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La propuesta que nos presenta Sacha, en esta novela tiene como tema central una historia de Amor, entre una enfermera y un editor, durante el verano de 1996, cargada de pasión, sexo, ternura, celos…. Y entonces Cupido hace de las suyas y los junta. La pasión es como un huracán desatado que acabará arrasando sus vidas y provocará que tu corazón lata más rápido. Paralela a la historia que transcurren durante el llamado periodo especial, acontecimiento que sirve de telón/fondo de la historia de estos amantes se entrelazan otras historias donde se verán implicados los mismos tanto profesional como social; que no nos permitirá "desengancharnos" de la maniobra, ya que se originan cambios en el ámbito personal de uno de los personajes al enfrentarse a conflictos de principio.
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Seitenzahl: 286
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Edición y corrección: Mónica Gómez López
Diseño y maquetación: Lisvette Monnar Bolaños
Dirección de arte: Rafael Lago Sarichev
© Francisco López Sacha, 2022
© Sobre la presente edición:
Ediciones Cubanas, Artex, 2022
ISBN versión impresa 9789593142113
ISBN E-book versión ePub 9789593142175
Sin la autorización de la editorial Ediciones Cubanas
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Víctor Abel, un apasionado editor de Arte y Literatura, rememora sobre lo que fue para él el verano de 1996, cuando «doscientos años después de que el general Bonaparte cruzaba el puente de Lodi para mostrar al mundo que César y Alejandro tenían un sucesor, cruzaba yo el puente de Guanabo, en chancletas, como un simple veraneante más». Ambientada en La Habana de esa complejísima década del 90, El más suave de todos los veranos es una novela sobre la memoria, los recuerdos que afloran cercanos y la nostalgia porque se ha vivido con intensidad, narrados a partir de las pasiones, certezas e incertidumbres del protagonista en aquel memorable verano.
Sinopsis
El más suave de todos los veranos
Sobre el autor
Para Senel Paz, hermano en esta lucha.
Aunque todo se ha dicho, nadie escucha y hay que empezar de nuevo.
Gide
Que me tenga cuidado el amor que le puedo cantar su canción.
Silvio
El 18 de mayo de 1996, doscientos años después que el general Bonaparte cruzara el puente de Lodi para mostrar al mundo que César y Alejandro tenían un sucesor, cruzaba yo el puente de Guanabo, en chancletas, con la toalla al hombro, como un simple veraneante más. El mar resplandecía a lo lejos y el olor a salitre dominaba esa parte del río, así como el crujido seco de las altas palmeras que dejaba detrás. Un paisaje azulado se abría en la curva, a la izquierda, entre los pinos y las casuarinas, interrumpido a veces por el verde opaco de los matorrales o las primeras viviendas de placa. A través de las dunas, por los extraños pasadizos de arena, un tumulto crecía poco a poco con gente muy diversa, que salía o entraba a la playa, y también se desbordaba en la calle, frente a los kioscos, donde vendían unas pocas galletas, pan con pasta y cerveza a granel. Una pequeña concentración pública me interrumpía el paso, mientras vociferaba hacia los kioscos y tarimas exigiendo un pronto despacho. Todavía escaseaba el transporte y a lo largo de aquel trayecto pude contar apenas un camión, unos coches tirados por caballos, algunos bicitaxis y una guagua que rodaba de prisa, tan llena de gente, que casi no se notaba el chofer. Cada diez o quince minutos pasaba un Tico o un Fiat de turismo y dejaba unos breves segundos de música rap. Casi siempre manejaba un rubio, o un gordo, o un calvo, con una o dos mulatas en el asiento de atrás. Todo era muy rápido, y un poco difuso, un carro que brillaba a mi izquierda dejaba el sonido y desaparecía en la distancia, con algo de aquí, de afuera, y de otro mundo. Palomino me había dicho que su casa se encontraba al fondo del pueblo, después del parque de diversiones, a la derecha, y podía distinguirla enseguida porque era de madera, listada de azul, con un ancho portón y un zaguán donde siempre parqueaba su Ford 54. El sol comenzaba a calentar, aunque aún perduraba en el aire la sensación de la brisa del amanecer, que en la zona de playa es más amplia, reconfortante y rica, tan sensible y tan plena que uno llega a creer que nunca va a morir.
