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Stefan Zweig fue testigo privilegiado del esplendor y la tragedia de la Europa de entreguerras. Desde la seguridad y el refinamiento de la Viena imperial hasta la desolación del exilio en Brasil, su vida recorrió un continente que se desmoronaba bajo el peso del nacionalismo y la guerra. El mundo de ayer es su testamento literario, un relato vibrante y melancólico sobre una civilización que se creía inquebrantable y que, sin embargo, desapareció con el auge del totalitarismo. Con su estilo inconfundible, Zweig nos sumerge en la intimidad de un tiempo donde la cultura, el humanismo y la libertad parecían conquistar el futuro, hasta que la barbarie impuso su ley. La presente traducción, a cargo del germanista José Rafael Hernández Arias, capta como ninguna otra la apasionada fluidez de la prosa de Zweig, refinada y emotiva al mismo tiempo. Asimismo, esta edición incluye un posfacio del escritor y periodista Jordi Amat, donde analiza la obra y establece un revelador paralelismo entre el mundo perdido del autor austríaco y los peligros que acechan nuestro tiempo.
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Seitenzahl: 750
Veröffentlichungsjahr: 2025
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EL MUNDO DE AYER
Stefan Zweig
Memorias de un europeo
Traducción y edición deJosé Rafael Hernández Arias
Posfacio de Jordi Amat
Título original: Die Welt von Gestern.
Erinnerungen eines Europäers
© de la traducción y prólogo: José Rafael Hernández Arias, 2025
© del posfacio: Jordi Amat, 2025
© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.
Primera edición: mayo de 2025
ISBN: 978-84-10313-89-7
Diseño de colección: Anna Juvé
Imagen de cubierta: Stefan Zweig en un autobús en Nueva York (1941). Kurt Severin
Maquetación: Àngel Daniel
Producción del ePub: booqlab
Arpa
Manila, 65
08034 Barcelona
arpaeditores.com
Reservados todos los derechos.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.
Cubierta
Título
Créditos
Índice
PRÓLOGO DE JOSÉ RAFAEL HERNÁNDEZ ARIAS
PREFACIO
1. El mundo de la seguridad
2. La escuela en el siglo anterior
3.
Eros matutinus
4.
Universitas vitae
5. París, la ciudad de la eterna juventud
6. Rodeos en el camino hacia mí mismo
7. Más allá de Europa
8. Esplendor y sombra sobre Europa
9. Las primeras horas de la guerra de 1914
10. La lucha por la hermandad intelectual
11. En el corazón de Europa
12. Regreso a Austria
13. De nuevo en el mundo
14. Ocaso
15.
Incipit
Hitler
16. La agonía de la paz
POSFACIO DE JORDI AMAT
Cover
Título
Start
«Encontremos al tiempo tal como él nos busca».SHAKESPEARE, Cimbelino
No es difícil complacerse en el pasado, sobre todo cuando se ha sido joven y se han poseído energías para afrontar malos tragos, para arrostrar grandes esfuerzos y penalidades, pues el que recuerda siempre es un sobreviviente y puede recurrir, incluso, a la imaginación para dar un sesgo diferente a lo recordado y, por decirlo en términos nietzscheanos, hacerlo útil para la vida. A fin de cuentas, uno de los dichos cuyo origen se hunde en la noche de los tiempos se refiere a esta capacidad de revestir al pasado de un aura positiva, tal y como expresó Jorge Manrique en una de sus coplas: cómo a nuestro parecer cualquier tiempo pasado fue mejor.
Stefan Zweig, cosmopolita vienés de origen judío y testigo privilegiado de una época convulsa, nos legó en su obra El mundo de ayer un conmovedor, melancólico y estremecedor retrato de un mundo perdido para siempre, en el que, pese a todos sus defectos, pudo llevar una vida de gran libertad, cumplir grandes sueños y alcanzar una fama inusitada para aquellos tiempos. Nacido en el seno de una burguesía judía y educado en la Viena de principios de siglo, Zweig respiró desde niño el aire de la creación y del debate intelectual. La ciudad, crisol de culturas y epicentro de la vida artística, influyó profundamente en su formación, impregnando su obra de un profundo sentido de la belleza y de la complejidad de la condición humana. Zweig fue un escritor prolífico, agraciado desde muy joven por el éxito, y que se benefició de una generación anterior a la suya, la de sus padres, que, gracias a la emancipación judía, pudo prosperar, ocupar puestos de importancia en la sociedad.
A diferencia, sin embargo, de la generación anterior, curtida en el trabajo y el esfuerzo, ávida por abandonar la pobreza, la necesidad y la discriminación, los hijos tuvieron la oportunidad de estudiar y, en numerosos casos, prefirieron una vida intelectual que ofrecía menos seguridades a continuar la actividad paterna. Algunos, como Walter Benjamin, dependerían toda su vida de la ayuda familiar; otros, como Kafka, llevarían una vida escindida y acerba entre la profesión y la vocación; otros, como Horckheimer o Adorno, contrarrestaron la influencia familiar y lograron asentarse en el mundo académico. Zweig fue de los más afortunados. Desde niño un lector voraz y un admirador de los grandes novelistas del siglo XIX, como Balzac, Dickens, Dostoyevski y Tolstói, gran apasionado de la música y del teatro, aprovechó las oportunidades que le brindaba el mundo cultural de la monarquía austrohúngara para obtener un éxito considerable a una temprana edad, lo que le permitió viajar por todo el mundo y emular una vida bohemia durante muchos años. En ese periodo, entabló relaciones con los grandes intelectuales y artistas de su tiempo, desarrolló una sensibilidad sutil y decidió explorar los abismos del alma humana, así como reflexionar sobre los grandes temas de la existencia.
A lo mencionado se sumó el psicoanálisis de Freud, de quien fue amigo, que estaba revolucionando el mundo intelectual de la época, y que ejerció una gran influencia en su obra, llevándolo a profundizar en la psicología de los personajes y en los mecanismos inconscientes que rigen nuestra conducta. En una carta a Freud de 8 de septiembre de 1926 expresaba: «Hoy, para mí, la psicología (y usted entenderá esto mejor que nadie), es, en realidad, la pasión de mi vida. Y una vez que haya avanzado lo suficiente, me gustaría practicarla con el objeto más difícil, conmigo mismo».
El mundo de ayer posee, naturalmente, un fuerte componente autobiográfico, pero es mucho más que una simple autobiografía. De hecho, prescinde en gran medida de su entorno íntimo, apenas conocemos algo de su vida familiar y resulta muy selectivo a la hora de escoger los acontecimientos que quiere narrar. Da prioridad a un análisis cultural del impacto que tuvieron los grandes sucesos que le tocó vivir en la sociedad y, en concreto, en su existencia privada y pública. No es que entone un canto a la memoria, sino que, a través de su mirada, entre nostálgica y crítica, asistimos al desmoronamiento de un mundo, el europeo, que parecía encaminarse hacia el progreso y la fraternidad universal, y que acabó desgarrándose en dos cruentos conflictos. Por añadidura, lanzó una persecución despiadada y atroz contra una minoría, a la que el autor pertenecía, y que buscaba privarla de cualquier derecho a la existencia.
