les juraron fidelidad.

Poco antes del nacimiento de los protagonistas de esta historia, Castilla se había dividido en dos bandos fratricidas.

De un lado, Enrique de Trastámara, el hijo bastardo que Alfonso XI tuvo con su amante Leonor de Guzmán. Del otro, su hermanastro, el legítimo Pedro el Cruel o el Justo, según la posición del hombre que le mentase.

Después de dos décadas regando los campos con la sangre de los soldados y las lágrimas de sus mujeres, la única muerte que pareció prevalecer en la historia fue la de don Pedro cuando, a traición, una daga le segó la vida en el campamento de su hermanastro en los campos de Montiel.

Muerto don Pedro, fue don Enrique quien reinó durante toda una década, eso sí, afrontando las muchas dificultades que le proporcionó el clamor de los súbditos de don Pedro que, aun muerto, revindicaban la legítima posición de sus sucesores.

Así las cosas, la concordia entre ambos bandos no llegaría hasta veinte años después con el Tratado de Bayona. Allí se acordó que el nieto del triunfador, el futuro Enrique III de Castilla, que a la sazón contaba tan solo con nueve años, contraería matrimonio con Catalina de Lancaster, nieta de Pedro I el Cruel. Así, uniendo definitivamente a los hijos de la rama bastarda de Alfonso XI con la legítima, creyeron alcanzar la paz. Pero estaban muy equivocados.

A pesar de este enlace, la armonía no quiso irrumpir en el granero de lujuria guerrera que tan entretenidas había tenido a varias generaciones, quizá porque a estas alturas de la historia ya no recordaban cómo dedicarse a otros menesteres más calmos y, sin duda, porque en aquel mundo de ignorancia la fuerza bruta parecía haber ganado definitivamente la guerra al raciocinio.

En aquel momento eran muy pocos los privilegiados que habían conseguido dejar a un lado la lanza para empuñar la pluma. Acaso la cultura podría haber sido en aquel momento una alternativa, pero las letras las escribían y las leían tan solo en algunos monasterios y en contados aposentos.

Los libros eran tesoros miniados que descansaban en recónditas bibliotecas reservados para deleite exclusivo de quienes hubieran tenido la oportunidad y la dicha de aprender a leer.

Fueron muy pocos quienes vaticinaron que la paz no vendría de mano de la espada, sino de la diplomacia y la pluma. Y de entre esos pocos destacaron dos mujeres.

Mencía de Cisneros y Leonor de la Vega tuvieron la oportunidad de educar y criar a un niño según esas convicciones; un niño que, gracias a las enseñanzas de su madre y su abuela, vería la vida de otra manera. «Dios e Vos» sería su lema, y «Vos», sin duda, tenía semblante de mujer, porque de ellas bebió desde su más tierna infancia.

I Guadalajara, 1458 Un ilustre cadáver

 

 

Ama e serás amado,

e podrás

fazer lo que non farás

desamado.

 

MARQUÉS DE SANTILLANA

Proverbio I

 

Como un mandamiento de Dios, aquellas palabras que tantas veces pronunció y escribió tintineaban ahora en mi cabeza.

El llanto de mis hermanas, cual plañideras a sueldo, delataba su verdadero estado de dolor, a pesar de la paz que reflejaban sus rostros. Yo lo contuve, me lo tragué una y otra vez hasta llenarme la boca de una tristeza salada que apenas podía contener. En más de una ocasión había oído a mi padre prohibir llorar a los varones de la casa y yo, a pesar de no serlo, quería seguir su consejo, su ruego.

Aquel hombre que ahora yacía aparentemente dormido estaba muerto. El alma le había abandonado en el momento de máximo sosiego, ese en el que uno sabe que se aleja definitivamente del mundo habiendo dejado sembrada la cosecha que con el tiempo habría de dar sus frutos; esos años, lustros por venir en los que todos los hombres y mujeres de su sangre le recordaríamos sin el más mínimo ánimo de vanidad.

Yo, como su hija mayor, podría haber sentido en ese preciso momento que mi vínculo paterno-filial se había terminado, pero no fue así. Era verdad que mi hermano Diego le sucedería en todo lo grandioso que él había iniciado, pero también lo era que había dejado sembradas demasiadas hileras de olivos como para que un solo hombre pudiese varearlas a solas.

Desde mi discreta posición, me propuse ser como uno de esos manantiales subterráneos que sin emerger de la tierra llegan a nutrir las raíces de los acebuches. A escondidas, regaría el imaginario olivar de mi padre y procuraría su prosperidad a pesar de que nadie me hubiese dado vela en ese entierro. Lucharía encarnizadamente contra los tiempos de sequías. Prevendría a mi hermano mayor de cualquier plaga traicionera y le alertaría contra la presencia de cualquier alimaña, gusano o polilla que ansiase hacerse con él.

Miré su cadáver con añoranza. Aquellos arrugados párpados ya nunca más dejarían asomar esa mirada penetrante que, tatuada por las vivencias, había sabido transmitir seguridad o temor. Su pronunciado y pequeño mentón ahora parecía sobresalir más. Sus finos labios habían perdido el color como si quisieran rechazar para siempre cualquier beso de mujer. Y su tez grisácea se suavizaba ahora por la paz que su expresión imponía y por el reflejo de las velas que le iluminaban.

Tumbado en su catafalco, iluminado por cientos de cirios, asía una cruz entre sus dedos agarrotados. Era la cruz de San Andrés, la misma que su padre le dejó y que antes de enterrarle me la quedaría yo por su propia voluntad; la misma que siempre llevó pendida de su cuello junto al corazón aguardando el recuerdo de su último latido.

El inicio repentino del canto de un tedeum acentuó mi angustiosa congoja. Tuve que tragarme ese mar de desvalida tristeza. Las voces angelicales del coro de San Francisco manaban como gloria bendita de lo más alto del firmamento para filtrarse por las grietas del artesonado y, a traición, penetrar en nuestros oídos como dagas de melancolía.

De nuevo, ese almizcle de añoranza y desconsuelo que tanto intentaba eludir me invadió. Añoranza porque sabía con certeza por mi fe y mis creencias que la muerte solo es un puente que hay que cruzar hacia el esencial final de nuestra existencia; un pasadizo solo de ida que nos deja a la espera de un futuro y certero reencuentro. Hasta entonces, echaría de menos sus consejos, presencia y consuelo. Desconsuelo por la inseguridad que se tiene a lo desconocido, a pesar del frustrado intento de adquirir una fe sin dudas ni fallas.

Sin pronunciar palabra, le hablé con el pensamiento: «Demasiado alto, padre; has dejado el pabellón demasiado alto y no sé si podré igualarte. Te juro que lo intentaré con todas mis fuerzas».

Desde ese preciso momento, en mayor o menor medida, todos sus hijos tendríamos que responsabilizarnos de lo que nos tocara, procurando siempre engrandecerlo. Así, bruñiríamos el eslabón de la cadena del linaje que nos había tocado vivir hasta que reluciera con más fuerza.

