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Acaricio la idea de contar con los orígenes y la confirmación del rock, y no se me ocurre nada mejor que dividirlo en etapas y hacer una síntesis progresiva de cada una de ellas. Desde luego, se trata de un intento teórico y una periodización muy personal que no siempre coincide con el criterio de los musicólogos, sino con mi memoria, mi sensibilidad y mi nivel de información. En esta línea puede llegar a ser un criterio documentado, aunque no agote las posibilidades de enfoque. Mi propósito es historiar uno de los géneros de la música popular contemporánea como proceso de la cultura, en el que participan los intérpretes, los compositores, los instrumentos, la tecnología, los medios de difusión y las tendencias artísticas, así como las circunstancias históricas, las necesidades y carencias de los grupos sociales, el grado de desarrollo de la industria cultural, sus métodos y procedimientos, y las coyunturas políticas , étnicas e ideológicas que intervinieron de un modo decisivo en el fenómeno mientras el rock estuvo en peligro de desaparecer como revolución o como arte.
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Seitenzahl: 251
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Los sueños de la juventud se cumplen en la vejez.
Goethe
A mis amigos amantes del rock, Julio César Imperatori, Narciso Fernández, Tony Vázquez Gallo, Guillermo Castro Herrera, Hugo Vergara, René Muiños, Rodolfo Rubio, José Luis de la Tejera, Marcio Estrada, Guillermo Rodríguez, Yoss, Ernesto Juan Castellanos, Luis Manuel Molina, Guille Vilar y Abel Prieto Jiménez.
A la memoria de Danilo Orozco, Armando Ilisásteguiy Alberto Hernández Cañero.
A los dieciocho años, después de escuchar toda la historia del rock, desde Chuck Berry y Little Richard hasta Los Beatles y Los Who, comprendí que mi mayor deseo era escribirla. Entonces no tenía herramientas para hacerlo, ni suficiente soltura en las manos, pero ya sospechaba que el rock en su variante beat iba a ser una música tan imperecedera como las sinfonías de Mozart y Beethoven, que había escuchado precisamente durante aquel fabuloso verano de 1968 en mi pueblo natal, Manzanillo, en la casa de Augusto Comas, en un RCA Víctor alta fidelidad que había sobrevivido casi intacto al bloqueo, con su aguja de diamante y todo. Gracias a mi amigo, comprendí la sonoridad de una orquesta sinfónica y el papel que tenía en ella el director. No era lo mismo Bruno Walter que Hebert von Karajan. Y eso se captaba en el sonido, en el espíritu, más allá de la simple melodía. En ese verano, la música de Beethoven invadió mi cabeza y me produjo un mareo que aún recuerdo con devoción. A los dieciocho años empezaba a gustar de la asimetría de Bob Dylan y Los Rolling Stones, empezaba a entender que la verdadera música podía ser mucho más compleja que las tonadas de Paul Anka y Neil Sedaka que todavía me empecinaba en tararear.
Ese 1968, cuando la década llegó a su cumbre, fue un año decisivo en mi formación musical. No solo asimilé a Ravel, Mahler y Debussy, sino que me reconcilié con Benny Moré y la Orquesta Aragón gracias a la polémica a favor o en contra de la llamada música moderna, donde pude constatar algunos valores de nuestra cultura que aún desconocía. Un año después escuché a Santana y más tarde leí el brillante artículo de Leo Brouwer aparecido en Cine Cubano a propósito de la influencia del chachachá y el montuno en los grupos rockeros. De atrás hacia delante empecé a modificar el rompecabezas y a escuchar con placer a Miguelito Cuní, la Sonora Matancera y el Trío Matamoros. Entonces comprendí lo que más tarde me inculcó mi primer maestro, el poeta y trovador Guillermo Rodríguez Rivera, ante una audición comentada del Sgt. Pepper’s, que el rock, ese milagro, era resultado de una mezcla certera entre el guajiro y el negro en la cultura popular norteamericana.
