El palacio azul de los ingenieros belgas - Fulgencio Argüelles - E-Book

El palacio azul de los ingenieros belgas E-Book

Fulgencio Argüelles

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Beschreibung

Un día de septiembre de 1927, Nalo entró a trabajar en El palacio azul de los ingenieros belgas como aprendiz de jardinero. Las primaveras y las revoluciones llegaron al palacio antes que a ningún otro lugar e iniciaron al joven en la amistad y el amor, en la comprensión y el análisis. Fulgencio Argüelles, a través de un narrador certero que observa con ternura, nos acerca a los avatares personales e históricos de quienes vivieron y trabajaron en el palacio azul, y conforma un mundo particular que trasciende a lo universal, pues, como apuntó Eugenio d'Ors, «el alma popular es en todas partes la misma». «Espléndida e intensa novela». Ernesto Ayala-Dip, El País «Una novela que a pocos decepcionará». Marcos Maurel, El Periódico «Muy por encima de tanta prosa a la moda y sin personalidad como inunda el mercado». Santos Sanz Villanueva, El Mundo «Argüelles posee un talento estilístico realmente notable. Escribe con una prosa muy cuidada, con un ritmo envolvente». J.M.Pozuelo Yvancos, ABC «Es Fulgencio Argüelles un escritor de fondo, uno de esos autores de raza capaces de conseguir lo que está al alcance de muy pocos». José Luis García, Literaturas.com «Esta novela sí es como la vida, la recomiendo vivamente. Está maravillosamente escrita». Luis Miguel Sotillo Castro, Literatura+1

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FULGENCIO ARGÜELLES

EL PALACIO AZUL

DE LOS INGENIEROS BELGAS

ACANTILADO

BARCELONA 2023

CONTENIDO

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Un jurado compuesto por Marcos Giralt,

José María Guelbenzu, Mercedes Monmany, Ponç Puigdevall, Rosa Regàs y el editor Jaume Vallcorba (sin voto) otorgó al presente libro el Premio de Novela

Café Gijón 2003.

A mis puntos cardinales, María, Tamar, Eduardo,

Aida y Claudia, por orden de aparición.

A Micaela Ana,

que conoce la magia de multiplicar momentos.

A los amigos que cada día escriben

para mí entrañables y fantásticas novelas.

De la misma manera que en el concepto de río se sumerge la realidad de cada arroyo, así quedaría sumido entre los detalles del acontecimiento el acontecimiento en sí.

La abdicación de lo esencial ante lo circunstancial.

MIGUEL TORGA

Palabras labradas

Hay un momento por la mañana temprano, antes de que se haya derramado demasiada sangre, antes de que la crueldad de los fuertes haya alcanzado su apogeo, cuando los jugadores nocturnos caen dormidos al fin y se libran de su tristeza, hay un momento en el que el nuevo día parece casi inocente.

JOHN BERGER

Lila y Flag

EL PALACIO AZUL DE LOS INGENIEROS BELGAS

o el otoño de la casa de los sauces

o anagogía de un aprendiz de sabio que descubrió el atávico principio enunciado por la aforística popular de que una cosa son dos cosas

o las vivencias de un ayudante de jardinero que contempló desde la balaustrada de los asombros el peregrinaje del mundo y comprobó la epanástrofe de los momentos o su agraciada multiplicación

o fragmento de la vida del joven Nalo, hijo de un minero muerto en una explosión de grisú y de la desabrida Natalia, que usaba las palabras como herramienta de ataque y un día se comió la tierra de los geranios, y hermano de la bella Lucía, cuya extravagancia no era manifestación de locura sino metáfora evidente de neurastenia poética, y nieto de los refranes de Angustias y de los silencios de Cosme, quien soñó con la revolución de los manantiales y creyó en la invisibilidad de la casa de los sauces

o los tiempos de un novicio imposibilitado para el rencor cuyo maestro más acreditado, de nombre Eneka, llegó a casarse con dos de las nueve musas

o repaso a las circunstancias amorosas de quien bautizándose de placer en los humores migratorios de un sexo fraterno consiguió penetrar con laureles en la antítesis circunstancial de la diosa Elena para acabar esparciendo mimosas en los jadeos huracanados de la señorita Julia

o apuntes sobre las preocupaciones dispares de ricos y pobres y los diferentes matices de sus categorías emocionales

o las radiografías incompletas y borrosas de una revolución que confundió el curso de la Historia

