El ocaso de los hombres - Clara Bahillo - E-Book

El ocaso de los hombres E-Book

Clara Bahillo

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Beschreibung

Hugo está pasando por una época complicada: su novia le ha dejado sin darle ningún tipo de explicación y le cuesta afrontar una ruptura que le ha dejado destrozado. Entretanto, un extraño suceso ocurrido en Vakozhia hará que su vida y la del resto de la humanidad se vea completamente trastocada. El ocaso de los hombres es una novela apocalíptica repleta de acción, desamor y pequeñas obsesiones, una historia entorno a la supervivencia física y emocional en un mundo muy diferente al que su protagonista conocía.

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Primera edición digital: marzo 2022 Campaña de crowdfunding: equipo de Libros.com Imagen de la cubierta: Batirtze Abuin (@nightingaleillustrations) Maquetación: Eva M. Soria Corrección: Juan F. Gordo Revisión: Maite Lecue Santovenia

Versión digital realizada por Libros.com

© 2022 Clara Bahillo © 2022 Libros.com

[email protected]

ISBN digital: 978-84-18769-50-4

Clara Bahillo

El ocaso de los hombres

A Toño, que no podrá leer este libro pero siempre creyó en mí para escribirlo.

«Cuando se entierra la verdad, esta crece. Asfixia. Reúne tal fuerza explosiva, que un día estalla y hace saltar todo por los aires».

Émile Zola

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Cita

El ocaso de los hombres (Empezar a leer)

Playlist «El primero de muchos»

Agradecimientos

Mecenas

Contraportada

PARTE 1

 

«La mayor parte de la gente no cree que algo pueda ocurri hasta que ya ha ocurrido. No es por estupidez o debilidad, es la condición humana».

Guerra Mundial Z, 2013

3 de junio de 2019

 

Aquí estoy, de nuevo despierto y con ganas de que el día termine cuando ni siquiera ha empezado aún. Llevo semanas sin descansar, haciendo las cosas por mera rutina y, desde hace unos días, sencillamente no tengo ganas de vivir. Es como si hubiera llegado mi fin y simplemente espero a consumirme poco a poco hasta terminar por apagarme por completo.

Siempre me he considerado una persona estable psicológica y emocionalmente, pero ahora apenas han pasado unos días desde que ella me dejó y siento que me estoy desquiciando. Dicen que el tiempo todo lo cura y que nadie muere por amor, pero yo puedo decir que ahora mismo me siento muerto en vida.

Y si perder al amor de mi vida no fuera suficiente, en poco más de una semana tendré que despedirme del trabajo. Al menos la decisión de dejar mi empleo es algo que, pese a ser doloroso en cierto modo, no deja de ser una oportunidad de comenzar de cero con todo, aunque en estos momentos no sepa hacia dónde orientar mi futura vida laboral.

Parece que es bastante temprano aún. Así es, el reloj de la pared marca las 6:41. No me apetece repasar mi currículo ni visitar portales de empleo, de modo que me quedo tumbado en el sofá mirando al techo sin muchas ganas de levantarme. Duermo en el sofá porque me siento incapaz de hacerlo en la habitación. Veo la cama y me resulta imposible tumbarme en ella cuando me vienen a la mente infinidad de buenos momentos que vivimos y pasamos allí. Y no, no me refiero únicamente al sexo.

Unos minutos después, me pongo en pie, pero no por iniciativa propia. Totó, el shar pei de cinco meses de mi hermana Claudia, se abalanza sobre mí para darme los buenos días. Su manera de decirme que el sol ha salido no es otra que saltar sobre mí, pisoteándome y lamiéndome completamente. Intento quitarme al animal de encima como puedo. Es excesivamente enérgico para su raza. Yo tuve un ovejero alemán, Henkel, que era todo lo contrario: cuando se despertaba era igual de animoso, pero el resto del día se mostraba muy tranquilo. Por eso, la mañana que no lo sentí entrar en el dormitorio supe que algo no iba bien. Lo encontré a los pies de mi cama hecho un ovillo. Debió venir en algún momento de la noche y se quedó ahí, sin que ni ella ni yo advirtiésemos su presencia. A veces pienso que vino a la habitación para no sentirse solo porque sabía que llegaba su final. Cuánto lo echo de menos.

Le lleno el recipiente de pienso y cambio el del agua. Cojo una sudadera que asoma entre una montaña de ropa que creo que está limpia pero sin planchar. La huelo por si acaso, aunque la verdad es que me resulta un poco indiferente si está sucia o no porque a estas horas no habrá nadie paseando por el vecindario. Engancho la correa al collar antes de abrir la puerta de la parcela, no sin antes llamar al perro varias veces porque no para de correr por el jardín delantero. Salir de mi fortaleza para pasear a Totó es todo un suplicio y más a estas horas, pero hoy será el último día ya que esta tarde lo llevaré a casa de mi hermana tras regresar de su luna de miel en Italia. Espero encontrarla sola porque no me apetece nada ver a su recién estrenado marido.

Tras el paseo de rigor volvemos a casa. Debería darme una ducha; no lo hago desde hace días y cuando Claudia venga a por su perro quiero aparentar normalidad. No se imagina por lo que estoy pasando y verme sin afeitar y apestando alertaría a cualquiera de que algo no va bien.

