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Vicente Blasco Ibanez

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El militarismo mejicano

Vicente Blasco Ibáñez

Índice

Cubierta

Portada

Preliminares

El militarismo mejicano

AL LECTOR

I.—La caída de Carranza

II.—Las desventuras de «Flor de Té»

III.—El ciudadano Obregón

IV.—Más héroes de la revolución

V.—Los familiares de Carranza

VI.—La situación de Méjico

VII.—Los generales

VIII.—El ejército mejicano

IX.—El silencio de Méjico

X.—Méjico y las dos Américas

Notas

Acerca de esta edición

Enlaces relacionados

AL LECTOR

Considero oportuno dar una explicación sobre el origen de este libro.

En Marzo y Abril del presente año estuve en Méjico, Cuando llegué á dicho país todo parecía tranquilo. Don Venustiano Carranza era siempre «el primer jefe», el maestro de los revolucionarios triunfantes. Se discutía á sus ministros y allegados, pero su personalidad parecía flotar como algo inaccesible por encima de críticas y odios. Á las pocas semanas, el Estado de Sonora se sublevó contra Carranza, el general Obregón le siguió, declarándose en abierta rebeldía, y la revolución fué desarrollándose con una rapidez y un éxito irresistible que sólo pueden verse en Méjico, país de revoluciones.

Cuando salí de la República, á principios de Mayo, el presidente Carranza era ya casi un vencido y preparaba su retirada á Veracruz. Al llegar á Nueva York, supe que había escapado á toda prisa de la capital y andaba vagabundo por las montañas con unos cuantos fieles.

Yo fuí á Méjico con el propósito de estudiar de cerca este país tan interesante por su historia pasada y sus revueltas presentes. Estos estudios son para una novela que se titulará El águila y la serpiente, novela que empezaré á escribir muy pronto.

De no ocurrir la reciente revolución, no habría publicado en los diarios de los Estados Unidos mis opiniones sobre Méjico. Hace años que no ejerzo el periodismo militante. Además, mi interés de novelista era guardar impresiones y notas para mi obra futura, sin desflorarlas en un trabajo periodístico.

Pero hay que darse cuenta de la situación, para comprender cómo no pude resistirme á las invitaciones de la prensa norteamericana.

La comunicación entre los Estados Unidos y Méjico estaba casi suspendida; circulaban por Nueva York las más disparatadas y contradictorias noticias; era indudable que el presidente Carranza había sido derribado del poder y andaba fugitivo por lugares desiertos... Y en estos momentos de incertidumbre, de mentiras sensacionales y de informaciones disparatadas, llegué yo á Nueva York.

Los noticieros de los periódicos se conmovieron ante esta feliz casualidad que les brindaba el destino.

—|Una revolución en Méjico y Blasco Ibáñez que llega de allá, á tiempo para contarla!...

Cayeron sobre mí los noticieros á docenas, casi á centenares. Yo soy algo conocido en los Estados Unidos, como tal vez sepa el lector; hasta puedo decir, sin miedo á que me tengan por inmodesto, que gozo allá de cierta popularidad. Además, los reporters—mujeres en su mayoría—me aprecian por mi carácter franco y llano, por la facilidad con que les recibí y les escuché siempre, y por esto me apodaron en sus interviews desde el primer momento de mi viaje á la gran República «Ibáñez el Accesible».

Total, que apenas llegado á Nueva York, no hice mas que hablar y hablar de Méjico ante hombres y mujeres que me escuchaban con la cabeza baja, tomando notas.

En la misma noche empezaron á publicarse interviews acerca de mis impresiones sobre la revolución de Méjico. Estos trabajos estaban hechos de buena fe, pero plagados de errores y afirmando muchas veces lo contrario de lo que yo había dicho. Era natural que resultasen así, por desconocer sus autores la historia de Méjico, los antecedentes políticos de dicho país, sus condiciones etnológicas, su idioma, etc. ¿Cómo podría yo hacer rectificar á cien periódicos, á mil periódicos, á todos los que se publican en los Estados Unidos?...

