El país de los niños perdidos - Gustavo Martín Garzo - E-Book

El país de los niños perdidos E-Book

Gustavo Martín Garzo

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Beschreibung

¿Adónde van los niños que fuimos una vez? ¿Se refugian en lugares olvidados del mundo a los que, por mucho que nos empeñemos, no podremos volver? En este libro se habla de lugares así, pero también de una charca donde se esconden los amigos invisibles de los niños reales, de un acantilado donde un misterioso ser sigue conservando, como Peter Pan, su naturaleza de pájaro, de una isla habitada por bebés que se niegan a nacer por considerar humillante que sus madres tengan que cambiarles los pañales, de un bosque habitado por unos hombrecillos verdes que se confunden con la vegetación y que conocen el secreto de la felicidad. Gabriel, el protagonista de este libro, es un niño al que le encanta escuchar las historias que le cuenta su madre a la hora de acostarse. Una noche, el dragón de una de esas historias se presentará en sus sueños y lo llevará a conocer todos estos lugares. El país de los niños perdidos nos enseña que no debemos mantener separado el mundo real del de la fantasía. La realidad necesita de la fantasía para volverse deseable; la fantasía de lo real para poderse compartir con las personas que amamos. Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU

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Edición en formato digital: octubre de 2022

© Gustavo Martín Garzo, 2022

© De las ilustraciones, Sandra Rilova

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Ediciones Siruela, S. A., 2022

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19419-50-7

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

1 Gabriel y el dragón

2 La vida en la Luna

3 En la Selva Negra

4 Los dos amigos

5 El reino de lo pequeño

6 Una cueva de oro

7 Primer sueño

8 La señorita Clara

9 La herencia del patriarcado

10 El Valle de los Niños Invisibles

11 La reina del bosque

12 El país de la fiebre

13 Las luces del bosque

14 La belleza sin nombre

15 Corazón de piedra

16 La Isla de los Bebés

17 El reino de Jauja

18 El pájaro verde

19 Los niños verdes

20 Lo que pasó en la escuela

21 Los príncipes del aire

22 Las novias de los jóvenes verdes

23 Una fotografía

24 La madre oca

25 La Isla de los Niños Perdidos

26 El Gran Teatro de Sombras

27 Los peregrinos

28 El corazón del ciervo

29 La sangre de los dragones

Epílogo

 

Todos los niños desaparecen, misteriosamente. Cuando menos se lo espera uno, un día, los niños se han ido, y no vuelven más.

Solo un pie descalzo ANA MARÍA MATUTE

CAPÍTULO 1Gabriel y el dragón

Todos los niños odian el momento de acostarse, porque enseguida se apagan las luces y en la casa reina la oscuridad. Y a ningún niño le gusta la oscuridad. Por eso les piden a los adultos que les cuenten cuentos, que es la forma de retenerles a su lado. Eso hacía Gabriel cada noche, y, cuando su madre terminaba uno, le pedía otro y otro más, hasta que ella, de lo cansada que estaba, se quedaba dormida en su cama. Entonces se la quedaba mirando, y le parecía que podía adueñarse de su corazón. Para todos los niños el corazón de su madre es como un palacio lleno de secretos. Y a Gabriel le parecía que, mientras estaba dormida, podía pasearse libremente por ese palacio y descubrir lo que en él escondía. Pero eso nunca pasaba, porque el corazón humano es tan grande que por mucho que mires por un lado y otro nunca terminas de conocerlo.

A Gabriel le daba rabia dormirse tan pronto, porque ello le privaba del tiempo que necesitaba para estar con ella y poder preguntarle cosas.

—Mamá —le decía—, ¿por qué me entra tanto sueño cuando vienes a verme?

—Eso sucede —le contestaba ella—, porque el cuerpo de las madres desprende un aroma muy dulce que tiene el poder de adormecer a los niños para que puedan descansar y olvidar sus preocupaciones.

Paulina Martínez, su madre, era profesora. Daba clase en la Facultad de Educación. Y a veces se desesperaba con sus alumnos (casi todas eran chicas), porque prestaban más atención a sus móviles y a los mensajes y fotos que no dejaban de enviarse que a lo que ella les explicaba. Tenían la inteligencia, la simpatía y la calidez que siempre se tienen a esas edades, pero se habían separado del mundo de los cuentos, y, en ese caso, ¿cómo podías explicarles lo que era un niño? Solo los cuentos te decían lo que había en su corazón. No era difícil educar a un niño, les explicaba una y otra vez en sus clases. Solo había que buscar el cuento que guardaban en su interior y ayudarles a encontrar las palabras que necesitaban para contarlo. Pero no sabía si la hacían caso. Pensaba que no, lo que la llenaba de tristeza.

