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«Estoy plenamente convencido de que las especies no son inmutables, sino que las que pertenecen a lo que se conoce como un mismo género son descendientes directas de alguna otra especie por lo común extinta, de igual modo que las variedades reconocidas de una especie cualquiera son descendientes de esa especie. Es más, estoy convencido de que la selección natural ha sido el mecanismo principal de modificación, aunque no el único.» La publicación de la primera edición de El origen de las especies en 1859 no sólo sacudió los cimientos de la ciencia natural, abriendo un nuevo camino para todas las disciplinas que se agrupaban bajo ese amplio sello y facilitando el nacimiento de muchas otras, sino que supuso también una auténtica revolución en la forma en que el ser humano se había entendido a sí mismo hasta la fecha. Este volumen recupera la sexta y definitiva edición de una de las obras capitales del pensamiento occidental en una nueva y cuidada traducción a cargo de Dulcinea Otero-Piñeiro, fruto de un minucioso trabajo de años, para seguir haciendo accesible el texto darwiniano al público hispanohablante. Se acompaña, además, de una valiosa introducción de Miguel C. Botella, catedrático de antropología física de la Universidad de Granada, que contextualiza la aparición del libro y su importancia histórica, así como su recepción en España y su imborrable influencia en el desarrollo posterior de las disciplinas biológicas.
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Seitenzahl: 1170
Veröffentlichungsjahr: 2023
CHARLES DARWIN
El origen de las especiesmediante selección natural
Traducción de Dulcinea Otero-Piñeiro
Introducción de Miguel C. Botella
ALIANZA EDITORIAL
INTRODUCCIÓN, Miguel C. Botella
PRÓLOGO DE LA TRADUCTORA, Dulcinea Otero-Piñeiro
ORIGEN DE LAS ESPECIES
AÑADIDOS Y CORRECCIONES
NOTA HISTÓRICA
EL ORIGEN DE LAS ESPECIES
CAPÍTULO I. VARIACIÓN EN LA DOMESTICACIÓNCausas de la variabilidad. Efectos del hábito y del uso y desuso de las partes. Variación correlativa. Herencia. Caracteres de variedades domésticas. Dificultad para distinguir entre variedades y especies. Origen de las variedades domésticas a partir de una o más especies. Palomas domésticas, diferencias y origen. Los principios de selección seguidos desde tiempos antiguos y sus efectos. La selección metódica y la inconsciente. Origen desconocido de nuestras producciones domésticas. Circunstancias favorables al poder de selección del hombre.
CAPÍTULO II. VARIACIÓN EN LA NATURALEZAVariabilidad. Diferencias individuales. Especies dudosas. Las especies muy diversas, difundidas y comunes presentan la máxima variación. Las especies de los géneros más grandes de cada territorio varían con más frecuencia que las especies de géneros más pequeños. Muchas de las especies de los géneros más grandes parecen variedades por ser muy afines entre sí, aunque de forma desigual, y por tener distribuciones geográficas restringidas.
CAPÍTULO III. LA LUCHA POR LA EXISTENCIAImplicaciones para la selección natural. Empleo de esta expresión en un sentido amplio. Incremento en progresión geométrica. Aumento veloz de animales y plantas naturalizados. Naturaleza de los frenos al incremento. Competición universal. Efectos del clima. Protección con el número de individuos. Relaciones complejas entre todos los animales y plantas de la naturaleza. La lucha por la vida es más severa entre individuos y variedades de la misma especie y, a menudo, es severa entre especies del mismo género. La relación entre organismo y organismo es la más importante de todas.
CAPÍTULO IV. LA SELECCIÓN NATURAL O LA SUPERVIVENCIA DEL MÁS APTOLa selección natural: su poder comparado con la selección del hombre; su poder sobre caracteres de una relevancia insignificante; su poder a cualquier edad y en ambos sexos. La selección sexual. Sobre la generalidad de cruces entre individuos de la misma especie. Circunstancias favorables y desfavorables para los efectos de la selección natural, es decir, cruzamientos, aislamiento, número de individuos. Actuación lenta. Extinción causada por la selección natural. Divergencia de caracteres en relación con la diversidad de habitantes en un área reducida y con la naturalización. Efectos de la selección natural, a través de la divergencia de caracteres y la extinción, sobre la descendencia de un antecesor común. Explicación de la clasificación de todos los seres orgánicos. El progreso en la organización. Conservación de formas inferiores. Convergencia de caracteres. Multiplicación indefinida de las especies. Resumen.
CAPÍTULO V. LEYES DE LA VARIACIÓNEfectos del cambio de condiciones. Uso y desuso en combinación con la selección natural; órganos del vuelo y la visión. Aclimatación. Variación correlativa. Compensación y economía del crecimiento. Falsas correlaciones. Variabilidad de estructuras múltiples, rudimentarias y poco organizadas. Las partes con un desarrollo inusual son muy variables: caracteres específicos más variables que los genéricos; caracteres sexuales secundarios variables. Especies del mismo género experimentan variaciones análogas. Reversión hacia caracteres perdidos mucho tiempo atrás. Resumen.
CAPÍTULO VI. DIFICULTADES DE LA TEORÍADificultades de la teoría de la descendencia con modificación. Ausencia o rareza de variedades de transición. Transiciones en los hábitos de vida. Hábitos diversificados en la misma especie. Especies con hábitos muy diferentes de los de otras especies afines. Órganos de una perfección extrema. Modos de transición. Casos difíciles. Natura non facit saltum. Órganos de poca importancia. Órganos sin una perfección absoluta en todos los casos. La ley de la unidad de tipo y de las condiciones de existencia, ambas incluidas en la teoría de la selección natural.
CAPÍTULO VII. OBJECIONES DIVERSAS A LA TEORÍA DE LA SELECCIÓN NATURALLongevidad. Modificaciones no necesariamente simultáneas. Modificaciones sin ninguna utilidad directa aparente. Desarrollo progresivo. Los caracteres de escasa relevancia funcional son los más constantes. Supuesta incapacidad de la selección natural para explicar los estadios incipientes de estructuras útiles. Causas que interfieren con la adquisición de estructuras útiles mediante selección natural. Gradaciones en estructuras que han cambiado de función. Órganos muy diferentes en miembros de la misma clase y desarrollados a partir de un mismo origen. Razones para no creer en modificaciones grandes y repentinas.
CAPÍTULO VIII. EL INSTINTOLos instintos son comparables a hábitos, pero tienen un origen diferente. Graduaciones en los instintos. Pulgones y hormigas. Variabilidad de los instintos. Instintos de animales domesticados, su origen. Instintos naturales del cuco, de las aves del género Molothrus, del avestruz y de las abejas parásitas. Hormigas esclavistas. La abeja doméstica y su instinto de construir celdas. Los cambios de instintos y de estructuras no necesariamente simultáneos. Dificultades de la teoría de la selección natural de instintos. Insectos neutros o estériles. Resumen.
CAPÍTULO IX. El HIBRIDISMODistinción entre la esterilidad de los primeros cruzamientos y la de los híbridos. Esterilidad en diversos grados, no universal, afectada por el cruzamiento consanguíneo estrecho, eliminada por la domesticación. Leyes que rigen la esterilidad de los híbridos. La esterilidad no como un don especial, sino como un rasgo incidental debido a otras diferencias no acumuladas por selección natural. Causas de la esterilidad en los primeros cruzamientos y en los híbridos. Paralelismo entre los efectos de los cambios en las condiciones de vida y de los cruzamientos. Dimorfismo y trimorfismo. Fertilidad no universal en los cruces entre variedades y en su descendencia mestiza. Comparación entre híbridos y mestizos con independencia de su fertilidad. Resumen.