«¡No te defraudaré! Sé que Nuestra Señora me guiará y así tu hija, Mencía de Mendoza, llevará tu apellido con el honor que se merece, porque, aunque pases a la historia con tu título, has vivido más años como Íñigo López de Mendoza que como marqués de Santillana, y así te recordaremos los que tuvimos la dicha de conocerte».

De rodillas como estaba, alcé la vista para escrutar a cada uno de mis hermanos.

Diego Hurtado de Mendoza, el mayor, delante de todos y arrodillado en un reclinatorio, mantenía desde hacía horas los ojos cerrados y la frente apoyada sobre sus finas manos en actitud orante. Sin duda, se encomendaba a todos nuestros santos para que le ayudasen a cumplir con el cometido que desde aquel día pesaba sobre sus hombros. La responsabilidad le aplastaba inexorablemente.

El siguiente en edad era mi hermano Íñigo López de Mendoza. Le pusieron ese nombre en honor a nuestro padre. Tenía su misma mirada, pero su mano derecha, en vez de pasar páginas o afilar plumas, andaba siempre sobre el mango de su espada. Aquel era un gesto que recordaba más a nuestros antepasados guerreros que a mi padre, pues sus inquietudes bélicas siempre quedaban relegadas a segundo término.

A su lado, Lorenzo Suárez de Figueroa conservaba su porte y la forma de su cabeza. Entre ambos había un hueco que debía de haber ocupado mi hermano Pedro Laso de la Vega. Era como si, inconscientemente, le hubiesen dejado aquel espacio a pesar de que había muerto antes que mi padre.

Si por edad fuese, la siguiente debería haber sido yo, pero las mujeres velábamos en un lugar separado de los hombres. Ahí estaba Pedro González de Mendoza con sus ropas cardenalicias, que resaltaban en la estancia entre las negras y blancas habituales del luto.

Sonreí para mis adentros al recordar la discusión que mantuvieron mi padre y mi madre al nacer Pedro. Mi madre se había empeñado en bautizarlo con el mismo nombre que su hermano mayor, hoy desaparecido, y sin duda lo consiguió. Por entonces yo era aún una niña, pero nunca olvidaría el ímpetu con el que consiguió convencer a mi padre. Cerré los ojos y la memoria me trajo aquel recuerdo:

—Solo os pido que hagáis realidad mi sueño. Es nuestra Señora la Virgen María la que en reiteradas ocasiones me ha dicho en sueños que pariría un hijo príncipe de la Iglesia y que debería llamarse Pedro. No es un capricho sino un ruego fundado en una predicción celestial.

Sin embargo, ante la duda de mi padre, ella insistió:

—Dejadme cumplir con esta obsesión. Mirad al niño; ahora está sano, pero quién nos puede asegurar que llegue a convertirse en un hombre fuerte. Son demasiados los pequeños que se entierran a diario como para no asegurar este empeño.

Su testarudez y el miedo a perdernos prematuramente consiguieron imponerse. Y así fue como este Pedro no sería el último de mis hermanos en tener este nombre. Aunque, corriendo el tiempo, otro Pedro se cruzaría en mi camino y sería mi marido.

En fin, mi padre cedió a su antojo, aunque, a decir verdad, con ello de paso hacía honor a nuestro bisabuelo, el héroe de la batalla de Aljubarrota.

Abrí de nuevo los ojos y aparté mis pensamientos del pasado. Ahí estaba la sala con mi padre de cuerpo presente. Seguí la fila.

Al lado de Pedro González de Mendoza estaba mi hermano Juan Hurtado de Mendoza, que había recibido ese nombre en honor al tío de mi padre, su antiguo tutor. Junto a él, mi tercer hermano Pedro, Pedro Hurtado de Mendoza, que, como he dicho, mi madre fue persistente en amarrar las cosas y es que las mujeres de mi familia somos tenaces en nuestras resoluciones, más si estas vienen de la mano de una profecía soñada.

Este lío de Pedros habría inducido a la confusión a muchos si no fuese porque fuera de casa se los diferenciaba por el apellido y, dentro, por los apodos que durante nuestra infancia les dimos. Así, los tres Pedros se quedaron en el Grande, el Mediano y el Chico. Ahora, en este preciso instante de tristeza, los distinguía desde la segunda fila por la forma de sus nucas desnudas y la manera de llevar cortado el pelo en línea recta sobre las orejas, como era el uso.

A mi lado estaban mis dos hermanas, María y Leonor, que ya tenían ahogados los pañuelos de enjugar lágrimas desconsoladamente.

En tercera fila, tras nuestro tío el conde de Alba y los cuñados, sobrinos, hijos y maridos, estaba nuestra hermana bastarda. Era la otra Leonor, que, como había nacido hija de la bastardía, estuvo recluida en varios monasterios desde su nacimiento. Era la mayor de todos nosotros y por primera vez en su vida había pedido permiso para romper la clausura y acudir a despedir a su padre, al que no conocía.

Enfundada en sus hábitos, observaba a su difunto padre y rezaba entre susurros. Parecía no expresar demasiado dolor. Al verla ahora allí, supuse que su curiosidad además estaría aderezada por la más que probable posibilidad de que nuestro difunto padre hubiese dejado un generoso legado a su convento.

Después de algunos años en el convento de Santa Clara, hubo de mudarse al de Las Huelgas, en Burgos, así que hicimos el viaje de Burgos a Guadalajara juntas. Ella me agradeció que no la dejara hacer sola aquel camino. Además, siempre repetía que, aparte de sus hermanas del convento, yo era su única familia. Lo cierto es que la visitaba con relativa frecuencia, sobre todo desde que mi padre, ya anciano, quizá arrepentido por su dejadez para con ella, me informó de su existencia y me pidió en secreto que la visitase para informarla de cómo se encontraba. Quedó satisfecho al saber que era una mujer culta, devota y tan capaz de llegar a lo más alto como el resto de sus hijos. Sabía que mi hermano el cardenal estaba pensando en proponerla como madre abadesa de Las Huelgas en cuanto quedase una vacante, pero no quise decirle nada por no alimentar falsas esperanzas, no fuese a truncarse el intento.

Por alguna razón que desconozco, se llamaba igual que mi abuela y mi hermana pequeña, de modo que, además de tres Pedros, teníamos dos Leonores en la familia. Con ella éramos once los hijos que perpetuaríamos la memoria de mi padre.

Tomando impulso, me levanté. Tenía las rodillas entumecidas y necesitaba un descanso. Sabía que el desasosiego de su abandono me impediría conciliar el sueño, pero necesitaba pensar y eso tenía que hacerlo en otro lugar menos mustio. Crucé un arco gótico del patio y me asomé a su centro. Me apoyé cansinamente en una de las columnas y tomé una bocanada de aire; quería limpiarme del olor a incienso que había en aquella estancia donde se velaba su cadáver.

Ahí afuera, lloviznaba, de modo que me guarecí en el soportal. Alcé la vista y me detuve a contemplar los pequeños escudos que coronaban los capiteles de cada una de las columnas. Eran las armas de Lasso de la Vega y Mendoza labradas en la piedra de Tamajón. A pesar de tener derecho a una corona de marqués o de conde, los escudos no lucían ninguna. Hay que mostrar humildad, solía decir. Y lo cierto es que su nobleza no necesitaba de coronas que lo avalasen porque a través de los siglos todos le recordarían por sus hazañas y creaciones.

