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Un majestuoso escenario que esconde el secreto silenciado durante años por una poderosa saga industrial gallega. Una conmovedora novela inspirada en sucesos reales que desentraña la dificultad de revelar lo casi inexplicable. Lúa, una niña pequeña de seis años, observa cómo cada Navidad llegan a su casa unos extraños sobres ribeteados en rojo y azul. Ella le pregunta inocentemente por su procedencia, pero su madre se resiste a responder. Poco a poco se va dando cuenta de que su anodina vida, en la época de la transición española, oculta secretos que nadie ha desvelado nunca. Su padre aparece en una foto trajeado junto a una novia que no es su madre. A su abuela la llaman Madrinita. Sus apellidos no coinciden con los de sus primos… Cuando Lúa averigua, ya de adulta, que aquellos sobres vienen de Londres, acabará reconstruyendo la misteriosa historia familiar, que se remonta a una historia de amor de principios del siglo XX en el Pazo de Lourizán entre el primogénito de los Carballo, una familia adinerada y poderosa de la zona, y Xoana, una vendedora de pescado en la lonja de Marín… «Historias que van pasando de generación en generación, tardes nubladas y misterios escondidos. Una novela que rescata lo que se dice y lo que se calla dentro de las familias, lo que trasciende o se oculta». «Un viaje nostálgico a nuestro pasado, entre lo real y lo mágico». Arantza Portabales
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Seitenzahl: 569
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
El pazo de Lourizán
© Lola Fernández Pazos, 2022
Autora representada por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria
© 2022, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
Imágenes de cubierta: Dreamstime y Shutterstock
ISBN: 978-84-18976-27-8
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo
Primera parte
1. El misterioso sobre de ribetes rojos y azules
2. Carta de ajuste
3. El demonio en casa
4. Rastro de polvo estelar
5. A la puerta del infierno
6. Llanto de tinta mecanografiada
7. La novia sin lunar
8. Mariposas mágicas
9. Metamorfosis
10. Apellidos discordantes
11. Enigmas del sur
12. El primer gran golpe
13. Confesiones del Opus Dei
14. El frágil hilo de la vida
15. Código postal
16. Escuela de Forestales
Segunda parte
17. La vergüenza del hambre
18. Duermevela con tuberculosis
19. La nueva peixeira de la lonja
20. El primer encuentro
21. Caminos de aldea
22. Malentendidos
23. Recompensas de madre
24. Nueva oferta laboral
25. La regata
26. El bofetón
27. Futuros compromisos
28. Mujeres libres
29. Adivinanzas
30. Pasiones desatadas
31. X Feria Fabril
32. Grandes esperanzas
33. Minas de Wolframio
34. El profesor
35. La entrevista
36. El Kursaal
37. Una solución precipitada
38. La confesión
39. Unos ojos azules
40. El romance epistolar
41. La aurora boreal
42. Fotos de estudio
43. Cristales rotos
44. Arrepentimiento
45. La revelación de Nita
46. El rechazo
47. La llamada del Gobierno
48. Una sobrina lejana
49. Desaparecida
50. Persuasión
51. Primer día de escuela
52. Principio de perdición
53. La fábrica de hielo
54. Haciendo agua
55. El Pazo de Lourizán
Tercera parte
56. Parada en Wembley Park
57. Aroma de té con leche
58. El baile de las barbies
59. Álbum de la distancia
60. Descubriendo el pastel
61. Espejo del tiempo
62. La huella dactilar
63. El conxuro de la verdad
64. Saqueo de madrugada
65. El dolor de Bela
66. Un pacto conspiratorio
67. La prolífica descendencia
68. Aterrizaje en Barajas
69. El perdón
70. Episodios malignos
71. Entre rejas de metal
72. Una promesa por cumplir
73. Lágrimas sobre la camilla
74. La perfecta residencia
Agradecimientos
A mi tía Amparo, por contarlo; a mis padres, Fina y Gisleno, por ocultarlo; a Ave y mi hermana Inma, por alentarlo.
Marín (Pontevedra), enero de 2019
Esta historia no tendría que haber ocurrido. No es un argumento inventado con personajes inspirados en una época inexistente o acciones moldeadas en pro del interés literario y el gusto por la imaginación, sino el fiel y vivo reflejo de una realidad que unos quisieron ocultar y otros prefirieron contar… Sospecho que no te resulta sencillo escribirla. Tener que dotar a cada uno de los elementos que la componen de unos mínimos atributos ficticios para lograr esa necesaria distancia que te permita digerirla y afrontarla antes de que caiga en el olvido para siempre.
Creciste entre susurros que contribuyeron a agudizar tu intuición. En mitad de una transición política en la que nadie podía hablar, todo era secreto y oscuro. Al igual que esos nietos robados de las Madres de Mayo durante la dictadura argentina o esos descendientes de nazis, suspicaces ante sus progenitores, tú también viviste entre miradas de soslayo que ahora intentas describir para cumplir, por fin, una promesa postergada en el tiempo.
Hoy, a punto de alcanzar los cincuenta años y con el total conocimiento de los recovecos de la vida, te preguntas qué hacer con los afectos. Cuando ya has descubierto la verdad y has vivido lo suficiente como para no sentir ni odio ni pasión por el pasado. Ahora, echas la vista atrás para rememorar a esa niña que fuiste cuando todo lo que te rodeaba era inocencia y tu madre abría las postales de Navidad…
Madrid, diciembre de 1974
Aquella extraña misiva que llegó en la epifanía de tus cinco, casi seis años, fue el detonante de toda esta historia. Hasta ese momento, tu madre siempre había recibido con inmensa alegría y felicidad las tarjetas navideñas, esperando ansiosa las noticias de sus allegados para compartirlas con vosotros. Constituían su modo, junto con las visitas nocturnas a la centralita de Telefónica, abrigados con los asfixiantes verdugos, de acortar distancias y contribuir a que vosotros, sus hijos, sintierais el calor familiar que en Madrid os faltaba. Acuérdate si no, cómo subía pletórica las escaleras con la gabardina gris empapada de lluvia y las acelgas sobresaliendo del carro, y luego os mostraba ilusionada, una a una, las cartas que acababa de recoger en el buzón. Abría la puerta siempre con la misma expresión de satisfacción por veros de nuevo y encontraros bien tras su ausencia, besándoos sin plegar el paraguas y mojando vuestras caritas, así como los sobres enviados por la familia desde distintos puntos de España.
A tus tres hermanos y a ti aquellas noticias del abuelo, de las tías o los primos, que nunca contaban nada nuevo, pero que estaban escritas con esmerada caligrafía para desearos felices fiestas, os dejaban contentos para el resto del día. Marcaban el inicio de la Navidad, cuando ya no quedaban más dedos ni de manos ni de pies que descontar y sobre las figuritas de chocolate envueltas en papel plata de brillantes colores se cernía su fatal final: «Muñecolate, muñecolate, ¿llegarás a Navidad?…». Ella siempre te repetía la misma cantinela para, acto seguido, comerte a besos.
Con la llegada de aquellas estampas irrumpían también las vacaciones: el tiempo de juegos, el aroma a abeto y el olor a polvorones siempre escondidos debajo del aparador para dificultar el acceso, aunque a ti, huelga decirlo, con ese cuerpo mullido y redondito, poco o nada te costaba rodar hasta allí. Eran momentos de cuidar el paladar, de botellas cristalinas y brocadas de Anís del Mono, de sabrosos efluvios que surgían de la cocina y que ella condimentaba a fuego lento con absoluta entrega para conquistar vuestro apetito.
