El nacimiento de la tragedia - Friedrich Nietzsche - E-Book

El nacimiento de la tragedia E-Book

Friedrich Nietzsche

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Beschreibung

LA EDICIÓN MÁS COMPLETA DEL TEXTO MÁS APASIONADO DE NIETZSCHE.  «¿Qué significado posee, justo en la mejor época, la más poderosa y más valiente de los griegos, el mito trágico? ¿Y el fenómeno monstruoso de lo dionisiaco?».  La primera gran obra de Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, empezó siendo la provocación de un filólogo haciendo equilibrios entre ciencia y arte en la cuerda floja del malestar de la cultura, pero hoy ya conforma nuestra sensibilidad contemporánea. Por un lado, a partir de aquí se comprenden las rebeliones contraculturales, la desmitificación del principio de realidad burgués, la rebelión dionisiaca de la vida... Pero el viaje retrospectivo de Nietzsche también implica acceder de algún modo a un observatorio médico en el que la cultura burguesa asiste inerme y autocomplaciente al proceso suicida de la estetización de la política.  En cualquier caso, la batalla más importante que se libra en este libro primigenio no es la del bárbaro Dioniso contra el prudente racionalista Sócrates, sino la del Apolo mediador cultural contra el Dioniso desenfrenado (Thanatos), un voraz agujero negro que se aprovecha del agotamiento de nuestra realidad disciplinada.  Un ensayo sobre cómo la tragedia griega alcanzó la máxima perfección artística, a través de la oposición entre la terrible verdad y la resplandeciente belleza. 

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Seitenzahl: 371

Veröffentlichungsjahr: 2024

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FRIEDRICH NIETZSCHE

EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA

[Helenismo y pesimismo]

introducción, traducción y notas de germán cano

Título original alemán: Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste der Musik.

© de la introducción, la traducción y las notas: Germán Cano Cuenca.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

rbalibros.com

Primera edición: septiembre de 2024.

ref: gebo698

isbn: 978-84-2499-783-0

aura digit • composición digital

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

CONTENIDO

Nota del responsable de la edición

Siglas y ediciones

Introducción

EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA

Ensayo de autocrítica

El nacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música

Notas

Bibliografía seleccionada

Navegación estructural

Cubierta

Portada

Créditos

Índice

Comenzar a leer

Notas

Bibliografía seleccionada

NOTA DEL RESPONSABLE DE LA EDICIÓN

En esta edición se ha optado por enriquecer en lo posible la obra con un aparato generoso de notas, tratando de aclarar las ideas y referencias expuestas en el texto. En este sentido, se ha tenido muy en cuenta el aclaratorio y exhaustivo estudio de Barbara von Reibnitz: Ein Kommentar zu Friedrich Nietzsches «Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste der Musik» (Stuttgart, Metzler, 1992), así como las ediciones ya existentes en otros idiomas. También se ha consultado la edición inglesa de Raymond Geuss y Ronald Speirs (The Birth of Tragedy and Other Writings, Cambridge, Cambridge University Press, 1999); y la edición de Peter Pütz: Die Geburt der Tragödie aus dem Geiste der Musik, München, Goldmann Verlag, 1999.

Esta edición no habría sido posible sin los conocimientos y la sensibilidad intelectual de Jorge Cano, y solo siento que estas palabras no dejen suficiente constancia de su generosa ayuda en esta edición.

germán cano

SIGLAS Y EDICIONES

Biblioteca Nietzscheana sigue preferentemente la edición clásica de Giorgio Colli y de Mazinno Montinari, Kritische Studienausgabe (KSA), dty-de Gruyter, Múnich-Berlín, 1980, 15 tomos, así como su Nietzsche Briefwechsel. Kritische Gesamtausgabe (KSB).

AC

Der Antichrist

(

El Anticristo

).

ASZ

Also sprach Zaratustra

(

Así habló Zaratustra

).

CW

Der Fall Wagner

(

El caso Wagner

).

DS

David Strauss, der Bekenner und der Schriftsteller

(

David Strauss, el confesor y el escritor

).

DW

Die dionysische Weltanschauung

La cosmovisión dionisiaca

»).

EH

Ecce Homo.

FW

Die fröhliche Wissenschaft

(

La ciencia jovial

).

GD

Götzen-Dämmerung

(

Crepúsculo de los ídolos

).

GM

Zur Genealogie der Moral

(

La genealogía de la moral

).

GT

Die Geburt der Tragödie

(

El nacimiento de la tragedia

).

HP

Homer und die klassische Philologie

(

Homero y la filología clásica

).

HW

Homers Wettkampf

(

El combate de Homero

).

JGB

Jenseits von der Gut und Böse

(

Más allá del bien y del mal

).

M

Morgenröte

(

Aurora

).

MAM

Menschliches, Allzumenschliches

(

Humano, demasiado humano

).

NCW

Nietzsche contra Wagner

.

PTG

Die Philosophie im tragischen Zeitalter der Griechen

(

La filosofía en la época trágica de los griegos

).

SE

Schopenhauer als Erzieher

(

Schopenhauer como educador

).

UPW

Ueber das Pathos der Wahrheit

(

Sobre el

pathos

de la Verdad

).

UWL

Ueber Wahrheit und Lüge im aussermoralischen Sinne

(

Sobre verdad y mentira en sentido extramoral

).

UZB

Über der Zukunft unseres Bildulgsanstalten

(

Sobre el futuro de nuestras instituciones educativas

).

VMS

Vermischte Meinungen und Sprüche

(

Opiniones y sentencias mezcladas

).

VNN

Vom Nutzen und Vorteile der Historie für das Leben

(

Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida

).

WB

Richard Wagner in Bayreuth

(

Escritos sobre Wagner

).

WPh

Wir Philologen

(

Nosotros, los filólogos

).

WS

Der Wanderer und sein Schatten

(

El viajero y su sombra

).

