Noches de luna rota - Fulgencio Argüelles - E-Book

Noches de luna rota E-Book

Fulgencio Argüelles

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Beschreibung

Los habitantes de Peñafonte, una pequeña aldea minera, tratan de subsistir en el particular equilibrio establecido tras los trágicos eventos de los últimos años: la revolución obrera de 1934, la Guerra Civil, la represión de la dictadura y los avatares personales de este singular elenco de personajes. La boda de los jóvenes Jovita y Arbicio parece devolver por un momento la esperanza al pueblo, brindar la oportunidad de dejar atrás el funesto destino que corresponde a sus habitantes por herencia y hacer revivir a una comunidad aislada del mundo y rodeada de fantasmas. Fulgencio Argüelles traza en esta novela un retrato veraz y profundamente conmovedor de las hondas heridas que plagaron nuestro pasado, y eleva Peñafonte, microcosmos inconfundible de la España franquista, a la categoría de lugar mítico en la estela de Rulfo, García Márquez o Cela. «Fulgencio Argüelles llena su prosa de ricas evocaciones sensoriales». M. Pozuelo Yvancos, ABC «Un retrato conmovedor de una parte de nuestra historia reciente. Magnífica novela con ecos de realismo mágico». Sagrario Fernández-Prieto, La Razón «Noches de luna rota se desarrolla en diálogos que van desgranando los sucesos del pasado y las reflexiones del presente, y en los que se establece la trama de esta novela coral, dialógica, poética, filosófica». Alfredo Urdaci, FanFan «Es una novela preciosa y fantásticamente escrita. Se nota que es un libro pulido en el que todas las frases están trabajadas». Laura Castañón «Es una genialidad y, a medida que avanzas en la lectura, es como si el rompecabezas se fuera montando solo». Pilar Sánchez Vicente

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FULGENCIO ARGÜELLES

NOCHES DE

LUNA ROTA

ACANTILADO

BARCELONA 2022

CONTENIDO

Tragedias griegas

Novios

Remordimientos

Lágrimas

Monte

Vergüenza

Accidente en el pajar

Resignación

Manantial

Palabras impropias

Sobrevivir

Omisión

Sosiego

Boda

Locuras

Fuego de la suerte

Trinidad

Niebla

Sermón

Convite

Herencias

Mirar por dentro

Desmemoria

Luna rota

Ruidos

Punto final

Frente al mar

Conversar

Visiones

Orillas

A mis nietos, Claudia, Martina, Andrés y Matías, que me resucitan. A mis hijos, María, Tamar, Eduardo y Aida, que me tienen y me explican. A Micaela, que me regala el amor y el tiempo.

En el pueblo bajo hay un dolor taciturno y sufrido: se incrusta dentro y se mantiene en silencio. Pero también existe un dolor que estalla: rompe a llorar de pronto y se manifiesta en forma de letanía.

Somos capaces de reunir todas las contradicciones posibles y contemplar a la vez dos abismos: el abismo que está sobre nosotros, el abismo de los ideales sublimes, y ese otro abismo que se abre a nuestros pies, el abismo de la más mezquina y rastrera abyección.

FIÓDOR DOSTOIEVSKI,

Los hermanos Karamázov

TRAGEDIAS GRIEGAS

—Recibí carta de mi madre y vengo a traerte sus saludos y su deseo sincero de que todo te vaya bien.

—Pasa.

—Ella está contenta, porque conoció a un viajante que le compra los manteles y las sábanas que borda, que ya sabes que siempre se le dio muy bien el hilo tendido, el punto de cruz y la cadeneta, y la vista la tiene como los gatos.

—Siéntate.

—Me dice que vuelva con ella, que allí hay labor para las dos, y tal vez acabe haciéndole caso. Aquí me siento algo sola, así que puede que vuelva con ella si encuentro a alguien que me compre la taberna, porque el futuro se me encoge cada día un poco más. Mozos apenas hay en el pueblo, entre los que cruzaron la mar, los que se llevó la guerra y los que andan furtivos por el monte ya se cuentan con los dedos de una mano los que quedan, Arbicio era uno de ellos y llevaba yo tiempo insinuándome a él en la taberna, y no es que me hiciera mucho caso, te lo digo como lo siento, pero alguna esperanza tenía, no te lo voy a ocultar, que la esperanza es el deseo de que ocurra algo hacedero, y lo era, por qué no, una es más normal de lo que aparenta, y también la esperanza es alivio, aunque si se prolonga en exceso puede conducir a la locura, eso me lo enseñó mi madre, pero esta esperanza se prolongó lo justo.

—¿Te pongo un café?

—Te lo agradezco.

—Tiene achicoria.