CAPÍTULO X. SOBRE LA IMPERFECCIÓN DEL REGISTRO GEOLÓGICOSobre la ausencia de variedades intermedias en la actualidad. Sobre la naturaleza de las variedades intermedias extintas y su número. Sobre el lapso de tiempo transcurrido inferido a partir del ritmo de denudación y de sedimentación. Sobre el lapso de tiempo transcurrido calculado en años. Sobre la pobreza de nuestras colecciones paleontológicas. Sobre la intermitencia de las formaciones geológicas. Sobre la denudación de áreas graníticas. Sobre la ausencia de variedades intermedias en una formación cualquiera. Sobre la aparición repentina de grupos de especies. Sobre su aparición repentina en los estratos fosilíferos más inferiores conocidos. Antigüedad de la tierra habitable.
CAPÍTULO XI. SOBRE LA SUCESIÓN GEOLÓGICA DE LOS SERES ORGÁNICOSSobre la aparición lenta y sucesiva de especies nuevas. Sobre sus diferentes ritmos de cambio. Las especies que se han perdido no reaparecen. Los grupos de especies siguen las mismas reglas generales de aparición y desaparición que las especies individuales. Sobre la extinción. Sobre cambios simultáneos en las formas de vida de todo el mundo. Sobre afinidades de especies extintas entre sí y con las especies vivas. Sobre el grado de desarrollo de las formas antiguas. Sobre la sucesión de los mismos tipos dentro de las mismas áreas. Resumen del capítulo anterior y el presente.
CAPÍTULO XII. CAPÍTULO I. LA DISTRIBUCIÓN GEOGRÁFICALa distribución actual no puede explicarse por diferencias en las condiciones físicas. Importancia de las barreras. Afinidad entre las producciones de un mismo continente. Centros de creación. Medios de dispersión por cambios en el clima y en el nivel del terreno y por medios ocasionales. Dispersión durante el periodo glacial. Alternancia de periodos glaciales en el norte y el sur.
CAPÍTULO XIII. LA DISTRIBUCIÓN GEOGRÁFICA (continuación)Distribución de las producciones de agua dulce. Sobre los habitantes de las islas oceánicas. Ausencia de batracios y de mamíferos terrestres. Sobre la relación de los pobladores de las islas con los de la masa continental más próxima. Sobre la colonización desde la fuente más cercana con la modificación subsiguiente. Resumen del capítulo anterior y del presente.
CAPÍTULO XIV. AFINIDADES MUTUAS ENTRE SERES ORGÁNICOS: MORFOLOGÍA; EMBRIOLOGÍA; ÓRGANOS RUDIMENTARIOSClasificación: grupos subordinados a grupos. El sistema natural. Reglas y dificultades de la clasificación explicadas mediante la teoría de la descendencia con modificación. Clasificación de las variedades. La descendencia, usada siempre para la clasificación. Caracteres análogos o adaptativos. Afinidades generales, complejas y divergentes. La extinción separa y define grupos. MORFOLOGÍA: entre miembros de la misma clase y entre partes del mismo individuo. EMBRIOLOGÍA: sus leyes explicadas mediante variaciones que no sobrevienen a una edad temprana y que se heredan a la edad correspondiente. ÓRGANOS RUDIMENTARIOS: explicación de su origen. Resumen.
CAPÍTULO XV.RECAPITULACIÓN Y CONCLUSIÓNRecapitulación de las objeciones a la teoría de la selección natural. Recapitulación de las circunstancias generales y especiales en su favor. Causas de la creencia general en la inmutabilidad de las especies. Hasta dónde se puede extender la teoría de la selección natural. Efectos de su adopción para el estudio de la historia natural. Consideraciones finales.
GLOSARIO DE LOS PRINCIPALES TÉRMINOS CIENTÍFICOS
CRÉDITOS
Charles Robert Darwin fue un personaje único en un momento único de la historia de la humanidad. Vivió en el lugar oportuno, las Islas Británicas, durante el momento de mayor auge y esplendor del imperio, cuando se alumbró una nueva sociedad, fruto de la conjunción de diversos factores complejos que solo allí se fundieron. Como en todas las disciplinas, tuvo antecedentes importantes y se nutrió de ellos, de manera que, si se rastrea su obra, se encuentran precursores que, con mayor o menor fortuna, contribuyeron a formar su pensamiento y le permitieron expresar lo que dijo en el preciso momento en que lo hizo, para que fuera considerado en el mundo que surgía entonces.
Sus estudios como naturalista le llevaron a formular la teoría de la evolución de las especies por medio de la selección natural, una revolución completa en las ciencias naturales que permeó a otras disciplinas, y su vocabulario y pensamiento forman ya parte inseparable de la concepción del mundo de las sociedades industrializadas, con todas las variedades y tendencias que se quieran, originadas a partir de sus trabajos. Junto a otros muchos en diversos campos, él contribuyó desde las ciencias naturales a conformar esa sociedad que emergía, cargada de tensiones a partir de su inicio.
La cantidad ingente de información generada en torno a su figura, su obra —en especial El origen de las especies— y su trascendencia resulta inabarcable. Se suceden sin parar ediciones de sus libros, que se cuentan por miles en todo el mundo, además de muchos más textos críticos, glosas laudatorias, nuevas interpretaciones, teorías de todo tipo y hasta novelas, obras de teatro y películas centradas en su figura. En vida tuvo un enorme reconocimiento, que aumentó con el tiempo, y hoy se le considera uno de los personajes más destacados en la historia de la humanidad desde Newton.
No se puede pensar que Darwin fuese un fenómeno espontáneo, un genio surgido de la nada que brilló aislado, sino que hay que considerar, como en cualquier manifestación del pensamiento humano, en qué lugar y en qué circunstancias se desarrolló su trayectoria, pues estuvo condicionado por la biografía, los recursos disponibles y el contexto social e ideológico donde se desenvolvió. La teoría de la evolución de Darwin surgió por la coincidencia de una serie de factores que se conjuntaron en ese momento e hicieron posible que llegase a ser un dogma central del mundo moderno, occidental e industrializado.
Las dos fechas clave de su recorrido vital, el tiempo entre su nacimiento, 1809, y su muerte en 1882, delimitan el marco dentro del que se sucedieron una serie de acontecimientos y situaciones únicos que cambiaron la historia de la humanidad, involucraron a Gran Bretaña de modo especial y tuvieron decisiva influencia en la conformación del mundo actual. Darwin estuvo allí y no se puede negar que desempeñó un papel destacado; fue producto de la sociedad inglesa del momento, y solo dentro de esa comunidad se dieron las condiciones para que existieran el personaje y su teoría.
En Gran Bretaña, desde el siglo XVII y hasta hoy, el poder del Estado descansa en el pueblo a través del Parlamento, que es el que propone el gobierno, redacta las leyes y dispone del presupuesto sin injerencia de la figura real. Por eso, en la monarquía parlamentaria el rey ejerce el papel de mero representante del Estado y solo tiene capacidad para ratificar nombramientos y otorgar títulos o distinciones a algunos súbditos de manera honorífica. Tal como indicó Thiers, «el rey reina, no gobierna», es decir, que la realeza solo tiene atribuciones por cuanto es símbolo del Estado.
Esa manera particular de entender las relaciones entre súbditos y realeza generó una situación peculiar, porque obligó a los nobles y burgueses a ocuparse de sus posesiones fuera de la capital, ya que la cercanía con la corte no les garantizaba la consecución de prebendas económicas. Como resultado, se dedicaron a la ganadería o la agricultura en sus tierras, de tal manera que se desató con fuerza el denominado «espíritu deportivo británico»: la intensa competencia entre unos y otros por conseguir el mejor representante de una raza, o la planta más llamativa o útil, por supuesto a través de la selección y los cruces endogámicos. Así surgieron las competiciones y exposiciones de animales o productos agrícolas, porque era motivo de orgullo poseer o haber criado el mejor ejemplar. Esa es la razón por la que el siglo XIX fue la época dorada de la mejora de las razas animales en Gran Bretaña, que no tuvo parangón en ningún otro lugar del mundo.
Darwin fue testigo de ese mundo de la selección artificial y sus efectos, que pudo apreciar de manera palpable y que le sirvieron como elemento fundamental para su teoría. Durante su vida se crearon la gran mayoría de las razas británicas de perros que hoy conocemos, que en general muestran ahora notables diferencias respecto a sus ancestros y que, gracias a que las generaciones se suceden en un tiempo corto (en general unos tres años), permiten observar los efectos de esa selección. Lo mismo sucedió con otros muchos animales, como cerdos, vacas o caballos.