INTRODUCCIÓN por Germán Cano

1

Suponiendo que el pensar no es el ejercicio natural de una facultad y la verdad exige pasar por determinadas coordenadas —un escenario, una hora, un lugar, un elemento—, ¿dónde se desarrolla la trama oculta de esa obra singular que es El nacimiento de la tragedia (GT desde ahora)? ¿Qué violencia misteriosa la fuerza? Suponiendo que la música es un arte nocturno que agudiza el oído ante el miedo, ¿qué filosofía será la que haga de la música experiencia tan fundamental? ¿Bajo qué temple Nietzsche fuerza esa puerta inaudita al mundo griego un acceso insospechado?

Sea cual sea la cuestión que subyace en el fondo de este libro problemático, no puede menos de ser una de primera fila y de alto valor excitante, más aún, profundamente personal. Testimonio de ello es la época en que surgió, a pesar de la cual surgió: la agitada época de la guerra franco-alemana de los años 1870-71. Mientras los fragores de la batalla de Worth se extendían sobre Europa, ese hombre meditabundo y amante de enigmas al que le tocaba en suerte la paternidad de este libro, embebido en meditaciones y enigmas, y, por consiguiente, muy preocupado y despreocupado a la vez, ponía por escrito en un rincón de los Alpes sus pensamientos sobre los griegos [...].1

En un caso como el de Nietzsche, el pensador que más ha insistido en el carácter autobiográfico de la reflexión filosófica, no puede obviarse la comparación realizada aquí entre el proceso de gestación de la obra y la inhóspita experiencia personal de la guerra franco-alemana, concluida significativamente en un «acuerdo de paz». O lo que es lo mismo: un compromiso. ¿Alude con ello Nietzsche a la experiencia del escrito como libro de supervivencia, de curación, expresión de cómo la vida busca, necesita pasar por la misteriosa reconciliación entre Apolo y Dioniso?

Antes de responder, parece claro que Nietzsche trata de subrayar explícitamente desde las primeras palabras del texto la analogía existente entre su circunstancia biográfica en su tiempo y la temática de la obra. Por decirlo claramente: el marcado paralelismo entre el nacimiento del escrito y la guerra franco-alemana no solo trata de subrayar el vínculo necesario entre reflexión y actualidad (recordemos cómo Schiller y Hegel también utilizan este recurso en algunas de sus obras), sino más bien arrojar luz sobre el hecho del pensar en tanto necesario movimiento a pesar de algo. Pensar «a pesar de» implica llegar a afirmarlo todo, superar una resistencia inicial, asumir una economía superior que no tema cargar incluso con lo más rechazado, el miasma del contagio.2 Es más, en un apunte previo al prefacio definitivo dirigido al maestro Wagner, Nietzsche sugiere, en febrero de 1871, que su pensar nació de los temblores de la guerra, de los encuentros reales de un enfermero en campo de batalla:

También tengo yo mis esperanzas. Estas me han hecho posible que, mientras la tierra temblaba bajo los pasos de Ares, pudiera dedicarme a la consideración de mi tema de manera más incesante e incluso en medio de los terribles efectos más inmediatos de la guerra. Recuerdo una noche solitaria en la que acompañaba un transporte de heridos como enfermero en un vagón de mercancías; estuve con mis pensamientos en los tres abismos de la tragedia; sus nombres son: «delirio, voluntad, dolor».

Estos «temblores de la tierra» en el campo de batalla no hacen sino confirmar las enseñanzas pesimistas de Schopenhauer, quien sirve aquí de refugio al joven Nietzsche, único sostén reflexivo al que agarrarse cuando el mundo burgués literalmente está explotando. Una experiencia decisiva que tampoco ahorra a su madre: «Con esta carta va un recuerdo del campo de batalla, desertizado, lleno de numerosos restos tristes y oliendo fuertemente a cadáveres [...]» (carta del 28 de agosto de 1870). Los terrores y temblores de la guerra son sentidos así como una oportunidad, un medio para crear algo importante, un modo de soportar lo terrible y convertirlo en una posibilidad existencial más alta. Bajo esta luz el ensayo se revela como la materialización de un conflicto, de un juego entre la necesaria desindividualización y la conquista de la forma, la expresión, en suma, de una «superación» personal.

2

Nada mejor que las significativas palabras de alabanza de Cosima Wagner para resumir la primera gran aventura del pensamiento nietzscheano: «Usted ha arrojado la luz más clara sobre dos mundos, uno de los cuales no vemos porque está lejos, y el otro no lo reconocemos porque está muy cerca de nosotros». Una aguda descripción. La mujer de su pater seraphicus percibía en el contenido de Die Geburt der Tragödie tal vez el nervio de esta empresa filológica: entender la antigüedad desde el punto de vista del presente y, al mismo tiempo, entender el presente desde el punto de vista de la antigüedad. Esta tarea paradójica era lo que el joven Nietzsche llamaba la «antinomia de la filología».

Y es que su posición no se identificaba, ni siquiera como filólogo profesional, con los principios ortodoxos de la disciplina. Guiada por un interés educador, tenía más bien que ver con la crítica filosófica de la aséptica actualización racionalista del mundo griego. Un nuevo impulso que tendrá como máxima expresión estas palabras de 1869, en su conferencia inaugural de Basilea: «También un filósofo puede condensar la meta de sus esfuerzos, y el camino que a ella conduce, en la breve fórmula de una profesión de fe. Y así lo haré yo, invirtiendo una frase de Séneca: Philosophia facta est quae Philologia fuit. Con esto quiero expresar que toda actividad filológica debe estar impregnada de una visión filosófica del mundo, en la que todo lo particular y contradictorio quede armónicamente reunido en una unidad».3 La nueva filología reivindicada por Nietzsche, efectivamente, no podía reducirse al simple manejo de unas técnicas, sino que debía asumir la pretensión de «recuperar» un modelo al que imitar, un camino que abriera posibilidades de futuro frente a la decadencia contemporánea. Una conciencia de decadencia que, por otra parte, caía simultáneamente en una peligrosa e ilusa sacralización del presente. En contra de su tiempo, el joven Nietzsche pensaba que estas carencias debían ser combatidas filosóficamente:

