El pañuelo del coronel Rosales - Fernando Flores del Manzano - E-Book

El pañuelo del coronel Rosales E-Book

Fernando Flores del Manzano

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Amor y guerrilla en el tiempo de las dos Españas Durante el Trienio (1820-23) un coronel se levanta en armas a favor del poder absoluto de Fernando VII. Una novela de palpitante trama y sólida base histórica, repleta de aventura e intrigas que desencadenan un apasionado romance entre la resplandeciente Amelia, el rebelde Morales y el implacable político Gordon, que se disputan su amor. La historia de amor imposible, pasiones, celos y despechos de Amelia, una indómita y sensual heroína romántica, fascinada por su amante rebelde y las gestas de la guerrilla patriótica.

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El pañuelo del coronel

El pañuelo del coronel Rosales

FERNANDO FLORES DEL MANZANO

Colección: Novela Histórica

www.nowtilus.com

Título: El pañuelo del coronel Rosales

Autores: © Fernando Flores del Manzano

Copyright de la presente edición © 2015 Ediciones Nowtilus S. L.

Doña Juana I de Castilla 44, 3.º C, 28027 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Revisión y adaptación literaria: Teresa Escarpenter

Diseño de cubierta: produccioneditorial.com

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN Digital: 978-84-9967-750-7

Fecha de publicación: Octubre 2015

Depósito legal: M-28286-2015

Índice de contenido
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25

1

Aquel enjuto fraile era de los pocos de la camarilla real con libertad de acercarse al monarca y susurrarle velados mensajes. Con aire de satisfacción, tras escuchar la confidencia, el rey se irguió e hizo un gesto expresivo con las manos que disolvió el corro de aduladores. Fray Pedro, su consejero y confesor, le hablaba quedamente:

—Majestad, el vicario de Ojalbo se encuentra ya en la antesala.

—Hacedle pasar.

El vicario de Ojalbo penetró reverencioso y sobrecogido por la presencia rotunda del monarca. A discreta distancia, balbució fórmulas de tratamiento y el rey lo atajó con amabilidad.

—Venid, padre Facundo, y sentaos a mi lado. Contadme sin ambages la comisión.

El vicario se aturullaba. Se sentía incapaz de arrancar y contarle al soberano la delicada misión que traía.

—Vamos, padre Facundo, explicadle a Su Majestad el plan de vuestro cuñado, tal como me lo habéis dicho a mí —le animaba fray Pedro con muecas alentadoras.

Finalmente, el cura de Ojalbo alzó la cabeza y posó con timidez su mirada en Fernando VII, quien aguardaba expectante. El clérigo inició la explicación:

—Majestad, todo está preparado y a la espera de su real permiso.

El rey había abandonado sigilosamente Madrid dos días antes. Acompañado tan sólo de su familia y un grupo de deudos, había llegado a su retiro escurialense, escoltado por hombres de su guardia privada. Había venido a escuchar que la conspiración ya estaba a punto para reintegrarle el poder absoluto. El rey hizo un ademán complaciente para que prosiguiera el cura.

—En Toledo, Talavera, León, Valladolid, Toro, Segovia y en las afueras de Madrid, aguardan la señal para sumarse centenares de hombres armados. En Ávila contamos con el apoyo de numerosos vecinos. Hay oficiales del Ejército, tenderos, abogados… Y, sobre todo, muchos eclesiásticos dispuestos a restituir a Su Majestad el poder que le arrebató esa ralea inicua de liberales.

Hasta la regia estancia se filtraba una desvaída luz otoñal, que alegraba la severidad geométrica de unas paredes apenas provistas de adornos. Aquel Real Sitio le alejaba de los trajines cortesanos. Le servía de salutífero bálsamo, de refugio apacible. Reparó Fernando un instante en el frondoso bosque que amarilleaba más allá del ventanal adusto, con la serranía enmarañada de fondo.

Suponía, con tino, que su repentina salida de Madrid habría desatado incontables habladurías y sospechas entre gobernantes y milicianos, sus duros carceleros desde marzo del aciago 1820. Casi ocho meses ya desde que le forzaron a jurar el texto constitucional los malditos doceañistas.

No quería que la conspiración fallase e inquirió con ansiedad al vicario sobre las personas que estaban al frente de la misma. Don Facundo enseguida se lo aclaró:

—Son militares muy respetados por sus tropas, héroes de la pasada guerra que dieron muerte a muchos gabachos. El principal de ellos es de máxima confianza: se trata de mi cuñado, el coronel de caballería Eugenio Rosales, persona valiente y muy bien relacionada con sus compañeros de armas.

—Es cierto, Majestad —atajó el monje—. He tenido el gusto de hablar con él en varias ocasiones y me parece sujeto cabal y muy fiable. Es ardoroso y decidido.

—Precisamente eso es lo que me preocupa. No quiero personas demasiado impulsivas, que actúen con precipitación y puedan comprometernos, como ya ocurrió en la anterior intentona.

El fraile conocía bien las lógicas aprensiones del monarca y trató de trasmitirle el sosiego necesario.

—Estad tranquilo, Majestad. Es persona, aunque vehemente, comedida en los asuntos graves. Tened seguro que el coronel Rosales os adora y haría cualquier sacrificio por agradaros.

—Está bien. Ya veo que lo recomendáis ambos. Padre Facundo, decidle a vuestro cuñado Rosales que tiene no sólo mi aprobación real, sino que lo nombro mariscal de campo desde el momento mismo en que se levante por mi justa causa.

—Se lo haré saber al instante, Majestad.

El rey miró con detenimiento al vicario. Lo notó tenso y fatigado. Los curas le inspiraban confianza, pues desde niño tuvo que acostumbrarse al bisbiseo clerical y al frufrú de las sotanas. Con afecto, le habló así al vicario:

—Y ahora, padre Facundo, descansad un rato. Fray Pedro, llevadlo a las cocinas para que tome un refrigerio. Espero de vuestra discreción que nadie sepa de este encuentro que acabamos de mantener. Que la Santísima nos proteja y esperemos confiados en el éxito de la operación.

Fernando les dio la espalda y se dirigió pensativo hacia las cristaleras abiertas al polícromo jardín escurialense. Los dos religiosos salieron haciendo reverencias al monarca. Al dejar la estancia, el monje cogió del brazo al vicario. Dejaron atrás a una pareja de alabarderos de la Guardia Real. No sin alborozo, el escuálido fraile le decía confianzudamente:

—Tu cuñado Rosales no nos fallará. Estoy seguro…

La sombra ambulante de Rosales se proyectaba sobre los maltrechos muros de un castillo roquero. El coronel iba y venía –casaca desabrochada y cara de preocupación– por el patio de armas de la desvencijada mole defensiva. Un desasosegante reconcomio le impedía tranquilizar.

— Garrido, repara bien, a ver si ves llegar al vicario…

Desde el escabroso serrijón, oteaba el horizonte el vigía, dócil al flujo de la impaciencia de Rosales. Entendía el soldado que era mucho lo que se jugaban en esta ocasión. El cura de Ojalbo debía haber llegado hacía un buen rato. Pero ni rastro de él.

¿Habría ido mal la entrevista del vicario con Su Majestad en El Escorial? ¿Habría ocurrido algún contratiempo en el camino? Detuvo Rosales su paseo y tornó a inquirir al vigía de la torre, quien le contestó negativamente. Las horas se sucedían deprisa y sin noticias del vicario.

Repasó, una vez más, en su nervioso deambular por el patio del castillo, el plan de la conspiración. Al casi centenar de hombres que tenía consigo –individuos desertados de su propio regimiento y algunos hombres del antiguo escuadrón patriótico–, habrían de sumarse otros doscientos soldados, al mando de su amigo, el comandante Mallén. Se encontrarían ambos ante los muros de Ávila al amanecer del día 4 de noviembre de 1820. Querían sorprender a la guarnición liberal de la ciudad beatífica, arrancar la placa constitucional, pisotearla, prender a las autoridades y reemplazarlas por personas de orden, amén de hacerse con los fondos públicos, tan precisos para el triunfo de la revuelta.

