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Dos amores traicionados separados por un siglo y un océano de distancia. Dos mujeres valientes que luchan por sobreponerse a su destino. Y un secreto tan increíble que merecía la pena ser desvelado. Lúa Cid se casa con un atractivo periodista uruguayo, pero cuando la armonía de la pareja se agota, cada noche la tortura una horrible pesadilla en la que se ve ayudando a un hombre a arrastrar y emparedar el cadáver de una mujer rubia… Buscando explicación a ese mal sueño, comienza una investigación que la llevará a los años veinte del siglo pasado y cuya protagonista es la jovencísima Elvira Fandiño, una de las primeras trabajadoras de la conservera La Perfección de Bueu, en Pontevedra, que aspira a mejorar su humilde vida con un viaje a las Américas. Un siglo después, Lúa comprenderá la conexión entre el pasado familiar de su marido, el suyo propio y las aterradoras imágenes que la sobresaltaban cada noche. Una conmovedora historia entre Galicia y América llena de recuerdos en primera persona, amores no correspondidos y venganza a través de las generaciones, pero también de amistad y resiliencia contra todo pronóstico. Sobre El Pazo de Lourizán han dicho: «Un viaje nostálgico a nuestro pasado, entre lo real y lo mágico». Arantza Portabales «Una novela que descubre el poder sanador del perdón». Faro de Vigo «Un relato de pasiones y secretosambientado en Galicia». El Español «Una gran historia de amor a comienzos del siglo XX». Cinco Días
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Seitenzahl: 484
Veröffentlichungsjahr: 2025
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
El secreto de La Perfección
© Lola Fernández Pazos, 2025
Autora representada por Silvia Bastos, S. L. Agencia Literaria
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®
Imágenes de cubierta: Dreamstime.com
ISBN: 9788410642393
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Dedicatoria
Prólogo
Primera parte
1. AMF Libertad
2. El árbol caído
3. Malentendidos
4. La celulosa de Bentos
5. El tsunami de las subprime
6. El pasaporte
7. La traición
8. El secuestro
9. Matrimonio de conveniencia
10. El interrogatorio
11. Tupamaros al poder
12. El tono del móvil
13. La huida
14. La Rambla de Montevideo
Segunda parte
15. El baile del Pirigallo
16. La invasión de las barretinas
17. El estilo de Nantes
18. El autoclave
19. El astillero de Purro
20. Imperfecciones
21. La inauguración
22. El primer jornal
23. El misterio de la pierna tullida
24. La Casa Escuela de Martina Baras
25. El naufragio
26. Fray Bentos
27. La intoxicación
28. Reyes Magos
29. La visita real
30. Pasaje a Montevideo
31. La partida
32. El transatlántico A. Delfino
33. Amor en cubierta
34. Visita a la primera clase
35. El Río de la Plata
36. La promesa rota
37. Una edad ficticia
38. Primeras misivas
39. Un asunto turbio
40. La huida a la capital
41. La Gran Depresión
42. La Segunda República
43. El gran casino de la sardina
44. La ballenera
45. La señorita Amara
46. La captura
47. El horror de una vida
Tercera parte
48. Voces de ultratumba
49. Diario Marín
50. Punta Balea
51. El cuaderno de hule
52. El fin de un imperio
53. El Guardián de las Ballenas
54. Bath
55. El pasado de Inda
56. La pandemia
57. El legado de Lida
58. Páginas arrancadas
59. El bidón de cal
60. El buque Artigas
61. La foto sepia
62. Susurros en la noche
63. El cumplido
Agradecimientos
Personajes
A mis sobrinos,
Natalia, Ángel, Sara y Laura, por darme vuestras sonrisas en tantos momentos tristes.
«Filliña, camina, mira hacia delante, no te hundas nunca, intenta ser fuerte. Si hay imbéciles que no se dan cuenta de la persona que tienen al lado, peor para ellos. ¡No sucumbas a las mentiras, ni a los agravios, ni al mal que otros quieran hacerte, ni al ocultamiento que te impongan! ¡No hagas como yo! ¡No aceptes el silencio! Ten voz pese a que moleste. Sé capaz de reconstruirte, igual que me rehíce yo, de la misma manera que se reinventó tu padre. Intenta continuar, alejarte de las personas sin alma, de esos diablos de los que te prevenía de pequeña. Sé valiente, Lúa, no permitas que el lado oscuro de la vida gane».
El Pazo de Lourizán
Madrid, septiembre de 2015
Aquellas palabras de tu madre no se te iban de la cabeza: «¡Aléjate de los diablos! ¡No permitas que el lado oscuro de la vida gane!». Su voz, melosa y delicada, se alzaba una y otra vez, procurando que recobraras la confianza perdida y no cayeras de nuevo en los peligros de la maldad. Advertencias que resultaban tan insistentes y reales como la misteriosa pesadilla que te martilleaba la cabeza a diario, sin saber si se trataba de una invención o de un recuerdo. ¿Cómo diferenciarlo?
Al alba te revolvías entre las sábanas, sudando, alterada por el espeluznante sueño del que acababas de despertar angustiada. Rogabas a Dios que aquel horror que aparecía de manera rutinaria no obedeciera a una situación real, sino a imágenes creadas por un subconsciente herido. «Por favor, por favor, por lo que más quieras, que eso no haya sucedido nunca —murmurabas—, que jamás haya ocurrido».
Anhelabas que ese atroz estado de duermevela fuera una sombra provocada por el estrés de la jornada laboral unida a la desazón del desengaño. Nunca el recuerdo vivo de una realidad contemplada. Preferías atribuirlo a esa manera tuya tan exagerada e intensa de sentir cada instante. Que fuera mentira. Tan solo una quimera.
Porque tú no habías matado a nadie o, al menos, de manera consciente. Ni tampoco conocías a alguien que hubiera cometido un crimen. Descartabas por completo haber participado en un asesinato o en un encubrimiento. Te negabas a aceptar esa parte tuya oscura, que se proyectaba en tus sueños como un acontecimiento lejano, sucedido en otro tiempo y otro lugar, con personas y lugares desconocidos.
Sin embargo, noche tras noche y pese a tu reticencia, esas misteriosas escenas volvían a sobresaltarte. Aparecían como voces que surgían cuando más silenciosa se hallaba la casa, colándose como susurros en tus oídos. De nuevo, en tu propia cama oías esas acusaciones. Y cuando despertabas recordabas cada sonido, cada palabra, cada reproche. Desesperada, no podías entender por qué se repetían las mismas frases, qué tipo de alucinación era esa que sucedía una y otra vez, de manera mecánica. Podías recrear el más mínimo detalle, uno a uno, los minutos de aquel terrible y angustioso sueño. Nada podría convencerte de que se trataba solo de una invención. En tu fuero interno, estabas convencida de haberlo experimentado, sentido, y lo recreabas con una fidelidad asombrosa, como si alguien te lo estuviera dictando.
La escena estaba protagonizada por un hombre moreno y atractivo, de unos treinta años, uno de aquellos diablos de los que te prevenía tu madre, al que tú ayudabas a arrastrar el cuerpo inerte de una pobre mujer al interior de una casa que no te resultaba familiar. Ni los escasos muebles ni los adornos de las paredes te sonaban. Un escenario desconocido sin ninguna referencia a la que pudieras agarrarte. Tampoco conseguías ver con claridad el rostro de la víctima, muerta, de eso estabas segura, parcialmente tapado por una melena muy rubia y enmarañada. No sabías quiénes eran ni ella ni él, ni cómo habías llegado allí.
