El Origen de las Piedras - Agustina Restucci - E-Book

El Origen de las Piedras E-Book

Agustina Restucci

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Beschreibung

Una novela impactante, cruda y provocadora. El destino de un grupo de huérfanas cambia cuando son trasladadas a un remoto orfanato en la Patagonia, donde se enfrentarán a una realidad inimaginable a manos de un culto que busca la perfección humana a cualquier costo. En medio de la incertidumbre, una de ellas descubre que la verdadera mejora yace en su lucha por la libertad. Una historia audaz que reta al lector a explorar los secretos oscuros de la condición humana, desafiándolo a resistir el impacto de una narrativa que lo hará oscilar entre la empatía y el rechazo.

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AGUSTINA RESTUCCI

El Origen de las Piedras

Segunda parte: el inicio

Restucci, AgustinaEl origen de las piedras / Agustina Restucci. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-87-4546-6

1. Narrativa. I. Título.CDD A863

EDITORIAL AUTORES DE [email protected]

Tabla de contenidos

Cristalización

Escombros

Jade

Zircón

Rubí

Esmeralda

Shunguita

Zafiro

Sarsen

Metamorfismo

Ópalo

Malaquita

Amazonita

Berilio

Tefra

Polvo

Cantos rodados

Erosión

Ónix

Taaffeíta

Topacio

Gema

Cantiles

Piedras vivas

Perla

Lapislázuli

Huevo de Trueno

Hematita

Obsidiana

“La vida no puede ser feliz sin un poco de oscuridad”.

Carl G. Jung

A la persona detrás de las manos que sostienen este libro:

Gracias por tu curiosidad y por confiar en esta historia. Quiero que sepas que para mí es un honor y un privilegio que lo hayas elegido. Ahora te invito a que entres en sus páginas con el mismo entusiasmo con el que yo lo hice. Solo espero que su lectura te sorprenda, te atraviese y te inspire.

Un dato: El Origen de las Piedras es la segunda parte de la trilogía del Origen, pero no es necesario seguir un orden en la lectura. Cada libro tiene su propia vida.

Gracias infinitas.

Agustina Restucci

Esta es mi versión de la historia. Cinta uno. Mi nombre es Jade, o por lo menos eso me dijeron. Conocí la gramática que me definió a los quince años. Fue en un bosque de árboles altos y ramas caídas. Mi denominación trajo además otros beneficios. Suelas por ejemplo. Hasta entonces caminaba descalza. Luz. Todavía me acuerdo del dolor en los párpados durante los días de sol. Acostumbrarme a ver matices fue un desafío, también una provocación. ¿Cómo podía volver a lo oscuro, donde solo se distinguían contornos y sombras? Pienso en eso mientras raspo con una de mis uñas la pared de adoquines que me contiene. Pasaron años desde que obtuve mi nombre y todavía no me acostumbro. ¿Cuántas personas se pueden ser en una vida? ¿Cuántos son los caminos posibles? Tal vez no haya caminos, tal vez estemos en un círculo donde dos direcciones opuestas nos lleven al mismo lugar. En este caso ya no importa. Estoy en el lugar que tengo que estar y contándote mi historia con un propósito. ¿Estás ahí? ¿Me estás escuchando?

Lo primero que tengo para decir de mí misma es que nací en 1940, según lo escrito con letras de caligrafía y tinta azul en el Libro de Registros. Lo sé porque una noche de invierno me levanté a escondidas y entré a la Oficina de Inventarios mientras todas dormían. Lo hice con el propósito de encontrar respuestas, y lo leí. No estoy segura de la edad exacta que tenía, pero fue la suficiente para entender que no había nada que yo pudiera hacer. Miré el libro y entendí que la fecha se refería a mí por la coincidencia entre las marcas. Tres cruces, dos puntos: 1940, Hospital de Niños Expósitos. Las mismas cicatrices en mi brazo que las escritas con caligrafía. Así se referían a mí en ese lugar perdido de la Patagonia. Traté de recordar el momento exacto en el que fui marcada pero no pude.

Tampoco recordé cuándo me habían sacado del hospital, ni del viaje hacia el sur. Sin embargo, supe que si me habían estampado a fuego debía haber una razón válida para alguien. No quise que ese alguien me encontrara revisando libros en el lugar prohibido, por lo que hice el camino inverso a mi incursión y me acosté sobre mi manta asignada.