—Las preferencias de Arbicio se fueron hacia Jovita, mucho más joven y hermosa que yo, eso hasta un ciego lo distingue. Fue observar en la fiesta de San Roque cómo se miraban los dos, cuando ella le colocaba la corona de laurel como ganador del tiro de la cuerda, y reconocer yo al instante que terminarían casándose, que así es el amor, según dicen, que experiencia no tengo mucha, como bien sabes, pero me gusta leer, y he leído que amar es como jugarse la vida sin querer, como lanzarse a la mar de las intenciones en un barco sin velas y a la deriva, eso dicen los poetas, y también dicen que el amor puede florecer una y otra vez, como las flores, y que nuestro natural sentir nos hará creer que siempre estamos sintiendo lo mismo, que siempre olemos la misma flor, deseamos el mismo cuerpo o admiramos idénticos comportamientos, y esto yo no lo entiendo muy bien, porque tonta no soy, aunque tampoco tengo estudios superiores, pero lo importante es que existen las flores y que también existen los hombres para que disfrutemos de unas y de otros, todos reconociéndonos e ilusionándonos, a base de amor y de flores, que las flores parecen siempre las mismas, como los hombres, pero no lo son, como tampoco nosotras somos las mismas cada vez que amamos, y ya te digo que experiencia de amor, en el sentido de la correspondencia, o sea de que a mí me amen, no tengo, pero sí que amé muchas veces, aunque nadie lo supo jamás. Ya ves, Dulce, en estas dudas ando y con estos pensamientos te vengo a distraer.

—El amor, querida Veredigna, es una experiencia religiosa y por eso mismo tiene tantos peligros, porque se fundamenta en la irracionalidad y conduce a los enamorados hacia la inconsciencia, cuando no hacia un abismo sin fondo, y, por si fuera poco, a quienes andamos enamoradas se nos trastorna el sentido de la felicidad, porque tendemos a pensar que ésta depende más de lo que se desea que de lo que se tiene. En varias ocasiones, como bien sabes, pasé por ello, así que sé de lo que te hablo.

—De eso no tengo duda.

—De mi marido Lázaro nunca estuve enamorada. Él era amigo de mi padre, que en paz descansen los dos, y me casaron con él cuando terminé la escuela. Fue bueno y paciente conmigo y murió demasiado pronto, antes incluso de que yo fuera consciente de lo que significaba estar casada con él, pero era un hombre instruido y previsor y me dejó arreglada la vida. No deberías sorprenderte si te digo que el amor, en ese sentido religioso e irracional del que te estoy hablando, lo descubrí con tu madre, cuando las dos nos quedamos viudas.

—¡Qué bueno está tu café!

—Ella fue mi primer amor, se podría decir así, y en las tardes que pasamos juntas, aquí mismo, nos descubrimos la una a la otra, aunque a veces dudo, te lo tengo que decir, si aquello fue amor o tal vez algún otro sentimiento al que nadie hasta ahora fue capaz de ponerle nombre, porque en muy poco se pareció a lo que sentí después por el desgraciado Juan Damasceno, padre de mi hijo, o a lo que ahora siento por Delmiro, pues en aquella relación con tu madre no había desesperación por esa especie de insatisfacción que se prolonga, ya que lo que teníamos delante lo tomábamos sin esperar nada más, y tampoco nunca sentimos cansancio por la satisfacción que a la mínima ocasión se repetía.

—Hablas tan bien, Dulce, que a veces ni te entiendo.

—Son tantos años leyendo las tragedias griegas…

—Mi madre nunca le puso nombre a aquello que os mantuvo tan unidas después de las muertes de Lázaro y de mi padre.

—Fue en aquel tiempo cuando le tomé tanto gusto a la lectura de las tragedias griegas. Me apasionan los argumentos tristes de los autores clásicos. Lázaro tenía una buena biblioteca, aunque él apenas le dedicaba tiempo a la lectura, siempre quiso ser una persona distinguida, y no por vanidad, tampoco por estupidez, sino por cumplir una especie de designio familiar, ya tenía algunos cargos de responsabilidad en hermandades y consejos, pero él decía que sólo eran honoríficos, y aspiraba a algún oficio gubernativo de mayor autoridad.

—Apenas me acuerdo de él.

—Pues eso decía, e iba camino de conseguirlo cuando lo alcanzó la muerte. Fue ahí mismo, hincado en el sillón de mimbre, debajo del tilo, mientras yo le preparaba en la cocina una compota de pera mosqueruela con canela en rama y vino de moscatel, que ya sabes, porque alguna vez te lo conté, que andaba muy postrado por la caída del caballo que había sufrido unas semanas antes, así que, como te digo, él buscaba la distinción, pero ambicioso no era, más bien se trataba de una vocación, como cumplir un sueño ancestral, quién no ha tenido algún sueño ancestral: llegar a volar como los pájaros, hablar con los familiares muertos o estar en dos lugares diferentes a la vez. Todos tenemos sueños de esa naturaleza.