Entonces fué cuando el representante de un grupo periodístico, en el que figuran los primeros diarios de la enorme República de la Unión, vino á verme y me dijo.

—¿Por que no escribe usted artículos con su firma, en vez de aceptar entrevistas con reportera?... Así dirá usted lo que quiera decir, sin miedo á errores y falsas interpretaciones.

Me resistí al principio. El novelista deseaba guardar la virginidad de sus impresiones para el libro. Luego pensó que los artículos de periódico son muy distintos á los capítulos de una novela, y por más que dijese en ellos, siempre quedaría mucho nuevo y completamente inédito para El águila y la serpiente.

Aparte de esto, como conocedor de los males que causa el burdo militarismo surgido de la revolución, supuse que podría prestar un gran servicio al verdadero pueblo mejicano denunciando cuanto antes las demasías de estos tiranuelos de pistola y haciendo ver cómo la revuelta que acababa de derribar á Carranza no tenía más alcance moral que el de un movimiento militarista y personalísimo.

La tribuna que me ofrecían para hablar no podía ser más alta, ni los oyentes más numerosos. Mis artículos fueron apareciendo en el New York Times, en el Chicago Tribune, en todos los diarios más importantes de los Estados Unidos. En cada población, grande ó pequeña, era el periódico más popular de la localidad el que había adquirido el derecho de publicar mis artículos. Éstos los escribía yo en el curso de la mañana y la tarde, y eran telegrafiados al anochecer á todos los extremos de la inmensa República, para que los publicasen los diarios á la mañana siguiente. Me habría gustado recibir como retribución de mis escritos la décima parte de lo que costó transmitirlos telegráficamente.

Ignoro todavía la cifra exacta de los periódicos que publicaron mis artículos. Fueron muchos centenares, que representan cuarenta ó cincuenta millones de lectores.

Tan honda impresión produjeron, que mi editor de Nueva York, en vista de las peticiones del público, ha creído necesario presentarlos en volumen aparte, teniendo que vencer para esto mi falta de voluntad.

Yo he considerado siempre el trabajo periodístico como «flor de un día», que no merece ver prolongada en un libro su existencia, circunstancial y efímera. He coleccionado en volúmenes mis cuentos (no todos) y algunos artículos literarios (muy contados). Nunca consideré dignos de ser reunidos bajo una cubierta editorial mis trabajos sobre política, sociología, historia, etc. He sido periodista durante quince años, y escribí un artículo ó dos todos los días. Imagínese el lector que me distingue con su benevolencia de qué peligro se ha librado por mi falta de fervor coleccionista... Si yo fuese de los autores que creen defraudar á la posteridad cuando olvidan juntar en un volumen hasta las cartas enviadas á los amigos, á estas horas existirían treinta ó cuarenta libros de artículos de Blasco Ibáñez, pues llevo producidos miles y miles, completamente olvidados y que no sabría encontrar ahora, aunque me lo propusiese.

Pero de los presentes artículos sobre la última revolución de Méjico se ha publicado un volumen en Nueva York, y es necesario, ya que existe una edición inglesa, que exista igualmente una edición española, ó sea la original. Además, juzgo conveniente que el público conozca mis artículos tal como yo los escribí.

Muchos diarios de la América que habla español los han publicado traduciéndolos del inglés.

Algunas de estas traducciones están hechas indudablemente de buena fe, pero muy á la ligera, con la rapidez que exigen casi siempre las premuras del periodismo, é interpretan defectuosamente mi pensamiento, si es que no lo desfiguran.

Otros diarios, los de Méjico, han traducido mis artículos á su gusto, suprimiendo las verdades que por demasiado «verdaderas» no les conviene que sean repetidas, y haciéndome decir á veces lo contrario de lo que escribí.