Lo segundo para decir es que, si tuviera que buscar un comienzo, pensaría en la Casa de las Sombras. Siempre fue la Casa. Mis primeros recuerdos son rotundos. Los revivo como si estuvieran pasando ahora, como si la vida que existió en el medio no hubiera pasado. Los revivo y te los cuento: la Casa. Escucho un sonido. No puedo ver nada, me muevo en completa oscuridad. Uso mis manos para corroborar que existo. Las apoyo sobre mi cara. Ahí estoy, con mis pocos años y los ojos bien abiertos intentando distinguir alguna figura. Muchas veces me imagino convirtiéndome en animal, con garras brotando de mis nudillos. De haber podido me hubiera convertido en osa y las hubiese embestido. Me pregunto qué habrían pensado. Las imagino escapando en pánico con sus caras vendadas.

Agradezco haber nacido con imaginación. En la Casa era todo lo que tenía. Pero en ese entonces todavía no era una osa y no era la primera vez que escuchaba ese ruido. Por eso me tapé los ojos como si de alguna forma me protegiera. Mis dedos se apoyaron en mi frente. Pude sentir la inocencia en mi piel. Tenía la textura propia de quien todavía no entendía de la ambición humana.

Hay una cosa que tengo que aclarar para que me entiendas, para que puedas ponerte en mi lugar: durante ese tiempo rebosaba ingenuidad. A veces la extraño. La ingenuidad puede ser una salvación, dependiendo del caso. En el mío, perdida en ese límite inexacto entre ausencia de malicia y falta de experiencia, escuché otro ruido. Me agaché en cuclillas en un acto reflejo. Otras veces me quedé parada, incluso intenté hacer algo, pero aprendí la lección. Taparse la cara, hacerse invisible y no hablar. Tres reglas simples. Era el instinto de supervivencia activado. Me gustaría mostrarte el movimiento de cuclillas para que puedas verlo, para que nunca jamás tengas que hacerlo. Por eso te cuento mi versión. Para que entiendas las razones por las cuales hice lo que hice. Mientras hablo me imagino tus ojos, escuchando atenta. Necesito contarlo todo. Hay historias difíciles de comprender y esta es una de esas. Por eso me detengo en los detalles. Hay veces en las que en los fragmentos están las explicaciones de la suma. Mi vida es un conjunto de fragmentos. La tuya, espero, la suma. Quiero explicar y quiero que entiendas. Quiero ser otra persona a través de tus ojos, una que construyas a partir de mi historia.

La Casa. Existían reglas, los llamábamos códigos. En el fondo tenía suerte. Mi memoria era buena. Por eso aprendía con facilidad. Código primero: los huesos no se rompen solos, a no ser que la persona sea mala y se lo merezca. En ese caso las puertas hacían su trabajo. Las puertas eran justicieras, damas firmes y correctas, dueñas de una sensatez incuestionable, capaces de impartir rectitud donde no la había. Sagradas las puertas, no sé qué hubiéramos hecho sin ellas. Sagradas, también las ventanas. Venerábamos su contundencia. Todas lo hacíamos. No había manera más apropiada de corregir un desvío que con el filo de una ventana. Envidiaba su seguridad. Admiraba la elegancia con la que bajaban para impartir justicia. Si cierro los ojos, incluso hoy puedo escuchar su sonido deslizándose por los rieles. Puedo sentir el golpe seco de los huesos partiéndose. Puedo vibrar junto con el grito que me advierte que esta vez no son solo huesos. Hago una pausa para hacerte una aclaración. No creas que soy insensible, que desconozco la crudeza con la que te estoy hablando. Entiendo que no son cosas fáciles de escuchar, para eso uso estos detalles, para transmitirte con la mayor transparencia posible cómo fueron las cosas. Es mi manera de decirte que las ventanas para nosotras eran poderosas. Es mi manera de explicarte. Existían veces en las que hacía tanto esfuerzo por no escuchar, por desaparecer, escapar de la realidad que estaba viviendo que algunos recuerdos se vuelven difusos. Como el de la ventana de hoz. ¿Estaba despierta? ¿Estaba dormida?