Una vez tomada la ciudad, su hermano Ramón se haría con Plasencia y Coria, donde el clero y gran parte de los vecinos se mostraban favorables al absolutismo. A estas tres ciudades, se irían sumando otras muchas poblaciones castellanas, con las que se había contactado meses atrás. Varios comandantes y coroneles estaban complotados en Toledo, Segovia, León, Guadalajara… De este modo se desencadenaría un proceso de insurgencia generalizada que acabaría con los liberales en pocas fechas. «Así retornará el poder a quien debe tenerlo por designio divino», se decía Rosales pensando en su idolatrado Fernando VII.

Los hombres contemplaban con preocupación los andares desalentados del coronel, inconfundible con su cabello bermejo y acaracolado, que parecía arder con los destellos del sol declinante. Le apreciaban sobremanera, así que disimulaban su propia inquietud para no acentuar la expresión preocupada de su jefe. Pese a sus cavilaciones, Rosales lo tenía claro: si su cuñado había parlamentado con el rey, mejor; pero estaba decidido a seguir el plan, tan larga y trabajosamente urdido, con o sin la aprobación expresa del adorado monarca.

Ahora su mente se escabullía y se le aparecía un semblante juvenil, el de una muchachita locuela que le sonreía con atrevimiento. Quiso espantar esa imagen halagadora. Pero aquella cara redonda y rosada se le dibujaba con insistencia. No había forma de luchar contra esa atractiva aparición que, desde algún tiempo atrás, irrumpía en sus sueños y en sus vigilias. Era una niña adorable que conoció, antes de casarse, en Bonilla. No se le borraban ni su nombre ni sus delicadas facciones adolescentes. Se llamaba Amelia Pimentel, si bien le decían Melita.

De tan grata remembranza lo sacó uno de sus hombres.

—Mi coronel, los muchachos necesitan cenar pronto para descabezar un sueñecillo.

El oficial que así le hablaba era Gumersindo Pérez, uno de los que había desertado del regimiento de caballería de Talavera para ponerse a las órdenes de Rosales en la insurrección. Tenía familiaridad con su jefe, pero en público siempre mantenía el tratamiento castrense. Le replicó ensimismado Rosales:

—Gracias, Sindo. Que coman, pero sin encender lumbre para no atraer la atención. Luego, que duerman un poco. Hemos de estar prestos para partir antes del clareo. Nos aguarda una jornada dura. Mañana nos la jugamos, Sindo.

—Usted también debería descansar un poco, mi coronel. Su cuñado aparecerá cuando menos lo esperemos. Ya verá.

—Está bien, Sindo. Allá voy con los hombres, a infundirles ánimo.

Pero el coronel estaba más para recibir que para dar ánimos aquel anochecer de angustiosa espera, en el derruido castillo que un noble de la corte les había facilitado para encubrir su aventura, uno de esos nobles que se habían unido a la causa en el último tramo. Rosales desconfiaba no poco de aristócratas y cortesanos, arrimados siempre al sol que más calienta.

No se acomodaba don Facundo, vicario de Ojalbo, a montar un caballo tan brioso. Tampoco el sacristán, quien lo acompañaba sobre otra noble caballería. No era torpe el clérigo con la cabalgadura, pues en su casa había manejado mulos, yeguas y hasta burros. En la parroquia se había acostumbrado a viajar a lomos de un viejo macho, con el que había llegado hasta el castillo donde se refugiaba Rosales. Este les había obligado a montar sendos caballos del escuadrón de Talavera, sustituyendo por precaución las monturas militares. Antes de alcanzar El Escorial, el cura había dejado al sacristán al cargo de los caballos, bajo una fresneda de hojas doradas desde la que se contemplaba el real monasterio.

Ahora, de retorno, el clérigo se sentía inseguro montando el alazano. Tal vez había bebido más de la cuenta junto a fray Pedro. Se dejó llevar del alborozo que sentía por haberse entrevistado con el mismísimo Fernando VII. Apenas podía creer que él, un humilde clérigo, hubiese hablado con el rey, en aquel salón tan desolado y frío, con el propósito de conseguir la autorización para que Rosales se pronunciara a su favor.

Y todo por la mediación de fray Pedro, al que trataba desde hacía tiempo. Cuando el monje estuvo de guardián en el convento de Guisando, lo invitaba a predicar en fiestas señaladas de Cebreros, cuya parroquia de Santiago Apóstol regentaba don Facundo. Desde entonces –iba ya para tres lustros– databa su amistad, reforzada por compartir el mismo ideario: religión, patria y rey. Esos eran los tres pilares en que se sostenía el credo político de ambos. La fama de orador ilustre de fray Pedro había llegado a oídos del monarca, quien lo llamó a su lado, entrando así en el claustro escurialense. La influencia del monje fue creciendo hasta el punto de convertirse en un consejero imprescindible. Don Facundo habló de la conspiración con su antiguo amigo y el fraile arregló enseguida la entrevista con S. M. También fray Pedro tenía depositada su confianza en el coronel Rosales, al que había tratado por ser cuñado del vicario.

Subiendo cuestas y repechos, se iba aproximando lentamente el clérigo al castillo donde se guarecía la partida realista. Don Facundo evocó el día en que presentó a su hermana Josefa al comandante de guerrilla Eugenio Rosales. Fue allá en Bonilla de la Sierra, adonde acudía por invitación del obispo Caamaño, su antiguo condiscípulo. Recordaba que fue él quien animó a Rosales a cortejar a Josefa. Al terminar la guerra contra el Intruso, él mismo ofició la ceremonia nupcial y unió en santo matrimonio a la pareja. Lástima que resultase tan complicado aquel primer parto, que se llevó a su pobre hermana y a la criaturita. Al año de casarse, el comandante Rosales quedó viudo y solo. Para don Facundo, seguía siendo Rosales su cuñado preferido de los tres que tenía. Ensimismado en recuerdos, el vicario apenas prestaba atención a las fruslerías narradas por su sacristán.

Fue al rebasar el término de Navas, cuando asomó sorpresivamente una patrulla de la milicia voluntaria, procedente de Ávila. Al verlos salir de entre los altos pinares, el párroco le dijo al sacristán que le dejara intervenir a él, exigencia que no le costó aceptar al rapavelas, acostumbrado a recibir órdenes del vicario, hombre de grueso talle y tez oscura.

—Buenas tardes, padre –saludó el suboficial que iba al frente de la patrulla.

—Buenas nos dé Dios, hijos. ¿Qué se os ofrece? –replicó don Facundo, no sin cierto temblor perceptible en sus palabras de cortesía.

—Nada, padre, simple rutina. Hemos recibido órdenes de vigilar los caminos y vamos pidiendo pasaporte a todos los viajeros que nos tropezamos. Se han levantado unos soldados en Talavera y controlamos el terreno, por si alguien los hubiera visto.

Mientras el cura le mostraba el suyo y el del sacristán, uno de los milicianos no hacía sino reparar en los caballos. Se acercó al del vicario, dio una vuelta alrededor y luego se dirigió al sargento. Algo importante le susurró al oído, pues el suboficial le pidió al cura que desmontara, al tiempo que le inquiría sobre la procedencia de tan magnífico caballo. Después de apearse el cura, el despierto soldado examinó con mayor detenimiento la caballería, que piafó al tomarla de las riendas. Alzó el soldado la amplia manta trapera que cubría la grupa y se fijó en la marca que llevaba el animal.

—Mi sargento, este caballo pertenece al Ejército y, si no me confundo, creo que, por el hierro que lleva, es del regimiento de Talavera, tras el que andamos. Para mí, que este cura nos ha salido servilón.