En 1878, aún en vida de Darwin, se organizó la primera magna exposición canina, que aún se celebra cada año en Londres, el Cruft’s Dog Show, la mayor exposición del mundo en la que se juzgan miles de perros de todas las razas. Los jueces son, como siempre, criadores y personas del entorno especializado en esas razas concretas. El premio es simbólico, pues consiste sobre todo en el honor y la gloria de haber ganado; basta con ver los ejemplares ganadores y compararlos con sus antecesores, de los que se conservan fotografías, grabados o pinturas, para constatar la rapidez e intensidad de los cambios producidos en tan poco tiempo.
No sucedió lo mismo en otras partes. En el resto de Europa, las monarquías absolutas crearon cortes a su alrededor en las que pululaban multitud de aspirantes a títulos, tierras y beneficios que solo podían alcanzar al lado del rey; los nobles consideraban una bajeza trabajar sus tierras, que muchos no llegaron a conocer en toda su vida. Las fincas y los ganados quedaron en manos de administradores y aparceros cuyo interés consistía en conseguir las mayores ganancias posibles, en caso de que el señor les rescindiese el contrato, de modo que no se interesaron en gran medida por la selección.
El cambio en el sistema de producción que tuvo lugar en ese momento resultó decisivo para la aparición de la teoría y su aceptación. Desde la mitad del siglo XVIII se inició en Gran Bretaña el fenómeno conocido como Revolución Industrial, que condujo al mayor cúmulo de cambios económicos, sociales y tecnológicos de toda la historia de la humanidad, una conmoción que solo sería comparable a la que provocó el paso de las comunidades paleolíticas al Neolítico. Nunca antes se había producido un cambio similar a este, un extraordinario terremoto que alteró la vida de los humanos, que hasta entonces había estado fundada en una economía rural con base en la agricultura, la ganadería y los intercambios comerciales y pasó a conformar una sociedad urbana, con la economía apoyada en la industria y la producción masiva en serie.
El detonante fue la invención por Watt de la máquina de vapor, porque su gran versatilidad hizo posible su aplicación a muy diversas tareas, antes reservadas al lento trabajo manual, que consumía demasiado esfuerzo físico y tiempo; su empleo impulsó un asombroso incremento de las posibilidades de producción, así como el formidable desarrollo de las comunicaciones gracias a su aplicación a ferrocarriles y barcos. El propio abuelo de Darwin introdujo en su fábrica de porcelana los nuevos métodos de fabricación industrial en serie con la ayuda de máquinas de vapor.
Mientras tanto, las guerras napoleónicas asolaban Europa desde 1803. El Reino Unido declaró la guerra a Francia y sus soldados combatieron en la mayoría de los frentes, de norte a sur y de este a oeste, hasta la batalla final en los campos belgas de Waterloo en 1815. De esa larga guerra salieron favorecidas Gran Bretaña y Prusia, mientras que España perdió la mayor parte de su vasto imperio.
En torno a 1810, cuando en América se recibieron las noticias de la derrota de España a manos francesas, se intensificaron los levantamientos y movimientos revolucionarios en la mayoría de los territorios sujetos a la Corona española, a los que la metrópoli se vio incapaz de responder por la falta de efectivos militares, empeñados en su propia guerra de independencia contra Napoleón. Más tarde, la inestabilidad política, la escasez de recursos y la apatía de los gobernantes hicieron imposible combatir con eficacia el empuje de los ejércitos criollos, lo que llevó a que la mayoría de los antiguos virreinatos y provincias americanos se emancipasen poco a poco como Estados independientes.
Eso benefició a Gran Bretaña, ya desde tiempo atrás interesada en aquellas regiones, pues la hostilidad hacia todo lo que llegase de España abría grandes oportunidades para su comercio. Además, la conquista y colonización de la India (la joya de la Corona, como se la llamaba) trajo aparejada la afluencia de materias primas exóticas hacia las Islas Británicas, al mismo tiempo que originó una desusada demanda de productos manufacturados por parte de la colonia, que más tarde se extendió también a los nuevos países independientes de América. La Revolución Industrial, con el cambio profundo de las estructuras sociales y de los modos de producción que conllevaba, situó al imperio británico en primera fila gracias a la fabricación a gran escala de tejidos y otros géneros muy diversos, que exigieron la apertura de rutas y mercados para comercializarlos. Ahí comenzó el desarrollo, el auge que haría del imperio la potencia mundial más importante del siglo XIX.
La expansión británica —que, puesto que ni España ni Francia tenían capacidad para contrarrestar su poderío, corrió parejas con el dominio de los mares— creó a través del comercio unas estructuras económicas hasta ahora inéditas que transformaron la sociedad y, a la postre, la humanidad; dio origen a una manera de pensar y de vivir diferente de la anterior que se impuso en el mundo y fue el germen de nuestra sociedad actual. La era victoriana, en su primera etapa de prosperidad y enorme pujanza, cuando se fraguaba esa comunidad industrializada, necesitó elaborar modelos propios en los que sustentarse con modernas propuestas e ideologías que diesen sentido a sus planteamientos y los justificasen. Y Darwin estaba allí en ese momento.
Otro de los factores que conviene tener en cuenta es el notable poder e influencia que tuvo la Iglesia anglicana en el Reino Unido durante esa época. La imposición dogmática de los preceptos religiosos tenía que adoptarse como estricta norma general de convivencia, tanto más en una familia como la de Darwin, que era hasta cierto punto librepensadora. Prevalecía, y se indicaba a pie de página en la Biblia inglesa, la idea del obispo irlandés James Ussher, quien a mediados del siglo XVII se basó en el estudio de la Biblia como documento histórico indiscutible para deducir el momento exacto en que Dios creó la Tierra (en «el anochecer previo al domingo 23 de octubre del 4004 a. C.»)1 o el final del Diluvio Universal (el miércoles 5 de mayo del 2348 a. C.). No se puede olvidar que el joven Charles Darwin se preparó para ser pastor, como deseaba su padre, por lo que es de suponer que tenía una sólida formación religiosa en sus inicios, por mucho que a lo largo de su vida evolucionase hacia otras posiciones.
Nació en Shrewsbury, una ciudad de Inglaterra que entonces contaba con menos de 32.000 habitantes pero que era el centro de una amplia comarca rural. Su familia era acomodada, de clase alta: burgueses con dinero. Por vía paterna era hijo y nieto de médicos cultos, de tendencia liberal, bien considerados y con buena clientela. Su padre, Robert Waring Darwin, escribió varias obras de botánica y una introducción al sistema taxonómico de Linneo. Su abuelo, Erasmus Darwin, está considerado un precursor de las teorías evolucionistas, pues en su libro en dos tomos Zoonomía, o las leyes de la vida orgánica, un texto sobre anatomía y medicina, deslizó algunos elementos conceptuales próximos a la posterior teoría de Lamarck.
Entre la familia Darwin y la familia Wedgwood, reputados ceramistas de Sheffield, se estableció una estrecha relación a partir de contactos e inversiones económicas entre Robert Darwin y Josiah Wedgwood I, también liberal, que fue el que dio un gran impulso a su fábrica de porcelana, motivado en parte por el capital aportado por su amigo Darwin. La fábrica goza aún hoy de gran prestigio en todo el mundo porque renovó las técnicas y aportó inéditos motivos decorativos, entre otros la conocida porcelana de camafeo. La cercanía entre ambos llegó a tal punto que Robert se casó con la hija de Josiah, Susannah, con lo que logró acrecentar su fortuna, que amplió aún más gracias a sus inteligentes inversiones, realizadas sobre todo con el dinero de su esposa, algo que continuó Charles, quien nunca tuvo necesidad de trabajar para ganarse la vida.