Allí donde el hombre moderno cae en beata admiración ante sí mismo, allí donde la cultura helénica es considerada como un punto de vista superado y, por lo tanto, indiferente, los filólogos debemos contar siempre con la ayuda de los artistas y de las naturalezas artísticas, dado que solo estas están en condiciones de percibir que la espada de la barbarie pende siempre sobre la cabeza de cuantos pierden de vista la sencillez indecible y la noble dignidad de «lo helénico».4

Esto indica que no solo la maduración de ciertos problemas relacionados con el conocimiento histórico conducía muy pronto a Nietzsche fuera de los estrechos límites de la disciplina académica filológica hacia una experiencia filosófica más amplia, sino que esta misma se enriquecía paulatinamente con una conciencia crítica. Como afirma Vattimo, «la intolerancia de Nietzsche ante la filología comienza, pues, por una crítica de la filología profesional, de su actitud de investigación positiva y ‘objetiva’ sobre lo antiguo, y llega a ser después: a/crítica del mundo que configura su propia relación con lo antiguo solo en esta forma, cerrándose a toda penetración del modelo clásico; b/crítica de los modos en que la imagen de lo antiguo se ha transmitido a este mundo reduciéndose al final a tal nivel».5

En su exigencia de preguntar a Grecia sobre su presente histórico, Nietzsche busca corregir la óptica «histórica» y la interrogación habitual de un presente, el suyo, vinculado asimismo a una determinada imagen del pasado. Pretende así cuestionar la propia imagen de ese presente cómodamente instalado en una idea de Grecia adaptada a los cánones del «filisteísmo» académico dominante. Su mirada histórica, sin embargo, estaba atenta no ya a lo que había tenido éxito, sino a las posibilidades desaparecidas. El cambio de escala interpretativa propuesto en esta peculiar «deshistorización» y este cambio de cronología constituían en realidad una especie de «arqueología» en donde nuestra cultura, confrontada con la griega, aparecía como «decadente» en la medida que esa misma «decadencia» pertenecía a una historia de la que formaba parte, como momento inicial, esa precisa imagen «clásica» que hasta ahora servía de modelo de confrontación a la cultura alemana idealista. Desde esta óptica, según Nietzsche, «la fatalidad quiso que el helenismo más reciente y degenerado haya manifestado el máximum de fuerza histórica. Por esta razón el helenismo más antiguo ha merecido siempre un juicio falso. Es preciso conocer exactamente el más reciente para distinguirlo del más antiguo. Existen muchas posibilidades no descubiertas todavía debido a que tampoco los griegos las descubrieron. Los griegos descubrieron otras que después recubrieron».6

3

Por todo ello, naturalmente, Nietzsche aquí no podía sino intervenir polémicamente en el debate que en el siglo xix se está planteando en torno al futuro de la cultura, por mucho que por las nuevas tensiones y contradicciones que apunta va mucho más allá de él. En cierto modo, marca la encrucijada entre el romanticismo y algo muy distinto. Como dice Sloterdijk, «por mucho que se sumen, del modo que se desee, el wagnerismo, la metafísica schopenhaueriana y los hechos de la filología clásica, nunca se llegaría al resultado obtenido por el propio Nietzsche. Pues, cualquiera que sea la composición procedente de estas fuentes y modelos, el elemento decisivo aquí fue el nacimiento del centauro, esto es, la liberación de una doble naturaleza artística y filosófica: una liberación de inagotables consecuencias, en la que se fusionaron con éxito los impulsos de Nietzsche por primera vez. Solo alguien ya consciente de que hay una imaginaria audiencia tras de sí, alguien que no se preocupa ya de si su audiencia real lo entenderá, puede escribir algo parecido a esto. De ahí la sonámbula seguridad de Nietzsche al afrontar este faux pas científico».7

Pese a que Nietzsche recoge todos los debates de la tradición romántica, muestra al mismo tiempo la imposibilidad de su cura de la decadencia, un camino que seguirá posteriormente. La primera parte (§§ 1-10) describe el nacimiento de la tragedia en la antigua Grecia a la luz del juego de Apolo y Dioniso. La segunda parte (§§ 11-15) analiza el suicidio de la tragedia a causa de la irrupción de una nueva fuerza, que Nietzsche asocia con Sócrates. Por último, la tercera y última parte (§§ 16-25) se centra en la situación de crisis de la cultura moderna como consecuencia del alejandrinismo. Es aquí donde se plantea el renacimiento de la cultura trágica con la vista puesta en el proyecto cultural de Wagner.

En el ojo del huracán de la época Nietzsche no se arredra en situar la necesidad filosófica en un suelo tembloroso, inconquistable, monstruoso. Este nuevo umbral de problematización que excava en un subsuelo hasta la fecha olvidado e interesantemente reprimido está obligado a confrontarse con el pseudoproblema introducido por el gran Padre de la filosofía racional occidental y de su optimismo congénito: Sócrates, máscara de Platón. En GT parece como si el agotamiento del legado «alejandrino-socrático» arrojara una nueva luz sobre un submundo oculto: las relaciones entre las dos divinidades: Apolo y Dioniso. Solo tras el ocaso de ese mito socrático que pretende míticamente destruir todo mito —salvo el suyo, claro está— y sus consecuencias (atomización, secularización, fragmentación, desheredamiento), se puede desarrollar una nueva sabiduría. El fármaco trágico surge de la ineficacia manifiesta del fármaco socrático.