Solo así estuve en condiciones de emprender esta tarea. Es cierto que demoré mucho —diez libros publicados y miles de páginas lanzadas hacia atrás—, pero valió la pena. Después de tantas vueltas en el estilo, y de colocar al rock como sustrato visible e invisible de mis narraciones, me encuentro en ese punto climático que me permite historiar a mi manera esa larga tradición popular que acaba de cumplir sesenta años.
Al principio fueron los balbuceos iniciales, ese tránsito anfibio del rhythm and blues, el rockabilly, el boggie, el swing y la balada. Al comienzo fue esa cosa de negros, ese sonido al parecer diabólico rechazado por los blancos racistas, ese sonido áspero e hiriente que sin embargo provenía del gospel, del banjo campesino, del jazz, de las descargas, del piano de Fats Domino, la ronquera de Muddy Waters, la guitarra de Les Paul.
Después vino la furia. Bill Haley y sus Cometas, extraño conjunto de músicos blancos encabezados por un rockero en pantalón con pliegues, mocasines de dos tonos y mota de caracol. Extraño y solitario conjunto, en verdad, una banda de swing y boggie boggie con metales y guitarra eléctrica, una especie de ornitorrinco musical. Entonces nació un sonido que iba a tener muchas réplicas, un sonido sin nombre, arcaico y novedoso al mismo tiempo, sonido anónimo, sin duda alguna, calificado como rock and roll por un disc jockey neoyorquino. Y la furia, la furia concertada, se llamó Rock Around The Clock, el primer emblema de la nueva música: síncopa reiterada, estridencia en las voces, insistencia en el punteo de la guitarra prima y aun en los instrumentos tomados del son, el jazz, y las orquestas de fanfarria, y como herencia de todos los bailes, el raro balanceo, las vueltas hacia arriba y hacia abajo de la muchacha, el tirón hacia acá y hacia allá en un compás de dos por cuatro irresistible.
Por fin entramos a la nueva galaxia, al estallido múltiple y a la llegada de los nuevos dioses. Carl Perkins, Little Richard, Chuck Berry y Elvis Presley. Una verdadera constelación de astros que vienen del fondo, de esa radiación y esa masa increada hasta formar el perfil de otro universo, un cuerpo estelar que aparece de pronto con una percusión cada vez más intensa, con voces desgarradas y atonales, con guitarras concertadas hasta la polirritmia, o con saxos, con un piano totalmente obediente a esos arpegios bruscos, a esas dos notas que saltan y regresan. Por fin, los nuevos ídolos, con el micrófono pegado a los labios, todavía algo melosos a la manera crooner, pero ya el aire auténtico, el lamento y la ira del negro de ciudad, del ghetto, el hacinamiento y la miseria, del blanco pobre, rural y solitario, el camionero, el buscavidas, el desclasado, en la ansiedad del dinero y la noche. Se acaba la uniformidad de ese mundo de las factorías, de esas casas para pobres en Liverpool, de esa hilera de grandes chimeneas, símbolos de la esclavitud y la opulencia.
De improviso el rock and roll se adueñó del imaginario juvenil, de esa masa irredenta en los talleres y aun de los tímidos muchachos de high school. El rock and roll nacía como emblema de la necesidad y la rabia de vivir, y se oponía a las voces pastosas y persuasivas, a los metales ordenados, simétricos, de las viejas jazzbands, a los sacos blancos y las pecheras y los lazos negros de pajarita. El rock se vestía de obrero, con los blue jeans manchados de grasa, las chamarretas oscuras, de tela o de piel, los mocasines penny lovers y los tenis U. S. Keed de patear el asfalto, y el pelo con gomina o brillantina líquida, la mota un poquito deshecha, caída sobre la frente. Así era, así fue durante su largo dominio sobre el mundo. Las muchachas con ballerinas oscuras y pony tails. Los muchachos todavía frente al espejo enmarcado para ver caer el pelo en un discreto remolino, con un pulóver ajustado o una camisa McGregor, un cinturón de cuero, ancho, y un pantalón estrecho, de teca o de mezclilla.