El matrimonio tuvo seis hijos, pero Susannah murió con solo 52 años, cuando su quinto hijo Charles Robert tenía ocho, por lo que su hermana mayor se tuvo que encargar de su cuidado. Parece que eso influyó en su timidez y en su carácter retraído, de manera que se volcó en la observación de insectos y minerales, que buscaba por el campo en excursiones solitarias para coleccionarlos.
Inició la vida de estudiante en su ciudad, de cuya escuela no guardó buen recuerdo; tampoco de él sus maestros. Cuando alcanzó la edad, su padre quiso que fuera también médico y lo envió a Edimburgo, donde se había doctorado y conservaba buenas amistades, que pensó que podrían ayudar al joven.
No solo no triunfó en los estudios de medicina sino que quedó horrorizado al ver la sangre y las cruentas prácticas médicas sin anestesia de entonces; el padre quedó decepcionado, y ante la inclinación de Charles a vivir de las rentas heredadas, resolvió que se dedicase a otra de las actividades preferidas de las familias pudientes para sus hijos: ser pastor anglicano. Para ello lo envió a Cambridge, al Christ’s College, para estudiar el grado en letras como primera etapa en su camino para ser pastor, tarea que no le disgustó, ya que esos estudios le permitían largos tiempos de ocio, que dedicaba a la recolección de fósiles, animales y plantas.
Tuvo la fortuna de tener como profesor al joven clérigo anglicano John Stevens Henslow, apasionado estudioso de la historia natural y dedicado a la mineralogía, la geología y, sobre todo, la botánica, con la que alcanzó una gran y merecida reputación. Se licenció en letras en 1831 y, según él mismo indicó, pasó allí tres años, que fueron los más felices de su vida.
La variable más decisiva en su trayectoria como naturalista fue el célebre viaje en el Beagle, un bergantín de diez cañones de la Marina Real británica adaptado como goleta para realizar viajes más largos. Henslow, que siempre le apoyó con entusiasmo en sus aficiones, fue su valedor ante el anunciado segundo viaje del Beagle, al mando del joven y respetado capitán FitzRoy. Henslow fue el personaje que más influyó en la vida de Darwin, y debió de ser mucho lo que vio en él, y muy convincente la recomendación que hizo (que estuvo apoyada por el prestigio del profesor ante el capitán Beaufort, hidrógrafo de la Marina), porque el inexperto estudiante no tenía ni trayectoria académica especializada ni experiencia alguna fuera de su entorno.
En un principio, su padre se negó a que el muchacho embarcase, pero tuvo que ceder ante la insistencia de su tío Josiah Wedgwood II, de modo que el joven Darwin se incorporó como naturalista a la expedición; eso sí, con el compromiso de pagar la justa cantidad por el uso de la parte proporcional del camarote donde se alojaría, y después de haber mantenido dos encuentros con el capitán del buque, condición impuesta por este para tomar la decisión de aceptarlo. En ambos Darwin se declaró entusiasmado por la personalidad del muy religioso FitzRoy, incluso al regreso, pues indicó: «Durante los cinco años que estuvimos juntos, recibí de él la más cordial amistad y constante ayuda»2. En otra ocasión, su entusiasmo sería más matizado: al preguntarse por su final, lo intuyó por un lado con brillante porvenir y por el otro muy desgraciado. Tuvo razón en sus apreciaciones, pues FitzRoy alcanzó el grado de almirante y gozó de mucho prestigio, pero se suicidó al degollarse con una navaja de afeitar.
El almirantazgo había previsto que la expedición que se iba a llevar a cabo estaría dedicada a tomar observaciones de aguadas, levantar planos, fijar paralelos y meridianos y verificar cronómetros; tendría una duración de dos años, pero al final pasaron cuatro años y nueve meses hasta su atraque final en el puerto de Falmouth.
Existen numerosos y excelentes estudios acerca de este trascendental viaje, además del relato del propio Darwin, por lo que carece de sentido detenerse en él aquí. No obstante, como él mismo indicó, fue el acontecimiento más importante de su vida y determinó toda su actividad posterior. Ahí se produjo, a través de la observación directa en la Patagonia y en las Galápagos, el cambio de rumbo que iba a alumbrar su teoría; ese segundo viaje del Beagle se considera un hito importante en la historia de la humanidad.
Ese cambio vino también de la mano de la atenta lectura de textos como el del español Félix de Azara, un militar extraordinario y polifacético que, sin formación de naturalista, describió casi 450 especies, sobre todo de Argentina, Brasil y Paraguay. Con ocasión del Tratado de San Ildefonso de 1777, por el que se fijaban las fronteras entre España y Portugal en América del Sur, se nombró a Azara uno de los comisarios para fijar los límites que correspondían a España. Llegó a América en 1781, pero como el enviado portugués tardaba mucho y no podían trabajar, se dedicó a levantar planos, así como explorar esas tierras, describir a sus gentes y estudiar los mamíferos y aves de la zona hasta su regreso en 1801. Su labor, además de ser muy importante, se refería a lugares que Darwin visitaría en el viaje del Beagle y que entonces eran casi desconocidos para la ciencia.
Este lo citó en numerosas ocasiones en El origen de las especies, aunque sin duda el más influyente fue el recién publicado Principios de geología, de Charles Lyell3, cuyo primer volumen le había regalado FitzRoy (recibió el segundo durante su estancia en Montevideo en 1832). Esa obra, en la que se expusieron los puntales de la moderna geología, sirvió de fuente de inspiración a Darwin, que planteó sus observaciones a la luz de esta nueva perspectiva. Lyell aportó la idea del «uniformitarismo», y defendió que las transformaciones experimentadas por la Tierra en el presente obedecen a los mismos mecanismos que actuaron en el pasado, de tal modo que los acontecimientos actuales forman un todo continuo que enlaza el pasado con la actualidad en un proceso permanente e invariable. Era en todo opuesto al relato de la Biblia y al catastrofismo de Cuvier, tan en boga entonces; aunque Lyell no estuvo de acuerdo con la idea darwiniana de la evolución, fue el que le aportó la visión temporal necesaria para sustentar su teoría, así como un amigo incondicional que le apoyó siempre. A él le dedicó la segunda edición del Journal of Researches.
En 1831, cuando comenzó el viaje del Beagle, se publicó también un libro de Patrick Matthew, On naval timber and arboriculture4, en el que se expresaban los mismos conceptos y con idénticas palabras a las que veintiocho años después emplearía Darwin, pues Matthew empleó los términos de «selección continua de los más fuertes», que también llamó «el proceso natural de selección». Al principio, Darwin era reticente a reconocerlo, pero a partir de 1861 incluyó la referencia a Matthew en todas las ediciones de su principal obra.
Al desembarcar con 27 años en 1836 ya era bien conocido, pues sus amigos se habían encargado de airear sus cartas e impresiones en los círculos intelectuales más reputados. Siempre mantuvo su círculo de amigos influyentes en el terreno científico, que en su mayor parte procedían de la alta burguesía.
Regresó por tres meses al Christ’s College, donde ordenó las colecciones que había elaborado en el viaje, y ya en 1837 dibujó el muy conocido diagrama del árbol de la vida, junto con la famosa frase «I think» y su explicación correspondiente, en un cuaderno de notas denominado «B» por él mismo, que se ha recuperado hace muy poco (al parecer fue robado de la biblioteca de Cambridge). Este es el testimonio inicial de su pensamiento, que anticipaba los ensayos de 1842 y 1844 y su posterior ampliación en El origen de las especies, que no quedó fijado hasta la definitiva sexta edición. En la página 229 de ese cuaderno dejó escrito: «La Gran Pregunta, que todo naturalista debe tener ante sí al diseccionar una ballena o clasificar un ácaro, un hongo o un infusorio, es: “¿Cuáles son las leyes de la vida?”».
En 1838 leyó el trabajo de otro eclesiástico, Thomas Malthus5, y descubrió una perspectiva fundamental con la que podría apoyar su idea. Escribió Malthus: «Afirmo que la capacidad de crecimiento de la población es infinitamente mayor que la capacidad de la tierra para producir alimentos para el hombre. La población, si no encuentra obstáculos, aumenta en progresión geométrica. Los alimentos tan solo aumentan en progresión aritmética». A él se le debe el término de «lucha por la existencia».