Tú siempre la esperabas impaciente. Intuías su presencia incluso en el descansillo de la puerta, antes de que se delatara sacando del bolsillo el ruidoso manojo de llaves. Aunque estuvieras en la otra punta de la casa, bastaba un leve movimiento suyo para oír el tintineante sonido producido por el choque de las dos medallas, una suya de la Virgen María, y otra de tu padre, con el Sagrado Corazón en relieve, que llevaba colgadas del cuello. Era como si una suave campanilla te anunciara su llegada. Al otro lado de la entrada, aún con las lagañas en los ojos y abrigada con la bata de felpa azul turquesa para que no se enfadara, la esperabas expectante, como si durante ese tiempo no hubieran transcurrido un par de horas, sino todo un siglo de su partida.
Antes de poneros el Cola-Cao caliente con las galletas María en la mesa ovalada y pediros que os sentarais en aquellas enormes sillas de asientos tapizados en color granate y respaldo de madera labrada, ella procedía a abrir todos los sobres. De cada postal identificaba primero su procedencia, luego os leía los buenos deseos de quien la escribía y después alababa la delicadeza y el gusto en la elección. Tras la escucha, las sorteaba para que copiarais las ilustraciones más sencillas —Papá Noel, el abeto o el pesebre—, poniendo atención a cada uno de los detalles y coloreando sin saliros de los bordes de las figuras dibujadas.
En Navidad, os dejaba utilizar cualquier material de pintura que quisierais, incluso excepcionalmente os permitía la caja metálica de acuarelas y los botecitos de óleo, con la única condición de que no os mancharais. Para ti, esos momentos constituían los instantes más alegres de las fiestas, los cuatro hermanos pintando juntos bajo el haz resplandeciente que desprendían los miles de cristalitos de la lámpara de araña.
Ese año también repitió el ritual. Antes de que os despertarais, acudió veloz al mercado; compró las acelgas, las chirlas, el cordero, las cuatro barras de pan que os comíais a diario y recogió las cartas. Siempre la misma rutina, la misma cotidianidad, o al menos eso te pareció, hasta que os enseñó distraída los sobres mientras se quitaba el anorak y entonces, sin que nadie más que tú se diera cuenta, te percataste de algo distinto. ¿Te acuerdas? Al principio no te resultó nada sorprendente, pero a medida que fuiste observando su reacción presentiste que algo raro ocurría.
Mientras tus hermanos se peleaban por los lápices de colores de la caja Alpino, las ceras Manley o las barras de pastel, observaste con extrañeza que, entre todo el manojo de sobres cuadrados de papel tosco reciclado, sellados con el perfil de Franco, uno sobresalía. Parecía diferente del resto: rectangular, sedoso y ligero. Destacaba por tener unos bordes zigzagueantes en azul y rojo. Intuiste que tu madre ni lo había visto, al recogerlos todos de golpe, pero ahora que estaba a punto de distribuirlos lo miró extrañada y sorprendida entre sus manos. Lo cogió, le dio la vuelta y leyó el remitente. De inmediato, se sobresaltó, pero al instante empezó a disimular como si no hubiera pasado nada. En un abrir y cerrar de ojos, igual que si estuviera realizando uno de aquellos juegos de Magia Borrás que tanto te gustaban, lo hizo desaparecer en el bolsillo de su falda.
Entonces, te dirigiste a ella en tono de reproche, como si ambas os hubierais intercambiado los papeles y ahora fuese tu madre la niña traviesa sorprendida en una fechoría.
—Mami, ¿por qué escondes ese sobre? —Le señalaste, mirando con atención el pico de la carta que sobresalía del bolsillo.
Ella se quedó paralizada al ver que te habías dado cuenta. Apretando los dientes con rabia y tensión, empujó aquel triángulo hasta el mismísimo fondo de su escondite para quitarlo por completo de tu vista. Lo hizo con furia, sin importarle lo más mínimo que hubieras descubierto su truco, pero asegurándose de que tus hermanos no la observaban. En décimas de segundo calibró una respuesta convincente que darte.
—¿Guardar el qué, Lúa? —dijo distraída. Y entonces tú, tan pequeña como eras, te indignaste por esa respuesta tan pueril con la que pretendía negar la evidencia de lo que acababas de presenciar.
—¡Ay, mami! Pues qué va a ser, esa carta… la bonita, la de los bordes rojos y azules… ¿Por qué no la enseñas y nos la lees? —Le volviste a reclamar.
—Filliña, yo no he visto ninguna carta. ¡Tienes una imaginación…! ¿Vosotros habéis visto algo? —preguntó al resto.
—Nooo —respondieron al unísono tus hermanos, deseosos de ponerse a colorear.
—Ves. Todas las tenéis ahí: las de Paymogo, las de los primos de Galicia… Son preciosas. ¡Anda, cariño, ponte a dibujar con tus hermanos y no me entretengas, que tengo toda la casa por hacer! —te apremió con su mirada dulce y melosa.
Y así te dejó atónita, inmóvil, con la boca abierta y una extraña sensación de irrealidad. De haber vivido unos instantes que no habían existido o, si habían sucedido, más te valía olvidarlos. Desde aquel día te has preguntado por qué tu memoria conservó intacto ese fugaz momento, por qué esos ribetes celestes y bermejos consiguieron clavarse en tu retina para siempre, cuál fue el desencadenante de querer saber más, de preguntar, de indagar. No te acuerdas. Podrías atribuirlo a las casualidades de la vida o a ese destino en el que tanto crees, pero ahora que conoces un poco más cómo funcionan los mecanismos de la memoria, sabes que los recuerdos solo se almacenan si existe un verdadero motivo para recordar y tú lo tenías: su silencio.
Porque ella era una tumba. No había quien pudiera con su inquebrantable hermetismo ni tampoco nadie que soportara tu insaciable curiosidad. Quizás creía que desviando la conversación hacia otro tema o reclamando el parecer de tus hermanos, que habían estado ajenos a su juego de malabarismo, te quedarías satisfecha. ¡Pero qué equivocada estaba!
Lejos de ponerte a dibujar, la vigilabas. Por el rabillo del ojo atisbaste cómo se dirigía preocupada a su habitación, cómo cerraba la puerta sigilosa y cómo, suponías tú, desde el otro lado de su cuarto rasgaba el sobre con cuidado y lo abría despacio, esquivando el más mínimo ruido para no ser oída.
Ahí, pensaste, estaría leyendo esa misteriosa correspondencia sin perturbarte, hasta que entonces descubriste a lo lejos una respiración cada vez más honda, profunda y entrecortada, como si le costara trabajo respirar. Poco después, un sonido aspirante de penas y, acto seguido, una exhalación de dolor. Porque así lloraba ella: apenas un tintineo, como las medallas de su cuello; a pequeños sorbos, sin llanto, para que nadie la escuchara ni se preocupara, evitando romper la calma y levantar sospechas.
Pasado un rato, notaste cómo abría el cajón de su mesilla de noche, que siempre se quedaba atrancado, y cómo se obstruía de nuevo al intentar cerrarlo. Intuiste que habría guardado aquel sobre de ribetes rojos y azules en el único sitio de la vivienda con llave y fuera del alcance de vuestras curiosas y pequeñas manos.
Luego salió sin más, llevando las sábanas para lavar. Apresurada, con su clásico andar urgente por el pasillo de la casa y eludiendo tu mirada para impedir que te fijaras en sus ojos rojizos e hinchados. Algo pasaba, no había duda… Lo que no preveías es que te iba a costar toda una vida descubrirlo.
Madrid, noviembre 1975
A pesar de que durante tu infancia el franquismo ya estaba dando los últimos coletazos, a nadie se le ocurría —ni en el colegio, ni en la calle, ni en la casa— hablar de política, y menos aún delante de los niños. De hecho, cada vez que tu padre amagaba con soltar algún improperio sobre el tema, ella daba un respingo de la silla, arrugaba el ceño y le soltaba su habitual: «¡Papá, los niños!», que le dejaba mudo, inerte y sin posibilidad de rechistar.