Y de todos los cuentos que existían el preferido de Gabriel era uno que tenía por protagonistas a un niño y a un dragón.

—Mamá —le decía cuando ya estaba en la cama—, cuéntame la historia de Gabriel y el dragón.

Porque el niño del cuento se llamaba como él.

Y ella se la empezaba a contar.

—Verás, esta es la historia de un niño que se llamaba Gabriel. Y una noche soñó con un dragón. No era muy grande, pues tenía más o menos su mismo tamaño. Paseaba por el bosque cuando lo vio a la orilla de un lago. Mejor dicho, vio la luz que desprendía su cuerpo, pues la piel de los dragones fosforesce en la oscuridad. Es normal que sea así, pues una leyenda dice que proceden de la Luna. La Luna entonces estaba llena de bosques, como pasaba en la Tierra antes de que los empezaran a talar para aprovechar su madera. Los dragones vivían en ese bosque interminable, y se alimentaban de los frutos y las hojas de los árboles. Su preferido era un árbol cuyos frutos brillaban en la oscuridad, a causa del fósforo que contenían. Cuando llegaba la época de su maduración, los dragones no se cansaban de comerlos, pues no había un bocado más delicioso para ellos. Esta era la causa de que sus cuerpos brillaran, aunque eso Gabriel no lo podía saber. Ni siquiera sabía que existían los dragones. Había escuchado cuentos que hablaban de ellos, pero nunca se le había ocurrido pensar que pudieran ser reales. Pero vio aquella luz a la orilla del lago y no pudo evitar acercarse a ella para investigar. Y lo que vio fue un dragón como los que había visto dibujados en los cuentos.

»Ya te he dicho —continuó— que era más o menos de tu mismo tamaño, pues no se trataba de un dragón adulto, sino de una cría de dragón, de la misma forma que tú eres una cría humana. Tenía el cuerpo cubierto de escamas, y una cresta que, partiendo de su frente, recorría su espinazo hasta llegar a la punta de su cola. Y poseía dos enormes alas, que, como no tardaría en comprobar, le permitían remontar el vuelo sin esfuerzo. Y también una enorme boca que abría y cerraba sin cesar y que, a pesar de sus afilados dientes, a Gabriel no le dio miedo, a causa de sus ojos inmensos, que todo lo miraban con una expresión apacible, como si todo cuanto le rodeaba fuera nuevo para él.

»Se estaba acercando para verlo mejor cuando, a causa del ruido que hizo al pisar una rama, el dragón volvió la cabeza y lo descubrió entre los árboles. Y hay que decir que los dos se asustaron, pues, de la misma forma que es normal que un niño se asuste al ver volar a un dragón, los dragones tampoco saben gran cosa de los niños, y no pueden saber si son tan fuertes como ellos y si los van a atacar o no. De forma que los dos salieron huyendo, cada uno en una dirección: Gabriel, hacia su casa, que no estaba lejos de allí; y el dragón, que enseguida remontó el vuelo arrancando con sus alas las ramas y las hojas de los árboles cercanos, hacia una de esas cuevas donde se esconden y que solo ellos saben dónde se encuentran.

»Mas, en situaciones así, suele pasar que ese niño y ese dragón que se han visto ya no pueden olvidarse el uno del otro, y a partir de entonces solo vivirán para volver a encontrarse. Algo único une a los niños y las niñas con los dragones, algo que no se sabe qué es, pero que les hace buscarse como si cada uno guardara el secreto del otro y esperaran encontrarse para que se lo dijeran. Esto es así hasta que los niños crecen. Entonces, suelen olvidarse de la vida que tuvieron cuando eran pequeños y se transforman en aburridas personas mayores. A los dragones nunca les pasa eso, sino que, por más tiempo que vivan (algunos pueden alcanzar hasta los quinientos años), siguen teniendo siempre la misma edad. Por eso les gustan tanto los niños y hasta llegan a raptarlos y llevarlos a su cueva. No porque quieran hacerles daño, sino solo para tenerles cerca y poder contemplar lo que hacen, pues es como si algo en ellos les recordara la vida que tuvieron en la Luna antes de tener que abandonarla.