—A mí me gustaría volverme invisible y atravesar las paredes y entrar por las noches en las habitaciones de la gente.

—Pues el sueño ancestral de Lázaro era convertirse en un hombre distinguido, aunque para mí ya lo era, yo siempre se lo decía, pero a él nunca le parecía suficiente. A su muerte me quedé desconcertada, no derramé una sola lágrima… Fue como si a la habitación en la que duermes cada noche le hubieran arrancado el techo, ya sabes, el tejado vuela de pronto y ahí te quedas tú, en tu cama de siempre mirando al cielo.

—Si no te importa, voy a servirme otro poco de café.

—Sentí mucho desamparo, aquí sola, en esta casa tan grande, y en un pueblo al que no me ataba ningún recuerdo, y apareció entonces el amor de tu madre. Ella tenía un poder especial para hacer de lo insignificante algo muy importante, y su belleza, que a la vez me trastornaba y me aliviaba, se convertía en un resplandor que conseguía resucitarme.

—Siempre fue un ser especial.

—Ella inventó un padrenuestro que rezábamos juntas en aquellas tardes de amor. Que no se vaya tu reino de nuestras vidas, decíamos al unísono, y que se haga siempre nuestra propia voluntad. Era una oración hermosamente blasfema. No se te ocurra dejarnos sin este pan y déjanos caer en la tentación. Así éramos en aquella época. El deseo que sentíamos nos avergonzaba a las dos, eso es de ley que te lo diga, pero no podíamos dejar de satisfacerlo.

—Sé que fuisteis felices. Ella me lo repitió muchas veces.

—Fue poco tiempo, hasta que Juan Damasceno saltó la tapia y me declaró su amor. Fui infeliz demasiadas veces. Es como quemarse la piel… Duele mucho. Y hasta estando enamorada puedes sentir ese dolor, y es verdad que la piel vuelve a salir, pero la cicatriz ya se queda para siempre. En algunas ocasiones pienso en lo que pudo ser, y también eso me duele, ya sabes, esa palabra que no dijiste, o la caricia que te guardaste, o la pregunta que no te atreviste a enunciar.

—Eso lo entiendo.

—Somos vírgenes de la desgracia, Veredigna, como también del placer, porque, cuando una u otro llegan, parece que lo hicieran siempre por primera vez.

—Mi madre me decía que tenías pensamientos muy extraños, y no le faltaba razón, pero a mí me gusta mucho escucharlos.

—Hay pensamientos que son como cuerdas que te sujetan los brazos y los pies. En mi caso, ese pensamiento que te digo de lo que pudo ser y no fue es de los que más me atan.

—Eres una mujer con muchas experiencias.

—Más bien acumulo desgracias, querida Veredigna. Primero se me murió el marido casi entre las manos, así, de repente y sin que ni siquiera lo hubiera imaginado, y luego tu madre salió huyendo del fantasma de tu padre. Ella decía que se le aparecía por las noches para pedirle cuentas.

—Lo sigue diciendo.

—Nunca tomé en serio aquella preocupación, pero una mañana le dijo a su tío León, el que contaba cada noche las estrellas, que preparara la caballería, y los tres desaparecisteis del pueblo sin despedidas, sólo lo supo el castellano Pascual, que fue el que se quedó con la taberna, ni siquiera a mí me lo dijo, y eso me dolió… Vaya si me dolió…

—Es de razón.

—Y después fue lo de Juan Damasceno, ya lo sabes, la maldita mina me lo arrancó y ni siquiera llegó a conocer a su hijo. Y después llegó la guerra con tanta muerte y tanta desesperación, pero de eso sabes tanto como yo… Fueron años muy duros… Y cuando ya el pasado, con todas sus desgracias, se había instalado para siempre en esta casa, otro vino a saltar la tapia, aquel primero la saltó para no dar qué decir, y éste la saltó para robarme, y ciertamente que me robó, vaya si me robó. Ya lo ves, un hombre que no tiene vida, un fugitivo que anda por el monte alargando una lucha en la que ya nadie cree. ¡Ay, Veredigna! Pienso que cualquier día me lo van a traer con los pies por delante.

—Los del monte son hombres muy valientes. A mí me gustaría mucho tener un amor en el monte.

—Eres muy joven, y esa ansia de vida que sientes te lleva a pensar contrariedades.

—¿Qué sabes del crimen que ocurrió hace años y del que estos días tanto se habla en la taberna?

—¿Por qué hablan ahora de ese crimen que ocurrió hace tanto tiempo?

