El mundo como voluntad y representación II - Arthur Schopenhauer - E-Book

El mundo como voluntad y representación II E-Book

Arthur Schopenhauer

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Beschreibung

Pese al fracaso editorial que había supuesto la primera edición de El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer consiguió que en 1844 saliera a la luz una segunda edición, aumentada por un segundo volumen de mayor extensión que el primero y en el que incluyó los complementos a los cuatro libros que componían la obra original. Calificadas por él mismo como «lo mejor que he escrito», sus páginas son fruto de veinticinco años de trabajo dedicados a reelaborar, ampliar y profundizar en las tesis vertidas en el primer volumen. Lejos de ser un aditamento postizo, los Complementos del Schopenhauer maduro son a la obra de juventud «lo que el cuadro pintado al simple boceto», y su lectura resulta indispensable para captar en toda su significación el contenido de aquélla y comprender en profundidad la filosofía de Schopenhauer. En esta edición se incluyen los índices de materias y nombres de los dos volúmenes de la obra, reforzando así la perfecta unidad de este libro único.

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Seitenzahl: 1605

Veröffentlichungsjahr: 2023

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El mundo como voluntad y representación

El mundo como voluntad y representación IIComplementos

Arthur Schopenhauer

Traducción, introducción y notasde Pilar López de Santa María

Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte

 

 

 

Título original: Die Welt als Wille und Vorstellung II

Primera edición: 2003

Segunda edición: 2005

Tercera edición: 2009

© Editorial Trotta, S.A., 2003, 2005, 2009, 2023

www.trotta.es

© Pilar López de Santa María, 2003, 2005

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-179-9

CONTENIDO

Introducción: Pilar López de Santa María

EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓNSEGUNDO VOLUMEN, QUE CONTIENE LOS COMPLEMENTOS AL PRIMER VOLUMEN

Complementos al Libro primero

Complementos al Libro segundo

Complementos al Libro tercero

Complementos al Libro cuarto

Índice de materias (volúmenes I y II)

Índice de nombres (volúmenes I y II)

Índice general del volumen

INTRODUCCIÓN

1. La segunda edición

La primera edición de El mundo como voluntad y representación había aparecido en diciembre de 1818, aunque fechada en 1819. Era la tercera de las publicaciones de Schopenhauer, que había estado precedida por Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente (1813) y Sobre la visión y los colores (1816). Ya antes de que el libro saliera a la luz, las relaciones entre su editor, Brockhaus, y Schopenhauer se habían roto después de un cáustico intercambio de correspondencia en el que el autor exigía el cumplimiento exacto de las condiciones del contrato y la satisfacción inmediata de sus honorarios1. Harto ya de los exabruptos y malos modales del filósofo, Brockhaus da por terminada la relación personal con él en una carta del 24 de septiembre de 1818 que concluye con las siguientes palabras: «Sólo espero que no llegue a cumplirse mi temor de imprimir su obra simplemente para maculatura»2. El temor de Brockhaus, en efecto, se cumplió, al menos en buena medida. En las diversas ocasiones en que Schopenhauer pregunta al editor, la respuesta viene a ser la misma: las ventas del libro son muy escasas y un buen número de ejemplares ha ido a maculatura. La tercera publicación de Schopenhauer fue, al igual que las dos anteriores, un fracaso editorial.

Pero Schopenhauer era inaccesible al desaliento. Empeñado en no servir a sus propios intereses sino a la verdad, y convencido de que no escribía para sus contemporáneos sino para las generaciones venideras, pronto se plantea la segunda edición de El mundo. Ya en una carta que dirige a Brockhaus en 1835, manifiesta su convicción de que, a pesar de la falta de atención de que ha sido objeto su obra principal, llegará a ser reconocida: «porque lo auténtico y verdadero no puede quedar ignorado para siempre». En esa misma carta expresa su esperanza de llegar a ver una segunda edición de la obra «y poderla enriquecer con el gran número de pensamientos que he escrito desde 1819»3.

La idea de ampliar su obra principal venía ya de lejos. Según él mismo afirma, los años que mediaban entre la primera y segunda edición los había dedicado continuadamente a la preparación de la última4. En los manuscritos del año 1833 aparece el esquema de un prólogo a la segunda edición5. Todo parece indicar que en ese momento Schopenhauer pensó en una edición ampliada del volumen que había publicado, pero al comienzo de 1834 cambió de opinión y decidió añadir un segundo volumen de Complementos, dejando el primero casi intacto6. Aun así, sus temores de que la segunda edición no vea la luz le llevan a publicar un extracto de los «Complementos al segundo libro» bajo el título Sobre la voluntad en la naturaleza (1836). A él sigue la publicación de los dos escritos de concurso que había presentado ante las Academias de las Ciencias noruega y danesa, respectivamente: se trata de los ensayos Sobre la libertad de la voluntad y Sobre el fundamento de la moral, publicados conjuntamente en 1841 bajo el título Los dos problemas fundamentales de la ética. Ninguno de los dos libros corrió mejor suerte que los anteriores en lo que a repercusión se refiere.

Pese a tenerlo todo en contra, Schopenhauer consiguió que Brockhaus publicase la segunda edición de la obra. En ella, al volumen de la primera edición, con los cuatro libros y el Apéndice sobre Kant, se añadía un segundo volumen, de mayor envergadura que el primero, que incluía los «Complementos» a los cuatro libros. Las condiciones del contrato no habían de ser, por supuesto, muy beneficiosas para él: Schopenhauer renunciaba a cualquier honorario por su obra, no teniendo derecho más que a diez ejemplares gratis. La tirada sería de 500 ejemplares del primer volumen y 750 del segundo7. La obra se publicó en la primavera de 1844. Pero los temores de Brockhaus respecto de la primera edición se vieron de nuevo confirmados: un escaso número de ejemplares vendidos y tres recensiones que en total no llegaban a sumar diez páginas fueron todo el resultado. El nuevo fracaso lleva a Brockhaus a escribir a Schopenhauer dos años después: «Por lo que se refiere a su pregunta sobre las ventas de su escrito, solo puedo decirle para mi pesar que he hecho con él un mal negocio. Permítame que me ahorre los detalles»8.

Pero el tiempo del silencio estaba próximo a desaparecer: en 1851, Schopenhauer publica Parerga y paralipómena, y comienza a levantarse el telón de la «comedia de la fama»9. En otoño de 1858 se agota la segunda edición de El mundo y en 1859 aparece la tercera, esta vez con una tirada de 2.230 ejemplares. Esta fue la última edición de su obra principal que Schopenhauer llegó a ver. A ellas siguieron después las de Frauenstädt (1873 y 1879), H. Hirt (1891) y H. Schmidt (1912), entre otras.

2. «Es lo mejor que he escrito»

Nada mejor para resumir la relación entre el primer y segundo volumen de El mundo que las palabras del propio Schopenhauer:

Este segundo volumen tiene ventajas significativas frente al primero, y es a él lo que el cuadro pintado al simple boceto. Pues le aventaja en la profundidad y riqueza de pensamientos y conocimientos, que solo puede ser fruto de toda una vida dedicada al continuo estudio y reflexión. En todo caso, es lo mejor que he escrito. Incluso el primer volumen resalta en toda su significación solamente gracias a este. Además, ahora he podido expresarme con más libertad y franqueza que hace 24 años; en parte, porque la época lo tolera ya mejor y, en parte, porque los años cumplidos, mi independencia asegurada y mi decidida separación de los venales seres universitarios me permiten ahora pisar fuerte10.