UNO

Mi padre tomaba grandes tazones de café negro y llevaba siempre camisetas sucias que olían a alquitrán y a mi madre le decía lisonjas cuando quería algo, ternezas como prenda o encanto o princesa, pero voceaba furioso insultándola, llamándola perra asquerosa y cosas peores cuando ella se retardaba, y lo hacía con una voz ofensiva y metálica, agitando sus brazos inmensos, pero mi madre nunca le contestaba, jamás le decía una palabra de réplica, ni siquiera perdía su expresión de gratitud perenne. Recuerdo algunas cosas de mi padre de forma dispersa, aunque no muchas. Trabajaba como entibador en las minas de carbón y era grande, muy grande, y tenía la voz bronca y rotunda, y le chorreaba el sudor por las sienes y por los costados de la nariz y siempre estaba sediento. La tarde de su muerte la conservo aún nítida en la memoria. No vi su cadáver. Tardaría varios años en ver un cadáver. El ataúd estuvo destapado en la sala toda la noche y había un calor que iba y venía. Mi hermana me dijo que le habían puesto un traje del abuelo, pero yo me lo imaginaba con su camiseta sucia que olía a alquitrán y con los labios agrietados por la sed y con la lengua a un lado, pastosa y blanca, una lengua igual que la de las vacas recién paridas. Mi madre se tiraba de los pelos y pateaba las tablas de la sala como poseída por algún diablo. Gritaba una y otra vez el nombre de mi padre, que se llamaba Jacinto, y cuanto más lo repetía más apergaminada y flaca se le quedaba la cara, como si en cada Jacinto gritado se le estuviera yendo un pedazo de realidad para quedar convertida en un fantasma. Pronto la casa se llenó de gente que iba y venía santiguándose y tropezando conmigo. Mi madre, cuando ya su cara no admitía más encogimientos, salió al corredor y apretando los puños miraba hacia el camino del puente y repetía, asesinos, hijos de puta, bestias de mala sangre, y cosas incluso peores. Se refería a los dueños de las minas y de las fábricas, a los ingenieros belgas que vivían en el palacio azul, al otro lado del río, entre una ronda de abedules y una algaba de escaramujos. Ella siempre había culpado de su desgracia y de todas las desgracias de las que tenía noticia a aquellos dos extranjeros, el señor Hendrik y el señor Jacob, porque ellos tenían el poder de la osadía y del perdón, y también tenían el poder del abuso y de las resoluciones, porque todo lo que existía tenía que ver con ellos, el carbón, el hierro, la madera, las barriadas, los trenes, los caminos, el río, las escuelas, la iglesia, el hospicio, los jardines y hasta la casa donde vivíamos, que también un día les había pertenecido, un regalo del señor Hendrik al abuelo en la época en que había trabajado como capataz de los belgas, de eso hacía ya muchos años, que muy malos no serían los extranjeros cuando regalaban cosas tan importantes a la gente, eso pensaba yo, pero mi madre guardaba un mal recuerdo de aquella circunstancia y los acusaba a ellos, pero también culpaba al abuelo por no haber sabido aprovecharse de aquella pasada relación de la que yo entonces nada sabía. Pero en realidad a mi padre no lo mataron los belgas, aunque indirectamente algo tuvieran que ver, pues la mina Clavela era de su propiedad, como el resto de las minas y la fábrica y los trenes y los economatos y el agua del río y las piedras de los caminos, y mi primo Alipio, quien primero fue minero socialista y después se pasó al anarquismo para acabar restaurando fachadas por su cuenta, decía que el privilegio del capital era una especie de tiranía que convertía al obrero en un mero engranaje de la máquina de la producción. Mi primo Alipio, ya desde muy joven, era muy ocurrente para las explicaciones y algo revolucionario, y leía libros ásperos y grandes que en nada se parecían a los libros de poesía. Él no creía en el destino, ni siquiera creía en la otra vida y, ante cualquier injusticia, por insignificante que fuera, le brotaba el rencor. Mi abuelo sí que creía en el destino, y decía que los hombres buenos sujetaban mal su destino, y sé lo que quería decir, aunque él nunca lo dijo refiriéndose a su yerno, por quien nunca mostró el menor afecto, a pesar de lo cual tuvo con él un gesto póstumo de buena voluntad prestándole uno de sus trajes para que fuera con él a la sepultura. En los años difíciles de las represiones pude comprobar que las buenas personas no soportaban los barrotes ni las cadenas y a veces se golpeaban la cabeza contra la pared hasta que les brotaba la sangre. Sin embargo, conocí indeseables que se reían del destino de aquellos pobres insatisfechos y del suyo propio. Yo nunca me reía, pero tampoco me golpeaba la cabeza contra los muros, supongo que debido a que, en mi caso, el destino determinó que yo no fuera capaz de sentir rencor contra nada ni contra nadie. A ese destino unos lo llamaban azar o determinación y otros fortuna o providencia. Mi hermana, cuando le atacaba la fiebre poética, lo llamaba sombra del paraíso o dominio de los dioses, y yo creía que el destino debía de ser algo inmenso, algo que no se podía encerrar en una palabra, ni siquiera en un dogma o en una teoría, y pensaba yo que tenía ese destino mucho que ver con la naturaleza, con el cielo que se abría para que el sol derritiera la nieve, con la savia que hacía que los árboles crecieran o con el carbón que nacía de la tierra. Como decía, a mi padre lo mató el destino, que fue quien provocó la chispa que hizo explotar el grisú. Con mi padre cayeron otros cuatro. Mi madre gritó tanto aquella tarde que se quedó sin voz y entonces comenzó a tener espasmos y a echar espumarajos por la boca, como si la saliva se le hubiera convertido en agua de jabón. Varios hombres la sujetaron sobre el asiento del abuelo y perdió el conocimiento. Mi abuela Angustias la sacudió contra el respaldo de la silla igual que sacudía las ramas del nogal de la huerta en el tiempo de las nueces, pero a mi madre no le caían nueces, sino lágrimas, unas lágrimas que recuerdo enormes, como las gotas de lluvia en los cristales de la sala por diciembre, y que le brotaban de unos ojos quietos y completamente blancos, sin pupilas. Mi abuelo, para asombro de todos los presentes, habló por primera vez después de varias semanas de silencio para gritarle a su hija al oído unas palabras que nadie entendió. Mi madre no reaccionaba y entonces el señor Patricio le puso un trozo de espejo frente a la boca por ver si lo empañaba, mientras nos explicaba, con la solemnidad con la que él hablaba siempre, que los muertos es posible que puedan llorar, pero lo que pierden definitivamente desde el primer instante es el aliento. No está muerta, determinó, mostrándonos aquel pequeño cristal manchado de niebla, y pensé, lo recuerdo bien, que aquel hombre estaba loco por dudar de la vida de mi madre. Yo no dudé en ningún momento de tal circunstancia y mi abuelo Cosme tampoco. Él diría más tarde que nadie se muere si le queda algo de rabia en la boca. Para mí fue como si de pronto todo hubiera perdido el rumbo, como si el zarpazo de la muerte hubiera detenido el universo y luego lo hubiera puesto a rodar al revés. Mi hermana Lucía, que recorría la casa como un gorrión aturdido, llenó una escudilla con agua del caldero y se la arrojó a mi madre, quien al instante reaccionó, pero lo hizo con un ataque de tos que alborotó a las golondrinas que había sobre el tendal del patio y mi abuela se santiguó tres veces y habló de malos presagios y mi abuelo se dio varios cabezazos contra los azulejos blancos como si quisiera escribir en ellos sus pensamientos. Cuando mi madre dejó de toser se sujetó los pechos y nos dijo a todos que era como si le estuvieran arrancando el corazón con las tenazas de doblar los alambres. La miré desde mi exilio en el hueco de la despensa y vi que no tenía labios sino una raya blanca y brillante como un gusano y que no tenía ojos sino zarzas ardiendo en el centro de las cuencas y su cara me pareció como una calavera de vaca de las que mi primo Alipio y yo colgábamos en los troncos de la choza que el abuelo nos había construido en los prados de Zalampernio. La abuela le dio a beber un brebaje y el cuerpo se le sacudió con una violencia que hizo retroceder a todos, menos a mí, que salí del aire quieto de la despensa para acercarme a ella. Al verme, me tocó y le entró una risa tonta y estrecha, como un hilo de agua que saliera de la herida blanca que sustituía sus labios para caer sobre mi mano tendida. Me acarició y sentí que no me tocaba ella sino el espíritu de mi padre y esa sensación o ese sentimiento permaneció en mí durante años y me hizo despertar muchas noches sobresaltado y confundido. Ella me dijo que a mi padre ya no lo veríamos más, que ya nunca más lo oiríamos blasfemar junto al abrevadero porque le faltara el jabón o no encontrara la toalla, que ya jamás veríamos en sus ojos aquella expresión de animal herido, como aquella vez que regresó del monte con los arañazos de un rayo que había acabado con dos de sus mulas, y entonces pensé que tampoco sentiría más el olor a alquitrán de sus sucias camisetas de tirantes. Mi madre volvió a gritar, Jacinto, Jacinto, y varios vómitos la sacudieron. El señor Patricio, que era practicante, la cogió desprevenida y le puso una inyección en la nalga cuando ella estaba agachada devolviendo sobre el barcal. Pasó la noche en una silla, junto al cadáver de mi padre, con los ojos cerrados, pero sin dejar de susurrar su nombre. El abuelo se sentó en la silla labrada de la cocina, en la que consumía la mayor parte de las horas de los días que pasaba en casa, y comenzó a mecerse lentamente, y el ruido monótono y constante del respaldo de la silla golpeando contra la masera me pareció a mí el tictac del reloj de la muerte y pude observar que a todos se nos habían vuelto los ojos amarillos. Me quedé dormido a sus pies cuando ya estaba amaneciendo y mi hermana me arrastró hasta la cama. Cuando desperté, los ojos de mi hermana Lucía ya no eran amarillos, sino rojos, muy rojos, como si se los hubiera estado restregando con el estropajo de limpiar la chapa de la cocina. Yo no lloraba, pero me arrimaba a ella para sentir más cerca su llanto, y ella me acariciaba la cabeza y me decía, golondrina, eres como una golondrina, y yo no sabía qué quería decir, pero me gustaba y me arrimaba más a ella hasta casi abrazarla, y ella seguía sollozando y me decía que ya nada sería lo mismo sin nuestro padre. Lucía debía de quererlo mucho porque de lo contrario no hubiera llorado de aquella forma por él. A mi madre no la dejaron acudir al día siguiente al cementerio. Yo tampoco fui porque, como dije, era muy pequeño, aunque me pusieron unos pantalones nuevos, negros y largos, y una corbata también negra sujeta al cuello con una goma que me apretaba y me daba mucho calor. Debía de ser el mes de junio o de julio porque hacía mucho calor y no paraban de zumbar las moscas y porque había muchas golondrinas en los alambres de la luz y en los tendales del patio de las lilas, y porque hacía poco que yo había recibido la primera comunión de manos del cura don Belio, y también sé que hacía calor y era verano porque la gente del pueblo dejó por un momento la hierba tendida en los prados para asistir al entierro de mi padre y de los otros cuatro, pero lo que más calor me produjo aquel día fue ver a mi madre arrodillada en el corredor comiéndose la tierra de los geranios. Escarbaba como si estuviera buscando lombrices y luego se llevaba los puñados de tierra a la boca y se relamía como cuando comía los frisuelos con mermelada de moras que hacía la abuela. Mi hermana Lucía sí que asistió al entierro. Iba detrás de los que llevaban las cajas al hombro, toda vestida de negro, en medio de la abuela y del abuelo, y con un pañuelo blanco con puntillas que debía de ser para secarse las lágrimas. Los vi alejarse desde el corredor mientras mi madre, con los ojos extraviados en el fondo de unas ojeras enormes, saboreaba la tierra de los geranios. Creo que fue aquella tarde cuando Lucía empezó a fijarse en Julián, que era hijo de otro de los mineros muertos. A ella ya le habían crecido los pechos cuando se murió mi padre. Lo sé porque al regresar del cementerio la vi quitándose el vestido negro delante de la luna de su cuarto. Tenía los huesos pronunciados y una cabellera negra y larga. Se desnudó por completo, se sentó exhausta sobre la cama y fijó la mirada en las manchas de humedad del cielo raso. Clavé los ojos en aquellos pechos pequeños e insolentemente blancos y ella me dijo que muy pronto crecerían más, mucho más, pero que no sería en aquel pueblo de mierda, y le entró una risa nerviosa y tonta que terminó en desazón, suspiros irreprimibles y un llanto sordo que ardió hasta quemarme en aquella hora del atardecer del entierro de mi padre que de pronto se quedó desierta.