Ya en la ducha, apoyo las manos contra la pared y dejo que el agua caliente caiga sobre mí. Dejo que corra hasta que comienza a salir fría. Cojo una toalla y salgo, viendo mi reflejo borroso en el espejo. Paso la toalla para desempañarlo y me quedo inmóvil mirándome aquí de pie con el torso desnudo y el pelo mojado durante varios minutos. Me paso la maquinilla eléctrica por la cara y me pongo una camiseta y un pantalón corto de algodón. Esta vez cojo la ropa de la cómoda, aunque lo hago rápidamente para salir cuanto antes del dormitorio. Tengo que habituarme a una vida nueva y cuanto antes salga de esta espiral de dolor y dejadez, mejor.

Bajo a la cocina para prepararme el desayuno y veo que la nevera está prácticamente vacía. Necesito salir a comprar.

Cojo un tazón de cereales y lo lleno hasta la mitad de Cheerios, mis favoritos desde niño, y añado la poca leche que queda en la botella.

«Pepa, espero que hayas desayunado en casa porque hoy no te puedo invitar».

Resulta que cada mañana antes de empezar con mi rutina diaria escucho el programa radiofónico de Pepa Bueno. En realidad cada mañana no; si estaba con ella, evitaba empezar el día con las noticias para dedicarle ese ratito. Pero eso ya no importa.

Me siento con el desayuno junto a la ventana mientras hablan de la tensa situación que se está viviendo en Vakozhia desde su declaración unilateral de independencia. Desafortunadamente, desde las guerras yugoslavas parece que la zona no acaba de estabilizarse completamente.

4 de junio de 2019

 

Como agradecimiento por cuidar de Totó, Claudia y Miguel me han invitado a cenar. Para ser sinceros, creo que es cosa de mi hermana solamente. Siempre nos hemos llevado fabulosamente, pero cuando Miguel apareció en su vida, hace ya catorce años, nuestra relación empezó a cambiar. Unos años después ella se volvió poca cosa para él y decidió dejarla por otra chica que casualmente a mí me gustaba, aunque eso era lo de menos en aquel momento. Lo que le hizo a Claudia fue imperdonable. En aquella época volvimos a unirnos bastante.

Con el paso del tiempo superó la ruptura y ambos siguieron con sus vidas por separado, hasta que hace unos años él volvió a buscarla y mi hermana volvió a caer en sus redes. Nunca me gustó Miguel y el tiempo y la vida me han demostrado que no es buen tipo. Traté de hacérselo ver a Claudia, pero su amor y fe ciega en él lo impidieron. Eso hizo que nos distanciáramos de nuevo bastante. No hemos llegado a perder el contacto plenamente, tal vez por el hecho de perder a nuestros padres hace cinco años ya, pero en ocasiones tengo la sensación de que, si no acepto a Miguel, ella no puede acercarse más a mí. Y, bueno, por mi parte también puse algo de espacio por mi situación, todo sea dicho. Por eso también me sorprendió que me pidiera precisamente a mí hacerme cargo de Totó. Imagino que lo hizo porque sabe cuánto me gustan los animales, especialmente los perros, y que Henkel se marchó poco después de empezar el año, e inevitablemente le echo en falta por lo unidos que estábamos.

La verdad es que no tengo demasiadas ganas de cenar con nadie y menos con mi apreciado cuñado y he tratado de poner varias excusas, incluyendo que no puedo permitirme ese tiempo con la que se me viene encima, pero Claudia insiste demasiado. Al final hemos cambiado la cena por una comida, con el añadido de que Miguel no vendrá. Estaremos ella y yo solos.

Durante la comida no para de hablar sobre lo fantástico y maravilloso que ha sido el viaje. Cada palabra de felicidad me sienta como una bofetada. Quiero decirle que pare, que en estos momentos no puedo ni quiero que nadie comparta eso conmigo, que yo solo siento una tristeza terriblemente profunda porque mi gran amor me ha abandonado. Porque sí, así es como me siento: abandonado. Pero no puedo contarle nada de eso, no por el momento. Por eso intento cambiar de tema de la forma más sutil posible comentando lo voluble que está la península de los Balcanes con el asunto de Vakozhia.

Según parece, la cosa es más seria de lo que se creía. La independencia de Vakozhia está siendo motivo de controversia porque Serbia está acusando a muchos de los países que la han reconocido meramente con fines estratégicos, como es el caso de Estados Unidos, a quien señala directamente. Apoyando a Serbia para mantener Vakozhia bajo su soberanía está Rusia como gran potencia. Esperemos que todo se solucione cuanto antes y de la mejor manera posible, que esa gente lleva sufriendo treinta años ya y, además, ya sabemos lo que pasa cuando los Estados Unidos y Rusia quieren sacar tajada de conflictos así.

6 de junio de 2019

 

Joder, olvidé salir a comprar de nuevo. En la nevera solo tengo un refresco de cola sin azúcar, medio limón bastante seco y algo que algún día fueron canónigos y rúcula.

El refresco es de ella. Cuando empezamos a vernos me comentó que solía ir a tomar el vermú con sus amigas de la infancia cuando coincidían todas. Desde entonces, los días que dormía en mi casa y que ambos no trabajábamos, me gustaba prepararle su favorito: vermú rojo con cola, con un único hielo y dos rodajas de limón. Aquello se convirtió en nuestra rutina de fin de semana. Incluso los días de trabajo, cuando le habían resultado duros, siempre tenía esperando su bebida antes de comer, acompañada de esas aceitunas negras que tanto le gustaban.