Después de elaborar un cuestionario con las ventajas e inconvenientes de contraer matrimonio y consultar la decisión con su padre, pidió en matrimonio a su prima hermana Emma, con quien llevó una vida apacible y un tanto rutinaria; tuvieron diez hijos, de los que dos fallecieron en su infancia.
La muerte de su hija Annie en 1851 por tuberculosis, a los diez años, resultó determinante para despejar muchas de sus crecientes dudas acerca de la religión, de tal manera que sus convicciones cambiaron de modo paulatino hacia una posición agnóstica, hasta declarar en 1880 que no creía en la Biblia como revelación divina, y por tanto en Jesucristo como hijo de Dios. Ese fue, al parecer, el único motivo de desacuerdo con su esposa.
En 1858 Darwin recibió en Down House una carta de otro naturalista, Alfred Russel Wallace, que desde las Islas de las Especias le exponía una teoría de la evolución de extraordinario parecido con la que él maduraba desde hacía veinte años. Eso le espoleó para acelerar su trabajo, y el 1 de julio de 1858 se presentaron en la Sociedad Linneana de Londres sendos resúmenes del manuscrito de Darwin y de la carta de Wallace, de manera que ambos evitaron el enfrentamiento acerca de la primacía como autores de la teoría de la evolución. Wallace, con circunstancias personales y económicas muy diferentes a las de Darwin, comprendió que no podía hacer nada al respecto, asumió que aquel era el que más tiempo llevaba en esa tarea y se declaró darwinista convencido; tanto que escribió un libro sobre el tema con el título de Darwinismo, y fue uno de los que llevaron a hombros su ataúd cuando fue enterrado en Westminster, cerca de la tumba de Newton.
El 24 de noviembre de 1859 salió de la imprenta su trascendental obra On the Origin of Species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life, el archifamoso El origen de las especies, de la mano del prestigioso editor John Murray. Los 1.250 ejemplares de la primera edición se agotaron ese mismo día, lo que es buena muestra de la ebullición intelectual británica del momento; se esperaban con avidez los nuevos planteamientos, que ya prometían controversias. En la sexta edición, la definitiva, se suprimió el On inicial.
Llama la atención el éxito de ventas que tuvieron todas las obras de Darwin; durante su vida se sucedieron numerosas ediciones, fuese cual fuese el tema, incluso de estudios como el de los cirrípedos, que en principio no deberían llamar demasiado la atención de un público no especializado.
Quizá la más sonada de las muchas polémicas suscitadas a raíz de la publicación de sus teorías fue la que tuvo lugar meses después en el célebre debate entre T. H. Huxley, ardiente defensor de Darwin, y el obispo de Oxford S. Wilberforce, tal vez el mejor teólogo anglicano del momento y excelente orador. Terminó con la clara victoria de Huxley, lo que dejó en una posición débil a la Iglesia anglicana, al intransigente pensamiento religioso del momento, frente a la nueva teoría, que no necesitaba de la intervención divina para explicar sus propuestas. No sucedió lo mismo con la Iglesia católica.
Delicado de salud desde su regreso del viaje, Darwin se recluyó en su casa y continuó con sus minuciosas investigaciones, envuelto en un gran prestigio internacional y arropado por sus amigos incondicionales, pero también rodeado de interminables debates.
Las diversas circunstancias que se conjuntaron en ese periodo formaron una constelación de acontecimientos y situaciones impensables hasta entonces y encajaron para dar coherencia a una nueva estructura social que precisaba paradigmas diferentes con los que justificar y comprender ese mundo que surgía. El darwinismo ofrecía un modelo original y coherente en el terreno de las ciencias naturales que pronto se adaptó a otras disciplinas o se amplió con nuevas aportaciones. Así, entre muchos otros científicos británicos del siglo XIX, incorporaron conceptos darwinistas el amigo y vecino de Darwin sir John Lubbock, quien aplicó el darwinismo a las teorías de la prehistoria, Thomas H. Huxley, llamado «el bulldog de Darwin», a la anatomía y la fisiología humanas, Herbert Spencer —en realidad más lamarckista que darwinista—, autor de la célebre frase de la supervivencia del más apto, a la sociología, Joseph D. Hooker, revisor del manuscrito de El origen de las especies, a la botánica, o George J. Romanes, fundador de la psicología evolutiva y creador del término «neodarwinismo».
El sistema económico capitalista creó en la época victoriana importantes desigualdades sociales que alcanzaron límites impensables. La pobreza, retratada en los crudos escritos de Dickens, como Oliver Twist, se hizo aterradora: las grandes fábricas ocupaban a miles de obreros sometidos a situaciones extremas de nueva esclavitud por la dependencia de un mísero salario para sobrevivir, y se hicieron inevitables las revueltas obreras contra la explotación por parte de los patronos.
Cuando Darwin publicó sus obras, sobre todo El origen de las especies, vivían en Inglaterra Friedrich Engels y Karl Marx, este último exiliado por razones políticas de su Alemania natal. En Londres, excelente ejemplo del capitalismo, encontraron el laboratorio ideal para sus estudios sobre las comunidades humanas, ya que presenciaron con sus propios ojos la miseria en que subsistía la recién surgida nueva clase, el proletariado, como consecuencia de la manera de producir en serie; crearon una visión opuesta al capitalismo, el comunismo, que ha acompañado hasta el presente a la sociedad industrial como la otra cara de la moneda.
Darwin y sus obras fueron utilizados desde muy pronto por las contrapuestas ideologías del momento. Ambos sistemas, el capitalismo y el comunismo, adoptaron a su modo a Darwin para argumentar la necesidad de su existencia. Engels escribió en 1876 un librito que dejó inacabado, un ensayo de título y contenido significativos: El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre6. También Engels, en el discurso que pronunció en el entierro de Marx, indicó que «así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana»7.
Muy pronto la teoría de la evolución darwiniana traspasó las fronteras del Reino Unido y se extendió por Europa y América, con distinta suerte según las características y los condicionantes de cada país.
La subida al poder de Napoleón III, primero como presidente de la Segunda República y más tarde como emperador tras el golpe de Estado orquestado por él mismo, llevó a Francia a una etapa de prosperidad económica que siguió los cauces marcados por Gran Bretaña en su desarrollo e industrialización. Se crearon numerosas infraestructuras, la industria logró cotas de producción nunca alcanzadas y muchas ciudades, sobre todo París, reformaron su aspecto de modo radical.
Fue entonces cuando las ideas de los sabios franceses se extendieron por el mundo e influyeron en gran medida en el pensamiento del resto de Europa. Buffon, Cuvier o Lamarck, en el caso que nos interesa, permearon en la ciencia europea del momento a través de los textos franceses, porque en ese tiempo el Segundo Imperio era el foco económico, cultural y científico del continente. La obra de Darwin, y sobre todo El origen de las especies, se vertió pronto al francés, aunque con poca fortuna, pues su primera traductora, Clémence Royer, introdujo buena parte de sus ideas personales en las sucesivas versiones, lo que, como no podía ser de otra manera, molestó a Darwin y lo llevó a cambiar de traductor. En Francia, la teoría de la evolución darwiniana tuvo peor acogida que en otros países; la fuerte influencia de Lamarck en la ciencia francesa, así como el nacionalismo originado por el relativo bienestar durante la Segunda República, dificultaron la asunción del darwinismo, no sin interesantes excepciones.