4

A través de dos divinidades, Apolo y Dioniso, los griegos, según Nietzsche, lograron expresar y a la vez ocultar una concepción singular del mundo y la doble fuente de su arte. Estos impulsos, que representan en la esfera del arte modelos opuestos estilísticos casi siempre en lucha, solo una vez aparecen unidos: en el momento culminante de la voluntad helénica, en la obra de arte de la tragedia ática. Nietzsche explica a través de ambos las experiencias de «la embriaguez del sufrimiento» y «el bello sueño». Dioniso tiene que ver con lo irregular, lo súbito y cruel, con la omnipotencia del Ser, con la pujanza del nacer y el morir, con la Verdad. De ahí que mirar a Dioniso sea imposible, pues lo convierte todo en piedra. El carácter terrible, abyecto, de esta verdad necesita un desvío, así como un modo de canalizar esta energía indomable. Es aquí donde aparecen Apolo y el filtro o velo de la belleza.8 Si la tragedia griega expresa la máxima perfección artística es por haber conquistado un equilibrio entre estos dos impulsos siempre a la greña. Es aquí donde lo dionisiaco puede conservarse de algún modo mitigando y limando artísticamente las aristas de su furia destructora:

Pero la lucha entre la verdad y la belleza no fue nunca tan grande como con motivo de la invasión del culto dionisiaco. En él la naturaleza se desvelaba y hablaba de su misterio con estremecedora claridad, en un tono frente al cual la apariencia seductora casi perdía su poder. Esa fuente surgió de Asia, pero fue en Grecia donde tuvo que convertirse en río, porque allí encontró por primera vez lo que en Asia se le había prohibido, la más excitable sensibilidad y receptividad ante el dolor, emparejadas con la más sutil perspicacia y reflexión. ¿Cómo salvó Apolo a Grecia? El recién llegado fue ganado para el mundo de la bella apariencia, para el mundo olímpico: le fueron ofrecidos en holocausto muchos de los honores de las divinidades más prestigiosas, de Zeus, por ejemplo, y de Apolo. Nunca se le han hecho mayores cumplidos a un extraño: y este era también un extraño terrible (hostis [enemigo] en todos los sentidos), lo bastante poderoso como para reducir a ruinas la casa del anfitrión. Una gran revolución se inició en todas las formas de vida: en todas partes se infiltró Dioniso, también en el arte.9

En este punto, sin desdeñar otras aproximaciones, resulta especialmente fructífero interpretar la relación Apolo-Dioniso desde un punto de vista médico y, en esa medida, GT como una original tentativa de protección cultural de cuño homeopático desmarcada de las malas curas anteriores. Es decir, como un intento de crear una nueva lógica cultural protectora capaz de sortear tanto la Escilla del alejandrinismo más desenfrenado y sus secuelas (el periodismo, la ópera, el «cultifilisteísmo») como la Caribdis del dionisismo asiático de cuño oriental. La muerte de la tragedia, entendida como singular y feliz equilibrio entre las dos divinidades-impulsos puede ser leída en este sentido como la autoconciencia cultural de una crisis inmunitaria que necesita de un nuevo fármaco. Siguiendo las abundantes digresiones de la obra sobre este punto, observamos que tanto la cura socrático-moral como la budista —que también cabría denominar romántico-tanática, en virtud de la interpretación posterior de Nietzsche—, en la medida en que olvidan, reprimen o desestiman la solución trágica ejemplificada en el difícil y siempre frágil equilibrio apolo-dionisiaco, resultan terapéuticamente contraproducentes. Y lo son a tenor de su enfermiza, cabría decir, obsesión de autoinmunidad, de su acorazamiento frente al posible contagio de lo Otro. De ahí la importancia de la reconciliación apolínea: «Esta mayestática actitud de rechazo por parte de Apolo ha quedado grabada para la eternidad en el arte dórico. Mas esta resistencia se hizo problemática, por no decir imposible, cuando finalmente procedentes de las raíces más profundas de lo helénico hallaron camino expedito impulsos parecidos. Fue entonces cuando la reacción del dios de Delfos se limitó entonces a privar a su poderoso contrincante de las armas destructoras recurriendo a una oportuna reconciliación».10

5

Desde esta imagen del pensar, lo verdadero deja de ser un concepto abstracto —o «moral»— para devenir problema de sentido y valor —extramoral, es decir, un problema de prioridades y necesidades, un problema médico, un problema de poder, o incluso un problema de ejemplo, esto es, de la posibilidad de encarnar a través de una vida visible, y no solo de manera libresca, las ideas. Ahora bien, partiendo de estas premisas, ¿por qué criticar al tábano socrático y no valorar su aportación erótico-terapéutica? Como es visible, lejos de eso, tras el desenmascaramiento de Sócrates en GT como gran Padre fundador del resentimiento teórico hacia la vida, Nietzsche insiste hasta la obsesión en discutir con esa luz fría misteriosa que tanto seduce y que disimuladamente elimina de raíz todo vestigio de problematización médica. La medicina socrática es mala por abstracta, vacía, es decir, «universal».11 O como dirá más tarde: «Sócrates quería morir [...] Sócrates no es un médico, se dijo a sí mismo en voz baja: solo la muerte es aquí un médico... El propio Sócrates había estado únicamente enfermo durante largo tiempo».12

En este contexto, para Nietzsche la problematización socrática entendida como terapia universal tiene diversos inconvenientes: en primer lugar, desdibuja hasta la abstracción el arte médico de diferenciar entre una pluralidad de enfermedades y curas; en segundo, propone un fármaco no lo suficientemente amargo contra la supuesta situación de decadencia (que por ello resulta venenoso, contraproducente) y, como consecuencia de esta falta de sabiduría médica, en tercer lugar, cree ingenuamente remediar el problema haciendo la guerra a la enfermedad, apostando por una «racionalidad» (Nietzsche utiliza aquí siempre comillas) a cualquier precio.13

He dado a entender con qué fascinaba Sócrates; parecía un médico, un Salvador. ¿Es preciso mostrar aún el error que subyacía en su fe en la «racionalidad» a cualquier precio? Los filósofos y moralistas se engañan a sí mismos al creer que salen ya de la décadence haciendo la guerra contra ella. Salir de aquí está fuera de su fuerza: lo que eligen como remedio, como salvación, es ello mismo de nuevo una expresión de décadence... Ellos transforman su expresión, pero no la eliminan. Sócrates fue un malentendido: toda la moral de la mejora, también la cristiana, ha sido un malentendido... La luz del día más deslumbrante, la racionalidad a cualquier precio, la vida clara, fría, prudente, consciente, sin instinto, en oposición a los instintos, era ya solo una enfermedad, otra enfermedad... y en absoluto un regreso a la «virtud», a la «salud», a la «felicidad»... Tener que combatir los instintos... He aquí la fórmula de la décadence: mientras la vida asciende es felicidad igual a instinto.14