Y de pronto, cambiar. Tirarse el pelo hacia delante y dejárselo crecer atrás, quizás como algunas muchachas influidas por Juliette Gréco y la moda existencialista, pero más varonil, por las patillas, en medio de la risa o el escarnio, y para nosotros, en Cuba, la prohibición. Y empezar a sentir la música en dúos, en tríos, en aquellos acoples vocales tendientes al agudo, con una avalancha de guitarras primas y un redoble implacable, casi asordinado, metido muy dentro de la melodía, a lo Dave Clark Five, o una batería dura, compacta, con un sonido limpio de baquetas y platillos, a la manera de Los Beatles.
En menos de siete años, de 1954 a 1961, el rock fue otra cosa. Se convirtió en la Nueva Música Clásica, como lo definió el narrador mexicano José Agustín. Y ahí dimos el salto. De pronto escuchábamos a Los Beatles con la boca abierta, por aquel sonido inconcebible, que era rock, pero no rock and roll, que era melódico, pero no dulzón, que era temperado, armónico y a la vez estridente, que parecía venir de todas partes e inundaba la grabación con un sonido uniforme, macizo, listo para golpear. Por supuesto, nos quedamos sin aire, así como quedó John Lennon en 1957 después de escuchar “Long Tall Sally”. Aquel noqueado, ahora noqueador, abría las piernas, rasgaba su guitarra y se metía en nosotros y sacudía el alma, la conciencia, las ganas de vivir.
Después de 1962 comenzó otra historia que alcanzamos a comprender mucho después. Cuando asumimos a Bob Dylan y a Ray Charles, cuando el sonido de Motown Records en Detroit nos trajo a Smokey Robinson y los Four Tops, cuando Otis Redding, Aretha Franklin y Wilson Pickett sacaron las piezas de soul que iban a recomponer el vastísimo rompecabezas del rock junto a la Invasión Británica, los conjuntos de la Costa Oeste y el Verano de Amor.
Oh, aquel sonido underground interminable de mis dieciocho años, junto a la vieja organeta de Young Rascals, Lovin’ Spoonful, Doors, y esa indescifrable guitarra enloquecida de Jimi Hendrix; la voz rajada de Janis Joplin y la clara opacidad de Cream y Blind Faith, guiados por Eric Clapton; la rabia pura de Lynyrd Skynyrd, Troggs, Steppenwolf, Bruce Springteen, The Spencer Davis Group, Chicago, Greateful Dead, Frank Zappa and The Mothers of Invention. Sí, amaneceres claros con Neil Diamond, The Mamas and The Papas, Simon and Garfunkel, Badfinger, Turtles, Traffic y las reminiscencias de Little River Band. Rock duro, progresivo, psicodélico, rock con aspereza y rock con brilladera, al estilo Elton John, rock Led Zeppelin, con toda su grandeza, country rock pop con Eagles, Creedence Clearwater Revival y Van Morrison, rock latino, o más bien rock cubano, con Santana, Irakere y Van Van, rock alternativo, punk, al modo de Pattie Smith y rock sinfónico con Moody Blues y Queen, y eso que suena desde el fondo del mar, Deep Purple y Pink Floyd, que no tiene aún un sitio en el sonido, que lo abarca todo y entra a formar parte de la música en su aspecto global, fuera de cualquier clasificación. Oh.
Frente a todo ese sonido y esas épocas, cuando Bob Dylan estrena “Like a Rolling Stone” y Los Rolling Stones lanzan “(I Can’t Get No) Satisfaction” en el verano de 1965, ambas las canciones más reconocidas de los años 60 y quizás de toda la historia de la música rock, cuando Los Beatles graban el Sargento Pimienta y su Banda de Corazones Solitarios y abren otra época para el sonido beat en 1967, colocando a este álbum en la cima indiscutible de todas las grabaciones por venir, cuando Blood, Sweat and Tears y Paul Butterfield Blues Band encabezan el retorno al jazz, cuando, en realidad, por obra del azar, termina la década en 1971 con el Sticky Fingers de Los Rolling Stones, el What’s Going On de Marvin Gaye, el Who’s Next de Los Who y el Tapestry de Carole King, cuando finalmente comienzan los años 70 con la grabación y el lanzamiento de The Dark Side Of The Moon de Pink Floyd, en 1973, la síntesis sonora de todos los experimentos, desde la acústica más compleja y la grabación por pistas hasta el sentido de profundidad y perspectiva en la música. Frente a todo ese sonido y esa época, ¿qué queda entonces de David Bowie, Don McLean, Rod Stewart, Bonnie Raitt, Steely Dan, Gilbert O’Sullivan? ¿Qué queda entonces para los oscuros Kinks?