Desde que decidió terminar con nuestra relación, muchas de sus cosas siguen tal y como ella las dejó. Sin embargo, su vermú y sus colas he ido bebiéndolas yo. Es una forma muy particular que tengo de sentirla conmigo. Una de tantas.

Me subo a mi Peugeot 308 para ir al supermercado. Antes vivía en una zona apartada en la que necesitaba el coche para todo. Ahora, sin embargo, tengo todo bastante cerca y puedo desplazarme a pie perfectamente dando un pequeño paseo, pero he pensado que podría darme una vuelta antes por ahí, sin rumbo en la carretera, como hacíamos a veces antes juntos. No lo hago como recuerdo a ella, es solo que hace un par de semanas compré una furgoneta y el coche forma parte del pago y hasta que llegue el nuevo vehículo, no tengo que entregar el mío. No será un viaje muy largo de despedida, pero servirá igualmente.

En esta ocasión ni siquiera pongo un dedo en el mapa para ver dónde me lleva el azar. Sin más, sigo la carretera, donde me vaya guiando.

Pongo la radio para estar un poco entretenido en el trayecto. Vuelven a hablar de Vakozhia. Por lo visto un grupo armado ha irrumpido en una antigua base militar aún bajo el dominio serbio para tratar de tomarlo. Por el momento, se desconoce de quién se trata y con qué apoyos cuenta.

Irremediablemente pienso en las más que probables movilizaciones militares que se van a llevar a cabo de forma vertiginosa por parte de ambos bandos. Mi parte más castrense va más allá aún, por ciertas formaciones que recibí cuando estuve instruyéndome como militar en Zaragoza. A diferencia de la opinión de muchos compañeros, esos meses, aunque duros, fueron toda una aventura para mí.

Indistintamente de cuál sea el próximo movimiento que vaya a darse por lo acontecido en Vakozhia, mejor no divagar ni suponer posibles acontecimientos, al menos por el momento. Basta de noticias y mejor poner algo de música. Tengo varias listas que son perfectas para este momento y sin embargo me detengo al llegar a una en concreto. «El primero de muchos», se llama. Mi corazón creo que se ha parado por un instante también.

A finales de 2016 fuimos a pasar el día por ahí. Ella estaba atravesando un mal momento y yo me ofrecí a regalarle un día de desconexión. Por esas fechas hacía solo un par de meses que éramos amigos. Desde el primer momento encajamos baste bien y para ambos fue incluso una sorpresa que todo surgiera a raíz de compartir una escena en el grupo de teatro en el que ambos estábamos. Sin saber muy bien cómo, se convirtió en una persona imprescindible y vital para mí y, siendo consciente de que podía hacer algo por ella, por pequeño que fuera, no dudé.

Nos fuimos a pasar el día a la montaña. Aunque era diciembre y faltaban apenas unos días para Navidad, el tiempo nos respetó, luciendo un sol cuyos rayos se agradecían y disfrutamos de una temperatura más propia de la primavera que de esas fechas. Maldito cambio climático.

Pasamos el día en un pequeño pueblo de la Montaña Palentina cerca de La Pernía, Galaza, muy poco conocido por lo engorroso que resulta llegar, pero de gran belleza. Situado en una suave ladera, queda rodeado de robles y tejos, dejando un pequeño desfiladero libre desde el que se ve la magnífica crestería cantábrica Peña Labra y justo en sentido contrario, aunque más cercana, puede distinguirse vagamente Peña Carazo. Para ser tan pequeño, además de por su singular ubicación, llama la atención su fortificación. Según cuentan, todo aquello comenzó con la conquista romana, con la construcción de castros de montaña que fueron adaptándose a los tiempos, perdurando así hasta la Edad Media, época en la que nunca se le reconoció el derecho de almenaje medieval, lo cual no impidió a sus habitantes erigir pequeñas murallas que se conservan en la actualidad. Por el propio pueblo discurre en primavera una pequeña cascada causada por la nieve acumulada durante el invierno que dota de una belleza hechizante a un pueblo cuyas construcciones siguen un modelo tradicional muy particular de piedra y madera. Allí comimos en un pequeño restaurante en el que solo sirven platos típicos montañeses. Por humilde que pueda parecer, ese tipo de comida es una delicia.

Durante el café de sobremesa le dije que, si el pueblo ya era un pequeño tesoro que muy pocos conocían, aún faltaba el plato fuerte: cerca quedaba un paraje muy escondido y desconocido para muchos. Por supuesto me preguntó cómo sabía de su existencia y si podíamos ir. Traté de hacerme el difícil pero finalmente accedí.

Al principio nos costó un poco encontrar el camino entre la arboleda, incluso estuve a punto de abandonar nuestra improvisada marcha por miedo a extraviarnos si nos adentrábamos demasiado y no podíamos regresar fácilmente. Después llegamos hasta un cruce donde, tras caminar un buen rato, otro sendero nos llevó hasta un claro. Al llegar, ambos nos conmovimos. Había un lago completamente en calma. No se escuchaba el murmullo del agua ni el trinar de ningún ave. Reinaba el silencio más absoluto. Tanta quietud entre aquellos tejos resultaba algo hermoso y digno de admirar. Junto al lago había unas pequeñas rocas en las que nos sentamos uno al lado del otro para contemplar y disfrutar de todo aquello. En un momento dado, se apoyó en mí y cogió una de mis manos. Con la otra, yo acariciaba su brazo mientras la rodeaba. Recuerdo que nos quedamos así durante un par de horas, sin cruzar una palabra, sin importarnos el frío que ya empezaba a notarse. Para mí, aquella fue la vez que más paz he sentido en mi vida. Es algo que aún hoy me cuesta describir al rememorar esa tarde.