Por muy lejos que fuera en sus metamorfosis espirituales, no parece que Nietzsche abandonara este punto de vista médico de la dinámica apolo-dionisiaca ni el horizonte ascético de la «superación» de la moral. Es más, resulta fructífero partir de aquí para entender la reformulación nietzscheana de temas antiguos como el «cuidado de sí» y la parresia, recuperados por Michel Foucault siguiendo esta misma estela de la ascesis pagana y no cristiana. Será aquí donde el velo apolíneo enriquecerá su sentido: velar, soportar lo terrible es cuidar de la vida, superarla, hacer de ella un suplemento lujoso, triunfar sobre ella en un espejo transfigurador. Velar es también «revertir» el flujo irreversible de la vida en formas, habida cuenta de que esta no es un regalo caído del cielo. Precisamente lo que muestra el juego entre Apolo y Dioniso en la cultura griega es que todo ha de ser incesantemente conquistado a la inercia, a una falsa y autocomplaciente «naturalidad». A tenor de su dimensión ascética, es del todo desacertado comprender el «sí» nietzscheano a la vida como una asunción necesaria de la realidad dada.15 Esta incesante conquista incestuosa, este movimiento ávido de contagio es el que queda precisamente obstaculizado tanto en el asiatismo dionisiaco como en la rigidez apolínea. Lo mismo cabe decir del hombre teórico, de la «superfetación» socrática. Es como si el juego Apolo-Dioniso introdujera una ascética, «un marco de derecho» y una especie de imperativo latente en toda la obra de Nietzsche posterior: «Nunca cedas a la gravedad de lo dado».

La proyección de la supuesta «serenidad» o Heiterkeit en el mundo griego revela, por tanto, pereza, negligencia, no comprende el juego de las fuerzas en liza y se apoya en una especie de «buena» voluntad abstracta. En GT uno de los puntos de interés de la crítica nietzscheana a la cultura moderna de la ópera, una figura alejandrina más, tiene mucho que ver con su cercanía a Rousseau y su cura cultural contraproducente. Pero Nietzsche insiste también en su resentimiento individualista frente al hecho trágico. Comparada con las imágenes de hombre de Goethe y Schopenhauer, la propuesta de Rousseau, a pesar de su poderosa influencia y valor emancipatorio, no deja de ser sospechosa, toda vez que ella desconoce el sentido de la ascesis de las fuerzas y apela a una Naturaleza ilusoria y autocondescendiente.

6

La excepcionalidad del mundo griego radica en haber descubierto un acceso a la afirmación de la vida que pasa necesariamente por la lucidez extrema ante el horror. Esta desprotección voluntaria se pone de relieve en esa sabiduría silénica que acepta la tragedia del nacimiento y la venida al mundo sin contrarrestarla con el resentimiento. Los dioses griegos que aparecen en Homero son para Nietzsche el modelo que hay que seguir porque no son en absoluto creaciones de la necesidad ni de la angustia, de situaciones en falta; en ellos se expresa antes bien una vida desbordante, triunfante, inmoral que diviniza todo lo existente. Sin restos. Nietzsche excava en el suelo de ese mundo de dioses y llega a la conclusión de que el resplandor de esta belleza acontece una vez que el griego ha arrostrado y conocido el horror de la existencia y necesita velarlo de un modo sutil. La cruz oculta bajo las rosas, por decirlo con Goethe. El mundo griego aparece así como la superación de un horror no ocultado del todo a través de «un mundo intermedio». Del mismo modo que la máscara adopta la forma que cubre, es recipiente de lo que contiene. Creo que, si Nietzsche insiste en la necesidad de esta creación, es para subrayar la falta de naturalidad de la solución, su dimensión ascética. Los griegos no la obtuvieron como caída del cielo. Con este «espejo transfigurador» se protegieron mejor que el cristianismo (castrador) contra la Medusa, parece sugerir Nietzsche. De esta forma pudo el griego inmensamente capacitado para el sufrimiento soportar la existencia.

Al hilo de esta nueva arqueología cultural que entiende que no existe una superficie verdaderamente bella sin una horrenda profundidad (el juego apolíneo-dionisiaco), GT se revela como un caballo de Troya que no tiene más opción que derrotar a la filología académica desde dentro. El topos de la falsa e «ingenua» serenidad del mundo griego, auspiciada entre otros por Schiller y Hegel pero básicamente por J. J. Winckelmann (1717-1768), servirá de modelo de «buen gusto» clásico a lo largo de la Ilustración y la era moderna, pero también encierra una visión armónica, equilibrada y no escindida que no acierta a ver en su ingenuo humanismo y su deuda última con el cristianismo la disonancia trágica entre hombre y mundo.

Hasta los críticos más acérrimos de Nietzsche no pueden dejar de reconocer un cierto mérito en su primera gran obra: en ella fue capaz de clarificar con una crudeza y un poder sintético envidiable todo el malestar espiritual de la época en unas pocas figuras y fórmulas. En este descenso a la sencillez, «Apolo», «Dioniso», «Sócrates» se convierten en los emblemas decisivos, la roca dura de las reivindicaciones desencantadas con el mundo moderno. En este contexto no podemos pasar por alto que «Dioniso» poco a poco pasó a ser un grito de guerra en el que se entrecruzaban confusamente las aspiraciones materialistas de la izquierda con las veleidades expresivas del fascismo, la contraseña para entrar en el teatro conceptual apropiado para captar el momento histórico. En cierto modo, el discurso en torno a Dioniso irrumpirá ya como epicentro del terremoto cultural de la nueva época: allí donde un «dionisismo de izquierdas» tratará de gestionar dialécticamente la naturaleza olvidada y reprimida, un «dionisismo de derechas» rendirá culto inmediato a la expresión.

EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA

Ensayo de autocrítica1

1

Sea cual sea la cuestión que subyace en el fondo de este libro problemático, no puede menos de ser una de primera fila y de alto valor excitante, más aún, profundamente personal. Testimonio de ello es la época en que surgió, a pesar de la cual surgió: la agitada época de la guerra franco-alemana de los años 1870-1871. Mientras los fragores de la batalla de Worth2 se extendían sobre Europa, ese hombre meditabundo y amante de enigmas al que le tocaba en suerte la paternidad de este libro, embebido en meditaciones y enigmas, y, por consiguiente, muy preocupado y despreocupado a la vez, ponía por escrito en un rincón de los Alpes3 sus pensamientos sobre los griegos... el meollo del libro sorprendente y poco accesible del cual rinde cuentas este tardío prólogo (o epílogo). Pasadas algunas semanas, todavía seguía bajo los muros de Metz, incapaz de desembarazarse de los interrogantes que él mismo había suscitado en torno a la presunta «serenidad» de los griegos y el arte griego.4 Interrogantes que siguieron asediándole hasta que, finalmente, en ese mes de profunda tensión en el que se discutía en Versalles5 acerca de un tratado de paz, también terminó alcanzando la paz consigo mismo; de este modo, mientras se curaba lentamente de una enfermedad contraída en el campo de batalla, terminó constatando en sí mismo la existencia de «El nacimiento de la tragedia a partir del espíritu de la música». ¿De la música? ¿Música y tragedia? ¿Griegos y música de tragedia? ¿Los griegos y la obra de arte del pesimismo? ¿Los griegos, el tipo más logrado de hombre hasta la fecha, el más bello, el más envidiado, el que más seduce a vivir? ¿Cómo?, ¿fueron precisamente ellos los que tuvieron necesidad de la tragedia y, más aún, del arte? ¿Qué fin tenía, pues, el arte griego?...

Dicho esto, puede adivinarse en qué lugar se colocaba el gran signo de interrogación acerca del valor de la existencia. ¿Es el pesimismo necesariamente un signo de decadencia, de degeneración, de fracaso, de instintos cansados y debilitados, como ya fue en los indios y, como parece a todas luces, en todos nosotros, los hombres «modernos» y europeos? ¿Existe un pesimismo propio de la fortaleza? ¿Una predisposición intelectual a la dureza, al horror, al mal, al hecho enigmático de existir, que hunde sus raíces en una salud desbordante, en una existencia plena? ¿Existe tal vez un sufrimiento derivado de ese mismo exceso de plenitud? ¿Una valentía experimental intrínseca a la mirada más acerada, esa misma que exige lo terrible como enemigo, el digno enemigo con el que uno mide sus fuerzas, y gracias al cual aprende a saber qué es «el miedo»?6 ¿Qué significado posee, justo en la mejor época, la más poderosa y más valiente de los griegos, el mito trágico? ¿Y el fenómeno monstruoso de lo dionisiaco? ¿Cuál es el significado de esa tragedia nacida de sus entrañas y, paralelamente, de aquello que causó su muerte: el socratismo de la moral, la dialéctica, la autosuficiencia y la serenidad del hombre teórico? ¿Cómo? ¿Acaso este socratismo no podría ser precisamente un signo de decadencia, de cansancio, de enfermedad, de instintos en proceso de descomposición anárquica? Y la «serenidad helénica» tan idiosincrásica de la Antigüedad tardía... ¿no sería un crepúsculo? ¿Acaso la voluntad epicúrea contra el pesimismo no sería más que la precaución del que sufre? Y por lo que respecta a la ciencia como tal, nuestra ciencia... sí, ¿qué significado tendría en general, vista como síntoma de la vida, toda la ciencia? ¿Para qué, o peor aún, de dónde procede, toda ciencia? ¿Cómo? ¿Acaso el cientificismo no es otra cosa que miedo, una huida del pesimismo, un sutil modo de defenderse de... la verdad... y hablando moralmente, algo así como una cobardía y una insinceridad; hablando inmoralmente, una astucia? ¡Oh Sócrates, Sócrates! ¿Fue quizá este tu secreto? ¡Oh irónico misterioso! ¿Tal vez fue esta tu... ironía?...7

2

Lo que en esa época logré aferrar fue algo terrible y peligroso: un problema con cuernos; no necesaria y precisamente un toro salvaje:8 en cualquier caso, sí un problema nuevo; hoy diría: el problema de la ciencia como tal, de la ciencia comprendida por vez primera como una dimensión problemática, cuestionable. Pero el libro sobre el que yo a la sazón descargaba mi coraje y desconfianza juveniles —¡qué libro tan imposible tenía que ver la luz desde una tarea tan adversa a las tendencias de la juventud!—9 no nacía más que de experiencias personales prematuras y demasiado verdes, experiencias que, rayando en el límite de lo comunicable, anidaban en el terreno del arte... Pues el problema de la ciencia carece de solución en el terreno de la ciencia. Quizá un libro destinado asimismo a artistas dotados adicionalmente de capacidad analítica y comparativa (es decir, para un tipo especial de artistas, que habría que buscar y que ni siquiera empezaría a buscar...);10 un libro repleto de innovaciones psicológicas y de secretos de artista, en cuyo trasfondo hay una metafísica de artista; una obra de juventud, repleta de valor y de melancolía juveniles, independiente, obstinadamente personal incluso cuando parece doblegarse a una autoridad o a una veneración personal; en pocas palabras —y entendiendo esta expresión en su peor sentido— una obra primeriza que, pese a su problemática senil, adolece de todos los defectos de la juventud, sobre todo, de «excesiva extensión», de Sturm und Drang11 [«tempestad y empuje»]. Y, sin embargo, por otra parte, a la vista del éxito obtenido (particularmente ante ese gran artista al cual el libro se dirigía a modo de diálogo: Richard Wagner), un libro acreditado, quiero decir, un libro que, en cualquier caso, satisfizo a lo «mejor de su tiempo».12 Ya simplemente por este hecho debería haber sido tratado con cierto respeto y discreción; a pesar de ello, no quisiera ni mucho menos reprimir cuán desagradable me resulta hoy; y qué extraño aparece, dieciséis años después, a unos ojos más viejos, cien veces más exigentes, aunque en absoluto por ello más fríos o más extraños a esa misma tarea que este osado libro se atrevió a arrostrar por primera vez: contemplar la ciencia desde la óptica del artista, mas el arte desde la óptica de la vida...

