El Perú desde el cine: plano contra plano -  - E-Book

El Perú desde el cine: plano contra plano E-Book

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Beschreibung

La confianza, los personajes del horror andino, la informalidad, la marginalidad, el miedo urbano, el género, el conflicto armado interno peruano y la identidad juvenil se encuentran plano contra plano en nueve ensayos en los que sus autores examinan –con un lenguaje sencillo y con el apoyo de historias y personajes de películas peruanas, de diversos géneros y con variado éxito de taquilla– diferentes maneras de hacer, sentir y pensar con las que nos confrontamos los peruanos, entre el drama y la alegría cotidianos.

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© Liuba Kogan, Guadalupe Pérez Recalde y Julio Villa Palomino, editores, 2017

De esta edición:

© Universidad del Pacífico

Av. Salaverry 2020

Lima 11, Perú

www.up.edu.pe

EL PERÚ DESDE EL CINE: PLANO CONTRA PLANO

Liuba Kogan, Guadalupe Pérez Recalde y Julio Villa Palomino (editores)

1ª edición: junio 2017

1ª edición versión e-book: octubre 2017

Diseño de la carátula: Icono Comunicadores

ISBN: 978-9972-57-375-0

ISBN e-book: 978-9972-57-378-1

BUP

El Perú desde el cine : plano contra plano / Liuba Kogan, Guadalupe Pérez Recalde y Julio Villa Palomino, editores. -- 1a edición. -- Lima : Universidad del Pacífico, 2017.

228 p.

1. Perú -- En el cine

2. Cine peruano -- Aspectos sociales

3. Películas cinematográficas -- Perú -- Crítica e interpretación

I. Kogan, Liuba, editor.

II. Pérez Recalde, Guadalupe, editor.

III. Villa, Julio, editor.

IV. Universidad del Pacífico (Lima)

791.430985 (SCDD)

Miembro de la asociación Peruana de Editoriales Universitarias y de escuelas Superiores (Apesu) y miembro de la asociación de Editoriales Universitarias de América Latina y el Caribe (Eulac).

La Universidad del Pacífico no se solidariza necesariamente con el contenido de los trabajos que publica. Prohibida la reproducción total o parcial de este texto por cualquier medio sin permiso de la Universidad del Pacífico.

Derechos reservados conforme a Ley.

Índice

Presentación

Introducción

Los archipiélagos sociales de la corrupción cotidiana: transgresores y marginales en El evangelio de la carne y El mudo

Engañar o ser engañado: representación de la pérdida de confianza en el cine peruano

Seductoras, chamberas, amorosas, lindas… Las mujeres y la feminidad en el cine limeño

El retorno de los monstruos. Del willakuy al cine de horror andino

Postmemoria y disidencia: dos experiencias del cine documental realizadas por parientes de militantes de Sendero Luminoso y el MRTA

Dicen que el cóndor da vueltas, buscando… Tres relatos visuales sobre el conflicto armado interno peruano

Un lugar en el mundo. Exploración de fronteras en tres películas peruanas de inicios del siglo XXI

La ciudad invisibilizada. Cinco largometrajes sobre lo marginal en Lima

Un análisis de las percepciones y los efectos de la piratería de películas peruanas en las fases de producción, exhibición y comercialización

AnexoRelación de películas nacionales producidas entre 1996 y 2015

Filmografía

Índice de fotogramas

Sobre los autores

Presentación

Hace tres años, un grupo de profesores de la Universidad del Pacífico decidió que el derecho debía ir al cine, y así fue, con la publicación del libro El derecho va al cine. Intersecciones entre la visión artística y la visión jurídica de los problemas sociales. Al año siguiente, bajo la iniciativa de Manuel Alcántara y Santiago Mariani, la política fue al cine, con la publicación de La política va al cine.

Este año es la sociedad la que va al cine. Es muy grato saber que la iniciativa de mandar al cine al derecho y luego a la política, ha encontrado un nuevo camino. Y es que nuestra comunidad académica ha tomado en serio la idea de que el cine nos hace más lúcidos, más suspicaces y más conscientes del mundo que nos rodea y de sus imperfecciones.

El derecho y la política se perciben de manera distinta, según la perspectiva que adoptemos. Así, mientras que los operadores jurídicos y políticos suelen ser más benevolentes con su propio campo de acción, los ciudadanos de a pie, la sociedad misma, suele ser su más acérrima crítica.

Así lo han entendido los editores y autores de El Perú desde el cine: plano contra plano, cuando proponen que la intersección entre la academia y el arte permite «pensar de otro modo».

El hilo conductor en los textos contenidos en este libro es, en el fondo, la irrelevancia de la ley, pues con ella y a pesar de ella hay una enorme brecha entre el ideal con el que son diseñadas las normas y la realidad que pretenden regular. Y es que el punto de contacto en el día a día entre el ciudadano y el poder revela que muchas veces, cuando el ciudadano más lo necesita, el derecho se vuelve irrelevante.

Y es allí donde el aporte de las ciencias sociales se hace evidente: en su capacidad de denuncia, de empatía, de alerta. Sin pretender mencionar todos los temas centrales contenidos en los textos, algunos de ellos son razón suficiente para convocar a los lectores a compartir las preocupaciones de los autores.