Para terminar con estas falsas interpretaciones, involuntarias ó intencionadas, accedo por primera vez á convertir en libro una colección de artículos de diario.

* * *

Conozco bien los defectos de este volumen.

El lector notará muchas repeticiones y hasta alguna que otra contradicción. Sus diversas partes no son verdaderos capítulos componentes de un libro armónico; son artículos de periódico, escritos bajo la inspiración de la última noticia y que reflejan la nerviosidad del momento.

Podría haberlos retocado, añadiendo y quitando, hasta hacer con todos ellos un libro homogéneo, pero muchos habrían dicho entonces que me rectificaba á mí mismo, desfigurando por miedo ó por interés lo que afirmé de primera intención en la prensa de los Estados Unidos.

Los dejo tal como los escribí y se los entregué á mis traductores. Hasta me abstengo de corregir los descuidos literarios, propios de un trabajo hecho con rapidez periodística y destinado á publicarse en otro idioma.

Tal como aparecen, con toda la espontaneidad de su vertiginoso nacimiento, el lector encontrará seguramente en ellos un medio de orientarse sólo con que recuerde las circunstancias en que los escribí y los sucesos que se desarrollaron en el curso de su publicación.

Esta publicación en los periódicos de los Estados Unidos, duró unos veinte días. Cuando escribí los primeros artículos aún vivía Carranza y andaba perseguido por los montes, pero con rumbo á los Estados donde tenía muchos partidarios y podía formalizar su resistencia. Entre el artículo VI y el VII llegó la noticia de que Carranza había sido asesinado y sus asesinos pretendían hacer creer á la opinión que se trataba de un suicidio. En los restantes artículos, al quedar triunfante el militarismo, digo de él y del porvenir de Méjico lo que debo decir.

No creo dar al lector una noticia sorprendente al revelarle que mis artículos levantaron en la prensa de Méjico un clamoreo de insultos y calumnias fáciles, de esas que se hallan al alcance de cualquier simple.1

Resulta natural en todos los países de la tierra que una parte de la opinión se indigne contra un visitante que ha visto los defectos nacionales y los dice públicamente. Cuanto mayor es la verdad, más doloroso resulta el choque y más ruidoso el clamoreo.

En Méjico debía esta protesta adoptar forzosamente mayores caracteres de vehemencia, por la especial situación de sus periódicos. Todos ellos dependen más ó menos directamente del que manda. Hasta los hay que fingen hacer oposición por orden del gobierno, para que los enemigos no digan que en Méjico nadie puede hablar. Yo he visto á todos los diarios venerando al «primer jefe»; y hoy de seguro que, sin haber cambiado de título ni de director, execran al «nefasto y ladrón Carranzas.

Es verdad que no pueden hacer otra cosa. Hay que vivir. Si no fuesen así, no existirían. Y por esto, de todas las iras que provoqué en mi vida á causa, de mi afán por decir verdades, la que menos me ha impresionado es la de los periodistas de Méjico. Hasta tengo la seguridad de que, hablando á solas con ellos, no habría entre nosotros la menor disensión. ¡Si las cosas más escandalosas que yo relato en mis artículos me las han contado ellos mismos, ó las he leído en sus periódicos cuando estaban de mal humor contra el ministro de Hacienda ú otro ministro, á causa de la tardanza en recibir la subvención—los que cobraban subvención—, ó de la negativa de concesiones y otros favores para los que pican más alto!... Que todos los ataques de que yo sea objeto en él resto de mi existencia me impresionen tanto como los de estos simpáticos y escépticos periodistas.

Más me conmueve la protesta ingenua de cierto público de vista corta y opiniones simples, que, al hablar de mí, dice con amargura:

—¡Ingrato! Le dimos serenatas, le dimos banquetes, y nos ha pagado hablando mal de Méjico.