Por más explicaciones que daba don Facundo sobre la propiedad del animal, asegurando que se lo había prestado un hacendado de Ojalbo, aquel desconfiado sargento le pidió respetuosamente que ambos les acompañaran hasta aclarar las cosas.

La sospecha era fundada: el cura y el sacristán quedaron detenidos.

La única preocupación de don Facundo era buscar el modo de prevenir a su cuñado del percance, lo que se presentaba harto difícil en tales circunstancias. El imprevisible revés podía dañar seriamente los planes conspiratorios.

2

Mal había pasado la noche el coronel Rosales, sobresaltado por oscuros presagios que le enredaron el sueño. Sentía en la boca un sabor pastoso, acidulado, como de mascar verdolagas. Tan sólo recordaba fragmentos deshilachados de voces y rostros inconexos, vestigios de pesadillas, algunas ya familiares, que lastimaban su memoria como si rozara vidrios rotos. Vio acercarse el bulto de Sindo, al que recibió ya incorporado de la dura enjalma que le había servido de camastro.

—Los hombres ya están en pie, mi coronel. Comerán un pedazo de pan y tocino, antes de salir. Si avanzamos durante lo que nos queda de noche, a las primeras luces estaremos en Ávila.

La marcha resultó penosa en medio de la oscuridad, acentuada por la espesura de los pinares por donde discurría la senda. Los hombres iban silenciosos, como sobrecogidos por un impreciso recelo.

Al amanecer, vislumbraron en lontananza la mancha urbana de Ávila, con sus elevados torreones y fervorosos chapiteles emergiendo sobre el pétreo cinturón que ceñía castamente el caserío. La ciudad permanecía dormida, ajena a lo que Rosales había calificado como «una jornada histórica».

La partida realista buscó refugio en los pliegues del río para no ser descubierta por los vigilantes de la guarnición. En tal posición, aguardaron un tiempo, a la espera de que llegase Mallén con el refuerzo prometido.

Transcurrían con tensa pesadez los minutos y no había señales del comandante Mallén. Un revuelo de aves negras empezó a gestarse en la mente de Rosales. Tampoco avistaban a los criados de los canónigos, que debían recibirlos en las afueras y ponerles al corriente sobre la tropa a la que se enfrentarían.

Los malos presagios que bullían en su cabeza parecían confirmarse: las cosas no salían según lo previsto. Ni don Facundo había regresado de El Escorial, ni Mallén asomaba con los escuadrones de caballería, ni salía a su encuentro ninguno de los numerosos confabulados con que supuestamente se contaba en la ciudad.

Repasó fugazmente, al abrigo de los pinos, algunos nombres de personas influyentes: varios canónigos, dos cirujanos, párrocos de la ciudad y alrededores, el licenciado Lorenzo Huete, quien se había comprometido a reclutar adeptos… Los de dentro habían asegurado que la población les apoyaría a las primeras señales.

Otros podrían fallarle, pero nunca su cuñado ni su compañero de armas Mallén, tan comprometido como él en la conjura. La situación se le antojaba extraña y sospechosa al coronel Rosales. Aunque la incertidumbre empezó a disiparse cuando un cabo señaló hacia un cubo de la cerca: entre las almenas afloraban los morriones de la milicia. Observados por el catalejo, resultaba evidente que tomaban posiciones.

Les estaban esperando. Sin duda.

Pesaroso, manifestaba el coronel su incredulidad ante lo que estaba ocurriendo. ¿Dónde estaban los hombres de Mallén? ¿Por qué no había aparecido aún don Facundo? Él era persona de palabra y no entendía que alguien se echase atrás en un asunto grave.

Tuvo que admitir, finalmente, que sólo contaba con su gente. Ningún refuerzo vendría en su auxilio. Alguien entre los comprometidos debía de haberles delatado Y esa sería la causa de que la guarnición estuviese prevenida y dispuesta a defender la ciudad.

Moviéndose sinuoso por entre los pinos, apareció un hombrecillo de enclenque constitución, barba luenga y descuidada, que se aproximó con andares encorvados al bosquete en que se guarecía la partida insurrecta. Al verle avanzar tan resuelto, todos pensaron que sería algún emisario de los confabulados de Ávila.

El hombrecillo compareció ante Rosales:

—Mi coronel, soy el santero de la ermita de Sonsoles, muy amigo del canónigo Chacón, mi protector, a quien la Virgen guarde. Vengo a pasarle aviso de que le está esperando la milicia nacional de la ciudad.

—¿Cómo han podido enterarse antes de que empecemos? ¿Quién carajo se ha ido de la lengua? —inquiría irritado el coronel.

El hombrecillo respondió con palabras calmadas, queriendo satisfacer las interrogantes que desasosegaban a Rosales:

—Su cuñado, don Facundo, y el sacristán fueron sorprendidos en el monte por una patrulla de milicianos, cuando regresaban de El Escorial. Anoche los trajeron presos ante el jefe político de la provincia. Bajo amenazas, les habrán hecho confesar.

El coronel maldijo su suerte perra y negra. Sindo intentaba minimizar la gravedad de la situación. Rosales, con cara de circunstancias, despidió al fiel santero:

—Gracias, buen hombre, por el aviso. Decidle al canónigo Chacón que ha obrado bien dándome el recado. Y que no se exponga innecesariamente.

El hombrecillo se marchaba, desandando los pasos que había traído, pero Garrido le interpeló en voz alta:

—¿Sabe el comandante Mallén lo que ha ocurrido, santero?

—Creo que sí, entre la noche se le ha pasado aviso con un arriero de Segovia. Al parecer, iba a dormir con sus hombres en las riberas del Voltoya.

Llamó el coronel a Sindo y a otros oficiales de confianza con los que se retiró a parlamentar. La situación era apurada. Uno de sus hombres le preguntó:

—¿Qué vamos a hacer ahora, mi coronel?

Rosales mantenía tensas sus facciones. No respondió. Tan sólo se limitó a dar unos pasos, cabizbajo y con las manos cruzadas por detrás.

Francisco de Paula Mallén rondaba los treinta y cinco años, si bien con el uniforme de comandante aparentaba más edad. Era un tipo de aspecto distinguido, fino bigote y perilla puntiaguda. De sonrisa franca, que dejaba entrever una dentadura bien conservada, Mallén pasaba por hombre muy sociable, amigo de sus amigos y bastante dicharachero.

Pertenecía a una familia de tradición castrense, en la que figuraban oficiales y brigadieres. En la guerra contra los invasores, Francisco de Paula había servido como hombre de confianza del general Carlos España por tierras manchegas y extremeñas, vigilando la carrera oficial de Madrid a Lisboa y los pasos del Tajo. En este destino había conocido a los hermanos Rosales, de los que el mayor, Eugenio, mandaba una partida de húsares francos. Colaboró Rosales con el general España en diversas acciones, tal que la toma del Puente del Arzobispo, de la que don Carlos España se llevó la gloria a pesar de jugar un papel decisivo la guerrilla. Rosales y Mallén se cayeron bien desde el primer saludo y cada vez que recalaba el guerrillero con su partida en el cuartel general sacaban un rato para charlar y echar un trago.

Tras la guerra, coincidieron en Madrid en un regimiento de caballería, donde estrecharon lazos. Salían juntos a divertirse por mesones y colmados, que abundaban en las inmediaciones del cuartel. Menos inclinado a la farra tabernaria, Rosales, sin embargo, nunca decía no a las invitaciones de Mallén, rijoso y bebedor.

Algunas mañanas, cuando Mallén aún permanecía bajo los efectos vaporosos de la juerga nocturna, se presentaba oportunamente Eugenio Rosales para sacar a su amigo de los apuros cuarteleros y encubrir deficiencias en el servicio.