La irrelevancia de la ley y el poder formal emana de todas y cada una de las historias cinematográficas reseñadas en los textos. Un hombre que causó daño pretende redimirse ayudando a otros, pero falsificando moneda. La informalidad no es vista por algunos artistas como el incumplimiento de la ley, sino como el surgimiento de un nuevo rostro del Perú, un país en el que los formales conviven con «los otros». Un juez honesto sucumbe a las presiones y recurre a las malas prácticas, que sí son efectivas para solucionar los problemas y no solo enunciarlos, como hace la ley.

La ley se vuelve irrelevante porque, como denuncia uno de los textos, vivimos en medio de una crisis de confianza a nivel interpersonal, a nivel intergrupal y a nivel institucional. La ley se vuelve irrelevante porque el discurso de género, amparado por el Estado, se vuelve vacío en una sociedad profundamente machista, incluso en el cine, en el que muchos personajes femeninos no son protagónicos, sino secundarios, como denuncia otro de los textos.

La ley parece irrelevante para los familiares de los terroristas, que recurren al cine para encontrar y presentar las historias de las personas que habitan bajo los personajes que la sociedad condena, independientemente de la culpa y de las atrocidades de las que son responsables.

En el fondo, el hilo conductor de los textos que invitamos a leer es pues la existencia de fronteras entre distintos grupos sociales, a veces visibles y a veces no, que pueden terminar en inevitables distopías.

Vernos, no olvidar, pensar, proponer. Eso es lo que permite la conexión entre la academia y el arte. Es estupendo entonces que los investigadores de la Universidad del Pacífico manden al cine al derecho, a la política, a las ciencias sociales. Es el turno entonces de los lectores de este nuevo libro.

Cecilia O’Neill de la Fuente

Vicedecana de la Facultad de Derecho de la Universidad del Pacífico

Introducción

El cine en el Perú está en proceso de consolidarse como una industria cultural y lo hace compitiendo con industrias cinematográficas internacionales, en gran medida gracias a que la tecnología digital ha permitido abaratar los costos de producción de películas independientemente de sus géneros. Prueba de ello es que en el país –desde 1996– se han producido más de 553 películas1 y, de ellas, 39% en regiones, principalmente en Ayacucho, Junín, Puno y Cajamarca.

Al considerar gustos, temas, géneros y estéticas diversos, la tradicional indiferencia de los peruanos hacia el cine nacional se transformó en interés, e incluso en entusiasmo. Para muestra de ello, consideremos que en 2007 solo 230.000 espectadores eligieron ver películas peruanas, mientras más de 5.600.000 lo hicieron ocho años después. El cine comercial se consolida finalmente como un género cinematográfico con el estreno de ¡Asu mare! 1 (Maldonado, 2005), que fue vista por 3.037.686 personas en cines a lo largo y ancho de país.

Las películas peruanas, con sus temas, narrativas, estéticas y personajes, nos permiten reconocernos en ellas y, por tanto, constituyen un recurso para comprendernos como individuos y como sociedad. De allí el título de este libro, El Perú desde el cine. El subtítulo, plano contra plano, remite a una técnica cinematográfica que consiste en grabar a dos personajes por separado, pero ellos, en el montaje, aparecen uno frente a otro. Esto puede entenderse como una metáfora, ya que los ensayos de este libro –confrontados en sus diversos temas y estilos– se encuentran finalmente para mostrarnos como sociedad.

El Perú desde el cine no es un libro sobre teoría cinematográfica ni un tratado de teoría sociológica; es un texto compuesto por diversos ensayos en los que autores, con un lenguaje directo y sencillo, nos permiten observar y reflexionar –como sentados en una butaca– a los peruanos en sus modos de hacer, sentir y pensar. No es necesario haber visto las películas que se analizan en el libro, pues los autores se encargan de contárnoslas; aunque evidentemente, invitamos a los lectores a verlas y disfrutarlas.

Javier Díaz Albertini aborda el problema de la informalidad y su relación con las normas. El autor compara la vida de dos personajes, uno de El evangelio de la carne (Mendoza, 2013) y el otro de El mudo (Vega & Vega, 2013), que enfrentan de modo diferente situaciones de corrupción cotidiana.

Matthew Bird y Luan Sánchez nos proponen una interpretación de la confianza como ingenuidad y de la desconfianza como vía para la supervivencia a través de escenas de El huerfanito (Quispe, 2004), La boca del lobo (Lombardi, 1988) y El evangelio de la carne.

Marfil Francke nos invita a hacer un recorrido por el cine peruano de diferentes épocas para identificar qué tipos de mujeres se retratan y cómo son los hombres que se relacionan con ellas.

El texto de Emilio Bustamante explora el cine de horror andino, en el que emergen personajes transgresores que generan miedo de modos diversos.

En su artículo, Karen Bernedo se aproxima a los dilemas de la reconstrucción de la memoria sobre el conflicto armado interno peruano a través de los documentales Alias Alejandro (Cárdenas-Amelio, 2005) y Sibila (Arredondo, 2013).

Por su parte, María Eugenia Ulfe analiza tres documentales en los que se busca entender las trayectorias de familiares vinculados directamente con el conflicto armado interno: Alias Alejandro, Sibila y Tempestad en los Andes (Wiström, 2014).

Guadalupe Pérez Recalde se adentra en Días de Santiago (Méndez, 2004), Madeinusa (Llosa, 2005) y La tetaasustada (Llosa, 2009) para seguir las trayectorias de tres jóvenes peruanos que cruzan las fronteras de su identidad social y personal.

Javier Protzel nos presenta un texto en el que explora la noción de marginalidad en el cine peruano a partir de Maruja en el infierno (Lombardi, 1983), Juliana (Espinoza y Legaspi, 1988), Caídos del cielo (Lombardi, 1990), Paraíso (Gálvez, 2009) y Dioses (Méndez, 2008).