Caminaba por esa carretera, bajo los pinos, con mis gafas de sol y mi pulóver blanco, no para entrar en Milán al frente de un ejército desarrapado, sino para ligar a la preciosa prima de Carlos Palomino, una mujer estilizada, de ojos grandes, azules, y pelo castaño, que parecía dibujada con un pincel y trabajaba en la sala de terapia intensiva del Hospital Naval. Palomino me incitó a conquistarla después de un encuentro furtivo a la salida del Segundo Cabo, cuando ella lo fue a visitar, y yo estuve dispuesto a gastar lo que fuera por la sonrisa que me dedicó, y la promesa de vernos de nuevo, un sábado, su día de asueto. Entonces acababa de cumplir cuarenta y cinco años y era capaz de ir a pie sin ninguna molestia desde Santa María hasta Guanabo, y caminar sin apuro por la arena sombreada, por la rotonda, por la calle central, tan solo con imaginarme que podía templar con aquella mujer en esa casa demadera azul, pues Palomino vivía solo, tenía una machacante de su misma edad que se encerraba con él en uno de los cuartos, y pasaba la mañana del sábado debajo de su Ford, fuera del mundo.
Eso me lo había contado Palomino en una de sus habituales charlas de sobremesa, cuando volvieron a situar comida para los trabajadores del Segundo Cabo. Sin que fuera un almuerzo, aquel pan con pescado que nos daba Pacheco, el director, significaba un retorno a la normalidad. Ya no teníamos que salir a la calle, a buscar cualquier cosa, un té de cañasanta, un caldo, o un agua con azúcar, o pagarle un dólar clandestino a la señora de O’Reilly y Aguacate, amiga de Pablo Vargas y cocinera de un Círculo Infantil, para que nos hiciera una completa con arroz, frijoles, huevo y unos pedazos de costilla ahumada. Ahora podíamos comer y conversar un poco y hasta tomar café. Los baños tenían agua, podíamos lavarnos la boca y la cara y secarnos con unas tiras de papel. En aquel oscurecido y vetusto edificio de finales del siglo xviii, podíamos escuchar ahora, después del mediodía, el zumbido de los ventiladores, las risas y las lejanas melodías de los grandes portales de la Habana Vieja que anunciaban el retorno de la luz eléctrica.
Oh, sí.
Palomino era mi subordinado en la redacción de Arte y Literatura, y trataba de pasarla lo mejor posible, es decir, hablando mucho y trabajando poco. Eso no se notaba, en medio de la crisis editorial, cuando algunos redactores hacían lo mismo y fingían que sudaban la camisa si iban a los talleres a conversar con los linotipistas de la cosa, la situación, la jama, o la Guerra del Golfo, mientras retiraban un encargo acabado de imprimir gracias a la solidaridad de Tomás Borge, los editores argentinos o la encomienda de un libro para Cuba. Palomino hacía lo mismo y regresaba sofocado y alegre porque había hilo y cola para coser y pegar los cuadernillos de Cándido o el Optimismo, gracias al apoyo de la Embajada Francesa. Él era así, dúctil, gentil, en el día a día. Podía afirmar que vivía casi exclusivamente para editar los libros que le ponía en las manos, para darse unos tragos y hablar mierda, y para arreglar su carro. En sus conversaciones, trataba de convencerme siempre de que la vida no valía la pena —y citaba su verso favorito, «tanto penar para morirse uno», Miguel Hernández—, de que lo más importante era vivirla, y gozar, aquí y ahora, pues lo demás quedaba en el olvido, fuera de los recuerdos, y escapaba, no se sabía por qué. Lo más grande, el placer, se oscurecía de súbito, después de un tenue resplandor, una vez que entraba en la sombra, en la desmemoria, y se reducía a detalles pequeños, a veces insignificantes, a gestos que también se borraban, rechazados por la memoria del cuerpo. Era un camino extraño, el placer, una vez gozado, incluso las horas más intensas, reducidas a nada, a la imagen fugaz de una sonrisa, una palabra, unos labios, un cuerpo desnudo en el instante de ese gozo indecible de templar a la vez por delante y por detrás, lo que volvía loca a las jevas, y después fumarse un tabaco, que se volvía humo de inmediato, y comer camarones en salsa picante o un filete de róbalo y estirarse y dormir. Lo demás, ¿qué era lo demás? Ah, sí, moverse en el carro, tener la sensación de libertad que da viajar a ochenta kilómetros por hora y ver pasar los puentes, y el mar, y las arenas, y las casas de tejas rojizas en el trayecto de Guanabo a Santa María.