Mi hermana Lucía era muy sentimental. Le gustaba sobremanera leer poesías a la hora de la siesta, pero cada vez que mi madre la sorprendía leyendo aquellos libros la ponía a bordar las sábanas para su ajuar o a sacar brillo a las piezas que quedaban de la cubertería de alpaca, y ella se sublevaba y le decía a mi madre que si padre viviera podría leer a gusto todas las poesías que le diera la gana. No sabía a cuento de qué decía aquello porque mi padre no sabía leer y sólo escribía su nombre y dudo que mostrase algún interés por la poesía, aunque, bien pensado, puede que su ignorancia le hiciese desear para su hija lo que él nunca había podido alcanzar. Lucía tenía una forma de hablar extraña, consecuencia de su afición a la poesía. En lugar de dolor decía flagelación, para referirse a sus caderas, cada día más grandes, hablaba de perfiles, al silencio lo llamaba quietud, a la hierba césped, a los barcos navíos, a las plantas vegetales, a la tristeza melancolía, a los pozos abismos, a los matorrales selvas diminutas y a las raíces de los castaños uñas profundas. Una vez se ganó una bofetada de mi madre por decir, hablando de mi padre, que la tierra perenne acogía su terrenal quejido. Creo que ella no tuvo suerte en su matrimonio y no porque Julián fuera mala gente, que no lo era y siempre trabajó como una bestia en el negocio de la madera y cada primer sábado de mes la llevaba en el tren a la capital para comprarle un vestido de colores o unos zapatos de tacón afilado o bolsos redondos y dorados que ella decía que venían de París. A veces la llevaba al cine Pombo a ver las películas de las hermanas Gish, de Marlene Dietrich o de Louise Brooks, artistas de quienes Lucía intentaba imitar los vestidos y los andares y hasta la forma de mover los párpados, y también una vez fueron al teatro, a ver una comedia, pero a mi hermana no le gustó la obra porque decía que no era un reflejo de la vida, porque la vida, decía ella, es un latido del corazón o un desgarro de la piel pero no un cúmulo de sucesos pueriles y de sonrisas ingenuas y de tristezas tibias, así que este teatro de provincias es como cuando don Belio se pone solemne para explicar cómo la Virgen María hacía la colada en los pozos de Nazaret, que no, que aquello no era teatro, que para teatro lo de París, el Olympia, donde actuaban Huguette Duflos o Mary Bell, o lo de Nueva York, donde estaba el famoso Capitol, que era el teatro más grande del mundo. Al salir del cine solían ir a comer milhojas con chocolate a la confitería La Única. De aquellos sábados decía ella que eran días hechizados. Pero Julián trabajaba duro, muy duro, bajando la madera del monte con las mulas, y se emborrachaba con demasiada frecuencia y el alcohol se fue poco a poco apoderando de su cerebro, y entonces le gritaba a mi hermana y blasfemaba contra Dios y los santos y la Virgen y contra la poesía. A ella se le encogía el cuerpo y también el espíritu y se acurrucaba bajo el escaño de la cocina y se mordía las uñas o se tapaba con fuerza los oídos. Nunca pude soportar que pegaran a una mujer y fue por este recuerdo de mi hermana maltratada y herida debajo del escaño de la cocina. Mi madre jamás la defendía porque decía que los hombres tenían derechos incuestionables y que qué más quisiera ella que tener a su Jacinto vivo a su lado aunque fuera para que la abofeteara de vez en cuando, además, tu Julián es un santo que te lleva al cinematógrafo y te da caprichos, eso decía mi madre. Mi abuelo no decía nada, porque otra vez había optado por el silencio para protestar contra el mundo, y mi abuela iba y venía en un trajín enfermizo recitando refranes y jaculatorias. Lo cierto es que en aquellos tiempos los amos o patronos castigaban a los criados o a los obreros con la fusta de los caballos por un quítame de aquí esas pajas, y esos mismos hombres hostigados por los dueños de su futuro pegaban a las mujeres con igual facilidad y con el mismo fundamento con que apaleaban a las mulas, y las mujeres golpeaban a sus hijos con la misma insistencia y naturalidad con la que ahuyentaban a los gatos o les hacían aspavientos a las gallinas, y los niños terminábamos aquella extraña secuencia de la violencia consentida maltratando a los animales, gatos y perros preferentemente, aunque también patos, cerdos y conejos, y hasta sapos y murciélagos, a estos últimos les dábamos de fumar hasta verlos reventar en el aire como si fueran globos de sangre. Tal vez la razón de todos para maltratar fuera la misma, pero no la conocía nadie y a ninguno parecía preocuparnos, tan sólo Alipio se atrevía de vez en cuando a hacer alguna extraña reflexión que no lográbamos entender, y decía él que era una pena malgastar tanta violencia en seres tan inocentes. Lo cierto es que mi hermana se fue quedando sorda, y es probable que esto ocurriera a consecuencia de las bofetadas de su marido, aunque mi madre siempre decía que aquella sordera se la había producido ella misma de tanto apretarse los oídos debajo del escaño, y yo pensaba que aquello mi madre lo decía por decirlo, porque a ella le gustaba usar las palabras como si fueran una herramienta de ataque, y a veces disparaba una palabra tras otra como si en la boca tuviera un fusil. Por ejemplo, si mi hermana Lucía un domingo por la tarde se ponía elegante y guapa y se pintaba los labios de rojo para irse con sus amigas a pasear arriba y abajo por el camino del río, mi madre no le decía, qué hermosa eres o qué guapa vas, orgullosa de su hija, sino que se ponía a disparar palabras que no se correspondían con los sentimientos de madre, los cuales guardaba enterrados muy por debajo del lugar superficial donde nacen las palabras, y le decía que qué indecencia, que qué poca vergüenza salir así a pasear por el pueblo, vestida como una cualquiera, como una actriz de teatro. La abuela sí que hablaba de verdad, sin enterrar nada debajo de lo que expresaba, y le decía a la nieta, qué guapa eres Lucía, aunque luego remataba con uno de sus susurros inexplicables, una cara hermosa lleva en sí secreta recomendación, siempre lo hacía así, y el abuelo la miraba, a la abuela, con gesto de indulgencia y apuraba un trago largo de anís de la botella labrada para llenar su silencio, que no era un silencio tranquilo y perfecto porque estaba como ansioso y vacío de toda esperanza. En aquellos años eran muchos los sucesos que yo no sabía explicar. El caso es que mi madre decía que la sordera de Lucía se la producía ella misma de tanto apretarse los oídos y Lucía decía que total para lo que había que oír en esta vida, y en parte tenía razón porque a ella lo que de verdad le gustaba era leer poesía. Por fin los albañiles terminaron de arreglar la casa que a Julián le quedó en herencia, una vivienda pequeña pero con dos plantas y una galería diminuta que daba a la fuente, y entonces Julián y mi hermana se fueron a vivir a ella, así que nunca más la vi apretarse los oídos debajo del escaño de la cocina, aunque yo sabía que Julián la seguía golpeando cuando volvía cansado y borracho. Yo iba a menudo a visitarla, al atardecer, y ella me daba siempre una rosquilla de anís o un trozo de chocolate y me enseñaba anuncios de una revista que se llamaba Blanco y Negro y que ella compraba aquellos sábados gratificantes que bajaba a la ciudad, reclamos de asuntos novedosos, como un cepillo para limpiarse la boca después de las comidas y una pasta para echar en ese mismo cepillo que era capaz de matar los gérmenes en treinta segundos y que se llamaba Kolynos, casi como el cantinero de la estación, que se llamaba Colino, y me enseñó también un reclamo con dibujos muy graciosos de un enderezador que se colocaba en la espalda, debajo de la ropa, para respirar bien y caminar derecho, y en esa revista había muchos reclamos que ofrecían la felicidad en frascos, y también había fotografías de los veraneos de la gente rica, y asuntos de modas y labores, y actualidades teatrales, que por eso sabía ella los nombres de las actrices y de los