CAPÍTULO 2La vida en la Luna

—Y eso fue lo que sucedió con los protagonistas de este cuento, que, una vez que se encontraron en el bosque, ninguno de los dos se pudo olvidar del otro —dijo la señora Martínez tras estornudar un par de veces, pues esos días andaba un poco resfriada.

»Gabriel no podía olvidar a la criatura del lago, no podía olvidar la luz blanca que desprendían sus alas y sus escamas, ni sus grandes ojos cuando había vuelto la cabeza para mirarle, ni el vaho caliente que salía de su boca al respirar y que en todo le recordaba el que desprendía el agua caliente de la bañera cuando su madre se la preparaba cada noche. Y al dragón le pasaba otro tanto y, desde que había visto a aquel niño, no podía olvidar su cara, ni la expresión de asombro que se había dibujado en ella mientras le miraba, como si hubiera visto algo que solo él podía ver. Y no podía olvidar, sobre todo, sus manos, pues entre los dragones no hay nada comparable a las manos de un niño, y siempre que las ven no pueden dejar de preguntarse por las cosas que serán capaces de hacer con ellas y que ellos, con sus grandes garras, son incapaces de concebir.

»Y puede que ahora —continuó la señora Martínez— te estés preguntando por qué aquel dragón estaba allí y de dónde venía. Ay, eso es algo complicado de contar, pues ya te he dicho que los dragones vienen de la Luna, y que esa es la razón de que sus cuerpos por la noche desprendan esa luz blanca que en todo recuerda la de ese astro. Claro que la Luna de entonces nada tenía que ver con esta que vemos ahora, que es solo un desierto lleno de inmensos cráteres donde no hay agua ni posibilidad de vida. Era un lugar precioso, lleno de bosques, arroyos y pequeños lagos, donde los dragones tenían cuanto les pudiera apetecer. Tenían, sobre todo, aquel misterioso árbol cuyos frutos, cuando maduraban, constituían el bocado más delicioso que pudieran imaginar. Pero un día pasó algo que nadie ha contado nunca, ni siquiera los astronautas que llegaron allí hace unos años. Ellos encontraron un paisaje lleno de cenizas, y apenas pudieron hacer otra cosa que poner una bandera que a saber por qué dejaron allí si nadie podría verla. Además, ¿cómo podrían enterarse de algo metidos en aquellos trajes que les hacían parecer el anuncio de una marca de neumáticos?

»Esa Luna por la que se pasearon los astronautas en nada se parecía a aquella en la que los dragones habían vivido durante miles de años. Una nube de meteoritos gigantes cayó sobre ella y levantó una inmensa nube de polvo que, cegando la luz del sol, hizo que las plantas y todo lo que allí vivía muriera. Se salvaron algunos dragones, que gracias al poder de sus alas volaron en dirección a la Tierra, el planeta que tenían más cerca. No les fue fácil llegar: como en el espacio no había aire, tenían que volar conteniendo la respiración, lo que les exigía un gran esfuerzo, que es como cuando los niños quieren nadar bajo el agua y enseguida necesitan volver a la superficie para tomar el aire que precisan para vivir. Pues eso les pasaba a los dragones, y los que no podían contener la respiración terminaban muriendo. Solo unos pocos lograron salvarse y, al llegar a la Tierra, buscaron los lugares más remotos en bosques y montañas para esconderse, pues nada sabían de ese planeta al que habían llegado.

»Los dragones no son como la gente suele pensar. Son criaturas apacibles que, a pesar de su aspecto, llevan una vida tranquila y sin grandes estridencias, salvo cuando se sienten atacados por alguien. Entonces, su gran fuerza y la ira que se desata en ellos puede volverles seres temibles, capaces de destruir cuanto encuentran. Pero, por lo general, viven en lugares a los que nadie suele llegar, y la mayor parte del tiempo se la pasan durmiendo, ya que cuando despiertan no hacen sino buscar el mundo que han perdido, y al no encontrarlo se entristecen y no tardan en volver a dormirse decepcionados.

»Es como si un niño cualquiera, como, por ejemplo, tú —le dijo Paulina Martínez a Gabriel— descubriera una mañana al despertar que se encuentra en una casa que nada tenía que ver con la suya, y en que todo le fuera desconocido, que ni siquiera los padres que había en ella eran los suyos y a todas horas le estuvieran dando gritos y dando de comer cosas que no le gustaban. Seguro que ese niño querría volver a dormirse enseguida, y a ver si cuando despertara de nuevo lo hacía en su propia casa, con sus verdaderos papás.