De estas pruebas de afecto guardaba Mallén buena memoria. El trato asiduo les hizo aparecer como una pareja inconfundible en el regimiento, siempre juntos, asistiendo a los mismos círculos y reuniones. Rosales le fue contagiando sus estrictos principios en materia religiosa y política a su amigo. Pese a las francachelas que se corría, Mallén lo acompañaba a misa y departían largos ratos con el capellán castrense, el páter Teodomiro, a quien ellos familiarmente llamaban Teo. O sea, el Dios como le decía Eugenio, que para eso había estudiado griego y latines en el seminario. Tal vez de allí procediera el fermento de su ideología ultramontana, aunque avivada por el ambiente piadoso que se respiraba en su familia. Su madre era de las de misa de alba y tres rosarios al día, y su padre pertenecía a cofradías diversas allá en Cabezuela, su natal villa, cuyo vicario era asiduo en la mesa de los Rosales.

La llegada del liberalismo al poder, con Riego, había incomodado a Rosales y a no pocos compañeros de armas, defensores a ultranza de la religión y la monarquía, y que pronto encauzaron su desagrado hacia la conspiración cuartelera. Pese a hallarse menos mentalizado, Mallén comulgaba con su amigo, quien aprovechaba cualquier oportunidad para introducirle en los círculos anticonstitucionales que se iban fraguando. Por eso no dudó un instante cuando Eugenio le pidió participar en un plan que no podía fallar. Sumándose a la conspiración, se le presentaba a Mallén una oportunidad única para pagar los inmensos favores que debía a Eugenio.

Desde junio se estudió la estrategia del levantamiento. Un corto puñado de jefes y oficiales se encargaría de organizar la asonada con el fin de evitar fricciones y soplos. Los conchabados aceptaron quedar sujetos a un solo mando: el del arriscado Eugenio Rosales.

Con el propósito de apoyarlo en la proyectada toma de Ávila, Francisco de Paula había salido al frente de dos escuadrones desde los acuartelamientos de La Granja, con el permiso del coronel Ramírez, pretextando que se llevaba a los soldados a unas maniobras en campo abierto. Pero su intención no era otra que prestar su ayuda a Rosales en la toma de Ávila, motivo por el que ese 3 de noviembre hacían noche a una legua escasa de la ciudad, pasado el río Voltoya.

De madrugada, compareció ante el comandante Mallén un arriero procedente de Ávila con el recado: habían detenido a don Facundo, el cura de Ojalbo. El mensaje venía de parte de un oficial de infantería, Licerio, que servía en el Regimiento Provincial abulense. Por tanto, la guarnición estaría alertada, esperando a los rebeldes.

La prudencia aconsejaba posponer el levantamiento y regresar a La Granja. Ya inventaría alguna excusa plausible. Encomendó dirigir la contramarcha a uno de sus oficiales de confianza, también conchabado.

Evaluaba Mallén, durante el retorno a La Granja, las posibilidades de Eugenio. Con la guarnición militar prevenida, resultaría harto difícil tomar los recios muros. Detrás de las almenas, los liberales habrían parapetado centenares de escopeteros, fusileros y hasta granaderos, dispuestos a estorbar las pretensiones de los realistas.

Mallén, al contrario que Rosales, descreía del papel en la asonada de los paisanos, a quienes conceptuaba como conspiradores de pacotilla, amantes de urdir secretas confabulaciones, pero que, a la hora de la verdad, se echaban para atrás a la mínima. Entorpecían más que ayudaban.

Para un oficial de su rango, la única fiabilidad iba vinculada al estamento militar y su código de honor. Sin embargo, su amigo Rosales gustaba de ponderar las cualidades del paisanaje y las de algunos eclesiásticos sumados a la causa. Mallén le tachaba de ingenuo y confiado, y le reiteraba que sólo tenía que entenderse con la gente de uniforme. Al fin y al cabo, los militares eran los únicos garantes de armas y municiones, imprescindibles para el triunfo de cualquier rebelión.

Para eficacia, la del Ejército.

A tiro limpio se habían logrado siempre las cosas.

Mallén llegó a su cuartel convencido de que todo se había ido al traste. Iba elaborando una explicación verosímil que justificara su pronto regreso ante su superior.

3

El jefe político de Ávila, José Gordon, era persona de severo aspecto y complexión tan delgada que hacía aún más insignificante y deleznable su figura. Lucía una nariz fina y alargada, que afeaba la cara. Un tipo así pasaría desapercibido si no fuera por su cuidada indumentaria. Vestía trajes oscuros, que acentuaban más su severidad, y se coronaba con un sombrero alto. Unas largas patillas bajaban hasta la quijada, rellenando con su revuelto pelo oscuro la descarnada faz del político doceañista. Sin embargo, tenía una mirada de sujeto apacible e inteligente. En el trato era correctísimo y ameno. Cuando tomaba la palabra, lo hacía con un acento cálido y tan bien modulado que cautivaba a sus interlocutores.

Pese a su relativa juventud, Gordon había desempeñado varios cargos públicos vinculados a la judicatura. En ese mundo y en la política le había introducido un jurista de pro, llamado Raimundo Infantes, a quien había servido de pasante en Valladolid. En esta ciudad acabaron asentándose sus padres, cuyas raíces estaban en la montaña leonesa, en las proximidades de Riaño, pueblo del que su madre, doña Ana, siempre hablaba con especial unción y nostalgia. Un amor por los paisajes serranos que le había contagiado al hijo, José, el tercero y el más despierto de los cincos vástagos –dos mujeres y tres hombres– que componían la familia Gordon Llamazares. El padre, Juan Gordon y Pereira, era persona taciturna y escrupulosamente cumplidora de sus funciones de escribano público. Desde esa condición llegó a Valladolid, en cuya Real Chancillería se asentó por mediación del jurista Infantes, amigo del regente.

José permanecía en dulce soltería no por falta de ganas, sino porque la persona con la que soñaba se le resistía. Prefería continuar sin amarrarse a ninguna otra mujer, si no obtenía los favores de la hermosa Amelia Pimentel. La conoció cuando estuvo de juez de primera instancia en Piedrahíta. Aunque de eso hacía ya bastante tiempo, la joven seguía enturbiando su corazón, su mente y sus sueños.

Cierta extrañeza le produjo a José Gordon ver avanzar por las baldosas rojizas de su despacho en la Jefatura Política abulense la estampa talar y fortachona del cura de Ojalbo. Venía con la teja quitada, escoltado por dos guardias de la milicia, que se detuvieron unos pasos antes. Al lado del clérigo, iba esposado el sacristán, con cara asustadiza, lo que le pareció buena señal al político. Este no conocía al cura en persona, aunque su fama de reaccionario le precedía. Estaba asimismo informado de los lazos familiares que le vinculaban con Rosales.

—Buenas noches, padre. Me llamo José Gordon y soy el jefe político.

El vicario quería reconocer aquel rostro que le interpelaba. No sabía situarlo. La máxima autoridad provincial prosiguió:

—¿En qué lío anda metido usted? Es una vergüenza ver a miembros de la Iglesia mezclándose con revoltosos que no respetan la autoridad.

—Yo no ando metido en lío alguno, señor. Venía de visitar a un condiscípulo, que tiene parroquia en Pinares.

El jefe político había reparado en la impoluta sotana que vestía el cura y los arreos clericales tan relucientes que llevaba, al igual que el calzado.

—Pues muy importante debe ser ese cura para que usted lo visite tan bien ataviado como va. Dígame usted la verdad, padre, porque sólo se arregla uno así para ver a alguien notable y no a un simple cura y amigo.

—Siempre que salgo de viaje, procuro ir con mi vestido clerical decente y acompañado de mi sacristán —dijo el cura, mirando de reojo a este para que asintiera a sus afirmaciones. Pero el sacristán andaba perdido en sus miedos.