Juntos habían conseguido que ninguno de vosotros notarais que vivíais en medio de una dictadura. A tus ojos, la peor y más cruel fechoría que había cometido ese hombre bajito, vestido de militar y de voz aflautada, había sido morirse y dejaros durante un tiempo, que se te hizo eterno, con la pantalla de la televisión congelada en la imagen de la carta de ajuste y una monótona sintonía de marchas militares en sustitución de los dibujitos.
Había roto vuestra particular rutina. Aquella caja animada, que mantenía intacto el botón rojo del UHF y deteriorado, al máximo, el del encendido, sujetado solo por dos palillos, era para ti el centro de tu existencia. La habían comprado para ver la llegada del hombre a la Luna el mismo año que naciste tú, gracias a un golpe de suerte en la Quiniela. De hecho, solían explicarte que los catorce aciertos en el boleto se debieron más a tu mágica venida al mundo dentro del manto de la Virgen, aún con el líquido amniótico y la bolsa de la placenta íntegra, o a la suerte, que a la pericia de tu padre.
Fuera o no cierto, la realidad es que desde ese día aquel aparato había logrado ocupar un lugar predominante dentro tu familia. Por eso, cuando te la quitaron de forma inesperada, tu enojo rozó tintes de tragedia griega. Después de intentar encenderla como unas diez veces seguidas, de manera insistente y sin demasiado éxito, refunfuñaste.
—Pero, mami, ¿qué le pasa a la tele? —preguntaste resoplando ante la evidencia de que ibas perderte las trastadas de los malditos roedores. Ella no sabía muy bien qué explicarte, pero necesitaba que pararas de una vez por todas para no ponerla más nerviosa. Se encontraba angustiada, desorientada, moviéndose de un lado para otro, sin poder centrarse en lo qué decirte ni en lo qué hacer.
—¡Ay, Lúa, para ya! ¿No te das cuenta de que ha muerto Franco y por eso no hay señal? ¡Por mucho que aprietes el botón y resoples, no vas a conseguir que se encienda en todo el día, así que basta ya!
Sin duda, su enérgica y contundente respuesta te resultó áspera, molesta, nada que ver con las asiduas explicaciones de las tormentas, que tantas veces os dejaban sin tele y en penumbra durante largas horas con los deberes a medio hacer y la casa fantasmagórica, cubierta de velas. Aquello te sonó realmente trascendente y de difícil arreglo.
—¡Pues que nombren a otro! ¿No? —le propusiste compungida, ajena a la gravedad del momento, sin ser consciente de que ese día sería señalado en los libros de historia como el del fin de uno de los regímenes totalitarios más longevos del mundo—. ¡O, si no, dime tú cómo voy a vivir sin dibujos animados! —soltaste con tu habitual dramatismo.
Fruto de la tensión, la angustia y tu exagerada ocurrencia, la pobre, que llevaba todo el día preocupada y taciturna, estalló en una abrupta y sonora carcajada que te pareció de lo más insensible e irrespetuosa, pero que enseguida matizó para no violentarte. Recomponiéndose y con un semblante algo más circunspecto, te tranquilizó.
—Bueno, hija, ten paciencia. Esperemos que todo cambie pronto —esta vez lo dijo refiriéndose más al devenir de España que a la programación televisiva.
No obstante, ese comentario final no te gustó demasiado. Era apocalíptico, derrotista, poco esperanzador. Imaginabas que tu madre se sentiría apenada, pues había conocido años atrás a ese tal Franco en una visita oficial que había realizado al Ministerio de Agricultura, donde trabajaba tu padre. Te había contado que su mujer, doña Carmen, a la que llamaban la Collares por su afición a las joyas, sobre todo a las regaladas, se había acercado y besado a tu hermano mayor, Germán, cuando era solo un bebé. Imaginaste que esa actitud le confirió al recién nacido una especie de halo milagroso o bendición al más puro estilo de La bella durmiente, por el que tu madre se hallaría en eterna deuda con esa familia.
En tu cabeza, no hilaste su ceño preocupado con el devenir, sino con un sentimiento de aflicción igual al que habías presenciado cuando a vuestra Madrinita le anunciaron una grave enfermedad. No había transcurrido tanto de aquello y, a pesar de que a sus setenta años ya cabía esperar cualquier cosa, para tu madre supuso un duro golpe del que le costaba reponerse. La seguías viendo triste y eso te apenaba, así que quisiste consolarla desviando la conversación hacia el más allá, un lugar al que a ella le gustaba referirse y que solía evocar en circunstancias complejas.
—Mami, ¿y Franco irá al cielo? —A ella le sorprendió tu inesperada pregunta.
—No lo sé, hija.
—Pero ¿no dices que fue bueno? —insististe.
—Bueno, sí, para algunos fue bueno, pero para otros no tanto.
—A papá no le gustaba nada. Dice que mató a su tío… —soltaste con tu abrupta sinceridad.
—Pero ¿qué dices, Lúa? ¡Ni se te ocurra decir eso a nadie! ¿Me has oído? ¡A nadie!
—¿Por qué…? Si lo dijo papá —respondiste y suspiraste desganada.
—¡Mírame, Lúa! ¡Mírame, por favor! —Te zarandeó suavemente—. ¡Ni a tus amigas! ¡Ni a las vecinas! ¡Ni a tus compañeras del cole! ¿Me has entendido?
—Vale, vale.
—¡Porque papá nunca ha dicho eso! ¡No le vayas a meter en un lío, que es lo que nos faltaba! ¿Lo entiendes?
—¡Que sí! ¡Que sí!… —Te callaste. Tu cabeza no entendía nada, por qué tanta insistencia, tanto escándalo. Entonces se te ocurrió preguntarle por otro de los lugares que ella te había enseñado. — Ya sé… ¿Irá al limbo?
—¿Quién? —preguntó de nuevo ella de manera concisa y seca.
—¡Pues quién va a ser, mami! El señor ese, Franco.
—¡Ay, Lúa! Eso solo lo sabe Dios —zanjó ella, poniendo el vaso de Cola-Cao que estaba calentando encima de la mesa—. ¡Basta de preguntas y a merendar!
—¿Y por qué Madrinita está malita? ¿Nos va a dejar? ¿Se va a ir al cielo?
—No, hija, no te preocupes, ya verás cómo la vamos a curar aquí. Se pondrá buena.
—¿Y entonces ya no se le aparecerá el diablo?
—¿Eh? ¡Cómo dices eso! ¡Qué ocurrencias tienes, hija! ¡Venga, merienda, que ya es hora! —te apremió—. ¡Y no me preguntes más!
Sabías que la molestabas con tantos interrogantes. Si para que te explicara por qué sufría tenías que llegar al límite de su infinita paciencia, lo hacías. Daban igual las consecuencias. Eras incapaz de callarte. Descarada, sin filtro. Todo lo que no entendías o querías saber lo vomitabas sin importar a quién tuvieras delante, con esa ingenuidad tan desesperante.
Cada vez entiendes mejor que a ella, tan dulce, tan discreta, tan silenciosa, tan reservada, esa niña que Dios le había dado, tan suya, tan hostil, tan insistente, le recordaba demasiado a alguien que no quería rememorar y quizás por eso no tenía más remedio que aceptar tu descaro, tu frescura y tu forma apasionada de vivir, ya desde la infancia, como un mal menor que soportar. Bien sabía que no podía contener tus genes. Clamaba al cielo resignación divina para aguantar tus imprudencias, pero tú no parabas. Daba igual lo que ella dijera; si te veías cargada de razón o no entendías algo, tú seguías insistiendo.