Zweig nos sumerge en un periodo crucial de la historia europea, desde finales del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial. Describe la Viena cosmopolita y multicultural, la Belle Époque y el ascenso de los totalitarismos. La historia, en este caso, no se reduce a un marco cronológico, sino que se eleva a protagonista activo que moldea las experiencias y percepciones del autor. Zweig emplea la memoria como herramienta narrativa, con su ayuda reconstruye un mundo en disolución y, al mismo tiempo, describe una crisis de la civilización occidental, no en vano consideró la obra de Oswald Spengler La decadencia de Occidente «un libro asombroso, que sobrevivirá». Pero la memoria es subjetiva: Zweig no nos ofrece, ni lo pretende, una historia objetiva y lineal de los hechos, sino una reconstrucción subjetiva de su pasado. La memoria es selectiva, fragmentada y a menudo idealizada. El autor resalta aquellos momentos que considera más significativos y emocionales, creando una narrativa personal, pero no por ello menos universal. Zweig busca encontrar puntos de conexión entre su experiencia personal y los grandes acontecimientos históricos, otorgando así una dimensión universal a sus memorias.
La memoria se interpreta aquí también como resistencia. Al evocar el pasado, Zweig busca preservar un mundo que está desapareciendo o, al menos, algunos de sus valores. La escritura se convierte en una forma de resistencia ante el olvido y la barbarie. A través de sus recuerdos, el autor intenta mantener viva la cultura, los valores y las relaciones humanas que estaban siendo destruidos por la guerra, el antisemitismo y el totalitarismo. La memoria forma parte de la identidad tanto individual como colectiva. Zweig, al recordar su pasado e interpretarlo, reafirma su pertenencia a una comunidad y a una cultura que están siendo devastadas. De ahí que con el tiempo llegara a considerarse «el último europeo».
Su aspiración, aparte de dar testimonio de la crisis vivida, consiste, por lo tanto, en fomentar la reflexión sobre la identidad europea, que Zweig afirmaba como tal y en la que se reconocía. En la esfera vital europea, sin embargo, se acumulaban los síntomas de un profundo desgarro que afectaba a la médula de su sustancia cultural, social y política. En este sentido, El mundo de ayer muestra un parentesco claro con obras literarias contemporáneas como El hombre sin atributos de Robert Musil, o El lobo estepario de Hermann Hesse, en las cuales se analizan los fenómenos del aislamiento, la alienación, la crisis de identidad, la ruptura del hilo de la tradición. El propio Zweig trataría el mismo tema en un contexto más literario en su Libro de ajedrez.
De todos estos aspectos dan testimonio los títulos provisionales que pensó para su obra. Al principio se le ocurrió para la edición alemana «Drei Leben» (Tres vidas), o en inglés «My Three Lives». En alemán también barajó los títulos «Geprüfte Generation» (Una generación puesta a prueba), «Unsere Generation» (Nuestra generación), «Europa war mein Leben» (Europa era mi vida), «Ein Leben für Europa» (Una vida por Europa). Para una edición argentina pensó en «Vida de un europeo». Para una edición inglesa: «These days are gone». En alemán: «Die entschwundene Welt» (Un mundo desvanecido), cuando concluyó el manuscrito escribió en la portada: «Blick auf mein Leben» (Autobiography) (Mirada a mi vida).
Pese a su gran éxito, la obra de Zweig no ha estado exenta de críticas. Algunos han señalado que su visión del pasado es demasiado idealizada o que ofrece una versión muy egoísta de la circunstancia histórica. La libertad individual de la que gozó era, en realidad, el privilegio de una élite, y su epítome del mundo de ayer como «el mundo de la seguridad» también parece derivarse de su particular posición social, aunque adquiere sentido con el contraste de la persecución, la expatriación y la confiscación de que fue objeto en sus últimos años.
Hannah Arendt, filósofa judía que también vivió el exilio, reconoció la importancia de la obra de Zweig como testimonio de una época, pero también señaló ciertas limitaciones. Según Arendt, Zweig tendía a idealizar el pasado y a subestimar la capacidad de los seres humanos para cometer atrocidades. Hannah Arendt llegó a impugnar la obra de Zweig como un testimonio de cobardía intelectual por su distanciamiento de la política. Le atribuye desconexión de la realidad, aislamiento en un mundo intelectual despegado de las cuitas cotidianas, encerrado en una torre de marfil. Según Arendt, Zweig creyó ingenuamente en la posibilidad de asimilarse plenamente a una cultura ajena que solo conocía al judío como paria o como advenedizo. Para la autora de Eichmann en Jerusalén: «Naturalmente, el mundo que describe Zweig es todo menos el mundo de ayer; naturalmente, el autor de este libro no vivía realmente en el mundo, sino solo en sus márgenes».
En El mundo de ayer se perciben también algunos rasgos de la personalidad de Stefan Zweig, que era un hombre obsesionado con la amistad, pero al mismo tiempo muy reservado. Su obsesión por entablar amistad con aquellos intelectuales o artistas a los que admiraba revela cierta compulsión afectiva. Pero los aspectos obsesivos se mostraban, asimismo, en otros ámbitos, hasta rayar en la pedantería; por ejemplo, su colección de manuscritos y autógrafos, realmente única y que solo se logró gracias a una tenacidad proverbial. Podemos mencionar de igual modo el obsesivo tratamiento de los textos para sacar de ellos una quintaesencia, puliéndolos y limpiándolos de polvo y paja, tarea de la que gozaba especialmente. Llegó a propugnar la medida más que cuestionable (seamos generosos y tomémosla como una boutade) de purgar los clásicos de lo que consideraba superfluo. Su vida pareció caracterizarse por la alternancia entre fases de activismo, aunque solo en el terreno intelectual, con fases depresivas que se agudizaron con la edad, ya que, pese al enorme éxito de muchas de sus obras, siempre albergaba dudas acerca de su talento literario.
En su obra también se trasluce un sentido de la independencia y de la libertad individual que huía de compromisos políticos, trazando una línea divisoria estricta entre el mundo de la cultura y el de la política, o haciendo incursiones en esta última solo en el campo de las grandes abstracciones.
Zweig comenzó a concebir El mundo de ayer en 1939, después de abandonar definitivamente su país natal. Escribió en el exilio, entre Inglaterra y Estados Unidos, y concluyó el manuscrito en la localidad brasileña de Petrópolis, en noviembre de 1941, a la edad de sesenta años. Envió el texto a editoriales y traductores, a Nueva York, Estocolmo y Buenos Aires, también a un editor en Río de Janeiro, el libro tendría que salir al mismo tiempo en inglés, alemán, español y portugués. En cierto modo, se trata de su testamento, pues Zweig cometió suicidio, junto con su esposa, el 23 de febrero de 1942, estremecido en lo más hondo por lo que consideraba la destrucción de su patria intelectual: Europa.
JOSÉ RAFAEL HERNÁNDEZ ARIAS
Nunca me he dado tanta importancia como para sentirme tentado a contar a otros la historia de mi vida. Tuvieron que pasar muchas cosas, infinitamente más acontecimientos, catástrofes y pruebas de las que normalmente se atribuyen a una sola generación, antes de encontrar el valor para empezar un libro que me tuviera como protagonista o, mejor dicho, como centro de la atención. Nada más lejos de mi intención que ponerme a mí mismo en primer plano, a menos que sea en el espíritu de la persona que explica en una conferencia con diapositivas; el tiempo da las imágenes, yo solo añado las palabras, y en realidad no será tanto mi destino lo que cuente, sino el de toda una generación: nuestra irrepetible generación, que cargó con un destino como el de casi ninguna otra en el transcurso de la historia. Cada uno de nosotros, incluso el más pequeño y el menos importante, ha sido sacudido hasta la médula por los temblores volcánicos casi constantes de nuestra tierra europea; y entre las innumerables no sé atribuirme otra prioridad que, como austriaco, como judío, como escritor, como humanista y pacifista, haber estado precisamente allí donde estas sacudidas sísmicas tuvieron el efecto más violento. Trastornaron mi casa y mi existencia tres veces, me desprendieron de todo lo que una vez fue, de todo pasado, y me lanzaron con su dramática vehemencia al vacío, al ya conocido «no sé adónde ir». Pero no me quejo de ello; precisamente el apátrida se vuelve libre en un nuevo sentido, y solo el que ya no está vinculado a nada ya no necesita guardar consideración a nada. Así espero al menos poder cumplir una condición principal de toda representación del tiempo honesta: sinceridad y objetividad.