La historia del rock hace un giro en este punto, para bien y para mal. Comienza la era de los grandes conciertos, los oratorios colectivos, las llamas en silencio de cientos de miles de fanáticos y las ganancias millonarias para los empresarios de la industria del disco. Comienza una distancia para las variantes del rock, para la música funky y la música pop, que ya no son auténticas, como empieza a dejar de ser auténtico el sonido folk, el country, el propio rock and roll. Ha terminado la época de los gigantes, la época de la buena voluntad y la experimentación gratuita. La rivalidad, la competencia, no se mide ahora por el avance en lo desconocido, sino por las ventas, los contratos y las giras. Todavía, sin embargo, quedan grandes energías para Queen, Billy Joel, Peter Frampton, The Police, Earth, Wind and Fire y aun para el revival de los Bee Gees. El gran rock todavía estremece a los fans a pesar de los grandes negocios para Bon Jovi, Guns and Roses, Sex Pistols y Michael Jackson, un poco antes de aquella neblina, de aquella desgracia, de la sombra, la sombra ominosa de Dakota Apartments, cuando cae John Lennon, baleado por la espalda, a la entrada de un edificio gótico donde la gente humilde iba a esperarlo, a una cuadra de su largo y tortuoso camino por el Central Park.
La muerte de John Lennon fue algo irreparable, equivale al desastre aéreo en Medellín que nos arrebató a Carlos Gardel, al vómito de sangre que dejó sin vida a Benny Moré, a la última pirueta en el aire de Pedro Infante. Lennon intenta apoyarse en el muro y se desangra. El sueño ha terminado, dice al caer. Nosotros vamos a reconstruirlo, desde el origen utópico hasta su brillo encegecedor. A pedacitos, antes de que el olvido lo devore, con la certeza para mi generación de que hemos sido los únicos en este siglo que hemos vivido el sueño completo, desde el origen hasta su consumación. Hasta hoy somos depositarios, herederos, o si se quiere, prisioneros del rock and roll.
Después de tantos años y tantos accidentes del camino, puedo encontrar una respuesta al enigma más grave de mi generación: la manifiesta superioridad de Los Rolling Stones sobre Los Beatles a partir de “Satisfaction”, grabada en el verano de 1965. El punteo inicial de esa canción, y el fraseo reiterativo de una misma pauta, unido a la aspereza, el sentido y la libertad de la voz de Mick Jagger, pusieron en crisis la armonía beat, el acople vocal y el acompañamiento que le habían permitido a Los Beatles sostenerse como renovadores absolutos del Please Please Me (1963) al Help! (1965). El sonido de “Satisfaction” conmovió a las gradas. Parecía una pieza completamente original, apenas sin melodía, colocada incluso más allá de su admirable precursora, “Like A Rolling Stone”, grabada el mismo año, con un Bob Dylan todavía apegado a los instrumentos del folk, pero ya en pleno dominio del rock norteamericano, en la clara evidencia del blues, en el fondo, el verdadero hallazgo, la verdadera clave sonora que venía de lejos y comenzaba a transformar la época.
Tanto en un caso como en el otro el fenómeno podía ser visible para mí, ahora, después de haber escuchado a Muddy Waters, después de haber entrado a la oculta sonoridad de Ray Charles y B. B. King, después de concluir que el punto de partida era distinto para ambos conjuntos británicos.