teatros, y mirar aquellas revistas era como viajar por el mundo soñando, y también había poemas, pero mi hermana decía que eran mediocres y de peor calidad que los que venían en los libros de poesía porque se veía a las claras que estaban escritos por encargo y con precipitación, y un día mi hermana pidió por correspondencia unas Sales Timoladas de Medina de Aragón para sus desarreglos propios como mujer y un frasco de Colonia Añeja que disipaba la pesadez cerebral y entonaba los nervios y otro de Humo de Sándalo para tener los ojos más grandes y de paso pidió para mí unas pastillas de café con leche que sabían a achicoria. A ella le gustaba mucho mirar aquellas revistas, pero siempre terminaba llorando porque se sentía atada a una vida que no era como las vidas que reflejaban las revistas y las tiraba con rabia contra el escaño y su corazón debía de girar entonces a mucha velocidad porque ella recorría la cocina atrás y adelante y también en círculo gesticulando, como si las imágenes de las revistas se hubieran convertido de pronto en un enjambre de moscas que la estuviera atormentando, y a veces me decía que el aire se le ponía muy difícil para respirar y otras veces que aquella vida mediocre le estaba dejando la conciencia en carne viva. Un día, a finales del mes de agosto del año veintisiete, lo recuerdo bien porque fue una semana antes de que yo entrara a trabajar en el palacio azul de los ingenieros belgas, me dijo que era muy desgraciada y que cualquier día se iba a cortar las venas, mira Nalo que te lo digo en serio, pero yo no le di mayor importancia pensando que aquélla era una forma poética que tenía ella de mostrar su disgusto y su insatisfacción por las borracheras y las brutalidades de Julián, un reproche más contra su vida mediocre, y además me lo dijo un lunes, y los lunes eran para ella los peores días de la semana, porque aún le dolía en el cuerpo la paliza del domingo y, además, el primer sábado del mes siguiente le quedaba aún tan lejos como una eternidad. Mi hermana Lucía se cortó las venas esa misma tarde, pero lo hizo delante de mi madre, como para echárselo en cara, con lo cual no tuvo tiempo de desangrarse y lo que sí consiguió fue varios golpes en las piernas con el gancho de la cocina. Mi madre cuando vio correr la sangre no se alteró, se limitó a sacar del arcón unos paños limpios, la cogió por los pelos, le metió la cabeza entre sus piernas y le ató con fuerza las dos muñecas, pero una vez solucionado el problema de la sangre la empujó contra el aparador y comenzó a atizarle en las piernas con el gancho que siempre teníamos colgado de la barra de latón para poner y quitar las chapas de la cocina. A mí me dijo Lucía llorando que la próxima vez no iba a cometer la torpeza de suicidarse delante de nadie, pero que lo había hecho así para ver la cara que ponía nuestra madre cuando ella se fuera muriendo. Por suerte no tuvo que suicidarse porque Julián, al volver borracho de la cantina de la estación, se cayó por el barranco de Peñamera, justo el día más frío de aquel mes de enero. Aquella noche mi hermana no estaba en su casa. Lo supe porque después de cenar fui a llevarle un libro de poemas de los que de vez en cuando robaba para ella en la biblioteca del palacio azul cuando los ingenieros andaban por las minas o las fábricas y el mayordomo Félix y el jardinero Eneka platicaban con la señorita Julia. Como digo, llegué aquel día con el libro a casa de mi hermana y llamé varias veces y entré, pero no había nadie. El fuego estaba agonizando, lo aticé porque, como digo, hacía mucho frío aquella noche, y me puse a leer alguno de aquellos poemas mientras esperaba, pero con el calor y aquellas palabras que no entendía me quedé dormido. Cuando desperté eran más de las dos y mi hermana me miraba desde su silla de mimbre. Tenía los ojos grandes y brillantes como los de las gatas en celo y me dijo que gracias por los poemas y que si quería un poco de pan de maíz, y me lo dijo muy tranquila y muy natural, como si en los caminos no hiciera una noche de perros, me lo dijo como si fuera mediodía y un sol radiante entrara por las ventanas, pero le dije que no, que tenía mucho sueño y que me iba, y entonces ella me ofreció una copita de marrasquino, pero también a eso le dije que no, que no quería nada porque era muy tarde y debía levantarme temprano para ir al palacio azul de los ingenieros belgas, y ella dijo que al diablo los ingenieros belgas, pero abrí la puerta y tomé la calleja oscura que bordeaba las fuentes en dirección a mi casa. Al día siguiente, la señora Elvira me dio en el jardín del palacio la noticia de la muerte de Julián. En aquel momento no supe lo que de verdad había ocurrido aquella noche, pero tampoco me importó demasiado. A Julián hubo que construirle una caja especial por lo grande que era. Cuando vi a Lucía detrás de aquel féretro descomunal me acordé del entierro de mi padre. Ella llevaba un vestido negro, muy negro, y un pañuelo blanco para las lágrimas, igual que cuando mi padre, pero esta vez no hubo ninguna lágrima. Cuando el enterrador cubrió la fosa con la última palada de tierra, mi hermana dio a todos las gracias en voz alta por la asistencia y me cogió a mí de la mano y me llevó aparte de todos y me dijo que el libro de poemas que le había llevado la otra noche era extraordinario, un verdadero prodigio, sobre todo cuando hablaba de la fragilidad de las barandas que separan la vida de la muerte y de la resurrección de los besos y del llanto de los jardines y de la paz del cielo y de muchas cosas más que ella me fue describiendo, y me decía todo esto con anhelo, con necesidad en los ojos, como quien tiene hambre y está describiendo un manjar, y entonces ocurrió allí en el cementerio, cerca de las tumbas, lo que ya otras veces me había ocurrido junto a ella, que un momento no era sólo eso, un momento, un instante en el que ocurre algo concreto, sino muchos momentos a la vez que se confunden y se complican y que te roban toda certeza, hasta la certeza misma de que tú existes en medio de todos esos momentos. La escuchaba allí, en aquel espacio de muerte y en aquel momento también de muerte, y su hambre de poesía, su necesidad de que la vida fuera un poema, era tan aguda como el deseo que yo había sentido por ella dos años atrás cuando me mostró las aberturas de su cuerpo desnudo en el cuarto de la paja, como si todas las cosas, incluida la muerte de Julián, quedaran reducidas instantáneamente a ceniza por la sola presencia de una imagen poética, y le dije, hermana, cálmate, que estamos en medio de las tumbas, que la gente te espera para ofrecerte los pésames, y entonces quedó paralizada y me acerqué a tocarla en la cintura y noté en los dedos su sangre cálida a través de la gasa negra, una sangre apurada y caliente tirando de ella hacia otro espacio y hacia otro tiempo que no fueran de muerte, y me dijo que de acuerdo, que iría a recibir los pésames, pero que le prometiera que siempre iba a traerle libros tan maravillosos como el de la otra noche, y le dije que sí, que claro, que en el palacio azul de los ingenieros había una muchedumbre de libros como aquél que nadie echaría de menos, y me dijo que me amaba, que me amaba tanto como amaba a su nueva vida y me besó en la boca. Aquella tarde mi hermana me pareció muy hermosa, tenía esa plenitud que a veces tiene el cielo de septiembre y tenía también además la pasión del mar brotándole por la piel y todo su cuerpo resonaba como el puente metálico de la fábrica cuando pasaba sobre él la hilera interminable de los vagones del carbón. Cuando llegamos a casa, mi madre la miró con desaprobación y descaro y le dijo que qué diría la gente, que no había derramado por su marido ni una sola lágrima, que no había manifestado la menor muestra de dolor, pero Lucía sonrió y le dijo que desde luego ella no iba a tirarse de los pelos como una posesa ni iba a comerse la tierra de los geranios, lo cual entendió mi madre como un reproche, porque claramente