Otra circunstancia que favoreció la reticencia a la adopción de las teorías de Darwin en Francia se deriva de la publicación, en el siglo anterior, de la Enciclopedia. Esta era una obra monumental, con veintiocho volúmenes en los que se quiso recoger de manera sistemática y ordenada todo lo que se conocía acerca de las diferentes ramas del saber. La Enciclopedia provocó un cambio profundo en las mentalidades a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Abrió los horizontes de los ilustrados e impuso el dominio de la razón sobre otros argumentos, de tal modo que contribuyó de manera poderosa a la caída del Antiguo Régimen y el nacimiento de las democracias. El ejemplo de esa obra despertó el interés de no pocos sabios franceses, que se propusieron recopilar lo que se conocía hasta entonces de una determinada materia y presentarlo de manera congruente; uno tras otro, pusieron en pie los ladrillos de lo que se conocía hasta entonces, lo presentaron de manera ordenada y crearon verdaderas enciclopedias temáticas de sus especialidades. Pero, aunque colocaron los ladrillos, les faltaba la argamasa para unirlos, el hilo conductor que justificase el orden y explicase los porqués.
Esa argamasa fue la teoría de la evolución de Lamarck8, el primer intento explicativo sistemático, coherente y global de la transformación de las especies, que se había elaborado en Francia y en ese momento de eclosión de las ciencias. De ese modo, como aglutinante de los conocimientos científicos, traspasó los límites que habían marcado personajes como el influyente Cuvier, con su teoría de las catástrofes, hoy reducida en parte a la paleontología, y se aceptó como sistema explicativo en la medicina y las ciencias de la naturaleza y se ha transmitido hasta el presente. Interesantes muestras de ello se pueden encontrar en la obra de positivistas como Grassé, Broca, Quatrefages9 —quien fue crítico con Darwin, pero se carteaba con él en un tono educado y razonable— o Testut, entre otros.
En el caso de Testut, en su extenso y admirable Tratado de anatomía humana10, que se ha publicado hasta hace poco en España en sucesivas reimpresiones, el lamarckismo se desliza en la enorme cantidad de información de sus muchos miles de páginas. Una obra tan densa dificulta mucho la lectura crítica por parte de los estudiantes de medicina, que no tienen tiempo para asimilar tal número de vocablos, datos y conceptos, de manera que se suelen aceptar sus explicaciones como la única verdad; así son asumidas todavía hoy en España por los alumnos, pero también por muchos profesores, que al fin y al cabo han bebido de las mismas fuentes.
Sirva como pequeño ejemplo este párrafo tan lamarckiano y pintoresco, dedicado a la mama en la mujer:
Las mamas se atrofian, pues, poco a poco cuando no cumplen las funciones que les están encomendadas, y no es ilógico pensar que si las mujeres de las ciudades continúan no lactando a sus hijos, llegará un día en que sus senos, o cuando menos sus glándulas mamarias, se hallarán reducidos a las proporciones minúsculas que presentan actualmente las del hombre. Esta será la consecuencia fatal de aquella gran ley morfológica que rige la evolución de los seres, a saber: que un órgano que pierde su función, y que se vuelve inútil por consiguiente, se atenúa poco a poco filogenéticamente, cae en el estado de órgano rudimentario y hasta a veces acaba por desaparecer.
Ese predominio francés en el mundo de la ciencia continental, y en el evolucionismo en particular, llegó a su fin con la guerra francoprusiana: Prusia derrotó sin paliativos a Francia y en Sedan capturó como prisionero al mismísimo emperador. Con el auge del imperio alemán, se cambiaron los modelos, y los intelectuales germanos ganaron prestigio. A partir de entonces, Alemania mantendría su influencia incuestionable en el mundo cultural y científico hasta 1918, aunque se prolongó aún más, hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando giró hacia el ámbito anglosajón.
Como figura clave en ese contexto se puede destacar a Ernst Haeckel, evolucionista convencido y un darwiniano entusiasta al principio, aunque también aceptaba algunos postulados del lamarckismo. En realidad, Haeckel pretendió añadir la idea de la selección natural de Darwin a la teoría de Lamarck, lo cual en puridad no deja de ser bastante confuso e imposible. Pero es cierto que algo parecido sucedió con el propio Darwin, que propuso la hipótesis provisional de la pangénesis, un modelo próximo al lamarckismo, para tratar de justificar la herencia de las variaciones infinitesimales.
Haeckel era materialista y monista: consideraba que todos los organismos vivos procedían de una única forma primitiva, y defendía la idea de que la evolución era la sucesión de seres cada vez más complejos hasta llegar a los simios, y de ellos al humano, el punto más elevado. Dentro de los humanos no todos serían iguales, porque entendía que había razas más primitivas que otras, y por eso necesitaban el amparo y supervisión de las denominadas «superiores». Por todo esto se le considera un inspirador del racismo y de las ideas de los totalitarismos alemán e italiano del siglo XX. Pero Darwin también pensaba algo muy parecido.
La segunda mitad del siglo XIX transcurrió en España con una enorme polarización social. Levantamientos militares, desórdenes de todo tipo y confusión política fueron la regla. Las guerras carlistas y la enorme crisis económica se unieron a la pérdida de las colonias para sumir al país en un amargo pesimismo. Se buscó de muchas maneras la necesaria regeneración, pero los movimientos más progresistas y liberales, liderados por krausistas y masones, se enfrentaron a la áspera oposición intolerante, supeditada a una religiosidad extrema y un estricto creacionismo a toda prueba controlado por el intransigente catolicismo. Poco se podía hacer más allá de adoptar modelos venidos del extranjero, ya de por sí contaminados por los desencuentros propios de ese siglo en toda Europa. El debate fue así la consecuencia de la pugna entre dos ideologías que se polarizaron en frentes irreductibles, y por la fragilidad social duró más tiempo en España que en otros países de su entorno.
El evolucionismo darwiniano se introdujo durante el Sexenio Democrático, que duró desde 1868 hasta 1874. Se produjo entonces una expansión de las ideas liberales que hizo posible un intercambio intelectual en plano de igualdad, si no de claro dominio intelectual, con los sectores conservadores. Fue un periodo de libertad y efervescencia de las nuevas ideologías, de barrido de los añejos preceptos, hasta que se produjo el levantamiento militar de Martínez Campos, que dio paso a la Restauración borbónica y el comienzo del reinado de Alfonso XII.
A partir de ese momento de relativa calma, la Iglesia aumentó su poder económico, consiguió que España se declarase de manera oficial un Estado católico y pasó a controlar la ideología a través de los centros educativos. Como estaba muy favorecida por la Constitución, aumentó su intolerancia; muchos naturalistas y científicos —bien porque en caso contrario tendrían que dejar las universidades, bien porque estuviesen a favor del conservadurismo— intentaron reunir en una mezcla imposible las diferentes teorías evolucionistas entre sí y con el pensamiento religioso creacionista. La empresa no logró otra cosa que crear una notable confusión, que en no pocos campos y especialidades pervive aún en la enseñanza a todos los niveles, incluida la universitaria, y dentro de ella la biología11. En general se sabe que existe la teoría de la evolución de las especies por medio de la selección natural, pero el grado de conocimiento que se tiene de ella suele ser escaso, y todavía más bajo resulta el nivel de comprensión.
Los intelectuales se escindieron, y los liberales fueron apartados de uno u otro modo de la agonizante universidad española, hasta que un grupo de profesores de gran valía, de formación krausista y masones en su mayor parte, fundaron la Institución Libre de Enseñanza bajo la dirección de Giner de los Ríos. La Institución y sus proyectos, como la Residencia de Estudiantes, el Museo Pedagógico o la Junta de Ampliación de Estudios, fueron el verdadero núcleo del florecimiento de nuevas ideas, el foro más importante de creación en libertad hasta la Guerra Civil española. Allí se formó gran parte de la intelectualidad progresista, al amparo del libre intercambio de opiniones y de una educación rigurosa exenta de clericalismo. Los evolucionistas españoles de ese momento fueron darwinistas en su práctica totalidad. La Junta de Ampliación de Estudios, dirigida por Ramón y Cajal, también masón, acabó en 1938.