—Mujer, se le casa un nieto, al criminal, quiero decir, y ya sabes cómo es la gente, hurgan en el pasado de los contrayentes, es la costumbre, y los consejos de don Carmelo, en este caso, no ayudan precisamente, pues recomendó, a causa de esa desgracia que aún sigue señalando a la familia, y tú debes saberlo, porque Delmiro es hijo del criminal, pues el cura, como te digo, recomendó una celebración sin músicas ni algarabías festivas, algo discreto, y también aconsejó que el traje de Jovita no fuera blanco.

—Este pueblo está perdido, Veredigna… ¡Qué tendrán que ver las zanahorias con los salmos al amanecer!

—Pues ya lo ves.

—Aquél fue un crimen como otros muchos que ocurrieron y seguirán ocurriendo. Un hombre borracho y corto de entendederas se lleva por delante a una mujer medrosa, servicial y sumisa, una mujer que empezó a morir el día que la casaron con ese Delio de los infiernos. Son ganas de hurgar en las heridas.

—Y que lo digas.

—Recuerdo bien aquel crimen, porque me hizo pensar en mi circunstancia. A mí también me habían casado con un hombre al que apenas conocía, y Lázaro fue bueno y respetuoso y paciente, ya lo sabes, pero también hubiera podido no serlo, hubiera podido ser borracho y maltratador, como tantos lo son, porque yo apenas sabía nada de él antes de la boda, y quiera Dios, querida niña, que al hombre al que un día te arrimes sea cariñoso y respetuoso contigo, asegúrate de conocerlo bien antes de tomar la decisión.

—Mira, Dulce, me voy a ir con mi madre.

—Lo dices muy convencida.

—Hay un arriero que está cansado de andar por los caminos y quiere comprarme la taberna. Es el que trae la miel y los pellejos de vino. No me da lo que yo pido, pero no me importa. Le voy a vender el negocio y me voy a ir con mi madre.

—Haces bien. En este pueblo siempre se respiró resignación por la tragedia, es la fe de los humildes, así se podría decir, la fe de quienes no tienen nada, salvo la esperanza de que la siguiente desgracia se retrase lo máximo posible. Estoy harta de este fatalismo del que tantas veces han conseguido contagiarme. Esto no es un pueblo, es una enfermedad. No quiero envejecer aquí mirándome a cada instante en el espejo por ver si me crece la hierba en la sombra de las arrugas. Tal vez también yo me vaya más pronto que tarde. Ahora que mi hijo no está, puede que me vaya a vivir a Francia.

—¿Delmiro te lo pidió?

—Todavía no, pero lo hará. Seguro que Efrén Alonso me compraría la casa. Aquí vivió su abuelo, que era el padre de Lázaro, porque no sé si sabías que Lázaro era tío de Efrén.

—No lo sabía, pero no me extraña, aquí todos son parientes.

—Así que, ahora que tiene influencias y posibles en abundancia, no dejará pasar la ocasión de recuperar la vieja casa de la familia. Y del resto de la hacienda seguiré cobrando las rentas, aunque sea desde Francia.

—Bien que le vendrá a la engreída de Digna Emerita vivir en la mejor casa del pueblo, habrá que verla, se inflará como un pavo real. Bueno, Dulce, te veo muy decidida a marchar, se lo voy a contar a mi madre en la próxima carta. Y también le voy a contar que muy pronto estaré con ella.

—Ay, hija, durante demasiado tiempo anduve muy perdida, ni la presencia de mi hijo hacía que me recuperara, ni siquiera él me conseguía retener, ni siquiera mi Santiago lograba arrancarme la pena, andaba a tientas por las cosas y las personas del pasado, ellas ahí, inmóviles, y yo atada a ellas como hipnotizada. Así era, te lo puedo asegurar, hasta que Delmiro saltó esa tapia. Él arrasó con todo, figúrate, él, que también venía del pasado, que vive en el pasado, porque la lucha del monte hace tiempo que ya es pasado, pues él consiguió que el futuro me sacudiera. Llegaron él y el futuro como una tromba de luz. La edad me acecha, traidora y amenazante, y tengo decidido que una buena dosis de delirio no me vendrá nada mal.

—Parece que anduvieras con los sentimientos a flor de piel.

—Justo cuando la vida se vuelve más complicada es cuando todo parece más sencillo, fíjate tú qué contradicción, como si ese mundo que llevaba años acorralándote, de pronto y sin venir a cuento, se hubiera puesto a tus pies.

—Digo yo que me podrías prestar alguna de esas tragedias griegas.

—Claro. Puedes empezar con Antígona y con Electra.

—¿De qué van?

—De apegos y desapegos, de amores y de muertes.

—¿No serán muy tristes?

—Claro, pero son tristezas que reconfortan y te obligan a pensar.