Los autores accedieron a la mayoría de las películas comentadas en el libro a través de canales informales de distribución y de DVD piratas. En el ensayo final, Diana Orihuela explora el circuito de distribución de películas nacionales, problematizando la democratización del acceso a bienes culturales.

Los libros El derecho va al cine y La política va al cine,publicados antes por el Fondo Editorial de la Universidad del Pacífico, convierten a El Perú desde el cine: plano contra plano en el tercer libro de una saga que muestra la posibilidad de armonizar la reflexión teórica con las narrativas cinematográficas y cuyo fin es abrir espacios de análisis e interpretación.

Agradecemos profundamente a los autores de este libro por su generosidad al aceptar el reto de pensar nuestra realidad a través del cine y dedicar un valioso tiempo a la tarea de escribir los ensayos que compartimos con ustedes.

1 Los datos sobre producción de películas y número de espectadores se han tomado de El cine peruano en tiempos digitales (Bedoya, 2015) y de las estadísticas recopiladas por Cinedatos Consultores en Estadística Cinematográfica del Perú (s. f.) (ver el anexo).

Los archipiélagos sociales de la corrupción cotidiana: transgresores y marginales en El evangelio de la carne y El mudo

Javier Díaz-Albertini F.

Un colega me contó sobre el tremendo susto que se llevó al viajar a Nueva York con su familia. Un poco antes de pasar por aduanas en el aeropuerto Kennedy, se dio cuenta de que uno de sus hijos había colocado, en una de las maletas, dos docenas de DVD piratas que traía desde Lima para tener películas por si acaso se aburría en el hotel. Recordaba que, en ese momento, vinieron a su mente las imágenes de la advertencia del FBI y de las penas por reproducir y comercializar indebidamente la propiedad intelectual de otros. Tuvo la tremenda suerte de que no se revisara su equipaje, pero lo primero que hizo, una vez llegado al hotel, fue deshacerse de los DVD con suma cautela: los puso en una bolsa, antes les pasó un paño para borrar huellas digitales y, en el primer paseo por la ciudad, los botó en un tacho en la calle. Sin embargo, quedaba una cuestión pendiente: ¿cómo le explicaba a su hijo recién ahora que la compra pirata estaba mal, si él mismo lo había acompañado numerosas veces donde la casera que los vendía?

Inicio este artículo con esta anécdota, no para comparar sistemas normativos y lamentarnos del poco respeto a las normas en el Perú, sino más bien para hacer hincapié en la naturalidad con la cual hacemos caso omiso a la ley. Sabemos que en la sociedad estadounidense existe piratería, pero normalmente ocurre en versión digital, en forma oculta y con clara conciencia de que se está actuando mal. Mientras tanto, el hijo del colega había comprado los productos piratas en un lugar público, acompañado de su padre, resguardado por serenos de su municipalidad, y seguramente se había encontrado con vecinos, compañeros de estudios e, incluso, con el director de su colegio. Sin duda, de vez en cuando hay campañas de antipiratería, pero de ninguna manera contrarrestan la cotidianidad de la actividad que buscan combatir.

Estudios recientes sobre la piratería hacen hincapié en que sus principales causas son económicas, sobre todo la existencia de tecnologías de bajo costo, una oferta formal limitada y un mercado de bajos ingresos (Karaganis, 2011). Los consumidores acceden así a productos a los cuales la formalidad (debido a sus precios altos fijos y la poca competencia) ha excluido. Pero esto no diluye el hecho de que las personas son conscientes de que están actuando contra la norma. Más aún, si son personas que pertenecen a sectores de mayores ingresos –como en el caso examinado– y cuentan con más alternativas formales.

Por mucho tiempo se ha justificado la piratería, el contrabando y la falsificación de marcas, entre otras prácticas, porque hay muy poco empleo formal o adecuado y muchas personas viven de estas actividades (Durand, 2013). Es evidente que esto es cierto en abundantes casos. Sin embargo, al pasar el tiempo, la regularidad e inmensidad de estos hechos han coadyuvado a construir una «cultura de la transgresión» (Portocarrero, 2004) que está corrompiendo a nuestra sociedad porque daña y pervierte los arreglos sociales y el sistema de normas que –en otro plano– consideramos indispensables para el funcionamiento de toda sociedad moderna (universalidad de normas, igualdad de derechos y obligaciones, dominio de la ley, entre otros).

Esta corrupción cotidiana –hasta cierto punto generalizada en el país– aparece en algunas películas peruanas recientes. A veces está narrada desde el punto de vista del transgresor que, en su diario vivir, relativiza el cumplimiento de la norma formal, personalizándolo de acuerdo a sus propias necesidades o las de su entorno inmediato. Analizaremos, en este sentido, la película El evangelio de la carne (Mendoza, 2013) y, especialmente, al personaje de Félix. En otros filmes, la narración es sobre personajes que –por diversas razones– se encuentran al margen de la corrupción cotidiana y por ello son considerados una rareza e, inclusive, peligrosos. Una película que captura meritoriamente a estos marginales es El mudo (Vega y Vega, 2013).