Madrid, noviembre de 1975
Madrinita llegó a vuestra casa de Moratalaz, un barrio nuevo de Madrid, tras un terrible e infinito viaje de catorce horas de traqueteo en tren desde Pontevedra. Venía mareada, enferma y desesperada por un trayecto plagado de curvas y sobresaltos en unos vagones que, más que deslizarse, parecían tropezar. Tus padres, conociendo su aversión a los viajes y a las esperas, acudieron a recibirla a la estación una hora antes de su llegada para que no tuviera que perder ni un minuto de su escasa paciencia ni acarrear más peso que su coqueto bolso de mano a juego con los zapatos.
Nada más llegar al pequeño piso de cincuenta metros cuadrados, tu madre la desvistió y la acostó en la que fuera la habitación tuya y de Xita. Se había pasado toda la mañana adecentando y limpiando el cuarto para que lo encontrara resplandeciente, impoluto, sin una mota de polvo y con las sábanas de algodón blancas, recién lavadas y planchadas, como a ella le gustaban. A partir de ese momento, os tocaría dormir en el comedor, pero no os importaba con tal de tenerla cerca. Antes de desearos buenas noches, tu madre os pidió que no hicierais demasiado ruido a fin de que ella pudiera descansar plácidamente.
Al día siguiente, sin embargo, al no reconocer ni la cama ni el cuarto, Madrinita se despertó desorientada. Fue entonces cuando empezó a gritar desesperada, como si alguien la estuviera reteniendo contra su voluntad. Tu madre no tardó ni un segundo en acudir. La encontró pálida, despavorida, temblando y con los ojos fuera de las órbitas. Nerviosa y agitada, ella le empezó a contar, con un hilo de voz, una historia terrorífica sobre un ser amorfo que se le acababa de aparecer para anunciarle su muerte inminente. Era el diablo —decía— quien pretendía arrastrarla al infierno por algo que había hecho en el pasado… Algo que ella no contaba pero que ambas sabían.
A Xita, Conchita, tu hermana pequeña, y a ti, aquellos alaridos que parecían salir de la ultratumba os sacaron precipitadamente de la cama plegable que habían colocado en el salón-comedor. Alarmadas, os acercasteis sin hacer ruido para comprobar qué estaba ocurriendo y escuchar, muertas de miedo y agazapadas detrás de la puerta, aquel espeluznante relato.
—¡Ay, neniña! ¡Te digo que era él! ¡O demo! Satanás, Lucifer, ha estado aquí. Viene a por mí. Me va a llevar al infierno. Lo sé. Me lo ha dicho. Necesito confesarme. Quiero purgar mis pecados… Por favor, hija, en cuanto puedas, tráeme un sacerdote. ¡Por Dios, consíguelo antes de que me vaya!
A tu madre le entraron ganas de llorar. Observarla tan débil y frágil, con aquel pelo corto de color avellana, ahora enmarañado y revuelto, cuando siempre lo llevaba escrupulosamente peinado en ondas, la asustó. No parecía ella. Estaba famélica, muy delgada, con la mirada perdida, vidriosa y asustadiza. Sin duda, se acercaba el momento de su partida y no pudo más que acurrucarla en sus brazos.
—Venga, venga, Madrinita, tranquiliña. Cálmate. No ha sido nada, solo una pesadilla. Luego le pido al padre que nos visite y se quede un ratito a tu lado, pero ahora duérmete y descansa. El viaje ha sido demasiado largo y te ha alterado. Hazme caso, reposa un poco. —Tu madre le acariciaba y besaba la coronilla como si fuera una niña pequeña.
—¡Qué va a ser una pesadilla! ¡Si le he visto con mis propios ojos! ¡Estaba ahí, justo ahí! —Le apartó el brazo señalando una mancha de humedad en la pared—. Anda, ve, tengo que explicarle todo antes de morir. ¡Yo nunca pretendí herirla —tú lo sabes—, ni a ella ni a ti! Nunca estuve de acuerdo con la decisión de nuestra familia, pero ¿qué iba a hacer? No me quedó más remedio que obedecer. ¿Cómo me iba a oponer? ¡Acuérdate cómo se enfadaba mi padre, tu abuelo, cuando alguien le llevaba la contraria, con esos ojos que se volvían transparentes de ira! ¡Parecía que te iba a matar! ¡Tuve que aceptar su decisión, pese a que la mandaba a la mismísima boca del infierno, a la miseria más absoluta! ¡Cuántas atrocidades tuvo que padecer por nuestra culpa, cuántas desgracias podíamos haber evitado! ¡Qué vida más miserable! Y tú… ¡cuánto sufrimiento! ¡Por favor, hija, no lo demores, pídele al cura que venga!
—No te preocupes, en seguida le mando aviso para que te quedes tranquila, pero ahora sosiégate, anda, no me vayas a asustar a las niñas, que son muy pequeñitas. Piensa que ha sido una pesadilla, solo eso, un mal sueño, y no le hagas caso. No sufras más. El pasado, pasado está —le susurró tu madre con un inmenso cariño y comprendiendo mejor que nadie la causa de su alteración.
—¿Cómo quieres que no haga caso? ¡Estoy aterrada! Me voy a morir, me lo ha susurrado al oído… ¡Me va a castigar! No estuvo bien, no estuvo bien, no actuamos correctamente… Perdóname, hija, perdóname… —repetía a cada minuto sin que Xita ni tú, que os manteníais sin moveros detrás de la puerta, supierais a qué se refería.
—¡Madrinita, el diablo nunca avisa, así que, serénate! ¡Además, tú nunca me hiciste daño, siempre me protegiste! No sé qué hubiera sido de mí sin ti… Anda abrázame… —Con el rabillo del ojo, tu hermana y tú visteis cómo tu madre la volvía a estrujar entre sus brazos.
—¡No sabes lo que es, hija querida! Ni te lo imaginas —sollozó con desconsuelo—. No tiene cara de hombre ni de bestia. Tiene un rostro grande, del color de los cadáveres, gris, sin pelo, sin nariz, con una hendidura siniestra como boca. Alto, muy alto y delgado. Me agarró con mucha fuerza. Tenía un aspecto repugnante y gelatinoso. Iba sin ropa. Se situó sobre mí. Lo he sentido. Y me ha dicho que me estaba esperando en el infierno. ¡En el infierno! He notado su aliento fétido, su presencia, su carcajada diabólica. Es algo horrible.
Entonces Xita, con apenas cuatro años, casi dos menos que tú, te miró tiritando, angustiada por lo que acababa de escuchar. Al principio, se había aproximado al verte de cuclillas en la puerta y, en vez de marcharse, había preferido quedarse agachada a tu lado, como si te quisiera proteger. Ninguna de las dos estaba preparada para oír aquello, pero soportasteis la tensión conteniendo como pudisteis la respiración para que no os descubrieran.
Por la escueta abertura, comprobasteis cómo tu madre, de espaldas a vosotras, tomaba el rosario de su falda y empezaba a rezar para tranquilizarla. Cuenta a cuenta, orando primero el padrenuestro, luego las avemarías, los glorias, las letanías… como le habían enseñado las monjas en su infancia, bajando el tono hasta convertirlo en un susurro imperceptible mientras Madrinita se iba sosegando y durmiendo. Después, terminó tarareándole una nana para que descansara de modo apacible, de la misma manera que os mecía a vosotras cuando no podíais dormir.