Como no queríamos que se hiciese tarde para poder volver fácilmente hasta el pueblo, nos levantamos y nos fuimos en silencio, para no romperlo y alargarlo todo lo posible. Llegados de nuevo a Galaza, el mutismo se acabó, pero no fue algo forzado o necesario. Surgió y nuestros sonidos no ensombrecieron ni estropearon lo que ambos acabábamos de sentir.

Ya en el coche, pusimos algo de música para amenizar el camino de vuelta y fue bastante animoso. Alternábamos cada uno con sus preferencias y estilos tan diferentes. En la puerta de su casa, nos despedimos sin bajarnos del coche. Me sonrió y me dio un beso en la mejilla.

—Gracias por un día maravilloso. Sencillo pero muy bonito —me dijo.

«Gracias a ti por haberlo hecho posible».

Solo le respondí con una sonrisa.

Me quedé esperando hasta que entró en el portal. Justo en el momento en que iba a ponerme en marcha, sonó mi móvil. Era un mensaje. Era ella.

¿Dije maravilloso? Ha sido un día mágico.

En ese preciso instante me di cuenta de que estaba completamente enamorado. Me asombró aquello porque no había reconocido las señales. Ni siquiera había sido capaz de ver que me gustaba hasta ese momento. No lo sé, tal vez me sintiera algo atraído por ella, pero no hasta ese punto.

Tumbado en la cama no podía dejar de pensar en ese día, en esa tarde en el lago, en ella, en… Suena el móvil de nuevo. Vuelve a ser ella. Me envía un sencillo «buenas noches» acompañado de un enlace. Era una lista de música, con todas las canciones que habíamos puesto en el viaje de vuelta. Y la lista se llamaba «El primero de muchos».

8 de junio de 2019

 

Joder, menudo infierno esto del amor. Cuando se está bien y todo fluye es increíble, pero cuando te abandonan, el dolor lo ocupa todo, hasta los sueños.

Me despierto sobresaltado. Al incorporarme en el sofá, veo que he llorado mientras dormía. Maldita sea. ¿Qué hostias me está pasando? ¿Me estoy convirtiendo en un débil? ¿Acaso estoy loco? Cada día, desde que se fue, lo poco que duermo no me sirve demasiado para descansar. Por suerte o por desgracia, según se mire, esos pequeños ratos de sosiego en los que me visita Morfeo sueño con ella. Cada una de las veces rememoro momentos en los que fuimos felices juntos. Imagino que una parte de mí no está dormida y es la que llora resucitando esos recuerdos; de ahí las lágrimas.

—Hugo, tienes que serenarte —me digo a mí mismo en voz alta—. Vas a ir a la cocina a preparar unos cereales y un zumo y vas a ponerte un rato al piano. Tienes que centrarte en algo y dejar de comportarte como un puto blandengue llorica.

Empecé a estudiar piano a los siete u ocho años por iniciativa propia. No fui uno de esos críos a quienes sus padres les obligan a aprender a tocar un instrumento, aunque los míos estaban encantados con ello, sobre todo mi madre, que a sus ojos me veía un virtuoso y ya me imaginaba convertido en un gran concertista. El disgusto que se llevó cuando a los catorce le dije que dejaba el piano fue épico. Es cierto que no pretendía abandonar la música y solo cambiar de instrumento, pero cuando expliqué en casa los motivos, le costó horrores aceptarlo.

—El piano termina siendo aburrido, siempre tocando las mismas piezas clásicas, sin innovar en algo más actual. Chopin y Shumann están bien, pero eso a las chicas no les interesa.

—¿Có… có… cómo que a las chicas? Pero tú… tú…, ¿es que ya te gustan las chicas? —dijo horrorizada.

Mi padre se rio al escucharla tan pavorida y ella le miró inquisidora.

Durante varios minutos traté de contar por qué dije aquello y por qué quería apartar durante un tiempo el piano. En realidad me encantaba, pero era cierto que empezaban a interesarme las chicas y ellas, al menos las que yo conocía, se veían atraídas por chicos algo más macarras. En aquella época yo me veía como un James Dean adolescente y el piano no era el instrumento adecuado para mí en esos momentos.

—Vamos a ver, Manuela, el chaval quiere probar la guitarra. Por mucho que las chicas empiecen a entrar en sus planes, estará centrado en algo y no se echará a perder.

Recuerdo cómo mi madre se marchó del salón refunfuñando mientras se colocaba el mandil. Mi padre me guiñó un ojo. Pese a la reacción inicial de mi madre, lo de no echarme a perder sabía que eran las palabras que ella necesitaba para reflexionar sobre aquello.

—Si es lo que quieres, adelante. Ya me encargaré yo de convencerla —se dirigió a mí cómplice—, pero nada de descuidar los estudios o se acaban la guitarra, el guitarro y las chicas.