Si toda la obra de Schopenhauer constituye, como él dice, un «pensamiento único», no puede serlo menos su obra principal. Los dos volúmenes de El mundo mantienen una unidad que podríamos calificar de casi perfecta. El segundo volumen no supone una modificación de las ideas contenidas en el primero, ni hay una sola refutación a las ideas centrales contenidas en la primera edición, por la sencilla razón de que sus convicciones fundamentales siguen siendo las mismas11.

Pero está claro que los años no podían pasar en balde. De modo que, aun cuando no haya una gran diferencia entre el primer y el segundo volumen en cuanto a su contenido, sí la hay, y mucha, con respecto a su forma. El segundo volumen ha perdido la espontaneidad y el ímpetu de la juventud. (Téngase en cuenta que Schopenhauer publicó la primera edición con treinta años.) A cambio, gana, como él mismo indica, en profundidad, reflexión y conocimientos. El estilo maduro de Schopenhauer pone de manifiesto la presencia de dos requisitos fundamentales que, según él, se exigen a todo filósofo: el conocimiento de la realidad empírica, en particular por la intuición directa, y la reflexión propia que no se basa en opiniones de segunda mano. Fruto de ello son los agudos análisis psicológicos y observaciones empíricas —al margen de su acierto— que aparecen a lo largo del volumen, como los que se refieren al primado de la voluntad sobre el intelecto, la locura o la sexualidad, por citar solo algunos.

Mas esa cara tiene también su cruz. Por una parte, Schopenhauer maneja, como es natural, los conocimientos científicos de su época, muchos de los cuales en la actualidad se muestran ya insuficientes, obsoletos o claramente falsos. Eso le lleva a interpretaciones que, a la luz de la ciencia actual, son claramente erróneas. Así, por ejemplo, seguramente no habría escrito mucho de lo que se lee en el capítulo Sobre la herencia de las cualidades si hubiera conocido simplemente las leyes de Mendel, por no hablar del genoma humano. Por otra parte, ese enorme acopio de conocimientos, y quizás también la edad, dan lugar a un estilo que en ocasiones resulta excesivamente prolijo y hasta reiterativo. La acumulación de consideraciones, análisis, ejemplos, citas y pormenores llega a veces a producir cansancio en el lector; de modo que el afán de Schopenhauer por confirmar sus demostraciones puede llegar a tener un efecto contrario al que se pretende. Ese podría ser el caso, por ejemplo, de las demostraciones empíricas sobre el carácter absurdo del temor a la muerte contenidas al principio del capítulo 41, o el análisis de los criterios de la elección sexual que expone en el capítulo 44. En este sentido, y en mi modesta opinión, no es esto lo mejor que Schopenhauer ha escrito. Pero entiéndase bien mi afirmación: aparte de que de gustibus non est disputandum, estamos hablando de un autor que pasa —y con razón— por ser una de las mejores plumas filosóficas de la historia. Así que ese juicio no obsta para que el presente escrito se halle muy por encima de la media en lo que a elegancia, claridad y coherencia en el desarrollo se refiere.

En todo caso, el estilo maduro de Schopenhauer no significa que el tono del segundo volumen sea más reposado, sino más bien todo lo contrario. Después de tantos años de ver silenciado su pensamiento, Schopenhauer no puede evitar que se ponga de manifiesto su amargura. Tal y como había hecho ya en escritos anteriores12, aprovecha toda ocasión para arremeter contra aquellos a quienes considera responsables de la corrupción de inteligencias que impide que su pensamiento llegue a difundirse: se trata, cómo no, de los profesores de filosofía y en particular del «burdo charlatán» Hegel. A todos ellos dedica ya en el «Prólogo a la segunda edición» los correspondientes cumplidos.

En definitiva, el segundo volumen constituye un complemento del primero en el sentido más estricto de la palabra. No solo desarrolla y amplía sus contenidos sino que representa su perfecto contrapunto estilístico, tanto en cualidades como en defectos. Pese a la diferencia cronológica de su gestación, ambos volúmenes son una sola obra y como tal debe ser leída.

Los dos volúmenes se complementan recíprocamente en el sentido pleno de la palabra, en la medida en que una edad del hombre es el complemento de la otra en sentido intelectual: por eso se encontrará, no solo que cada volumen contiene lo que al otro le falta, sino también que las ventajas del uno consisten en aquello que está ausente en el otro. Por consiguiente, si la primera mitad de mi obra aventaja a la segunda en lo que únicamente el fuego de la juventud y la energía de la primera concepción pueden prestar, esta, en cambio, superará a aquella en la madurez y la completa elaboración de los pensamientos que solamente se depara a los frutos de una larga vida de trabajo13.

3. Estructura de la obra

El carácter específicamente complementario de este volumen tiene como consecuencia inevitable una cierta dispersión de sus contenidos. Los capítulos sobre los más diversos temas de desigual relevancia se suceden sin que se encuentre a veces una ilación entre ellos. La causa es obvia: la unidad del volumen se la da su referencia al primero y su estructura es la de los libros que complementa. Esta es la razón por la que no me planteo aquí hacer un estudio introductorio propiamente dicho; pues un estudio tal solo tiene sentido como introducción a la obra en su totalidad y en cuanto una unidad. Me limitaré, pues, a dar un repaso general a este volumen que sirva como una especie de índice ampliado.

Como se dijo, el segundo volumen de El mundo consta de cuatro partes bien diferenciadas, dedicadas a complementar respectivamente cada uno de los libros del primer volumen. Schopenhauer no consideró oportuno añadir unos complementos especiales a la Crítica de la filosofía kantiana, por lo que rehizo esta parte, que fue la única del primer volumen que sufrió modificaciones importantes. Esta segunda parte es más voluminosa que la anterior (743 páginas frente a las 633 de primer volumen); y mucho más lo habría sido, si no fuera porque Schopenhauer había publicado ya antes los escritos Sobre la voluntad en la naturaleza y Los dos problemas fundamentales de la ética. Estas dos obras son parte integrante de los Complementos a los libros segundo y cuarto, respectivamente. Schopenhauer las da por supuestas para evitar reiteraciones, remitiendo a su lectura a efectos de completar lo que aquí expone. Ellas son, pues, los «complementos a los Complementos».

Los Complementos al libro primero se dividen en dos secciones: la primera, titulada «La doctrina de la representación intuitiva», completa los parágrafos 1 a 7 del primer volumen. Schopenhauer se centra aquí en confirmar y desarrollar los puntos centrales de su teoría del conocimiento: en primer lugar, el punto de vista idealista, resumido en aquella frase que abría la obra: «El mundo es mi representación». En segundo lugar, Schopenhauer insiste en lo que constituye una de las ideas más originales de su teoría del conocimiento y un importante punto de fricción con Kant: la tesis del carácter intelectual de toda intuición. Porque Schopenhauer considera que la intuición no es un mero resultado de la actividad sensorial, sino que en ella interviene también el intelecto con sus leyes a priori, no es de extrañar que dentro del análisis del conocimiento intuitivo dedique un amplio capítulo al estudio del conocimiento a priori. Dicho capítulo, que cierra esta primera parte, concluye introduciendo la tabla de los Praedicabilia a priori o las veintiocho propiedades que podemos adjudicar a priori al tiempo, el espacio y la materia (que, en este contexto, es sinónimo de causalidad).