Quizás tu madre no se acordaba y por eso te soltó aquello de «¡Qué ocurrencias tienes, hija!», pero «¡Ocurrencias, las de Madrinita!», pensaste tú; sin embargo, preferiste no recordárselo para que no se enojara más. Como tantas otras veces a lo largo de tu vida, sabías en qué momento resultaba mejor atribuir a tu mal oído conversaciones que ella no quería desvelarte o recuerdos que prefería mantener encerrados. Tu retina, en cualquier caso, grabó aquel episodio para el resto de tu vida. Durante tu infancia, tu adolescencia y tu juventud, nunca dejarías de preguntarte por qué el diablo se le había aparecido a Madrinita, de qué se arrepentía, qué había hecho. Te quedaba todo por saber.
Marín, diciembre de 1975
A pesar de sus alucinaciones y apariciones diabólicas, para ti Madrinita representaba esa especie de hada madrina al más puro estilo Mary Poppins que todas las familias deberían albergar en sus hogares para despertar la imaginación y fantasía de los más pequeños. Extraña, siempre perfumada y vestida con sus impolutos trajes de chaqueta y falda, Madrinita procedía de un mundo distinto al vuestro y, si bien no volaba como la de la película, tampoco tenía los pies en la tierra.
Venía del norte, de Galicia. Con una estatura inabarcable y una figura rotunda. Le sacaba dos palmos a tu madre y tenía un rostro extremadamente cuadrado frente a vuestras caritas ovaladas. Por su forma de hablar y comportarse, no se parecía a ninguna de las abuelas que conocías. A sus setenta años vivía entregada a sus tres únicas pasiones: los zapatos, los negocios y Dios. En una época en la que pocas mujeres trabajaban fuera del hogar y mucho menos en puestos de responsabilidad, ella era la Jefa, así, en mayúsculas. Gobernaba todo, la casa, la familia y el dinero. Regentaba la fábrica de hielo de Marín que, a decir verdad, no sabías muy bien para qué servía ni a qué tipo de demanda respondía, pero que te resultaba tan enigmática como la Antártida de Jules Verne.
A pesar de tus deseos por conocer su interior, nunca te dejaron adentrarte en el gélido recinto a fin de que no afectara a tus delicados pulmones. Los veranos, en los que visitabais a Madrinita, vuestro padre os retenía dentro del Seat 850 color aceituna mientras tu madre se acercaba veloz a verla y, de paso, a recoger las llaves de la casa. Por la ventana del coche, observabais exhaustos y pringosos cómo entraba en ese mundo que imaginabas cubierto de nieve, hielo y escarcha, con trabajadores enfundados en batas blancas y patinando por la planta mientras Madrinita los dirigía. Por la rapidez de movimientos al cerrar el portalón, comprendías que tenía que permanecer herméticamente clausurado para evitar que se derritiera ante el bochornoso agosto. A ti todo eso te fascinaba.
Allí ibais cada dos veranos. Llegar a Marín significaba mucho más que ir a la playa de Portocelo. Representaba la posibilidad de palpar y asir la completa y ansiada libertad. Saborear y mezclar las gotas saladas del océano con el aroma a menta del eucalipto recién plantado. Disfrutar de un éxtasis sensorial. Nada más pisar la arena y despojarte de la vestimenta, respirabas hondo, alzabas los brazos y salías corriendo hacia la orilla con aquel trikini de flores rosa mientras ibas moviendo de un lado a otro la cola de caballo. A lo lejos, tu padre sonreía al verte tan contenta, observando cada uno de tus gestos y cómicos espasmos por lo fría que estaba el agua. Luego, sin ningún tipo de temor, te sumergías como si fueras una sirena y ese fuera tu hábitat natural. Ninguna experiencia a lo largo de tu dilatada vida ha conseguido nunca ofrecerte esa misma sensación de plena felicidad.
Tu alegría empezaba nada más doblar la curva de la carretera que llevaba a la playa y divisar el enorme cartel publicitario de La Pitusa, aquella bebida refrescante que anunciaba una niña dibujada con dos trenzas rígidas a cada lado y pintada de color rojo, que portaba en un brazo una botella de agua carbonatada mientras izaba el otro como si os dijera: «¡Venga, chicos, aquí la tenéis después de un año de espera y sacrificio!». Pizpireta como vuestra pequeña hermana, decidisteis rebautizar a Xita como vuestra Pitusita.
Ni las inmundas y angostas carreteras para llegar a Galicia, ni las interminables horas de viaje —ni siquiera la fétida fábrica de celulosa— te quitaron nunca la ilusión de llegar a la terriña y rebuscar con tu madre entre las rocas y la arena de la playa las conchas más blancas y los pequeños caracolillos que luego convertíais en pulseras y collares marinos.
Aguantabas estoicamente la entrada en Marín, a pesar de que cada año desfallecieras a causa del hedor putrefacto de los gases emitidos por la factoría de pulpa de papel. Era peor, incluso, que el asqueroso olor a bomba fétida que los niños tiraban a modo de broma y escarnio navideño por los Santos Inocentes. Si el viento soplaba en dirección sur, entonces Marín olía a huevo podrido. Si apuntaba al norte, le tocaba a Pontevedra. No había escapatoria. Ese tufo irrespirable era el precio que teníais que pagar por ver a vuestra Madrinita y disfrutar de su playa, así que no te quedaba más remedio que aguantarte.
Aquellas emisiones contaminantes, junto con las humedades de la fábrica de hielo, acabaron por perjudicar la salud de Madrinita. Le provocaron un cáncer voraz que terminó instalándose en su hígado y que hizo que llegara a la pequeña vivienda de la calle Arroyo Belincoso, que tu padre había comprado antes de casarse, para que la cuidarais. Cuando la visteis, su tez blanca y sin arrugas había adquirido un tono cetrino y amarillento irreconocible. Su cuerpo grande y rotundo, con andares de marcha militar, se había convertido en un manojo de huesos incapaz de sostenerse por sí solo. Tu madre tuvo que meterla con cuidado en la cama y curarle las llagas que le producía permanecer siempre en la misma postura, porque ya no tenía fuerzas ni para darse la vuelta. Jamás volvió a ponerse de pie.
Tu madre se daba cuenta de que, después de compartir toda una vida juntas, se acercaba la hora de la despedida. Acordándose de aquel episodio del diablo que la había turbado, clamó perdón en voz alta, ignorando que tú la estabas escuchando:
—¡Ay!, Dios mío, ¡acógela en tu seno! ¡Ella no tuvo la culpa! ¡Jesucristo, perdónala! ¡Madrecita, ten piedad de ella! ¡Caiga sobre mí todo el castigo de llevar esta pena en soledad, soterrando los recuerdos para que nadie conozca lo que hicieron e impartir justicia! ¡Ocultando a quienes más quiero, mis niños, mi marido, la verdad de todo, pero a ella, por Dios bendito, llévala contigo!
Cuando abrió los ojos bañados en lágrimas, te vio en frente. Te quedaste callada, sin saber qué decir, sin preguntarle. Entonces, te abalanzaste a abrazarla para que no se sintiera sola y tan triste. Ella se secó las lágrimas del rostro con el pico de la bata y te dio a entender con un gesto que Madrinita había empeorado, pero intentó reconfortarte asegurándote que le había dicho lo feliz que se sentía por teneros a su alrededor.
—Mami, entonces… ¿Se va a morir? —le preguntaste de forma compungida.
—Cariño, está muy enfermita y tenemos que quererla mucho —respondió tu madre desolada—. Me ha dicho que el otro día conseguiste que se comiera toda la sopa.
—Sí, sí, me obedeció. Yo le decía: «¡Abre la boca!», para ver que no tuviera nada dentro y entonces, si estaba vacía, le daba otra cucharada. Y se lo tragaba todo todo.