Los transgresores

En El evangelio de la carne, el personaje más entrañable es Félix (Ismael Contreras), un alcohólico ex chofer de bus interprovincial cuya embriaguez causó un accidente en el cual fallecieron siete personas. Félix, convaleciente, es abandonado por su esposa y su familia en el hospital y, en desesperación, contempla suicidarse lanzándose de la azotea del nosocomio. Ahí es salvado por Rosario (Ebelin Ortiz), una cantora de la Hermandad del Señor de los Milagros, que –como un ángel– lo rescata y le da un nuevo sentido a su vida1. A partir de esta revelación, Félix asume como misión remediar parte del daño ocasionado dando una reparación económica anónima a los deudos de las víctimas del accidente, al mismo tiempo que anhela redimirse mediante el perdón y el servicio al bien al integrar la hermandad y cargar las andas con la santa imagen.

Félix lleva una vida austera en un cuarto humilde y en una pared ha pegado recortes de periódicos con la noticia de la tragedia que originó. Es un recuerdo permanente del mal que ha causado, como también lo son las penitencias cotidianas: las piedras que pone en sus zapatos y un enorme tatuaje del Señor de los Milagros que cubre toda su espalda. Ahorra cada centavo –mientras paga su deuda con la sociedad–, supera diversas pruebas personales y cumple con las requeridas por la hermandad, siempre alentado por Rosario. Todos los días trabaja largas horas para alcanzar su objetivo en una imprenta del centro de Lima, dedicada a… ¡falsificar dólares!

Fotograma 1. El evangelio de la carne.

La corrupción cotidiana

No es la primera vez que el cine nacional o internacional nos narra la historia de hombres y mujeres que, para lograr un bien, actúan mal. Sin embargo, en esta película lo que llama la atención es la naturalidad con la cual Félix transita por su vida dual, especialmente por la aparente falta de escrúpulos al momento de dedicarse a una ocupación que tarde o temprano causará daño a tantas –pero anónimas– personas. Es que, en el fondo, los únicos escrúpulos claros en la vida de Félix están en sus zapatos, en las piedras puestas ahí para mortificarse como penitencia. Él tiene una misión propia, suya, correcta y redentora. Todo lo demás es accesorio porque ahora –en este momento– son para él reglas no aplicables a sus metas actuales. O, en todo caso, son normas presentes pero eludibles porque no le convienen. Tampoco hay pretensión alguna en Félix de cambiar las reglas de juego de su sociedad –no es reformista o revolucionario–, sino más bien trata de convivir con la flexibilidad necesaria como para decidir cuándo y dónde es que se deben seguir o no. Como muchos peruanos y peruanas, Félix está personalizando y relativizando las normas y ello conforma parte esencial de la corrupción cotidiana.

Defino la corrupción cotidiana regresando a los orígenes de la palabra «corromper». El Diccionario de la Real Academia Española tiene siete entradas para esta palabra y ninguna de ellas alude directamente al significado más común en la actualidad: sobornar a un funcionario. En cambio, nos dice que es «echar a perder, depravar, dañar o pudrir algo»; «pervertir a alguien»; «hacer que algo se deteriore» (Real Academia Española, RAE, 2001, pp. 451). Extendiendo esta definición hacia la sociedad, me atrevo a decir que la corrupción consiste en viciar cualquier proceso social al dañarlo moralmente. El daño moral se refiere al incumplimiento de normas, a cierto desdén hacia los valores de convivencia, especialmente los refrendados en sociedades democráticas.

Es esencial remarcar que, al referirnos a la corrupción, cuestionamos la tendencia actual de limitarla al mal comportamiento de la autoridad y el funcionario público. Creemos, por ejemplo, que la definición del Banco Mundial es sumamente restrictiva, ya que nos dice que es «[…] el abuso de la función pública en beneficio privado» (The World Bank Group, 1997). Asimismo, el principal investigador sobre la corrupción en el Perú, Alfonso Quiroz, la define «[…] como el mal uso del poder político-burocrático por parte de camarillas de funcionarios […]» (2013, p. 38). Quiroz, sin embargo, reconoce que la corrupción se encuentra inserta en procesos amplios y complejos, pero prefiere –para su análisis de cómo ha afectado históricamente al desarrollo– concentrarse en sus dimensiones políticas y económicas.

Desde el punto de vista que estamos desarrollando, no es necesario ser funcionario público o coimear a uno para ser corrupto, aunque siempre es un abuso contra el deber cívico, siendo este de aplicación universal y orientado hacia el bien común. Por ejemplo, un profesor de un colegio privado que vende notas, es corrupto. O se corrompe a menores cuando se les alienta u obliga a participar en actividades proscritas debido a su edad, como involucrarlos en la prostitución y la pornografía. Sería mejor, entonces, utilizar el término «corrupción política» cuando solo nos referimos al mal comportamiento del funcionario público.

La corrupción cotidiana tampoco es lo mismo que la everyday corruption o petty corruption, términos que son utilizados para describir sociedades con niveles altísimos de corrupción estatal, los cuales llegan a permear la cotidianidad (Jeffrey, 2012; Lazar, 2004; Blundo, 2006; Huber, 2008; Anjaria, 2011; Reisinger, Zalosnaya, & Hesli, 2016). Asimismo, este término es utilizado para los casos de corrupción de poco monto que se observan en servicios estatales como la salud, la educación, la fiscalización de mercados y la tramitación de brevetes, entre otros. La corrupción cotidiana en su definición comparte –según nuestra concepción– la idea de que incluye sucesos del día a día, normales y comunes, en la vida de las sociedades y sus integrantes. No obstante, si bien esos términos en inglés se refieren a formas de corrupción menores o de poca monta, siempre ocurren desde la función pública (Blundo, 2006). Lo «cotidiano» en el Perú en este tema se refiere –en cambio– a su «normalidad», a la alta tolerancia que hay a estas formas de degradar o viciar la vida social, más allá de cuán involucrado esté el sector público. También es algo cotidiano porque no es oculto, sino vivencias experimentadas directa o indirectamente por el grueso de los habitantes.