Bajo el título «La doctrina de la representación abstracta o el pensamiento», la segunda mitad, mucho más extensa que la primera, aborda la razón como capacidad de los conceptos y todo lo que con ella tiene que ver. Llama la atención aquí el detenimiento con que Schopenhauer amplía el parágrafo 9 del primer volumen, al que dedica aquí tres capítulos y una parte de otro.

A partir del capítulo 15, Schopenhauer se va alejando de la teoría del conocimiento en sentido estricto para enlazar con temas que, sin dejar de pertenecer a ella, se refieren a otras partes de su sistema. Dicho capítulo examina un asunto que no se había tratado explícitamente en el primer volumen: las imperfecciones esenciales del intelecto. Fragmentariedad, dispersión y olvido son los tres defectos fundamentales de que adolece todo intelecto en cuanto tal, a los que hay que sumar además un buen número de imperfecciones no esenciales que, a diferencia de las perfecciones, pueden convivir muy bien juntas. La razón inmediata de aquellas imperfecciones esenciales la encuentra Schopenhauer en la forma temporal del intelecto. La razón profunda —metafísica— la descubriremos en el capítulo 19.

El capítulo 16, «Sobre el uso práctico de la razón y el estoicismo» complementa su correlativo del primer volumen y anticipa algunas consideraciones del libro cuarto. Llama la atención en particular el radical cambio del juicio de Schopenhauer respecto del estoicismo: lo que en el primer volumen era un encomiable intento de aplicar la razón en la búsqueda de una vida feliz, es censurado ahora como una fanfarronería de aquellos que no renunciaban a ninguno de los placeres de la vida pero, eso sí, poniendo cara de fastidio.

El capítulo 17 se presenta como complemento del 15 del primer volumen. Schopenhauer lo pospone aquí probablemente porque su tema —la necesidad metafísica del hombre— nos introduce ya en la temática del segundo libro. Así como el uso práctico de la razón es suscitado por el dolor de la vida, también la función suprema de su uso teórico, la metafísica, encuentra un móvil semejante. La necesidad de la metafísica surge de dos razones principales: la primera, de carácter cognoscitivo, radica en las limitaciones inherentes a toda explicación física, debido a las cuales todo lo que ella explica vuelve a quedar sin explicación14. La segunda razón, mucho más profunda, es de carácter ético y se refiere a lo erróneo y perverso de la existencia: «Si el mundo no fuera algo que desde el punto de vista práctico no debería existir, tampoco sería un problema desde el punto de vista teórico»15, afirmará Schopenhauer en los Complementos al libro cuarto. La búsqueda de una explicación del mundo que vaya más allá de la experiencia surge, efectivamente, del asombro, pero no tanto del asombro ante el ser como del asombro ante el padecer que es nuestra existencia. Por eso «la filosofía, como la obertura de Don Juan, arranca en tono menor»16. Dos son, según Schopenhauer, las formas de satisfacer esa necesidad metafísica: las religiones y la filosofía. Las primeras representan una «metafísica del pueblo» destinada a la gran mayoría de las inteligencias y que solo aspira a una verdad alegórica. Por su parte, la metafísica propiamente dicha, la filosófica, es una sabiduría del mundo que no ha de acomodarse a más exigencias que las racionales y solo tiene una aspiración: la verdad en sentido estricto. Ambas son formas distintas e independientes de transcender el naturalismo y mostrar al hombre que, más allá de los fenómenos, hay otro orden totalmente diferente: el de las cosas en sí.

La consideración de la metafísica y la cosa en sí da paso a los Complementos al libro segundo, cuyo único tema lo constituye la identidad de la naturaleza con la voluntad17. A demostrar esa identidad van encaminadas casi todas las páginas de esta parte, en la que Schopenhauer recorre toda la serie de los fenómenos naturales intentando demostrar en ellos la omnipresencia de la voluntad. El examen se desarrolla en línea descendente, partiendo de los seres dotados de conocimiento, en particular el hombre, para pasar después a considerar los seres no cognoscentes y la materia inerte. La consideración de los seres cognoscentes se centra en investigar las relaciones entre intelecto y voluntad, y se halla presidida por la siguiente tesis: «La voluntad es metafísica, el intelecto, físico; el intelecto es, al igual que sus objetos, mero fenómeno; cosa en sí lo es únicamente la voluntad»18.

La demostración de esa tesis se desarrolla primeramente por la vía subjetiva, es decir, desde el punto de vista de la autoconciencia humana. Ese es el tema del capítulo 19, uno de los más extensos y probablemente más interesantes del volumen. El carácter originario de la voluntad y secundario del intelecto se revela aquí como la clave última de aquellas imperfecciones esenciales del último que se expusieron en el libro anterior. Las deficiencias del intelecto en sus funciones cognoscitivas se deben a que el fin del intelecto no es el conocimiento en sí mismo, sino el servicio de la voluntad, que lo ha creado como un medio de los motivos. Nada menos que doce argumentaciones desarrolla Schopenhauer para constatar la prioridad que ostenta la voluntad sobre el intelecto en la autoconciencia. Entre todas esas consideraciones cabe resaltar una idea que resulta, a mi juicio, especialmente digna de reflexión, y que se resume así: «Lo que se opone al corazón, la cabeza no lo admite»19. Una idea que, junto con todo el capítulo, bien merece ser tenida en cuenta, al menos como contrapeso de tantas res cogitantes cartesianas.

Si el examen de la autoconciencia descubre la voluntad como objeto propio y prioritario de la misma, el análisis de la conciencia de las otras cosas o del conocimiento objetivo (capítulos 20-22) conduce a Schopenhauer al mismo resultado: «Lo que es el intelecto en la autoconciencia, es decir, subjetivamente, se presenta en la conciencia de otras cosas, o sea, objetivamente, como cerebro: y lo que es la voluntad en la autoconciencia, esto es, subjetivamente, se presenta en la conciencia de otras cosas, es decir, objetivamente, como el organismo en su conjunto»20. Toda la naturaleza orgánica es, pues, objetivación de la voluntad. Y el propio intelecto, que desde el punto de vista de la representación constituía el soporte del mundo, desde el punto de vista de la cosa en sí no pasa de ser una función cerebral.

Voluntad de vivir es la naturaleza orgánica, y voluntad de vivir son también los fenómenos de la materia inerte. En la naturaleza carente de conocimiento (capítulo 23), hasta en las fuerzas naturales más básicas, reconoce Schopenhauer un ser idéntico a aquello que en nosotros denominamos voluntad. Y la propia materia (capítulo 24) no es, tomada in abstracto, más que la voluntad misma que se hace visible. Ese es el «todo en todo» schopenhaueriano, la unidad esencial que se halla detrás de toda la pluralidad fenoménica y en virtud de la cual no hay en último término sino un solo ser (capítulo 25).