El sevillano Manuel Machado Núñez (1812-1896), abuelo de los poetas Manuel y Antonio Machado, fue quien introdujo en España la teoría de Darwin. Era liberal, krausista y masón, estuvo ligado a la Institución Libre de Enseñanza desde su inicio, colaboró con Giner de los Ríos y defendió en las aulas la teoría de Darwin con un conocimiento profundo solo un año después de la publicación de El origen de las especies. Con otro catedrático de Sevilla también krausista y masón, Federico de Castro, fundó la Revista Mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias de Sevilla, que se editó durante el Sexenio Democrático y acabó tras la llegada al poder de los conservadores con la Restauración. Allí se publicaron diversos artículos sobre evolución, muy rigurosos y bien argumentados12.
Rafael García Álvarez (1828-1894), discípulo y amigo de Machado, es un buen modelo de los intelectuales que en ese tiempo difundieron las nuevas y revolucionarias ideas de Darwin en el terreno de las enseñanzas medias. Estas estaban recién creadas y gozaron en muchas ocasiones de un prestigio muy superior al que entonces tenía la universidad, encerrada en presupuestos ideológicos caducos e ineficaces. Durante el Sexenio Democrático ingresó con el nombre de Buda en la masonería, donde llegó a alcanzar uno de los niveles más altos, el de venerable.
Catedrático de Ciencias Naturales en el Instituto de Segunda Enseñanza de Granada, sufrió un claro proceso de transformación a lo largo de su vida. Publicó tres ediciones de su libro de texto para estudiantes de instituto: en la primera, Nociones de Historia Natural, de 1859, año de la publicación de El origen de las especies, seguía a Linneo y Cuvier, con evidente sentido creacionista13. En la segunda edición de la misma obra, publicada ocho años después, no se mostró tan decidido; ya criticó a Linneo, citó a Cuvier y a Lamarck y deslizó algunos conceptos transformistas —como se denominó al principio el darwinismo en España—, en realidad muy escasos y junto con ideas creacionistas: «La grandeza, la sabiduría infinita y omnipotente del HACEDOR»14.
Por último, en 1891, reelaboró esa obra con otro nombre, Elementos de Historia Natural, pero siempre para estudiantes de segunda enseñanza. El giro conceptual certifica su decidida inmersión en el darwinismo:
La más moderna [teoría] de todas, la del transformismo ó de la descendencia genealógica, debida al insigne naturalista inglés Carlos Roberto Darwin, partiendo, al contrario de Cuvier, de la tendencia á la variabilidad indefinida de las especies, supone: que éstas pueden transformarse unas en otras mediante variaciones lentas y sucesivas en el tiempo. Funda su teoría en cuatro principios capitales: la variabilidad, la lucha por la existencia, la herencia y la selección natural15.
Siguió con coherencia los planteamientos krausistas, y también las ideas de Darwin y de Haeckel, y siempre fue una persona de una extraordinaria honestidad intelectual16. El duro ataque a sus ideas promovido por la autoridad eclesiástica, católica a ultranza, pone de manifiesto la intransigencia de quienes exigían mantener a toda costa las rancias ideas amparadas por el poder. Él fue el elemento a batir en la contienda, pero, gracias a la controversia, Darwin rebasó los límites académicos y las ideas evolucionistas lograron una mayor extensión.
La gran polémica llegó cuando pronunció su discurso de apertura del curso 1872-1873 en el Instituto de Segunda Enseñanza de Granada17. Habló de manera razonable y sin tapujos de sus conceptos de transformación de las especies ante un público que en su mayoría era conservador y provinciano, lo que provocó una enorme controversia en la ciudad y fue motivo de escándalo. Como consecuencia, el arzobispo de Granada, Bienvenido Monzón, tomó cartas en el asunto y convocó un sínodo con cinco teólogos. El discurso fue calificado de «herético, injurioso a Dios y a su providencia y sabiduría infinitas, depresivo para la dignidad humana, y escandaloso para las conciencias». Hubo censura y condena, con amonestación al autor18. Se ordenó retirar los ejemplares impresos y quedaron prohibidas su lectura y reimpresión.
A pesar de todo, él siguió en ese camino, y en 1876 publicó un extenso trabajo en siete artículos sobre «Darwin y la teoría de la descendencia»19 que aparecieron en la Revista de Andalucía, de orientación liberal krausista. Además de García Álvarez, escribieron ahí otros muchos masones, como Nicolás Salmerón, Abdón de Paz o Francisco M. Tubino. En 1883, cuando gobernaba Sagasta (que había sido gran maestre y soberano comendador del Supremo Consejo del Gran Oriente de España), publicó su libro Estudio sobre el Trasformismo [sic]20, que había sido premiado en un concurso en el Ateneo de Almería. Presidió el jurado y firmó el prólogo del libro el polifacético José Echegaray, otro compañero masón, que más tarde sería el primer español que consiguiera el premio Nobel de literatura.
En Granada tuvo enfrente a una parte importante de la burguesía local y a académicos de prestigio, como Manuel de Góngora y Martínez, quien escribió en 1868 el primer libro de prehistoria que se publicó en España. Era un creacionista intransigente que consideraba delirios las ideas de Darwin y Haeckel. La crítica llegó a ser muy radical. Se podría citar al muy católico Sánchez-Navarro21, quien llegó a calcular la fecha del origen de la humanidad en unos 8.000 años, o al obispo de Segorbe, que era también profesor de enseñanza media y publicó unas lecciones —un libelo, en realidad— con la intención de ridiculizar al evolucionismo y dejar sentada su pretendida erudición22. En el lado opuesto, la influyente masonería defendió con ardor a García Álvarez, lo que manifestó aún más lo irreductible de las posturas.
En 1865 se fundó la Sociedad Antropológica Española en la casa del doctor Pedro González de Velasco, a imagen de la Société d’Anthropologie de París, fundada diez años antes. La Sociedad Antropológica fue muy importante como difusora del evolucionismo y el darwinismo en España23, sobre todo a partir de la Restauración24. Sus cincuenta y ocho miembros iniciales eran científicos de tendencia liberal, cuarenta de ellos médicos, encuadrados en el krausismo, el positivismo y el evolucionismo, en general darwinista o lamarckista; entre ellos se encontraba Rafael García Álvarez. También fueron evolucionistas los llamados «médicos de San Carlos», profesores de anatomía humana en su mayor parte. Dos catedráticos que coincidieron durante un tiempo, Calleja y Olóriz, eran contrapuestos en muchas cosas y también en sus conceptos: mientras que el influyente Calleja se adscribía al positivismo lamarckista, Federico Olóriz era darwinista.
Los positivistas, masones y krausistas tuvieron en general claros sus conceptos, pero no sucedió lo mismo con los demás. Los intentos ya mencionados de aproximar las diversas teorías a la religión a finales del siglo XIX, obra en su mayoría de burgueses cultos y conservadores, condujeron a verdaderos sinsentidos; se recurrió con demasiada frecuencia al principio de autoridad para imponer tal o cual modo de entender el mundo, sin ofrecer una respuesta lógica o al menos coherente. Aunque los hubo, no fueron muchos los que escaparon a esa tendencia, y ciencias como la antropología, tan dependiente por obligación de las teorías explicativas de la naturaleza, iniciaron mal su camino debido a la endeblez de su base conceptual desde el mismo momento en que recibieron carta de naturaleza universitaria.
El profesor Manuel Antón Ferrándiz, primer catedrático de Antropología de España, nunca llegó a entender con claridad el evolucionismo; es posible que no leyera los textos originales, y, como es lógico, transmitió a sus alumnos esa falta de coherencia. A su vez, ellos hicieron lo mismo con los suyos, y así se formó una cadena de incongruencias que perduró en el tiempo. Valgan como ejemplo un par de párrafos:
Mas como la selección supone una variación previa, que solo puede ser efecto de un cambio en las condiciones de existencia, y necesita para perseverar, antes que su ventaja para la lucha con otras especies, su adaptación al medio en el cual se desenvuelve, la invención de Darwin se convirtió en una demostración y un complemento de la de Lamarck25.
Esa nunca bastante alabada invención, tan sencilla y clara como fecunda en maravillas, de inquirir en la obra de la Naturaleza la idea creadora de su Hacedor agrupando o distinguiendo los seres según las propias afinidades o diferencias de su forma y construcción, es, sin duda alguna, la idea más fundamental y trascendente de la metodología en la ciencia moderna. Por su fecunda e inagotable virtud, la Historia natural se convierte en HISTORIA DE LA CREACIÓN26.