La corrupción cotidiana adquirió una dimensión cuantitativa cuando la organización Proética comenzó a realizar las encuestas nacionales de corrupción en el año 2002. Una parte de la encuesta consistía en plantear situaciones hipotéticas reñidas con las normas y preguntarles a las personas si estaban de acuerdo o no con ellas. Las situaciones no solo tenían que ver con el trato con funcionarios o con trámites públicos (Apoyo, Opinión y Mercado & Proética, 2002). Por ejemplo, se incluía «evitar pagar el pasaje», «quedarse con el vuelto cuando le dan de más», «colarse en un espectáculo sin pagar» e inclusive «sustraer dinero o propiedades de un escritorio cuando nadie te ve». Lo que más sorprendió de sus resultados fue la enorme «tolerancia media» a estos actos, fueran de dimensión pública o privada. Según el primer informe de Proética, dos de cada tres peruanos y peruanas mostraron algún grado de tolerancia hacia estos actos cotidianos de corrupción y solo uno de cada tres se pronunció claramente en contra.

François Vallaeys (2002) en un breve texto titulado «Ética y desarrollo» celebraba la rápida desarticulación de la red de corrupción fujimorista y el eficiente procesamiento y encarcelamiento de algunos de los principales culpables. Podríamos añadir que igual ímpetu es lo que hizo posibles excepcionales iniciativas como la creación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR), la formación del Acuerdo Nacional y el impulso al proceso de regionalización. Pero Vallaeys nos advertía en su texto que estos avances no serían suficientes si no se atacaba un serio problema de fondo y es que «[…] el régimen fujimontesinista no fue causa sino consecuencia del debilitamiento ético de la sociedad peruana» (2002, p. 73; énfasis en el original). El temor de este autor era que la «gran corrupción» que deslumbró a todos al destaparse los famosos «vladivideos» obliteraría el hecho de que todos sabíamos lo que estaba sucediendo –porque era un secreto a voces– y que no tuvimos la capacidad de detenerlo, fuera desde el Estado o desde la sociedad civil. Y es ahí cuando entra a tallar la noción de una corrupción que nos acompaña en el día a día, que se convierte en una parte normal de nuestras vidas, que ya deja de asombrarnos, que –hasta cierto punto– justifica la corrupción de todos como business as usual2.

La corrupción cotidiana, desde el punto de vista de Vallaeys, surge como parte de una «cultura del arreglo» que se caracteriza por relativizar el cumplimiento de las normas en función a las necesidades e intereses personales. Es un sistema perverso que se autojustifica bajo la creencia de que «total, si todo el mundo lo hace», «hecha la ley, hecha la trampa», «solo por esta vez», entre otras coartadas más. Algo similar trabaja Durand bajo su hipótesis de tres socioeconomías que coexisten en el Perú –la formal, la informal y la delictiva– y que producen una «anormalidad normativa» porque el respeto a la ley no es universal e imperioso, sino que ocurre según un cálculo racional basado en la conveniencia. La persona que transita por la informalidad:

No desconocía totalmente la ley, sino que operaba en las fronteras de la legalidad, pasando a lo no-formal, estando en lo formal, o exigiendo o negociando una «formalización», según su conveniencia. Esta tolerancia, al hacerse permanente, implicaba dejar a un lado el imperio de la ley. Era en el fondo admitir que estas transgresiones formaban parte de una nueva cotidianidad… (Durand, 2013, p. 24-25; mi énfasis)

Quiero dejar en claro que no considero que la informalidad y la corrupción sean lo mismo. Partimos de la hipótesis, sin embargo, de que la creciente informalidad de nuestra sociedad –y ojo que no solo estoy refiriéndome a la informalidad laboral– abre las puertas a la «anormalidad normativa» mencionada anteriormente. Esta es la preocupación de Durand, expresada también por Vallaeys: la informalidad no solo ha pasado a ser algo más que una respuesta a la falta de oportunidades laborales o económicas, sino que es también artífice –en conjunto con otros elementos– de una cultura de transgresión generalizada, según ha sido descrita por Portocarrero (2004).

El análisis de la falta de apego a la ley tiene una larga historia en la sociología nacional, pero recién se convierte en un tema de urgencia a partir del nuevo milenio. En una investigación previa sobre el capital social en Lima (Díaz-Albertini, 2010), analicé cómo la falta de cumplimiento de las normas durante los años 1980 no fue considerada como problemática desde las ciencias sociales, sino que era más bien vista como el surgimiento de una suerte de «nuevo rostro del Perú»3. Para dos de los principales analistas de la informalidad, ello representaba una forma de hacer frente a una sociedad excluyente, fuera en términos políticos contra un Estado criollo (Matos Mar, 1984), fuera en términos económicos contra un Estado mercantilista (Soto de, 1986). E inclusive, para la interpretación de la izquierda, la informalidad también se enfrentaba al sistema imperante al cuestionar las relaciones de producción capitalistas, acercándose a lo que Razeto (1984), desde la experiencia chilena, llamaba la «economía de solidaridad».