La omnipresencia de la voluntad se constata en los capítulos 26 y 27 por medio del examen de la teleología y del instinto y el impulso artesano. Que existe la finalidad en la naturaleza es algo innegable a ojos de Schopenhauer; como innegable es que la finalidad natural no exige para nada la existencia de una inteligencia ordenadora ni puede servir de fundamento para la teología. Tanto la fuerza vital que armoniza las partes del organismo como el animal que se guía por el instinto actúan conforme a un fin que no conocen. Los fines de la naturaleza son los fines de una voluntad ciega e inconsciente; una voluntad que persigue su propósito sin conocerlo.

La cuestión de los fines de la voluntad constituye el objeto del capítulo que cierra los Complementos al libro segundo: «Caracterización de la voluntad de vivir». Ya la propia expresión «voluntad de vivir» pone claramente de manifiesto cuál es el fin último de la voluntad: la vida, en concreto la vida de la especie a través de la generación y destrucción de los individuos. La vida es el fin por antonomasia de la naturaleza al tiempo que, en cuanto fin inconsciente, el instinto por antonomasia. No es un principio de atracción sino de impulsión: «Solo en apariencia son atraídos los hombres desde delante, en realidad son empujados desde atrás: no les seduce la vida sino que la necesidad les apremia»21. El querer vivir que somos en esencia cada uno de nosotros no es la conclusión de un conocimiento acerca del carácter deseable de la vida; es, por el contrario, un prius de todo conocimiento, la premisa de todas las premisas. Precisamente la voluntad solo puede querer la vida en la medida en que ignora la verdadera índole de su fin. Pues este no es otro más que «mantener individuos efímeros y atormentados durante un breve lapso de tiempo, en el mejor de los casos con una miseria soportable y una comparativa ausencia de dolor a la que enseguida acecha el aburrimiento; luego, la propagación de esa especie y sus afanes»22. Únicamente cuando, iluminada por el conocimiento, la voluntad se percata de sus fines, es cuando cesa de querer. Pero ese es ya un tema del libro cuarto.

Los Complementos al libro tercero, considerablemente más breves que los demás, tienen por objeto confirmar y desarrollar la concepción del arte expuesta en el primer volumen, aunque sin abordar ningún tema radicalmente nuevo. A los capítulos sobre el conocimiento de las ideas y el sujeto puro de conocimiento (29 y 30) sigue un amplio estudio de la esencia del genio (capítulo 31). Los tres capítulos se hallan presididos por la idea rectora de la estética schopenhaueriana: la consideración del arte como un conocimiento plenamente objetivo en el que el intelecto se desvincula totalmente del servicio de la voluntad. En conformidad con ello, Schopenhauer caracteriza la genialidad como un exceso de la capacidad intelectiva con respecto a la que es necesaria para el servicio de la voluntad. El individuo así dotado puede dedicar una parte de su energía intelectual no ya a un uso subjetivo —interesado— sino a la captación objetiva del mundo. Por eso el genio es eminentemente reflexivo; si bien la suya no es la reflexión de la razón y los conceptos, sino la del intelecto y la intuición. La reflexión racional libera al hombre de las ataduras del presente y le proporciona la visión del pasado y el futuro. La reflexión del intelecto, por su parte, nace de un discernimiento, de una clarividencia que eleva al sujeto por encima de sus implicaciones en las cosas y le permite captar en mundo y su propio ser en sí mismos. En ese discernimiento encuentra Schopenhauer el origen del arte y de la filosofía. Tanto el uno como la otra trabajan en el fondo para resolver el problema de la existencia23.

El examen de las bellas artes sigue el mismo orden ascendente que se presentaba en el primer volumen. El tema de la arquitectura, la relación entre soporte y carga, se ilustra aquí mediante el examen de la combinación de vigas y columnas en los estilos arquitectónicos (capítulo 35). Siguen a este algunas «Observaciones aisladas sobre la estética de las artes figurativas» (capítulo 36) que dan paso al estudio de la poesía. La primera parte del mismo está dedicada al estudio del metro y la rima en sus relaciones con el pensamiento que la poesía expresa. De ahí pasa Schopenhauer a complementar sus observaciones sobre la poesía dramática, en especial la tragedia, cuyo fin último es instar a la renuncia de la voluntad de vivir. A este respecto, Schopenhauer no duda en proclamar la superioridad de la tragedia moderna sobre la antigua, ya que a esta última le falta un rasgo fundamental del espíritu trágico: la resignación.

En el primer volumen, Schopenhauer había expresado un claro menosprecio de la historia, declarando la superioridad de la poesía de cara al conocimiento de la esencia de la humanidad. Ahora, en el capítulo 38, se ocupa de establecer algunas puntualizaciones acerca del valor de la historia. Esta no es para él más que la continua repetición de lo mismo bajo formas diferentes. El lema de la historia es en este sentido: Eadem, sed aliter. Su contenido filosófico no va más allá. Descartado el carácter científico y filosófico, le queda a la historia una función: ser la autoconciencia de la humanidad:

Lo que es la razón al individuo es la historia al género humano […] Un pueblo que no conoce su propia historia está limitado al presente de la generación que ahora vive: por eso no se comprende a sí mismo ni su presente, ya que no es capaz de referirlo a un pasado ni explicarlo desde él; y todavía menos puede anticipar el futuro. Solo a través de la historia puede un pueblo hacerse plenamente consciente de sí. En consecuencia, la historia ha de ser considerada como la autoconciencia racional del género humano, y representa para él lo mismo que para el individuo supone la conciencia reflexiva y coherente que está condicionada por la razón y por cuya carencia el animal permanece aprisionado en el estrecho presente intuitivo24.

Los Complementos al libro tercero se cierran como se cerró este: con la música. Pero la exposición metafísica y el tinte poético del primer volumen son sustituidos en el segundo por un análisis de carácter altamente técnico que se centra en la naturaleza del ritmo. Todo el contenido poético queda aquí reducido a la cita final, procedente de un pasaje de los Vedas y referida a la alegría. Probablemente, para dar al lector un último respiro antes de introducirlo en las sombrías consideraciones de la cuarta parte.

Los Complementos al libro cuarto se pueden dividir en dos partes temáticamente diferenciadas. La primera, que incluye los capítulos 41 a 45, nos retrata el mundo y la existencia desde el punto de vista de la afirmación de la voluntad de vivir. Los capítulos 41 a 44 constituyen —así lo apunta Schopenhauer— una unidad que bien podríamos subsumir bajo el título «Vida, muerte, especie, individuo». Schopenhauer pretende aquí demostrar, desde diversas perspectivas, que lo que a la voluntad le interesa es la vida de la especie. La vida y la muerte de los individuos es tan irrelevante y ficticia como su individualidad misma y solo tiene valor en su condición de medio para la conservación de la especie.

La primera consideración desde la que Schopenhauer confirma su tesis es la que se refiere a la muerte y su relación con el carácter indestructible de nuestro ser en sí (capítulo 41). Así como la voluntad de vivir es un prius de todo conocimiento, el temor a la muerte que habita en todo individuo no se apoya en ninguna razón sino que, antes bien, resulta absurda. Instalándose en el punto de vista empírico, Schopenhauer argumenta con todo tipo de consideraciones que la muerte no es un mal y que el temor ante ella no tiene ningún tipo de fundamento racional. Temer el tiempo en el que no existiremos es como temer el tiempo en el que aún no existíamos25. A esto vincula Schopenhauer la dificultad de conciliar la inmortalidad del hombre con su creación de la nada. Solo un ser eterno puede para él ser inmortal. Por eso la inmortalidad no se encuentra en la individualidad —que, por lo demás, es meramente fenoménica— sino en nuestro ser en sí, la voluntad de vivir, que se objetiva en la especie. El individuo como tal es efímero; pero en sí mismo es eterno, porque su eternidad es la de la voluntad que constituye su ser verdadero.