Para estas gentes sencillas, hablar mal de Méjico es criticar la pobreza en que vive por culpa de las incesantes revoluciones; censurar á los generalotes que prolongan la tiranía de un militarismo zafio; dolerse de que la anarquía mejicana no ofrezca remedio; en resumen, repetir con la pluma lo mismo que ellos murmuran y lamentan en voz baja en sus conversaciones particulares.

Pero á mí me impresiona, como he dicho, la queja de este público ingenuo, la falta de lógica verdaderamente pueril de sus acusaciones de ingratitud, y por eso mismo me detengo á contestarle.

Parten de una equivocación fundamental esas gentes buenas y sencillas al apreciar mi conducta como escritor. Ellos, como los habitantes de otras repúblicas americanas, están acostumbrados á ver de tarde en tarde un poeta que pasa, un trovador que va de Tesas al cabo de Hornos entonando himnos á la belleza de cada país en que se hospeda, afirmando que en él quiere ser enterrado por ser el más hermoso del mundo y dedicando finalmente una oda al presidente y á todos los que gobiernan.

Admiro á estos bardos optimistas que pagan en armoniosos versos la hospitalidad que reciben, pero no pertenezco á su clase.

Agradezco mucho las atenciones de que fuí objeto en Méjico, pero ni yo las solicité, ni creo que me las concedieron con el objeto de comprar mi opinión y que encontrase inmejorable todo lo del país. Suponer lo contrario sería ofensivo para el pueblo mejicano, más aún que para mí. En la vida social, ¿qué persona decente se compromete á mentir porque en una reunión le han dado una taza de té ó de chocolate?...

Tampoco soy de esos malhumorados que, por perversidad ó por un deseo de falsa independencia, acostumbran invariablemente á devolver mal por bien. En otros países de la América de lengua española he sido recibido con iguales ó mayores honores que en Méjico, y sus habitantes saben que aprovecho todas las ocasiones para expresar mi optimismo acerca de ellos. Esto se debe á que en dichos pueblos, aunque existan defectos, como en todas partes, no ocurre nada extraordinariamente malo, y es fácil mostrarse benévolo y encontrar cosas dignas de alabanza. ¡Pero en el pobre Méjico, que hace diez años ignora la paz y no sabe cuándo volverá á conocerla!...

Yo podía, á imitación de cualquier versificador errante, haber dicho que Méjico es un país perfecto, ahito de riquezas, que la revolución ha hecho felices á los mejicanos, que nunca ha habido allí tanta prosperidad, que sus gobernantes son los primeros del mundo, sus generales los más valerosos de la tierra y sus masas populares un modelo de civismo y cultura... Nada me hubiese costado decir estos disparates, y hasta es posible que muchos simples, al agradecérmelos como un acto de cortesía, habrían acabado por aceptarlos como verdades indiscutibles, bajo la influencia de una desorientada vanidad nacional. Pero ¿no es la mayor de las ingratitudes pagar con mentiras una buena acogida, contribuyendo á mantener en el error á los que necesitan que les abran los ojos? ¿No es más noble manifestar el agradecimiento con la advertencia franca, aunque esta advertencia duela en el primer momento, ya que á la larga acaba por ser apreciada como la mejor prueba de amistad?...

Los que vivían en Méjico cerca de mí se dieron exacta cuenta dé mis impresiones. Así como fuí avanzando en el examen del país, aumentó mi tristeza, se esfumaron mis optimismos, y empecé á rehuir los banquetes, las manifestaciones de simpatía popular, sabiendo bien que algún día me echaría en cara el vulgo, como una prueba de ingratitud, el haber aceptado tales honores... Tenía la convicción de que mi conciencia me obligaría, más ó menos pronto, á decir la verdad, y que esta verdad dolería mucho. Adivinaba la protesta irracional de los simples.

Pero esta protesta la veía algo lejana en aquellos momentos, para cuando publicase mi novela El águila y la serpiente. No podía adivinar que el triunfo del militarismo, la caída de Carranza y su asesinato adelantasen y extremasen la emisión de mis opiniones, haciéndome escribir esta serie de artículos.