Soñar podía resultar confuso, sobre todo en la Casa. Pienso que la razón era la falta de luz o el silencio. Una nunca sabía si era de día o de noche, a no ser que le tocara un correctivo del ventanal. Solo con algo de suerte se podían ver los rayos de sol entrando por los postigos. Ser moralizada tenía sus momentos buenos, sobre todo si el calor del día tocaba la piel. Porque ese era otro de los factores que nos adormecían: el frío. Todas coincidíamos en que el sótano era el lugar más gélido de la Casa. No lo decíamos con palabras. Código segundo: en la Casa no se habla. Pero hay cosas que se perciben incluso sin letras ni señas. Hay cosas que se transmiten por otros canales, como el de los pensamientos. Yo puedo oírlos. En la Casa escuchaba los míos y los de las Sombras. Solo con un silencio sepulcral una puede entrenar la mente para eso. ¿Me entendés? ¿Comprendés lo que te estoy diciendo? Es difícil transmitirte todo lo que siento en tan poco tiempo. Espero en este preciso instante estar comunicándome con vos no solo por el canal auditivo. Espero que me percibas con tus otros sentidos. Porque no son los oídos solos los que escuchan, sino también el cerebro o el corazón, dependiendo de lo que la otra persona esté dispuesta a escuchar. En el caso de la Casa, creo que todas pensábamos lo mismo: que el problema no estaba en el sótano, sino en las escaleras. Por lo menos es lo que yo creía. Una nunca podía estar segura de lo que pensaban las Sombras. Ellas también mentían, eso tenés que saberlo. Por eso en la Casa lo mejor era guiarse por la intuición.

Vuelvo a las escaleras. Bajo un pie, después el otro. Me voy a ese momento exacto. Te lo cuento como si estuviera ahí. La Casa no permitía zapatos, estaban contra las reglas, por eso estaba descalza. Los escalones tenían vidrios rotos. Había que llegar abajo para completar la purga. Código tercero: la maldad sale por los pies, todo el mundo sabe eso. Con cada paso una se iba limpiando. Eran exactamente trece escalones. Cuando finalmente se llegaba al sótano, no quedaba otra opción más que desplazarse de rodillas. Solo se podía volver a la Casa cuando la piel hubiera cicatrizado. Solo entonces una estaba limpia. El sótano también tenía su momento bueno. Para volver a la Casa había que hacerlo por el frente. Hubiera sido tonto atravesar las escaleras otra vez. Entonces, se abría el portón que salía al jardín, se sentía el pasto en los pies ya curados, se absorbía la mayor cantidad de sol posible y se entraba a la Casa por el frente. Era como un nacimiento. Una nueva oportunidad.

La ventana de hoz. ¿Me estás siguiendo? Intento contarte las cosas de manera ordenada, pero tengo que reconocer que me cuesta. No quiero atolondrarme. No quiero dejar ningún acontecimiento sin contar. Debe ser la ansiedad que me genera imaginarte escuchando, o el miedo a no expresarme bien, a no transmitirte las cosas como fueron, ¿me entendés? Por eso quiero circunscribirme a los hechos concretos, quiero darte todas las piezas. Quiero que entiendas lo que sentía. No era la primera vez que escuchaba ese ruido. Pero de alguna forma había aprendido a no decir nada. Cuando la ventana corría por los rieles pensaba en la Sombra que estaba siendo corregida. Pensaba en si alguna vez iba a poder salir, en si yo iba a poder salir. No lograba tener noción del tiempo. La Casa tenía ese efecto. Detrás de sus paredes las leyes de la física no aplicaban. No había tiempo ni espacio. Solo agujeros negros. ¿Hacía cuánto tiempo que estaba ahí? ¿Podían ser siglos? Había veces en las que no solo deseaba desaparecer, sino estar muerta, y así de una vez por todas entender que la casa en efecto, era el infierno.