—De acuerdo, don Facundo. ¿Pero cómo explica usted que le hayan sorprendido montando un caballo del regimiento de Borbón?

—Aunque no lo crea, me lo prestó un vecino de Ojalbo, hombre rico y amante de la ley y del orden. Él fue quien me hizo desenjaezar mi viejo macho, porque no le parecía a propósito para un viaje largo. Pregúntele a él de dónde sacó estas caballerías que tantos quebraderos me están dando.

—Bueno, ya lo aclararemos más adelante. Sé que usted es cuñado de alguien a quien yo conocí hace ya bastantes años, del coronel Rosales…

El cura asentía, con ganas de encontrar algún punto de coincidencia que le aligerase del bochornoso interrogatorio que estaba padeciendo.

Contemplando al vicario, Gordon tuvo la certeza de que la clerecía iba a estar conspirando contra el Gobierno liberal hasta que se la escarmentase ejemplarmente. Habría que exclaustrar, expropiar bienes y controlar el poder de los eclesiásticos, los mayores enemigos que tenía la Revolución.

Luego prosiguió Gordon:

—Supongo que su cuñado no será el de la cara deforme, que lleva un parche en el ojo.

—Supone bien, excelencia. Mi hermana menor, Josefa, se casó con Eugenio. Pero, la pobrecita mía, se nos murió de parto. Ya ve usted qué mala suerte.

—¡Vaya! De modo que anda viudo Rosales —comentó José Gordon—. Si mal no recuerdo, el coronel era muy amante del rey Fernando, dispuesto a batirse con cualquiera que lo ofendiese. ¿No tendrá nada que ver su cuñado con los revoltosos del cuartel de Talavera, eh padre? Como sea así, prepárese para una causa sumaria.

El aludido iba a responder, cuando el jefe político ya encargaba a sus asistentes que le buscaran acomodo digno en una de las piezas del caserón al párroco de Ojalbo. Mientras, hizo pasar a una estancia contigua al sacristán, que, al perder de vista al cura, se puso muy azorado. Gordon presintió que el sacristán no tardaría más de un par de minutos en confesar. Constataba que su presencia y, más aún, la de los soldados con las armas caladas intimidaban al pobre sacristán.

Al poco, sin apenas presionarle, ya estaba el sacristán confesando lo que sabía: el viaje del cura para verse con su cuñado Rosales en un castillo; el cambio de caballos por empeño del coronel; la visita que don Facundo había hecho en El Escorial a alguien importante, aunque ignoraba de quién se trataba.

Con los datos facilitados, Gordon se dispuso a desmontar el complot en el que estaba enredado Eugenio. No dejaba de extrañarle a Gordon que tan apuesto comandante hubiera acabado casándose con la hermana de un simple cura. Pero no quería que esos pensamientos le distrajesen de su objetivo inmediato: aplastar la partida rebelde.

El secretario fue tomando nota exacta de las disposiciones: un propio urgente para Madrid; una reunión con el comandante de armas y los jefes de la milicia, tanto de infantería como de caballería…

Cuando Rosales quisiera atacar Ávila, se llevaría una sorpresa.

No tardarían mucho las autoridades en detener a los vecinos juramentados. Y seguro que se derrumbarían a la más mínima presión de sus carceleros.

Frente a los desafiantes muros de Ávila, a Rosales le invadía un ardor épico. Ardor similar al que sintió en otras circunstancias cada vez que veía acercarse una columna de dragones franceses.

El infortunio que se cernía sobre él y sus hombres aquel amanecer de otoño –soplaba una ligera brisa, que hacía a los guerrilleros plegarse entre los troncones de los pinos– no lo amilanó. De peores había salido. En las situaciones difíciles se medía el valor de los sujetos de temple y él era uno de esos.

No podían permanecer tanto tiempo escondidos en el pinar, frente a la muralla, sin actuar. Reunió Eugenio a sus oficiales y les expuso la estrategia del ataque. Los lienzos de poniente y meridional resultaban más fáciles de expugnar, por ser menos elevado y contar con mayor separación entre los cubos. Penetrarían por las puertas de la Malaventura y la de San Segundo, junto al puente, en la parte baja del río. Sindo, su lugarteniente, haría lo propio por la puerta del Carmen, al mando de los soldados de Talavera. Otro hombre de confianza, Santiago León, permanecería oculto y atacaría después de transcurridos unos minutos. Tres hombres servirían de enlace entre ellos.

No era aquella una maniobra envolvente, pero sí tenía la intención de distraer al enemigo atacando por diferentes puntos. Rosales se aproximó a los cubos que flanqueaban la puerta de San Segundo. De repente, desde las almenas, empezaron a disparar con escasa puntería. Dedujo, por ello, que serían inexpertos mozos de la milicia.

Rosales iba sobrado de municiones, sacadas del cuartel de Talavera, y no le importó hacer fuego cruzado, una vez que se parapetaron sus hombres tras unos canchales situados entre el río y la muralla.

Los disparos sobresaltaron a los vecinos, que aún dormían cuando se inició la refriega. Atacantes y defensores consumieron casi una hora intercambiando tiros. Rosales intuyó que era baldío el esfuerzo, pues ni podrían tomar Ávila, tan a la defensiva como se encontraba, ni dispondrían de apoyo en el interior de la población. A esas horas quizá ya estuvieran presos los canónigos y demás implicados. Sin embargo, Rosales no renunció, antes de retirarse, a dirigir palabras disuasorias a los combatientes liberales, cuyos cabezas veía esconderse por entre las almenas.

—¡Soldados, no os dejéis engañar por vanas promesas! Recapacitad. Que se note que estáis viviendo en una ciudad muy religiosa que ha alumbrado a místicos y santos. Si deponéis las armas, vuestro querido rey os sabrá recompensar generosamente. Os lo aseguro.

Al esfuerzo gutural de Rosales, siguió un corto silencio, roto por una descarga de fusiles, respondida a su vez desde los parapetos.

Otro silencio. Y luego, se oyó gritar:

—¡Maldito Rosales, ya te ajustaré las cuentas, a ti y a los que has embaucado contigo! Eres un despreciable servilón, un lameculos del Rey.

Aquella voz le resultaba vagamente familiar a Rosales. La conocía, aunque no lograba identificarla al pronto. La había oído en más de una ocasión, sin saber precisar en qué lugar y en qué momento. Le dieron ganas de responder, aunque desistió al ver acercarse a uno de los enlaces:

—Mi coronel, Sindo no ha podido entrar por la parte de arriba. Además, nos han herido a dos de los nuestros…

Comprendía Rosales la esterilidad del tiroteo. Era gastar cartuchos para nada. Antes de que fuese demasiado tarde, ordenó una rápida retirada, que el enlace trasladó de inmediato a los suboficiales que mandaban la fraccionada manga absolutista.

A los pocos minutos, fuera ya del alcance de los disparos enemigos, se reagrupó la partida. Rosales se acercó a examinar el estado de los dos heridos: uno había sido alcanzado ligeramente en el hombro derecho: otro presentaba magulladuras en el cuerpo y una aparatosa brecha en la frente, ocasionadas por la caída del caballo, derribado por un certero balazo en las ancas. Rosales ordenó abandonar al jaco y el paisano se montó con uno de los soldados de Talavera. Así marcharían hasta esconderse en las montañas del valle.

Don José Gordon, encaramado a una de las torres de la muralla, contemplaba la fuga de los rebeldes y antes de que se perdieran en la polvorienta llanura cerealista, manifestó al comandante de armas de la plaza:

—¡Ingenuos! Pensaban que tomarían Ávila a la primera. Van escarmentados. No creo que tarden en echarles mano nuestro ejército.

—Podíamos salir en su persecución...