Enciendo la radio mientras desayuno. La verdad es que el día no empieza demasiado bien entre mi forma de despertar y las noticias que llegan desde Vakozhia. Los medios en la zona informan que, a consecuencia del asalto, hay decenas de muertos y centenares de heridos. No he llegado a escuchar qué ha ocurrido exactamente, pero la cosa parece más seria de lo que pretendía en un primer momento. Declaran también que se sospecha de nuevos ataques, por lo que tanto serbios como vakozhianos han sacado a la calle al ejército y gran parte de sus recursos de artillería. Madre mía, es un día para no haberse levantado de la cama. En mi caso, del sofá.

Tras aporrear las teclas de mi Clavinova un par de horas creyéndome Joaquín Achúcarro, me doy un descanso, aunque en realidad lo que voy a hacer es planchar, que buena falta hace. En lugar de hacerlo en la mesa de la cocina, como siempre, lo hago esta vez en el salón, así puedo poner un poco la televisión mientras tanto.

Están difundiendo algunas imágenes de la ocupación de ambos ejércitos en sus respectivos países e incluso los kosovares hacen lo mismo. Se le pone a uno el vello de punta. No paran de hablar de las guerras yugoslavas y sobre que podría estallar de nuevo otro conflicto bélico en la zona si es que no lo ha hecho aún, por lo menos de manera oficial.

Dejan el asunto para dar paso al panorama político nacional. Decido cambiar de canal porque no soporto a ese periodista repeinado que suelen llevar. Es de esas personas que me cuesta tragar por cómo habla y los argumentos sin fundamento que emplea.

En la televisión pública comunican que las fronteras de Vakozhia han sido cerradas y que las imágenes son de ayer. Hoy todos los corresponsables informan desde Pristina, en Kosovo, donde las autoridades vakozhianas les han obligado a trasladarse por no garantizar su seguridad dentro de sus fronteras, y es que la situación se está descontrolando considerablemente. Anuncian también que las dos grandes potencias que apoyan a serbios y vakozhianos —Rusia y Estados Unidos, respectivamente— van a enviar a la zona apoyo militar y médico. Esto es de locos.

Una llamada de teléfono me saca de mis elucubraciones acerca de todo esto.

—¿Hugo Barona? —pregunta una voz de mujer al otro lado del teléfono que no logro reconocer.

—Sí, soy yo.

—Hugo, buenos días. Mira, soy Ana. Te llamo del concesionario Ford Autolid. Era para decirte que puedes pasarte cuando quieras por aquí, que tenemos ya tu vehículo.

—Ah, hola. Perdona, no te había reconocido. Perfecto. Pues hoy me acerco, aunque no sabría decir cuándo exactamente —respondo.

—No te preocupes, hazlo cuando quieras siempre que sea ahora por la mañana, que los sábados no abrimos por la tarde. Recuerda también traer las dos llaves del 308 para entregarlas con el otro coche.

—Sí, sí. Están ya preparadas —miento descaradamente—. Cuando vaya, ya llevo las llaves y la documentación del coche.

—Muy bien, Hugo. Nos vemos entonces a lo largo del día. Que pases buena mañana y un saludo.

—Igualmente. Adiós.

Cuelgo el teléfono y no puedo evitar exclamar en voz alta un agrio «hostia puta». No tengo ni idea de dónde puede estar la segunda llave. Normalmente están todas las copias dentro de una caja guardada en el cajón del mueble de la tele. Sin embargo, el otro día, cuando volví de la compra, quise dejar todo dispuesto para no andar con prisas en el último momento y al rebuscar en la caja, no estaba.

Soy un tipo bastante ordenado. Los hombres tenemos fama de ser algo desastres para cosas así, aunque en mi caso, yo no era el descuidado de la pareja. Y precisamente ese es el motivo por el que esa segunda llave no está.

En este instante caigo en la cuenta de todo. Hace un par de semanas ella tuvo que asistir en Segovia a un congreso de psicólogos. Hubo un incidente en la línea ferroviaria y no pudo coger el AVE, así que no le quedó más remedio que ir en coche. Casualmente, no disponía del suyo por un reventón en la rueda que no podía ser reparado, y mientras llegaba la nueva al taller llevaba montada la de repuesto, motivo por el que se llevó mejor el mío. Y cuando Murphy entra en escena, lo hace a lo grande. Me fui a tomar algo con mi buen amigo Menéndez con tan mala suerte que, por costumbre, lo hice llevándome las llaves. Con las prisas, en lugar de hacerme volver a casa, prefirió llevarse la otra que estaba guardada. Y ahora es posible que la tenga ella.

Voy a tener que llamarla, no me queda otro remedio, o eso pienso. Es una situación que me estresa considerablemente. No hemos vuelto a tener ningún tipo de contacto y pese a que no han pasado ni dos semanas, el dolor sigue presente aunque se me antoje todo lo sucedido muy lejano en el tiempo.

Su nota era clara:

No me llames. No me escribas. Necesito cerrar todo esto y hablar no va a ayudar.

Las veces que he leído aquellas líneas tratando de entender…

Voy a la cocina. Sé que no es ni mediodía, pero necesito un trago y el alcohol me dará el valor suficiente para poder hablar con ella, o al menos eso quiero pensar.

Durante estos once días de pesar, dolor y pena, he querido llamarla para saber cómo está. Me siento muerto en vida y ella, si me cogiera el teléfono, se percataría de ello. Y no creo que eso sirva de mucho salvo para empeorar las cosas.