Pero en ese entonces mi voluntad era inexistente y por más de que no quisiera, mi cuerpo seguía respirando. En algún lado leí que siempre hay esperanza mientras el aire entre por los pulmones. Eso es algo que quiero que sepas: cuando pienses que todo está perdido, inhala y exhala. En la Casa era lo único que tenía que hacer para mantenerme con vida. La Casa estaba maldita: no lo digo en sentido figurado, sino literal. Si tuviera que contarte lo más brutal ahí vivido, no señalaría lo que pasaba, sino lo que no pasaba. Sin lugar a dudas, eso fue lo peor, incluso más que las correcciones. Es llamativo como una no necesita lo que no conoce, pero de todas formas percibe la falta. Espero que mi versión te sirva para entender esa percepción. Lo nuestro es un para siempre por privación. Es la ausencia la que en todo momento nos va a unir. La falta. Se va gestando un vacío, un agujero que se traga todo. La apatía le gana a la ilusión y, en mi versión, una se convierte para siempre en Sombra. El proceso es irreversible. Una vez que el daño está hecho, no hay vuelta atrás.

Sigo. En la Casa las únicas necesidades cubiertas eran las básicas: comida y agua. Por comida me refiero a pan y algo parecido al engrudo, y con agua, a ese líquido marrón que salía de las canillas. Por un lado estoy agradecida. Una infancia de privaciones ayuda a valorar las cosas. No es una lección que quiero que aprendas, pero es cierta. Cuando una siente dolor físico, aprende, todas sabemos eso: código cuarto. Por esa razón entrábamos en el agujero. Nadie tenía que decirnos cuándo hacerlo. Nosotras solas nos dábamos cuenta. Entrabamos rápido, apenas cometíamos la falta, antes de que llegaran las Miradas. Ellas eran capaces de transformar el malestar en tortura. Nadie quería a las Miradas. Recuerdo la secuencia: mastico el engrudo, aunque no hay mucho para masticar. Tengo una cuchara, comemos todas de la cacerola, no hay platos, tengo frío, tiemblo. Entonces mi mano se sacude, vuelco un poco al piso, me quedo quieta, no quiero alertar a las Miradas, me levanto, voy al agujero, me imparto el castigo, entro en el hueco, doblo mis piernas para caber, por eso me duelen. Por favor nunca te dobles para entrar. En mi versión no queda alternativa. Para las más altas era más difícil, el lugar era reducido. Por la cantidad de comida desperdiciada supongo que deberían ser dos días para que las Miradas estuvieran satisfechas. En el agujero no se piensa, se alecciona: código quinto. Pero yo no logro hacerlo, no se lo digo a nadie, tampoco podría, salvo que hablara con el pensamiento o con el corazón, en cualquier caso, debía existir alguien con ganas de escucharme, lo cual no era posible, no dentro de la Casa. Aprender lecciones era mucho más importante que pensar, o eso creíamos, en cualquier caso, no podíamos despejar la duda. Las preguntas están prohibidas: código sexto. Los juegos, también. Una vez jugué con alguien. El resultado no fue bueno. El problema estaba en la distracción, en el entretenimiento. Teníamos que hacer nuestro mayor esfuerzo para ser corregidas, de lo contrario terminaríamos en el fondo del mar, como escombros. Nadie quería hundirse, aunque a mí no me asustaba. El mar me atrae, aunque nunca lo haya visto. Espero que tu realidad sea otra. Quiero ver el mar. Que la vida me perdone todas las veces en las que no la viví. No tengo otro camino más que este que recorro. De a poco me voy transformando. Voy sintiendo el cambio. Me crece el pelaje, las garras también. Es el mecanismo de adaptación. Son millones de años de evolución comprimidos en segundos. Me convierto en loba o en osa, o en lo que yo quiera ser. Me gustaría también que tuvieras ese poder. Me gusta pensar en los osos. No le temen a la soledad, sino a la gente y a su incómodo bullicio. Si todos fuéramos un metro más adentro, las cosas cambiarían. El poder de la mente es inmenso. Eso tenés que saberlo. Solo pienso en mi próximo paso. Tengo un propósito. Uno incluso más grande que el de muchas vidas. Respirar no tiene sentido si no se existe. Pero yo existo. Mi nombre es Jade, por lo menos eso es lo que me dijeron. Cada una puede elegir qué creer. Soy como el viento que cambia de direcciones. Pierdo la forma. Ya no soy una osa, soy un gigantesco espacio. Tu espacio.