Pues, desprendido de todas las raíces e incluso de la tierra que nutría esas raíces, me encuentro verdaderamente como pocos en estos tiempos. Nací en 1881 en un imperio grande y poderoso, la monarquía de los Habsburgo, pero que nadie la busque en el mapa: ha desaparecido sin dejar rastro. Crecí en Viena, la metrópolis supranacional de dos mil años de antigüedad, y tuve que abandonarla como un criminal antes de que quedara degradada a una ciudad de provincias alemana. Mi obra literaria quedó reducida a cenizas en el idioma en que la escribí, en el mismo país donde mis libros se hicieron amigos de millones de lectores. Así que ya no pertenezco a ningún lugar, soy un extraño en todas partes y, en el mejor de los casos, un huésped; la verdadera patria que mi corazón había elegido, Europa, también la he perdido desde que ha sido destrozada de manera suicida por segunda vez en una guerra fratricida. He sido testigo contra mi voluntad de la más terrible derrota de la razón y del triunfo más salvaje de la brutalidad en la crónica de los tiempos. Nunca —lo digo no con orgullo, sino con vergüenza— una generación ha sufrido tal regresión moral desde una altura intelectual como la nuestra. En el pequeño intervalo desde que mi barba empezó a brotar y hasta que empezó a encanecer, en este medio siglo, se han producido transformaciones y cambios más radicales de lo habitual en diez generaciones humanas, y cada uno de nosotros siente: ¡casi demasiados! Tan diferente es mi hoy de cada uno de mis ayeres, mis ascensos y mis caídas, que a veces me parece que he vivido no una, sino varias existencias completamente diferentes. Pues a menudo me ocurre que cuando sin prestar atención menciono «mi vida» involuntariamente me pregunto: «¿Qué vida?». ¿La anterior a la Guerra Mundial, la anterior a la primera o a la segunda, o la vida de hoy? Y luego me encuentro diciendo «mi casa» y no sé inmediatamente a cuál de las anteriores me refiero, si a la de Bath o a la de Salzburgo o a la casa de mis padres en Viena. O que digo «con nosotros» y me sobresalto al recordar que para las personas de mi país de origen ya hace tiempo que no formo parte de ellas, tanto como para los ingleses o los americanos; que ya no estoy orgánicamente vinculado con lo de allí y lo de aquí, que nunca estaré plenamente integrado; el mundo en el que crecí y el de hoy y el que hay entre ambos son, cada vez más, mundos completamente distintos para mi mente. Cada vez que hablo con amigos más jóvenes sobre episodios de la época anterior a la primera guerra, me doy cuenta por sus asombradas preguntas de cuánto se ha convertido ya para ellos en histórico o inimaginable lo que para mí sigue siendo una realidad evidente. Y un secreto instinto en mi interior les da la razón: entre nuestro hoy, nuestro ayer y nuestro anteayer se han roto todos los puentes. Yo mismo no puedo evitar asombrarme sobre la plenitud, la variedad que hemos comprimido en el reducido espacio de una única existencia, aunque fuera sumamente incómoda y arriesgada, y más aún cuando la comparo con la forma de vida de mis antepasados. Mi padre, mi abuelo, ¿qué vieron ellos? Cada uno de ellos vivió su vida en monotonía. Una única vida desde el inicio hasta el final, sin ascensos, sin descalabros, sin estremecimientos ni peligro, una vida con pequeñas tensiones, con transiciones inadvertidas; con el mismo ritmo, cómodamente y en silencio, les llevaba la ola del tiempo desde la cuna hasta la sepultura. Vivieron en el mismo país, en la misma ciudad y casi siempre, incluso, en la misma casa; lo que ocurría fuera, en el mundo, en realidad solo acontecía en el periódico y no llamaba a la puerta de su habitación. En algún lugar se produjo una guerra en sus tiempos, pero solo una guerrita, comparada con las dimensiones de las actuales, y además se libraba muy lejos en la frontera, no se oían los cañones, y tras medio año se había apagado, olvidado, una seca página de la historia, y comenzaba de nuevo la vida anterior, la misma vida. Pero vivíamos todo sin que regresara, nada quedaba de lo anterior, nada volvía; se nos reservó participar al máximo, algo que la historia distribuye con moderación en un solo país y en un solo siglo. Una generación había experimentado a lo sumo una revolución, otra un golpe de Estado, la tercera una guerra, la cuarta una hambruna, la quinta una quiebra nacional, y algunos países afortunados, generaciones afortunadas, ni siquiera tuvieron nada de esto. Pero nosotros, que hoy cumplimos sesenta años y todavía tenemos un poco de tiempo por delante de jure, ¿qué no hemos visto, no sufrido, no experimentado? Nos hemos abierto camino a través del catálogo de todas las catástrofes imaginables de un extremo al otro (y todavía no hemos llegado a la última página). Yo mismo he sido contemporáneo de las dos guerras más grandes de la humanidad e incluso he vivido cada una en un frente diferente, una en el frente alemán, la otra en el frente antialemán. He conocido el nivel y la forma más altos de libertad individual en el periodo de preguerra y su nivel más bajo desde hacía cientos de años, he sido homenajeado y proscrito, libre y no libre, rico y pobre. Todos los pálidos caballos del apocalipsis han asaltado mi vida, revolución y hambruna, devaluación y terror, epidemias y emigración; he visto crecer y extenderse bajo mis ojos las grandes ideologías de masas, el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, esa plaga pestífera, el nacionalismo, que ha envenenado el florecimiento de nuestra cultura europea. Tuve que ser testigo indefenso e impotente de la más inimaginable recaída de la humanidad en una barbarie largamente olvidada, con su dogma consciente y programático de antihumanidad. Nos estaba reservado ver, una vez más, desde hacía siglos, guerras sin declaración de guerra, campos de concentración, torturas, saqueos masivos y bombardeos en ciudades indefensas, todo esto bestialidades que las últimas cincuenta generaciones no habían conocido y que ojalá no volvamos a soportar en el futuro. Pero, paradójicamente, al mismo tiempo que nuestro mundo moral retrocedía un milenio, vi a la misma humanidad elevarse en tecnología y en lo intelectual hasta hazañas inimaginables, superando todo lo que se había logrado en millones de años con una aletada: la conquista de los cielos por el avión, la transmisión de la palabra terrestre en el mismo segundo a todo el mundo, y con ella la derrota del espacio, la fisión del átomo, la derrota de las enfermedades más traicioneras, el logro casi diario de lo que ayer era imposible. Nunca hasta hoy la humanidad en su conjunto se había comportado de manera más diabólica y nunca había logrado algo tan divino.