Yo aprecio al pueblo mejicano y deseo su bienestar y su verdadera libertad. Por esto sonrío tristemente cuando veo que se indigna contra el que ha cometido el enorme pecado de denunciar y censurar al militarismo que lo mantiene en perpetua revuelta, en belicosa ignorancia, y que no le permite cristalizar como país moderno, adquiriendo la estabilidad próspera de las naciones en paz.

Conozco el verdadero motivo que excita la ira de muchos. ¡Si yo hubiese publicado mis artículos en España ó en cualquiera otra nación de Europa!... Se reirían seguramente de ellos los generales mejicanos y todos los comparsas civiles que siguen á estos bárbaros para ocupar los empleos oficiales. ¿Qué miedo puede inspirarles Europa, cuyos intereses han atropellado tantas veces durante la pasada guerra europea?...

Pero mis artículos han aparecido en los Estados Unidos, han sido leídos por muchos millones de norteamericanos, y la opinión general de allá los reputó como lo más claro y más sincero que se había dicho sobre la situación actual de Méjico. Esto es lo que ha irritado verdaderamente á los que tienen interés en que las cosas de su país continúen como hasta el presente.

Pues bien; no me arrepiento de ello, y hasta confieso que si accedí á escribir los artículos, fué porque iban á aparecer en los Estados Unidos. En otro país no hubiesen causado perjuicio alguno al militarismo mejicano, y yo—lo declaro con toda franqueza—deseo hacer á éste todo el daño que pueda.

La salvación de Méjico estriba en que se libre para siempre del despotismo de los generales de machete y se vea gobernado por hombres civiles. Desgraciadamente, no parece que el país pueda realizar esto por sí mismo. Á lo menos, no se ve todavía que sea capaz de conseguirlo por sus propias fuerzas. Diez años de revolución han roto todos los vínculos de la disciplina social. La gran mayoría que desea la paz está disgregada, carece de unidad y de fuerza; sólo sabe quejarse, y casi siempre en voz baja. Una minoría insolente de macheteros, dividida en diversos grupos antagónicos que se combaten por conseguir el poder, domina al país por el terror.

Estos militares—llamémosles así—, que hacen vivir todavía á Méjico una existencia medioeval, buscan casi siempre el apoyo de los Estados Unidos cuando están en la oposición y preparan una revuelta. Unas veces han sido los negociantes norteamericanos los que, por conveniencias financieras, les han facilitado armas y dinero. Otras veces les ha ayudado el mismo gobierno de Washington, por torpeza y por ignorancia.

Gobernantes ideólogos, algo distanciados de la realidad, han creído de buena fe que los ignorantes caudillos de Méjico son verdaderos revolucionarios como los de otros países, guiados por un ideal generoso, y les han proporcionado armamentos y empréstitos, creyendo servir con ello á la causa de la humanidad, cuando no hacían mas que contribuir al atraso, la incertidumbre y la ruina de una nación digna de mejor suerte.

Hasta se ha visto á un Wilson apoyando al bandido Villa con todabuena fe, por creerle un Mesías de la democracia. Á causa de todo esto me siento satisfecho de habar dicho la verdad en los Estados Unidos.

Si consigo que los norteamericanos no den más armas ni más dinero al militarismo mejicano, conoceré la alegría del que ha hecho una buena acción.

Me parece justo que todas las potencias ricas de la tierra apoyen y protejan á Méjico cuando éste se halle gobernado por hombres civiles y se vea realmente libre de los caudillos que ahora lo explotan por turno.

Pero mientras esté tiranizado por el militarismo, lo mejor será crear el vacío alrededor de ese militarismo, para que no pueda nutrirse con fuerzas exteriores y acabe por caerse, abandonando su presa lo mismo que un parásito muerto.