3

Hoy me parece, lo diré una vez más, un libro imposible; lo considero mal escrito, pesado, molesto, salpicado de imágenes rabiosas y caóticas; sentimental, aquí y allá empalagoso hasta el afeminamiento;13 irregular en el tempo; privado de toda voluntad por lograr claridad lógica; muy convencido, y, por esta razón, eximido de aportar demostraciones, por no decir receloso ante la conveniencia de demostrar algo, como si fuera un libro escrito para iniciados; una suerte de «música» dirigida a aquellos que, una vez recibida su bendición, se sienten ligados desde el principio por el lazo común de experiencias artísticas inusuales; un signo de reconocimiento entre hermanos de sangre in artibus [en temas artísticos]; un libro orgulloso y alucinado que excluía de antemano, incluso más que al «pueblo», al profanum vulgus14 de los «cultos», pero que, como ha demostrado y sigue demostrando su influencia, también tenía que ser lo suficientemente hábil como para buscar a sus cómplices de alucinación y seducirlos hacia nuevas sendas secretas y pistas de baile. Aquí hablaba en cualquier caso —algo que se reconoció con curiosidad, pero también no sin repulsa— una voz extraña, el discípulo de un «dios desconocido»,15 que en ese momento, ataviado con la capucha16 del erudito, se ocultaba bajo la pesantez17 y la morosidad dialéctica del alemán, por no decir bajo la mala educación del wagneriano; había aquí un espíritu ahíto de necesidades extrañas y aún no articuladas en lenguaje alguno, una memoria henchida de interrogantes, experiencias, secretos ocultos, a los cuales se añadía, como un problema nuevo, el nombre de Dioniso; aquí hablaba —así se dijo con cierto recelo— algo así como un alma mística, casi un alma «menádica»,18 que, fatigada y arbitrariamente, como dudando entre comunicarse u ocultarse, balbuceaba una extraña lengua. Sí, esta nueva alma habría debido cantar... ¡y no hablar! ¡Ay, cuánto lamento no haberme atrevido a expresar lo que a la sazón tenía que decir como poeta! ¡Tal vez lo hubiera podido hacer! ¡Cuando menos como filólogo...! Pues para los filólogos en este terreno está casi todo por descubrir y exhumar. Sobre todo, el problema de que aquí subyace un problema; y de que, mientras no tengamos respuesta a la pregunta «¿qué es lo dionisiaco?», los griegos seguirán siendo absolutamente incomprensibles e inimaginables...

4

Sí, ¿qué es lo dionisiaco? En este libro se brinda una respuesta a esta pregunta; quien habla aquí es alguien «avezado» en la materia, un iniciado y discípulo de su dios. Puede que hoy fuera más precavido y menos elocuente a la hora de hablar de un problema psicológico tan complicado como el del origen de la tragedia entre los griegos. Una cuestión fundamental es la relación del griego con el dolor, su grado de sensibilidad —¿permanece este grado de sensibilidad inalterable? ¿O da un vuelco?—, a saber, la cuestión de saber si su creciente deseo de belleza, de fiestas, de diversión, de cultos nuevos, hunde sus raíces en la carencia, la privación, la melancolía, el dolor. Y suponiendo que esto fuera el caso —y Pericles (o Tucídides) nos lo da a entender en su gran discurso fúnebre—,19 ¿de dónde surgiría, pues, el deseo opuesto y temporalmente previo, el deseo de lo feo, esa buena e inflexible voluntad de los helenos primitivos hacia el pesimismo, hacia el mito trágico, hacia la representación de todo lo terrible, malo, misterioso, destructor o fatídico existente en el fondo de la existencia? ¿De dónde habría surgido, pues, la tragedia? ¿Tal vez del placer, de la fuerza, de una salud rebosante, de un exceso de plenitud? ¿Y qué sentido posee, pues, a la luz de una interrogación fisiológica, ese delirio particular del que procede tanto el arte trágico como el arte cómico: el delirio dionisiaco? ¿Cómo? ¿Es que acaso este delirio no es necesariamente un síntoma de degeneración, de decadencia, de una cultura crepuscular? ¿Existen tal vez —una pregunta para psiquiatras— neurosis propias de la salud?, ¿de la juventud de los pueblos, de su fase juvenil? ¿A qué apunta esa síntesis de dios y de macho cabrío existente en el sátiro? ¿En razón de qué experiencia particular, de qué impulso, tuvo el griego que imaginarse al alucinado dionisiaco y al hombre primitivo como sátiro? Y en lo que concierne al origen del coro trágico, ¿existieron tal vez en esos siglos marcados por el florecimiento del cuerpo griego, en los que el alma griega bullía de vitalidad, entusiasmos endémicos, visiones y alucinaciones comunicadas a comarcas enteras, a congregaciones enteras reunidas en torno al culto? ¿Cómo? ¿Y si los griegos, precisamente en el punto culminante de su juventud, hubiesen tenido una voluntad orientada hacia lo trágico y hubiesen sido pesimistas? ¿Y si precisamente hubiera sido el delirio, por utilizar la expresión platónica, la portadora de los más grandes beneficios sobre la Hélade?20 ¿Y si, por otra parte e inversamente, los griegos, justo en la época de más disolución y decadencia, se hubiesen convertido en seres cada vez más optimistas, más superficiales, más comediantes, y también más ávidos de lógica y dispuestos a racionalizar el mundo, por tanto, igualmente más «serenos» y más «científicos»? ¿Cómo? ¿Y si acaso, a pesar de todas las «ideas modernas» y de los prejuicios del gusto democrático, la victoria del optimismo, el predominio de la racionalidad, el utilitarismo práctico y teórico, por no hablar de la propia democracia, fenómeno contemporáneo suyo... y si todo esto, no fuera sino síntoma de una fuerza declinante, de vejez inminente y de cansancio fisiológico? ¿Y no, en realidad... de pesimismo? ¿Acaso fue Epicuro optimista precisamente por ser un hombre que sufría?21 Como se ve, este libro había de cargar con todo un fardo pesado de preguntas, ¡y añadiéndole aún, por si fuera poco, la más pesada y complicada de todas las preguntas: ¿cuál es, contemplado desde la óptica de la vida, el sentido de la moral?...