Nunca habías cargado a una persona fallecida y la flojera te impedía sostenerla por mucho tiempo. Aquel hombre, tirano, te exigía silencio. Con los ojos llorosos, muerta de miedo, le obedecías sin rechistar, no fuera a ser que se enojara y te matara a ti también: «¡Deja de llorar!», te increpaba, acalorado, sudando por el esfuerzo. «¡Ahora te has convertido en alguien tan culpable como yo!», amenazaba con sus punzantes pupilas negras, con las venas del cuello tensionadas como las cuerdas de una guitarra, escupiendo su veneno: «¡No lo olvides, ni se te ocurra contarlo! ¡Y si preguntan, nunca digas lo que has visto! ¡Calla! ¡Total, ahora nadie se va a dar cuenta y, cuando lo descubran, ya no estaremos aquí!».
«¿Quién eres? Por Dios, ¿quiénes sois?», gritabas en silencio. Resultaba obvio que el hombre había matado a la mujer y que le urgía ocultar el cadáver e implicarte en el horrendo crimen. Tú querías saber qué había ocurrido, pero no se lo preguntabas. Tenías miedo.
Por el rictus de espanto que presentaba la mujer parecía haber sido testigo de su propio final. Una muerte trágica y violenta. Un golpe contundente e inesperado, quizá realizado por su ejecutor ante su sorpresa. No tenía ni un rasguño, apenas un hilo de sangre; entre mechones se entreveían los ojos muy abiertos, asustados, con los globos oculares a punto de salírsele de las cuencas. Nadie le había cerrado los párpados.
Entre los dos disponíais el cuerpo de la mujer tendido en el suelo, pegado a la pared del fondo de un cuartucho, y allí mismo, delante de ti, aquel tipo echaba agua en un bidón, removía una espesa argamasa y comenzaba a levantar una doble pared de ladrillo para ocultar su delito. A media faena, regaba el cuerpo con puñados de cal viva, y seguía levantando el precario muro mientras tú temblabas, aterrada. Finalmente rompías a llorar. ¿Qué hacías ahí? ¡Por Dios! ¿Qué desgracia era aquella?
Ese llanto siempre te despertaba con lágrimas en los ojos. En tu cama, en tu casa. ¡Otra vez! ¡No podía ser! ¿Por qué se repetía aquello todas las noches? ¿Y quién era él? ¿Y quién su víctima? La boca seca y una tristeza aguda invadían tu alma.
Poco a poco, con el paso de los meses, se te fueron quitando las ganas de comer. Dejaste de comportarte como la alegre y sonriente Lúa que siempre habías sido, y por más que buscaras una respuesta, el día tampoco despejaba las horribles dudas. Las guardabas dentro en el corazón con mucho sigilo, sin contárselo a nadie, ni siquiera a tu madre o tus hermanas. Tampoco al psicólogo que otras veces te había ayudado. Callabas porque… ¿y si realmente te habías convertido en una asesina?
Por muy absurdo e irracional que pareciera, entre las explicaciones que te dabas a ti misma no descartabas la idea de que te hubieran drogado para involucrarte en algún asunto turbio o que el shock emocional hubiese borrado de la memoria un terrible suceso. Incluso que lo hubieras vivido en una vida anterior.
Qué poco sabemos todavía del cerebro. Ese órgano de kilo y medio que en ocasiones nos juega malas pasadas, capaz tanto de borrar los recuerdos e imágenes como de crearlos de la nada. Todavía recordabas cómo tus hermanas y tú teníais de pequeñas, todas, el mismo sueño: salir corriendo cuesta arriba por el monte de Marín perseguidas por un tsunami que engullía la tierra. Entre risas lo comentabais y luego os quedabais pensativas: ¿por qué soñabais lo mismo? ¿Serían vivencias de otro tiempo? Demasiado extraño todo.
Barajabas todas las posibilidades, pero ninguna te dejaba libre de aquella carga irracional. La pesadilla te había convertido en la cómplice de un crimen y ese era tu gran secreto. Necesitabas saber si las imágenes representaban recuerdos vividos o solo ensoñaciones inventadas. A medida que pasaba el tiempo y los sueños no cejaban, aquellas visiones iban abrasándote por dentro, despojándote de tu esencia. Cada vez parecías más triste, oscura y apagada. Tu madre te pedía que le explicaras qué te pasaba. Quería que recobraras esa energía innata en ti, las ganas de vivir, la verborrea a veces desesperante, pero ya no tenías ganas. Lo atribuías al estrés en el trabajo, pero ella intuía que había algo más, algo que no le querías contar.
Llegaste a desesperarte. Solo pensabas en dejar de vivir para no recordar la terrible sucesión de imágenes de manera continua. Para no sufrir con cada repetición. Te inquietaba dormir sola porque enseguida surgía aquella mujer desconocida, de rostro marmóreo, sin identidad. La ansiedad, la agonía te superaban. Empezaste incluso a perder tu negra cabellera como un árbol deshojándose en otoño. Cada mañana, mechones de pelo se iban por el desagüe de la bañera y acabaste presentando una innegable alopecia. Otra pérdida que tampoco te sentiste capaz de afrontar, así que la ocultabas con originales sombreros. ¿Qué te pasaba? Llorabas a escondidas, sin saber qué contestar.
Tu madre no soportaba la zozobra, el desasosiego, el dolor que te invadía, y buscó el mejor, el más caro especialista de la piel y se plantó contigo en la consulta privada de aquella eminencia. El médico miró tus ojos tristes y, sin preguntarte, te inyectó algo con una fina jeringuilla en el cuero cabelludo. Con eso y unas vitaminas dio por terminada una consulta que había costado un ojo de la cara. Te apenaba haber gastado un dineral en una sesión que no iba a servir para nada y menos para recuperar esa melena azabache de la que no quedaba ni rastro.
Vivías como Rodión Románovich Raskólnikov, el protagonista de Crimen y castigo, cuyo sentimiento de culpa tras asesinar a una vieja avara le había ido transformando con el paso del tiempo de un ser justiciero a alguien huraño y hosco, obsesionado por esconder su fechoría y eludir las nefastas consecuencias penales de haber segado una vida. Temías que te ocurriera algo parecido. No querías que te desenmascararan. Adivinabas que la perturbación descrita con absoluta precisión y exquisitez por Fiódor Dostoievski era el mismo padecer que tú sentías por tus propias venas y arterias.
Esa condena social, que presentías iba a ocurrir de un momento a otro, amenazaba con destruir la apacible y tranquila vida que habías conseguido alcanzar en la editorial donde trabajabas. No sabías cuándo, pero estabas convencida de que te detendrían y juzgarían por asesinato. Aquellos sucesos escabrosos e inquietantes avanzaban lo que pronto te iba a ocurrir, indicando el tortuoso camino que tenías por delante, marcando tu negro porvenir. No había elección. Te presentías una homicida e ibas a pagar por ello, lo mismo que aquel hombre que gritaba enfurecido.
Y de repente, un día, la claridad. En un segundo, sentiste que tus ancestros venían en tu ayuda para buscar el origen de todo aquello, para que no te desesperaras ni te conformaras. Para hallar una explicación que ahora no veías. De alguna manera, te sabías heredera de las meigas que no lograron quemar. De quienes se ganaron la vida con brebajes y pócimas para arreglar las injusticias que intuían. De esas valientes que incordiaban y protestaban contra lo establecido.