Me parece un deber ser testigo de nuestras vidas tensas y dramáticamente ricas en sorpresas, porque —repito— todos fueron testigos de estas tremendas transformaciones, todos estaban obligados a ser testigos. Para nuestra generación no hubo escapatoria, ni pudo mantenerse al margen como las anteriores; gracias a nuestra nueva organización de la simultaneidad, estábamos constantemente involucrados en el tiempo. Cuando las bombas destrozaban casas en Shanghái, nosotros en Europa lo sabíamos en nuestras habitaciones antes de que sacaran a los heridos de sus casas. Lo que estaba sucediendo a miles de kilómetros al otro lado del mar nos saltaba a la vista en forma de imágenes. No había protección, no había seguridad contra la información y la implicación constantes. No había país al que escapar, ni silencio que comprar, siempre y en todas partes el destino nos agarraba de la mano y nos arrastraba de nuevo hacia su juego insaciable.
Había que someterse constantemente a las exigencias del Estado, caer preso de las políticas más estúpidas, adaptarse a cambios fantásticos, siempre estabas encadenado a lo común; por mucho que te defendieras, te arrastraba irresistiblemente. Quien pasó por esta época, o más bien fue perseguido y acosado (conocimos pocos respiros), experimentó más historia que cualquiera de sus antepasados. Hoy nos encontramos una vez más en un punto de inflexión, en una conclusión y un nuevo comienzo. Por lo tanto, no actúo inintencionadamente cuando finalizo por ahora esta revisión de mi vida en una fecha determinada. Porque ese día de septiembre de 1939 marca el definitivo final de lo que nos formó y educó a los sexagenarios. Pero si con nuestro testimonio transmitimos incluso un fragmento de verdad de su edificio en ruinas a la próxima generación, no habremos trabajado enteramente en vano.
Soy consciente de las circunstancias desfavorables, pero para nuestro tiempo muy características, en las que intento dar forma a estos recuerdos míos. Los escribo en plena guerra, los escribo en un país extranjero y sin la menor ayuda de la memoria. No tengo a mano, en mi habitación de hotel, ningún ejemplar de mis libros, ninguna nota, ninguna carta de amigos. No puedo obtener información de ninguna parte, porque en todo el mundo el correo se ha interrumpido de un país a otro o está bloqueado por la censura. Todos vivimos tan aislados como hace cientos de años, antes de que se inventaran los barcos de vapor, los trenes, los aviones y el correo. Así que, de todo mi pasado, no tengo conmigo más que lo que llevo detrás de la frente. Todo lo demás es inalcanzable o está perdido para mí en este momento. Pero nuestra generación ha aprendido a conciencia el buen arte de no lamentar lo que se ha perdido, y quizá la pérdida de documentación y detalles en este libro mío sea incluso una ganancia. Porque no considero nuestra memoria como un mero elemento que conserva una cosa por azar y pierde otra por casualidad, sino como un poder que organiza con conocimiento de causa y elimina sabiamente. Todo lo que uno olvida de su propia vida, en realidad, ya había sido condenado al olvido mucho antes por un instinto interior. Solo lo que quiere preservarse a sí mismo tiene derecho a ser preservado para los demás. ¡Así que hablad y elegid, vosotros, los recuerdos, en lugar de mí, y dad al menos un reflejo de mi vida antes de que se hunda en la oscuridad!
Cuaderno de Zweig utilizado entre 1914 y 1916.Literaturarchivs Salzburg
«Criados de manera silenciosa, cercana y tranquila, somos arrojados de repente al mundo; cien mil olas nos rodean, todo nos tienta, algunas cosas nos agradan, otras nos molestan y el sentimiento ligeramente inquieto fluctúa de hora en hora; sentimos, y lo que hemos sentido es arrastrado por el abigarrado mundo».
GOETHE
Cuando trato de encontrar una fórmula útil para el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial, en el que me crie, espero expresarlo de la manera más concisa al decir: fue la edad de oro de la seguridad. En nuestra monarquía austríaca de casi mil años de antigüedad, todo parecía basarse en la permanencia y el propio Estado era el garante último de esta estabilidad. Los derechos que concedía a sus ciudadanos eran confirmados por el Parlamento, el representante libremente elegido del pueblo, y cada deber estaba precisamente limitado. Nuestra moneda, la corona austríaca, circulaba en brillantes piezas de oro, lo que garantizaba su convertibilidad. Cada uno sabía cuánto poseía o cuánto se le debía, qué estaba permitido y qué estaba prohibido. Todo tenía su norma, su tamaño y peso específicos. Cualquiera que poseyera un patrimonio podía calcular exactamente cuánto interés ganaba cada año; el funcionario y el oficial, a su vez, podían encontrar en el calendario de forma fiable el año en que ascenderían y se jubilarían. Cada familia tenía su propio presupuesto, sabían cuánto tenían que gastar en vivienda y comida, en viajes de verano y representación, e inevitablemente se reservaba cuidadosamente una pequeña cantidad para imprevistos, enfermedades y atención médica. Quien poseía una casa la veía como un hogar seguro para sus hijos y nietos; la granja y el negocio se transmitían de generación en generación; mientras el bebé aún estaba en la cuna, en la alcancía o en la caja de ahorros se depositaba una primera donación para el camino de la vida, una pequeña «reserva» para el futuro. Todo en este vasto imperio se mantenía firme e inamovible en su lugar y en el más elevado estaba el anciano emperador; pero si este moría, sabían (o pensaban), vendría otro y nada cambiaría en el orden bien calculado. Nadie creía en guerras, revoluciones y convulsiones.
Cualquier radicalismo, cualquier acción violenta, parecía ya imposible en una época de la razón. Esta sensación de seguridad era la posesión más deseada por millones de personas, el ideal común de la vida. Solo con esta seguridad se consideraba que valía la pena vivir, y círculos cada vez más amplios codiciaban participar en este preciado bien. Al principio, solo los propietarios disfrutaban de estas ventajas, pero poco a poco las grandes masas empezaron aprovecharse; el siglo de la seguridad se convirtió en la edad de oro de los seguros. La gente aseguraba sus casas contra incendios y robos, sus campos contra el granizo y los daños meteorológicos, sus cuerpos contra accidentes y enfermedades; compraban rentas vitalicias para su vejez y ponían una póliza en la cuna de las niñas para su futura dote. Con el tiempo, incluso los trabajadores se organizaron, adquirieron salarios normalizados y seguros de enfermedad, los sirvientes ahorraron para el seguro de vejez y pagaron por adelantado al fondo de defunción para su propio funeral. Solo quienes podían mirar al futuro sin preocupaciones podían disfrutar del presente con buen ánimo.