5

Ya en el prólogo a Richard Wagner es el arte, y no la moral, lo que se presenta como la actividad genuinamente metafísica del hombre; a lo largo del propio libro se repite en algunas ocasiones la provocativa tesis de que la existencia del mundo solo puede justificarse como un fenómeno estético. En realidad, todo el libro no reconoce, detrás de todo acontecer, más que un sentido y un trasfondo de sentido en realidad artísticos; de un «Dios», si se quiere, pero en verdad de un Dios-artista, absolutamente ajeno a todo tipo de miramientos y amoral; un Dios que, tanto en la creación como en la destrucción, en el bien o en el mal, no quiere sino ser consciente de su placer y soberanía equivalentes; que, mientras crea mundos, se libera de la situación indigente propia de su plenitud y sobreabundancia, así como del sufrimiento originado por las contradicciones que se abren paso en su interior. El mundo, en todo momento la redención lograda de Dios, en cuanto visión eternamente cambiante y eternamente nueva del ser que más sufre, se desgarra y se contradice, que no sabe redimirse más que en la apariencia. Por mucho que esta metafísica de artista pueda ser tachada de arbitraria, ociosa, fantástica..., lo esencial estriba en que aquí ya se delata un espíritu que alguna vez, a riesgo de los peligros, buscará plantar cara a la interpretación y el significado morales de la existencia. Aquí se anuncia, tal vez por primera vez, un pesimismo «más allá del bien y del mal». Aquí, esa «perversidad en la intención»,22 contra la cual Schopenhauer no se cansó de lanzar sus airadas maldiciones y sus truenos, encuentra adecuada expresión y formulación: una filosofía que no solo se atreve a situar y degradar a la mismísima moral en medio del mundo de los fenómenos (en el sentido del terminus technicus idealista), sino también en medio de los «engaños», como apariencia, ilusión, error, interpretación, componenda, arte. Puede que no haya mejor expresión de esta honda inclinación antimoral que el prudente y hostil silencio que se guarda en todo el libro respecto al cristianismo: el cristianismo entendido como la más licenciosa variación del tema moral a la que la humanidad ha tenido que prestar oídos hasta la fecha. A decir verdad, tal como se enseña en el libro, no existe nada que se oponga más a la interpretación y justificación puramente estéticas del mundo que la doctrina cristiana, la cual es y quiere ser solo moral; doctrina esta que, a la luz de sus criterios absolutos, por ejemplo, de su veracidad divina, relega el arte, todo tipo de arte, al reino de la mentira; es decir, negándolo, maldiciéndolo, condenándolo. Detrás de semejante manera de pensar y de valorar, que no deja de ser hostil al arte mientras de algún modo sigue siendo genuina, advertía también desde siempre la hostilidad a la vida, una furiosa y vengativa aversión respecto a la vida como tal, dado que toda vida descansa en la apariencia, el arte, el engaño, la necesidad de perspectiva y de error. Desde sus orígenes, el cristianismo no ha sido básica y esencialmente otra cosa que náusea y hastío de la vida respecto a la vida, fenómenos que no hacían más que disfrazarse, ocultarse y adornarse al socaire de la fe en una vida «distinta» o «mejor». El odio al «mundo», la maldición de las pasiones, el miedo a la belleza y a la sensibilidad, un más allá inventado para mancillar mejor el más acá... en el fondo, un anhelo de nada, de fin, de descanso para alcanzar el «sábado de todos los sábados»... todo esto, así como la voluntad incondicional del cristianismo de no tener en cuenta más que valores morales, me pareció siempre la más peligrosa y ominosa forma posible de «voluntad de ocaso»,23 cuando menos un signo de la más honda enfermedad, de fatiga, abatimiento, agotamiento, empobrecimiento vital... De ahí que, a la luz de la moral (en particular, de la moral cristiana, es decir, incondicional), la vida tenga que carecer de razón de modo constante e indefectible... porque la vida es algo esencialmente inmoral. Asimismo, la vida oprimida bajo el peso del desprecio y la eterna negación, tiene que ser percibida como indigna de ser deseada y, en cuanto tal, privada de valor. La moral como tal, ¿no sería, pues, una «voluntad encaminada a negar la vida», un secreto instinto de destrucción, un principio de decadencia, de empequeñecimiento, de degradación, el comienzo del fin, y, por consiguiente, el peligro de los peligros?... Con este libro, mi instinto problemático arremetió, pues, contra la moral, inventando, en cuanto instinto abogado de la vida, una concepción y una valoración diametralmente antitéticas de la vida, puramente artísticas, anticristianas. ¿Qué nombre recibirían? Como filólogo y hombre de palabras, las bauticé, no sin cierta libertad —¿quién sabría el verdadero nombre del Anticristo?—, con el nombre de un dios griego: yo las llamé dionisiacas...

6

¿Se comprende ahora cuál es la tarea que osaba atacar en este libro?... ¡Cuánto lamento ahora no haber tenido el coraje (¿o la inmodestia?) de permitirme, a todos los efectos, un lenguaje propio