La explicación se encontraba en otro sitio: en un pasado reciente que no querías rememorar y que se remontaba a casi diez años atrás, cuando empezaste a vivir una vida repleta de incógnitas y mentiras.
Resonó en tu cabeza la voz del asesino. De repente te sonaba familiar. ¿Dónde la habías escuchado antes? Diste un respingo. Ronca y algo engolada, te resultó conocida. Tu cerebro empezó a funcionar a una velocidad vertiginosa, conectando momentos del pasado y el presente hasta encajar entonaciones, modulaciones del habla, piezas de un puzle a punto de ajustar. Solo había que seguir indagando, buscando entre los recuerdos, y así, como quien no quiere la cosa, empezó tu descubrimiento. Como siempre a lo largo de tu vida, de manera casual, revelándose como hallazgos inesperados que nunca quisieron quedarse ocultos ni escondidos, sino todo lo contrario, anhelantes de luz, buscando el destello y resplandor de tu iris y tus neuronas para cobrar sentido cuando ya ni te acordabas de ellos.
Aquel tono, ese mismo timbre de voz, lo habías oído por primera vez hacía casi una década, cuando comenzaste tu amistad con Lucio. ¿Lo recuerdas? Te disponías a salir de casa justo cuando una llamada del extranjero te interrumpió.
Madrid-Montevideo, marzo de 2004
—Disculpame, ¿Lúa Cid Palacios? —Del otro lado de la línea, una voz fuerte y desconocida con acento rioplatense preguntaba por ti.
Contestaste apresurada mientras abrías la puerta de casa para salir corriendo a trabajar. Al otro lado de la línea un hombre se presentó, vacilante, como Lucio, productor de la estrella matutina de la televisión uruguaya, una tal Sonia Berta, y que te llamaba de su cadena radiofónica, AMF Libertad, para pedirte un favor. Te quedaste en silencio. No supiste cómo actuar ni qué responder. Te sonó raro, pero le dejaste que se explicara.
Cándida y naíf como seguías siendo a tus treinta y cinco años, mantenías la firme convicción de que el destino guiaba tu existencia. Al oír ese acento medio porteño que te recordaba a Héctor del Mar, el locutor argentino de los setenta que tu madre ponía a todo volumen para despertarte en hora y no llegar tarde al colegio, algo se descolocó en ti. Ese deje, que te enervaba durante tu infancia, ahora, que te habías convertido en una mujer hecha y derecha, te resultó atractivo. Y seguiste muda.
—Perdoname, Óscar me facilitó tu número. ¿Te acordás de Óscar? ¿El flaco uruguayo que trabajó con vos hace dos veranos? ¿De pasantía? —preguntó, dubitativo—. Él me dijo que te llamara por si te prestás a ayudarme con una conexión el mismo día de las elecciones en España para el programa líder de la radio uruguaya de la famosísima Sonia Berta. ¿La conocés?
—Para nada, pero de Óscar sí me acuerdo —le explicaste, mirando impaciente el reloj—. ¡Perdona que te interrumpa! Me pillas saliendo de casa a una reunión importante en la oficina y llego tarde.
Intentaste zafarte con la excusa de que no podías ayudarle porque, pese a trabajar en el Departamento de Marketing y Comunicación de la editorial, no habías estudiado Periodismo, sino Filología, y no te sentías capaz de elaborar una crónica política radiofónica. Y menos en directo. No obstante, como el uruguayo no se rendía, le conminaste a llamarte por la noche a ver si podías proporcionarle el contacto de algún amigo con experiencia en la radio. No le prometías nada, pero lo intentarías.
Antes de colgarle, volvió a proponértelo a ti. Aquella insistencia, reconócelo, no te extrañó, sino que te hizo gracia. Pensaste en que quizá el celestino de Óscar le habría hablado de tu apatía general por entablar relaciones, lo que habría provocado esa manera reiterada de intentar convencerte, como si no quisiera cortar la conversación. Como si solo hubiera buscado una excusa cualquiera para contactar.
—Bárbaro, muchas gracias. Contá con mi llamada, pero pensá que con vos lo podríamos grabar en diferido y así, si te equivocás, empezás de nuevo. ¡Me harías un gran favor! —te suplicó.
—OK, lo pensaré, pero ahora tengo que dejarte. Chao. —Le colgaste algo borde.
¡Joder, no! ¡No! ¡La concha de la madre de Óscar! Imitaste para ti de manera calamitosa ese acentito, reprochándote lo gilipollas que podías ser a veces. ¡Quién te manda decir que lo ibas a pensar! ¡Pero si odias la radio! ¿Y a Óscar? ¡Cómo se le ocurre dar tu teléfono! Enfadada contigo misma, con Óscar y con todo el Río de la Plata, saliste pitando calle arriba y bajaste los escalones del metro de dos en dos, a punto de matarte. Una vez sentada en el vagón, con el ceño fruncido, pensaste de nuevo en esa llamada del otro lado del Atlántico que tanto te había molestado y caíste en que estabas siendo injusta y que el menos culpable de tus reticencias presumiblemente era ese tal Lucio. ¡Pobre hombre, qué culpa tendría él de tu miedo a hablar en público, de tus pocas ganas de conocer a gente nueva! ¡De no saber decir que no!
Después de tantos años de psicólogo, aún no habías aprendido a digerir tu falta de asertividad, esa flojera que te entraba a la hora de mantener tu criterio con contundencia para evitar causar decepción en los demás. Por recomendación terapéutica habías leído de manera pausada y crítica dos veces seguidas Cómo decir que no y no sentirte culpable. Lo habías subrayado, memorizado, esquematizado, y aún seguías manteniendo inalterable tu principal problema: sentirte mal y desgraciada al negarte de modo convincente, intentando no herir a la gente con excusas absurdas que todos bandeaban.
A conciencia, el psicólogo te había recomendado ese volumen interminable escrito por un profesor universitario extranjero, sabiendo que no te dejarías guiar por cualquier otro manual de autoayuda que no tuviera rigor científico. En la consulta, incluso, habías llegado a poner en práctica lo aprendido telefoneando a tu madre, exnovio, jefe o amigos para aprender a establecer los límites y rechazar lo que no te convenía o no te apetecía hacer; sin embargo, en el fondo del asunto, ambos estabais seguros de que cuando salieras de la sesión volverías a caer en la misma trampa y aceptarías las propuestas que te ofrecieran, pese a no agradarte.
Te costaba trabajo entristecer a los demás, así que con aquel «lo pensaré…» dejabas, como siempre, la puerta abierta para afrontarlo más tarde o nunca, como solía pasar. Tu manía de procrastinar cualquier asunto. Si aquel periodista uruguayo no te hubiera insistido. Si no se hubiera obcecado en que cedieras, nada de lo que sucedió años después hubiera ocurrido. Piénsalo. Como siempre, rehuías esa primera intuición certera, el erizado de tu piel cuando algo no te cuadraba ni te agradaba, volviendo a errar en tu vida. De nuevo, te dejabas llevar por los objetivos de otros más que por los tuyos, con la excusa mal entendida de la amabilidad y la educación.