José Gordon, con el entrecejo fruncido, atajó al comandante de armas:

—Hay que ser cautos, no vaya a resultar una táctica la fuga que han emprendido, para que salgamos tras ellos y dejar indefensa la ciudad. Podrían regresar y tomarla fácilmente. No se preocupe, porque desde Madrid, adonde pronto llegará mi oficio, darán órdenes para perseguirlos.

—Muchos no son. A propósito, don José, ¿conoce usted al cabecilla que los mandaba? He oído que pronunciaba su nombre.

—Pues sí, comandante, lo conozco bastante. Es Eugenio Rosales, un guerrillero que andaba por tierras de Piedrahíta cuando yo ejercía de juez. Seguro que la mayoría de sus seguidores pertenecieron a su escuadrón de húsares.

Gordon dudaba sobre si Rosales habría reconocido su voz o no. Le gustaría que así fuera, que supiera que había sido el antiguo juez de Piedrahíta quien había desbaratado sus planes y había impedido que entrase en Ávila.

El coronel Rosales llevaba a su gente a galope tendido por la vasta llanada del Amblés. Se dirigían a la sierra, buscando los puertos. A su lado cabalgaba el grupo de insurgentes.

Durante la fuga, el coronel pudo finalmente identificar la voz que tanto le resonaba. Era la de José Gordon, a quien había tratado en Piedrahíta. Un hombrecillo del que se mofaban en las reuniones por los desaires que le propinaba la hermosa mozuela a la que cortejaba sin éxito, la hija del administrador del palacio ducal: Amelia.

Dejó de pensar en trivialidades impropias para su apurada circunstancia.

La facción prófuga componía una variopinta mezcla de individuos: unos, los de más avanzada edad, vestían con cierto desaliño, entremezclando descoloridas casacas con pantalones de labriegos; otros, los jóvenes, lucían uniformes de húsares de caballería. A unos y otros les unía la lealtad a Eugenio Rosales, su jefe.

Para los viejos guerrilleros aquella planicie era una ruta trillada. Más de una vez habían perseguido por esos mismos contornos a columnas gabachas, que entraban o salían de Ávila. A los soldados de uniforme nada les decían aquellas magras tierras.

Eugenio ordenó a su lugarteniente que los hombres marchasen alejados de las aldeas, apenas entrevistas en la polvorienta lejanía.

Al fondo, la sierra se alegraba con los rayos matinales. De vez en cuando, Rosales volvía la vista atrás para certificar cómo se difuminaban progresivamente aquellos sagrados muros. En un recodo del camino, acabó perdiendo la referencia de la extática ciudad, erizada de torres y pináculos.

¿Qué sería de su cuñado, el cura don Facundo? Le apenó imaginar las represalias que sobre él y otros clérigos comprometidos ejercerían las autoridades de Ávila. Probablemente habrían arrestado también a los canónigos.

Por uno de los prebendados abulenses, don Juan Alfonso Chacón, sentía gran afecto Rosales, pues lo había tratado en Bonilla de la Sierra, la residencia veraniega del obispo de Ávila. Congeniaba con él por sus afinidades ideológicas, contrarias al sistema constitucional.

Desechó Rosales esas cavilaciones y fijó la vista en la línea azulada de la sierra. El coronel mantuvo el ritmo veloz. Convenía seguir poniendo distancia de sus posibles perseguidores. El tropel de los caballos ensordecía el aire y enturbiaba la luz de la mañana.

A ambos lados de la ruta se veían labriegos, que abandonaban su encorvada postura para contemplar impertérritos el paso estrepitoso del escuadrón rebelde. Rosales miraba distraídamente desde su caballo las negras vacadas y los rebaños ovinos que pastaban los yerbajos, confundidos con la parda faz de la llanura reseca. Muy de tarde en tarde, afloraban bosquetes de chopos al borde de algún anémico arroyo, alegrando con su efímero follaje otoñal la monótona paramera.

Al pie del puerto, Sindo sugirió –y Rosales aprobó– que era más seguro dejar el camino y adentrarse por el robledo. Evitaron, asimismo, entrar en Villatoro, por si hubiera algún retén miliciano, pese a considerar improbable que los pueblos estuviesen ya alertados. El lugarteniente dio orden de fraccionarse en varios pelotones, para así hacer más fácil la travesía del espeso robledal y no caer la partida al completo en añagazas.

Cabalgando a media ladera no tardarían mucho en llegar hasta Bonilla. Ese iba a ser el punto de parada.

Sindo no perdía de vista a su jefe. La expresión contrariada evidenciaba la tormenta interior que concomía a Rosales, hombre de risueño semblante. Se detuvieron en un regajo para que las caballerías abrevasen, pero sin desmontar. Aprovechó Sindo la ocasión para distraer al coronel, hablándole de cuando sorprendieron en aquel mismo punto a una patrulla imperial que se había detenido, como ellos estaban haciendo, a refrescar los caballos. Eran más de veinte dragones del Intruso, a los que apresaron sin sufrir baja alguna la partida.

—El propio general Mendizábal te mandó un oficio felicitándote y nos autorizó a quedarnos con lo que les habíamos arrebatado a los gabachos.

Pero ni la remembranza de esa acción gloriosa ni la dorada luz que desprendía la arboleda conseguían alegrar al abatido Rosales, sumido en las negruras de un clamoroso fracaso. ¿Qué pensarían de él los que estaban detrás del levantamiento y hasta los hombres que cabalgaban ahora a su lado? ¡Menudo desengaño ante su amado monarca! Jamás le volverían a encomendar empresa alguna.

A grandes zancadas medía Gordon la tablazón quejumbrosa de aquella sala noble, de muebles desvencijados y renegridos, que oficiaba de despacho de la Jefatura Política. Estaba instalada en un antiguo caserón de fachada grisácea, que había sido, otrora, hospital de misericordia, un lugar en el que encontraba cura la gente pobre de solemnidad. Se alzaba el edificio en un callejón sombrío y helado. No se espantaba el frío ni cuando se encendía un enorme brasero de picón colocado en medio de la estancia. Su asistente entraba y salía, comunicándole noticias dispares sobre la dirección que había tomado la partida absolutista.

Gordon era un funcionario diligente, que servía con escrupulosa meticulosidad los cometidos de su cargo. Gobernar Ávila y su territorio le honraba. Era un paso de gigante en su carrera política. Su nombramiento era fruto de los buenos contactos mantenidos con el grupo de exiliados liberales, con quienes compartió celda en un castillo de Levante. Tras el bandazo dado por Fernando VII a su llegada a España en 1814, había tenido que salir por pies de manera precipitada. Se empezó a detener a muchos de sus compañeros políticos. Primero se encaminó hacia Portugal, junto con otros liberales de Piedrahíta. Ya estaban próximos a La Raya, cuando optaron por dar la vuelta y afrontar su destino. Fueron encarcelados nada más regresar y Gordon acabó confinado en el castillo de Peñíscola. José Gordon y sus camaradas quedaron libres tras una amnistía. Supo mantenerse en un segundo plano, sin reclamar siquiera su puesto de funcionario. Cuando la tormenta política antiliberal había amainado y empezaban a quedar lejos los episodios doceañistas, Gordon, auxiliado por los buenos contactos con el personal togado, consiguió un destino judicial en un anodino poblacho manchego, en el que permaneció casi dos años.

La inesperada recuperación del poder por los constitucionales, gracias al levantamiento de Rafael Riego, le llenó de gozo, y empezó a elucubrar proyectos. El triunfo liberal había desatado la alegría en los pueblos, incluido el villorrio manchego de su residencia. Fue Gordon uno de los que más empeño puso en que se entonaran cantos liberales, en que se jurara el sagrado código, en que se abolieran costumbres salvajes como azotar y ahorcar públicamente a los reos. El alborozo popular se manifestó con capeas, iluminaciones, la instalación solemne de la lápida constitucional –la Losa–, disparos de voladores y demás parafernalia populachera. A propuesta del juez Gordon, hubo desfiles con el retrato de Fernando VII y salió en procesión una alegoría de la Constitución de 1812, representada por una hermosa doncella ornada de símbolos de la justicia y entronizada en un carro triunfal del que tiraba la rancia oligarquía.