—¿Irás a la boda?

—Supongo que sí. Mandé aviso para que Jovita y Arbicio vengan a verme. Desde que llegué a este pueblo acostumbro a hacerles un regalo a los que se casan.

—¿Tú crees que los del monte bajarán?

—¿Por qué lo dices?

—Lo hablan en la taberna.

—¿A qué habrían de bajar?

—Mujer, a la boda. Sobran motivos. A Milvio se le casa la hija mayor y a tu Delmiro el sobrino.

—¡Quiera Dios que no lo hagan!

NOVIOS

—Ya sé que tú querrías músicas y tambores para la boda, pero mi padre y mis tías dicen que de ninguna manera, y tampoco don Carmelo está por la labor, pues sospecha que el espíritu de mi abuelo todavía anda falto de consideración. Yo esperaba que el abuelo se muriera mucho antes de que tú y yo nos comprometiéramos, pero sigue vivo, ahí abajo en el valle, en la casa de caridad que hay junto a las escombreras, así que también continúa vivo y presente el crimen que cometió.

—¿Tú te acuerdas de él?

—Muy poco. Son muchos años los que lleva sin venir al pueblo, primero en la cárcel y después con las monjas… Yo era muy pequeño cuando se lo llevaron preso. Mi padre es el único que lo visita, dice que lo hace porque es su deber hacerlo. A mí no me gusta que mi padre lo visite, porque el abuelo Delio nos jodió la vida a todos: a mi padre, a mis tías, a mi tío Delmiro, y sobre todo a mi abuela, claro, a ella sí que le jodió bien la vida. Y ahora, figúrate, también nos la está jodiendo a nosotros de alguna manera, pues no vamos a poder casarnos como se casa la gente normal, con músicas y tambores y voladores a la salida de la celebración, y tú sin tu vestido blanco, que puedo concebir lo de los festejos, pero lo de tu vestido no consigo entenderlo, porque el luto y la maldición son por parte de mi familia, no de la tuya, pero don Carmelo insiste en que, estando como están las cosas, no conviene desagradar a Dios, como si Dios tuviera tiempo de andar preocupándose por el color de los vestidos.

—¡Qué cosas tienes!

—En todo caso, lo deja a nuestra elección. Llevo días dándole vueltas, no vayas a pensar que no, pero no quiero que por una mala boda los demonios se nos metan dentro, que dice mi tía Raida que unos parientes de Orestes Tablón, el padre de Veredigna, se casaron sin consideración a las penas y a los pecados de la familia y sufrieron desgracia tras desgracia desde el día de la boda. Primero fueron desgracias pequeñas, hasta que, pasado un año, la mujer se puso de parto y el marido fue en busca de la partera, pero se desnucó al caerse del caballo, y la partera nunca llegó y se murieron desangradas la madre y la criatura.

—¡Virgen Santa!

—Y ya sabes que a mí no me gusta creer en hechicerías, pero más vale carta de más que carta de menos, y no es plan de andar haciendo enemigos antes de tiempo, que bastante tenemos con lo que tenemos. Así que de esta manera es como están las cosas. Tú eres una mujer comprensiva y temerosa de Dios, y por eso me caso contigo, por eso y porque desde aquel día que te vi en la procesión de San Roque, ya va para tres años, con el vestido malva y el sombrero negro, me obsesioné contigo, y sabes bien lo mucho que me empeñé hasta conseguir tu aprobación, así que confío en que sepas entender los inconvenientes.

—Te aseguro, Arbicio, que a mí nada me importa el color del vestido que me vaya a poner para la boda, y, en cuanto a las supersticiones, te diré que no sé si creo o no creo en ellas, porque la verdad es que nunca me paré a pensarlo. A mí lo que tú digas me parece bien. Llevo tiempo soñando que tú y yo no somos dos, sino varios, tú y yo somos tú y yo en esos sueños, pero hay otros que están también en nosotros y no tienen estatura ni tienen rostro, así que supongo que esos otros que veo en los sueños serán los hijos que vayamos a tener.

—Seguro que sí…

—Con respecto a tu abuelo, mi madre dice que él se dejó apoderar por los demonios que rondan siempre a los hombres, el demonio del alcohol, y el de los celos, y también el demonio de la violencia, cuando no el de la política, que son muchos los demonios que acorralan a los hombres, según dice mi madre, y espero que tú sepas espantar esos demonios. Ella dice que para espantarlos es bueno tener siempre la casa limpia y no dejar que se formen telarañas, y regar el patio y las paredes con agua de romero.