—¿Sabes lo que es la felicidad? —le preguntó entonces a Gabriel, mirándole con ternura a los ojos—. Despertarte cada mañana en el lugar donde quieres estar.

»A los dragones no les sucedía eso, y se pasaban los días dormidos, a la espera de que un nuevo despertar pudiera llevarlos a aquel país que habían tenido que abandonar. Por eso, aquí, en la Tierra, era muy difícil verlos, ya que tenían la rara habilidad de mimetizarse con las montañas donde se escondían, haciendo que su aspecto se confundiera con el de las rocas. De forma que bien podías acercarte a una de esas rocas sin percibir que se trataba de un dragón. Y así fue pasando el tiempo, y fue tanto el tiempo que pasó que se fueron olvidando de lo que había sido su vida anterior. No se acordaban de la Luna, ni de que si estaban en este mundo era a causa del meteorito que había caído en ella y de la nube de polvo que, al impedirles respirar, les había hecho abandonarla. No se acordaban de los bosques hermosos que había en su superficie, ni de sus juegos con los otros dragones, ni de los ríos inagotables en que se bañaban, ni de aquellos frutos que tanto les gustaba comer. Y, aunque es verdad que, en las noches de luna nueva, cuando esta brillaba en el cielo redonda como un plato rebosante de leche, se la quedaban mirando como si en ella estuviera escrita la historia de lo que eran, ellos no pensaban que pudieran proceder de allí.

CAPÍTULO 3En la Selva Negra

—Y así fue durante muchos siglos, hasta que empezaron a encontrarse con los seres humanos. La primera vez que esto sucedió fue en la Selva Negra, un macizo montañoso ubicado en el suroeste de Alemania. Se dice que fueron los romanos quienes le dieron ese nombre a causa de los densos bosques de abetos y de la oscuridad que reinaba en ellos. Y fue de un pueblecito situado en los lindes de uno de esos bosques de donde procedió la primera noticia del encuentro de un dragón con una persona. Era esta una jovencita que estaba recogiendo fresas. Y fue el color de esas fresas y el rastro rojo que dejó en sus labios al comérselas, que contrastaba con la palidez de su piel, lo que hizo que el dragón quedara hechizado por ella. La muchacha parecía dotada de esa cualidad misteriosa que solo los seres del aire poseen, y que les permite aparecer y desaparecer a su antojo, y enseguida se desvaneció entre los árboles, por lo que el dragón llegó a dudar si solo se había tratado de un sueño. Mas unos días después, paseando por los mismos lugares, volvió a verla, y esta vez la siguió para ver adónde iba. Así descubrió el pueblo donde vivía, que era muy pequeño, con casas de paredes de piedra y techumbres de paja. Y todo lo que había allí le maravilló. La luz que había en las ventanas por la noche, el humo que salía de las chimeneas, los animales que pastaban apacibles en los prados cercanos, los niños que corrían por las calles y se subían a las tapias como los gatos. Y, busca que te busca, no tardó en dar con la casa donde vivía la joven de las fresas. Acababa de lavar la ropa, y la estaba tendiendo para que se secara. Nunca había visto una criatura así. Parecía proceder de uno de esos sueños que de vez en cuando irrumpían en su cabeza y que, aunque él no podía saberlo, no eran sino las imágenes perdidas de aquella Luna que habían tenido que abandonar sus antepasados. Su esbelta figura se desplazaba por la hierba con la elegancia de esas aves zancudas que descienden a las lagunas para refrescarse y alimentarse de moluscos y de pequeñas culebras, y su larga melena, al derramarse por sus hombros, hacía pensar en una madreselva cuyas flores fueran sus rizos.