El mar. La imagen de las olas rompiéndose a lo lejos sobre el intenso azul, mientras el carro subía y bajaba la cuesta de la carretera y tomaba la curva cerrada de Bacuranao, eso, lo más espléndido en el amanecer después de templar casi toda la noche, comer sabroso, fumarse un buen tabaco Moya de boquilla cuadrada y sentir en el pelo la brisa del mar y el sabor a salitre yodado en los labios. Maravilloso, aunque fuera fugaz.
Y Palomino, vuelto a la realidad de su trabajo, luego de referirse a los detalles técnicos de esos libros de autores africanos, eslavos o asiáticos, a los que no podíamos pagar derechos de autor, hablaba de su pueblo natal, Manzanillo, con cierta nostalgia, del parque, la glorieta o las lisetas fritas, o de los carnavales —los mejores de Oriente—, y de inmediato pasaba a su carro, le brillaban los ojos y se transfiguraba como si hablara en secreto, y se frotaba las manos porque había conseguido un radiador, un juego de bujías o una batería más potente. Yo lo dejaba ir, hacia sus sueños, aunque sabía que su Ford cancaneaba, se le iban las velocidades y tenía que adaptarle de continuo un montón de piezas al motor y a su recia y abollada carrocería. Para mí, que lo había visto de cerca, y lo había montado, aquello no era un Ford, sino algo incognoscible, un engendro mecánico, la verdadera cosa en sí, que a veces superaba los ochenta kilómetros por hora y casi siempre solía ir tan despacio como Emmanuel Kant en sus diarios paseos por Koenisberg.
El Ford era su vida, un instrumento salvado del diluvio, con el que todavía podía moverse y dar el plante y trasladarse de Guanabo a La Habana los lunes y los viernes; los lunes, para entregar los informes y las evaluaciones; los viernes, para ponerse de acuerdo conmigo, ir al taller o asistir a las largas reuniones del Consejo. Solo eso, la gasolina no daba para más.
Me detuve de pronto, inquieto, en la acera sombreada de buganvilias, frente al ancho portón de la pequeña casa, y en lugar de encontrarlo en la sala, o en el recibidor, descubrí a Palomino en una chivichana, debajo de su carro. Salió enseguida, manchado de grasa, un tanto cohibido, y me señaló la puerta abierta. Constanza, su prima, debía llegar de un momento a otro. Por otra parte, no me esperaba tan temprano, padre. Desde la acera, oh, darling, desenvolví mi hatillo de mendigo y saqué una botella de ron Pinilla, que le mostré con orgullo.
Entramos. La casa tenía el puntal alto, con el techo a dos aguas y un entramado de vigas oscuras. Era larga y estrecha, de esa madera corrugada y antigua, con una puerta lateral que daba al zaguán y un patio claro, profundo, sembrado de árboles. Sobre la mesa del recibidor dejé las croquetas de salami, todavía calientes, y un pedazo de queso fundido. La sala estaba en penumbras y la luz que venía del patio alcanzaba a iluminar la cocina y el último cuarto, que se veía desde allí con una cama rodeada de estantes donde Palomino amontonaba sus libros favoritos y los originales de la redacción. El ambiente era fresco y el primer cuarto, su dormitorio, estaba cerrado.
Tomamos unos tragos para celebrar, con un poco de hielo, y chocamos los vasos. Después de todo, la vida no es tan mala —dije, recordando a Tristana, de Luis Buñuel—, qué caramba, allá afuera nevando y nosotros aquí tan calentitos. Palomino se dio un chicotazo y luego se palmeó la rodilla, con fuerza. Al tercer trago, mientras el sol comenzaba a meterse en el portal y trazaba unas líneas de luz sobre la vieja y corrugada madera, Palomino se puso de pie, salió a la calle y dio un largo chiflido hacia la otra acera. Ada Rosa, su machacante fiel, que podía tener cincuenta y cinco años y aparentaba menos por el pulóver corto y sin mangas y el short elastizado y ceñido a su cuerpo, se apareció de pronto en el portal con una fuente de ensalada de pollo. No sé si fue el chiflido o la magia del sol sobre la porcelana blanca. Ada Rosa llegó de improviso, en el aire de luz, como en un remolino, muerta de la risa, con su talante de dueña de la casa, con su pelo teñido de rubio, que le rozaba los hombros en un suave vaivén de azafata, y las manos ágiles y ya nervudas, que indicaban su verdadera edad y distribuían el aire de la sala y todas las cosas, y sirvió la ensalada, el queso y las croquetas en unos primorosos platicos de peltre. Se sentó con nosotros y bebió. De cerca, y de frente al resplandor del patio, se le notaban las ojeras y unas discretas marcas alrededor del cuello.