lo era, y entonces las dos gritaron y se insultaron igual que dos mujeres enemigas, como las que yo veía a veces pelear y tirarse de los pelos en el lavadero por un rincón de agua limpia donde aclarar la ropa, hasta que mi abuelo hubo de romper una vez más su silencio, aunque sólo por un momento, y se levantó de la silla labrada, tomó el litro de anís que siempre tenía cerca y lo estampó contra la mesa de mármol a la vez que les gritaba, si no os calláis os rajo la garganta con lo que queda de esta botella, y remató su amenaza bramando una blasfemia, la más sólida y rotunda de todas las que existen contra Dios, y volvió a sentarse en la silla labrada y le dijo a la abuela Angustias que le trajera otro litro de anís de la despensa, y ella fue a por él diciendo que más apaga la buena palabra que la caldera de agua, y él se acomodó sobre los cojines y una vez más guardó silencio. Ni qué decir tiene que mi madre se retiró a su habitación llorando y que mi hermana volvió a su casa, altiva y con paso firme. Ayudé a recoger los cristales de la botella a mi abuela Angustias, quien repetía entre sollozos que pelean los toros y mal para las ramas, y también dijo mi abuela, una vez más, aquello de que una cosa son dos cosas, lo cual me dio que pensar, porque era la forma que tenía ella de expresar aquello que a mí me ocurría cuando estaba con mi hermana, que un momento era dos o más momentos. A los pocos días, Lucía puso en venta todas las pertenencias de Julián, incluidas las herramientas y los caballos y las mulas y las cuadras y las tierras y los prados y la mata de castaños y la madera ya cortada que esperaba un comprador en Los Pontones y hasta la huerta que le tenían arrendada al señor Pascual, el castellano, y pintó de color rosa todos los cuartos de su casa y la fachada la pintó de un color que a mí me parecía el de los endrinos o el de los arándanos, pero que ella decía que era el color de la flor de la mandrágora, para darle al color también algo de poesía, y se compró una nueva mecedora de mimbre y una historia de varios tomos de la poesía universal, y, poco a poco, se fue quedando sorda. En el pueblo pensaron que se había vuelto loca, unos decían que por las palizas que había recibido de Julián, que mucho ir al cinematógrafo y al teatro y muchos pasteles milhojas los primeros sábados de cada mes, pero bien que le zurraba, y otros decían que había salido al abuelo Cosme, considerado un hombre lunático entre la vecindad por sus prolongados silencios y por otras ocurrencias que a mí aún no me habían sido reveladas, y a Lucía comenzaron a hablarle por señas los de más confianza o a cerrarle las puertas los más aprensivos cuando aparecía por la calle de la iglesia o por el camino del puente con su vestido de crespón y encajes con cintas de colores vivos y su sombrilla malva y rosa con orquídeas de seda o mariposas de terciopelo. Entre estos últimos, los aprensivos o suspicaces, estaba Regina Romano, la hermana del cura don Belio, quien solicitaba de su hermano la excomunión para aquella sacrílega que no guardaba el luto de rigor por el marido muerto, pero la edad avanzada y una ceguera ya casi completa hacía tiempo que habían incapacitado al párroco para cualquier gesto externo. Este descontento de doña Regina y otros atufos por el estilo que recorrían el pueblo, del lavadero a la iglesia y de la iglesia al lavadero, los supe por doña Elvira, la del palacio, que sabía todo lo que había que saber sin perderse un detalle. Doña Regina y sus contemporáneas malmetieron a Ciria, la hermana de Julián, y a poco hay una desgracia en el pueblo y en nuestra familia, porque Ciria intentó matar a Lucía, no sólo por el asunto del luto que mi hermana no respetaba, lo cual, al fin y al cabo, sólo era un detalle convencional que con el pretexto de la excentricidad de la viuda podía haberse pasado por alto, sino por lo de la venta de todos los bienes, que Julián no había dejado hijos, pero Ciria tenía cinco y un marido medio inútil que tosía mucho y escupía contra un pañuelo grande y oscuro porque padecía de tuberculosis. La agraviada esperó a mi hermana al atardecer detrás del muro que separaba la fuente del lavadero. Llevaba bajo el mandil el cuchillo de corar a los cerdos. Lucía llegó de su paseo diario con un sombrero de fieltro negro con ala de paja y golpeando con la sombrilla cerrada en los barandales del puente. Ciria salió a su encuentro con el cuchillo en alto y lo que ocurrió después debió de ser muy desagradable para las dos, porque Ciria tropezó y cayó contra las piedras y se abrió una brecha en la frente. Mi hermana la metió en casa y le mandó aviso al practicante, el señor Patricio, porque las heridas no dejaban de sangrar. No diremos nada de lo del cuchillo, le dijo mi hermana a Ciria, pero en los pueblos pequeños ni las ocurrencias ni las palabras ni siquiera los malos pensamientos se pierden sino que flotan y hierven y se propagan de puerta en puerta como el olor del romero o la reverberación de los grillos, como el polvo del carbón o el recuerdo de los muertos, y mi hermana perdonó a Ciria y le entregó parte del dinero obtenido con la venta de la madera de Los Pontones, y Ciria perdonó a mi hermana y cogió el dinero y a sus cinco hijos y al marido medio inútil y se fue con ellos a vivir a otro lugar. Yo sabía que mi hermana no estaba loca y que su vida era como una de aquellas metáforas de las que estaban llenos los libros de poesía que ocupaban su vida. A mi hermana la quise mucho porque fue quien me enseñó a leer y a escribir y también me enseñó a usar las cuatro reglas para resolver los problemas de aritmética, lo cual me evitó algunos golpes del maestro Silvano, que era gallego y tenía un mandilón azul y una vara de avellano con la que nos atizaba en las orejas y en las uñas. También ella me explicó todo lo referente al sexo y al amor. Del sexo decía que era como una cascada de luz que de pronto te iluminaba el cuerpo, y del amor que era como tender los brazos hacia la puerta entreabierta de la esperanza sin saber lo que podríamos encontrar al otro lado. Ella hablaba así, era su manera de expresarse, y, como ya dije, un momento con ella no era sólo un momento, era muchos momentos al mismo tiempo. Cada día decía palabras nuevas y el gusto suyo por las cosas hermosas se fue transformando en un poema grande. Pasaba horas leyendo y emergía luego chorreando luz y agua de mar, como una sirena. Unos días antes de casarse con Julián, se desnudó para mí. Siéntate Nalo, me dijo, y obsérvame bien, vas a aprender cómo es el cuerpo de una mujer. Fue en la nave que usábamos de granja, en el cuarto donde guardábamos la paja para los caballos. Tenía el cuerpo frágil y blanco, como un jarrón de porcelana, y un triángulo de pelo rizoso y negro allá donde nacen juntas las dos piernas. La visión de sus pechos me provocó un calor sofocante. Empecé a notar que el pantalón se me quedaba pequeño y ella me lo quitó y me dejó desnudo, con el miembro erecto, grande, tan crecido que yo mismo me asusté al verlo. Ella me explicó de qué forma debía yo introducir aquella parte insolente de mí cuerpo en el hueco húmedo del cuerpo de la mujer, y abrió su sexo despacio con sus dedos y me mostró la parte sangrante, viva, profunda, como el fondo de un pozo ardiendo, y me explicó todo aquello que hacía felices a las mujeres y también las cosas que jamás debían hacérsele a una mujer en circunstancias semejantes. Luego se quedó quieta y me pidió que la explorara con mis manos, y empecé a trazar líneas en su superficie con las yemas de mis dedos, que parecían babosas deslizándose lentamente, y cada pliegue y cada curva de su piel y el olor que desprendía y la forma como se estremecía cuando la tocaba me quedaron grabados para siempre en la memoria. Ya ves, Nalo, que no me muevo, me dijo, porque sólo quiero que aprendas, pero yo escuchaba el zumbido de su cuerpo, el correr acelerado de la sangre, sentía su aliento caliente, las curvas de sus caderas y de sus peronés