Como siempre, no viste más camino que emplazar la conversación a la noche. Eso sí, te prometiste que nadie te iba a convencer de emitir una crónica radiofónica, ni en vivo y en directo ni tampoco en diferido, ni por Óscar, ni por las mil grabaciones que tuviera que repetir, ni por lo muy famosa que fuera la tal señora Berta. Lo tenías claro. Ibas a rechazar la propuesta y así se lo indicarías si llamaba por la tarde.
¡Ilusa!
Porque llamar, llamó. Después de un día horroroso, al llegar a casa lo que menos te apetecía era atender al reclamo de Lucio, así que al oír el tono empezaste a preparar la cena intentando no escuchar el sonido del móvil, haciéndote la tonta para eludir el enfrentamiento. Representaba tu táctica, la manera de evadir tus compromisos, el conflicto; sin embargo, aquel periodista parecía desesperado por intentar que lo cogieras y no se iba a dar por vencido tan fácilmente. A una llamada la siguió otra, así hasta que, cansada, decidiste responder y no inventarte ninguna excusa.
Le dijiste que habías tenido un día muy ajetreado y que no te había dado tiempo a contactar con nadie, una respuesta que él aprovechó para insistir de nuevo en que fueras tú quien realizara la grabación. «¡Lo grabamos!», volvió a insistir, persuasivo. «¡Cinco minutitos de nada!», te sugirió. Suspiraste. Al fin y al cabo, aquello te llevaría menos tiempo de lo que estabas tardando en intentar quitártelo de encima, y aceptaste con resignación. Alborozado, él te emplazó a realizar la conexión el mismo día de las elecciones generales. Un poco harta, claudicaste para terminar de una vez por todas con aquella conversación.
El día de autos hiciste de tripas corazón. Realizaste una breve crónica política insulsa sobre la victoria del presidente José Luis Rodríguez Zapatero, sin apenas contenido ni datos, que a la reconocida y prestigiosa Sonia Berta le pareció estupenda por la sencillez y lo escasamente engolada, así que le pidió a su productor que te convenciera para ser la cronista económica y política de España, o eso te explicó él a la semana siguiente. A decir verdad, la propuesta te halagó, pero no sabías si la idea había partido realmente de su jefa o de él mismo. En cualquier caso, volviste a rehuir su reclamo.
—No, Lucio —le contestaste de manera contundente y seria—; verás, te hice un favor puntual, pero no cuentes conmigo para nada más.
—Por favor, Lúa, no sabés lo que sería de cara a la vieja conseguirte como corresponsal. ¡Hacelo por mí! —te rogó—. No llevo mucho tiempo en la emisora y eso supondría ganarme su confianza.
Su frase te dejó tocada. Con eso ya no podías. ¡Cómo ibas a negarte a ayudar a que alguien pudiera mantener su trabajo! Aun así, no entendías por qué tenías que ser tú y no otro quien emitiera una crónica desde España. Le explicaste que te sentías incómoda hablando por la radio, que las palabras se te enredaban, así que, por más que insistiera, te resultaba imposible aceptar su oferta. Pero le dio igual, Lucio mantuvo insistente su plegaria, sus intereses. Machaconamente.
En ese momento no caíste en pensar si podía existir o no otra motivación oculta. Creíste simplemente que su empeño se debía a haber recibido una orden y no lo llevaste nunca al terreno personal. No obstante, a ti a cabezota no te ganaba nadie. Un «no», en tu caso, se convertía en un «no» fijo, poco flexible, jamás en un «quizá» o en un «a lo mejor», pero, claro, siempre que no presionaran, porque entonces podía significar un «hasta nunca». Necesitabas siempre libertad de elección, o si no, lanzabas un «adiós, muy buenas». Ese espacio imprescindible entre la propuesta, la meditación y la decisión que siempre exigías a quienes intentaban cambiar tu criterio.
Al poco tiempo, empezaron las llamadas continuadas del otro lado del Atlántico: la de Lucio, la de Sonia Berta, la del marido de esta, un tal Fidelito Falsano, encargado de la gerencia. Hasta que un día dijiste: «¡Basta!». No podías soportar más presión y otra vez, casi llorando, le prometiste que se lo preguntarías a tu jefa, la directora de marketing de la editorial, porque, además, tu colaboración implicaba una disponibilidad horaria dentro de la jornada laboral, tu último cartucho para zafarte. Sin su consentimiento no podrías comprometerte. De esa forma, fuiste labrando una estrategia para que, de una vez por todas, el mundo uruguayo te dejara en paz.
Podrías haberle mentido y ahí terminaba el asunto, pero, con lo que te costaba engañar, preferías decírselo a tu malhumorada jefa. Con menos voluntad que ganas le expusiste el caso para colaborar con AMF Libertad, esperando que se convirtiera en tu tabla de salvación. Lejos de impedírtelo, se sintió orgullosa de poder informar al director de que su mánager ejecutiva había sido reclamada por los medios extranjeros, así que te instó a continuar para dar más visibilidad a la firma en el mercado latinoamericano.
Tu plan no había funcionado como esperabas, de modo que elucubraste que si solicitabas una remuneración por el tiempo empleado, intuyendo lo mal que estaban los medios de comunicación en Uruguay, rechazarían tu colaboración. Una jugada maestra, a eso sí que se negaría, pero ni con esas lo conseguiste. Enseguida Lucio te pasó con Sonia Berta, quien te ofreció cien dólares al mes por cuatro intervenciones de cinco minutos, y no te quedó más remedio que aceptar la raquítica factura anual que te propusieron. Así empezasteis juntos a preparar las conexiones de cada semana.
Cada vez que salías en antena, te encerrabas en un despacho para sentir el resguardo de las cuatro paredes. Estudiabas los temas concienzudamente para que nunca te pillara en un renuncio y sentirte más segura y libre a la hora de tratar los asuntos y dar respuestas a los debates de AMF Libertad, pero cada conexión siempre la vivías como uno de los momentos más tensos y agobiantes de tu vida profesional. No por falta de preparación, sino porque «la Vieja», como la apodaba el equipo, no se leía la documentación que Lucio preparaba contigo la semana anterior y solía salir por peteneras, más interesada en cotilleos políticos, de los que no tenías ni idea, que en asuntos serios y trascendentales para el país.
El final de esa aventura iba a concluir al año de comenzar, cuando fuiste a pasar la primera factura y entonces nadie se quiso hacer cargo. El total ascendía a mil doscientos euros que no te sacaban de pobre, pero tampoco ibas a regalar, así que después de hablar con Lucio y la Vieja, decidiste contactar directamente con su marido y gerente, Fidelito Falsano, para reclamar lo que era tuyo.
Cuando le localizaste, empezó a soltarte improperios por creerte Cristóbal Colón, riéndose de ti por reclamar tu sueldo, como si aquello fuera un discurso imperialista, advirtiéndote que nadie en AMF Libertad se doblegaría ante tus peticiones por muy española y gallega que te creyeras, que tanto para él como para el resto de los compañeros la época de la colonización ya había terminado y los indios uruguayos de ahora —refiriéndose a ellos— no iban a consentir más conquistadores. Aquello te dejó atónita. No lo esperabas.
A tus espaldas te estaba cargando los abusos de la colonización española de tiempos de los Reyes Católicos. ¡Madre mía, qué ingenio y qué descaro para no pagarte! La verdad es que apelar a más de quinientos años atrás con el objetivo de evitar una factura te pareció magistral, de cine o novela.