El silencio me abrigaba. Otros días, a esa misma hora, un tumulto de ruidos de martillazos y cinceles robaba la paz al patio, pero ese día los canteros y maestros albañiles no trabajaban, en señal de luto. Inmersa en aquel sosiego, dirigí mi imaginación hacia cada uno de los hogares que mi padre había mandado construir.

Como a uno de sus halcones, me despojé de la caperuza y alcé el vuelo, dejando atrás el patio de sus casas mayores de Guadalajara. Sobrevolé la iglesia de San Francisco, donde muy pronto descansaría eternamente, rocé los tejados de su hospital de Buitrago y, dando un quiebro, me dirigí a la fortaleza de Hita, pero antes me posé a descansar en el campanario del monasterio de Lupiana. Recuperado el resuello, me dirigí a La Pedriza. Desde el aire, perfilé a las faldas de la sierra el dibujo de la planta del castillo de Manzanares que mi hermano Diego concluiría. Después, subí alto, muy alto, por encima de las nubes, para divisar los valles de la Asturias de Santillana y la torre de Potes en la que pasó su infancia.

Recorridos sus dominios, mi altivo sueño regresó al patio de casa. Las grandes construcciones solo eran minucias imperdurables de su creación. Miré a mi alrededor. Aquellas casas eran las que realmente habían albergado nuestra infancia en Guadalajara. Diego pensaba convertirlas en un palacio parecido al que yo me proponía construir en Burgos junto a mi marido, el conde de Haro, a pesar de que por aquel entonces solo teníamos pensado el nombre. Se llamaría la Casa del Cordón y las armas de los Velasco y la de los Mendoza, como en aquel patio, quedarían esculpidas para siempre, rememorando un presente que pronto sería pasado.

La fina lluvia había cesado. Las gárgolas ya apenas vomitaban un hilillo de agua cuando me dispuse a cruzar el patio en dirección a la biblioteca. Los escarpines se me empaparon al pisar un charco sin darme cuenta. Las medias de lana merina no me salvaron de sentir las plantas de los pies mojadas. A pesar de ello, me alcé el bajo sayo y continué mi camino.

Atravesé la sala donde exponía su colección de armaduras, ballestas, lanzas y espadas, aquellas que en alguna contienda empuñó. Allí, colgadas del muro, protegían la entrada de su aposento preferido. Era el templo de sus ideas, donde guardaba todo lo que él algún día había escrito y leído. Abrí sin dudar las pesadas puertas de su mayor tesoro. En esa biblioteca sentiría, más que en ningún otro lugar, su verdadera presencia.

La chimenea estaba encendida. Me apoyé en su cerco, me descalcé y me quité las medias para colocarlas en las bolas de hierro de los morillos y que se secaran lo más rápido posible sin deformarlas. Mis pies descalzos agradecieron el calor y el cosquilleo que me producían las lanas de la alfombra.

De inmediato, me dirigí al muro norte de la estancia. La luz grisácea de la extinta tormenta penetraba a través del alabastro de la ventana y se reflejaba en los lomos de los libros. Sabía que aquellos estantes mostraban su oculta identidad. En susurros me pareció escuchar su voz grave:

—Los libros de un hombre dicen mucho más de él de lo que se pueda imaginar.

Pasé mis manos por los lomos de las principales obras que él había adquirido. En un estante descansaban las de los poetas aragoneses, provenzales y toscanos que tanto le guiaron para escribir sus versos. Más abajo, la Crónica de España, una Biblia latina, un Boccaccio, dos de Petrarca, otra de Homero, de Virgilio, unas Confesiones de san Agustín, un Platón y un Mateo Palmieri, y otros tantos libros en latín de diversa índole que llenaron sus horas de lectura aprendiendo de cada uno de ellos.

En el ángulo de la primera página de todos ellos, como exlibris, había mandado miniar a los monjes de Lupiana su tan secreto lema Dios e Vos. ¿Quién era Vos? Sonreí al recordar cómo consiguió guardar el secreto hasta el mismo día de su muerte. Lo cierto es que todas sus mujeres ansiamos ser las dueñas de ese simple y enigmático nombre.

Hacía tan solo unas horas que nos lo había revelado. Fue en su último suspiro. Y es que, cuando se hacía un voto a sí mismo, jamás rompía el juramento. Así fue como, además de custodiar celosamente sus secretos, nos enseñó a respetar el valor de la palabra dada.

De ese estante me fui al de enfrente. Allí estaban las obras que yo más apreciaba, no por su valor material, sino por el sentimental, porque eran los escritos que habían brotado de su pluma. Un simple esqueje en crecimiento en el que las raíces eran sus palabras, las ramas sus pensamientos y los capullos en flor, sus versos.

Los originales y varias copias de sus cuarenta y dos sonetos hechos al modo italiano eran los primeros, seguidos de los proverbios que escribió por encargo del rey don Juan para la educación del entonces príncipe Enrique. Sus decires, canciones galaico-portuguesas y los refranes, que llamábamos familiarmente «de las viejas tras el fuego», se hacinaban describiendo el folclore de nuestro tiempo.

El desorden era evidente porque mi padre, como tantos otros genios, una vez creada una obra, perdía el interés por ella y se concentraba en pergeñar la siguiente.

Pasando legajos, encontré la Querella de amor. La leí lentamente y me recordó a mi madre azuzando la tristeza en mi interior. Para eludirla, decidí buscar otra más burlesca. La Comedieta de Ponza, la alegoría sobre «el infierno de los enamorados», el diálogo de «Bías contra Fortuna» y alguna que otra serranilla en la que reflejara su sentimiento hacia mujeres desconocidas, que yo siempre sospeché reales, me servirían para animarme.

No fue así porque en el trasiego de papeles se me cayó al suelo su Doctrinal de los privados. Al agacharme a recogerlo, me sorprendí. El azar siempre es caprichoso y esta vez quiso que el volumen quedase abierto justo donde hacía su particular crítica al condestable don Álvaro de Luna. Durante aquel raudo recorrido por entre sus creaciones, me di cuenta de que, mientras que en su juventud había escrito sobre temas alegres, como canciones y serranillas, según cumplía años, los asuntos se hacían más graves.

Aquella biblioteca era como su santuario; allí había pasado un millón de horas de su vida. En aquel recóndito lugar de la casa, se aislaba del mundo y gozaba con ello. Siempre que ansiaba soledad, se encerraba entre sus muros y perdía incluso la noción del tiempo.

De alguna manera indescriptible, sentí su presencia como si un rescoldo de su espíritu hubiese quedado plasmado en cada palabra, en cada verso, en cada párrafo, en cada libro escrito que reflejaba un pedazo de su alma. No sabía cuántos había. Él ni siquiera se había molestado en catalogarlos, ni siquiera en contarlos. La cantidad no le importaba, solo su contenido.