A tu madre le hizo gracia que repitieras las tácticas que ella utilizaba con tu hermana pequeña cuando no quería comer. Sabía que a ti Madrinita no te iba a negar el bocado. Aunque no tuviera ganas ni apetito y cada una de aquellas pequeñas tomas le resultara una completa hazaña, lo engulliría paciente con tal de que volvieras a la cocina con el plato vacío. A pesar de que nunca había sentido una gran devoción por los niños, ahora que os tenía, se alegraba muchísimo de verse rodeada de vuestro cariño.
—Mami, ¿y por qué llamamos a Madrinita así? —reflexionaste sobre el apelativo que todos utilizabais para referiros a ella. Tu madre se quedó callada unos segundos.
—Porque es la madrina de tu hermano Germán —te contestó rápida y segura.
Como ahijado no te importaba que fuera el preferido porque solo a ti te dejaba probarte sus maravillosos zapatos rojos de tacón cuadrado, que dejaba estratégicamente fuera de la caja para que, a escondidas de tu madre, tú los calzaras.
—¿Y mía? —preguntaste.
—Es la madrinita de todos: de Germán, de tu hermana Sefa, de la pequeña Xita y tuya también. Como el hada madrina de La Cenicienta. Nos cuidó a todos cuando éramos pequeños y ahora que es viejita, la cuidamos nosotros a ella. Igual que vosotros me mimaréis cuando yo sea una ancianita y no pueda valerme por mí misma. Y a su vez, vuestros niñitos os atenderán a vosotros. Así tiene que ser siempre.
—¿A ti también te cuidó, mamá? —La miraste atenta.
—Claro, hija. Ella me cuidó y me quiso mucho. Cuando tenía tos, me daba medicinas, trabajaba mucho para poder comprarme vestidos preciosos y comidas exquisitas, y le pedía a la chica que me llevara al colegio.
—¿Y el abuelo?
—También, pero murió muy joven.
—¿De qué murió?
—De una enfermedad.
—Y ¿por qué no la llamas mami como nosotros a ti?
—Porque es mejor llamarla Madrinita. Es más bonito, ¿no te parece? ¡A ella le encanta que la llamemos así! —Y era verdad, ahora que lo pensabas, te resultaba mucho más entrañable y le pegaba más.
A los pocos meses, Madrinita desapareció. Se esfumó como las hadas madrinas, por la noche, dejando un rastro de polvo estelar que creíste ver de madrugada y que nunca identificaste con la luz blanquecina del alba. Antes de marcharse, no solo pidió un sacerdote, sino también un notario, un hombre alto y delgado que apareció en tu casa para nombrar a tu madre heredera única y universal ante la inexistencia de hermanos. Cuando te informó de que se había ido al cielo, no la lloraste. Es más, te alegraste de su inmensa fortuna por haber viajado al paraíso, ese lugar maravilloso en el que no existían ni el dolor ni el sufrimiento, solo risas y golosinas.
Así eran las ideas que tu madre os metía en la cabeza: «En el cielo hay todo tipo de dulces y juguetes, la gente allí vive muy feliz, Jesús y la Virgen María se encargan de cuidarnos como si fueran nuestros propios padres», repetía como una letanía. Tú te lo creías sin ningún tipo de dudas, e incluso lo soltabas a la primera de cambio.
Todavía recuerdas esa tarde que estabais en Villalpando, en Zamora, a donde habían destinado a tu padre por el trabajo, y le dijiste a la madre de Teodora, la dueña del hostal donde os alojabais, que la querías tanto que ibas a rezar todos los días para que se muriera pronto. Aquella señora, que para ti tendría unos quinientos años, reaccionó asustada mientras tu padre dirigía a tu madre una mirada reprobatoria. Desde ese momento, ella se esforzaría por rebajar algo más las expectativas del cielo, no fuera a ser.
Por todo eso te asombraste al ver que se mostrara tan abatida, destrozada, sin poder contener las lágrimas ante tanto dolor; sola, sin nadie de su familia que la acompañara en ese trance, sin parientes a su lado que la consolaran. Al final comprendiste que a Madrinita ya no la volverías a ver nunca más. Se quedó dentro de tu corazón. A ti —di la verdad— te hubiera gustado que fuera algo más cariñosa y que os achuchara fuerte con besos sonoros de abuela, pero también comprendías que la tuya, tu Madrinita, tenía otra forma de querer y no le reprochaste nada.
Madrid, mayo de 1976
Desde las apariciones a Madrinita, el demonio jamás se apartaría de ti. Lo asumiste como algo próximo y cercano, que no te inspiraba tanto miedo o terror como cierta intriga y curiosidad. De tanto como te lo nombraban, incluso se convirtió en algo familiar y rutinario. «Mira, Lúa, como sigas por ese camino, ya sabes quién va a aparecer con el tridente…», te amenazaba tu madre cada vez que te pillaba haciendo una nueva trastada. Entonces no ligaste su manifestación con aquellos sobres ribeteados que llegaban a casa por Navidad —ni tampoco con los remordimientos de Madrinita—, pero con el paso de los años descubriste que todo estaba entrelazado.
A tu madre aquella figura del inframundo le servía para explicar la maldad que ella misma había padecido. «Hay gente buena que va al cielo y gente mala que va al infierno. Entre medias, y para los que no se arrepienten de sus pecados antes de morir, está el limbo. Allí, si uno rectifica a tiempo, consigue quedarse en el cielo; si no lo hace, le espera el infierno».
Así lograba que entendieras que no podías ir por la vida infligiendo dolor a la gente ni portándote de manera insidiosa, porque todo eso repercutía en el más allá. Tú estabas segura de que irías al cielo, no porque confiaras en tu bondad infinita, sino porque te resultaba más difícil angustiar a los demás o entristecerlos que dejarlos en paz. Por eso, ni la venganza ni los terribles castigos que imponía la Biblia iban contigo. Cada noche le pedías que te volviera a leer el versículo de Sodoma y Gomorra del Antiguo Testamento, para ver si llegabas a comprender la cruel y terrible pena infligida a la mujer de Lot por seres, supuestamente, tan bondadosos como los ángeles. Ella comenzaba la lectura:
Génesis 19. Y al rayar el alba, los ángeles daban prisa a Lot, diciendo: «Levántate, toma tu mujer y tus dos hijas, que se hallan aquí, para que no perezcas en el castigo de la ciudad…
Entonces Jehová hizo llover sobre Sodoma y sobre Gomorra azufre y fuego de parte de Jehová desde los cielos…
Y destruyó las ciudades y toda aquella llanura, con todos los moradores de aquellas ciudades, y el fruto de la tierra…
Entonces la mujer de Lot miró atrás, a espaldas de él, y se volvió estatua de sal…
«¿Estatua de sal? ¿Solo por mirar?». A pesar de tu corta edad y de no entender todavía muchos aspectos de la vida, a ti te resultaba, a todas luces, una condena desproporcionada, injusta y fuera de lugar, y por eso no dabas crédito e insistías en que te lo narrara una y otra vez.
—A ver, mami, explícamelo. A uno no lo pueden convertir en sal solo por mirar una ciudad —le recriminaste. A ella le sorprendía que te pareciera normal la llegada de los ángeles y la transformación de una persona en sal, y en cambio, no pudieras aceptar la penitencia, así que te lo intentó explicar de nuevo.
—Lúa, la mujer de Lot se convirtió en sal por desobedecer a los ángeles.
—¿Por desobedecer? —Abriste los ojos sorprendida.
—Sí, sí. Los ángeles le habían pedido que no mirase atrás, a la ciudad de Sodoma que estaban abandonando, porque se encontraba llena de pecado… y ella miró. —De esa manera pretendía que entendieras la esencia de la metáfora más allá del acto en sí y que comprendieras que los ángeles le habían infligido esa pena, no tanto por mirar como por contrariarlos—. Ahora no lo comprendes porque todavía eres pequeña, pero cuando seas mayor verás que los ángeles solo querían su bien, deseaban que dejara su pasado, no solo apartando su cuerpo del pecado, sino también distanciando su alma de este: intentando no echar de menos lo de atrás y mirando siempre al frente para salvarse.