Gordon no era de los que perdían el tiempo, pues tenía claras sus pretensiones. Pronto se trasladó a Madrid y empezó a visitar a sus compañeros de destierro. Tras la formación del primer Gobierno liberal, Gordon fue nombrado jefe político interino de Ávila. Asumió el cargo tras la renuncia al mismo de su amigo José Somoza, quien tenía que cuidar de un hermano enfermo.

Apenas llevaba unos meses en su nuevo destino, cuando ocurrió lo del complot absolutista del coronel Rosales, de quien nada sabía después de tantos años. Le había perdido la pista y desconocía su evolución ideológica, si bien presumía que, dada su proximidad a la jerarquía eclesiástica, sería uno de esos guerrilleros que acabaron desembocando en el absolutismo radical.

La asonada lo había dejado bien patente. Y el jefe político abulense se sentía orgulloso de haberla desbaratado.

Tras instalarse en Ávila, Pepe Somoza lo visitaba con asiduidad. Somoza era un ameno conversador, que salpimentaba su discurso con anécdotas chispeantes. Mayor que Gordon y solterón resabiado, resultaba divertido y profundo a la vez, un librepensador que cortejaba a las musas. Admiraba sobremanera a su maestro Meléndez Valdés, frecuentador del buen clima piedrahitense, a la sombra ducal, al igual que otros muchos escritores y artistas cortesanos.

Somoza le mantenía informado a Gordon de los chismes de Piedrahíta y especialmente de cualquier novedad referida a la bella Amelia. Los años sin verla no habían menguado el cariño de Gordon hacia la esquiva joven. Al contrario, su recuerdo había alimentado dulcemente sus sueños durante el destierro. Supo que se mantenía célibe y se había transformado en toda una mujer de veintitantos años. Ignoraba con exactitud la edad de la joven, sin duda más que casadera. Somoza le comentó que los moscones no dejaban de rondarla, aunque ella los espantaba con gracia y desparpajo.

Mientras dos escribientes se azacanaban en redactar oficios para Gobernación, Gordon se asomaba a un ventanal despintado y dejaba correr su mirada por entre los tejados, hasta rebotar en la muralla. Ensimismado y cogitabundo, el jefe político prestaba más atención al curso de sus sentimientos que a los prosaicos partes sobre las incidencias vividas esa misma mañana.

Una y otra vez, acudía a su mente la figura grácil de Amelia. Sentía unos deseos irrefrenables de reencontrarse con ella. Ahora que se había convertido en la máxima autoridad provincial, tal vez su actitud hacia él cambiaría. Aunque no se fiaba demasiado del genio vivo de la moza. Trataba de imaginar cómo reaccionaría cuando lo viese investido de autoridad.

Evocaba, al poco, a la Amelia adolescente, a quien trató por vez primera en la vivienda que ocupaban los Pimentel, aneja a la parte trasera del palacio ducal. Don Leoncio Pimentel los invitó a pasar la velada a Somoza, a Toribio Núñez y a él, juez de primera instancia. Lo sentaron junto a Amelia, que apenas le prestó atención más allá de lo que la cortesía recomendaba.

El juez no quitaba ojo de aquella chica deslumbrante, de cutis fino y sonrosado. Espigada de talle, antes flaca que gruesa, llamaba la atención por la armonía de sus formas. El cabello tendía a un castaño luminoso, con reflejos ligeramente dorados. Solía llevarlo recogido en una larga trenza, que dejaba al descubierto un enhiesto cuello, observado con delectación por Gordon, cada vez que se agachaba la mozuela. Pero lo que más le impresionó fue la dulzura de su mirada. Era dueña de unos ojos color miel con brillos claros –ni del todo castaños ni garzos– muy delicados y expresivos. Amelia guardaba cierto parecido con su madre, la dicharachera doña Concepción Sevillano que era dueña de una mirada azul y límpida.

En el carácter había salido más a su discreto progenitor, pues Amelia no era husmeadora ni chismosa como su madre. Fue don Leoncio quien puso empeño en que su única hija se beneficiase, en parte, de la formación correspondiente a las mujeres de la casa ducal. Para ello, aprovechó las estancias de preceptores e institutrices –no todas se prestaron– en los largos veraneos de Piedrahíta, para que dedicaran algún rato a instruir a la simpática y despierta Melita, la cual recibió lecciones de cultural general, además de solfeo, piano, francés, repostería y bordado. El administrador, en contraprestación, colmaba de atenciones y detalles –incluidos los culinarios– a tan benévolos educadores, casi siempre desatendidos y mal remunerados por la estirada nobleza.

La moza era consciente del alcance de su belleza, porque sabía administrar con graciosa coquetería el reparto de sus favores a los tres varones que asistieron a la velada. Sonreía alternativamente a Gordon y a Toribio, si bien la conversación más larga la mantuvo con Somoza, al que trataba desde niña. Somoza la entretenía contándole chascarrillos sobre ciertas parejas de la localidad, hablillas que había escuchado a sus hermanas. Gastaban bromas sobre la soltería tenaz del abogado, al que apenas se le habían conocido relaciones con las lugareñas.

Durante la velada, se puso al piano Melita, diestra en interpretar sonatas melancólicas y divertimentos de Haydn. El juez estaba sentado a poco más de dos metros de la muchacha, por lo que pudo examinarla detenidamente, fijándose especialmente en su talle delicado y estrecha cintura. Volcaba la muchacha su cabeza hacia el teclado al tiempo que movía rítmicamente su trenza medio rubia por el escotado cuello. El entusiasmo con que Gordon aplaudía lo llevó a sospechar a Somoza que su amigo se había convertido en una víctima más de los encantos de la hija del administrador palaciego. Así se lo hizo notar ya en la calle:

—Señor juez, tenga cuidado con esa avispilla pizpireta, capaz de enamorar hasta a un príncipe. Y sin ella pretenderlo…

Desde aquel día insistió Gordon en cortejarla. Ni la indiferencia ni los reiterados desaires desalentaron al galante juez. Con el palacio ducal cerrado y ocasionalmente convertido en cuartel imperial, trasladaron las veladas al palacio de Bonilla. Allí la trató Gordon con más libertad. Pero la joven seguía mostrándose igual de esquiva, actitud que cambiaba cuando se relacionaba con otros jóvenes. Particularmente risueña se mostraba con un militar de ojos vivarachos y pelo bermejo, del que supo que se llamaba Eugenio Rosales y que mandaba una nutrida partida patriótica que actuaba por tierras castellanas y extremeñas. Aquel patriota pecoso era un protegido del señor obispo de Ávila, quien acabó presentándolos, aunque fueron escasas las veces en que intercambiaron palabras.

Precisamente, al asociar a Rosales con el señor obispo, se le vino a las mientes una obligación que no debía posponer. Llamó a un oficial de mesa para redactar una orden de citación de un grupo de vecinos, cuyos nombres había ido facilitando el sacristán de Ojalbo. La maquinaria para detener a los enemigos de las libertades se ponía en marcha. Gordon esperaba meter pronto en la cárcel a los conspiradores abulenses para poder interrogarlos. No le importaba que hubiese gente de peso, según le explicaban sus ayudantes. Uno de los sospechosos era un miembro del cabildo catedralicio. A este eclesiástico sería al primero que interrogaría por mal patriota.