Sobre un atril junto a la mesa tenía abierto un libro de canciones y villancicos en el que aparecían los que me dedicó de niña, donde loaba mi hermosura y la de mis hermanas. Me veía con los cabellos enjoyados, las manos finas y los pechos pequeños. Entonces, recordé una de las muchas cosas que en sus últimos días me dijo:

—Un día fuisteis mi musa, Mencía, por eso, cuando yo falte, si tenéis dudas sobre cómo actuar, buscad, Mencía, buscad. Buscad entre mis obras y allí encontraréis todo lo que la vida me regaló para escribirlas. Todo lo que amamantó a este poeta-soldado que es vuestro padre, porque no solo de la leche materna se alimentan el ingenio y el proceder de un hombre en su existencia. Buscad, Mencía y, cuando lo halléis, leedlo con detenimiento. Interpretadlo entre líneas. Sé que vuestro camino será otro, pero siempre podréis encontrar similitudes entre las fuentes que con su manar dirigieron la corriente de mi vida y las que en un futuro dirigirán vuestro cauce.

Siempre con metáforas. ¿A qué se refería? Debía de llevar más de dos horas encerrada en su tabernáculo recordando su vida, leyendo cada una de sus palabras. ¡Qué pena no tener sus prosaicas memorias escritas! Si no fuese pecado de vanidad escribirlas, quizá lo hubiese hecho. ¿Por qué hasta para recordarle con más profundidad había de estrujarme la sesera?

Pensaba en él, al tiempo que me sentaba a su escritorio. Estaba agotada y mis piernas se resentían de tanto tiempo de pie hojeando libros. Ya oscurecía y encendí la palmatoria que había sobre la mesa. Por un segundo la llama flameó a punto de apagarse.

Aquella silla me cobijó en su sosiego. El cuero de su respaldo estaba dado de sí por tanto tiempo como aguantó el peso de su cuerpo allí sentado. Era como amoldarme a su huella imperturbable. En el suelo, había un montón de pieles de diferentes colores y texturas. Zahones, zurrones, odres o viejos botos que, como su silla de montar, estaban marcadas por el tinte del sudor de su corcel y la punta de su flecha.

Eran sus borradores, aquellos que le sirvieron, en cualquier momento o lugar, para tomar notas sobre el nacimiento de una idea.

Cerrando los ojos, pasé los dedos sobre la que más a mano tenía sobre la mesa. Era el tapete que le servía de apoyo al papel. Fue entonces cuando sentí en las yemas la huella de algunas de sus palabras. Estaban tan claras que parecían grabadas a fuego por el hierro de ganadero. Lentamente fui perfilando cada una de las letras. Y, al unirlas, tuve las palabras y con ellas una sola frase: Vida y semblanza del marqués de Santillana.

No era posible, se había atrevido. Íñigo López de Mendoza había escrito sus sinceras memorias. Pero ¿dónde estaban?

Después de pensar y pensar, me indigné tanto que no pude contener la rabia y pegué una palmada tan fuerte a la mesa que su tapa saltó por los aires. Al mirar el destrozo, me quedé perpleja. ¡Cómo podía conocerme tan bien! Era como si supiese y hubiese calculado cada uno de mis movimientos. En un cajón oculto bajo aquel tablero había un montón de legajos asidos por una cinta de color verde y vino y sellados por el escudo de armas de la familia. En la primera página leí: Romped el lacre. Es solo para vos.

Como siempre, no especificaba quién era vos. Era como con su lema «Dios e Vos». Su garganta muda quiso desvelar esa incógnita, pero otras muchas habían quedado sin esclarecer. Sin dudarlo un momento, rompí el lacre.

Dependiendo del alcance del hallazgo, pensé, lo compartiría o me desharía de él para no perturbar su honor.

Me recliné sobre el respaldo, inspiré hondo y apoyé el grueso legajo sobre el atril. Con cierto temblor, deshice los lazos que lo sujetaban. Abrí la tapa de piel de cerdo curtida y comencé a leer la carta que precedía al grueso manuscrito.

 

Cada vez tengo más frío; es la muerte que me acosa. Hoy la vitalidad se me escapa por cada una de las fisuras de mi cuerpo, ese cuerpo tatuado de cicatrices que tan pronto abandonaré.

Tengo el cráneo hundido por los golpes de las contiendas, el dedo encallecido de tanto escribir y los ojos demasiado nublados como para seguir leyendo. He tenido la suerte de que Dios me preparase poco a poco para este tránsito.

Ya solo pienso en dejaros a todos bien dotados. Tanto a los hijos de mi sangre, como a los de mi tinta. Porque, así como los primeros lleváis mi abolengo encarnado, los segundos forman parte del tornasol oscuro que un día fluyó por mis manos y mi mente.

En esta mi postrera obra dejo la cuenca profunda de mi anciana existencia que ha manado más vertiginosamente que nunca para derramarse en este río de narración.

Es mi particular crónica. No soy rey, pero tampoco quiero desaparecer sin dejarla plasmada. Dios me perdone por la vanidad que esto pueda significar. Confío en vos y en vuestra prudente diligencia. Sé que cumpliréis con creces engrandeciendo este yugo de responsabilidad que hoy, Mencía, cuelgo de vuestro cuello.

Vuestro padre que os quiere

 

Solo al saber que aquel documento estaba dirigido a mí, sentí los pies helados. Ansiosa por continuar, sacudí los dedos, pero el movimiento no calentó su desnudez.

Contrariada por tener que levantarme, me acerqué al hogar. Tomé las medias y los escarpines y me los calcé. Entonces, sentí cómo el ardor de mis pies me subía hasta el corazón. De algún modo extraño, aquella calentura atizó las brasas de mi curiosidad.

Adapté de nuevo mi cuerpo al asiento y me froté los ojos dispuesta a buscar sin descanso respuesta a todas las preguntas que se agolpaban en mi mente, a todas aquellas incógnitas que por ser demasiado personales nunca me hubiese atrevido a plantear.

II Carrión de los Condes, 1403 Dos mujeres contra la adversidad

 

 

Acuérdome, […], siendo niño yo en hedad no provecta, mas asaz pequeño moço, en poder de mi avuela doña Mençía de Çisneros, entre otros libros, aver visto un grand volumen de cantigas, serranas e dezires portugueses e gallegos […], cuyas obras, aquellos que las leían loavan de invençiones sotiles e de graçiosas y dulçes palabras.

 

MARQUÉS DE SANTILLANA

Prohemio e carta al Condestable de Portugal

 

Los primeros recuerdos me llevan a los albores del siglo XV. Debía tener unos cinco años y andaba rezagado por una de esas calles embarradas de Carrión de los Condes en pos de mi hermano García, mi madre y mi abuela Mencía rumbo a la herrería. Entre las dos llevaban asido de las manos a mi hermano mayor y lo balanceaban en el aire cada dos pasos.

A mí también me hubiera gustado aquel balanceo, pero antes de salir de casa mi abuela se había encargado de explicarme el porqué de esas diferencias con mi hermano. García tenía una salud frágil y constantes enfermedades que le debilitaban. No era la primera vez que escuchaba aquello, así que comencé a comprender por qué le prestaban más atención que a mí; además, en ese momento se juntaba con la celebración de su cumpleaños. Francamente, jamás sentí envidia ni celos.