Entonces vi a Constanza, no sé cómo, en el portón, deslizándose hacia el recibidor, con su pelo sedoso, castaño, rojizo ahora por la luz del sol, y sus ojos de un azul intenso y su piel sonrosada y quemada en los hombros y sus pies tan perfectos, tan cuidados, con las uñas recién cortadas, que se posaban sobre las sandalias de goma y remarcaban tenuemente su color a causa de la circulación de la sangre, y su cuerpo sinuoso, vago y sin embargo macizo, dibujado por las manos del diablo dentro del tope y el short de muselina, y su tímida sonrisa al entrar. Me enamoré de golpe, quiero decir, en un soplo. Antes me gustaba, incluso, me gustaba mucho cuando la conocí, aquella tarde, detrás de una columna, en el Segundo Cabo, aunque no pude adivinarle la sensualidad ni la belleza erótica ni esa soltura al caminar dentro del blanco esmaltado de su traje de enfermera, y ahora me subió una oleada de rubor con un toque en la nuca, un espasmo, qué sé yo. Constanza me dio un beso en la cara, muy cerca de los labios, y se dejó caer en un balance de rejilla. Hola, hizo así con la mano.
De momento no supe qué decir. La miraba de frente, embellecida por el resplandor del mediodía, y no me fluían las palabras. Su mirada inquisitiva, que lo abarcaba todo en un tenue movimiento, incluso a mí, y sus ojos muy cálidos a pesar del color, sombreados por largas pestañas, y sus pómulos ligeramente altos, que le daban un toque de malicia, o de fogosidad, y a la vez un aire de dominio, sus labios carnosos, bien delimitados, y su piel, ya lo he dicho, sonrosada y a veces transparente, me cohibían por completo. No había sentido jamás tanta belleza junta, ni siquiera en el cine, ni siquiera en el insinuante desnudo de Ava Gardner en La condesa descalza. Debía estar colorado, o caliente, o tan nervioso que Palomino se dio cuenta, se levantó, le dio un abrazo por detrás a su prima y nos dijo que los velorios se usaban en el campo para espantar el tedio y le sirvió a Constanza un poco de Pinilla con mucho hielo y pellizcó a Ada Rosa, en la cintura, y puso el tocadiscos para recordar que aún éramos jóvenes, que recién comenzaba el verano y la playa estaba ahí, llena de arena y agua y cielo, y la calle central de Guanabo, y esta casa, tan lejos de todo, y tan íntima, y aun el pueblo, que parecía, con sus pinos y sus árboles desmelenados y sus casas de tejas de azafrán y los cristales nevados de las primeras shopping, un pueblo de cuentos de hadas, encantado en los meses de sol, con tanta gente. (Azúcar, avanzando).
Ada Rosa rompió el hielo con su risa espontánea, escandalosa, y Constanza también se echó a reír, desmadejándose sobre el balance. Yo me levanté y abrí los brazos. ¿Y todo ese discurso, dije, solo para tomarnos un trago? No, me respondió, todavía sonriente, es que mi primo se cree un muchacho, y se cree vivo. Me acerqué y le tapé la boca, rápido, como en un susto. No digas eso, querida, no vuelvas a repetirlo. Claro que Palomino es un muchacho, igual que yo. Constanza me tomó la mano y miró a Palomino después. No me hagas caso, Puchi, es que tengo deseos de bromear, y de tomar, y de bailar, y eso es muy raro en mí. Entonces me dedicó una sonrisa, muy parecida a aquella, y me observó, creo que por primera vez. Inclinada hacia adelante, con cierto rubor en el rostro y con los labios entreabiertos, parecía aún más perfecta, con un índice de encanto muy notable en la agudeza y el brillo de sus ojos. Me miraba con mucha intensidad, con mucha fuerza, y a la vez con algo desvaído, tímido. No podía determinar si era por interés en mí. Era realmente bella, tanto, que me dolía. Todo lo que puedo precisar a partir de entonces es que mis gestos, mis tics o mis audacias estaban solamente dedicados a ella, a tratar de penetrar en su espíritu, a romper con mi clara timidez y con su hechizo. Palomino sacó el Meet The Beatles de su antigua funda, me hizo un gesto de complicidad y otra época se echó sobre mí. Escuchamos, como en un sueño, la primera canción.
Así fue.