—Pues no parece difícil…

—Mi abuelo Benicio ya casi no habla, fue perdiendo las ganas de hablar poco a poco, pero dice que te pareces mucho a tu abuelo Delio, y, cuando lo dice, a mí se me ablanda el cuerpo, como si me lloviera dentro, y mi madre le pregunta qué quiere decir, y él responde, nada, y ella insiste, dice usted lo que dice para protegerse por lo que pudiera venir, y él se calla, y no sé si mi abuelo está bien de la cabeza, porque se pasa las horas debajo del emparrado sacando astillas a un trozo de madera y sin dejar de mirar hacia el camino del cementerio. Mi madre le recrimina tanta pasividad y él le dice que se meta en sus asuntos, y que si quiere un hombre que trabaje que vaya a buscar al vago de su marido. Ya ves qué puede hacer mi padre, el pobre, fugado como anda por el monte desde hace años, desde que se encaró con aquel guardia que nos asesinó a la perra Linda, pero eso de sobra lo conoces, porque tu tío Delmiro anda también en el grupo, que vaya vida que llevan, y no parece que tenga solución.

—Bien que lo sé…

—Así que mi abuelo anda resentido desde que su yerno tuvo que tirarse al monte, y se pasa la vida sentado y callado y deshaciendo los palos con la navaja, y también le dice a mi madre, cuando ella se mete con él, que a ver si no va a tener él tiempo ni siquiera para pensar. Anduvo muchos años en las minas del monte y ahora respira muy mal, y digo yo que será por eso que está más tranquilo cuando no se mueve.

—Pudiera ser.

—Antes a mi abuelo lo quería de verdad, pero ahora sólo le tengo lástima, y a mi padre no sé si lo quiero o no lo quiero, porque apenas lo veo y cuando alguna vez baja del monte es siempre de noche y sólo acierto a imaginarlo a la luz escasa de una vela.

—Sé bien que me parezco a mi abuelo, porque siempre me lo dijeron desde pequeño. También lo dicen de mi primo Paulino. Mi tía Raida, la que vive con nosotros, me lo decía cuando me bañaba y me vestía los domingos para llevarme a la ermita. A ella le gustaba enjabonarme y hacerme cosquillas. Por fuera eres igual que el demonio de tu abuelo, me decía, pero por dentro eres un ángel. Siempre me decía lo mismo. Y entonces todavía no se había cometido el crimen. No sé cómo alguien puede cometer un crimen. Supongo que se producirán desarreglos en la cabeza, como cuando te mareas y te desorientas y no sabes dónde agarrarte. A mí no me gusta matar ni siquiera a los bichos. No me gusta matar ni a los sapos ni a las lagartijas, tampoco a los caracoles, y mucho menos a los grillos.

—En eso nos parecemos.

—Sólo mato a los animales que puedo comer, y no porque me guste hacerlo, sino por la obligación de la supervivencia, que el mundo es así de cruel, así quiso Dios que ocurriera, unos comiéndose a los otros para sobrevivir, que también vaya ocurrencia, pero el crimen es otra cosa, el crimen es un trastorno de la voluntad y una malformación de la conciencia, lo decía el maestro Conrado, así que matar por matar no es bueno ni es natural, ni siquiera cuando las víctimas son las cucarachas o las hormigas. Siempre me gustó el ruido de los animales, es como si fuera la música del mundo. Me gusta meterme debajo del tilo a escuchar el zumbido de las abejas, y los silbos de los sapos que se juntan en el molino cuando alumbra la luna, y el graznido de los cuervos cuando buscan acomodo en los cables de la luz. Me gustan esos sonidos, Jovita, te lo digo a corazón abierto, hasta me gusta el ladrar de los perros y el alboroto de los gatos que lloran por las noches como si fueran niños recién nacidos, y cuando era pequeño matábamos algún bicho, no te voy a decir que no, pero a mí siempre me entraban después los remordimientos.

—Ya sabes que sólo tengo un abuelo, las dos abuelas y el otro abuelo se me murieron, así que dice mi madre que, aunque el tiempo del luto está ya más que vencido, porque la última que murió fue mi abuela Lina, ya va para seis años, tampoco está mal por ese lado que mi vestido de novia no sea blanco. Además, somos pobres, y ella dice que no está bien que los pobres se casen de blanco. A mi abuelo le da mucho coraje cuando mi madre dice que somos pobres. Se le nota porque arroja lejos y con rabia el palo que está deshaciendo con la navaja, y tose, pero no dice nada. Le da coraje, porque él piensa que no somos pobres, porque tenemos una casa propia y no pasamos frío y todos los días tenemos algo que llevarnos a la boca.

—No le falta razón.