A buen seguro, el gerente ya había previsto desde el principio que jamás abonaría aquel gasto de corresponsalía y te engañó para presumir de conexiones en directo con España. Aquello supuso tu primer contacto con el país. De aquel episodio, solo permanecería la amistad con Lucio, que siempre juró y perjuró que él no tenía nada que ver ni sabía que se iba a producir el engaño. Relación que se fue estrechando poco a poco, sin que te dieras cuenta de que su voz modulada y cálida ocultaba el dolor de quienes habían sido heridos y ultrajados.
Tu destino estaba echado. Todo lo descubrirías a su debido tiempo, con calma. Nada te unía a Uruguay, o eso creías tú. Lo más cercano que tenías en América Latina eran unos tíos gallegos de tu madre, en Venezuela. Nada más. Pese a ello, con charlas, risas y ocupando parte de tu soledad, Lucio consiguió atraer tu atención. Nada del otro mundo. Lo que empezó como una relación laboral semanal, con llamadas y charlas cada vez más largas y frecuentes, se fue afianzando y convirtiendo en algo más personal e insospechado. Se había metido en tu día a día.
Madrid-Montevideo, junio de 2005
El cielo ya te avisó. Como si fuera un mensajero de la providencia, uno de aquellos días que saliste antes de la oficina para ir andando hasta casa mientras hablabas por el móvil con Lucio, un enorme árbol de la calle de Alcalá, casi en el cruce con Gran Vía, empezó a vencerse delante de tus narices. Y ahí notaste que en un segundo la vida podía troncharse con la misma rapidez que aquel tronco, sin tiempo a redirigirse. Cualquier mala decisión, una ira no contenida, unos celos resultaban suficientes para quebrar cualquier destino. Dar al traste con la anhelada paz.
Como en una película a cámara lenta, sin tiempo para pensar, percibiste cómo tu vida y la del enorme platanero peligraban a la par. Tu instinto de supervivencia te impulsó a correr en sentido contrario a la base del árbol para ponerte a salvo, en dirección a la diosa Cibeles, y notaste cómo en su caída las últimas ramas acariciaban tu espalda, como las garras de la madre naturaleza intentando atrapar a uno de sus hijos.
Ya a salvo, temblando con todo tu cuerpo, empezaste a recomponerte. De milagro, te habías librado de esas retorcidas y mortíferas manos. Te habías escapado por centímetros de aquel desastre, aunque otros no habían tenido tanta suerte: algunas personas se encontraban atrapadas bajo la copa vencida del árbol, y los viandantes intentaban ayudarlas mientras llegaban las ambulancias.
En ese momento escuchaste tu nombre a lo lejos y te diste cuenta de que aquella voz conocida no provenía de la calle, sino de tu móvil. Lucio seguía pendiente al otro lado de la línea. No había colgado, y había escuchado entrecortadamente tu grito desesperado, tu respiración agitada al correr, el fuerte bramar del árbol al arrancarse de la tierra, más gritos de la gente alrededor, las primeras sirenas… sin saber qué estaba ocurriendo. Le contestaste de inmediato:
—Ay, Dios mío, Lucio, ¿estás ahí? No sabes lo que me acaba de pasar… Un árbol, un árbol tremendo, se ha caído delante de mí. Iba paseando y zas. —Por el susto apenas pudiste enhebrar una frase con sentido.
—Calmate, Lúa, tranquilizate, contame… ¿Qué pasó? —respondió, intrigado, ante un suceso tan poco habitual en el mismo centro de Madrid.
Al principio se mostró incrédulo. Se reía de manera inocente. Normal, no mucha gente ha estado a punto de morir aplastada por un árbol y te imaginaste que se burlaba de ti, pero al instante, al detectar lo nerviosa que parecías y el cariz que tomaba el asunto, empezó a mostrarse más empático. Necesitaba que le contaras absolutamente todo.
—No puedo, no puedo ahora, Lucio… —le dijiste con un hilo de voz—, por favor, llámame mejor esta noche. Me tiembla el cuerpo entero. Discúlpame, pero tengo que colgarte.
Le dejaste aturdido, sin palabras, pensando si estarías en tus cabales o si aquello que le estabas contando había ocurrido de verdad. Un árbol caído. ¿Sería cierto? Claro, todavía no te conocía tanto como para interpretarte. Tu incapacidad para la mentira. Tus ansias de buscar siempre la verdad.
Si hubiera sabido que para ti el engaño suponía el peor de los pecados, que no perdonabas ni los silencios ni las medias verdades, entonces no hubiera dudado de tu palabra ni vacilado de tu cordura ni de que uno de aquellos frondosos árboles, sin duda el más alto y pesado, y también el más podrido, se había caído por el peso de las ramas en pleno centro de la capital de España.
Por la noche, Lucio volvió a llamarte. Parecía ansioso de que le detallaras el suceso. Al palpar tu sufrimiento y casi tus lágrimas, se mostró más empático, y te contó que él también sufría, que recientemente se había divorciado. Jamás antes había aclarado su estado civil ni su situación sentimental. Entonces, le sentiste igual de vulnerable que tú y así empezó a despertar tu corazón.
La sinceridad, la bondad, la generosidad te derrumbaban. Nadie podía resultar atractivo a tus ojos sin ostentar dichos rasgos. Solo con ellos existía la belleza. Te detalló el desgarro sufrido por la incompatibilidad de caracteres con su exmujer y la lejanía de sus dos hijos, arrancados de cuajo de su corazón, y te confesó que esperaba que la vida le diera otra oportunidad. Apreciaste su honestidad, su charla y su confidencia, así que, aprovechando la confianza surgida, te animaste a contarle el fracaso de tu primer emparejamiento, del que tanto te costaba hablar.
Cinco años habían transcurrido de todo aquello, de la primera vez que tu madre te aconsejó alejarte de los demonios sin alma, pero aún te resultaba una auténtica agonía recordarlo. Entre medias no había habido nada. Apenas amagos que se habían quedado sin desarrollar por miedo a que te volvieran a herir. Sentías que no podías creer en nadie y menos en un tipo que se encontraba al otro lado del océano Atlántico, así que te callaste lo más importante, lo más delicado, con los mismos silencios aprendidos de tu madre, mientras Lucio seguía contándote su vida sin pudor. Adentrándote en la vida de un país del que aún no conocías nada, ni su historia, ni su literatura, ni su sentir.
A los pocos meses, ya casi se podría decir que os habíais convertido en íntimos. Te inundó la mensajería instantánea que ambos compartíais en la BlackBerry con fotos familiares de asados en las que apenas aparecía él, solo cortes de carne que mostraba con orgullo. Te hacía gracia la similitud entre dichas celebraciones y los churrascos gallegos. Suponías que la costumbre había partido de los emigrantes que habían ido a trabajar a aquellas tierras a comienzos del siglo XX o, quién sabe si quizá había sido al revés, y resultaban ser ellos los que habían traído esa tradición a Galicia aderezándola con su salsa chimichurri.
Pese a tus fuertes raíces en la tierra de Breogán, aquellos manjares vacunos no te atraían en absoluto. Preferías mil veces las viandas del mar. Pensabas que nunca llegarías a conocer ni Montevideo ni Buenos Aires. Solo de plantearte las horas de vuelo te ponías mala. Cierto que habías viajado a Río de Janeiro por motivos laborales y, aunque no te había resultado tan molesto como en un principio imaginabas, no pretendías volver a cruzar el charco.