La polémica siguió, aunque es cierto que ya con menos acritud; tal vez porque los problemas se acumulaban en otros terrenos, si bien los grupos reaccionarios y los católicos siguieron en contra por completo, ya que estaban convencidos de que la negación de lo sobrenatural era el origen de los errores del mundo actual.
En Iberoamérica, la teoría de Darwin corrió suertes diversas, condicionadas por la situación política y las ideologías dominantes en el momento de su aparición. Fue introducida por las élites locales dentro de una idea general de progreso, y también provocó no pocas controversias y enfrentamientos con los grupos más conservadores y con el catolicismo27. Tal vez los elementos comunes a todos los países iberoamericanos puedan ser el interés por el conocimiento y el estudio de su extraordinario patrimonio natural, la apelación al legado cultural prehispánico, muchas veces con la creación de nuevas mitologías, y la elaboración de un fuerte nacionalismo diferenciador respecto a los demás Estados de su entorno y a la herencia de España.
Si en el Reino Unido se consiguió deslindar el pensamiento científico darwinista de la interpretación religiosa anglicana —desde luego tras agrias polémicas—, no sucedió lo mismo con el catolicismo. La Iglesia católica presentó desde el principio una cerrada oposición a cualquier cosa que pudiese significar la aceptación del evolucionismo, como demuestra el caso de García Álvarez; esta cerrazón llegó incluso a afectar a algunos de sus más destacados miembros, como al jesuita Pierre Teilhard de Chardin, ya en pleno siglo XX.
Era un intelectual de primer orden, paleontólogo, filósofo y profundo cristiano, que trató de concordar razón y fe; como consecuencia, se le prohibió publicar más y se le destinó a los Estados Unidos, donde falleció. El Santo Oficio ordenó en 1958, después de su muerte, que sus libros fuesen retirados de las comunidades religiosas, y en 1962, mediante un monitum (advertencia), se decretó que desapareciesen de las universidades y seminarios católicos; años después, ante los intentos de rehabilitar sus obras y su pensamiento, se reiteró la advertencia. Aunque también fue criticado con severidad por científicos señalados, como Jacques Monod o Richard Dawkins, hoy en día su valía es reconocida de forma mayoritaria, con apoyos como el del papa Benedicto XVI y el general de la Compañía de Jesús, el padre Arrupe28.
En España, El origen de las especies quedó reservado durante la primera mitad del siglo XX a grupos liberales y a círculos más cerrados de intelectuales. Pero la llegada de la Segunda República levantó de nuevo el nivel de las discusiones, que se volvieron a encerrar en dos trincheras cada vez más intransigentes. En 1938 el bando nacional prohibió publicar El origen de las especies, y durante la Guerra Civil y el primer franquismo, la Iglesia católica, que a lo largo de la dictadura tuvo una gran importancia e influencia social, rechazó con dureza a Darwin y su libro más importante, tanto desde el púlpito como desde los escritos. Al finalizar el conflicto se purgó a muchos intelectuales, y los que quedaron no tuvieron más remedio que evitar el tema, si bien se publicaron burdos textos antievolucionistas de divulgación para adoctrinar a los jóvenes según la ideología impuesta en aquel periodo29.
Al parecer, en torno a 1957 tuvo lugar una reunión a puerta cerrada en la Facultad de Teología de Granada, a modo de homenaje al fallecido padre Teilhard, en la que se habló de la evolución tal y como él la entendía; participaron tres comprometidos católicos españoles, investigadores de primer nivel: Emiliano Aguirre, Miguel Crusafont y Bermudo Meléndez. La conclusión a la que llegaron fue que la Iglesia no podía rechazar el evolucionismo, y consideraron que El origen de las especies debía ser reconocida como una obra de enorme importancia que habría que conjugar con la espiritualidad cristiana30. Se propusieron editar de nuevo El origen de las especies, con estudios añadidos y desde una editorial católica, pero no lo consiguieron. Al final, sus esfuerzos no fueron en vano, pues en 1966 salió de la imprenta un libro, La Evolución, todo un hito, que se publicó nada menos que en la Biblioteca de Autores Cristianos (BAC) y desde entonces ha tenido varias reimpresiones31. Como colaboradores de esta obra figuran veinte especialistas, la mayoría católicos, pero también de otras ideologías, e incluso alguno con pasado comunista.
A pesar de ello, todavía en 1972 se podían escuchar en las homilías con que se cerraban por la noche los programas de la televisión española los furibundos ataques de un obispo reaccionario un tanto exaltado —martillo de herejes, lo llamaban— que juzgaba una mentira peligrosa el pensamiento evolucionista y la obra de Darwin. En fechas recientes, el papa Francisco se pronunció al respecto y afirmó que «la evolución en la naturaleza no es incompatible con la noción de creación, ya que la evolución requiere de la creación de seres capaces de evolucionar». Parece que levantó una ola de satisfacción entre algunos científicos, 158 años después de la aparición de El origen de las especies, pero la verdad es que poco tiene que ver con la aceptación de la teoría de Darwin.
A partir del final de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo en los países anglosajones, surgieron muy diversas corrientes con las que orientar el estudio de la evolución. En primer lugar, la teoría sintética o neodarwinismo, que complementó la teoría de Darwin con los conceptos y conocimientos de la genética en su sentido amplio. Pero más tarde se produjo una explosión de teorías, tendencias e interpretaciones del máximo interés. Se incorporaron nuevos campos científicos, como la epigenética, la biología molecular o las ciencias ómicas, y surgieron nuevas teorías, como la teoría evo-devo, la nueva síntesis, la síntesis expandida o el diseño inteligente, peregrina teoría que defiende la necesidad de un diseñador y un plan general trazado de antemano. Ahora el panorama se ha enriquecido de manera muy notable; a menudo surgen nuevas interpretaciones, unas veces de gran interés y calado, otras, poco afortunadas, y algunas del todo disparatadas. Y la discusión sigue, porque la evolución es una de las ramas de la ciencia que goza de mayor vivacidad, un pozo profundo donde se suceden casi a diario exégesis y revisiones sin parar.
En 1973, Theodosius Dobzhansky publicó un artículo, «Nothing in biology makes sense except in the light of evolution»32, en el que en realidad trataba de hacer compatibles la esfera de la ciencia y lo sobrenatural. Ese trabajo se ha convertido en una cita obligada entre los estudiosos de la biología, también entre los españoles. Una y otra vez se les repite ese enunciado a los alumnos en sus primeras clases, aunque en muchas ocasiones solo se queda en eso; se habla mucho, pero no se conoce tanto.
El edificio de las ciencias de la naturaleza se construye a partir del pilar central de la evolución, porque es el concepto primordial sobre el que después se articularán los demás conocimientos en un todo congruente. De nada o de muy poco puede servir conocer bien la taxonomía, los más recientes avances en genética, la etología o la bioquímica si no se armonizan desde el punto de vista evolutivo. La educación actual, a todos los niveles, pero sobre todo la universitaria, está cada vez más lejos de buscar la solidez conceptual de base, en provecho de los aspectos tecnológicos, de manera que los estudiantes, y no solo los españoles, pasan por sus estudios con menos fundamentos de los deseables y necesarios en esos pilares con los que pueden comprender lo que estudian. Si a ello se le suma la escasa formación de buena parte de los docentes, los encargados de transmitir esos conceptos (que en realidad no se les enseñaron, o no llegaron a asimilar), se entenderá la complicada situación actual.
No es posible conjuntar varias teorías explicativas de los cambios en los seres vivos —son opuestas—, pero nuestros alumnos las mezclan sin vacilar. Así, se emplea el catastrofismo de Cuvier para explicar la extinción de los dinosaurios, el determinismo de Lamarck para afirmar sin titubeos que las muelas del juicio se pierden porque no sirven para nada, y además, si son creyentes, añaden la creación divina.