—Pero mi madre dice que eso no basta para dejar de ser pobres, y le enseña a mi abuelo los zapatos rotos de mis hermanas, y le enseña la alambrera oxidada del gallinero y también le enseña las barandas, ahora vacías y en otro tiempo cargadas de morcillas y de tiras saladas de tocino, y siempre termina diciendo, si no fuera por estos ojos que todavía ven para enhebrar la aguja y por estas manos mañosas para bordar las telas, si no fuera por eso ya le iba a decir yo a usted cómo iba a poder estarse ahí todo el día ocioso y de brazos caídos, que la comida no nos cae del cielo.

—Tu madre es una mujer resuelta.

—Cose para los ricos, y mis hermanas y yo la ayudamos cuando tiene muchos encargos. Ella quiere que mi abuelo compre una vaca, pero él sólo quiere seguir sentado debajo del emparrado, porque respira mal y prefiere estarse quieto para evitar el dolor de los pulmones, y mi madre le dice, usted la lleva a pastar y se sienta a vigilarla, tampoco hace falta que se mueva tanto y ya me ocuparé yo de los ordeños, y mi abuelo calla, pero, cuando mi madre insiste, él siempre termina diciendo, si tu marido fuera un hombre como Dios manda, no tendrías una vaca, tendrías todo un rebaño. Mi abuelo piensa que ya trabajó bastante, porque entró en las minas del carbón a los doce años, y por eso tiene los pulmones como los tiene, que de tantos agujeros parecen un colador. A mí me gustaría que tú y yo tuviéramos una vaca.

—No te digo que no, Jovita, no te digo que no, porque aunque el trabajo de carpintero me ocupa las mañanas y las tardes, siempre quedaría un hueco para atender al animal.

—¡Qué alegría me das!

—Tú podrías ordeñarla, y Laureano tiene una hacienda pequeña que no la atiende desde que murió Constantina, así que se la podríamos arrendar. Tal vez incluso nos la ceda sin cobrarnos renta, sólo con que se la mantengamos limpia. Está cercada con sebes bien construidas, como no podría ser de otra forma al ser el propietario carpintero, así que sólo habría que llevar la vaca y dejarla pastando allí todo el día. Claro que sí, Jovita, claro que tendremos una vaca.

—Me hace mucha ilusión.

—Y tendremos muebles muy bien armados, hasta un armario con luna, que me anunció Laureano que será su regalo de boda.

—¡Qué detalle!

—Es un buen hombre Laureano, a mí me solucionó la vida, porque me enseñó un oficio decente y me evitó la malaventura de entrar en la mina. Mi padre nunca quiso que yo entrara en la mina, por eso me puso a trabajar con Laureano con tan sólo trece años, que el maestro Conrado se enfrentó con él, con mi padre, porque tuve que abandonar la escuela, pero él sabía que lo hacía por mi bien, y le estoy muy agradecido, porque aprender hay que aprender y el saber nunca ocupa lugar, como decía el maestro, pero si lo que aprendes te sirve para vivir con decencia y holgura, entonces ese aprendizaje tiene prioridad, así es como lo veía mi padre y así es como lo veo yo.

—Bien visto está.

—Mi padre tampoco quiso entrar en la mina. Decía que no le gustaba vivir como si siempre fuera de noche, así que anduvo con los animales y con la siembra, y tampoco le va tan mal. La desgracia de nuestra casa llegó por otro camino, no por el de la escasez, sino por el del arrebato y la crueldad, o por el alboroto de esos demonios de los que habla tu madre.

—Ya se está haciendo muy tarde, Arbicio, así que antes de que oscurezca voy corriendo a probarme el vestido negro de tu tía Quiria. Tiene el cuello de satén y un cinturón de terciopelo. Mi madre dice que el terciopelo es una tela que incita al envanecimiento, así que se lo comenté a tu tía, pero ella dice que eso son tonterías y que un poco de orgullo siempre hace falta para vestirse de novia. Tu madre se ofreció para los arreglos. A mí no me importa lo del vestido blanco, así que no vuelvas a preocuparte por eso.

—No lo haré.

—¿Sabes qué dice mi madre de ti?

—¿Qué?

—Que tú nunca me vas a lastimar, porque tienes la mirada limpia, y eso ahuyenta los demonios de los hombres tanto como mantener la casa barrida y enjabonada y regada con el agua de cocer las plantas de romero.

REMORDIMIENTOS

—¿Qué tal pasó la noche, padre?

—Mal, la pasé mal… Hay un olor a muertos que no me deja dormir. Primero fue la vieja del pelo gris, la que siempre lloraba por una hija que le había nacido muerta hacía setenta años, era de Casares, se cayó desplomada cuando tomaba la sopa, y ayer por la tarde murió un viejo de Pedregal, uno que nunca hablaba con nadie, se le atravesó una espina del bacalao y dejó de respirar.

—¡Vaya por Dios!