A pesar de toda la solidez y modestia de la concepción de la vida, había un gran y peligroso orgullo en esta conmovedora confianza de que uno podía proteger su vida en la mayor medida posible contra cualquier intrusión del destino. El siglo XIX, en su idealismo liberal, creía honestamente que estaba en el camino recto e infalible hacia el «mejor de todos los mundos». Se miraba con desprecio las épocas anteriores, con sus guerras, hambrunas y revueltas, como una época en la que la humanidad aún era inmadura y no estaba lo suficientemente ilustrada. Pero ahora era solo cuestión de décadas antes de que se superaran definitivamente el mal y la violencia, y esta creencia en un «progreso» ininterrumpido e imparable realmente tenía el poder de una religión para esa época; se creía en este «progreso» más que en la Biblia, y su evangelio parecía quedar irrefutablemente demostrado por los nuevos milagros diarios de la ciencia y la técnica. De hecho, al final de este siglo pacífico, el ascenso general se hizo cada vez más visible, cada vez más rápido, cada vez más diverso. Por la noche, en lugar de luces tenues, en las calles brillaban lámparas eléctricas, las tiendas llevaban su nuevo y seductor esplendor desde las calles principales a los suburbios. Gracias al teléfono, las personas podían comunicarse desde la lejanía; ya podían volar hasta allí en carruajes sin caballos, a nuevas velocidades, ya se elevaban en el aire en el sueño de Ícaro cumplido. La comodidad se extendió desde las casas nobles a las de la clase media, ya no había que traer el agua de la fuente o del pasillo, ya no había que encender la lumbre con esfuerzo, la higiene se propagó, la suciedad desapareció. Las personas se volvieron más bellas, más fuertes, más sanas desde que el deporte robustecía sus cuerpos; se hizo cada vez menos común ver a personas lisiadas, con bocio y mutiladas en las calles, y todos estos milagros habían sido realizados por la ciencia, arcángel del progreso. Las cosas también progresaron socialmente; de año en año se concedieron al individuo nuevos derechos, la justicia se administró de manera más indulgente y humana, e incluso el problema de los problemas, la pobreza de las grandes masas, ya no parecía insuperable. Se concedió el derecho al voto a círculos cada vez más amplios y, con ello, la oportunidad de defender legalmente sus intereses; sociólogos y profesores compitieron para hacer que el nivel de vida del proletariado fuera más saludable y aún más feliz: ¿de qué maravillarse si este siglo se deleitaba en sus propios logros y terminaba cada década sintiendo que sería la precursora de una mejor? Se creía tan poco en recaídas bárbaras, como las guerras entre los pueblos de Europa, como en brujas y fantasmas; nuestros padres estaban constantemente imbuidos de confianza en la fuerza vinculante e infalible de la tolerancia y la conciliación. Creían honestamente que las fronteras y divergencias entre naciones y las confesiones se disolverían gradualmente en la humanidad común y, por lo tanto, la paz y la seguridad, estos bienes supremos, serían asignadas a toda la humanidad.
Es fácil hoy para nosotros, que hace tiempo que eliminamos la palabra «seguridad» como un fantasma de nuestro vocabulario, reírnos de la ilusión optimista de esa generación de un idealismo ciego, que creía que el progreso técnico de la humanidad ha de ir seguido incondicionalmente de una elevación moral igualmente rápida. Nosotros, que hemos aprendido en el nuevo siglo a no sorprendernos ante ningún estallido de bestialidad colectiva, nosotros que esperamos que cada día que viene sea aún más nefasto que el anterior, somos mucho más escépticos sobre la capacidad de las personas de recibir educación moral. Hemos de dar la razón a Freud cuando vio en nuestra cultura, en nuestra civilización, solo una delgada capa que podía ser perforada en cualquier momento por las fuerzas destructivas del inframundo; poco a poco hemos tenido que acostumbrarnos a vivir sin suelo bajo nuestros pies, sin derechos, sin libertad, sin seguridad. Hace mucho que hemos renunciado para nuestra propia existencia a la religión de nuestros padres, a su creencia en un rápido y duradero ascenso de la humanidad. A los que hemos aprendido con tanta crueldad nos parece banal aquel optimismo precipitado en vista de una catástrofe que, de un solo golpe, nos ha hecho retroceder mil años de esfuerzo humano. Pero, aunque solo fuera una ilusión, fue una ilusión maravillosa y noble aquella a la que sirvieron nuestros padres, más humana y fructífera que los eslóganes de hoy. Y misteriosamente, a pesar de todos mis conocimientos y mi decepción, algo en mí no puede desprenderse completamente de ella. Lo que una persona ha absorbido en su sangre, durante su infancia, del aire de los tiempos, permanece inextinguible. Y a pesar de todo lo que resuena con estruendo en mis oídos cada día, a pesar de la humillación y las pruebas que yo y muchos otros que comparten mi destino hemos experimentado, no puedo negar por completo la creencia de mi juventud de que las cosas mejorarán a pesar de todo. Incluso desde el abismo del horror en el que hoy andamos a tientas medio ciegos con el alma perturbada y rota, miro una y otra vez hacia aquellas viejas constelaciones que brillaban sobre mi infancia, y me consuelo con la confianza heredada de que esta recaída algún día solo aparecerá como un intervalo en el eterno ritmo del adelante y más adelante.
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Hoy, cuando la gran tormenta hace tiempo que lo destrozó, sabemos definitivamente que ese mundo de seguridad era un castillo de ensueño. Pero sí, mis padres vivieron allí como en una casa de piedra. Ni siquiera una sola vez irrumpió en su cálida y confortable existencia una tormenta o incluso una fuerte corriente de aire; por supuesto, aún poseían una protección especial contra el viento: eran personas acaudaladas que poco a poco se hicieron ricas e incluso muy ricas, y en aquellos tiempos esto acolchaba de forma fiable las ventanas y las paredes. Su forma de vida me parece tan típica de la llamada «buena burguesía judía», que dio a la cultura vienesa valores tan esenciales y fue completamente erradicada en agradecimiento por ello, que, al informar sobre su existencia tranquila y silenciosa, en realidad, estoy contando algo impersonal: al igual que mis padres, vivían en Viena diez o veinte mil familias en aquel siglo de valores seguros.
La familia de mi padre procedía de Moravia. En los pequeños pueblos rurales, las comunidades judías vivían en armonía con el campesinado y la pequeña burguesía; de modo que carecían por completo del abatimiento y, por otra parte, de la impulsiva impaciencia correosa de los judíos de la Galicia polaca y orientales. Fuertes y robustos por la vida en el campo, prosiguieron su camino con seguridad y tranquilidad, como los agricultores de su comarca por su terruño. Emancipados tempranamente de la religión ortodoxa, eran apasionados partidarios de la religión contemporánea del «progreso» y fueron los miembros del Parlamento más respetados en la era política del liberalismo. Cuando se trasladaban de su tierra natal a Viena, se adaptaban a la esfera cultural superior con una velocidad asombrosa y su progreso personal estuvo orgánicamente ligado al auge general de la época. Esta forma de transición también fue enteramente típica de mi familia. Mi abuelo paterno distribuía productos manufacturados. Luego, en la segunda mitad del siglo, comenzó el auge industrial en Austria. Los telares mecánicos y las máquinas de hilar importadas de Inglaterra provocaron una tremenda reducción de precio en comparación con la industria tradicional de tejido a mano debido al ahorro. Con sus dotes de observación comercial y su visión internacional, fueron los comerciantes judíos los primeros en Austria en reconocer la necesidad y los beneficios de un cambio en la producción industrial. Con poco capital, fundaron fábricas rápidamente improvisadas, inicialmente impulsadas únicamente por energía hidráulica, que gradualmente se expandieron hasta convertirse en la poderosa industria textil bohemia que dominaba toda Austria y los Balcanes. Así, mientras que mi abuelo, como típico representante de la época anterior, solo se dedicaba al comercio intermediario de productos acabados, mi padre avanzó con decisión hacia la nueva era, fundando a los treinta años una pequeña fábrica de tejidos en el norte de Bohemia, que, con el paso de los años, fue lenta y cuidadosamente expandiendo hasta convertirse en una empresa imponente.