Las normas y los valores formales –es decir, la normatividad autodeterminada que caracteriza a toda sociedad moderna– eran entonces vistos por estos analistas sociales como fallidos porque supuestamente respondían a los intereses de un pequeño grupo excluyente (para Matos Mar los criollos, para De Soto los mercantilistas, para la izquierda los burgueses). Las personas que se encontraban en el universo informal –según estos análisis– buscaban modificar tales términos para que la normatividad fuera inclusiva y, además, lo estaban realizando pacíficamente (como «desborde popular», o siguiendo «el otro sendero» no luminoso) al mismo tiempo que contribuían a la economía, el empleo y el bienestar. Hugo Neira (1987) fue una de las pocas voces que advirtió que vivíamos una situación de «anomia», término que significa que las normas sociales pierden influencia sobre el comportamiento individual, es decir, que la estructura sociocultural ya no es capaz de ejercer contención social4.

La idea que dominaba en los años 1980 era que la informalidad –expresada principalmente en términos de empleo y formación de empresas– desaparecería cuando las estructuras sociales se volvieran más inclusivas. Para De Soto, por ejemplo, esto ocurriría con la reducción del costo de la formalidad, siendo algunas de las medidas recomendadas la simplificación administrativa y el mayor acceso a la titularidad de la propiedad. Actualmente, sin embargo, ya no existe igual convencimiento porque hay muestras crecientes de que muchos de los que operan actividades informales optan por permanecer en ellas. Es lo que expertos del Banco Mundial llaman la opción de «salida», utilizando la propuesta de Albert Hirschman (1977) respecto a las posibles reacciones de los individuos ante el deterioro de una organización (incluyendo al Estado)5. En Lima, por ejemplo, se ha intentado formalizar a pequeños empresarios al establecer un programa que asume los costos por ellos, pero la mayoría no lo ha aceptado (Ganoza & Stiglich, 2015). Esto quiere decir que la informalidad ya no es necesariamente estar al margen, sino que para muchos se convierte en una opción de vida (Perry, Maloney, Arias, Fajnzylber, Mason & Saavedra-Chanduvi, 2007). Para los demás, la informalidad es una de las estructuras –sean estas formales o no-formales– por las cuales transitamos todos los días, «[…] convivimos con ellas en un mismo espacio, tratan estas con un mismo Estado, operan en un mismo mercado y son por lo tanto parte de nuestra sociedad» (Durand, 2013, p. 21).

La corrupción cotidiana comparte con la informalidad el hecho de que no es una opción que rompe totalmente con el contrato social, porque no le conviene. La existencia de reglas formales refrendadas en un sistema normativo es lo que hace atractiva a la informalidad. Es decir, si todos fuéramos informales todo el tiempo y en todo lugar, entonces no existirían ventajas comparativas o competitivas. Si todos los programas de software fueran bamba, entonces existiría una competencia salvaje entre los proveedores de piratería. Sin embargo, si un porcentaje considerable de empresas, instituciones e individuos tienen que comprar software legal porque son controladas y supervisadas por el Estado, entonces lo pirata se puede ofertar a un precio bajo, pero no irrisorio, debido a la enorme diferencia con el producto legal. Es por esta razón que lo informal tampoco llega a ser una conducta delictiva, dado que: a) no está abiertamente contra la ley; b) con alguna frecuencia acata ciertas leyes; y c) tampoco alienta el incumplimiento de la ley. La corrupción, por otro lado, siempre se realiza teniendo al sistema normativo como referente, ya que de acuerdo a la ventaja que otorga es justo no seguir la ley, mientras que otros sí tienen que hacerlo.

La informalidad comparte una cosa más con la corrupción cotidiana: ambas florecen porque son prácticas que frecuentemente no son castigadas. Como bien señala Durand (2013), en los años 1980, un país sumido en crisis económica y violencia interna no tenía tiempo ni energía para «corregir» lo informal, además de que era el refugio principal ante el desempleo. Este «dejar hacer» continúa aún después de superadas estas crisis porque el Estado –bajo la batuta liberal y la corrupción fujimorista– se debilitó y no ha sido capaz de controlar un fenómeno ante el cual no tiene los recursos ni la voluntad para hacerlo. Salvo episódicos operativos, vivimos en una sociedad en la cual:

¿Quién rehusaría comprar películas piratas que cuestan medio dólar si las legales (que casi ni se encuentran) valen cinco veces más? Ahora los vendedores de DVD piratas están por todas partes y conozco personas que las encargan a sus «caseros» por teléfono pues hay también servicio a domicilio. Quienes nos resistimos por una cuestión de principio a comprar películas piratas somos un puñadito ínfimo de personas y (no sin cierta razón) se nos considera unos imbéciles (Vargas Llosa, 2012, p. 149).

La individuación exacerbada

Félix –en El evangelio de la carne– no exhibe mayor crisis moral al trabajar en una organización que falsifica billetes; y no es que tenga una estructura de personalidad psicopática, sino que no ha internalizado apropiadamente las normas y valores universales que son parte esencial de toda sociedad moderna, en especial aquellos que se refieren a reconocer al otro como un igual. La corrupción cotidiana surge cuando las reglas existen y han sido aprendidas, pero no forman parte del repertorio casi inconsciente de comportamientos y formas de pensamiento. Es decir, son externas al individuo y cobran vida de acuerdo al momento y la situación (la «cultura del arreglo»). Como se muestra en la investigación que trabajamos sobre capital social en Lima (Díaz-Albertini, 2010), la socialización consiste en un triple proceso: conocer la norma, ser capaz de cumplirla y estar comprometido en hacerlo (conocer-poder-querer). Félix como chofer de bus conocía bien la norma, al igual que más adelante como arrepentido aspirante a la hermandad religiosa, pero más podían sus proyectos personales. En el fondo, el problema con la corrupción cotidiana es que no existe compromiso hacia el sistema normativo macrosocial, hacia lo que la sociología denomina el «otro generalizado»6.