Aquella explicación no la entendiste —reconócelo—, por eso necesitabas que te lo contara una vez tras otra para comprobar si cambiaba la versión o lograbas descubrir algo nuevo que justificara aquella terrible sentencia. Tal fue tu empeño por encontrar la verdad de aquel lío que al final decidiste aprender a leer por ti misma.
Todavía tienes en mente la maravillosa sensación del día en que formaste por primera vez una palabra y descubriste que tenía sentido. Comenzaste sola, sin que nadie te ayudara, mientras estaban todos distraídos, en aquella manoseada Biblia de tu madre, de tapa dura y color verde botella. De repente, fuiste uniendo las letras doradas de la portada hasta pronunciar una palabra. «B-i-b-l-i-a», dijiste en alto y sonreíste al entenderla.
Así empezaste a escudriñar aquellas parábolas y a interesarte por esas magníficas historias, que te resultaban mucho más entretenidas y fabulosas que los cuentos de Disney. Ese mismo año, pediste a Baltasar, el rey mago encargado de cumplir tus deseos, libros de la historia de Jesucristo, con viñetas y dibujos, que se convirtieron en tus primeras lecturas y contribuyeron a disparar tu fantasiosa mente.
«¿Todo eso influyó en mí?», te preguntas ahora. Indudablemente.
Si aquello que aprendías en la Biblia había sucedido de verdad en otro tiempo y otro lugar, como tu madre te juraba con rotundidad, ¡cómo no creer entonces en las apariciones del demonio, la Santa Compaña, las fechorías de la Mano Negra, el buen augurio del Manto de la Virgen, la resurrección de los muertos, los conxuros, las leyendas esotéricas e historias de ánimas vagando por los cementerios, los fantasmas, meigas, duendes, hadas, musas, elfos… y hasta extraterrestres! ¡Todo era posible en tu mundo, excepto lo certero y probable! «¡Cómo para no ser naíf!», piensas ahora.
Así, cuando uno de los mayores del cole te ofreció la oportunidad de ver la puerta del infierno, allí mismo, en el patio del recreo, no lo dudaste. ¿Lo recuerdas?
—¿Quieres ver la puerta del infierno? —te preguntó uno de aquellos niños que jugaban en la zona reservada para los chavales de los últimos cursos de la EGB.
Se trataba de uno de los compañeros de Germán, con quien solíais volver juntos a casa después de las clases. Él estaba convencido de que eras una mimada, porque a medio camino desde el puente de La Estrella hasta la mitad de Vinateros, Sefa, tu hermana mayor Josefa, siempre tenía que darle su cartera a tu hermano para cargar contigo a su espalda por el paralizante dolor de piernas que te habían dejado las fiebres reumáticas.
—Idiota, ¡el infierno no tiene puerta! —exclamaste sacándole la lengua. Intuías que quería burlarse de ti.
—¡Que lo digas tú! Está en el patio —te aseguró convencido.
—Pues no me lo creo… —le reprochaste.
—Pues es verdad y de la buena. ¿En serio que no quieres verla, Lúa? Piénsalo. ¡Venga, vente conmigo y te la enseño! —te animó a ir con él—. Vamos, ven…
—Es mentira. Te quieres reír de mí.
—Allá tú, luego no digas que no te avisé. Si vas corriendo por el patio y te caes en el vacío y entras en la puerta del infierno, yo no tendré la culpa… —te avisó mientras dudabas si hacerle caso o no.
—A ver, dime, ¿dónde está? —le retaste.
—Ahí, en el centro del patio. Acompáñame… pero con la boquita cerrada, ¿eh?
Tras esas palabras, le seguiste sin mostrar el más mínimo temor. Pensaste que, si el diablo ya había estado en tu casa, al visitar a Madrinita, tampoco era tan raro que pululara por allí. Es más, con natural sabiduría, empezabas a sopesar que se encontraba en todas las partes.
—¡Mira, ahí está! —dijo y señaló con el dedo un hierro clavado en el cemento del recreo. Apenas sobresalía, pero con el reflejo del sol deslumbraba.
—¡Pero serás tonto… es solo un trozo de hierro incrustado en el patio! ¡Cómo te gusta asustar a los pequeños! Como se lo diga a los profes te vas a enterar…
—Lo que tú digas, pero toca, toca, ya verás cómo quema. Tócalo y me dices. —Y acto seguido lo rozaste para comprobar que, casi en verano y a cuarenta grados, obviamente, ardía.
—Es normal que queme, lleva al sol todo el día —le replicaste mientras empezabas ya a albergar algunas dudas.
—Sí, pero ¿te has parado a pensar por qué existe un hierro dentro del colegio? Es la puerta del infierno, para que cuando los niños se porten mal, ¡zas!, se abra —añadió con argumentos cada vez más convincentes.
—No me lo creo —le dijiste.
Entonces te explicó, para dar más credibilidad a su mentira, que el hierro no siempre permanecía en el mismo sitio ni poseía igual longitud. Cada día se movía de un lugar a otro, alargándose o acortándose. Intentaba persuadirte de lo extraño que era que una barra de hierro encajada en el cemento se desplazara por sí sola y se ampliara o estrechara en función del momento.
—Verás, para que te lo creas, voy a mostrarte algo. Vamos a utilizar una tiza para señalar dónde empieza y dónde termina el barrote, y mañana cuando vengas comprobarás con tus propios ojos cómo la señal blanca de tiza se encontrará en un sitio y el pedazo de hierro en otro, prueba de que se ha movido solo. Algo que únicamente podría ser obra del diablo. —Luego pintó una equis a cada lado del hierro para acotar su tamaño y ubicación, y se marchó, dejándote sola mientras cavilabas.
En aquel momento pensaste que estaba medio loco y guardaste la promesa de no contárselo a tu madre, pero al día siguiente, sin que nadie te observara para evitar la chanza, recorriste el patio de los mayores antes de ponerte en la fila de tu clase. Te acercaste al lugar en el que habíais estado el día anterior y de reojo constataste cómo aquella equis de tiza blanca no estaba situada donde el trozo de hierro, sino bastante más alejada, y el largo de la hipotética puerta del infierno había menguado hasta quedarse en la mitad. Callada, sin decir nada, pensando más en el talante de aquel niño y las ganas que tenía de infundir miedo y terror, te marchaste. «Otra prueba de que Lucifer andaba suelto por ahí…».
Luego vino aquel episodio de la Mano Negra. Te acuerdas bien de aquello, ¿verdad? Estuviste sin poder ir al retrete un buen tiempo por culpa de aquellas habladurías de las señoras de la limpieza, que contaban cómo en los baños de los más pequeños habían sucedido robos de niños, estrangulamientos y asesinatos. Os aseguraban que esa mano se encontraba dentro de la taza del váter y que, si acudíais con demasiada frecuencia, salía del agujero, os cogía del culete y os llevaba consigo a través de las tuberías, así, con vida propia. «¡Menudas ideas raras!», piensas ahora.
A buen seguro se inspiraron en los cuentos de posguerra que sus padres les contaban en su infancia para asustarlas y, de esta forma, infundiros miedo a vosotros para evitar tener que limpiar a cada rato vuestras diminutas pisadas de barro en los días de lluvia. Con el tiempo, sin embargo, llegaste a estudiar que el grupo anarquista La Mano Negra existió de verdad en Andalucía para combatir la pobreza e incluso se desplazó a Italia, y de allí a Nueva York. Se decía que había surgido para vengar los crímenes cometidos por terratenientes contra los pobres de la clase obrera, y que su germen se remontaba a 1881, cuando una sequía devastó los campos y cosechas, dejando al pueblo hambriento, desnutrido y con sed de venganza.