La descarga de Palomino tuvo el valor incidental de colocarme en el centro de la sala —posición que ya no abandoné— y acariciar a veces, como si no quisiera, el pelo de Constanza, mientras me burlaba de su discurso lírico y de los poetas tojosistas de Santiago de Cuba, a quienes él conocía muy bien, y de su pernicioso influjo —no me interrumpas, coño, no me interrumpas—, y de las noches en la Isabelica, escuchando a Pomares y a Valerio Bringas, frente a un rocío de gallo, o viendo a las noctílocas que se movían de mesa en mesa (Lourdes González, Grisel Franco, Nora San Juan), junto al desfile de las botellas de ron que aparecían y desaparecían en el zurrón de Bertot o en la sede del Cabildo Teatral. Palomino aparecía de lejos, al filo de la medianoche, con Joel James y Jorge Luis Hernández, y yo no vine a intimar con él sino en La Habana. Pero ambos recordamos a Botalín, a Urquijo, a Cos Causse y Efraín Nadereau, a Waldo Leyva —sí, a Waldo Leyva Portal— asomado de pronto a la ventana de barrotes torneados del café con su pelo tan lacio y tan negro, y a Ignacio Vázquez, que traía la novedad de T. S. Eliot traducido por él para excomulgar de nuestros gustos a Mario Benedetti. Vino toda la acústica de la época (Beatles, Rolling Stones, Eagles, Santana, Silvio) y Palomino recordó a Alex Pausides y me preguntó, con verdaderacuriosidad, qué se había hecho de aquel muchacho, buen poeta él, antiguo director del Caimán.El tiempo estancado comenzó a fluir para que yo pudiera despejarme y escuchar, con cierto regocijo, el puente de la guitarra prima en «I saw her standing there».
Pudo ser esa brisa distante del mediodía, o el recuerdo que siempre asociaba al Meet The Beatles, que era un recuerdo cálido y rojizo, sobre todo en la primera cara, en el tránsito de «This boy» a «It won’t be long», un asombro y también una tristeza contenida que encontraba de forma manifiesta en las canciones que hacía John y no en aquellas que cantaba Paul, que me atreví a mostrarle a Constanza, entre risas cada vez más sonoras, en ese ruedo eléctrico que comenzaba a formarse entre nosotros, cómo se bailaba entonces, cómo era aquella cosa del monkee que ella no pudo conocer. Lo hice y la saqué a bailar y Constanza negó con la cabeza, pero luego aceptó, y se dejó tomar por la cintura y sentí ese primer contacto con su cuerpo, esa tensión y la suave calidez de su piel, y aunque no lo esperaba, me dejé guiar por la nostalgia, por una ambivalencia que me dejaba inerme cuando aquel sentimiento me elevaba y competía con el furor del deseo. Era extraño, pero muy placentero, y pensé, un poco enardecido, ante el súbito contacto de su cuerpo y ese color rojizo de la música, que esa mujer era tan atractiva, distante y sensual, y ejercía un poder tan corrosivo sobre mí, que estaba dispuesto a dejarme orinar en la ducha, y a lamerla después, y a apretar sus mojones en la taza del baño. Oh, sí. Lo pensé con mucha rapidez y visualicé su cara, su hermoso perfil, y su piel tersa y olorosa y el tranque del esfínter en mi mano, y su asombro, y me pareció tan natural mientras bailaba como una nueva prueba del amor. La amaba, creo que la amaba ya, y nada suyo me parecía extraño, ni sucio.
Ahora, mientras insistía en el movimiento y el compás, me subía la rabia de todo lo perdido, y la presencia irradiante del amor, esa palpitación que buscaba expresarse de algún modo, incluso en el contraste más extremo entre esa belleza cardinal, insoportable, y sus cosas más íntimas, vedadas por un tiempo a la curiosidad de los amantes, su saliva, su sudor, su orina, su aliento al levantarse, o cualquier otra cosa que fijara de pronto mi posesión más absoluta. En esa incertidumbre, percibía su fuerza de atracción mientras giraba por el centro de la sala, la escuchaba respirar y fijaba mis ojos en los suyos y sentía al hacerlo el choque inevitable de esa onda concéntrica que venía acercándose como un planeta cuando marcaba dos pasos, me balanceaba y la sostenía en un giro absoluto.
Estábamos muy cerca, cada vez más. Constanza disfrutaba del monkee y se entregaba a él. A veces se soltaba, giraba sobre sí misma y volvía a mí. No quería romper ese ciclo, ni esa distancia, y me afloró el miedo al ridículo. Estaba aturdido, y hechizado. Ante mí estaba un puente, debía detenerme o cruzarlo.