Una expansión tan cautelosa, a pesar de una economía tentadoramente favorable, estaba muy en consonancia con los tiempos. Correspondía también especialmente al carácter reservado y nada codicioso de mi padre. Había absorbido el credo de su época: safety first. Para él era más importante poseer una empresa «sólida» —también una palabra favorita de la época— con su propio capital que expandirla a gran escala mediante préstamos bancarios o hipotecas. El hecho de que durante toda su vida nadie hubiera visto su nombre en un pagaré o en una letra de cambio y que siempre estuviera en el lado crediticio de su banco (por supuesto, el más sólido, el banco Rothschild, el Kreditanstalt) era su único orgullo en la vida. Detestaba cualquier ganancia con la más mínima sombra de riesgo, y a lo largo de sus años nunca participó en los negocios de nadie. Sin embargo, cuando poco a poco se fue haciendo más rico, no fue en absoluto debido a especulaciones audaces ni a operaciones particularmente previsoras, sino más bien a la adaptación al método general de aquella época prudente de gastar solo una modesta parte de los ingresos y, por tanto, sumar de año en año cantidades cada vez más considerables al capital. Como la mayoría de los de su generación, mi padre habría considerado un derrochador peligroso a alguien que se gastara tranquilamente la mitad de sus ingresos sin —otra frase constante de aquella época de seguridad— «pensar en el futuro». Gracias a esta continua reserva de beneficios, en aquella época de creciente prosperidad —en la que, además, el Estado no pensaba recaudar más que un porcentaje mínimo en impuestos, incluso de las rentas más pingües y, por otra parte, los activos estatales e industriales devengaban elevados tipos de interés—, hacerse cada vez más rico era, en realidad, solo un logro pasivo para las personas acaudaladas. Y valía la pena; al contrario que en los tiempos de la inflación, a los ahorradores aún no se les había robado, a los sólidos aún no se les había engañado, y eran precisamente los más pacientes, los no especuladores, los que obtenían mayores beneficios. Gracias a esta adaptación al sistema general de su época, a sus cincuenta años mi padre ya podía considerarse un hombre muy rico según los estándares internacionales. Pero el nivel de vida de nuestra familia solo siguió de manera muy vacilante el aumento cada vez más rápido de la riqueza. Poco a poco fuimos adquiriendo pequeñas comodidades, nos mudamos de un piso pequeño a otro más grande, alquilábamos un coche por las tardes en primavera, viajábamos en segunda clase en un coche cama, pero hasta la cincuentena mi padre no se permitió el lujo de viajar por primera vez a Niza con mi madre durante un mes en invierno. En general, la actitud básica de disfrutar de la riqueza teniéndola y no mostrándola permaneció completamente inalterada; incluso siendo millonario, mi padre nunca fumó ningún importado, sino —como el emperador Francisco José su Virginia barato— el sencillo Trabuco del erario, y cuando jugaba a las cartas, siempre lo hacía con apuestas pequeñas. Se mantuvo obstinadamente en su reserva y en su vida cómoda pero discreta. Aunque era mucho más presentable y educado que la mayoría de sus colegas (tocaba el piano de manera excelente, escribía bien y con claridad, hablaba francés e inglés), rechazó persistentemente todos los honores y puestos honoríficos, y durante toda su vida no aspiró a ningún título o dignidad ni los aceptó, como los que a menudo se le ofrecían en su posición de importante industrial. Nunca haber pedido nada a nadie, nunca haberse visto obligado a decir «por favor» o «gracias», este orgullo secreto significaba para él más que cualquier apariencia exterior.
Ahora llega inevitablemente en la vida de cada uno el momento en que se reencuentra con su propio padre en la imagen de su ser. Esa característica del modo de vida privado y anónimo comienza ahora a desarrollarse con más fuerza en mí de año en año, aunque, en realidad, contradiga mi trabajo, que, en cierto modo, hace público compulsivamente mi nombre y mi persona. Pero, por el mismo secreto orgullo, siempre he rechazado cualquier forma de honor externo, no acepté ninguna medalla, ningún título, ninguna presidencia de ningún club, nunca pertenecí a una academia, a una junta directiva o a un jurado; incluso sentarme a una mesa festiva es una tortura para mí, y la sola idea de dirigirme a alguien sobre algo, incluso si mi solicitud está dirigida a un tercero, me seca los labios antes de emitir la primera palabra. Sé lo anticuadas que están tales inhibiciones en un mundo donde uno puede permanecer libre solo mediante la astucia y la evasión, y donde, como sabiamente dijo el padre Goethe, «las medallas y los títulos mantienen a raya a muchos en la multitud». Pero es mi padre en mí y su orgullo secreto lo que me obliga a retroceder, y no debo resistirle; porque le agradezco lo que quizá siento que es mi única posesión segura: el sentimiento de libertad interior.
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Mi madre, cuyo apellido de soltera era Brettauer, tenía un origen diferente, más internacional. Había nacido en Ancona, en el sur de Italia, y su lengua materna era tanto el italiano como el alemán; siempre que quería hablar algo con mi abuela o con su hermana que no quería que entendieran los criados, cambiaba al italiano. Conocí desde muy joven el risotto y las alcachofas, que entonces todavía eran poco comunes, así como otras especialidades de la cocina meridional, y cada vez que iba a Italia desde el primer momento me sentía como en casa. Pero la familia de mi madre no era en modo alguno italiana, sino conscientemente internacional; los Brettauer, que originalmente eran propietarios de un negocio bancario, desde Hohenems, una pequeña ciudad en la frontera con Suiza, se extendieron muy pronto por todo el mundo, siguiendo el ejemplo de las grandes familias de banqueros judíos, pero, por supuesto, en una escala mucho menor. Algunos fueron a St. Gallen, otros a Viena y París, mi abuelo a Italia, un tío a Nueva York, y este contacto internacional les dio un mejor pulimento, una mayor perspectiva y un cierto orgullo familiar. En esta familia ya no había pequeños comerciantes ni intermediarios, solo banqueros, directores, catedráticos, abogados y médicos. Todos hablaban varios idiomas, y recuerdo con qué naturalidad se pasaba de uno a otro en la mesa de mi tía en París. Era una familia que esmeradamente «cuidaba de sí misma», y cuando una joven de los parientes más pobres estaba lista para casarse, toda la familia aportaba una fuerte dote solo para evitar que se casara «hacia abajo». Mi padre era respetado como un importante industrial, pero mi madre, aunque estaba en el matrimonio más feliz, nunca habría tolerado que sus parientes se alinearan con los de ella. Este orgullo de provenir de una «buena» familia era indestructible entre todos los Brettauer, y cuando uno de ellos quería mostrar su especial buena voluntad en los años posteriores, decía condescendientemente: «En realidad, eres un verdadero Brettauer», como si quisiera decir con reconocimiento: «Has caído del lado correcto».