Así que poco a poco fuiste contemplando a Lucio como un amigo más, con quien compartías charlas, formas de pensar parecidas, comentarios acerca de la política de España y Uruguay, trabajo.
Por aquel entonces te gustaba escucharle cuando conducía su programa vespertino, que te mandaba en un archivo de audio por email. Le imaginabas varonil, atractivo y sensual con esa voz tan especial. Ese tono que te hacía cerrar los ojos y se posaba en tus oídos como una caricia suave y placentera. Sonreías con sus ocurrencias, que luego comentabais por teléfono, hasta que un día, a punto de terminar la conversación, dijo algo que te alteró y no esperabas.
Fue como una despedida sorpresa, encajada con todo el atrevimiento para tantear tu respuesta: «Te deseo buenas noches, Lúa. ¿Sabés una cosa? Creo que te estoy queriendo mucho». Pero según lo expresó, apretaste el botón de terminar la llamada, intentando aparentar no haberlo oído, fingiendo que habías desconectado antes de que pronunciara la última frase. Sumamente seductor, estaba seguro de que le habías escuchado a la perfección. Había empezado a soltar sus deliciosas perlas. ¿Con qué intención? Ni te lo imaginabas, tan confiada como siempre habías sido. Medio boba por dejarte caer en su engaño.
Madrid-Montevideo, agosto de 2005
No querías ya más dobles sentidos ni especulaciones en tu vida, tampoco nuevas incógnitas que resolver, así que la siguiente vez que conectasteis no eludiste el tema del broche final de vuestra última conversación. Cobijada detrás de la pantalla del móvil, le preguntaste con determinación qué le había incitado a terminar con esa frase tan confusa e inapropiada. Por qué había soltado con tanto desparpajo y sin tapujos aquel «te estoy queriendo mucho». Empezabas a dilucidar que con Lucio captar las sutilezas implicaba agudizar el ingenio hasta el extremo y, tras el shock inicial, presentiste que se trataba de un alegato o proclama de amistad más que de una declaración de amor incipiente. Nada hacía pensar que estuviera interesado en ti en ese sentido.
De hecho, lo solucionó con un «No, qué va, que te estoy queriendo mucho», sin darle la menor importancia, igual que si te hubiera dicho: «Pásame la mantequilla», sin aclarar qué tipo de connotación daba al verbo «querer». Era más sagaz y listo que tú…, así que le dejaste por imposible.
Sin descubrirse, iba avanzando cada vez un pasito más. Tejiendo esa red de quienes pretenden convertirse en imprescindibles. De manera cauta, sin destacar ni pedirlo. Siempre dejando a la voluntad de los otros la ejecución de los actos que iba tejiendo en su cabeza. Como si no fueran suyos, como si no los hubiera pensado jamás. Así, haciéndose el encontradizo, enhebrando las frases con los días y los apegos hasta que finalmente lograba atraparte para no poder salir.
Al cabo de una semana, una amiga íntima te dio por teléfono una nefasta noticia. Otra vez aquella enfermedad que tanto te había hecho sufrir y que ya había causado un inmenso vacío en tu familia. De nuevo el cáncer haciendo acto de presencia en tu vida. Luego, cuando ambas ya habíais colgado, los silencios, risas y juegos de palabras para no perder la esperanza dieron paso a la desesperación. Estabas destrozada. ¿Cómo podía ser? ¡Tan joven! ¿Por qué? Te pusiste a fregar con rabia los cacharros del fregadero, como hacía tu madre, para que la explosión de tu pecho se mezclara con el sonido del agua y de la loza entrechocando, para no oír los gritos de tu mente. De repente, irrumpió una llamada de Lucio.
No la cogiste en los primeros tonos. No podías ni hablar, pero sabiendo que persistiría, decidiste responderle al tercer o cuarto intento. Te notó triste, claro, te preguntó. Ya empezaba a conocerte mejor y sabía que aquella no era la manera habitual de contestarle, así que preferiste ser sincera y decirle que no tenías muchas ganas de hablar, que mejor lo dejabais para otro día, pero insistió para que le contases lo que te ocurría. Entonces atribuiste su insistencia a su carácter generoso, a pretender ayudar, aun cuando uno necesitaba tiempo y espacio para digerir la pena, y ante la presión, no tuviste más remedio que contarle.
Cuando insinuó que a lo mejor estabas cansada de vuestra historia telefónica, le contestaste que no se trataba de nada de eso, que habías recibido una llamada de una amiga íntima que estaba muy enferma. Él, a su vez, te contó que su madre sufría la misma terrible dolencia. De nuevo le sentiste empático, cariñoso, capaz de ponerse en tu lugar, algo tan poco usual en los hombres que tú habías conocido, más rudos y secos.
Poco a poco fuiste recobrando el ánimo y reconociéndole su ayuda cuando más decaída estabas. Sin embargo, augurabas que tu sensibilidad a flor de piel te distanciaría algún día de él. No resultaba demasiado fácil mantener una relación con una persona quebradiza, y menos a distancia. No lo era. Pero Lucio no se iba a rendir. ¡Obvio! Ahora te das cuenta de que necesitaba seguir a tu lado como fuera. Pese a las costumbres opuestas, las distintas formas de ser, las diferentes culturas…, os fuisteis acercando sin necesidad de una declaración al uso. Sin promesas ni palabras grandilocuentes.
Lucio te contó que sus padres habían conseguido bandear las sucesivas crisis de su país gracias a que habían invertido todos sus ahorros en una cooperativa de residencias. Aquella casita, con un pequeño jardín, El Edén, como la habían bautizado, era todo lo que tenían. Y vosotros, algún día, podríais hacer lo mismo. Sin grandes pretensiones, con aquella sencillez, te conquistó.
Para explicarte el sentir del pueblo uruguayo, un día te contó que, mientras a España se la representa con el contorno de un rostro, el perfil de una persona, Uruguay tenía la forma del corazón humano. Razón frente a sentimiento, esa forma de ser tan peculiar, a veces tan deprimida, y otras tan festiva. El país, pequeño y poco poblado, en aquel entonces con algo más de tres millones de habitantes, casi los mismos que la ciudad de Madrid, representaba, según su visión, la esencia de la ternura y la poesía.
A pesar de la añoranza de la tierra, la morriña o nostalgia heredada de sus antepasados lejanos, muchos llegados de Galicia, la mayoría de los uruguayos por aquel entonces aprovechaban cualquier oportunidad para emigrar. Como tantos otros, los hermanos de Lucio también habían salido fuera en busca de un porvenir mejor. El mediano, a Canadá, y el más pequeño, directivo en una curtidora para bolsos de lujo, tomaría pronto un nuevo rumbo a Australia, pero en este caso como expatriado. Y a Lucio se le empezaban a notar esas mismas ansias por abandonar su país, o eso pensaste tú, hasta que un día te preguntó si a ti te gustaría vivir con él y, sin saber qué decir, simplemente abriste esa ventana.
Te pareció una opción más. Pensaste que quizá él, al igual que su país, palpitara de otra manera, con una mayor sensibilidad. Querías confiar en que todo podía ser. Que había sido un encuentro aleatorio, traído por el azar, fruto de un devenir apasionado, sin mucha racionalidad, hasta que mencionó una palabra, Marín, y a ti eso te paralizó. ¿De qué conocía Lucio el pueblo de tu madre?