Cuando lleguemos al centro de la calle, te doy un beso (Piero a Vittoria, El eclipse, Michelangelo Antonioni). Si logro rebasar el jardín le tomaré la mano (Julián Sorel, El rojo y el negro, Sthendal). No, más adelantito se los diré (Juvencio Navas, Diles que no me maten, Juan Rulfo).
Era eso.
Bailamos acoplados, marcando la cadencia con el hombro derecho, dos pasos hacia atrás, y luego el hombro izquierdo, un paso hacia adelante, con la suave percusión de ese chachachá con batería que es el ritmo beat. Ahora estaba risueña y disfrutaba plenamente de los pasillos en «Hold me Tight». Sentí y olí su pelo, toqué sus manos, traté de pegarme y lo logré.
No lo había notado por mi turbación, pero estábamos solos. Ada Rosa y Palomino se habían encerrado en el primer cuarto, y al fondo nos esperaba la cama, a corta distancia. El sol despejaba allí un hilillo de polvo y sus corpúsculos se desvanecían casi en el umbral de la puerta. El disco terminaba en «Not a Second Time», tenía que llegar a ella antes del último acorde. Podía resultar una distancia inmensurable, si entonces detenía su ritmo y no se dejaba conducir. La contemplé de arriba abajo y ella también me miró. Pude leer en sus ojos una pequeña señal de alerta, opacada por una recóndita alegría, y acaso una sutil invitación. Me separé con mucha rapidez para marcar el paso.
Lo que pude perder en el contacto, lo gané en audacia. «Un puente, un gran puente que no se le ve». La abracé en el instante preciso, llevándola hacia allá. Se hizo un profundo silencio. Tan solo se escuchó el crac del brazo del tocadiscos, retirándose. Su pelo me rozó la cara y luego se fue deslizando hasta llegar a mi pecho.
Estuvimos de pie, en el cuarto, un tiempo indefinido, iluminados por la luz corpuscular, hasta que la besé con timidez en los labios, y no me rechazó. Fui más lejos. No me pude creer que fuera mía sin que mediara una conversación, y para comprobarlo la besé otra vez, con los labios abiertos, y la lengua. Aspiré su olor y le bajé el tope y sus senos le hicieron resistencia, de tan duros, y pude contemplarlos, redondos, incitantes. Les pasé la lengua, los chupé suavemente, con alguna ansiedad, los sentí hincharse dentro de mi boca. Constanza enrojecía poco a poco mientras yo le bajaba la cremallera del short y veía el elástico bordado de su blúmer, y a través de su suave transparencia, el pubis depilado como empezaba a usarse entre las mujeres más jóvenes, acostumbradas a verlo así en las películas eróticas y en las revistas del corazón que circulaban entre ellas hasta casi desmigajar el cromo de las fotografías. Bésame, puedes besarme, puedes hacerlo donde quieras, me pidió, trémula, al dejarse mirar casi desnuda. La viré de espaldas, todavía en ropa interior, y comencé a toparla con dureza, en sus nalgas resistentes y firmes, y acaricié su espalda y restregué mi cara recién afeitada contra ese calor, que es completamente distinto al calor de las manos o los brazos porque cubre la mitad del cuerpo. Oh, era muy fuerte. El placer me llegaba por oleadas porque estaba emocionado, me parecía imposible, completamente irreal. ¿Dónde estaba yo tan solo dos o tres horas antes? ¿Dónde estaría a partir de ahora?
Era increíble.
Me vi hacia atrás, entrando en Boca Ciega, mirando a través de los cristales oscuros el despuntar del día, apartándome, un momento, mientras pasaba un Fiat con una de las dos mulatas inclinada sobre los hombros del chofer. Recuerdo un vago sentimiento de envidia hacia aquel hombre, y hacia el rumbo del carro. No podría saberlo, como tantos otros misterios. Nunca iba a disfrutar por ellos el encuentro sexual que prometía aquella mujer reclinada sobre el conductor. Tal vez iban hacia una casa como esta, perdida a orillas del mar, tal vez más lejos. Entonces no sabía que Constanza iba a ser mía, y lanzaba una moneda al aire.
Solo me pertenecía esto, aquello que podía tomar.