Reflexionas sobre las idas y vueltas de las leyendas negras, y adviertes, años después, que en aquellos inicios de los setenta, con total ausencia de noticias contrastadas y la proliferación de verdades sesgadas, los mitos del pasado volvían a aparecer para justificar tropelías. El miedo, la amenaza, el silencio y los secretos se convertían en la manera de vivir. Lo desconocido, lo imposible y lo esotérico destacaban frente a lo probable y lo cotidiano, adormeciendo las alarmas del peligro y anestesiando tu prudencia.
Como esa tarde que a tu portal llegó aquel hombre bien vestido y cariñoso, que dijo conocer a tus padres y te invitó a jugar con él. Te convenció para que lo llamaras señor Juan y le dejaste que te diera vueltas como un carrusel, sin adivinar jamás sus malas intenciones. Menos mal que Xita, más cauta que tú pese a su corta edad, desconfió del señor Juan desde el primer momento y, aprovechando un descuido en una de esas vueltas, subió de dos en dos las escaleras para avisar a tus padres sobre la presencia de aquel tipo. A ti ni siquiera te extrañó que te preguntara dónde se había metido tu hermana, a lo que le respondiste que habría subido a beber agua, momento en el que te soltó con brusquedad y salió disparado al escuchar, ya del otro lado del portal, las escandalosas voces de tu padre destinadas a frenar su maldad. Cuando abrió, aquel hombre alto había desaparecido sin dejar rastro.
Entonces notaste el terror en los ojos de tu madre. La viste temblar, descompuesta, mientras observaba que tú seguías ahí, sola, tan feliz, sin entender por qué se habían asustado tanto y por qué estaba tan crispada si solo estabais jugando. Aquella vez, tu hermana te salvó de un auténtico diablo, de una verdadera Mano Negra, de un hombre con antecedentes penales por abusos a menores, como luego se descubrió. No sería la última vez que te protegiera o te resucitara, ni sería tampoco la única en que ambas os salvarais. Tras aquella escena, te concienciaste no solo de que el demonio te seguía rondando, sino de que también existían verdaderos ángeles que te protegían de los riesgos mucho antes de que tú los vislumbraras.
Solo hoy, cansada de leer las peores y más perversas atrocidades cometidas por adultos en inocentes, comprendes hasta qué punto ese canalla te pudo destrozar la vida y abrir, de par en par, las verdaderas puertas del infierno.
En rostros, frases hirientes, acciones retorcidas, lo has vuelto a palpar. Durante tu vida, has logrado eludirlo en más de una ocasión, alejándote del atroz sufrimiento que hubiera provocado a tu alrededor. Has conseguido plantarle cara e incluso escapar de su resbaladiza piel. A medida que tu vida avanza, lo sigues oyendo por la noche, con su voz ronca y profunda, y esas carcajadas tan sonoras. Voces procedentes del interior del ser humano que no son otra cosa que los sonidos del dolor y del sufrimiento, de los demonios que todos llevamos dentro. Es algo que te resulta extraño, que no comprendes, pero lo aceptas, igual que tu extremada sensibilidad, sin más.
Madrid, junio de 1977
La fecha en la que España abrió por primera vez las urnas para elegir a los miembros de las Cortes, abandonando los casi cuarenta años largos de dictadura de Franco, vosotros seguíais sin tener teléfono en el piso y las comunicaciones familiares continuaban siendo epistolares. Por eso, cuando el cartero pulsó el timbre y tu madre abrió la puerta para atenderle, no te percataste de que ese sería otro momento clave en tu vida, que tu memoria retendría de modo inconsciente para sacarlo mucho después en un país extranjero y ante la presencia de alguien inesperado.
Aunque en ese instante no lo pudieras ni presentir, grabaste, sin querer, cómo ella estampó su firma antes de recoger la carta que, en esta ocasión, no tenía ribetes de colores. A pesar de ello, la escondió igual que la otra, en el bolsillo de su falda. Le preguntaste quién le había escrito, pero de nuevo rehusó contestarte; siguió fregando los cacharros con los guantes puestos, como si no pasara nada, absorta en sus pensamientos, sin que pareciera que aquel mensaje la hubiera perturbado lo más mínimo, así que te marchaste a jugar al cuartito con tus hermanos.
Allí campabais todos a vuestras anchas, en aquella minúscula habitación amueblada con un sofá de escay verde botella de dos plazas y dos butacas pequeñas del mismo material a los lados. Era el cuarto de Germán, cuya cama, escondida en un mueble empotrado en la pared, se desplegaba cada noche. Entre puzles, Nancys, Cacholis, juegos de café, frutas de plástico, cacerolitas de aluminio, el Monopoly y el tocadiscos con el que emulabais el Festival de Eurovisión, transcurrían la mayor parte de vuestras tardes y fines de semana.
Aquel día, tu hermano os había propuesto jugar juntos a las «iniciales», un pasatiempo consistente en que él deletreaba el abecedario para sí hasta que una de vosotras le paraba y desvelaba la letra con la que empezabais a rellenar las casillas que habíais confeccionado: nombres masculinos, femeninos, países, ciudades o pueblos, animales, ropa, alimentos. Si la respuesta no coincidía con la de otro, ganabas diez puntos; si se repetía, cinco. Luego se sumaba todo y salía el vencedor, que casi nunca erais tú o Xita.
Xita le paró nada más empezar. «La B», dijo en alto Germán, pero en cuanto os disponíais a escribir los huecos del folio con Bruno, Blanca, Barcelona, Ballena, Blusa, Brócoli, la escuchaste. Del fondo de la casa, en la cocina, salió un lamento que te recorrió el alma. Al principio no dijiste nada al resto de tus hermanos, pero percibiste a la perfección un gemido profundo. Para nada algo silencioso o disimulado, como era habitual en ella, sino estruendoso. Un llanto que, esta vez, no pudo contener.
Te levantaste deprisa sin mediar palabra con nadie para ver qué le había ocurrido. Presentiste lo peor. Entraste en la cocina casi derrapando y te detuviste al encontrarla apoyada en el fregadero medio derrumbada, destrozada, con el rostro empapado en lágrimas que intentaba apartar con los guantes salpicados de jabón Lagarto. Su berrinche resultaba tan triste y desolador que realmente te asustaste. No paraba de llorar, de exclamar: «¡Por qué, por qué, por qué me haces esto ahora!», y el primero en que pensaste fue en tu padre. Estaba de viaje por trabajo y quizás algo le había pasado.
—Mami, ¿qué ocurre? Por favor, mami, contéstame. ¿Es papá? ¿Le ha ocurrido algo a papi…?
Ella no te pudo responder. Apenas se podía sostener en pie del disgusto. Tenía espasmos por todo el cuerpo. Cerraba sus preciosos ojos almendrados en una mueca de dolor mientras negaba con la cabeza. Al fin, habló.
—Nada, hija, no te preocupes. Papá está bien.
Entonces viste aquella cuartilla arrugada y mojada en su puño y presumiste que su aflicción venía de ahí, de ese papel, de esas letras que, a diferencia de las manuscritas de vuestra familia, te fijaste que estaban mecanografiadas. Alguien las había tecleado. No sabías qué decían, pero, sin duda, intuiste que solo podían comunicar algo aberrante.
—Entonces, ¿por qué lloras? ¿Por qué estás tan triste? ¿Quién te ha escrito? —intentaste indagar de nuevo sabiendo que ese tenía que ser el motivo de tanto desgarro—. ¿Qué te dice, mami?
—No te preocupes, filliña