La Casa. Era enero. ¿Me seguís? ¿Me estás acompañando? No puedo revivir todo esto sola. Era enero y lo sé porque el calor en nuestro cuarto era insoportable. No teníamos camas sino mantas en el piso. Había veces en las que nos obligaban a rociarlas con vinagre. El vinagre ahuyenta las pulgas. Las mantas eran necesarias, salvo en verano cuando el contacto con la lana se volvía insoportable. Entonces las corríamos y descansábamos sobre los tablones fríos de madera. Me gustaban los tablones. Eran mucho mejores que el piso frío sobre el que me acuesto ahora. El problema no está tanto en el piso frío sino en el encierro. Pero todavía no puedo contarte eso. Solo espero que la vida te haya dado colchones cómodos, mullidos y sin pulgas.

Nuestro cuarto. El aire era espeso, pero no podíamos abrir las ventanas, a no ser que buscáramos ser corregidas. ¿Me estás siguiendo? En este punto creo que es importante hacer algunas aclaraciones con respecto a las correcciones. Eran casi tan ineludibles como respirar. La vida, en esta parte de mi versión, no era compatible con los desvíos. Por esa razón alabábamos a la Casa, porque era la única que podía darnos una luz de esperanza. No siempre supe qué era lo que hacíamos ahí, ni en qué momento habíamos errado el camino, pero en algún punto entendí que la única salida era someterme a la voluntad de la Casa. Me equivoqué. O tal vez no. Lo importante que quiero que sepas es que la obediencia no duró para siempre.

Vuelvo a las mantas y al calor. Éramos cerca de cuarenta Sombras compartiendo el espacio. Mis ojos se adaptaban a la oscuridad con una agudeza inédita. Podía ver, aunque no viera, como los murciélagos, aunque no usaba la ecolocación, sino algo más sofisticado. Las Sombras emanaban fuerzas que rebotaban en las mías y me daban un panorama general de la persona que tenía en frente. Podía sentirlo debajo de la piel. Había una Sombra que me volvía ansiosa: una cruz, dos puntos, esas eran sus marcas. Su energía rebotaba por todas las paredes. Era imposible no darse cuenta de que estaba cerca. Quería alejarme. Pero no podía, tenía que aguantar, sobre todo si las Miradas estaban controlando. Tengo que hablarte de los días de Pruebas.

Algo importante: me gustaban los días de Pruebas. Más allá de que sucedía el corte, podíamos salir al jardín. Hubiera hecho cualquier cosa con tal de salir al jardín, incluso participar de la Prueba. Bajo el rayo del sol era el único momento en el que nos veíamos las caras. Dejábamos de ser Sombras. Las Miradas también nos acompañaban. Eran las encargadas de asegurarse de que hiciéramos lo correcto. A ellas no las veíamos. No solo porque estaba prohibido levantar la vista para observarlas, sino porque llevaban máscaras. No eran caretas sofisticadas ni nada de eso, sino más bien algo como una funda blanca elástica, que se ajustaba al contorno de sus cabezas y caras. No entiendo cómo hacían para respirar, a no ser que no necesitaran hacerlo. A veces dudo de que fueran personas.

Voy a la Prueba. Estaba parada frente a la Mirada que más hablaba. Era la de nariz prominente. Su tabique se podía ver a distancia aunque la cubriera la funda. Mientras gesticulaba, la zona alrededor de la boca se humedecía. La llamo Mirada Escupidora. Para mí era una víbora, como una cobra. Seguro que su saliva tenía veneno. Me daba asco. Fue ella la que nos acomodó en fila. Caminamos de a dos, hombro con hombro. Me tocó ladearme con la Sombra que me volvía ansiosa. Hicimos la transición juntas. Pasamos de la oscuridad de la Casa, a la luz del jardín. A medida que nos iluminábamos vi su cara. No era lo que esperaba. Tenía los ojos grandes y negros. Hasta ese entonces, yo creía que eran violetas. Era baja, mucho más que yo, y a diferencia de lo que siempre había pensado, no constituía una amenaza, sino que es una chica de catorce años igual que yo, buscando corregirse. Ahora, lejos de las Pruebas y de las correcciones, intentando transmitirte todo lo que en algún momento vas a necesitar saber, me pregunto cómo me estarás ideando. Espero que me imagines de la manera que te plazca, y no de la manera que yo quiero. Esa sería mi victoria.