* * *

Otro argumento emplean algunos contra mí á causa de estos artículos.

Recuerdan lo que dije en los primeros días de mi llegada á Méjico, y al compararlo con lo que be escrito después, me tachan de inconsecuente.

Es cierto; he sido inconsecuente, como todos somos inconsecuentes en nuestra vida cuando los hechos se encargan de demostrar que estábamos equivocados.

Fuí á Méjico por instigación de varios mejicanos orgullosos de los progresos revolucionarios de su país y por invitación del presidente Carranza, deseoso de que los extranjeros se diesen cuenta de la estabilidad de su gobierno.

—Ya usted á ver un verdadero pueblo—me decían los mejicanos en Nueva York—. Se acabaron las revoluciones. El país desea vivir en paz. Presenciará usted la elección del nuevo presidente, y se asombrará de las costumbres cívicas que en poco tiempo ha adquirido nuestra nación.

Llegué á Méjico: ¡hermosas impresiones las primeras! El país es bello y de un pasado histórico muy interesante para un artista.

Además, había un motivo exterior para creer en las nuevas costumbres cívica» de. Méjico. Los candidatos solicitaban el voto del pueblo pacíficamente, por medio de una propaganda hecha con anuncios electorales, reuniones públicas, periódicos, etc.

Todas las gentes repetían lo mismo, como si hubiesen recibido una consigna.

—Sería criminal intentar una nueva revolución. El país está cansado de revoluciones. Significaría traicionar á la patria, justificar una intervención del extranjero. Que las elecciones se verifiquen en paz, y aceptemos al que triunfe.

Y yo, con la espontaneidad propia de un carácter algo vehemente, protestaba al recordar lo mucho malo que había oído contra los mejicanos.

—¡Pero este pueblo es admirable!... ¡Pero el pobre Méjico es un gran calumniado!...

En países como éste, sólo se debe manifestar una opinión después de consumados los hechos; y aun así, se pueden sufrir sorpresas.

Cuando aún faltaba algún tiempo para las elecciones, cuando sólo empezaba á iniciarse la campaña electoral... surgió la revolución.

Yo no puedo creer que esos que intentan tildarme de inconsecuencia lo hagan de buena fe. Sería mostrarse demasiado olvidadizos, demasiado inconscientes ó demasiado estúpidos. Y como ellos no lo son, me inclino á creer que fingen serlo porque así les conviene.

Se comprende que un hombre sea tachado de inconsecuente cuando pasa de una opinión á otra sin que en el intermedio de este cambio haya ocurrido nada extraordinario capaz de justificar su transformación.

Pero entre los primeros días de mi llegada á Méjico y los artículos que escribí después sobre este país al volver á Nueva York, creo que ocurrieron unas cuantas cositas. Los candidatos á la presidencia se sublevaron sin esperar las elecciones; surgió la revolución que todos habían tildado de «criminal», «antipatriótica» y «favorable á una intervención del extranjero»; las gentes de cuyos labios había oído yo grandes elogios al «primer jefe» se levantaron en armas contra este primer jefe: hubo incendios de trenes, explosiones de dinamita en las vías, matanzas de prisioneros, fusilamientos, etc, como en toda revolución mejicana que se respeta. Carranza tuvo que huir, abandonando el poder; Carranza fué asesinado durante su sueño por los mismos leales que se habían ofrecido para escoltarle... Y todavía en los momentos presentes sigue la revuelta, el desorden, cinco ó seis partidos diferentes en armas, y nadie sabe cuándo terminará esta anarquía, pues don Venustiano, á pesar de sus defectos, era «alguien», era una personalidad de maestro, mientras que ahora sus antiguos discípulos, autores ó aprovechadores de su asesinato, se consideran todos iguales. Todos creen tener idénticos derechos á la herencia, y transcurrirán años y más años sin que se cansen de derribarse unos á otros, mientras haya aventureros que los sigan.