—Andamos tan viejos que la muerte no deja de rondar, se asoma a la ventana, sopla ligero y uno a uno vamos abandonando la vida, así que apenas dormimos, porque en vez de dormir no hacemos más que esperar… Dame un poco de agua, que se me va la saliva, y échame una manta sobre las piernas, que se me están quedando en el puro hielo.

—Pero si no hace frío, padre, si no dejan de aturdirnos las chicharras.

—Ya te tengo dicho, Tricio, que a mí el frío me viene de dentro, negra de barro debo de tener el alma.

—El alma sí que la tendrá usted negra, padre, motivos hay para ello, pero después de tantos años con las monjas tiempo habrá tenido de ponerse a bien con Dios.

—¿En qué día estamos, Tricio? ¿Ya es tiempo de que llevemos las cabras a los cerros de Cueto Morán?

—No me venga con ésas, padre.

—Con este frío en los huesos a mí siempre me parece invierno.

—Queda mucho para el invierno.

—Con la vida que le di no tendré nunca el perdón de Dios.

—La vida que le dio a madre y la que nos dio a nosotros.

—Vosotros andáis saliendo adelante.

—Hay cosas que no dejan de incomodar.

—Cuanto llega la noche siento que se mueve todo, las paredes, los muebles, hasta el crucifijo se me viene encima.

—Son flojeras propias de su edad.

—¡Qué van a ser flojeras! Son los recuerdos del mal que vienen a alborotarme la cabeza, y todo es culpa tuya, Tricio, tuya y de nadie más.

—No me hable usted de culpas, padre…

—Ya te dije que no acudieras a verme, que hicieras lo que hacen tus hermanas, olvidarte de mí y no venir a sacudirme la cabeza.

—Cumplo con mi deber de hijo.

—¡Métete esa compasión donde te quepa!… Cada vez que me miras con esos ojos de lechuza siento que me estás perdonando la vida.

—Madre hubiera querido que yo viniera.

—¿Y por qué no viene ella?

—¡Porque está muerta, padre! ¡Está usted perdiendo la cabeza!

—¿Ves cómo quieres atormentarme? Mejor preparamos las mulas para la faena…

—¡Ya no le quedan faenas! Hace años que todas las faenas se agotaron para usted…

—No estás en lo que celebras…

—Y ahora lo veo ahí encogido de frío… Me parece un hombre muy diferente a aquel que gritaba como un demonio y nos azotaba con la retranca de las caballerías.

—Nadie estuvo allí para contradecirme. Siempre había sido así… Ellas eran ellas, y nosotros teníamos otra consideración.

—Sentíamos pánico cada vez que se le iba la mano con ella… Estábamos allí, pero tampoco usted tenía ojos para nosotros, sólo nos encontraba en el viento de las correas.

—Vienes todos los días a tocarme los huevos… ¡Vámonos ya, que nos van a cerrar el portón!

—Sólo vengo una tarde a la semana, y nadie va a cerrarnos ningún portón, porque no hay portón, padre… Usted sabe lo que hizo, pero nosotros no sabemos por qué lo hizo.

—Es como si ella quisiera estrangularme.

—Hablaré con el médico, porque se le ha vuelto ceniza el entendimiento.

—¡Qué médico ni qué carajo! Sé muy bien lo que tengo, porque yo me lo fui componiendo.

—Usted todo lo mezcla.

—Porque todo está mezclado, Delio.

—¡Tricio, padre, me llamo Tricio! ¡Delio es el nombre de usted!

—¡Qué más darán los nombres!… La monja que me arregla la cama me habla del alma y dice que el cuerpo ya no importa, porque es una retama seca que espera el fuego de Dios. Tengo que hablarte un día del fuego de la suerte, que es distinto al fuego de Dios, los dos vienen de arriba, pero el fuego de la suerte no lo dirige Dios y es un fuego que tiene sus propios procedimientos.

—Tiene usted la cara hinchada y llena de nódulos negros.

—¿Cómo están tu mujer y tus hijos? ¿Ya te ayudan los pequeños con las faenas del campo?

—Pero, padre… Si sólo tengo un hijo, que trabaja con el carpintero Laureano y está a punto de casarse. Todas las semanas le tengo que decir lo mismo.

—¿Y tus hermanas?

—Nada quieren saber de usted, y, aunque madre viviera, tampoco querrían saberlo… Fue mucho el daño que les hizo.

—¡Lárgate de aquí y no vuelvas a joderme de esta manera!

—Quiria piensa que usted llevaba el demonio dentro, y Raida dice que todo el vino que bebió acabó corrompiéndole la sangre, pero las dos son buenas y hasta pienso que algún día podrán perdonarlo.

—Escúchame bien, Delio o Tricio o como demonios te llames, no quiero el perdón de nadie… Ofensa hace a los buenos el que perdona a los diablos, y que no se les ocurra venir a verme…