La Prueba. ¿Estás ahí conmigo? Cuando empezaba sentía algo en mi estómago, aunque no lograba identificar si eran nervios o alegría. Salíamos al verde agradecidas. Durante todo ese tiempo, sabíamos que por más difícil que pareciera, las Miradas nos estaban ayudando. En el fondo era una bendición. Eso nos repetían todas las noches. Teníamos suerte. Al parecer habíamos llegado al mundo torcidas, mal formadas, pero teníamos una segunda oportunidad. Todo lo que buscaba la Casa era enderezarnos. En ese momento honrábamos a La Casa. Le debíamos todo. Las Pruebas tenían dos propósitos, entrenarnos y definir Grados. Para eso teníamos que volver a cero. Éramos tabulas rasas en formación. Teníamos que borrarlo todo. Eso era lo que nos decían las Miradas. Una vez vacías, nos llenaban de contenido, del contenido correcto. Me acuerdo de estar parada mirando a las Sombras iluminadas por el sol. Me acuerdo de sentir una atmósfera reconfortante al entender que éramos iguales. Lo primero que tiene que hacer alguien para vencerte, es hacerte creer que estás solo. Pero yo no lo estoy. Vos tampoco. Ninguna de nosotras lo está. Somos un bloque sólido, somos el germen de lo que vamos a ser. Solo nos falta tiempo.

Las Pruebas ocurrían una vez al mes. Las Sombras nos arrodillábamos. Las Miradas se paraban detrás de nosotras. Desde nuestra posición podíamos ver sus pies. Ellas sí tenían zapatos. Quería sus suelas ¿Me entendés? Pero no lo demostraba. En cambio exhibía los callos y cicatrices de mis pies con orgullo. Entonces empezaba la Prueba. Lo primero era la depuración, despojarse de todo aquello que nos diera identidad. En la Casa éramos Sombras, no teníamos atributos físicos más que contornos oscuros y marcas en los brazos, marcas que las Miradas usaban al tacto para identificarnos en la oscuridad. En cambio, durante las Pruebas nos veíamos, por lo menos al principio. Se daba la orden. Las Miradas agarraban las navajas. Desde su posición nos rasuraban el pelo. Todas teníamos que vernos iguales, parecidas. Algunas Miradas lo disfrutaban. Una vez por mes dejaban nuestros cueros cabelludos expuestos. Eso las consolidaba, las hacía sentir especiales. A nosotras, en cambio, nos humillaba, nos recordaba que no éramos nada. No había espacio para las preguntas, para las dudas. Era por la censura lograda. No preguntes lo que no quieras saber: código miradino. Hoy pienso que no sabían de lo que hablaban, solo repetían. Nosotras hacíamos lo mismo. Creo que eso pasaba en ambos bandos. Las Miradas cortaban, las Sombras se arrodillaban. Así eran las cosas. Que estúpida era esa conformidad. Por favor nunca repitas ni te arrodilles. Es incómodo de escuchar, pero hacían de nosotras lo que querían. Sin embargo fueron esos momentos los que despertaron el germen. Hubo algo en mí que se sacudió, que odió. Pero en esta parte de mi versión odiar está mal. Por eso pienso que necesito una corrección, una de las buenas, de las que rompen huesos. La rebeldía no lleva a ningún lado: otro código de la Casa. Si cierro los ojos puedo verme en el momento que termina el corte, cuando los pelos me circundan. Puedo escuchar lo que pienso. Los miro con desprecio, pienso que no son tan largos. ¿Para qué los quiero? Deseo ser lampiña. Fría. Como una roca. Fuerte y sin espacios.

Nos levantamos. Siento el sol en mi cuero cabelludo. Me gusta. Me siento fuerte, también aterrada.