Esta suerte de nobleza, que algunas familias judías adquirieron por su propio poder, a mí y a mi hermano, cuando éramos niños, a veces nos divertía y otras nos enojaba. Siempre nos decían que esa era gente «fina» y otra «no tan fina», se investigaba a cada amigo para ver si pertenecía a una «buena» familia y se comprobaba hasta el último detalle el origen tanto del parentesco como de la riqueza. Esta clasificación constante, que, en realidad, constituía el tema principal de todas las conversaciones familiares y sociales, nos pareció entonces extremadamente ridícula y esnob, porque a fin de cuentas en las familias judías todo gira en torno a una diferencia de cincuenta o cien años, puesto que más tarde o más temprano se acaba en el mismo gueto judío. Solo mucho después me di cuenta de que este concepto de «buena» familia que, a nosotros, los niños, nos parecía una farsa paródica de una pseudoaristocracia artificial expresaba una de las tendencias más íntimas y misteriosas del ser judío. Generalmente se supone que hacerse rico es el objetivo real y típico de la vida del judío. No hay nada más falso. Para él, hacerse rico es solo una etapa intermedia, un medio para alcanzar el verdadero fin y de ninguna manera el objetivo interior. La verdadera voluntad del judío, su ideal inmanente, es el ascenso a lo intelectual, a un nivel cultural superior. Ya en el judaísmo ortodoxo oriental, donde las debilidades y las ventajas de toda la raza se hacen más evidentes, esta supremacía de la voluntad intelectual sobre lo meramente material encuentra una viva expresión: el piadoso, el estudioso de la Biblia, es valorado mil veces más dentro de la comunidad que los ricos; incluso la persona más rica preferiría dar a su hija por esposa a una persona intelectual pobre de pedir que a un comerciante. Esta prioridad de lo intelectual permea uniformemente a todas las clases entre los judíos; incluso el vendedor ambulante más pobre, arrastrando sus bultos contra viento y marea, intentará con el mayor sacrificio que al menos un hijo estudie, y se considera un título de honor para toda la familia tener en su seno a alguien que valga visiblemente en el terreno intelectual: a un catedrático, un erudito, un músico, como si los ennobleciera a todos con sus logros. Inconscientemente, algo en la persona judía busca escapar de lo moralmente dudoso, desagradable, mezquino y poco intelectual que es inherente a todo comercio, a todas las cosas puramente económicas, y elevarse a la esfera más pura, ajena al dinero, de lo intelectual, como si quisiera —en términos wagnerianos— redimirse a sí mismo y a toda su raza de la maldición del dinero. Por eso en el judaísmo el deseo de riqueza casi siempre se agota en dos o a lo sumo tres generaciones dentro de una familia, y especialmente las dinastías más poderosas encuentran a sus hijos poco dispuestos a hacerse cargo de los bancos, las fábricas, los negocios bien desarrollados y cálidos de sus padres. No es coincidencia que un lord Rothschild se convirtiera en ornitólogo, un Warburg en historiador del arte, un Cassirer en filósofo, un Sasson en poeta; todos ellos obedecieron el mismo impulso inconsciente de liberarse de lo que había limitado el judaísmo, de la mera ganancia fría de dinero, y tal vez esto incluso expresaba el anhelo secreto de, al huir hacia lo intelectual, disolver lo meramente judío en lo humano general. Una «buena» familia significa, por tanto, algo más que el aspecto social que reconoce con esta designación; significa un judaísmo que se ha liberado o está comenzando a liberarse de todos los defectos, estrecheces y mezquindades que el gueto le impuso al adaptarse a otra cultura y posiblemente a una cultura universal. El hecho de que esta huida hacia lo intelectual mediante una saturación desproporcionada de profesiones intelectuales se convirtiera en tan desastrosa para el judaísmo como su restricción al mundo material ha sido, por supuesto, una de las eternas paradojas del destino judío.
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En casi ninguna otra ciudad de Europa era el deseo de cultura tan apasionado como en Viena. Precisamente por la monarquía, porque Austria no había sido políticamente ambiciosa ni particularmente exitosa en sus acciones militares durante siglos, el orgullo interno se había dedicado con mayor fuerza al deseo de alcanzar la supremacía artística. Del antiguo imperio de los Habsburgo que una vez dominó Europa hacía ya tiempo que se habían desprendido las provincias más importantes y valiosas, alemanas e italianas, flamencas y valonas; la capital permaneció intacta en su antiguo esplendor, bastión de la corte, guardiana de una tradición milenaria. Los romanos habían erigido las primeras piedras de esta ciudad como castrum, un puesto avanzado para proteger la civilización latina contra los bárbaros, y más de mil años después el ataque de los otomanos contra Occidente se estrelló contra estos muros. Aquí habían navegado los Nibelungos, aquí habían brillado sobre el mundo las inmortales siete estrellas de la música: Gluck, Haydn y Mozart, Beethoven, Schubert, Brahms y Johann Strauss, aquí habían confluido todas las corrientes de la cultura europea; en la corte, entre la nobleza, entre el pueblo, lo alemán había quedado ligado por sangre a lo eslavo, húngaro, español, italiano, francés y flamenco, y el verdadero genio de esta ciudad de la música consistió en disolver armoniosamente todos estos contrastes en algo nuevo y peculiar: en lo austriaco, lo vienés. Acogedora y dotada de un especial sentido de la receptividad, esta ciudad atraía hacia sí las fuerzas más dispares, las relajaba, las distendía y las calmaba; era fácil vivir aquí, en esta atmósfera de conciliación intelectual, e inconscientemente cada ciudadano de esta ciudad fue criado para ser supranacional, cosmopolita y ciudadano del mundo.
Este arte de la asimilación, de transiciones delicadas y musicales, ya era evidente en la imagen exterior de la ciudad. Creciendo lentamente a lo largo de siglos, desarrollada orgánicamente desde dentro, era lo suficientemente poblada con sus dos millones de habitantes como para ofrecer todo el lujo y la diversidad de una gran ciudad, pero no tan grande como para estar separada de la naturaleza como Londres o Nueva York. Las últimas casas de la ciudad se reflejaban en el caudaloso Danubio o contemplaban la amplia llanura o se disolvían en jardines y campos o trepaban en suaves colinas hasta las últimas estribaciones verdes y boscosas de los Alpes; apenas se podía sentir dónde comenzaba la naturaleza, dónde comenzaba la ciudad, una cosa se disolvía en la otra sin resistencia ni contradicción. En su interior se podía sentir que la ciudad había crecido como un árbol que crece anillo a anillo; y en lugar de las antiguas murallas de la fortaleza, el núcleo más interior y precioso estaba rodeado por la Ringstrasse con sus casas fastuosas. En su interior, los antiguos palacios de la corte y de la nobleza hablaban de una historia petrificada; Beethoven había tocado aquí en casa de los Lichnowsky, Haydn había sido invitado aquí en la casa de los Esterhazy, la «Creación» de Haydn se había escuchado por primera vez en la antigua universidad, el Hofburg había visto a generaciones de emperadores, Schönbrunn había visto a Napoleón. En la catedral de San Esteban, los príncipes unidos del cristianismo se habían arrodillado en oración de acción de gracias por la salvación de Europa de los turcos; la universidad había visto innumerables luminarias de la ciencia entre sus muros. Entretanto, la nueva arquitectura se alzó orgullosa y magnífica con avenidas resplandecientes y tiendas relucientes. Pero aquí lo viejo estaba tan poco reñido con lo nuevo como la piedra martillada con la naturaleza intacta. Era maravilloso vivir aquí, en esta ciudad que acogía hospitalariamente todo lo extranjero y estaba feliz de entregarse; era más natural disfrutar de la vida en su aire ligero, lleno de alegría como en París.