Aquí estoy, con un vaso con hielo buscando en el minibar del salón la botella de Aberlour, un whisky escocés que me regalaron hace unos meses unos compañeros de trabajo que estuvieron por allí. Está al fondo, sin abrir aún. No es raro porque no bebo demasiado pese a que eso haya cambiado últimamente. Lo de ahogar las penas en alcohol se ha convertido en un ritual para mí ahora.

Cojo la botella con una mano y el vaso lo sujeto con la boca, mientras que con la otra mano cierro el mueble. Me siento en el sofá y me quedo mirando la botella fijamente. Se me pasa de todo por la cabeza en estos momentos. Finalmente me decido a quitar el precinto. Al retirar el tapón, huelo el aroma que desprende y me embriago con ese olor avainillado.

«Esto tiene que saber de puta madre».

Y justo en el preciso instante en el que voy a servirlo, suena el teléfono. Es un mensaje de Natalia.

Llegaré sobre las cinco para ayudar a preparar todo. Espero que sea buena hora.

Definitivamente, tengo la cabeza donde no debo. Había olvidado por completo que hoy nos íbamos a juntar varios amigos para cenar en casa. No soporto los grupos de WhatsApp, ni siquiera el de los colegas, y ellos lo saben, por eso no es de extrañar que, incluso en situaciones normales, no lea los mensajes. Además, estos últimos días tampoco hemos hablado entre nosotros por las obligaciones de cada uno, pero ya teníamos organizado desde hace unas dos semanas quién se encargaba de traer cada cosa.

«Perfecto», respondo.

Miro de nuevo la botella de Aberlour, la cierro y la guardo. Otra vez será.

He necesitado un simple mensaje para darme cuenta de que estaba equivocado y ese escocés de dieciocho años no me iba a dar ese empujón que necesito. Eso espero al menos.

Cojo el teléfono móvil y busco su número en la agenda. Sé cuál es perfectamente, lo memoricé hace siglos, sin embargo lo hago de este modo no sé muy bien el motivo.

Al pulsar el botón de llamada me sale una imagen de fondo que tengo para su contacto. Somos los dos haciendo el tonto, poniendo muecas y caras burlonas. Es una foto de cuando empezamos a salir, una de mi particular top cinco. Otro recuerdo más.

Un tono…, dos…, tres. Parece que no quiere responder, o tal vez no tenga el móvil a mano. Cuatro…, cinco. Me empiezo a impacientar. Seis. Y comunica.

Me cancela la llamada. ¿Acaso no puede hablar? ¿Es posible que al ver que era yo cancelase la llamada? Me empiezo a hundir por momentos y eso hace que me replantee lo del whisky.

No tengo que ser tan pesimista ni pensar en lo peor. Quiero creer que no puede hablar, así que escribo un mensaje.

Hola. Espero que las cosas te vayan bien. Te llamo para preguntarte si por un casual tienes tú las otras llaves de mi coche. Las necesito. Un beso, preciosa.

«¿Un beso, preciosa?» Me doy cuenta a tiempo y borro esa parte. Puede parecer una estupidez, pero aquello podría haber estropeado aún más las cosas.

Apenas medio minuto después suena el teléfono. Es ella. Su tono personalizado la delata.

Mira en la mochila marrón que utilizo a veces de bolso.

Mensaje lapidario que me demuestra que no quiere saber nada de mí ni tampoco que yo sepa cómo le van las cosas ahora.

Voy a derrumbarme en cualquier momento. Esas escasas palabras carentes de delicadeza o afecto se clavaban en mí con cada escalón que subo. Esa mochila está entre sus cosas…, en su parte del vestidor…, en el dormitorio…, en nuestro dormitorio.

Trato de estar en él lo menos posible porque no quiero estar entre sus cosas. Sé que tengo que mirar hacia delante y salir de todo esto, dejar atrás toda esta tristeza que me acompaña. A veces soy consciente de ello y trato de hacer frente a mi desconsuelo y mi melancolía. Otras veces, dejo que el alcohol acompañe mi amargor. Sé que con el tiempo el dramatismo de la situación y yo dejaremos de ser inseparables, pero por el momento me dejo cortejar por él.

Aquí delante del vestidor, frente a frente con sus cosas, lanzo un suspiro que más bien parece un sollozo. Su olor aún perdura y recorre mi cuerpo completamente al respirar el perfume de su ropa. Adoro ese aroma, pero también me quema de dolor en estos momentos, por lo que decido marcharme de aquí de inmediato para no dejar que ese recuerdo me acorrale y haga que me bloquee aquí mismo.

Localizo esa mochila rápidamente. Por suerte, es una chica que no acumula demasiada ropa ni complementos. Apenas tiene tres bolsos y por lo que sé de chicas, es un número muy pequeño. En realidad, un único bolso y dos pequeñas mochilas, una de ellas regalo mío. Bueno, ahora no voy a entrar a pensar en si esas mochilas se consideran bolsos o no.

La cojo del estante y su bolso también. Normalmente lleva la mochila azul que le regalé en su último cumpleaños, pero en ocasiones utiliza la marrón que tenía antes, y ya en ocasiones algo más especiales que requieren arreglarse un poco, el bolso. Sé que me dijo que estaba en la mochila, pero tal vez a Segovia llevase el bolso.

Allí mismo, hurgo en los distintos bolsillos de la mochila. Pañuelos, bolígrafos, alguna moneda suelta…, pero ni rastro de la llave. En el bolso, mismo resultado. Nada.