Madrid-Montevideo, septiembre de 2005
—¿Has dicho Marín? ¿De qué conoces ese pueblo? —Algo en tu interior, esa sensación que te prevenía de algo extraño, se encendió.
Fue como un fogonazo. Intentabas recordar alguna conversación con Lucio en la que pudiera haberse colado Marín, pero no recordabas ninguna. De repente, un miedo atroz se apoderó de ti. ¿A santo de qué venía citar a tu pueblo? Nunca, en todo el tiempo que llevabais hablando, le habías mencionado el lugar preciso del que procedía tu familia gallega. Se lo preguntaste de manera directa esperando impaciente su respuesta. Tenía que decir algo verosímil, algo que te permitiera despejar dudas, volver a confiar en él. No te ibas a conformar con cualquier excusa. Necesitabas, como siempre, la verdad.
—Se trata de tu pueblo, donde veraneas, ¿no? —contestó sin darle demasiada importancia.
En el fondo, Lucio sabía que había metido la pata al citarte Marín, pero de algún modo necesitaba cerciorarse de que aún mantenías el vínculo con el municipio. No quería errar. Tú asentiste.
Marín siempre había sido tu paraíso, el lugar en el que te refugiabas desde pequeña, donde te sentías protegida y querida. Tu principal morada, tu hogar. Con la Alameda, donde se conocieron tus padres, el paseo marítimo, que recorrías los días de vacaciones, y tu anhelada playa de Portocelo, a diez minutos del centro y a la que acudías en invierno y verano para descalzarte en su arena fina mientras contemplabas las rocas cubiertas de algas verdes fluorescentes rodeadas de arboleda. ¡No existía ningún arenal como ese, pequeño, recoleto, lleno de recuerdos de infancia! Aquel paisaje representaba tu más íntima esencia.
Entonces Lucio argumentó que, al hablarte él un día de los asados uruguayos, tú le mencionaste el churrasco que se podía degustar en algunos de los restaurantes o furanchos que existían en Marín. Y que luego él buscó en Google ese nombre y se encontró con una hermosa villa marinera bañada por una ría que enseguida deseó conocer. Y alabó sus preciosas playas y el entorno del lago Castiñeiras, sus bosques y la cercanía con Pontevedra, capital de la provincia, como si se lo hubiera aprendido de memoria. ¿Aquella palabrería te resultó convincente? La verdad, no mucho, pero podía ser, por qué no… No estabas segura, ni había manera de comprobarlo.
En cualquier caso, preferiste no darle demasiada importancia y convencerte de que se trataba de una táctica para buscar más afinidad contigo y hacerte creer que solo él podía ser el hombre de tu vida, intentando incidir en todos los vínculos que os unían, como la sangre gallega que corría por las venas de ambos. En suma, te venía bien creerle, así que no le diste más vueltas.
Lucio sentía una gran admiración, casi adoración, por Galicia. Como medio Uruguay, parte de su familia, en su caso la paterna, procedía de allí; sin embargo, entre risas, te solía contar que su apariencia física remitía más bien a su otro abuelo, el padre de su madre, un enorme gaucho de la pampa, de quien había heredado su enorme estatura, una tez morena en la que resaltaban sus iris verdosos y una peculiar forma de andar, como a cámara lenta, sin prisas ni agobios, que le había valido a su abuelo el apelativo de «Filósofo» en varias cuadras a la redonda. Al confesártelo, notaste enseguida que se sentía orgulloso de ese mote.
En cuerpo y alma, Lucio se consideraba el más uruguayo de los uruguayos. Mientras conversabais por teléfono, siempre le escuchabas absorbiendo su mate, que imaginabas en su mano próximo al termo del agua, a la vez que reflexionaba y meditaba, más como un pensador frustrado que como un periodista vivaz a la caza de una exclusiva. Sentía pasión por todo lo que acontecía en su país. Por eso, un día empezó a contarte un asunto que en ese momento le perturbaba y en el que estaba trabajando: la instalación de una nueva celulosa por una multinacional finlandesa en la localidad uruguaya de Fray Bentos.
Así como si tal cosa, como una noticia más de los informativos, sin percatarse de que el tema te resultaba especialmente sensible y hasta un poco doloroso, por su similitud con la historia de la pastera que llevaba funcionando desde hace décadas en los alrededores de tu pueblo, te narró la tensa situación que se estaba viviendo en su país a causa de la construcción de una nueva fábrica de papel. ¡Cómo podía ser! ¿Otra casualidad? Empezaste a dudar de tantas coincidencias. Reflexionaste acerca de si te había encontrado por azar o si, por el contrario, resultabas ser el centro de una estrategia calculada.
Para averiguarlo y para medir su real implicación con el asunto, comenzaste a hacerle preguntas muy concretas y hasta incómodas sobre esa factoría: el origen del proyecto, la reacción de los vecinos, la postura del Gobierno uruguayo… Lucio, por su parte, quiso conocer algo más de la situación de la celulosa de Lourizán, pegada a Marín: cómo la habían recibido los vecinos, el Estado, la inversión en pleno franquismo, la reacción de los marinenses y pontevedreses, los políticos, los ciudadanos, el movimiento ecologista… Le interesaba todo. Parecía como si quisiera trabajar en ese asunto español que tan lejano le quedaba.
Nunca habías prestado demasiada atención a cómo habían sido las negociaciones que tenían como objetivo destruir la hermosa playa cercana al Pazo de Lourizán y ganar terreno a la ría para instalar la celulosa en los límites de tu pueblo porque en ese momento ni existías, pero, ante su insistencia, le explicaste los recuerdos de una infancia vomitando al sentir aquel repugnante hedor cuando ibais a ver a vuestra «madrinita», quien al poco tiempo murió de cáncer de hígado. Eso pareció interesarle muchísimo. A ti te sonaba que la pastera incluso había barajado la posibilidad de marcharse de la ría para potenciar otras inversiones en Asturias, e incluso en el extranjero, más concretamente en Uruguay, pero no le podías confirmar los detalles.
Por su parte, él te contó extensamente el conflicto entre los Gobiernos de Montevideo y de Buenos Aires por culpa de la nueva pastera. Estaba enterado de cada detalle: de cómo se había fraguado la implantación de aquella industria en Uruguay, de las negociaciones y los movimientos vecinales tanto en su país como en el país vecino. Tras relatarte aquello, una extraña sensación inundó tu cuerpo. Atribuiste tanto interés a la curiosidad propia de su profesión, al deber de informar de absolutamente todo. ¡Cómo ibas a imaginar entonces nada! Como productor del programa radiofónico más escuchado en Montevideo, resultaba creíble que conociera cada uno de los intríngulis de la negociación. Y los paralelismos con la pastera próxima a Marín…, una curiosa coincidencia.
Te explicó que, a comienzos del milenio, en el año 2002, el Gobierno uruguayo presidido por Jorge Batlle, de corte liberal, había concedido a dos multinacionales europeas el permiso para construir dos celulosas: a una finlandesa, en Fray Bentos, una ciudad de veinticinco mil habitantes flanqueada por el caudaloso río Uruguay, que la separaba de la vecina región argentina de Entre Ríos, y la otra a la misma pastera de Pontevedra, un poco más al sur, en la localidad de Conchillas.