Los Beatles, ante todo, eran rockeros. Partían del asombro de su fundador, John Lennon, ante la espléndida expansión de energía de “Long Tall Sally”, en la voz de Elvis Presley, del conocimiento posterior del trabajo de Gene Vincent, Little Richard, Carl Perkins y Buddy Holly, de la nueva melódica del naciente Sonido de Detroit, claramente visible en su segundo álbum, de la sensualidad de los conjuntos vocales femeninos organizados por Phil Spector, y aun de la poética de Burt Bacharach. La sorpresa venía, en este caso, con el uso percutante de la guitarra acústica —rasgo esencial del acompañamiento en la canción cubana, observado por Alejo Carpentier en La música en Cuba (1946)—, y casi de inmediato, con el pujante y verdadero ritmo, tomado a todas luces, como observa Leo Brouwer, del chachachá, de la combinación polirrítmica de tres compases por cuatro, de la sonoridad de Enrique Jorrín, Fajardo y sus Estrellas y la Orquesta Aragón.
Nadie ha podido probarlo, pero el sonido beat no viene en exclusiva de una sola patente musical, sino de una extraña amalgama en la que está la fuerza del chachachá en el pulso interior de una tendencia que hacía furor desde 1950, cuando el mambo y el latin jazz gobernaban las pistas. Naturalmente, una tendencia que tenía el valor de lo nuevo dentro de la corriente principal, como prueba el número uno absoluto para “Cerezo rosa”, de Dámaso Pérez Prado, en el Top 100 de 1955.
Por último, un estilo, una marcada distinción, asimilada más bien, de un modo incidental, como me confirmó personalmente George Martin, pero dentro de una preocupación de época, y de mercado, en el instante en que Paul Anka, el ídolo sucesor de Presley, grababa también “Bésame mucho”.
La combinación de estos ingredientes, con unas gotas de mersey beat, produjo el milagro. Quizás lo que nunca llegaremos a saber es cómo pudo asociarse el tiempo del rock and roll a los compases del chachachá. ¿Cuál fue la insistencia? ¿De quién? ¿De Paul McCartney? ¿Por qué grabar primero la versión de “Bésame mucho” para la célebre y fracasada audición de Decca Records? ¿Por qué insistir después con “P. S. I Love You” —por cierto, un título robado a Johnny Mercer—, la cual, sin duda alguna, inauguraba el sonido beat? La apertura que significó ese ensamble cambió la historia de la música popular. Y su histeria. Podíamos tener slow rock, balada, rock duro, mersey, chachachá, bolero, en una mezcla original y chispeante con una apoyatura instrumental mínima —bajo eléctrico, batería, piano, guitarra acústica y guitarra prima—, en una organización tímbrica y vocal totalmente inédita.
En esa misma línea Los Beatles grabaron “I Wanna Be Your Man”, que parecía prometer mucho, pero luego, ante el éxito nacional de “She Loves You”, aquella pieza palideció en sus manos y decidieron donarla a Los Rolling Stones. Basta comparar ambas grabaciones para concluir que el punto de partida era distinto. Mick Jagger borra toda la naciente algarabía beat y se coloca en ella como un blusero. La pieza se toca como en cámara lenta, con una voluntad recitativa por parte del solista, con un agudo punteo independiente de Keith Richards, con un asordinado golpe de baquetas para Charlie Watts. Ese camino que estaba en el blues, el gospel, en la furia vocal de esos “nuevos evangelistas”, al decir ingenioso de Elvis Costello, tenía que desembocar forzosamente en “Satisfaction”. El único punto de contacto entre ambos grupos —el padre Chuck Berry— ya estaba disuelto y superado en las maravillosas versiones de “Roll Over Beethoven”, “Come On” y “Rock And Roll Music” y solo quedaba de fondo la radiación solar de Bob Dylan, el descarado punteo del blues, el bajo cromatismo del folk en su desnudez melódica y la audacia para romper con negros y blancos y crooners y baladistas y rockeros.