Aquel día cumplía ocho años y, por alguna razón que entonces yo no alcanzaba a entender, merecía celebrarlo como si fuese a ser el último. El mejor regalo había sido el de santa Ana, porque le había dado las fuerzas suficientes para levantarse de la cama aquel amanecer.

Recuerdo que la noche anterior nos había despertado a todos con sus angustiosos espasmos y toses. Se produjeron con tal violencia que parecía obcecarse en escupir aquel tumor que le carcomía las entrañas. O al menos así lo entendí yo, porque cada vez que aparecían los vómitos, disimuladamente, yo revolvía entre esas inmundicias esperando encontrar un atisbo de aquel oculto mal.

De pronto, entre un columpiar y otro entre las dos mujeres, regresó el rubor a sus mejillas. Sin embargo, una carcajada brotó de repente. Las dos mujeres se miraron a hurtadillas y se sonrieron. Parecía como si mi hermano, a pesar de su debilidad, les hubiera contagiado su alegría. Pero lo cierto era que, después de una noche en vela, ambas se esforzaban en mantenerlo el máximo tiempo en volandas.

Mi primo Fernán Álvarez de Toledo caminaba a mi lado dando patadas a una piedra que yo recuperaba para pasársela de nuevo a él. Aquel debió de ser el primer juego que compartimos o el aperitivo de toda una vida de andanzas en común. Detrás, mis hermanas en brazos de sus amas de cría ponían fin al grupo.

A lo lejos, el tintineo del herrero golpeando el hierro nos hizo aligerar el paso. García no lo sabía, pero íbamos a recoger el mejor regalo que mi madre podía haberle hecho a su edad; su primera armadura.

Al descorrer la gruesa tela que cubría la entrada de la fragua, todos quedamos perplejos. Un tronco de olivo toscamente tallado imitaba la imagen de un hombre pequeño. Sobre su pecho había un peto y cubriendo sus peanas, las perneras y los patucos. Los guanteletes estaban asidos por alambres a las mangas de malla y sobre el yunque, el yelmo. A pocos metros, el herrero daba forma a la visera, todavía incandescente, que protegería su vista en el campo de batalla.

Mis hermanas Elvira y Teresa, ajenas al espectáculo, prefirieron quedarse fuera correteando en pos de unas gallinas que cacareaban asustadas por la amenaza de su presencia.

La mujer del herrero, al vernos entrar, se apresuró a ofrecer una silla a mi abuela. Ella la rechazó, pero la oronda mujer, que se deshacía en halagos, insistió.

—A sus pies, mi señora doña Mencía de Cisneros. No tengo más asiento que ofrecer a vuestra familia, pero sabe Dios que en mi casa la señora de Guardo y Carrión de los Condes no ha de estar ni un minuto de pie.

La mujer situó la silla cerca de la puerta abierta de la herrería donde el calor de la fragua era menos intenso. Mi abuela, con una leve inclinación de cabeza, agradeció el gesto y, sin discutir más, tomó asiento y aprovechó para entresacar de sus ropas un pequeño libro que colocó en su regazo. No sabíamos si lo abriría o no, pero lo cierto es que siempre llevaba alguno encima. Mi madre sonrió.

—Madre, hoy no venimos a leer sino a admirar a este pequeño caballero vestido ya como un hombre.

Ella, abriendo el libro, contestó de inmediato:

—Paciencia, hija mía, o solo conseguiréis marcarle a fuego la cara al chiquillo. Esperaremos a que la visera se enfríe y mientras matemos el tiempo leyendo. ¡Un libro es lo que deberíais haberle regalado en vez de cargarle con tanto peso!

Para ella cualquier momento o lugar era perfecto para leer, además sentía un profundo deseo de inculcarnos el afán por la lectura. Siempre decía que su sueño era haber engendrado un hombre de letras que aborreciese las armas. Quizá fuese porque todos los varones de su casa habían muerto víctimas de ellas y, de todos los hijos que había parido, solo le quedaba viva mi madre. No sé, pero lo cierto es que en mí consiguió hacer realidad sus deseos. Antes de comenzar, hizo hincapié en sus reproches.

—¡Qué cansada estoy, Leonor, de deciros que estos niños deberían dedicar más tiempo al estudio! Bien podrías saber que el conocimiento no se adquiere sin trabajar y que ciertamente el privilegio se lo merece solo quien se provee de doctrina y de prudencia.

Mi madre suspiró cansinamente y continuó el proverbio como recitándolo por infinitésima vez:

—Quien comienza a obrar bien en su juventud, no ha de errar en su senectud.

Mi abuela frunció el ceño, incómoda por la interrupción, e inquirió:

—¡Pues aplicaos el cuento, ya que tan bien lo sabéis, que aún no soy una vieja que me repito!

Mi madre se encogió de hombros y no quiso discutir más. Para entonces, mi hermano García, mi primo Fernán y yo ya estábamos sentados sobre un montón de paja frente a ella dispuestos a escuchar la historia que aquellas páginas escondían en su interior. Se sintió orgullosa de nuestra atención.

—¿Recordáis que ayer os hablé de las luchas que el infante don Fernando de Aragón mantenía en contra de los sarracenos?

Los tres asentimos. Lo cierto era que últimamente y por motivo de la enfermedad de García, que le obligaba al reposo, mi abuela había tenido la posibilidad de leernos muchas de aquellas historias que tanto nos gustaban.

—Pues bien, hoy viajaremos al pasado de la mano de Pero González de Mendoza. Sabed, niños, que con él comenzó una estirpe de grandes guerreros. Atendedme —dijo la abuela con cierto ímpetu, al tiempo que extendía el dedo índice y nos señalaba—, sois vosotros quienes debéis continuarla. —Guiñó un ojo antes de proseguir—: No olvidéis que todo esto que os voy a contar lo sabemos gracias a los cronistas. Debéis leerlos, porque ellos son los únicos que nos revelan el pasado.

Nosotros asentimos, anhelosos de que comenzase de una vez. Aún recuerdo que mi curiosidad infantil no pudo contener la pregunta que los niños ávidos de información siempre pronuncian:

—Y ¿por qué, abuela?

Ella alzó la vista y se sonrió.

—¿Por qué, qué?

Me desesperé suponiendo que mi pregunta era clara.

—¿Por qué es el primero de nuestra estirpe?

Entonces, me tomó en sus rodillas, me miró a los ojos con una sonrisa que aún hoy no sé si era de burla, de complicidad o de dicha y continuó narrando con una voz medio impostada y muy seria:

—Niños, no penséis que lo que os voy a contar es un cuento. No, qué va, no lo es, aunque yo os lo cuente como si lo fuera. Lo que os voy a contar es una historia verídica, real, una historia de la que os debéis sentir siempre orgullosos porque forma parte del pasado de un gran hombre. Aunque, claro, no lo conocisteis, ¡cómo lo ibais a conocer! Pero fue vuestro abuelo. Escuchadme bien y no lo olvidéis nunca: quien alardea de su linaje sin conocer las glorias de sus antepasados y sin haber aprendido de sus virtudes y de sus errores es un necio.