Así pues, la marcha de la naturaleza está presidida por la vida de la especie (capítulo 42). A ella contribuyen, aun sin saberlo, los individuos, supeditando sus intereses a los de la especie e incluso sacrificando a ella su propia vida. Se trata principalmente de que la especie se perpetúe en las generaciones venideras y su tipo se transmita en su mayor pureza (capítulo 43). El instrumento fundamental de ese servicio que el individuo presta a la especie es, evidentemente, la procreación. Con ello nos adentramos en un tema inédito en la obra de Schopenhauer y hasta, se podría decir, de toda la historia de la filosofía: el estudio filosófico del amor sexual.

Si algún adjetivo podría calificar la «Metafísica del amor sexual»26 que Schopenhauer expone en el capítulo 44 sería el de paradójica. Por un lado, la interpretación de Schopenhauer adopta el tinte del naturalismo más grosero, al sostener que toda pasión amorosa, incluso la más sublime y etérea, no tiene más que un único fin: la posesión física de la persona amada. Pero ese fin, en apariencia tan prosaico, supone algo de una gran trascendencia: la procreación de un hijo que solo puede nacer de esos dos individuos. Desde este punto de vista, la sexualidad humana adopta una clara dimensión metafísica: pues lo que en ella está en juego es algo de tanta transcendencia como la composición de la generación futura. Los amantes creen que persiguen sus propios intereses cuando en realidad sirven al interés de la voluntad, empeñada en mantener en su mayor pureza posible el tipo de la especie a través de ese hijo que solo ellos pueden engendrar. Y más especializada e intensa será su pasión cuanto más apto e insustituible sea ese nuevo individuo para los fines de la voluntad. La sexualidad es, pues, el instrumento preferido de la voluntad de vivir y su afirmación más enérgica. Eso le proporciona un carácter de culpabilidad, ya que mediante ella se perpetúa el error de la existencia; y esa culpa tendrá que ser pagada con la muerte. Pero, al mismo tiempo, la procreación abre una puerta a la esperanza: pues cada individuo que nace es una nueva posibilidad que encuentra la voluntad para llegar a negarse a sí misma.

La metafísica de la sexualidad de Schopenhauer merece ser tenida en cuenta en la medida en que pone de relieve el significado metafísico de la sexualidad, su trascendencia en la vida humana, y la dialéctica de éros y thánatos que tanto fruto dio en manos de Freud. Sus descripciones generales acerca del amor sexual son sumamente agudas y hasta divertidas, al margen de que se comparta la doctrina metafísica en la que se basan. Por eso es tanto más de lamentar que, cuando Schopenhauer entra en detalles, llegue incluso a rayar en el desvarío. Este es, a mi juicio, el caso de la «aritmética del amor» en la que formula los criterios que guían la inclinación hacia los individuos del otro sexo, o las observaciones sobre el adulterio del hombre y la mujer, que no tienen nada que envidiar a las del mejor fundamentalista. Por no hablar del apéndice sobre la pederastia, añadido a la tercera edición, en la que despacha el asunto de una manera simplista reduciendo la pederastia a la condición de un profiláctico natural.

Si los primeros capítulos de esta cuarta parte nos retrataban el mundo y la existencia desde la afirmación de la voluntad de vivir, la segunda parte adopta el punto de vista opuesto: el de la negación de la voluntad. Su consideración comienza constatando la nihilidad y el sufrimiento de la vida (capítulo 46): dolor, miseria, desolación, hostilidad y muerte son el resultado de aquella afirmación de la voluntad descrita en los capítulos anteriores y el único modo de expiar la culpa de la existencia:

La existencia humana, lejos de tener el carácter de un regalo, tiene el de una deuda contraída. Su requerimiento de pago aparece en la forma de las apremiantes necesidades, los torturadores deseos y la infinita miseria que plantea aquella existencia. Para saldar esa deuda se emplea, por lo regular, la vida entera: pero con ello solamente se han saldado los intereses. El pago del capital se produce con la muerte. — ¿Y cuándo se contrajo esa deuda? — En la procreación27.

La vida está plagada de dolor. Y aun cuando fuera verdad —que no lo es— que el bien prevalece sobre el mal, la mera existencia de un mal no estaría compensada a ojos de Schopenhauer con la suma de todos los bienes. Por eso el filósofo del pesimismo se revuelve contra todos los defensores del optimismo teórico, con Leibniz a la cabeza. No solamente es falso que este sea el mejor de los mundos posibles sino que, por el contrario, es el peor de los posibles, entendiendo por mundo posible aquel que pudiera mantenerse en la existencia sin llegar a su inmediata destrucción.

Solo la vida de conocimiento puede llevar al hombre a la liberación de los sufrimientos de la vida. Ese camino de liberación pasa, como sabemos por el primer volumen, por la ética y la ascética. El capítulo 47, dedicado a la ética, contiene meras consideraciones accesorias sobre la ética de Schopenhauer. El verdadero contenido del capítulo se encuentra en los escritos que supone, incluidos en Los dos problemas fundamentales de la ética. El primero de ellos, Sobre la libertad de la voluntad, analizaba el problema de la libertad humana a la luz del principio de razón suficiente, para concluir declarando el carácter forzoso de los actos de voluntad del hombre y emplazando la libertad en el carácter inteligible del hombre. Esta tesis se formulaba con el principio operari sequitur esse, que se recoge en este capítulo. El segundo tratado, Sobre el fundamento de la moral, desarrollaba una extensa crítica de la ética kantiana y proponía la compasión como fundamento de la moral y único móvil del que nacen las acciones moralmente valiosas. Este capítulo recoge fragmentariamente algunas de las consideraciones allí expuestas, remitiéndonos a los Parerga para completarlas.

Los capítulos 48 y 49 nos amplían la descripción de la vía definitiva para liberarnos de los sufrimientos de la vida: la negación de la voluntad de vivir. El espíritu del ascetismo es el elemento común que Schopenhauer encuentra en las tres grandes religiones del mundo, el budismo, el brahmanismo y el cristianismo, espíritu con el que él, ateo donde los haya, se identifica plenamente. Ver la vida como un error, comprender la necesidad de ser redimidos de una existencia de sufrimiento y muerte, es lo único que nos permite adentrarnos en el orden de la salvación. Solamente unos pocos elegidos, los santos, pueden entrar en ese orden por la vía del conocimiento puro. A la gran mayoría, la de los pecadores, nos queda una «segunda tentativa»: la conversión de la voluntad provocada por los sufrimientos de esta vida. En cualquier caso, el resultado es el mismo para aquellos que lo alcancen: «Se desata el nudo del corazón, se disipan todas las dudas y se desvanecen todos sus actos».