La concesión en Fray Bentos había generado una gran crispación y tensión no solo entre los mismos uruguayos, sino también con sus vecinos argentinos. La coalición uruguaya de izquierdas del Frente Amplio, que gobernó posteriormente el país, se replanteó el proyecto de la celulosa.
El conflicto entre los tupamaros moderados, un movimiento de guerrilla urbana de extrema izquierda, integrado por componentes del Partido Socialista, de los grupos maoístas y anarquistas, surgido en los años sesenta, que formaban parte del Gobierno, y los diversos movimientos ecologistas, ocupó meses de negociaciones para acercar posiciones hasta que, finalmente, los primeros convencieron a los segundos para que limitaran su presión y aprobaran el proyecto de construcción de la planta.
En el fondo, Lucio sabía que los ecologistas le debían una a los tupamaros, y por eso los políticos salieron victoriosos en sus objetivos. Se trataba de algo relacionado con una causa ambientalista pasada, que había ocurrido entre finales de los setenta y principios de los ochenta, un asunto que Lucio no volvió a mencionar y en el que tú tampoco profundizaste más.
Sentiste mucha curiosidad por saber quiénes integraban el movimiento tupamaro, cómo se había gestado, qué los caracterizaba. Desconocías sus aspiraciones y motivaciones hasta que Lucio, sorprendido por tu ignorancia, te ilustró sobre los horrores de la dictadura militar uruguaya, hermana no menos espantosa de otras más conocidas como la chilena o la argentina. No hacía tanto tiempo de aquello, terminó apenas en 1985, cuando Felipe González ya llevaba tres años como tercer presidente del Gobierno de España y tú ya habías cumplido dieciséis años.
Amén de otros espantos, muertes, torturas, desapariciones, durante ese periodo el régimen dictatorial encarceló con un inhumano aislamiento, prácticamente enterró en vida, a varios dirigentes tupamaros para enloquecerlos, durante nada más y nada menos que trece años. No dabas crédito. ¡Trece años! ¿Cómo pudo ser? ¿Sin juicio? ¿Sin abogados? ¿Cómo era posible que desconocieras aquella barbarie?
Carambolas del destino, uno de esos rehenes que había sido secuestrado durante trece años de su propia vida, el tupamaro Pepe Mujica, de ascendencia vasca, se convirtió años después en uno de los dirigentes más importantes de Uruguay, justo antes de que la celulosa Bentos empezara su construcción en 2007.
Quienes habían tratado a Mujica como un terrorista peligroso, torturado, humillado, se encontraban ahora observando su salida del infierno con las manos levantadas en son de paz para gobernar. Con ese relato que te fue dibujando Lucio aprendiste que la vida había enseñado a Mujica a perdonar y, gracias a eso, algunos años después, los uruguayos lo elegirían para llevar el rumbo de ese pequeño país con forma de corazón. Se convertiría en presidente de Uruguay.
Madrid-Montevideo, abril de 2007
Poco a poco se iba estrechando vuestra amistad, y Lucio consiguió ganarse tu confianza escuchando los problemas y preocupaciones que te asaltaban, convirtiéndose en indispensable en tu rutina. Habíais pactado intentar una relación a distancia basada en la conversación telefónica diaria, el apoyo mutuo y la comprensión, y os ibais acercando a un final o un principio, según se mirara, que implicaba un cambio de rumbo.
A ti te daba un poco de vértigo. No sabías por qué, pero siempre habías preferido que te seleccionaran a elegir tú, confiabas más en el gusto ajeno que en el propio, en el querer de los demás que en el tuyo, quizá porque sabías que a ti te costaba poco encariñarte con las personas y empatizar con ellas. Como buena acuario, amabas a la humanidad. Abrazabas siempre la diferencia y mostrabas respeto por lo genuino, sin querer alterar la esencia de cada cual.
Al conocer a alguien siempre reflexionabas si sería capaz de apreciarte tal cual eras, sin cambiarte, con tus defectos y virtudes, como tú lo hacías, respetando tanto tus momentos parlanchines y de humor irónico como la necesidad de silencio y el retraimiento. Confiabas siempre en lo que te decían, mucho más que en lo que veías, incluso hasta el límite de lo razonable tras observar evidencias chirriantes, hasta que llegaba el final, momento en que comprendías que, por mucho amor que pusieras en las relaciones, respeto, libertad y cariño, no conseguías nada si no era algo recíproco. Y nunca lo era. Habías probado tantas veces que no sabías si querías intentarlo de nuevo con aquel uruguayo del que dudabas siempre.
Su rostro estático en una fotografía con sus hijos pequeños, fruto de un matrimonio que había acabado en divorcio años atrás, era la única imagen suya que habías visto. Parecía un tipo normal, de buen carácter, alegre y jovial. Ambos os mostrabais esperanzados de que pudierais luchar por afianzar vuestros lazos. Los dos habíais sufrido ya bastante en vuestras respectivas vidas. Esta relación incipiente os pillaba a una edad madura, la misma para los dos, entrada bien la treintena, y con importantes fracasos amorosos a vuestras espaldas, así que no pasaba nada por intentarlo. Si no salía bien, volveríais a empezar, cada uno en un lugar distinto, sin daños colaterales.
De ese modo, empezasteis a planificar un encuentro en Madrid simplemente para conoceros. Sin mayores pretensiones. Sería para las siguientes elecciones en España, en marzo de 2008, en las que Sonia Berta requeriría otro corresponsal, que por supuesto no ibas a ser tú, sino Lucio. El mundo empezaba a cambiar y vuestra relación, lo quisieras o no, también.
La crisis de la fábrica de celulosa y el conflicto entre los dos países rioplatenses, Uruguay y Argentina, se produjo en el mismo ejercicio que el fiasco de las subprime, también llamadas hipotecas basura,de Estados Unidos, que desembocó en la gran crisis financiera mundial. Durante la última parte de 2007 y principios de 2008, los bancos extranjeros empezaron a quebrar uno detrás de otro hasta que el asunto comenzó a afectar al mercado español, haciendo desaparecer a la mitad del sistema bancario y las cajas de ahorros, y sumiendo al país en una de las peores crisis de su historia, incluso más grave que la originada por la subida del precio del petróleo, allá por 1973. El fiasco de las subprime golpeó, además, a todas las economías europeas, por lo que ni siquiera la locomotora alemana quedó indemne ante el desplome del crecimiento europeo.
Te sabías lo ocurrido al dedillo porque estabas inmersa en la promoción del que iba a ser el éxito editorial de la temporada: El tsunami de las «subprime», un libro que contaba de forma amena lo que había pasado cuando esos préstamos concedidos en Estados Unidos a gente sin nómina ni ingresos se empezaron a dejar de pagar. De ahí al colapso del sistema financiero mundial fue un visto y no visto. Antes de que ocurriera y para deshacerse de ellos, a la gran banca no se le ocurrió otra cosa mejor que paquetizar esos préstamos a modo de títulos financieros para vendérselos a fondos de inversión y planes de pensiones demandantes de productos de alta rentabilidad, dando origen a unas pérdidas históricas como nunca se habían visto y originando la desaparición de los bancos históricos; pero lo peor llegó después, cuando empezaron a contagiarse las firmas más modestas y los pequeños ahorradores corrieron a mansalva a retirar el efectivo. Sin dinero no había crédito y poco a poco las empresas fueron desplomándose y echando a los trabajadores.