Transeúntes en la ciudad de Viena (1911). Wien Museum
Viena era, como sabemos, una ciudad de sibaritas, pero ¿qué significa cultura sino extraer a la materia tosca de la vida su parte más fina, delicada y sutil, a través del arte y el amor? Gourmet en el sentido culinario, muy preocupados por un buen vino, una cerveza fresca y amarga, suntuosos pasteles y tartas, en esta ciudad se era exigente incluso en los placeres más sutiles. Aquí se cultivaba como un arte especial tocar música, bailar, actuar, conversar, comportarse con buen gusto y agrado. Ni lo militar, ni lo político, ni lo comercial tenían predominio en la vida del individuo ni en la vida del conjunto; lo primero que un vienés medio veía cada mañana en el periódico no eran los debates en el Parlamento ni los acontecimientos mundiales, sino el repertorio teatral, que en la vida pública adquirió una importancia difícilmente comprensible en otras ciudades. Para los vieneses y austriacos, el teatro imperial, el Burgtheater, era más que un simple escenario en el que los actores representaban obras; era el microcosmos que reflejaba el macrocosmos, el colorido reflejo en el que la sociedad se veía a sí misma, el único cortigiano correcto del buen gusto. El actor de la corte daba al espectador un ejemplo de cómo vestirse, cómo entrar en una habitación, cómo conversar, qué palabras utilizar como hombre de buen gusto y cuáles evitar; en lugar de ser simplemente un lugar de entretenimiento, el escenario era una guía hablada y vívida sobre el buen comportamiento y la correcta pronunciación, y un nimbo de respeto cubría como un todo lo que tuviera la más remota conexión con el teatro de la corte. El primer ministro, el magnate más rico, podía pasear por las calles de Viena sin que nadie se volviera; pero cada vendedora y cada cochero reconocían a un actor de la corte y a un cantante de ópera; los chicos nos contábamos con orgullo cuando habíamos visto pasar a uno de ellos (cuyas fotos y autógrafos cada uno coleccionaba), y este culto casi religioso a la personalidad llegó tan lejos que se extendió incluso a su entorno; el peluquero de Sonnenthal y el cochero de Joseph Kainz eran personas respetadas y secretamente envidiadas; los jóvenes elegantes estaban orgullosos de ser vestidos por el mismo sastre. Cada aniversario, cada funeral de un gran actor, se convertía en un evento que eclipsaba todos los acontecimientos políticos. Ser representado en el Burgtheater era el máximo sueño de todo escritor vienés, porque significaba una especie de perpetuo ennoblecimiento e incluía una serie de honores como entradas gratuitas de por vida e invitaciones a todos los eventos oficiales; acababa de ser uno huésped de una casa imperial y todavía recuerdo la manera solemne en que se me integró. Por la mañana, el director del Burgtheater me pidió que fuera a su despacho para informarme —después de la previa felicitación— de que mi drama había sido aceptado en el Burgtheater; cuando llegué a casa esa noche, encontré su tarjeta de visita en mi apartamento. Me había devuelto oficialmente la visita a mí, a un joven de veintiséis años, ya que, como autor de la escena imperial, me había convertido en un gentleman por el simple hecho de aceptarme, pues un director del instituto imperial tenía que tratar au pair. Y lo que pasaba en el teatro afectaba indirectamente a todos, incluso a aquellos que no tenían relación directa con él. Recuerdo, por ejemplo, que en mi tierna juventud nuestra cocinera entró un día en la habitación con lágrimas en los ojos: acababa de enterarse de que Charlotte Wolter, la actriz más famosa del Burgtheater, había muerto. Lo grotesco de esta tristeza salvaje era, por supuesto, que esta vieja cocinera medio analfabeta nunca había estado en el elegante Burgtheater y nunca había visto a Wolter en el escenario ni en su vida; pero una gran actriz nacional en Viena formaba parte hasta tal punto de la propiedad colectiva de toda la ciudad que incluso aquellos que no estaban involucrados vieron su muerte como una catástrofe. Cada pérdida, cada partida de un cantante o artista popular, se convertía inexorablemente en duelo nacional. Cuando fue demolido el «viejo» Burgtheater, en el que se escuchó por primera vez Las bodas de Fígaro de Mozart, toda la sociedad vienesa, solemne y conmovida, se reunió en las salas como si se tratase de un entierro; tan pronto como cayó el telón, todo el mundo se apresuró a subir al escenario para llevarse a casa como reliquia al menos una astilla de las tablas en las que trabajaban sus queridos artistas, y en decenas de casas de la ciudad todavía se podían ver, tras décadas, estas inaparentes astillas de madera conservadas en valiosos cofres, como ocurría con las astillas de la Santa Cruz en las iglesias. Nosotros mismos tampoco actuamos con mucha más sensatez cuando se derribó la llamada Bösendorfer Saal. Esta pequeña sala de conciertos, reservada exclusivamente a la música de cámara, era en sí misma un edificio absolutamente insignificante y nada artístico, la anterior escuela de equitación del príncipe de Liechtenstein, y solo se adaptó a fines musicales de forma totalmente sencilla mediante un revestimiento de madera. Pero tenía la resonancia de un viejo violín, era un lugar sagrado para los amantes de la música porque allí dieron conciertos Chopin y Brahms, Liszt y Rubinstein, y muchos de los famosos cuartetos se escucharon allí por primera vez. Y ahora iba a dar paso a un nuevo edificio funcional; era algo inconcebible para nosotros, que vivimos allí horas inolvidables. Cuando se apagaron los últimos compases de Beethoven, interpretados más bellamente que nunca por el Roséquartett, nadie se levantó de su asiento. Hicimos ruido y aplaudimos, algunas mujeres sollozaban de emoción, nadie quería admitir que era una despedida. Las luces del pasillo se apagaron para ahuyentarnos. Ninguno de los cuatrocientos o quinientos fanáticos se movió de su sitio. Nos quedamos media hora, una hora, como si pudiéramos obligar con nuestra presencia a que el viejo espacio sagrado se salvara. ¡Y cómo nosotros, cuando éramos estudiantes, luchamos con peticiones, con manifestaciones, con artículos para garantizar que la casa en que había fallecido Beethoven no fuera demolida! Cada una de estas casas históricas de Viena era como un pedazo de nuestra alma arrancado de nuestras vidas.
Este fanatismo por el arte y especialmente por el arte teatral impregnó todas las clases sociales en Viena. Debido a su tradición centenaria, Viena era, en realidad, una ciudad claramente estratificada y, al mismo tiempo —como escribí una vez—, estaba maravillosamente orquestada. El púlpito todavía pertenecía a la familia imperial. El palacio imperial era el centro de la supranacionalidad de la monarquía no solo en el sentido espacial, sino también en el cultural. Alrededor de este palacio, los palacios de la alta nobleza austríaca, polaca, checa y húngara formaban, por así decirlo, una segunda muralla. Luego venía la «buena sociedad», formada por la baja nobleza, los funcionarios superiores, la industria y las «viejas familias», por debajo estaban la pequeña burguesía y el proletariado. Cada una de estas clases vivía en su propio círculo e incluso en sus propios distritos: la alta nobleza, en sus palacios en el centro de la ciudad; la diplomacia, en el tercer distrito; la industria y los comerciantes, cerca de la Ringstrasse; la pequeña burguesía, en los distritos interiores, del segundo al noveno, y el proletariado, en el círculo exterior; pero todas se comunicaban en el teatro y en las grandes fiestas, como el desfile floral en el Prater, donde trescientas mil personas aclamaban con entusiasmo a los «diez mil superiores» en sus carrozas maravillosamente decoradas. En Viena, todo lo que ponía de manifiesto el color o la música se convertía en una ocasión festiva, las procesiones religiosas como la fiesta del Corpus Christi, los desfiles militares, la «música palaciega»; incluso a los funerales se asistía con entusiasmo, y todo vienés genuino ambicionaba tener un «bello entierro» con un espléndido traje y muchos asistentes; un verdadero vienés incluso convertía su muerte en una muestra de alegría para los demás. Toda la ciudad estaba unida en esta atracción por todo lo colorido, melodioso y festivo, en este deleite por lo teatral como forma de juego y reflejo de la vida, ya fuera en el escenario o en el espacio real.
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