Empieza a agobiarme la idea de tener que volver a contactar para que revise la mochila azul porque es posible que fuera la que hubiera llevado al final a Segovia. Antes de que un miedo poco justificado y más bien exagerado me termine por arrinconar en el vestidor, vuelvo a mirar la marrón que me dijo. ¡Sí, aquí están! Chasqueo la lengua y respiro aliviado. Definitivamente, me estoy convirtiendo en un drama queen.

Vuelvo del concesionario poco emocionado. Cualquiera que se compra un vehículo nuevo está deseando hacer kilómetros con él y hacer uso de todas esas prestaciones que tiene mientras aspira ese particular olor a tapicería nueva. Yo no. Siempre quise una furgoneta y recorrer Europa en ella, como cualquier persona de mi edad cuando tenía veinte años. Ahora con treinta y tres sigo con ese sueño. Me veo pasando buena parte de las vacaciones de ese modo. Además, cuando cumplió los veinticinco, mi buen amigo Óscar se compró una tartana de Nissan Vanette casi con tantos años como nosotros —puede que incluso más— y solíamos hacer en ella nuestra quedada anual de colegas, un fin de semana —más bien varios— chorreando testosterona en algún paraje recóndito en el que dormir al aire libre.

Óscar es el Bear Grylls español, aventurero donde los haya y un auténtico experto en supervivencia. A diferencia de él, mi intención es camperizar mi Tourneo Courier, o al menos prepararla para poder hacer alguna escapada. En su caso, la Vanette, antes, y su nueva Volkswagen Transporter, ahora, eran de todo menos camper. Podías encontrar de todo en ellas, absolutamente de todo, hasta lo más imprevisible. En nuestras escapadas habituales era costumbre llevar la furgoneta cargada, con cosas útiles o no, y en la que solemos ir todo el grupo de amigos, parejas incluidas, incrementando considerablemente la carga con los «por si acaso» para los menos aventureros. La verdad es que en alguna que otra ocasión nos ha sacado de aprietos alguno de los trastos que lleva, pero la mayoría de las veces se quedan en la furgoneta sin que les demos utilidad alguna. Las mochilas que llevamos para dormir al raso suelen ir bien cargadas y no necesitamos añadir peso de forma innecesaria. Además, como digo, es un crack de la supervivencia, el McGyver del aire libre. En realidad, si con sus conocimientos y con materiales básicos que lleva nos soluciona las salidas, muchas veces me cuesta comprender por qué lleva tantas cosas que jamás llegamos a utilizar.

Al volver a casa veo que Natalia ya ha llegado y me espera apoyada en la verja. Al principio no me reconoce por el coche pero al ir acercándome y percatarse de que soy yo me saluda animadamente con la mano.

—Mitad coche, mitad furgoneta. Muy práctica. ¡Me encanta!

Aparco en la puerta en lugar de entrar al garaje y me bajo del coche de un salto, aparentando tener más energía de la que en realidad tengo. Se acerca a mí para darme dos besos pero interrumpe el gesto para dedicarme una mirada de crítica preocupación entornando los ojos.

—Uy, uy, uy. Me da que algo ocultas. ¿Qué pasa aquí?

Su tono es burlón, pero no el recelo con el que mira. Me conoce demasiado bien. Tal vez he exagerado en exceso mi falso entusiasmo y eso ha hecho saltar la alarma.

—¿Pasar? No pasa nada —le respondo mientras me giro para dirigirme a la cancela.

Natalia me detiene agarrándome por el brazo para evitar que siga caminando. Respiro hondo tratando de no derrumbarme y allí de pie, dándole la espalda, se lo digo:

—Se ha ido, me ha dejado —respondo con voz melancólica.

Me encorvo sobre mí mismo y siento que me hago pequeño al pronunciar aquellas palabras. Trato de reprimir unas repentinas ganas de llorar.

Me mira sorprendida, sin entender con exactitud a qué me refiero. Apenas unos segundos después cae en la cuenta.

—¿Alex? ¿Alex te ha dejado?

Asiento mirando hacia el suelo. No me atrevo a mirarle a la cara porque sé que al hacerlo terminaré por desmoronarme aquí mismo.

Natalia deja las bolsas que lleva en el suelo y me abraza por la espalda. Aquel gesto tan llano y tan sincero a la vez hace que comience a llorar como un niño desconsolado.

Alex. Hoy hace exactamente once días que no escucho pronunciar su nombre. Hace también once días que llevo guardándome esto sin compartirlo con nadie. Hace once días que necesito ese abrazo.

—Shh…, está bien.

No hay aflicción alguna para mí en estos momentos. Me siento tan frágil que esto me rompe más si es posible.

Natalia trata de hacer uso de unas palabras que me reconforten mínimamente aunque sea, pero sus intentos son más bien inútiles.

Entramos en casa y vamos directos a la cocina. Prepara un café para cada uno y, algo más sereno, le cuento lo que ha sucedido y cómo aquel fatídico martes me encontré con una nota que quitaba todo sentido a mi existencia. A cada palabra, a Natalia se le hiela más el gesto. Ella y Alex se han hecho buenas amigas e incluso trabajan en el mismo gabinete —aunque con trabajos muy diferentes— y se sorprende con lo acontecido a medida que voy añadiendo detalles a mi relato.