La contemplé una vez más, de pie. Le quité el short de muselina en esa misma posición, le acaricié la piel mientras lo hacía. No puedo recordar si suspiró, pero abrió los labios, con ansiedad, creo que con mucho deseo. La viré de frente, le saqué el blúmer y ella separó las piernas y lo recogió. Ese gesto de orden, completamente femenino, me calentó todavía más. En medio de la furia, Constanza no podía permitir que su ropa interior cayera al suelo.
Enseguida la tumbé en la cama, que crujió levemente, y le abrí los muslos hacia arriba todo lo que pude para observar la cálida hendidura que se abría cada vez más con su color rosa profundo, y la coloratura cobriza del ano, cerrado y huidizo. Ya estaba mojada. Se tapó la cara en un gesto de pudor y suspiró cuando la penetré, temblando, y me quedó un calor quemante, súbito, y también un relente de extrañeza en ese gesto ambiguo de taparse la cara con el antebrazo mientras me ofrecía el resto de su cuerpo. No pude ver sus ojos y se quedó debajo, tensa y maciza, con sus senos duros y los labios cerrados y los hoyuelos de la nariz que se dilataban ansiosamente.
Ella disfrutaba, a pesar del silencio, respiraba hondo y contenía la respiración. Era evidente que no quería que la escucharan, y eso le ponía un placer adicional al goce, que era en secreto, como si fuéramos dos novios ocultos que no pueden resistir más, y se besan, y se buscan, y vigilan para que el sonido no los delate. Me complacía mucho esa manera de poseerla, sin posibles testigos, ni siquiera yo mismo, una entrega deliciosa en la que ella no tomaba parte, era inocente, como las mujeres que fingían el sueño en las novelas porno, como las primas sorprendidas por los primos bajo la gasa del mosquitero, como la rapidez de una conquista inesperada después de la fiesta, en la calle, en una esquina oscura. La besaba en los labios y la bajaba hacia mí por los hombros y contemplaba casi todo su cuerpo que se movía hacia cualquier posición, cada vez con mayor libertad, resaltando el envés de sus muslos y viendo además como entraba y salía sin ningún recato, con verdadera intensidad, mientras ella se relajaba poco a poco y se entregaba aún más.
Estaba ya completamente mojada, pero aún se cubría el rostro y se negaba a mirar. Sentía sus ligeras contracciones y su discreto tacto con la otra mano, tal vez para saber hasta dónde había llegado yo. Era muy excitante contemplar a una mujer que se entregaba por completo y al mismo tiempo se cubría los ojos como si no quisieran ver, ni dar testimonio, ni sentirse dominada después, o poseída, como si fuera otra, u otra ocupara su lugar y solo pudiera disfrutar a través de un tabique, o un cercado invisible, por el temor a ser reconocida, y señalada. Lo curioso de este modo de gozar, que descubría ahora, mientras la penetraba más y estrechaba su cuerpo con el mío, es que parecía un acto contra su voluntad, un placer momentáneo, inevitable, oculto, tal vez consentido, colocado como una sorpresa, en un sueño intranquilo, o como una violación inesperada, y placentera, algo morboso, retador, incierto, como si gozara también con no saber, o no hacer evidente su disfrute. Para ella, imaginaba yo, lo oculto preservaba todavía, aunque de un modo ingenuo, su identidad más plena, una distancia que sin embargo no renunciaba al pálpito del goce, al misterio de ser conquistada, a la posesión más extrema. Era como participar al mismo tiempo con la conciencia alerta y la inocencia intacta. Por eso adoptaba esa rara posición de diosa, lejana, altiva. Pero la traicionaba el deseo y la manera de entregarse, la petición sin palabras de que la penetrara sin ninguna piedad, la presionara ansiosamente con las manos, la volteara una y otra vez para sentir el peso de mi cuerpo. Quería ser poseída, aunque lo ocultara.
Yo, en realidad, era suyo. Su olor me penetraba por completo, era denso, fragante, delicioso, me obligaba a morderme los labios, a meter la nariz por dentro de su pelo, a poseerla también a través de los poros de su piel. Olía sus axilas, recién depiladas, y aspiraba con fuerza su aroma excitante, y único, allí, y en la base del pelo, entre sus muslos. La imaginaba mía de un modo total, con las piernas abiertas, jadeante, sudorosa, ligeramente arqueada, fuera de sí, en la entrega más plena y seductora. Entonces no pude más. Sentí un calor intenso, irresistible, en el ápice de un deseo arrollador, y haciendo un gran esfuerzo me salí de golpe, en dos sacudidas, me derramé de súbito, me vine plenamente, mirándola, sin darme tiempo a nada, sin preguntarle si estaba protegida, si tenía un anillo, un diafragma, o cualquier otra cosa, sin intentar mi aventura favorita, mi gusto principal y más recóndito de hacerlo por detrás, por ese estrecho círculo, cerrado y tentador, un poco sofocante, el deseo morboso y siempre renovado de todo sátiro tropical, que marcaba también la propiedad, o el territorio, como el quemante hierro del ganado.