De modo que a partir de 1965 empezamos a comparar mal a los eternos rivales. La definición de los Stones y su quiebra de lanzas a favor de una música estridente, sincopada en extremo, de arraigo folk, blues, gospel, nada tenía que ver con Los Beatles, quienes a partir del Rubber Soul (1965) se decantaban por un sonido beat plenamente maduro, en el que ya le daban entrada al sitar, al órgano Hammond, al cuarteto de cuerdas, a una percusión que ya asimilaba el bongó, la tumbadora y el cencerro al lado de la rítmica pandereta folk.
Aun así, porque no se ve bien desde el presente, Lennon sucumbía al hechizo de “Satisfaction” y concebía junto a McCartney la respuesta beat: “Day Tripper”. Fue el último adiós en el camino, el último guiño cómplice de los muchachos, la mirada final de un caballo de carreras a otro que va a su lado y por momentos le toma la delantera. En el invierno de ese año, 1965, mientras sonaban en el dial los punteos de “Satisfaction” y “Day Tripper” y nos paralizábamos todavía con la desaforada batería de Dave Clark, en aquel monofónico de Capitol Records, comenzaba a nacer otra historia, en la señera voz de Eric Burdon, en las extrañas marcaciones de John Sebastian, en el soul de James Brown y Otis Redding, en el silletazo que todavía no esperábamos del Sargento Pimienta y su Banda de Corazones Solitarios, en el doliente futuro de “Symphaty For The Devil”, en la pelea del blues y el rock, que aún no comprendíamos y que nos iba a lastimar para siempre.
Infanta y Manglar, 18 agosto de 2011
En realidad, pensándolo bien, hasta entonces yo nunca había escuchado el estéreo. Estaba bocarriba en la litera, invitado por el grupo de segundo año para escuchar el Rubber Soul, que no era, para mi sorpresa, el álbum en que Los Beatles aparecían tirados sobre un montón de gomas viejas, como me había asegurado Julio César Imperatori. No. Los Beatles aparecían en una foto enorme, un poco fuera de foco y estirada hacia arriba, con el pelo demasiado largo y unas chaquetas de piel de castor, como idos del mundo, con unas canciones sumamente raras, que al escucharlas creaban algo así como una cámara oculta, un sonido muy limpio para la voz y una soterrada estridencia para el otro lado, para la otra salida. Esa sonoridad era un misterio para todos nosotros, acostumbrados al sonido de baúl de los viejos tocadiscos monofónicos, a los discos con ruidos parásitos, a la radio en AM y a las voces uniformes en los conciertos.
El estéreo me produjo la sensación de estar escuchando dos discos a la vez, separados uno de otro. Hasta ahora, en el monofónico, Los Beatles eran un conjunto potente, vibrátil, en el que guitarras, batería y voces marchaban al unísono, creando una atmosfera compacta, donde no cabía un sonido más. Ahora estaban demasiado lejos, y al mismo tiempo, demasiado cerca. La voz de Paul McCartney aparecía con tal nitidez que en lugar de cantar parecía que conversaba. Esto hacía muy difícil la precisión de la melodía. Las palabras y un incierto sonido se derramaban a uno y otro lado del estéreo con un acompañamiento sumamente claro, donde podía sentir el rasgueo de la guitarra, el golpear rítmico de la pandereta, el gong profundo de la batería, el pase de la escobilla sobre los platillos y el acople perfecto, casi fuera del disco, de “Nowhere Man”.
Aquella audición me descubrió a otros Beatles, más claros y ordenados, más puntillosos, que cantaban a través de una cubierta de celofán. Unos Beatles ofrecidos en exclusiva por el grupo de segundo año como si ellos fueran los productores y esperaran de nosotros la confirmación.
Estaban ahí, detrás, en el cuarto. Esperaban una respuesta afirmativa porque de lo contrario se hubieran sentido defraudados, con una mala inversión. Nosotros escuchábamos, solo eso. La sesión no admitía comentarios al margen. Salió el punteo de “Drive My Car”, aquel rock con cencerro, y la extrañeza melódica de “Norwegian Wood”. Las voces, los coros, de “You Won’t See Me”. El disco ahora me daba vueltas, con una salida y otra, con una claridad y una opacidad irresistibles. “Think For Yourself” me pareció de otro planeta y “Michelle” algo más raro aún.