»La muchacha no tardó en regresar a su casa, y el dragón se quedó mirando las prendas que había dejado tendidas y que recordaban las formas de su cuerpo, lo que le hizo acercarse a ellas para verlas mejor. Le bastaba soplar levemente sobre ellas para que se agitaran en el aire como si quisieran desprenderse de las pinzas que las sujetaban e irse volando por ahí, como pasa con los vilanos. Y decidió llevárselas a su cueva. Fue lo peor que pudo hacer, pues las prendas, depositadas entre las rocas, apenas eran un vulgar amasijo que bien podía confundirse con los montones de hojas y ramas secas que se formaban en el bosque al llegar el otoño, con lo que la añoranza que sentía por la joven que las vestía era cada vez mayor. Hasta que un día decidió raptarla. Era invierno, y la joven estaba en la fuente con su cántaro. Hacía mucho frío y el dragón hizo surgir de su boca una nube de vapor que todo lo envolvió. Era muy cálida y la joven, que no entendía de dónde venía, se puso a seguir su rastro entre los árboles hasta llegar a un pequeño lago. Estaba cubierto por esa bruma, y cuál sería su sorpresa al descubrir que el agua estaba caliente. No tardó en quitarse la ropa y sumergirse en el lago, donde estuvo nadando bajo la mirada atenta del dragón. Su cuerpo resplandecía por la humedad, y su melena flotaba a su alrededor en el agua como una colonia de levísimas algas, mientras que los delgados apéndices de sus brazos y piernas le hacían parecer, según sus movimientos, un pez, un ave, un reptil o una nutria. Se pasó así largo rato hasta que, debilitada por el calor que reinaba, emergió del agua y se quedó adormecida en la orilla. Entonces, el dragón aprovechó para cogerla con cuidado con una de sus garras y llevarla a su cueva.

»Cuando la joven despertó, lo primero que vio fue unos ojos enormes que la miraban desde la oscuridad. Y, como es lógico, se asustó mucho, pues los ojos de los dragones son como brasas encendidas y parece que te pueden quemar con solo mirarte. Pero enseguida se dio cuenta de que aquel ser no quería hacerle daño. En todas las muchachas hay ese poder, el de saber reconocer el peligro cuando aparece. De forma que se volvió hacia aquella criatura, de la que apenas percibía otra cosa que su silueta en la sombra, y le preguntó enfadada qué derecho tenía a haberla secuestrado y a llevarla a aquella cueva.

»—¿Acaso crees que soy como esos pajarillos que se caen de los nidos y que no se saben defender?

»El cuerpo del dragón se encendió para mostrarla lo poderoso que era, ya que los dragones tienen la cualidad de poder cambiar de color según su estado de ánimo. Especialmente, cuando duermen. No hay nada más maravilloso que contemplarlos en esos instantes, porque entonces sus cuerpos se colorean adquiriendo matices que en todo recuerdan los del arco iris. Esto es porque las imágenes del mundo donde vivieron y que tuvieron que abandonar se albergan escondidas en sus pensamientos, y es en sus sueños cuando vuelven a ellos devolviéndoles la felicidad que sentían. Porque los dragones, a pesar de su aspecto terrible, fueron creados para la felicidad, como pasa con los niños; por eso tienen alas que les permiten volar; por eso sus ojos pueden ver, desde las distancias más grandes, hasta una hormiga que camina por la tierra; por eso son curiosos y echan fuego por la boca cuando se excitan; pero también por eso se vuelven mansos y zalameros y cuando se encaprichan de una persona solo quieren protegerla y estar a su lado. Y aquel mundo en que vivían antes de la caída del meteorito era un lugar donde podían experimentar todo eso; al contrario de lo que les pasaba en el nuestro, donde no sabían qué hacer con esas cualidades, a causa de lo cual daban en destruirlo todo, incapaces de controlar su rabia.

»Al dragón no le gustó nada que la muchacha le hablara así, y a punto estaba de echarle una bocanada de fuego y de transformarla en un montón de ceniza cuando ella volvió a encararse con él.

»—No tienes por qué ponerte así —le dijo—. ¿Acaso no te han dicho que, antes de pedirle algo a una persona, hay que preguntarle si lo quiere hacer o no?

»A estas alturas las formas del dragón ya se habían revelado ante los ojos de la muchacha, por mor de la luz que, al enfadarse, desprendía su piel. Y, aunque sintió miedo de la ferocidad de su aspecto, continuó recriminándole su conducta.

»—Soy yo quien debía estar enfadada por haberme traído a esta cueva inmunda sin pedirme permiso. Además, no solo me has robado la ropa, sino que la has vuelto a ensuciar, y ahora me toca volver a lavarla. ¿Acaso crees que me gusta llevarla de nuevo al río, con lo fría que está el agua, y que me vuelvan a salir sabañones?