El capítulo 50, que cierra el volumen y con él El mundo, lo dedica Schopenhauer a exponer algunas observaciones sobre su propia filosofía. Dado el estilo de Schopenhauer, cabría esperar una conclusión más brillante para culminar su obra. Sin embargo, estas páginas finales las emplea para establecer una comparación entre su filosofía y el panteísmo, con una oportunidad que resulta, al menos, dudosa. Por eso prefiero concluir mi exposición con las palabras que abren la obra, en el «Prólogo a la segunda edición»:

No a los contemporáneos, no a los compatriotas: a la humanidad dejo mi obra ya terminada, en la confianza de que no carecerá de valor para ella aunque este tarde en ser reconocido, según es la suerte de todo lo bueno28.

4. Observaciones sobre la traducción

La presente traducción se ha realizado a partir del original alemán del tercer volumen de la Jubiläumausgabe de las obras de Schopenhauer, publicada en siete volúmenes por Brockhaus, Mannheim, 1988. Se trata de la edición de Arthur Hübscher, que sigue a su vez la de Julius Frauenstädt y que en esta cuarta edición, posterior a la muerte de Hübscher, ha sido supervisada por su viuda, Angelika Hübscher. La paginación original incluida en la traducción se refiere a esta edición, que sigue la tercera y definitiva que realizó Schopenhauer.

En la traducción de los términos filosóficos fundamentales he procurado seguir un criterio unívoco, siempre que el sentido lo permitiese. En casos particulares o excepcionales, he añadido al texto el término original alemán o las correspondientes notas aclaratorias a pie de página. He mantenido los numerosos textos en idioma extranjero citados por Schopenhauer, corrigiendo las muchas faltas de acentuación y espíritus que presentan las citas en griego. La traducción de dichos textos, realizada por mí a partir del idioma original, aparece a pie de página y entre corchetes. En los casos aislados en que el propio Schopenhauer ha traducido los textos al alemán, las traducciones aparecen sin corchetes. También he incluido las referencias de los textos citados, para cuya localización me he servido del apéndice que ofrece Hübscher en el último volumen de su edición, así como de la edición de Deussen.

5. Agradecimientos

Es forzoso que un trabajo de esta envergadura implique muchas deudas de gratitud. Y, aun siendo consciente de que me habré de dejar muchos nombres en el tintero, no quiero dejar de mencionar aquí a quienes en mayor medida han contribuido a que llegue a término.

Mi trabajo se ha podido concluir gracias a una estancia en la Universidad de Mainz financiada por la Fundación Alexander von Humboldt. Allí el Dr. Koßler, Presidente de la Schopenhauer Gesellschaft y director de la Schopenhauer Forschungstelle de Mainz, ha puesto a mi disposición todos los medios para la realización de mi trabajo, al igual que el personal del Philosophisches Seminar y del Studium Generale de dicha universidad. A lo largo del proceso de elaboración de esta edición, he encontrado el apoyo de muchos de mis compañeros de la Facultad de Filosofía de Sevilla, bien por sus aportaciones en temas puntuales o bien por el estímulo que he recibido de ellos en las «horas bajas». En ese sentido, no quiero dejar de mencionar aquí a Gemma Vicente, José María Prieto, Carmen Hernández, Marcelino Rodríguez y Juan Arana. Por último, pero en lugar muy preferente, quiero expresar aquí mi agradecimiento y mis disculpas a mi marido y a mi hijo Javier, a quienes este trabajo les ha robado muchas horas de atención.

1. Véase la correspondencia entre Schopenhauer y Brockhaus correspondiente al periodo de marzo a septiembre de 1818, en C. Gebhardt (ed.), Der Briefwechsel Arthur Schopenhauers, vol. I, pp. 221-45, Piper, München, 1929. (Se cita BW.)

2. BW, 24.9.1818.

3. Cf. BW, 30.4.1835.

4. Cf. BW, Carta a Brockhaus, 7.5.1843.

5. Cf. Cogitata II, p. 150, en Der handschriftliche Nachlaß vol. 4, I, ed. de A. Hübscher, DTV, München, 1985.

6. Cf. A. Hübscher, A. Schopenhauer. Ein Lebensbild, Brockhaus, Leipzig, 1938, p. 85.

7. Véase el contrato de edición entre Schopenhauer y Brockhaus, en BW, 20.5.1843.

8. BW, 14.8.1846.

9. En una visita que le hizo Friedrich Hebbel el 4 de mayo de 1857, Schopenhauer afirmó: «Me siento extraño ante mi fama actual. Seguro que usted ha visto cómo antes de una representación, cuando el teatro queda a oscuras y se levanta el telón, un encendedor de lámparas aislado está todavía atareado sobre las tablas, y entonces se apresura a huir entre los bastidores; y justo entonces el telón llega arriba. Así me siento yo: como un rezagado que se ha quedado atrás, mientras se alza la comedia de mi fama». A. Schopenhauer, Gespräche ed. de A. Hübscher, Frommann, Stuttgart, 21971, p. 308. Véanse también pp. 303 y 306.

10. Cf. Carta a Brockhaus, 7.5.1843, en BW.

11. Cf. «Prólogo a la segunda edición» de Die Welt als Wille und Vorstellung, p. XXI, trad. esp., Trotta, Madrid, 22009, p. 41. (Se cita WWV.) Las obras de Schopenhauer se citan por la edición de A. Hübscher, Sämtliche Werke, Brockhaus, Mannheim, 1988. La referencia a las páginas de la presente traducción, bien sea a este segundo volumen o al primero, figuran a continuación entre corchetes.

12. Merece la pena ver a este respecto el «Prólogo a la primera edición» de Los dos problemas fundamentales de la ética (trad. esp., Siglo XXI, Madrid, 22003, pp. 3-29).

13. «Prólogo a la segunda edición», en WWV I, p. XXII [p. 41].

14. Cf. WWV II, p. 191 [p. 211].

15. WWV II, p. 664 [p. 634].

16. WWV II, p. 190 [p. 210].

17. Cf. WWV II, p. 304 [p. 310].

18. WWV II, pp. 224-225 [p. 239].

19. WWV II, p. 244 [p. 256-57].

20. WWV II, p. 277 [p. 285].

21. WWV II, p. 410 [p. 405].

22. WWV II, p. 407 [p. 402].

23. Cf. WWV II, p. 463 [p. 454].

24. WWV II, pp. 508-509 [p. 496].

25. Cf. WWV II, pp. 532 ss. [pp. 518 ss.].

26. Este tema lo he tratado con mayor detenimiento en «Voluntad y sexualidad en Schopenhauer», Thémata, 24 (2000), pp. 115-136.

27. WWV II, pp. 665-666 [p. 635].

28. WWV I, p. XVI [p. 37].

NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN

En esta segunda edición se han incluido diversas correcciones al texto de la primera, así como las referencias a las páginas del primer volumen, publicado ya en esta misma editorial. También se han añadido un índice de materias y otro de nombres que comprenden los dos volúmenes de la obra.

P. L. S. M.

EL MUNDO COMO VOLUNTAD Y REPRESENTACIÓN

Por Arthur Schopenhauer

Segundo volumen, que contiene los Complementos del primer volumen

 

 

Paucis natus est, qui

populum aetatis suae cogitat.

Sen.

[«Para ayuda de pocos ha nacido

quien piensa en la gente de su época.»]

 Séneca, Epístolas a Lucilio, 79, 17

COMPLEMENTOS AL LIBRO PRIMERO

 

«‘¿Por qué quieres distanciarte de todos nosotros

Y nuestra opinión?’

No escribo para agradaros

Algo debéis aprender.»