Impaciente, le tiré de la manga.

—Dejaos de rodeos y comenzad, abuela. Vamos, contadnos todo lo que las constantes ausencias de nuestro padre nos niegan.

Pese a los desvelos de mis mujeres mayores, porque su falta pasara inadvertida, lo cierto es que a mis cinco años echaba demasiado de menos su presencia. Y ahora me daba cuenta de que si la historia que nos iba a contar mi abuela era la de mi abuelo, la del padre de mi padre, parecía lógico que hubiera sido él quien nos la narrase, pero lo cierto es que apenas le veíamos y cuando lo hacíamos era fugazmente, como a alguien que llega y se va con tanta rapidez como la de una ráfaga de cierzo veloz cuando atraviesa el umbral de un hogar.

Mi abuela asumía todo aquello como un disgusto impuesto al que de algún modo debía poner remedio. Y así fue como, conducida tal vez por cierto resentimiento y por una celosa obligación, se comprometió consigo misma a enseñarnos todo aquello que atañía al pasado de nuestro linaje. De repente, se recompuso en la silla, asió con fuerza el libro que tenía en su regazo, tomó aire y comenzó:

—Esto que os voy a contar os puede parecer lejano, pero sucedió solo trece años antes de que vos, Íñigo, nacierais. Por aquel entonces vuestro padre tenía tan solo veinte años… Acaso fue por eso por lo que no fue consciente de la hazaña de su padre —dijo con los ojos nublados y como mirando al fondo de la herrería, a un infinito que se perdía más allá de su propia consciencia.

Lo cierto era que, a pesar de su conducta para con mi madre y para con nosotros, mi abuela Mencía siempre parecía tener una palabra agradable para excusarle, aunque a ella no le gustara su comportamiento. Algunos años después comprendí que, a pesar de tener un millón de razones para menospreciarle, nunca lo hizo ante nosotros. Sabía muy bien que vejándole solo hubiese conseguido hacernos daño. Para un niño, un padre, aunque apenas lo conociese, era único y debía sentirse orgulloso de él, debió pensar en más de una ocasión. Meneó la cabeza y nos miró a todos con los ojos muy abiertos. Luego, prosiguió:

—Prestad atención. Por aquel entonces reinaba Juan I y estábamos en guerra con Portugal. Uno de los primeros en acudir al llamamiento del rey fue vuestro abuelo. La contienda fue larga, tanto que las batallas se sucedían de tal modo que hastiaron las fuerzas de las huestes, que cada vez contaban con menos hombres. Cansados y hambrientos, a los guerreros ya solo les quedaba el sueño de una victoria definitiva que, por otra parte, parecía cercana, después de haber quemado los arrabales de Coímbra, de haber tomado el castillo de Cellorico y de haberse enterado de que una devastadora epidemia de peste había asolado Lisboa y había acabado con los mejores generales portugueses.

»Nuestros guerreros andaban en Alcazaba, una villa a tan solo una legua de Aljubarrota, cuando supieron que allí mismo un ejército de treinta mil portugueses los esperaban dispuestos a librar la batalla final. Vuestro abuelo intentó, por todos los medios posibles, que el ánimo no decayese, pero fue la inesperada aparición del rey, aún convaleciente de una enfermedad, la que disipó los temores de los castellanos que quedaban en disposición de luchar.

»A primera hora de la mañana siguiente, la presencia del monarca en la cabecera del contingente azuzó como por arte de magia los latidos de aquellos valientes y les inyectó un huracán de valor. De tal manera fue que a mediodía los campos de Aljubarrota se convirtieron en un inmenso cementerio de almas combativas. A todo esto, el rey, a sabiendas de que su rendición sería el final, aguantó tambaleante sobre su mula hasta que el animal cayó muerto al suelo. Apenas tuvo fuerzas para esquivar el peso de la bestia, que de haberle caído encima lo hubiese aplastado».

Los niños la escuchábamos extasiados, abstraídos por el tono de voz que sonaba melodioso y parecía transportarnos al lugar de los acontecimientos. De nuevo la interrumpí.

—¿Tanto pesa una mula, abuela?

—Ya lo creo, tanto y más que un caballo. Además, dicen los cronistas que el rey estaba tan débil que, tumbado, apenas pudo moverse por el peso de su armadura. Buscó a su escudero para que le ayudase, pero pronto se dio cuenta de que yacía inerte a su lado entre otros tantos de sus caballeros muertos. El padre de vuestra hermana Alfonsa y primer marido de vuestra madre fue otro de los que pereció allí.

Sin pensarlo dos veces, salté del regazo de mi abuela, me dirigí al tronco de madera vestido con la armadura de mi hermano, tomé el peto y lo sopesé. Era cierto, aquella pieza pesaba como un yunque. A punto estuvo de caérseme al suelo cuando la oronda mujer del herrero me la arrebató indignada.

—¡A ver si la abolláis antes de estrenada!

Todos rieron y yo regresé a cobijarme en el regazo de mi abuela.

—¿Lo habéis visto, Íñigo? ¡Y eso que solo era el peto! ¡Figuraos si a eso le añadís el peso de la cota, el de la guardarropía y el de las armas!

—Sí, pero cuéntanos qué pasó con el rey.

Se rio con una de esas medias sonrisas que delatan satisfacción. Me desordenó el pelo y prosiguió con el relato:

—El rey don Juan, tumbado en el campo, debió de sentirse muy perdido, hasta que vuestro abuelo apareció de entre el polvo, la sangre y la muchedumbre y le salvó la vida. —Calló un instante, respiró profundamente como para dar más tensión al relato, nos miró a todos con ojos escrutadores y continuó—: Ahí estaba vuestro abuelo. Se bajó deprisa de su corcel y le tendió las manos al rey para ayudar a levantarle. No era solo un buen hombre, era sobre todo un buen vasallo. Se anudó las manos una con otra y se las ofreció para ayudarle a montar. Nuestro rey puso su pie en ellas y se subió al caballo.

—¿Es que tenía otro caballo el rey? —pregunté al caer en la cuenta que la mula que le llevaba había caído muerta.

Mi abuela negó con la cabeza.

—¡Qué imaginación, Dios mío! No, era el caballo de vuestro abuelo. ¿No os dais cuenta? Le entregó el suyo —dijo con voz enérgica—. Fijaos lo que hacía, no solo salvaba la vida del rey, sino que ponía en peligro la suya. El rey, entonces, le hizo señas para que subiera a la grupa y salvarse juntos, pero don Pedro, vuestro valeroso abuelo, dio un azote al animal para que galopase hacia un lugar más seguro. —De nuevo hizo un silencio cargado de intriga. Luego, me dejó a un lado y con cierta solemnidad se levantó de la silla y declamó—: «¡No quiera Dios que las mujeres de Guadalajara digan que quedan aquí muertos sus hijos y maridos y yo regreso vivo!». —Luego bajó el tono de voz y volvió a sentarse—. Esas fueron las últimas palabras de vuestro abuelo —dijo con cierto tono melancólico que la embargaba siempre en esas tesituras—. Después, un profundo tajo del enemigo a traición le cortó la voz. Y la vida. Dicen que al día siguiente el rey, al encontrarlo muerto sobre el campo de batalla, recordó esas últimas palabras que había pronunciado a sus espaldas cuando ya se alejaba al galope y parece que las repitió con cierto orgullo y mucha tristeza: «¡No quiera Dios que las mujeres de Guadalajara digan que quedan aquí muertos sus hijos y maridos y yo regreso vivo!».