y de sus muñecas y de su cráneo, la hinchazón de sus pezones casi negros, palpaba el desfiladero de sus costillas, bebía de su piel tan azucarada como la mermelada de arándanos, y empezaron a dolerme todos los músculos y abrí sus piernas para entrar en ella de la forma que me había enseñado, pero me detuvo y me dijo, así Nalo, así debe ser, así debes hacerlo, pero no conmigo, conmigo no puede ser porque soy tu hermana y tú y yo no necesitamos juntar nuestras carnes porque ya tenemos la misma carne y la misma sangre, y a mí se me aceleraba la respiración, allí estaba, a punto de cruzar alguna frontera, quizá la frontera de la infancia, sintiendo el cabello de mi hermana rozándome la piel como una brocha de fuego, y ella entonces tomó aquel miembro independiente, aquel trozo de músculo que ya jamás sería mío, y lo apretó fuerte entre sus manos, como estrujándolo, y brotó de él una sangre distinta a todas las sangres, una sangre espesa y de color blanco que salpicó mi cuerpo y el cuerpo de ella y los montones de paja. Es para aliviarte, me dijo, y me limpió suavemente y me besó y todo volvió de pronto a su sitio y los momentos que existían a la vez se desvanecieron y me quedé quieto y apretado en un único momento. Siguieron después unos meses que fueron para mí de mucha violencia interior y de mucho sufrimiento, y así llegué al palacio azul de los ingenieros belgas. Tiempo después, en la caseta donde el jardinero Eneka guardaba las herramientas, aún peleaba yo contra la violencia de la imagen del cuerpo de mi hermana desnudo, e intentaba imaginarme cómo sería el cuerpo de la señorita Julia sin ropa, y yo se la iba quitando y ella se reía con su risa de gorrión y movía sus grandes caderas y sus ampulosos pechos con mucha facilidad y con una especie de ritmo musical, como si no fueran caderas ni fueran pechos sino cimbalillos repicando a fiesta, pero el cuerpo desnudo de mi hermana siempre podía más que el de la señorita Julia y terminaba imponiéndose, y yo me frotaba aquel pedazo de carne atrevido, independiente de mi voluntad, asquerosamente procaz, sólido como una roca, ajeno a los esfuerzos que yo hacía por disminuirlo, por destrozarlo, pues su descaro me perseguía como una pesadilla y en más de una ocasión pensé en cortármelo con las tijeras de podar los rosales, pero no tuve valor, y lo frotaba y frotaba, y lo machacaba con el puño contra el borde de la carretilla hasta que aquella sangre diabólica y blanca volaba contra los sacos de fertilizante. Un día el líquido me saltó a los ojos y durante unos minutos una nube blanca me impidió la visión, y empecé a preocuparme, hasta las tripas se me removieron, porque recordé las prédicas del anciano cura Belio en la catequesis, cuando iba por la escuela los primeros viernes de cada mes, aquellas intimidaciones con el índice siempre apuntando en solitario al cielo, bravatas sobre la ceguera inminente de aquellos de nosotros que nos refociláramos en los tocamientos impuros, él lo decía así porque también debía de ser algo poeta, aunque la poesía de don Belio no era como la de mi hermana, la de él era rígida y rancia y olía a venganza y a incienso, y era negra como su sotana y como la hierba de sus orejas, en cambio la de mi hermana era como una caricia grande que te ocupaba todo el cuerpo, por fuera y por dentro. Lo cierto es que al asociar aquella pérdida de visión repentina con las palabras del cura Belio me entró el pánico y no volví a encerrarme en la caseta del jardinero para estrujar aquel miembro aturdido e imprudente que no era mío, que ya no me pertenecía, pero que a partir de aquella arremetida de terror volvió a someterse a mi voluntad. Le pedí a mi hermana que se desnudara otra vez para mí, que había algunas partes de su cuerpo que no las recordaba bien, algunos rincones que no entendía, pero ella me abrazó para explicarme, golondrina mía de mis entrañas, no debemos caer en el incesto, y le pregunté por aquella palabra nueva cuyo sonido me recordaba, no sabía el porqué, al momento de acarretar al hombro el carbón desde la tolva hasta la carbonera de casa, y ella me dijo que no era bueno para la conciencia ni siquiera para la misma conservación de la especie que carnes de la misma sangre se confundieran, aunque por otro lado, a ella no le importaría que yaciéramos juntos cada noche si sobre la tierra, o sin ir tan lejos, en nuestra región, no hubiera más hombres ni más mujeres que nosotros dos, pero que afortunadamente tanto de unos como de otras estaban los días llenos, así que, Nalo, me dijo tomándome de las orejas, borra de tu cabeza ese pensamiento, y le pregunté si con eso del incesto también uno podía quedarse ciego como con los frotamientos, y ella se puso furiosa y maldijo a los curas, en especial al párroco Belio a quien llamó pérfido y bocanegra y de quien dijo que hablaba así porque él tenía ahora la carne seca de tanto haberla tocado en otros tiempos, pero también blasfemó contra los obispos y contra el papa Pío XI, de quien decía que se llamaba Aquiles, que no sabía yo de qué lo conocía ella, y renegó de todas las iglesias en general y de la de nuestro pueblo en particular por estar tan pésimamente representada. Le dije que tampoco era para tanto, y ella me dijo que no me preocupara pues me iba a buscar una mujer para que descargara en ella la implacabilidad de la sangre. Aquellas palabras de Lucía me parecieron un secreto y como tal anidaron durante muchos días en mi cerebro, y también en mi corazón, que ya empecé a descubrir entonces que se trataba de dos compartimientos que había dentro de cada uno que tenían naturaleza diferente, pero los secretos asediaban las dos estancias, una rígida e implacable como el tiempo de los relojes, otra blanda y sumisa como la masa de las rosquillas de anís que cocinaba la abuela, en una los secretos encontraban el sigilo y en la otra se manchaban de misterio, y aquella afirmación de intenciones que había hecho mi hermana acechó todos mis pensamientos del día y de la noche porque no dejaba de imaginarme irremediablemente inmerso en un territorio prohibido y desconocido, y me fui infestando de angustia y de miedo, y como veía que el tiempo de mis pensamientos se iba alargando a la vez que me iba quedando sin tiempo, y como sentía que un momento a solas con aquella imagen no era ya ni siquiera un momento, fui a ver a mi hermana y le dije que no, que no quería, y ella preguntó, qué es lo que no quieres, porque ella ya no recordaba el asunto que a mí me había ocupado los días y las noches, y le respondí que no quería que me buscara una mujer para lo del furor de la sangre, que ya me iría arreglando, y ella exclamó, ah, lo de la mujer, y comprendí que aquel pensamiento que ella había tenido no le había llegado a las arenas movedizas del corazón y que únicamente había sido un reflejo fugaz en los espejos que tenemos en el cerebro, y le dije, sí, lo de la mujer, y ella me acarició riéndose, y tanto sus risas como sus caricias estaban llenas de ternura. Aquel espacio y aquel tiempo de la infancia se quedaron para siempre en el desván de la memoria alimentando otros sufrimientos que llegarían luego. Mi hermana Lucía me dijo que de momento aplazábamos lo de la mujer hasta que yo quisiera, y la vi radiante con aquel sombrero de paja calada y una cinta verde almendra, y le dije, qué guapa eres, Lucía, y me hizo un guiño con el sabor del amor en los ojos y en la boca, y le dije que cuando fuera rico le compraría pulseras de oro y capas de seda y vestidos con cintas de coral y plumas de cisne, como los que llevaban las mujeres de los hermanos belgas, que también eran hermanas entre ellas y también eran belgas y vivían lujosamente en el palacio azul del otro lado del río, donde yo servía como ayudante del jardinero Eneka, y Lucía me dijo que yo ya era rico, el más rico de todos los hombres de la tierra, y que ella ya tenía cuanto necesitaba, y que la felicidad ya estaba dispuesta para los dos, que sólo faltaba que llegara la primavera.