La conexión se vino a establecer en la segunda cara, a la altura de “If I Needed Someone”. Aquella melodía nos levantó por los aires, nos acunó, con la perceptible alegría de todos. Se aflojaron los lazos tirantes y el estéreo glorificó la pieza con aquella manera de Harrison de cantar como él mismo y de parecerse al mismo tiempo a Lennon y a McCartney juntos.
Aquello fue una sorpresa, un acto mágico que nos reconcilió, y escuchamos el álbum de otro modo, hacia atrás, a la luz de “If I Needed Someone”. Los Beatles habían triunfado una vez más sobre la técnica, imponiendo su condición de invictos, con un sonido ganado a la claridad, la sutil separación de los instrumentos, la cadencia de una música distinta, menos melódica y más ordenada.
Me levanté de la litera y todavía aturdido por la novedad dije sí con un movimiento de cabeza. Nosotros, los verdaderos productores de Los Beatles, acabábamos de aprobar el estéreo para su último disco.
Infanta y Manglar, 20 de agosto de 2011
“Macbeth, serás rey”. Aquella histórica maldición, que se cumplió al pie de la letra en la tragedia isabelina, iba a tener segundas partes varios siglos después. Oh. Las brujas volvieron a reunirse a la vera del camino, entre Saint James Wood y Abbey Road, para decidir el destino del rock que acababa de nacer en Inglaterra. “Lennon, serás rey”, dijeron entonces, “y tú, Jagger, serás estirpe de reyes”. Ambos escucharon las palabras, aun sin conocerse, en distintos lugares del reino, y fueron a reunirse.
Lennon se encumbró de inmediato. Después del single que lo puso en circulación, con su primer número uno, y de aquella boutade en el Royal Performance, subió a las colinas de la ciudad con su chofer Les Anthony, y se asomó a las luces lejanas del Támesis y gritó, abriendo la gabardina al aire frío: “Oh, I’m the King of London”. Había cometido su primer asesinato y tenía las manos manchadas de sangre. Sin un motivo profundo, había conciliado con Brian, Paul y George la salida de la banda de Pete Best y la entrada de Ringo Starr. Con ese crimen sellaba el oscuro pasado de Los Beatles en las tabernas y los clubes de Hamburgo, en The Cavern, en Liverpool, en las correrías por el campo al norte de Escocia, y clausuraba el hambre y el frío de los viejos tiempos. Tal como aseguraban las brujas, Lennon era rey. A sus pies brillaba Londres, la plaza conquistada. La ciudad iba a volver a vivir, gracias a él, después de haber sido un castro, el último confín, londinium, la última barricada del Imperio Romano. “¿A dónde vamos, Johnny?”, le preguntaban sus amigos Paul y George, todavía vestidos de cuero y con el pelo engominado y luciente, y él respondía invariablemente, con un gozo en la voz: “To the Toppermost on the Toppermost “, a lo más alto, de lo más alto. Y hacia allá iban, con la mezcla explosiva de rock y chachachá y mersey beat, las suaves baladas a lo Meredith Wilson, con el punteo del Trío Matamoros, el coro sincopado y agresivo, robado a Smokey Robinson y a Phil Spector, y esa tristeza, que era suya. “Lennon, serás rey”, gritaban las brujas sobre la colina, ensordeciéndolo.
Pronto el rey tuvo un reino y visitaba a los nuevos súbditos. Aparecían aquí y allá. Uno de ellos, Mick Jagger, fue escuchado una vez y en la vela de armas el rey, o los reyes, Lennon y McCartney, le dieron “I Wanna Be Your Man” para que subiera. Y subió. Pronto Los Rolling Stones fueron un peligro potencial para el trono. Venían de más lejos, del blues, eran tan feos que resultaban atractivos y no tenían prejuicios en la escena. Gritaban más, chillaban, se retorcían y escupían ante el público. No llevaban uniforme de buenos, ni saquitos sin cuello de Pierre Cardin, ni hacían exageradas reverencias. Eran los duros, la tropa de choque de la Invasión Británica.