En ese sentido, quizás Félix sí exhibe una continuidad en su comportamiento, a pesar de todos sus intentos de cambio y redención. En el pasado, su conducta transgresora recién se revela ante una situación crítica en la cual el daño a los otros se hace evidente en su vida personal. Al ser un chofer de transporte interprovincial alcohólico, seguramente muchas veces condujo en estado etílico, pero esto recién estrella en su conciencia cuando causa el daño, del cual estaba claramente advertido. Algo parecido ocurre en su nueva vida de redención.

La película nos relata en forma paralela la historia de Gamarra (Giovanni Ciccia), un policía encubierto cuya esposa (Jimena Lindo) sufre de un cáncer raro y se necesita una fuerte cantidad de dinero para operarla. Desesperado y angustiado, vende su departamento a mitad de precio y debe cambiar los nuevos soles recibidos por dólares, moneda exigida por la clínica. Su compañero de la policía le recomienda comprarlos donde un cambista conocido suyo porque le daría una tasa de cambio favorable. Sin embargo, el cambista recomendado también vendía los dólares falsos que Félix ayudaba a manufacturar. Al ir a pagar la operación de su esposa con los dólares recién adquiridos, le informan en la clínica que son falsos. Sumamente alterado y colérico va en búsqueda del cambista y llega a la imprenta donde labora Félix. De nuevo, recién bajo esta circunstancia concreta es que Félix adquiere clara conciencia de su nueva transgresión porque cobra una víctima de carne y hueso: ha causado una nueva tragedia.

Aun así, Félix busca exculparse ante el policía:

Félix: Yo no estaba en el momento del cambio…

Gamarra: Justo, no estabas… [con cara de incrédulo].

Félix: Estaba en un retiro.

Gamarra: ¡¿Retiro…?!

Félix: Quería ingresar a la Hermandad del Señor de los Milagros.

Gamarra: ¡Ahora aceptan a estafadores…!

¡Es que recién Félix –en ese instante– se había transformado en estafador! Antes era el anónimo reparador de sus malos actos e inclusive había donado veinte mil soles –también anónimamente– a la cuadrilla de la hermandad a la que quería pertenecer para que compraran un medallón que sería colgado en las andas de la imagen. En otras palabras, en términos estrictos, su búsqueda de redención personal estaba corrompida de raíz y –de carambola– también había profanado la Santa Imagen que deseaba cargar.

Fotograma 2. El evangelio de la carne.

Alain Touraine (1994), en su análisis de la modernidad, destaca dos de sus dimensiones esenciales: la razón y el sujeto. El equilibrio entre ambas es esencial para permitir el creciente desarrollo del actor sujeto (y su individuación) a la vez que se garantiza una convivencia ordenada bajo criterios universales compartidos. La predominancia de cualquiera de las dos dimensiones lleva a sociedades desiguales. Si cualquiera de estas dimensiones domina totalmente a la otra, entramos en un proceso –según Touraine– de «desmodernización». Una racionalidad extrema, en desmedro del sujeto, produce sistemas altamente reglamentarios y autoritarios, muchos de los cuales –paradójicamente– tenían como misión alcanzar el bienestar de las personas (como ocurre en las diversas formas de socialismo real). Por el otro lado, sin embargo, encontramos el desarrollo de una subjetivación desaforada, con débil institucionalización, por lo cual el individuo se desarrolla y desenvuelve sin mayor orientación social y colectiva. El resultado puede ser el caos y otra forma de desigualdad: la que se genera sobre la base de los recursos y atributos individuales. Reflexionando sobre la película El evangelio de la carne, el crítico Ricardo Bedoya concluye lo siguiente:

Cuanto más deseosos están los personajes de procurar un cambio positivo para sus vidas, se hallan más expuestos o predestinados al fracaso. En el esfuerzo pierden las nociones de lo que separa la legalidad del delito y se involucran en la ética del «vale todo». La precariedad existencial es el salvoconducto que les autoriza a plegarse a un orden concesivo, de alta tolerancia, que justifica la informalidad y el timo, convertidos en reglas de convivencia en la ciudad (Bedoya, 2015, p. 182).

En el caso de la sociedad peruana en la cual habita Félix, surge un individualismo sin sujeto. Para Touraine (1994), la penetración del sujeto en el individuo solo es posible a través del reconocimiento del otro. El sujeto es un ser reflexivo que no se deja llevar por órdenes y mandatos transcendentes, sino que construye su sentido y orden normativo sobre la base de su propia singularidad, que es justo lo que lo distingue del otro. En la relación con este se va edificando la universalidad de lo singular, al mismo tiempo que se erigen los órdenes normativos e institucionales que permiten la confluencia del individuo con la convivencia social (democracia). El reconocimiento de la «otredad» conduce a la afirmación del sujeto como actor social, compartiendo así una sociedad construida con los demás. El individuo no-sujeto es reflejado en la opinión del psicoanalista Max Hernández, en una entrevista reciente, cuando analiza por qué los limeños se resisten a la reestructuración y ordenamiento del tráfico, a pesar de que llevaría a una mejora colectiva:

[…] el Perú urbano ha entrado súbitamente a la individualidad y con eso al individualismo. Con la urbanización hay una ruptura de las ataduras comunitarias. Nos encontramos con que tenemos que estrenar una individuación y no aceptamos que tenemos que conducir en orden […] (Balbi, 2014, p. A2).