Y llegó la primavera al jardín del palacio azul antes que a ningún otro lugar del pueblo. Lo hizo a eso del mediodía, cuando el señor Eneka descansaba sobre el poyo del invernadero liándose un cigarro y yo afilaba las tijeras de podar. Todo estaba cubierto de un silencio y una soledad de cementerio. Entonces una nube se desplazó, apareció el sol y llegó la primavera. El señor Eneka fue quien primero se dio cuenta, algo normal porque él tenía mucha experiencia y había visto llegar muchas primaveras, así que me dijo, mira, Nalo, ya está aquí la primavera, y miré y la vi posándose sobre todo, sobre la copa espigada de los abetos, sobre las flores amarillas del tejo, sobre los nenúfares del estanque, sobre las hojas de los álamos blancos que parecían de plata, sobre los racimos del tilo, sobre las cortezas de los abedules de la ronda, la vi posarse suavemente sobre todas las flores de los arriates que se estremecieron y sobre la hierba que se abarrotó de margaritas y sobre el lomo brillante de los patos y también se posó la primavera en los picos de todos los pájaros cantores, que cantaron a la vez en el aire caliente del mediodía del palacio azul de los ingenieros belgas, y los fui reconociendo a todos por sus músicas, como el señor Eneka me había enseñado, tarabillas, herrerillos, carboneros, zorzales, jilgueros, petirrojos, verdecillos, escribanos, mirlos y luganos, y también la primavera se posó sobre la señora Elvira que estaba recogiendo las sábanas del tendal y que parecía más joven y más blanca y que al vernos nos dijo, ya está aquí, este año viene a tiempo, y el señor Eneka asintió y luego me preguntó a mí que cuánto tiempo llevaba en el palacio azul y le respondí que siete meses había hecho hacía unos días, y él dijo, pasándose la palma de la mano por la frente, hay que ver cómo transcurre el tiempo.