Luego, calló, miró hacia el libro que aún mantenía cogido con su mano y, muy despacio, con mimo, casi como si temiera romperlo, lo abrió. A aquella hora del día, la luz del sol se filtraba en la penumbra de la herrería, de modo que fue a iluminar, como un foco oportuno y certero, las coloridas miniaturas que dibujaban el contorno de sus páginas.

Mi abuela Mencía, que no debería andar muy bien de la vista ya a sus años, debió sentirse reconfortada por aquella luz. Sin embargo, apenas si leyó unas pocas palabras. Cerró de nuevo el libro y se quedó mirando fijamente a la penumbra de la estancia. De pronto, casi como por sorpresa, comenzó a recitar los versos de un romance que hacía alusión a aquella historia que nos acababa de contar. El tintineo del mazo sobre el yunque de la herrería parecía acompañar a su voz temblorosa como la música a la de un juglar.

 

Si el caballo vos han muerto

sobid, Rey, en mi caballo;

y si no podéis sobir

llegad, subiros he en brazos.

Poned un pie en el estribo

y el otro sobre mis manos;

mirad que carga el gentío;

aunque yo muera librad vos.

 

Se detuvo, miró al frente con los ojos perdidos en un abismo de héroes, apretó con fuerza los puños, tragó saliva y continuó esta vez con una voz tan potente, que Dios sabe de dónde la sacaba, con esa impostación propia de los comediantes de las plazas públicas.

 

A su rey el buen vasallo

y si es deuda que os la debo

no dirán que no la pago,

ni las dueñas de mi tierra

que a sus maridos hidalgos

los dejé en el campo muertos

y vivo del campo salgo.

Dijo el valiente Alavés,

señor de Hita y Buitrago

al Rey Don Juan el primero

y entrose a morir lidiando.

 

—Es precioso, abuela. Lo quiero aprender de memoria. ¿Me lo enseñaréis?

—Lo hizo un poeta de Guadalajara en agradecimiento a vuestro abuelo. Desde luego que os lo enseñaré. ¡Qué alegría me dais, Íñigo! —dijo Mencía con una enorme sonrisa de satisfacción—. Os lo grabaré en vuestra memoria el día que os lleve a ver su enterramiento en la iglesia de San Francisco, porque hoy toca otro cantar.

Recuerdo que, entonces, saber que la sangre de un hombre tan generoso y valiente corría por mis propias venas me sobrecogió. Desde luego, la abuela Mencía había elegido la mejor de las historias de caballeros para hacernos entender la grandeza de mi abuelo, una grandeza que mi padre jamás se preocupó de transmitirnos. Seguramente ella hubiera preferido escoger en aquel preciso momento otra lectura, pero optó por captar nuestra atención sobre nuestro pasado de gloria en vez de recrearse en alguna de sus lecturas preferidas.

Al acabar su narración, hizo un silencio profundo y extraño que, he de confesar, me sobrecogió. Ella deseaba que, después del recitado, divagáramos sobre lo que habíamos escuchado, sobre aquella historia de don Pedro, su muerte en Aljubarrota y su disposición para que el rey se pusiera a buen resguardo.

La observé en aquel silencio que parecía romperse contra la penumbra de la herrería. Por un momento me detuve en la sombra alargada que su figura, digna y ligeramente encorvada, proyectaba contra el suelo, al contraluz que se derramaba desde la entrada de la estancia. Seguí su silueta con la mirada, como queriendo rastrear ese hilo oscuro, extraño y misterioso, que llegaba justo hasta la punta de su toca, como si esta fuera parte también de la sombra que se extendía por el suelo y que ahora parecía acariciar los pies de mi hermano García, que hacía un rato se había levantado para calzarse los patucos y admirar cómo el artesano doblegaba a fuerza de tenaza la visera de su yelmo.

Los últimos retoques sobre el yunque le tenían tan extasiado que ni siquiera sentía sobre el jubón las chispas incandescentes que le quemaban. Fuera, mis hermanas continuaban corriendo tras las gallinas, hasta que la pequeña patizamba tropezó en la misma puerta y la algarabía se hizo silencio. Teresa, incapaz de llorar, miraba hacia atrás como si hubiese visto al mismo diablo cuando la gallina, cual pelota de trapo, irrumpió rodando en la estancia. Luego, tras de sí apareció la punta del escarpín de mi hermanastra. Como siempre, traía el ceño fruncido. Mi madre la reprendió.

—¿Cómo he de deciros que no peguéis a los animales?

Entonces, ella se sacudió las plumas de la seda de los zapatos y contestó malhumorada:

—Madre, llevo horas buscándoos.

Alfonsa era la única hija que a mi madre le quedaba de su primer matrimonio y no veíamos el momento de que se desposase para perderla de vista. Tenía una rara cualidad que consistía en terminar con la paz de la familia con su mera presencia. Era como si viera una amenaza en todos nosotros, a pesar de ser mucho más pequeños que ella. Por lo general, se la oía venir gruñendo por los corredores. Entonces, aun sin pensarlo, de forma inconsciente la evitábamos. En aquel momento, nuestra madre procuró calmarse.

—Alfonsa, venid aquí. Mirad a vuestro hermano, está a punto de probarse su primera armadura —dijo en tono conciliador.

Su monstruosa carcajada hizo que un escalofrío recorriera nuestra espalda. García la miró con un viso de miedo al sentir su risa y cómo le observaba.

—¿De verdad pensáis enfundar a vuestro escuálido hijo en esa armadura, madre? Miradlo bien; ha adelgazado tanto durante su enfermedad que podrá bailar en su interior.

Alfonsa hablaba de nosotros como si no tuviésemos nada en común con ella. García enrojeció, se tragó la rabia y comenzó a toser de nuevo. La abuela lo calmó con una limonada mientras mi madre intentaba a empellones sacar a Alfonsa de la herrería. Incapaz de ello, en el mismo quicio le asestó una bofetada.

—¡Os lo he dicho una y mil veces! Ya tenéis más de veinte años. No es edad para que los celos os carcoman las entrañas cada vez que acaricio o muestro cualquier afecto a vuestros hermanos pequeños.

En ese momento, Marina González de Obeso, la nodriza de casa, llegó como alma que lleva el diablo llevando a mis hermanas en jarras y huyendo de la desagradable escena.