»Y al decir esto la joven le mostró las manos al dragón, que tenía llenas de sabañones, que son unos bultos que salen en los dedos a causa del frío, lo que a este le hizo agachar la cabeza, avergonzado, como un perrito al que su ama riñe por algo que ha hecho mal. Ya estaba abandonando la cueva cuando la muchacha se volvió hacia el dragón y le dijo:

»—Y ni se te ocurra volver a robarme la ropa o ir al pueblo para asustar a la gente.

»Y, al ver como el dragón se había tumbado en el suelo en señal de sumisión, se compadeció de él y le dijo:

»—Seré yo quien venga a verte, si te portas bien.

CAPÍTULO 4Los dos amigos

—No tardó en suceder eso, pues desde que se habían conocido ninguno de los dos podía vivir sin el otro. Ella no podía olvidar los momentos en que se había despertado en la cueva del dragón y le había visto dormido a su lado, y cómo el color de su cuerpo cambiaba según los sucesos que tenían lugar en sus sueños; y en los oídos del dragón aún resonaba el sonido de las palabras de la muchacha cuando le había reñido, pues no le importaba lo que le dijera con tal de volver a oír su voz. Cuando pasa algo así y dos criaturas se desean de esta manera, ya no pueden vivir tranquilos hasta que no se vuelven a encontrar.

»Por ello el dragón se pasaba todos los días por el lago esperando verla aparecer de nuevo. No podía olvidar lo que ella le había dicho de sus manos, y de cómo las tenía, llenas de sabañones por lo fría que estaba el agua cuando iba a lavar. Y para que esto no pasara la calentaba cada mañana con su aliento. De forma que cuando a la muchacha le tocó lavar de nuevo la ropa lo primero que vio al acercarse al lago fue una nube de vapor que lo cubría todo. Y, como el agua estaba caliente, enseguida supo que era el dragón quien lo había hecho. Se puso a llamarle, pero este no apareció, ya que, a pesar de que, escondido entre los árboles, no se perdía detalle de lo que la joven hacía, no quería que le viera. No había olvidado la bronca que le había echado por llevarla a la cueva, y tenía miedo de que ahora pudiera volver a echársela por haber cubierto el lago con su aliento (¡¿quién podía entender a una criatura tan irritable?!).

»—Sé que estás enfadado por la bronca del otro día —le dijo la muchacha—, pero debes entender que tenía mis razones para hacerlo. No se puede andar por ahí secuestrando a las personas para llevarlas a cuevas donde no saben qué se van a encontrar. No, al menos, sin preguntarles antes si quieren ir o no.

»Se lavaba bien la ropa en aquella agua tan caliente y, al terminar, la muchacha se dirigió de nuevo al dragón para agradecérselo.

»—Esta idea de calentar el agua ha estado genial, de verdad. Puedes lavar toda la ropa que quieras sin que te duelan las manos.

»Y, tras quedarse un momento esperando por si el dragón pudiera aparecer, cargó la cesta con la ropa y se dispuso a marcharse.

»—Bueno, me voy. A lo mejor mañana se te ha pasado el enfado y nos podemos ver. Que sepas que me gustaría mucho.

»Ya se estaba yendo cuando se dio de nuevo la vuelta y volvió a hablar con el dragón.

»—A ver si sabes esta adivinanza: «De celda en celda voy, pero presa no estoy».

»La niebla se había hecho más densa y apenas se veía nada. La muchacha esperó unos segundos y dijo:

»—La respuesta es: “La abeja”.

En la otra orilla del lago se vieron brillar dos puntos luminosos. Eran los ojos del dragón, que la estaba mirando.

»—¿Y esta otra? —insistió la muchacha—. «Mil damas en un camino, sin polvo ni remolino».

Fue ella misma quien se respondió.

»—Las hormigas.

»Los ojos del dragón se habían vuelto más brillantes cuando ella le hablaba. Le planteó una adivinanza más.

»—“Me hago más pequeño cada vez que me baño”. ¿Quién soy? Qué tonto eres: “El jabón”. No aciertas ni una. Ya me voy. Nos vemos otro día. Bueno, si quieres tú.

Así fue, y unos días después la muchacha estaba otra vez en el lago. Iba con intención de bañarse.

»—¿Estás ahí? —le preguntó al dragón.

»Las ramas de los árboles empezaron a moverse como si un animal de gran tamaño se desplazara entre ellas, pero apenas había avanzado unos metros cuando se detuvo.