4

La tarde iba avanzada cuando la partida realista divisó Bonilla. El caserío transmitía una grata sensación de sosiego, acurrucado junto a un otero de escasa elevación. Sobresalía el perfil de su grandiosa iglesia parroquial, con aires de vieja colegiata, y sobre el límpido cielo se recortaba su alto y robusto campanario. Junto a ella, se divisaba, asimismo, la silueta del palacio veraniego del obispo abulense. Consultó Sindo con su jefe los pasos que iban a dar. No era conveniente irrumpir en tropel toda la partida, a esas horas, en la población. El alboroto podía asustar al vecindario, cuyo auxilio resultaba vital en este trance. Por ello, Sindo sugirió a su jefe:

—Creo que es mejor que nos detengamos en la garganta para no alborotar las calles del pueblo.

—Está bien, Sindo, que desmonten los hombres, se acerquen al arroyo y quiten la montura a las caballerías para que se repongan de la caminata. Además, ya es hora de que abran el morral y coman algo. ¿Cómo van los dos heridos?

—Los he visto hace poco y, aunque se quejan, creo que no es preocupante.

—Hay que buscar al médico de la villa para que los examine y les haga una cura en condiciones, no vaya a ser que se infecten las heridas. De todos modos, me acercaré a verlos.

Los hombres descabalgaron entre fatigosos resoplos y se fueron aproximando cuidadosamente a las inmediaciones de la garganta. Luego aliviaron a los caballos de las monturas, les retiraron las cinchas y correajes y los dejaron sueltos para que abrevaran en el cauce de limpísimo arroyo. Podían pastar los animales las yerbas frescas que había en las orillas de la garganta y en un robledal cercano.

Mientras devoraban los suyos la merienda, Rosales se dispuso a ofrecerles una explicación y trasmitirles unas palabras de ánimo. En su perorata, primero intentó justificar lo evidente: no habían podido tomar Ávila. Sin embargo, eso no suponía el fin de la asonada. Ellos estaban comprometidos con el rey. Debían perseverar en ese objetivo y no decaer en su propósito. Trató de calmarles con mensajes esperanzadores.

Como los conocía a todos por su nombre, les fue preguntando en voz alta a varios de ellos –unos, viejos guerrilleros y otros, mozos sumados a última hora– cómo se encontraban de ánimo. Todos contestaban positivamente, con voces entusiastas, a su jefe.

—Mi coronel, tanto yo como mis compañeros nos damos cuenta del revés que hemos sufrido. Pero eso no nos acobarda. Le seguiremos hasta donde quiera. Pierda usted cuidado.

Quien así respondía era un paisano vestido con una faja azul y una chaquetilla de paño, gastado y pardo. Se llamaba Germán Silva, si bien todos le decían el Portugués, porque, aunque natural de Tornavacas, sus ancestros procedían del otro lado de La Raya. Había llegado su familia hacía muchos años a trabajar de aserradores y se había instalado en esa población. Su padre lo puso a servir desde joven con un rico de Cabezuela, emparentado con los Rosales. Allí conoció a Eugenio, en cuya partida de guerrilla se enroló en 1811. Tras la guerra, se ganaba Germán la vida de jornalero, trayendo cargas de leña, aunque también hacía trueque con productos de matanza o maquilas de granos. Los dos mulos y una borrica con que acarreaba la leña los empleaba para subir a vender en las aldeas castellanas pellejos de vino, al pormenor, y las frutas bien sazonadas de las laderas del valle. Las compraba y luego las revendía. A veces, trocaba su mercancía por harina o judías blancas.

Se alivió el cabecilla al comprobar que la moral no estaba demasiado debilitada. Luego les expuso a grandes rasgos el plan a seguir. Esa noche la pasarían en Bonilla y de madrugada partirían a un lugar más seguro.

Rosales dejó a sus hombres al cargo de Sindo y, acompañado de un suboficial, enderezó hacia la villa episcopal. Se introdujeron por un callejón donde había tinados de los que escapaban mugidos de vacas y luego se internaron por una calle que iba a dar a la plaza mayor.

A su paso, fue el coronel reconocido por algún que otro vecino. Rosales se había hecho muy popular por sus correrías de patriota entre el paisanaje de Bonilla, que le profesaba un sincero aprecio, cuando no una abierta admiración. La extrañeza dibujada en el rostro de los lugareños daba a entender que sus cabezas estaban suponiendo que algo raro debía ocurrir para que apareciera a esas horas por allí el glorioso guerrillero vestido de uniforme.

Al llegar a la plaza, un grupo de mujeres enlutadas hacía cola junto a la fuente, con los cántaros puestos bajo los caños de agua. Se quedaron mirando a los dos forasteros, hasta que del corro salió una voz que saludó:

—Buenas tardes, don Eugenio, ¿qué se le ofrece a usted por este pueblo?

Así le inquiría amablemente una señora madura, a la que reconoció enseguida el militar, quien, a su vez, correspondió al saludo:

—Buenas tardes, Casilda, ¿cómo andamos por aquí? Pues precisamente venía a ver a tu marido, aunque no sé si estará en la casa.

—Sí, coronel, está en la casa arreglando lo del acarreo de las manzanas, que acabamos de recoger las últimas esta misma mañana. Seguro que se va a alegrar cuando lo vea, después de tanto tiempo.

Rosales se despidió cortésmente del corrillo de comadres. Atravesó un soportal y fue directo a aporrear el portón de una casa solariega, con entrada en arco apuntado y un escudo pequeño sobre la fachada. Salió de dentro una voz recia y, al poco, apareció el rostro enjuto de un labriego castellano, en el que se pergeñaba un gesto de simpatía hacia la persona que llamaba a su puerta.

—¡Dichoso los ojos, amigo Eugenio! ¿Qué te trae por aquí?

Con el índice sobre los labios, Rosales le solicitó silencio y se metió con su ayudante en el zaguán de la vivienda. Argimiro era un rico labrador con título de hidalgo, que, a la sazón, ostentaba, como ya había hecho en otras ocasiones, la vara de alcalde de la villa. Tras un cordial abrazo, el dueño les ofreció de comer y beber. Rosales, le atajó.

—Perdona, Argimiro, pero hemos comido un bocado hace un rato. Ahora te ruego que me escuches con atención, porque es muy importante lo que voy a decirte.

El labriego contrajo la cara en un mohín de gravedad y extrañeza, haciendo más profundos los surcos de su frente. Luego se acomodaron en un banco del zaguán. Argimiro se puso en actitud de escuchar lo que tuviera que decirle su viejo amigo, a quien había socorrido numerosas veces en la guerrilla. Por la seriedad del coronel, dedujo que algo grave debía de pasarle. Rosales le preguntó si aún vivía don Celedonio, el cirujano que había curado a los hombres de su partida. Argimiro replicó afirmativamente y quedaron en que, con un sirviente, le pasarían aviso. El ayudante se encargaría de llevarlo para curar a los heridos. Luego Rosales fue desgranando detalles sobre los aprietos en que se hallaba, razón por la que requería su apoyo.

Mediante un recado que llevó una criada, Argimiro convocó en su casa al administrador del palacio del obispo, Eusebio de la Vega, persona entrañable e íntimo amigo de ambos. A los pocos minutos se personó don Eusebio, quien, pese a estar prevenido, no pudo por menos de sorprenderse al ver al coronel en persona.

Eugenio les habló con franqueza. Precisaba que sus hombres pasasen la noche recogidos en las caballerizas del palacio, lo que no suponía ningún problema ya que estaban vacías en esa época. Necesitaba patatas para que metieran algún guiso caliente en el estómago y también provisiones para el día siguiente. Nada especial. Bastaría con unas varias docenas de panes grandes y unas ristras de embutidos o cecina ahumada.

Ambos asentían con la cabeza a las peticiones de Rosales. Si no encontraban raciones suficientes, las traerían de las despensas de la casa ducal, pues ambos regentes palaciegos –don Leoncio y don Eusebio– mantenían óptimas relaciones. Tardarían poco, pues como ya sabía Rosales, apenas mediaba una legua entre las dos poblaciones.