Ahora voy a contarte un secreto. Solo espero que te sirva, aunque estoy segura de que tus capacidades son otras, mucho más fuertes. De todas formas te lo comparto guiada por la esperanza de que te sirva, pero mucho más por la ilusión de que conozcas la versión de mí misma en esta explicación de las cosas. Ahí va: a veces cuando tengo miedo escucho música. Empieza de a poco. Apenas puedo oírla, pero sé que está ahí, imperceptible al oído común. Mis tímpanos la captan. Es una señal, un recuerdo de alguna memoria ajena de que tengo que resistir. No sé con exactitud quién me manda la música. El punto es que durante esos momentos me muevo despacio. Mi cuerpo se automatiza, hace lo que tenga que hacer en la vida real mientras que el espíritu viaja. Me voy al limbo, así me gusta llamarlo. El limbo es un no-lugar. No hay mucha explicación para ello. Lo bueno es que puedo elegir qué ser. Hay veces en las que soy un águila, otras un picaflor. Hay momentos en los que fluyo como el agua, otros en los que me estanco como barro espeso. Si tuviera que describir lo que se siente habitarlo, usaría la palabra vacío. Es importante decir que flotar en el aire no siempre es algo malo o molesto. Perder gravedad puede llegar a ser vertiginoso y no cualquiera está preparado para hacerlo. Pero yo sí. Tengo la capacidad de habitar esa zona con naturalidad. Lo atractivo de moverse en un espacio abstracto es lo mismo que lo vuelve sombrío. La soledad. Me hubiese gustado compartir el limbo con vos, pero no es posible coexistir con otra entidad en ese espacio. La única persona que puede ejercer de adjunto es una misma, pero en otra realidad o universo. En el limbo una puede conocer a sus otras potenciales, a las que no fueron o pudieron ser. Enfrentarse a las posibilidades no es fácil. Hay veces en las que me encuentro convertida en musgo, o en polvo o en un satélite perdido en el espacio. Los mejores momentos son cuando me veo tomando la forma de una osa, grande y feroz, desprovista de miedos y ataduras. Entonces aprovecho y corro. Atravieso los bosques a toda velocidad, en sintonía con el paisaje que me envuelve, conectada con cada uno de mis sentidos. Vista, olfato, oído, gusto y tacto. El instinto animal me guía y tengo el porte necesario para hacer lo que me plazca. Los momentos malos son cuando me convierto en una cierva herida. Es entonces cuando siento la flecha clavada hasta el fondo de mis entrañas.

Sangro a medida que escapo, sabiendo que mi supervivencia tiene el tiempo contado. Ahí es cuando duele, cuando cada paso se transforma en tortura, donde la naturaleza que me rodea se vuelve hostil y la sensación de peligro lo toma todo. Hay veces en las que lloro, lanzo gritos sordos de desamparo, busco con mis ojos apagados algún claro para acostarme. Acá viene lo importante: en el limbo las cosas son como son, y lo único que una puede hacer es dejarse llevar y aceptar lo que este no-lugar tenga que ofrecer. Cuando las condiciones correctas están dadas, es posible diseñar los escenarios. Entonces me pierdo. Me voy a ese mundo que me atrae y atrapa. El limbo tiene escondites. Me gustan los escondites. Cuando logro encontrarlos me pregunto si vale la pena salir, dejar la seguridad que ellos me dan, pero nadie puede vivir toda la vida en el limbo. O tal vez sí, tal vez sea eso lo que estoy haciendo, tal vez un día en el que sea una osa, me atreva a quedarme e hibernar para siempre. Tal vez ese momento sea cuando termine de contarte mi versión.

La Prueba. Estoy en la Prueba, la de los lazos. Todo es cuestión de aguantar, de no ceder ante la ansiedad y el nerviosismo. Para mí las Pruebas siempre fueron fáciles, incluso cuando me tocó ser el jade. Una versión simplificada de la Prueba: hay tres colores de lazos representando a cada gema: esmeralda, rubí, zafiro. Nos vendan los ojos con las bandas. No sabemos qué color nos toca. Retornamos a la oscuridad, solo que no es como en la Casa. Es otro tipo de negrura. Sentimos el aire en la cara, el sol en la espalda mientras las Miradas ajustan el lazo hasta lastimarnos. Los globos oculares se nos retraen producto de la presión. Se repiten las reglas. Hay entre nosotras, una impostora. Hay un cuarto color: el jade. Es una indecente tramposa. En ese momento tengo un pensamiento: que el Universo se apiade de ella. Que nadie la encuentre. Que logre pasar desapercibida, que logre su propósito y por favor, que no sea yo.