Constanza retiró el antebrazo y se tocó la frente con el índice, en un gesto de coquetería, un poco tardío —pertenecía a la otra fase—, y vi sus ojos azules, humedecidos, y su boca entreabierta, y sentí sus manos que se apoyaron entonces en mis hombros, y escuché su voz, un poco ansiosa, pero clara y precisa, que me preguntó si había gozado mucho. ¿Gozaste mucho? Mucho, le dije, mucho. A partir de ese instante, tal vez por ese estado de complacencia mutua, tal vez por la confianza que nacía, o por el fin de ese misterio que nos rodea siempre la primera vez, nos acariciamos, creo que, de verdad, uno junto al otro, y nos besamos largamente, con la lengua, varias veces, y nos miramos de frente. Fue un momento único, si es que puedo denominarlo así, en el que estábamos colmados y solos en el universo. No sabía si estrenaba el amor o un deseo sin nombre que apenas me dejaba pensar. Sentía el tránsito de su espíritu por mi boca, en su respiración, en su manera de mirarme ahora, alegre, y hasta un poco cohibida. Estaba seguro de que habíamos rebasado el punto de no retorno, ese momento en el que se decide si la relación tiene futuro o concluye allí. No nos hicimos preguntas, me sentía realmente anestesiado y fuera del mundo. Solo nos mirábamos desnudos, en la cama. Nos pusimos de acuerdo sin hablar, nos vestimos de prisa y abrimos la puerta. Palomino estaba sentado en uno de los balances de la sala con la pierna derecha encaramada sobre el brazo del asiento, un vaso de ron en una mano, un short y una gorra de pelotero de los New York Yankees. Nos miró de reojo, con un toque de malicia, y nos dijo que era hora de salir, vacilar y darnos un salto a la playa.
El sol de aquel día comenzó a cubrirse de nubes y el calor se hizo muy agradable, en la calle, en el agua, en la arena sobre todo cuando empezó a atardecer. En verdad no me hallaba, no sabía si tenía un cuerpo bajo la sombra de aquellos pinos.
Tampoco reconocía mi ansiedad y esa fijeza de Constanza a mi lado que me borraba el contorno con una sensación de plenitud ante algo tan superficial, pensaba yo, como la posesión de la belleza física, que siempre es incompleta, que nunca puede saciarse, Ada Rosa había sacado dos toallas playeras y allí nos tendimos. Yo compré unas cervezas y vi caer el sol, junto a Constanza, y pude comprobar como su piel adquiría un tinte dorado y le resplandecían los ojos en la luz demorada y rojiza. Sin embargo, y en silencio, yo también resplandecía por dentro, enamorado, pendiente de todos sus movimientos, al contrastar lo efímero del placer con lo más largo, hermoso, constante y verdaderamente mágico del amor, con la presencia suya, a mi lado, aquí y ahora, en la contemplación de su rostro, su cálida mirada, el paisaje de fondo, todo aquello que puede eternizar el instante y no nos pertenece por completo, es del tiempo, quizás de la memoria, de lo que tratamos de alcanzar y se fuga, siempre.
Constanza me despertó del ensueño al ponerme en la mano otra cerveza. ¿Te gusta lo que haces?, me preguntó. Sí, y no. Es un poco tedioso, hacer el plan, discutirlo, aprobarlo, pasar y repasar galeras, y revisar el arte final, y vigilar en el taller que no se empastelen las líneas de plomo, aunque la conversación con los autores, la selección y la lectura es lo más excitante, cuando descubres un buen libro, cuando puedes editar de verdad. Ahora apenas hay papel, estamos a expensas de los contactos, las embajadas, alguna ayuda del exterior que siempre llega en términos de dinero, coediciones, bobinas de papel en blanco. Le di un beso. ¿Y a ti, te gusta el hospital? Constanza sonrió. Qué te diré. Es muy importante ganarle alguna vez a la muerte. No, no me mires así, por favor. Se inclinó hacia mí y me dio un largo beso. No me hagas decir lo que no quiero decir. Sí, a pesar de todo, me gusta mucho el hospital, no puedes imaginarte lo que es.