En otras palabras, nos resistimos a reconocer al otro. En una vena parecida y también en una entrevista reciente, el reconocido sociólogo Julio Cotler señaló que tenemos individualismo sin «responsabilidad social» (Vivas, 2015, p. A4). Este conjunto de expresiones apunta hacia un individualismo exacerbado, que lleva a una personalización de los valores y las normas, a un afán de cumplir las metas personales sin tomar en cuenta al otro. En este proceso, se corrompe la vida social y la relación con los demás y se da muerte lenta pero segura a la convivencia.

Pero estas contradicciones parecen no mellar la religiosidad ni el objetivo trazado por Félix: él es un hombre de fe. Y el que cree no tiene dudas. Cuando le pide perdón al detective Gamarra por el mal que había generado el dinero falsificado, tiene lugar el siguiente diálogo:

Gamarra: Tú no tienes perdón, mi mujer se está muriendo.

Félix: Dios está encima de nuestras ambiciones, nuestros planes, nuestras voluntades… Si Dios quiere, su mujer se va a salvar, tenga fe…

La religiosidad de Félix, como hemos visto, es lo que sostiene su vida porque puede recibir de Dios lo que la sociedad no le otorga: el perdón. Cuando, en un retiro de la hermandad, Félix confiesa públicamente que fue responsable de la muerte de siete personas, en vez de recibir compasión, el jefe de la cuadrilla le niega la posibilidad de ser parte de la hermandad y cargar las andas. Aun así, siente que Dios lo perdonará y que es un poder que va más allá de toda ambición y voluntad humana. Gamarra, en su afán de salvar a su esposa ha perdido todo: casa, dinero y esperanza. Pero las palabras de Félix van calando y, en el momento de mayor desesperación, Gamarra saca a su agonizante esposa del hospital y la carga luchando contra la multitud de la procesión y, en la última y más conmovedora escena de la película, llega y toca las andas.

Los marginales

Constantino Zegarra (Fernando Bacilio) es un juez probo que despacha todos los días en el primer piso del Palacio de Justicia en el centro de Lima. Es el personaje central de la película El mudo. En una de las primeras escenas, Zegarra sentencia a un joven a la penitenciaría y la madre le pide que reconsidere, diciéndole que su hijo es artesano, y coloca en el escritorio del juez una figura tallada como insinuación de un posible intercambio. Le dice, además, «[…] si usted me apoya, yo lo apoyo, doctor». El juez Zegarra le responde:

No puedo hacer nada por su hijo, señora. Lo único que puedo hacer es recomendarle que usted hable con la verdad. Y no se meta usted también en problemas. Porque yo sé, que usted sabe que yo sé, que usted sabe dónde está su marido escondido.

Fotograma 3. El mudo.

La señora suplica una vez más, aludiendo que el juez no conoce los problemas que tiene su familia, ante lo cual Zegarra le pide que abandone su despacho. Se levanta la señora y antes de irse le dice: «Usted es un exagerado de mierda… ¡concha tu madre, ojalá que le pase lo peor!»

Y así sucede. Al buscar su auto en el estacionamiento esa noche, le han roto el vidrio de la ventana del conductor. Además, al próximo día sale publicada su destitución y traslado al juzgado de Mala (pequeña ciudad a 86 kilómetros de la ciudad de Lima) y esa noche –regresando a su casa– recibe un balazo en el cuello que le destruye las cuerdas vocales y lo deja mudo. Finalmente, estando en el hospital y durante las primeras pesquisas de la policía, descubrimos que su esposa le es infiel.

Durante la película, llegamos a conocer que la madre de Zegarra también había sido juez y fue asesinada en plena vereda al frente de un juzgado en Lima. El padre aún vive, profesa la abogacía y participa activamente en el diario intercambio de favores del mundo judicial. Es decir, es una familia conocedora del entorno de la profesión del derecho litigante y de las sórdidas redes sociales que se tejen en el sistema judicial. Es importante recordar que el Poder Judicial está considerado entre las tres instituciones más corruptas del país (Proética, 2013) y, en una encuesta reciente, el 79% de los limeños y limeñas dijeron desconfiar de él (Mejía Huaraca, 2015).

Los hermanos Vega nos presentan la vida de un ser marginal, un convidado de piedra en una sociedad corrupta e inmoral. La mudez lo hace más marginal aún. A pesar de que el sistema judicial se mueve gracias al papel y la escritura, resulta claro que muchas de las decisiones se toman por arreglo verbal y, luego, se formalizan por lo escrito. En otros ámbitos de la vida social, especialmente el informal, el mundo se mueve en ausencia del registro escrito. Y es así porque todo registro es susceptible de control y verificación por las instituciones estatales. Entonces, a pesar de que la distancia entre la escritura y la oralidad ha sido un elemento clave en la jerarquización social nacional (Nugent, 1996), la cultura verbal es la que mueve nuestra sociedad de arreglos, negociados y tarjetazos.

En un mundo de corrupción cotidiana, el honesto siempre es incómodo, un aguafiestas, una voz de la conciencia que no queremos escuchar. Para entender bien este proceso de marginación, es importante analizar dos aspectos centrales. Primero, lo que significa ser honesto en una sociedad corrupta y, segundo, cuán complejo es el proceso que llamamos corrupción en una sociedad con instituciones débiles.

La honestidad es dañina para la salud