DOS

El primer día de mi trabajo para los ingenieros belgas llegué al palacio azul con la impresión de que por las venas me corría un líquido frío y espeso, y lo sentía ir y venir helándome el cuerpo. El sol lucía por primera vez después de varias semanas de lluvias intensas y me picaba en la piel la lana de la camisa. Por dentro sentía frío y por fuera sentía calor, como si mi cuerpo fuera dos cosas al mismo tiempo. Comenzaba el mes de septiembre del año veintisiete. En uno de los periódicos del abuelo se anunciaba la ejecución en Boston de los anarquistas Nicola Sacco y Bartolomé Vanzetti. La abuela dijo, quien mal hiciere, bien no espere, que Dios los perdone, y el abuelo rompió el silencio para decirle a la abuela, guarda la ignorancia para tus rezos, éste es un asunto sucio de mala conciencia capitalista, y le pregunté si conocía a aquellos hombres y me dijo que no, que no los conocía, pero que le hubiera gustado conocerlos, y bajó los ojos y quedó encorvado y oculto en aquel tiempo callado y oscuro de su existencia. Yo sabía del anarquismo del abuelo por Alipio y por Lucía, aunque él nunca me había hablado de sus preferencias políticas y tardaría mucho tiempo en hacerlo. Aquel día en que yo me dirigía a iniciar mi primer trabajo como ayudante de jardinero, me dijo, procura estar siempre del lado de los inocentes, aunque te cueste la vida. Abrazando el periódico se hundió en la silla, que era el callejón sin salida del mundo del silencio, el rincón postrero en el que él ensayaba sus búsquedas postreras.

La hiedra invadía los muros y, el jardinero, el señor Eneka, peleaba contra ella con las tijeras de podar empinado en una escalera de hierro. Desde allá arriba me dio la bienvenida y me dijo, falta me estaba haciendo un ayudante, y alargó el brazo con las tijeras para señalarme la puerta principal. La señorita Julia, contratada desde jovencita por la señora Sakia para cuidar de sus hijas más pequeñas y de sus nietas, limpiaba el barro de los columpios. No era del pueblo, ni tampoco de los pueblos de alrededor. Había nacido cerca del mar, en un lugar donde las casas, pintadas de los mismos colores que los barcos, se apretaban y empinaban como si quisieran huir de las olas. Mi hermana Lucía le tenía manía a la señorita Julia y decía de ella que, aunque quisiera disimularlo con sus ridículos andares de gorrión, se le notaba que era natural de un pueblo de calles pindias, si tiene las caderas hiperbólicas y el culo se le queda siempre atrás y parece que lo va perdiendo sin darse cuenta, esto decía mi hermana de la señorita Julia, y yo le preguntaba por la palabra hiperbólicas, que para mí era una palabra nueva, y ella me contestaba en su acostumbrado idioma poético y me decía que el cuerpo de la tal Julia estaba compuesto de dos salientes perpendiculares y desproporcionados con respecto al disminuido eje central, esto en la parte de arriba, y, más abajo de la cintura, de dos porciones abiertas dirigidas en opuesto sentido que parecían orientarse a las asíntotas que buscaban el horizonte, y que estas porciones hiperbólicas interseccionaban por todos sus vértices con la superficie cónica colgante, que no era otra cosa que el culo, en el cual se encontraban todas las generatrices que trazaban sus andares de gorrión y transformaban la energía de los pasos en falsa electricidad, y le pregunté a mi hermana por las palabras asíntotas, cónica y generatrices, que también eran para mí palabras nuevas, y ella me las explicó de la misma manera, generando a su vez en las sucesivas explicaciones otras palabras desconocidas, y entonces pensé que el cuerpo de la señorita Julia, que a mi primo Alipio le parecía el más prodigioso y natural y arrebatador de los cuerpos femeninos conocidos, que ese cuerpo, descrito por mi hermana, más bien parecía una figura geométrica de las que el maestro Silvano trazaba con la regla en el encerado y que ninguno conseguíamos entender, y yo sabía que no, que no podía ser así de ninguna manera y que Lucía hablaba de esa forma porque en lo referente al lenguaje estaba cada día más trastornada de tanto leer poesías y aprenderse de memoria el diccionario y porque además, yo no sabía el porqué, mi hermana le tenía manía a la señorita Julia. Aquel día que llegué al palacio azul de los ingenieros belgas la señorita Julia se alegró con mi presencia, o al menos eso fue lo que a mí me pareció por la sonrisa descarada y larga que no tuvo reparos en dedicarme. Yo también la miré largo y con descaro y definitivamente pensé que mi hermana no tenía razón y que la señorita Julia se parecía más a una central eléctrica o a la nueva factoría de la fábrica, que escupía fuego por sus chimeneas, que a una de aquellas frías figuras geométricas que trazaba don Silvano en la pizarra de la escuela. A mí me parecía muy guapa la señorita Julia y me gustaba observar cómo caminaba con una especie de balanceo y pasitos cortos, como si temiera tropezar con algo o no quisiera estropear la hierba del jardín del señor Eneka. Aquí es donde se entretienen ellas cuando hace sol, me dijo la señorita Julia señalando los columpios, y me estrechó la mano y me sonrió mirándome a los ojos.