   Goethe

   [Epigramas domésticos I, 2]

| PRIMERA MITADLA DOCTRINA DE LA REPRESENTACIÓN INTUITIVA

(§ 1-7 del primer volumen)

Capítulo 1

SOBRE EL PUNTO DE VISTA IDEALISTA

En el espacio infinito existen innumerables esferas luminosas, en torno a cada una de las cuales gira aproximadamente una docena de otras más pequeñas alumbradas por ellas, y que, calientes en su interior, están cubiertas de una corteza sólida y fría sobre la cual una capa mohosa ha engendrado seres vivientes y cognoscentes: esta es la verdad empírica, la realidad, el mundo. Pero para un ser pensante es una situación penosa el encontrarse en una de aquellas innumerables esferas que flotan libremente en el espacio infinito, sin saber de dónde viene ni adónde va, y ser nada más que uno de los innumerables seres semejantes que se apiñan, se agitan y se atormentan, naciendo y pereciendo rápidamente y sin tregua dentro del tiempo sin comienzo ni fin: nada hay allí permanente más que la materia y la repetición de la misma variedad de formas orgánicas a través de vías y canales inalterables. Todo lo que la ciencia empírica puede enseñar es | simplemente la exacta naturaleza y regla de esos procesos. Y por fin la filosofía moderna, sobre todo gracias a Berkeley y Kant, se ha percatado de que todo aquello es, principalmente, un mero fenómeno cerebral; y que implica tantas, tan grandes y tan diversas condiciones subjetivas, que su presunta realidad absoluta desaparece, dejando lugar a un orden del mundo totalmente distinto que sería el fundamento de aquel fenómeno [Phänomen], es decir, que se relacionaría con él como la cosa en sí con el mero fenómeno [Erscheinung].

«El mundo es mi representación» es, como los axiomas de Euclides, una proposición que cada cual tiene que reconocer como verdadera en cuanto la entiende; aunque no es de tal clase que cualquiera la entienda en cuanto la oye. El haber traído a la conciencia esa proposición y vinculado a ella el problema de la relación entre lo ideal y lo real, es decir, entre el mundo en la cabeza y el mundo fuera de la cabeza, constituye, junto con el problema de la libertad moral, el rasgo distintivo de la filosofía moderna. Pues solo tras haberse aventurado durante miles de años en una filosofía meramente objetiva el hombre descubrió que, entre las muchas cosas que hacen el mundo tan enigmático y complicado, la primera y más próxima es esta: que, por muy inmenso y sólido que pueda ser, su existencia pende de un único hilo: y ese hilo es la conciencia de cada uno, en la que se asienta. Esta condición, implicada irrevocablemente en la existencia del mundo, imprime en este, pese a toda realidad empírica, el sello de la idealidad y, con ello, el del simple fenómeno; con lo cual, al menos desde un aspecto, hay que considerarlo semejante al sueño e incluso perteneciente a su misma clase. Pues la misma función cerebral que durante el sueño produce como por encanto un mundo totalmente objetivo, intuitivo y hasta palmario, ha de tomar igual parte en la representación del mundo objetivo de la vigilia. Aunque distintos por su materia, ambos mundos están claramente fundidos en un mismo molde. Ese molde es el intelecto, la función cerebral. Parece que fue Descartes el primero en alcanzar el grado de reflexión exigido por esta verdad fundamental y, en consecuencia, la convirtió, aunque provisionalmente y solo en forma | de dificultad escéptica, en el punto de partida de su filosofía. Al considerar el cogito ergo sum como lo único cierto y la existencia del mundo como provisional y problemática, descubrió realmente el punto de partida esencial y único correcto, al tiempo que el verdadero punto de apoyo de toda filosofía. Ese apoyo esencial e indispensable es lo subjetivo, la propia conciencia. Pues solo ella es y sigue siendo lo inmediato: todo lo demás, sea lo que sea, se encuentra mediado y condicionado por ella, por lo que depende de ella. De ahí que haya razón para considerar que la filosofía moderna parte de Descartes como padre de la misma. Continuando por ese camino, no mucho después llegó Berkeley al idealismo propiamente dicho, es decir, al conocimiento de que lo extenso en el espacio, a saber, el mundo objetivo o material en general, no existe como tal más que en nuestra representación, y que es falso y hasta absurdo atribuirle como tal una existencia fuera de toda representación e independiente del sujeto cognoscente, o sea, admitir una materia realmente presente y existente en sí. Pero esta concepción altamente correcta y profunda constituye en realidad toda la filosofía de Berkeley: en eso se quedó.

Por consiguiente, la filosofía verdadera tiene que ser, en todo caso, idealista; incluso ha de serlo para ser, simplemente, honesta. Pues nada es más cierto que el hecho de que nadie puede salir de sí mismo para identificarse inmediatamente con las cosas distintas de él; sino que todo aquello de lo que está seguro, de lo que tiene noticia inmediata, se halla en el interior de su conciencia. Más allá de esta no puede haber ninguna certeza inmediata; mas los primeros principios de una ciencia han de poseer dicha certeza. Admitir el mundo objetivo como propiamente existente es adecuado al punto de vista empírico de las restantes ciencias: no así al de la filosofía, que ha de remontarse hasta lo primero y originario. Pero solo la conciencia está inmediatamente dada, así que el fundamento de la filosofía se limita a los hechos de la conciencia, es decir que es, esencialmente, idealista. El realismo, recomendable al rudo entendimiento por sus visos de autenticidad, parte | de un supuesto arbitrario y es un fútil castillo en el aire, ya que se salta o niega el primero de todos los hechos, a saber: que todo lo que conocemos se encuentra dentro de nuestra conciencia. Pues el que la existencia objetiva de las cosas está condicionada por un ser que las representa y, por lo tanto, el mundo objetivo tan solo existe como representación, no es una hipótesis, y aún menos una sentencia inapelable o una paradoja planteada por razones de disputa; sino que es la verdad más cierta y simple, cuyo conocimiento solo lo dificulta el hecho de que es demasiado fácil y no todos tienen la suficiente reflexión como para remontarse hasta los primeros elementos de su conciencia de las cosas. De ningún modo puede haber una existencia absoluta y objetiva en sí misma; tal cosa es incluso impensable: pues lo objetivo, en cuanto tal, tiene siempre y esencialmente su existencia en la conciencia de un sujeto, así que es su representación y, por consiguiente, está condicionado por él y también por sus formas de la representación, las cuales dependen del sujeto y no del objeto.

Que el mundo objetivo existiría aun cuando no hubiera ningún ser cognoscente parece, desde luego, cierto a primera vista, ya que se puede pensar in abstracto sin que salga a la luz la contradicción que lleva en su interior. Pero cuando se pretende hacer realidad ese pensamiento abstracto, es decir, reducirlo a representaciones intuitivas, las únicas de las que él (como todo lo abstracto) puede obtener contenido y verdad, y se intenta así imaginar un mundo objetivo sin sujeto cognoscente, entonces se da uno cuenta de que lo que ahí se está imaginando es, en realidad, lo contrario de lo que se pretendía, a saber: nada más que el simple proceso en el intelecto de un cognoscente que intuye un mundo objetivo, o sea, justo aquello que se había querido excluir. Pues está claro que este mundo intuitivo y real es un fenómeno cerebral: de ahí lo contradictorio de suponer que debe existir también como tal, independientemente de todo cerebro.