—Madre, os aconsejo que disfrutéis de los últimos días en que tenéis mi tutoría, porque en cuanto me case… —Alfonsa estaba prometida con don García Fernández de Manrique, conde de Castañeda—, él me hará justicia. Sabéis muy bien, pero os lo recuerdo por si se os ha olvidado, que Juan Téllez de Castilla, vuestro anterior marido, fue también mi padre. Cuando murió en Aljubarrota, heredé. No podéis despojarme de mis derechos, de lo que es mío. ¡No podéis! —le gritó a su madre, ahora en un estado de mucha irritación—, no podéis… No podéis beneficiar a vuestros hijos pequeños con lo que es mío. Son unos malcriados, unos… ¿Acaso olvidáis que soy nieta del rey Enrique II de Castilla y bisnieta de Alfonso XI? ¡Tengo sangre real! —volvió a gritar enérgica—. Vos sabéis… —Calló unos segundos y miró a su alrededor—. ¿Con qué habéis pagado la armadura? —le espetó—. ¡Os aseguro que nadie, ni siquiera vos, me va a arrebatar lo que me pertenece! ¡Y esos, mucho menos!

Estaba muy enfadada. Se le había congestionado la cara con los gritos y parecía que los ojos se le salieran de las órbitas. Sabía que era así, pero no hasta ese punto. Ciertamente, mis hermanos y yo le teníamos pánico. Lejos de entenderla, sentí como si su dedo inquisidor fuese una cerbatana a punto de dispararnos un dardo envenenado. Mi madre respiró hondo, la observó de arriba abajo y procuró calmarse.

—Esos, como los llamáis, son vuestros hermanos y, dado que aún no tienen edad para discutiros nada, lo haré por ellos. Siempre, entendedlo bien, siempre lo haré yo por ellos —repitió elevando el tono agrio—. Y os aseguro, Alfonsa, que, por mucho que insistáis en ello, por mucho que mostréis esa enorme desconfianza hacia mí, no he utilizado ni una sola moneda vuestra para mantenerlos. Estáis muy equivocada, Alfonsa, muy equivocada. —Leonor respiró hondo y trató de tranquilizarse—. Además, por si lo habéis olvidado, os recuerdo que vuestra abuela Mencía es señora de las casas de la Vega, Cisneros y Manzanedo y de los nueve valles de las Asturias de Santillana y que algún día lo seré yo. ¿Podéis acaso comparar nuestra bolsa con la vuestra? Por algo nos llaman las ricashembras. ¿Para qué iba yo a coger de lo vuestro? Si fueseis inteligente, enmendaríais vuestro comportamiento, porque solo así, el día que yo falte, sacaréis provecho de mis bienes. Ahora decidme, Alfonsa, ¿qué es una armadura en un mar de bienes?

Luego, con esfuerzo y aprovechando su aparente calma, le acarició la toca y la atrajo hacia el interior de la herrería. Una vez dentro, le habló entre susurros:

—Ahora, por favor, no pequéis de celosa sin venir a cuento. Comprended que estos pequeños, aunque sean hijos de otro padre, lo son también míos. Soy su madre. Alfonsa, estad segura de que los protegeré siempre. Sobre todo al más débil. ¿Tan difícil es de entender? Sabéis que el barbero dice que García está enfermo y cualquier alegría es buena para mejorar su estado. Hacedme un favor y no frustréis su ilusión.

Mi hermanastra masculló algo entre dientes y se dejó llevar por la situación.

—No los temo a ellos, sino a vos, mi señora, porque, a pesar de ser mi madre, os creo muy capaz de robarme para beneficiarlos a ellos. Madre, reconocedlo, nunca habéis tenido claro lo que es de cada cual. —De repente, Alfonsa estiró el cuello, se irguió toda ella en una postura que manifestaba insolencia, abrió mucho los ojos y de la boca dejó salir toda una sarta de exabruptos—. Decís que García está muy mal, pues bien, si es así, ¿dónde anda el almirante de Castilla, su padre? Al fin y al cabo es su primogénito —dijo con soberbia— y no parece que le importe demasiado su salud. Madre, no os engañéis. Está claro que vuestro querido esposo prefiere seguir junto a su barragana y la hija de su primer matrimonio, en Guadalajara, que junto a vos y a vuestros hijos. ¿O acaso no es verdad que solo viene de tarde en tarde? Sí, no pongáis esa cara, madre; no os estoy diciendo algo que no sepa todo el mundo. De vez en cuando llega, cumple con su deber conyugal, os deja preñada y desaparece durante meses sin preocuparse ni de vos ni de sus hijos. Os apuesto a que, a pesar de la enfermedad de García, no viene. ¡Claro que no! ¡Si lo sabré yo! ¡Estos niños son como los hijos de las perras que se crían en el arroyo sin conocer a su padre!

Leonor no daba crédito a sus oídos. La crueldad de su hija mayor había llegado demasiado lejos.

—¡Alfonsa! —Al grito de irritación de Leonor le siguió una segunda bofetada que la tiró al suelo.

Con la mano en la mejilla, lejos de intimidarse, miró con rencor a la madre y prosiguió sarcásticamente con sus improperios.

—El dolor de la verdad siempre hiere más profundamente, ¿verdad?

El lugar fue adquiriendo una densidad tórrida. Las miradas crispadas iban de un cuerpo a otro con la sórdida violencia de los reproches. Entonces, se empezó a escuchar un batallón de toses broncas y crispadas que provenían de García.

El niño se fue congestionando, la garganta se le abotargó, la cara comenzó a enrojecerse y por la boca comenzó a descolgársele un hilillo de sangre cuando perdió el sentido y quedó inerte sobre el regazo de mi abuela. Mi madre se abalanzó alarmada sobre él y olvidó de pronto los sórdidos reproches a su hija mayor.

La abuela, presa del pánico, zarandeó a García buscando que recobrara el sentido, al tiempo que, con una delicadeza no exenta de miedo, le fue limpiando la sangre de la boca con un pañuelo. Mi madre, que parecía guardar una extraña y remota serenidad, le secó el sudor de la frente. Después, en un impulso ciego, arrebató a su hijo de los brazos de la abuela Mencía y salió despavorida de la herrería. Casi a la carrera, la seguimos todos. Atrás quedaba Alfonsa, todavía en el suelo junto a la puerta. La esquivamos todos sin prestarle atención. A la carrera, delante de todos, mi madre jadeaba por la angustia. Iba fuera de sí, sin dejar que nadie se le acercara ni tan siquiera para ayudarla.

Al pasar frente al hospital de la Herrada, dos peregrinos que bebían del pozo la observaron y gritaron:

—¡Señora, por él rogaremos a Santiago!

El hospital de la Herrada fue, desde que lo fundara Gonzalo Ruiz de Girón, parada casi obligada de los caminantes jacobeos.

Mi madre, sin tan siquiera pararse, les contestó:

—¡Hacedlo y, además, pedid a los mudéjares que acudan de inmediato a mi casa!

A falta de barbero en Carrión y a pesar de la prohibición de la reina Catalina de Lancaster de servirnos los cristianos de moros y judíos para sanar, no era un secreto que ellos siguiesen ejerciendo como médicos, naturalmente a escondidas, porque no cabía duda de que eran los mejores sanadores.