Muchas veces no somos conscientes de que algo falla en nuestra relación y la tenemos idealizada, pero es que en nuestro caso podría decirse que todo iba bien. Más que bien. Era perfecta. Como todos, teníamos alguna que otra discusión por cosas banales pero siempre terminábamos por solucionarlo. Nadie podría decir que algo iba mal entre nosotros.

Y es que así era. Todo fue bien hasta la noche anterior. El día había transcurrido con absoluta normalidad. A Alex le habían dado la tarde libre, así que la pasamos acurrucados en el sofá viendo películas. A última hora, mientras yo buscaba ofertas de empleo en el ordenador de sobremesa de su despacho, ella se fue a la ducha y de ahí a la cama con su portátil. Antes de dormir, solía llevárselo para ver la agenda de trabajo del día siguiente y organizarse mientras yo veía algo en YouTube en el teléfono o curioseaba las redes sociales. Ese día, cuando me metí en la cama, la noté algo diferente.

—¿Va todo bien, pequeña?

—Claro —respondió con seriedad sin apartar la mirada de su pantalla.

—No sé, ahora te noto más seria de lo normal, y hemos estado bien.

—No me pasa nada.

—¿Es porque no me he venido a la cama contigo?

—Que no, no insistas —dijo algo más brusca—. Es solo que mañana es martes y ya sabes, tenemos reunión a primera hora de todo el gabinete.

—¿Es por la renovación? Seguro que te…

—Te he dicho que no pasa nada —me interrumpe mientras deja el portátil en la mesita—. ¿Apagamos la luz? Estoy cansada y es tarde.

En ese momento estaba convencido de que el haberme quedado en el piso de abajo en el ordenador algo más de lo esperado le molestó. Desde que vivíamos juntos nos íbamos a la cama siempre a la vez, casi, casi sin excepción.

A la mañana siguiente no quise remover el asunto y no saqué el tema durante el desayuno.

Cogió el bolso, las llaves y se despidió, saliendo escopeteada hacia la puerta porque se había entretenido algo más de lo previsto arreglándose el pelo. En la puerta la besé de forma inocente y acelerada. La miré y sonreí. Era preciosa. Tenía los ojos de un azul intenso, y grandes, y cuando los abría más al poner mirada de sorpresa parecían más grandes aún. Su pelo era de un rubio algo oscuro y largo, como su flequillo, y siempre lo llevaba suelto salvo en contadas ocasiones en que se lo recogía con algún moño desenfadado. Sus labios eran gruesos, verdaderamente apetecibles estuvieran o no pintados de ese rojo intenso que utilizaba cuando se arreglaba. Junto a la boca tenía dos pecas que me resultaban de lo más sexis, y en cada mejilla afloraban unos simpáticos hoyuelos cada vez que sonreía.

Sé que tenía prisa, pero no podía dejarla ir con un beso como aquel. Además, ese día estaba verdaderamente irresistible con una falda negra y blusa blanca. Elegante, sencilla y levantándome el ánimo desde primera hora de la mañana. Me incliné hacia ella y la besé con pasión mientras le sujetaba por las caderas. Sentí que, durante un segundo, quiso apartarse. Fue apenas inapreciable, pero lo suficiente como para percatarme. Supuse que seguiría molesta por lo de la noche anterior. Además, le resté importancia cuando puso sus manos a ambos lados de mi cara y se dejó llevar en ese ardiente beso que compartimos. Después se apartó, aunque con sincero aire lastimoso.

—Tengo que irme, de verdad —me susurró. Arrugó la nariz como señal de fastidio.

Y se fue. Mientras salía por la puerta, le dije que la quería. Se giró, me guiñó un ojo y me dedicó una de sus bonitas sonrisas.

El resto del día transcurrió con total normalidad.

Como me debían días de vacaciones en el trabajo, no quería perderlos, así que tenía unos cuantos libres, por lo que me puse en modo maruja: recogí la casa y dejé preparada la comida. Más tarde recogí a Totó y llevé a Claudia y a Miguel al aeropuerto por su luna de miel. Aproximadamente, estuve fuera alrededor de dos horas entre el trayecto en coche y el paseo con el cachorro.

Totó y yo llegamos a casa, me quité las zapatillas antes de entrar y lancé las llaves al pequeño plato que tenemos en la entrada y en el que dejamos nuestros juegos siempre. Al hacerlo, vi que había un papel garabateado con un pequeño borrón como los que se hacen cuando el bolígrafo no pinta. Y justo debajo un mensaje.

No me llames. No me escribas. Necesito cerrar todo esto y hablar no va a ayudar.

No daba crédito. Durante unos instantes me quedé paralizado. Tuve que leerlo varias veces y aun así seguía sin entenderlo. Ignorando aquellas palabras, traté inútilmente de llamarla pero tenía el teléfono apagado. Sin soltar la nota, fui a la habitación subiendo los escalones de dos en dos y comprobé aterrado que parte de sus cosas no estaban.

Allí, de pie junto a la cama y con el trozo de papel aún en la mano, lo dejé caer mientras mi mundo comenzaba a derrumbarse y ni siquiera sabía el motivo.

Sigo sin explicarme qué pasó para llegar a aquello y hacerlo además de ese modo. A día de hoy, lo único que sé con certeza es que esa mañana fue la última vez que la vi, la última vez que la besé. La última vez que pude decirle que la quería.