La objeción fundamental contra la ineludible y esencial idealidad de todo objeto, aquella que se suscita en cada uno de forma clara o confusa, es esta: también mi propia | persona es objeto para otro, así que es su representación; y, sin embargo, sé con certeza que yo existiría incluso sin que él me representase. Pero en la misma relación que tengo yo con su intelecto se encuentran también con él todos los demás objetos: por lo tanto, ellos también existirían sin que el otro los representara. La respuesta es: aquel otro cuyo objeto considero ahora que es mi persona, no es en verdad el sujeto sino, ante todo, un individuo cognoscente. Por eso, aunque él no existiera, incluso aunque no hubiera ningún otro ser cognoscente más que yo mismo, no por eso quedaría suprimido el sujeto en cuya representación exclusivamente existen todos los objetos. Pues ese sujeto soy también yo mismo, al igual que cualquier cognoscente. Por consiguiente, en ese supuesto caso mi persona seguiría existiendo, pero de nuevo como representación, a saber: en mi propio conocimiento. Pues mi persona es conocida, también por mí mismo, siempre de forma meramente mediata y nunca inmediatamente, ya que todo lo que existe como representación es mediato. En concreto, yo conozco mi cuerpo como objeto, esto es, como algo extenso, que ocupa un espacio y que actúa, únicamente en la intuición de mi cerebro: esta se encuentra mediada por los sentidos, sobre cuyos datos el entendimiento intuitivo realiza su función (el pasar del efecto a la causa): y así, cuando el ojo ve el cuerpo o las manos lo palpan, construye la figura que se presenta en el espacio como mi cuerpo. Pero en modo alguno me son dadas inmediatamente, ni en el sentimiento general del cuerpo ni en la autoconciencia interna, una extensión, forma y actividad coincidentes con mi propio ser, que no precisaría así para existir ningún otro en cuyo conocimiento se representara. Antes bien, aquel sentimiento general, al igual que la autoconciencia, existe inmediatamente sólo en relación con la voluntad, en la forma de agrado y desagrado, y como actividad en los actos de voluntad que se presentan a la intuición externa en la forma de movimientos del cuerpo. De aquí se sigue que la existencia de mi persona o mi cuerpo en cuanto ser extenso y activo supone siempre un cognoscente distinto de él: porque es esencialmente una existencia en la aprehensión, en la representación, en suma, una existencia para otro. De | hecho, es un fenómeno cerebral, tanto si el cerebro en el que se presenta pertenece a la propia persona como a otra. En el primer caso la persona se escinde en cognoscente y conocido, en objeto y sujeto, que en este, como en todo caso, se enfrentan de forma inseparable e incompatible. Pero si mi propia persona para existir como tal necesita siempre un cognoscente, lo mismo, por lo menos, ocurrirá con los restantes objetos para los que la objeción anterior se proponía reivindicar una existencia independiente del conocimiento y su sujeto.

Pero va de suyo que la existencia condicionada por un cognoscente es única y exclusivamente la existencia en el espacio, por tan-to, la de un ser extenso y activo: solo esta es siempre una existencia conocida y, por consiguiente, para otro. Sin embargo, todo lo que existe de ese modo puede muy bien tener, además, una existencia para sí mismo, para la que no se requiere ningún sujeto. Pero esa existencia para sí mismo no puede ser la de la extensión y la actividad (que juntas constituyen la espacialidad), sino que se trata necesariamente de un ser de otro tipo, el de una cosa en sí misma, que, en cuanto tal, nunca puede ser objeto. Esta sería, pues la respuesta a la objeción antes planteada que, según ello, no invalida la verdad fundamental de que el mundo objetivamente presente solo puede existir en la representación, o sea, solo para un sujeto.

Obsérvese además que tampoco Kant, al menos mientras fue consecuente, pudo pensar con su cosa en sí objeto alguno. Ello se desprende ya del hecho de haber demostrado que el espacio, igual que el tiempo, son una mera forma de nuestra intuición y, por lo tanto, no pertenecen a las cosas en sí. Lo que no está en el espacio ni en el tiempo no puede tampoco ser objeto: así que el ser de las cosas en sí no puede ser objetivo sino de un tipo totalmente distinto, un ser metafísico. En consecuencia, en aquella proposición kantiana se encuentra también esta: que el mundo objetivo existe solo como representación.

Por mucho que se aduzca en contra, nada resulta tan constante y reiteradamente malentendido como el idealismo, en tanto es interpretado como negación de la | realidad empírica del mundo. De aquí parte la continua recurrencia de la apelación al sano entendimiento, que aparece en versiones y disfraces de todo tipo, por ejemplo, como «convicción fundamental» en la escuela escocesa, o como fe en la realidad del mundo externo en Jacobi. El mundo externo no se nos da en modo alguno a crédito, como Jacobi expone, ni nosotros lo asumimos a base de confianza y fe: se da como lo que es y da inmediatamente lo que promete. Hay que recordar que Jacobi, que presentó semejante sistema de crédito del mundo y embaucó con él felizmente a algunos profesores de filosofía que durante treinta años han seguido filosofando a sus anchas y ampliamente sobre él, fue el mismo que una vez denunció a Lessing como spinoziano y después como ateo a Schelling, del que recibió el conocido y bien merecido castigo. De acuerdo con su empeño, al haber reducido el mundo externo a un asunto de fe, pretendió abrir solo una portezuela a la fe y preparar el crédito para aquello que posteriormente el hombre habría de adquirir realmente a crédito: igual que si para emitir papel moneda se insistiera en que el valor del dinero contante y sonante se basa únicamente en el sello que el Estado imprime en él. Con sus filosofemas sobre la realidad del mundo externo aceptada por fe, Jacobi se asemeja exactamente al «realista transcendental que juega a idealista empírico», censurado por Kant. (Crítica de la razón pura, primera edición, p. 369.)

El verdadero idealismo no es, por el contrario, el empírico, sino el transcendental. Este deja intacta la realidad empírica del mundo, pero mantiene que todo objeto, o sea, lo empíricamente real en general, está doblemente condicionado por el sujeto: primero, materialmente o como objeto en general, ya que una existencia objetiva solo es pensable frente a un sujeto y como representación suya; en segundo lugar, formalmente, ya que el modo y manera de la existencia del objeto, es decir, del ser representado (espacio, tiempo, causalidad), parte del sujeto y está predeterminado en él. Así que al idealismo simple o de Berkeley, referido al objeto en general, se une inmediatamente el kantiano, que | afecta al modo y manera específicamente dados de la existencia objetiva. Este demuestra que el mundo material en su conjunto, con sus cuerpos extensos en el espacio y relacionados causalmente unos con otros a través del tiempo, así como todo lo que de él depende, no constituye un ser independiente de nuestra cabeza, sino que tiene sus supuestos fundamentales dentro de nuestras funciones cerebrales, solo por y en las cuales es posible un orden objetivo de las cosas tal; porque espacio, tiempo y causalidad, en los que se basan todos aquellos procesos reales y objetivos, no son en sí mismos nada más que funciones del cerebro; así que aquel inalterable orden de las cosas que suministra el criterio y la guía de su realidad empírica, surge únicamente del cerebro y está avalado solo por él: Kant